Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 254. ENERO. Año 1989
SUMARIO
TODO es llamamiento divino, palabra de lo alto,
de Dios. ¿Nos acercamos a él, o es el que
viene a nosotros? Cuando Dios se hace hom-
bre, es nuestra humanidad que se conmueve, y
nos sentimos impulsados a definirnos, mientras ca-
mina a nuestro lado. Podemos rechazarlo, pero no
podemos evitarlo. Podemos no agradecer sus dones,
pero no podemos negarlos; podemos cerrar los ojos,
pero no podemos apagar la luz; podemos mentir,
pero no podemos destruir la verdad. Por eso, los pri-
meros que lo reconocen son los sencillos de corazón,
los que no temen perder nada dándolo todo: pasto-
res, magos y almas que han crecido en la esperan-
za, y los santos de todos los tiempos.
BLANCO COMO LA NIEVE
RAÍCES
UNA ESTRELLA SOBRE EL CAMINO
LA AMISTAD
LAS VOCACIONES CONVERGENTES
NEWMAN. EL GOZO COMPARTIDO
AMIGOS Y HERMANOS
1
BLANCO COMO LA NIEVE
Su cabeza y sus cabellos son blancos como la lana
blanca y como la nieve.— (Ap 1, 14).
Tu cabellera es blanca, oh Jesús, porque tú eres el
Hombre lleno de días, como dice el profeta Daniel.
Eres Dios desde toda la eternidad. Sin duda, has
venido a nosotros como un niño; has sido suspendido en
la cruz a una edad en la que todavía no aparecen las
canas, pero hay en ti algo que te envuelve en el
misterio y que impide a los hombres conocer tu edad.
Los fariseos te hablaban como si estuvieras a punto de
alcanzar los cincuenta años. En cambio, tú has vivido
millones y millones de años, como lo muestra tu mismo
rostro. E incluso cuando eras solamente un niño, tus
cabellos eran tan brillantes que la gente decía: «Son
como la nieve».
Oh Señor, siempre anciano y siempre joven, tú
contienes toda la perfección y la vejez, en ti, es
infinitamente más hermosa que la más bella juventud.
Tu blanca cabellera es un adorno, no un signo
decrépito. Es tan brillante como el sol, tan blanca
como la luz, tan deslumbrante como el oro.
Señor Jesús, que yo te pueda amar siempre, no con
ojos humanos, sino con los del Espíritu que supera
cualquier claridad humana.
John H. Newman, C. O.
2
Raíces
POR el misterio de la encarnación, confesamos que el Verbo se hizo carne, pero
no como si hubiese asumido una naturaleza humana abstracta, para que pu-
diera, de este modo, elevarse a la misión que el Padre le había encomendado
y ser, a la vez, modelo de hombre universal. También en Cristo existe «el
hombre y su circunstancia», y la primera de ellas la constituyen sus raíces, es decir,
su raza, su familia, su pueblo, su cultura, el lugar y el tiempo en que vivió. La encar-
nación no fue una ascensión a la inversa, llovida del cielo, como si el Espíritu Santo
hubiese intervenido para dotar al Hijo de Dios con una naturaleza humana aséptica,
milagrosamente diferente del resto de los seres humanos en la más mínima de las ca-
racterísticas les son propias, excepto la impecabilidad. Como cada ser humano
tiene las suyas, él tuvo sus raíces, propias y concretas, que agradeció y estimó, en
lay que apoyó toda su misión, sin orgullo y sin complejos amigos, patria, lengua,
religión.
Curiosamente, y habiéndolo podido elegir, Cristo no nace en una ciudad cosmo-
polita, ni habla la lengua de los sabios o los políticos de su tiempo, ni busca la efica-
cia de su misión en las estrategias humanas, ni prefiere codearse con los grandes e
influyentes, con los ricos, sabios y poderosos del mundo, ni suyo ni ajeno. Roma, en
Au época, le habría ofrecido un marco adecuado a estas miras. Cierto que no excluye
a nadie, pero sus preferencias son claramente distintas y aun opuestas a los apresu-
rados criterios humanos de todos los tiempos. Cuando con tales criterios se ha pre-
tendido hacer obra de Dios para cambiar el mundo, en realidad se ha comprometido,
más que ayudado, a la Iglesia, porque ha sido desnaturalizada su misión original,
haciéndola más sectaria que eclesial, incluso cuando se han invocado intenciones
universalizadoras. Fue el pecado de la Sinagoga, que pretendió ser fiel, con espíritu
de secta, al Dios único y verdadero, y por esto rechazó a Jesús.
3
Contrariamente a lo que pueda parecer, el amor a las propias raíces cura de
sectarismos, porque destruye el mito, o el dios falso, de lo grandioso y despersona-
lizado, como ocurre con aquellos que hablan con exceso de patria precisamente por-
que carecen de ella, o ya no saben dónde tienen sus raíces, salvo lo que en abstracto
les conceda, por sugestión o interés, el mito cultivado.
En nuestra época, en la que tan fácilmente nos dejamos seducir por lo grande y
sorprendente, por lo rápidamente exitoso, por lo que la propaganda nos ofrece con
halago de nuestra vanidad, es particularmente conveniente ser fieles a las propias
raíces, sin despreciar las de nadie, por respeto a la justicia y porque la diversidad es
enriquecedora, y por esto mismo querida por Dios, multiforme en todos sus dones.
Sin amor a las propias raíces no seríamos verdaderamente humanos, aunque sí, tal
vez, esclavos del número, del éxito económico, del prestigio social, demasiado Ambi-
guos para ser instrumentos puros al servicio del Evangelio. Es sobre los dones natu-
rales y verdaderamente humanos que se edifica el orden sobrenatural, toda la eco-
nomía de la gracia divina. Por eso Dios dio, con la naturaleza, verdaderas raíces
humanas a su Hijo, cuando se hizo hombre; lo mismo que las había dado a su pueblo
elegido y que las ha dado y da a los verdaderos santos.
Y es preciso tener en cuenta que Cristo, propiamente, no es un hombre univer-
sal, sino universalizado. Lo mismo que todo cristiano fiel a su bautismo.
"¡Que todos sean uno!»... Ésta es la culminación del
milagro de amor, que comenzó en Belén, y del cual los
pastores y los Magos fueron los primeros frutos: la
salvación de todos los hombres, su unión en la fe y el
amor, a través de la visible Iglesia fundada por Cristo.
«¡Que sean uno! Éste es el propósito del divino Re-
dentor, y nosotros hemos de hacer todo lo posible
para alcanzarlo, pues constituye una grave respon-
sabilidad que pesa sobre la conciencia de todo hom-
bre. En el último día de juicio particular y universal,
cada voluntad individual deberá dar razón, no del
éxito alcanzado en orden a la restauración de la uni-
dad, sino si ha rogado, trabajado y sufrido para ello:
si cada cual se ha impuesto a sí mismo una sabia y
prudente disciplina, paciente y perseverante, y si ha
dado una total preferencia a los impulsos del amor.
Juan XXIII,
1962, Discorsi V. p. 48
4
UNA ESTRELLA
SOBRE EL CAMINO
NUESTRO camino. El camino
de los hombres, la vida. No
simplemente estar en este
mundo, sino asumir consciente-
mente la realidad que somos, el
ser que hemos recibido, y mover-
nos encauzando el dinamismo que
late en nosotros, mediante el cual
nos expresamos, nos desenvolve-
mos, crecemos, en busca de lo óp-
timo que nos depare la suerte de
vivir, dado que la nuestra no es
una existencia ciega, sino inteli-
gente y libre, capaz de conocer y
de elegir, capaz de responsabilidad,
de hacer de nuestra vida una res-
puesta a un fin conocido, de hacer
de él un ideal amado.
Hemos recibido el don de la vi-
da, sin haberlo pedido. Pero apenas
alcanzamos el pleno uso de nuestra
inteligencia, podemos descubrir
que no estamos destinados a la fa-
talidad, sino abiertos a la esperan-
za inmensa, que va más allá del
tiempo. Sobre todo, cuando sobre
nuestro camino resplandece la luz
de la fe. Un poco, pensando en los
Magos, podemos decir que ella nos
lleva a Cristo, y con ella nos lleva-
mos a Cristo para el resto de todo
nuestro peregrinar sobre la tierra,
con la esperanza gozosa del último
gran encuentro, eterno y feliz, en
el portal de la gloria.
Pero, entre nuestro nacimiento y
este encuentro último en el que
definitivamente nos restituimos a
Dios, se extiende el camino de
nuestra vida, y a lo largo de él
―generalmente poco después de
sus principios― existen dos mo-
de capital importancia, que
nos van a definir de cara a Dios. El
primero de ellos es aquel en el que,
siendo ya capaces de recibirla, nos
llega la primera noticia de Dios.
Para los ya bautizados, este mo-
mento 5
mentos de toma de conciencia aca-
ba de definirnos como tales, en los
casos en que el bautismo fue reci-
bido en edad inconsciente, como
ocurre en las familias de tradición
cristiana.
Cuando decimos «noticia de
Dios», no nos referimos a la que
acaba con la simple aceptación
mental de la existencia, racionali-
zada o no, de un Ser supremo. A
los cristianos no nos basta el Dios
de los filósofos, presentado en una
definición conceptual, aunque si-
túe a este Dios en la cumbre de las
perfecciones ontológicas. Nosotros
creemos en un Dios que es el Ser
supremo único, e infinito, y perso-
nal, que, por lo tanto, se nos comu-
nica y reclama la respuesta de
nuestra vida, que le encuentra y
accede a él a través de la fe sobre-
natural. Esta fe es el primer don
que de él recibimos y con el que se
nos muestra; don que luego hemos
de desarrollar sin desvincularnos
del influjo divino, que llamamos
"gracia". Ésta, correspondiendo a
ella, vigorizará nuestra respuesta
operativa, especificada en las vir-
tudes esenciales del cristiano, co-
menzando por las que llamamos
teologales ―fe, esperanza y, sobre
todo, caridad― y siguiendo por las
morales. No nos detenemos a des-
cribirlas; bástenos recordar que se
trata de potencias sobrenaturales,
de hábitos operativos ordenados
al bien, que resultan de los done
de Dios y del ejercicio y buena vo-
luntad del sujeto, al paso que crece
en libertad y en entrega generosa
a Dios. Todo cristiano está llama
do a dar esta respuesta a Dios. Po
demos decir que en ella se contie-
nen las disposiciones esenciales a
través de las cuales se desarrolla
la consagración bautismal, que ini-
cia la vida divina en nosotros.
Pero es preciso no detenernos
en la consideración del bautismo,
como si se tratara de la vocación
general, del llamamiento genérico
dirigido a todos los hombres, para
hacerlos radicalmente hijos de
Dios en la Iglesia, dejando para
grupos más selectos las llamadas
vocaciones especiales o, también,
"religiosas" con vistas al compro-
miso de abrazar la vida evangélica
de modo más estricto. Todo cristia-
no, todo fiel, llegado a la madurez
mental a que hemos aludido, cons-
ciente de su encuentro personal
con Dios, ha de saber decidirse por
el modo, el talante propio, la ma-
nera concreta de vivir en esta tie-
rra, la respuesta que da a Dios con
su fe, caminando hacia él. Es lo que
podemos llamar vocación perso-
nal, en la que se produce la corre-
lación de llamamiento (en el que
no suelen faltar los signos provi-
denciales que lo hacen creíble) y
correspondencia más o menos ge-
nerosa e iluminada. Tampoco sería
6
correcto hablar de elección de esta-
do o de vocación. No se trata de
elegir, sino de decidir, de asumir
la respuesta. Por tanto, es preciso
obrar con suma rectitud de inten-
ción a la hora de emprender el ca-
mino al que nos sentimos llama-
dos. No se trata de resolver la vida,
de colocarse, de instalarse, sino de
dirigirse a Dios por el camino que
prudentemente creemos que él nos
dispone. Después de haber nacido,
después de haber recibido el bau-
tismo, lo más importante en la vida
del cristiano es encontrar este ca-
mino y andar decididamente por
él. Podemos tener cerca quien nos
ayude, pero no quien substituya
nuestra responsabilidad. En cual-
quier caso conviene no olvidar que
«un ciego no puede conducir a otro
ciego».
Existen matrimonios infelices y
familias desgraciadas que sufren, a
pesar de creerse cristianos, por ha-
berse lanzado a abrazar un estado
sin el planteamiento previo, sobre-
natural y prudente, de quien toma
un determinado camino que le ha
de llevar a Dios. Han seguido el
ejemplo de lo que hace la mayoría
―«todos lo hacen»―, sin apenas
otros criterios que los humanos o
psicológicos, que ciertamente no
pueden ser suficientes para acer-
carse a un sacramento que debe
santificar a quienes lo reciben. Se
puede decir otro tanto de aquellas
vocaciones de vida e evangélica fra-
casadas, en las que la verdadera
piedad y fe sobrenatural fue substi-
tuida por un pietismo que se olvi-
dó de profundizar en las virtudes
sólidas, deteniéndose en lo más ex-
terno y convencional, donde las
acciones buenas suelen perderse
como formas disimuladas de otra
vanidad, que no resiste ni las prue-
bas del sacrificio y la humildad ni
es capaz de perseverancia sencilla
y gozosa. En la puerta de un con-
vento había un reclamo para posi-
bles vocaciones, que decía aproxi-
madamente así: «Para entrar aquí
se necesitan personas de oración,
limpias de entendimiento, despren-
didas de sí mismas y determinadas
a no quedarse en la mediocridad».
Disposiciones que son útiles para
todo cristiano, cualquiera que sea
el camino por el que Dios le llame,
si quiere llegar a Dios al final de
la vida.
Dios, el Evangelio, esta vida, la
diversidad de formas en que pue-
de ser vivida, el ideal de la santi-
dad, el ejemplo de las virtudes que
todavía nos alcanzan al recordar
las vidas de los santos, la misión
de la Iglesia, a la que hay que refe-
rir todos los caminos, todas las vo-
caciones, todas las "respuestas" de
la fe a través de la vida de cada
uno y de todos, hermanados como
"pueblo de Dios"... Todo esto con-
tiene una hermosura capaz de en-
tusiasmar, de despertar proyectos
enardecedores. Pero es preciso
7
concretarlos, porque sería triste,
al final de la jornada, el haber es-
tado recorriendo, mirando y com-
parando qué "elegir", sin haber
dedicado mucha oración para aus-
cultar y recoger las señales de la
Providencia y "decidir" en conse-
cuencia, libres de egoísmo y con-
dicionamientos, para que, lo que
tuviéramos que hacer, camino de
Dios, no sean las sobras de las ener-
gías que con la vida nos ha dado,
sino la entrega gozosa a un ideal
que comenzamos a edificar mien-
tras vivimos en el mundo, pero que
no es sólo para este mundo, ni nos
cabe en él: bien sea el matrimonio
para formar una familia (y no por-
que «todos lo hacen»), o para re-
producir más de cerca la vida de
Cristo tal como se nos muestra en
el Evangelio (y no porque un com-
pañero se nos hizo fraile o una ami-
ga ha entrado de monja). No solu-
ciones, ni colocaciones, ni ilusio-
nes, sino ideales, vocaciones.
A Dios le podemos pedir muchas
cosas, pero es seguro que cuando
nos dirijamos a él con limpieza d-
emente , con desprendimiento, sin
ponerle condiciones, ni pretender
jugar con dos barajas, no ha de
tardar en mostrarnos con su acción
providencial la senda que nos abre
para que nuestro bautismo no que-
de en gola iniciación cristiana, sino
en reflorecimiento de vida hermo-
sa, capaz de hacernos felices, aquí
mismo y aun con penas, y fecunda
de bienes para nuestra propia alma
y para la Iglesia.
Y decimos "para la Iglesia" con
plena intencionalidad. Porque no
sería cristiana una "respuesta" a
Dios encerrada en lo individual, en
la santidad autocontemplada. Todo
lo que es bueno, y más lo divino,
se proyecta. Decimos "vocación",
pero debiéramos decir, más bien,
"con-vocación", porque es del esti-
lo de Dios que lo bueno sea con-
vergente, como la amistad y como
el amor, y como el gozo, que nece-
sita ser compartido para que se
convierta en fiesta.
Especialmente los más jóvenes,
ojalá sean valientes, como pedía
san Juan, para que no retarden las
propias decisiones y caminen fie-
les al resplandor de la estrella que
Dios encienda sobre su camino.
A los mayores resta la perseve-
rancia, o poner humildemente re-
medio a los errores ya inevitables,
hasta la medida que las fuerzas al-
cancen. Pero, para todos, siempre
hay una estrella sobre el camino,
y hay que serle fiel, hasta que nos
conduzca a Dios.
El esfuerzo por establecer la Justicia y la paz y por afirmar el progreso
humano ha de ser tenido como parte integral de la evangelización,
Sínodo episcopal sobre los laicos (1987), n. 30
8
La amistad
ME estrechaban fuertemente a
mis amigos cosas como el
conversar y reírnos juntos,
servirnos unos a otros con buena
voluntad, juntarnos a leer libros
que nos gustasen, a divertirnos ho-
nestamente, a discutir alguna vez
en los juicios, pero sin quedar
resentimiento y como lo suele eje-
cutar uno consigo mismo, y con
el agridulce de tales disensiones
―que rarísima vez sucedía― dá-
bamos sabor a nuestra dulce con-
formidad; enseñarnos mutuamente
alguna cosa, tener sentimiento de
la ausencia de los amigos, y reci-
birlos con alegría cuando volvían.
Con estas señales y otras semejan-
tes que, naciendo del corazón de
los que entre si se aman, y que se
manifiesta por el semblante, por las
palabras, por los ojos y por mil
movimientos, encendíamos nues-
tros ánimos y de muchos hacíamos
uno solo.
Esto es lo que se ama en los ami-
gos, y de tal modo se ama, que se
tendrá por culpable el hombre que
no amase al que le ama, o no co-
rrespondiese con su amor al que
le amó primero, sin desear ni pre-
tender de su amigo otra cosa ex-
terior, más que estos indicios
muestras de benevolencia. De aquí
nace el llanto y lamento cuando
muere algún amigo; de aquí los lu-
tos que aumentan nuestro dolor; de
aquí el tener afligido nuestro cora-
zón, convirtiéndose en amargura
la dulzura que antes gozaba; y de
aquí la muerte de los que viven
por la vida que han vivido los que
murieron.
«Dichoso el que te ama» (Tb 13,
18), y a su amigo ama en ti, y al
enemigo por amor tuyo. Porque
sólo se está libre de perder a los
seres amados cuando se les ama a
todos en Aquel que nunca se le
puede perder. Y ¿quién es éste sino
nuestro Dios, aquel «que hizo el
cielo y la tierra» (Gn 1, 1), y que
llena la tierra y el cielo, porque
llenándolos los hizo?
A ti, Señor, nadie te pierde nun-
ca, sino el que te deja. Y el que te
deja, ¿adónde va, o adónde huye,
sino de ti, amoroso, a ti mismo eno-
jado? Porque, ¿dónde no hallará tu
ley en su castigo? «Pues tu ley es
la verdad y tú la verdad misma»
(Sal 118, 142).
San Agustín,
Conf III, 8-9
9
Las vocaciones convergentes
UNA vocación no es solamente una "llamada", sino la
empresa de corresponder a ella haciendo camino
en el sentido que el reclamo, que nos concierne,
nos solicita.
Para los cristianos, el llamamiento a la fe no se compren-
de nunca como un hecho aislado, que se inicia y se agota en
cada sujeto, sino que comporta, junto a la experiencia perso-
nal de cada uno, la de los hermanos que caminan cerca de
nosotros. Dios no llama a nadie para ser destinado a una tarea
individual y exclusiva; no concede don alguno que no haya
de ser compartido, participado. No existen, por lo tanto, vo-
caciones solitarias. La vocación de cada hombre no es sola-
mente concomitante, sino también convergente con la de
otros hombres, sin que por ello quede diluida en la colectivi-
dad de la humanidad.
Una explicación basada exclusivamente sobre el carác-
ter social de la persona humana no sería suficiente, y un hu-
manismo que se apoyara sobre esta base correría el riesgo
de sacrificar al individuo en beneficio de la comunidad, co-
mo si precisara aceptar la renuncia a la supervivencia perso-
nal y consolarnos con ver realizado al individuo absorbido
en la sociedad. Si alabáramos al hombre por este pretendido
heroísmo, se trataría de una exaltación que, en realidad, lo
limitaría y lo destruiría. También en el campo de la fe: pues
ésta no consiente ser instrumentalizada en beneficio de la
10
eficacia temporal sin que, al mismo tiempo, quede desvirtua-
da su sobrenaturalidad. Ni tampoco bastaría con invocar la
coincidencia de todos tras un mismo y único fin; no pasaría de
una remisión desencarnada, lejana, fríamente teórica, válida,
a lo sumo, para un pretexto enajenador e hipócrita.
La Iglesia es la hermandad de los hombres que caminan
bajo el signo de la misma fe cristiana: en ella Dios nos llama,
nos convoca a todos. El compromiso de la respuesta compren-
de dos vertientes indisociables no sólo porque en ella nues-
tras huellas se hunden en el camino de la fe, sino porque con
ella creemos y compartimos la esperanza santa de la vuelta
a Dios.
La vida de fe—ni la vida de la Iglesia, ni la vida en la Igle-
sia― no consiste en "estar aquí". A los que les basta esa sola
permanencia, o se aburren meditando en el absurdo, o padecen
la angustia de la duda, o se limitan a la voracidad egoísta, es-
clava del propio gusto, o bien, tras la noble apariencia con
que envuelven lo visible de su vida, ocultan, tal vez, un pre-
texto para la vanidad; no tienen ideales.
La fe, en cualquier caso, es más que un ideal. Más bien
podemos afirmar que inspira los ideales, puesto que solamen-
te ella puede legitimar los que son realmente verdaderos, los
que no usurpan en vano tan noble nombre, es decir, los que
son algo que, para el hombre y ante Dios, valen tanto como la
vida y más que la vida.
11
Ahora bien: un ideal no puede vivirse en soledad; ha de
ser vivido respecto a otros y con otros, hermanadamente. Lo
mismo que la fidelidad y la perseverancia, un ideal se alimen-
ta de la adhesión, del amor y de la alegría compartida en ge-
nerosidad, sacrificio, belleza y entusiasmo. Consiste en reci-
bir y en dar: todo es para agradecer y para difundir, y se
convierte en motivo espiritual, y a la vez concreto, del gozo
y de la esperanza.
Cuando la Iglesia reconoce, por ejemplo, la libertad de
asociación, no lo hace para transigir frente a los modelos pro-
fanos de las declaraciones de derechos, sino que, superando
cualquier oportunismo, tiene en cuenta que sus miembros no
caminan aisladamente, mientras avanzan, convocados por la
fe, y regresan a la casa del Padre formando grupos fraterna-
les deliberadamente elegidos, a la vez que de este modo con-
figuran el Cuerpo de su Hijo. Somos Iglesia y caminamos con
la Iglesia. La profundización en la vida de fe converge con la
respuesta concreta de los hermanos.
Por esto, amar a Dios es amar a los hermanos y, en de-
finitiva, amarnos también a nosotros mismos. El amor es único
у unifica. Newman pensaba seguramente en todo esto cuando,
fundándose en san Pablo (Flp 1, 9: «que vuestro amor se en-
riquezca más y más con el conocimiento lleno de sensibilidad
para todo»), hablaba de la necesidad del «acuerdo mental»
(«intellectual agreement») entre los que caminan juntos para
responder al llamamiento de Dios en cada uno de los rodales
o parcelas del campo de la Iglesia, en este mundo.
La entrega total a Dios compromete n un nivel de tal profundidad,
que los cambios de estructuras, las actividades, aun teniendo verda-
dera importancia, ésta es sólo relativa. Lo esencial es conservar una
conciencia viva de la llamada de Cristo, que elige a sus amigos.
Pablo VI,
3.10.1973
12
NEWMAN:
EL GOZO
COMPARTIDO
EL GOZO, la alegría, la felicidad, no son
virtudes, pero sí vibración del ánimo fren-
te a lo bueno, o tenido por tal. En la trans-
parencia del gozo existe un elemento, la
gratuidad, sin la cual no existe gozo au-
téntico ni justo. Por esta razón, para que el gozo
sea gratuito, debe ser compartido, indivisible, más
que una fraternidad, como Newman señala en una
poesía referida a los hermanos apóstoles Santiago
y Juan (1); es decir, más que la sangre y el cora-
zón: también el pensamiento, la vida y los ideales.
Soledad
y amistad
Cuando en esta misma serie nos hemos referido
a la soledad interior de Newman (2), no la enten-
díamos como si se tratara de un aislamiento. No
tiene por qué existir contradicción entre esa sole-
dad y la amistad verdadera. A él mismo no le pasó
inadvertido el contraste entre el deseo de soledad
y el impulso de la amistad; contraste que fue una
parte del drama interior de su vida (3). Gozo y dolor
(1) «Brothers in heart, they hope to gain / an undivided joy», V. V. (1868, 1a ed.), p.
153.
(2) LAUS, oct. 1988, p. 13.
(3) «I have ofteen been puzzled at myself, that I should be both particularly fond of
being with Friends». De una carta a un crítico, al que agradece la recensión de
VERSES IN VARIOUS OCCASIONS, en 1868.
13
le reportaron cada una de estas tendencias, pues
la soledad es unas veces paz y reposo, y ambiente
para la oración el estudio, pero también se torna
dolorosa cuando no es posible hallar con quien po-
der compartir el beneficio de un gozo que aflora,
por más que, mientras se gesta en la esperanza, tal
gozo presentido ya constituye un principio de feli-
cidad. Para el creyente, esta esperanza es la que
nutre la oración, la que se abre a la búsqueda y a
la oportunidad del amor, la que impulsa las buenas
obras, los proyectos inspirados, los grandes ideales.
Por esto, en Newman, de la soledad que purifica
y profundiza la conciencia de sí mismo, nace la
amistad con Dios el afecto más puro, no condi-
cionado, con los hermanos de camino. De esta do-
ble experiencia nosotros señalamos el relieve de la
amistad.
La palabra
"amigo"
A quien deseara una incursión en el tema de
Newman y la amistad, le bastaría abrir las páginas
de la Apología, o recoger en la abundante corres-
pondencia la palabra "amigo» ―«friend»―, tan
repetida, además, en sus poesías. Por si fuera poco,
el P. Tristram ha reunido en un libro una preciosa
colección de dedicatorias a los amigos —«gemas
literarias perfectas»―, harto elocuentes, en las
cuales «el corazón habla al corazón», serena-
mente, con inafectada sencillez, dignidad y sinceri-
dad (4).
De las páginas de la primera fuente aquí citada,
sacamos unas palabras que resumen todo el agra-
decimiento, todo el gozo y todo el dolor que la amis-
tad labró en la vida entera de Newman:
«Nadie ha tenido jamás amigos más amables y
más indulgentes que los que tuve yo; pero, en cuan-
(4) H. Tristram, en NEWMAN AND HIS FRIENDS, p. 26.
...
14
to al modo de ganármelos, he expresado mi senti-
miento (...) en algunos versos. Al referirme a las
bendiciones referidas, decía: "Bendiciones de ami-
gos, llegados a mi puerta sin que hubiesen sido
llamados ni esperados". Ellos vinieron y ellos se
fueron. Vinieron trayéndome una gran alegría; se
fueron con un gran dolor para mí. El que me los
dio me los quitó» (5).
En Ealing, luego en la universidad, y en el resto
de los proyectos ―Movimiento de Oxford, funda-
ción del Oratorio en Inglaterra, actuación en The
Rambler, la Universidad de Dublín...― en que
participó, son siempre empresas en las que se con-
gregan, amigos y hermanados, sujetos que parten
de un previo «acuerdo mental» (6) y una comunión
afectiva, en el centro de la cual emerge en todos
los casos y se mantiene el liderato de Newman. Sin
embargo, no podría afirmarse que él se imponga o
exija tal preeminencia, ni que el suyo fuera un pro-
selitismo invadiente. Esta misma actitud, profunda-
mente respetuosa para con los amigos, le acarreará
la acusación de falta de celo para hacer «conver-
siones». Él, en cambio, desconfía de la actividad
llamada apostólica cuando ésta cede a la tentación
del ejercicio de presiones o estrategias humanas, o
se mide por la apariencia de éxitos inmediatos o
demasiado brillantes (7).
(5) APO. p. 27.
(6) «Intellectual agreement.. Newman se refiere a él e propósito del Oratorio, como
ideal de comunidad. Glosa A san Pablo (Flp 1, 9 y 1Co 1, 10), y enfatiza la necesi-
dad de este acuerdo previo, sin el cual la invocación de la ciertamente excelente
caridad podría convertirse en mera retórica (ef. L. D., vol. XIII, p. 426).
(7) #At Propaganda, conversions, and nothing else, are the proof of doing any thing.
Everywhere with Catholics, to make converts, is doing something and not to ma-
ke them, in doing nothing (...) they must be splendid conversions of great men,
noblemen, learned men, not simply of the poor; (...) their notion of the instru-
mentally of this conversion in masse, is the conversion of persons of rang (...) I
never have courted men, but they have come to me.. A. W. (ed. 1956), pp. 393 y
395.
15
Amigos para
un ideal
Los amigos, para Newman, no son ante todo un
solaz en el que descansa el afecto y la compren-
sión, o incluso el consentimiento de los halagos, en
buena compañía, desde la cual se conjugan las dis-
posiciones para acometer empresas nobles, sino que
se pretende una nobleza más alta, desde la cual,
lejos de deshumanizar la relación cordial, ésta se
fortalece, se purifica y se eleva. El primer amigo es
Dios mismo, desde el momento en que se descubrió
su presencia intima, ya para siempre sentida como
una evidencia consciente (8).
Fue a raíz de este descubrimiento espiritual que
se abrió a la amistad con su maestro, el reverendo
Walter Mayers, en el Ealing School, a quien New-
man bendice como el camino o «medio humano
para el despertar de su fe divina» (9). En él desa-
hogará su alma cuando, al llegar a la universidad,
tropiece inesperadamente con los contrastes entre
fe y vida (10), y de él hará memoria, con gratitud
inmarcesible, en 1828, con ocasión de los funerales
de este providencial primer amigo espiritual, con
palabras que recoge Ward, en las cuales, sin que
Newman se dé cuenta, se trasluce a sí mismo en la
imagen admirada del maestro, como hombre de
oración y de una religiosidad directa en toda su
conversación, que discurría con naturalidad, sin
(8) I feel it is impossible to believe in my own existence (and of that fact I am qui-
te sure) without believing in the existence of Him, who lives as a Personal,
All-seeing, All-judging Being in my consciences. APO., p. 180: véase también
(9) The conversations and sermons of the excellent man, long dead, the Rev. Walter
Mayers, of Pembroke College, Oxford, who was the human means of this begin-
ning of divine faith in me». APO., p. 17.
(10) «It is sickening to see what I might call the apostasies of many», L. D., vol. I, p. 66.
En una de sus primeras cartas desde el Trinity, en 1817, ya le había escrito: «I was
deceived in my expectations of being in Town a few weeks after I left Ealing (...)
I hope I shall continue firm in the principles, in which you, Sir, have instructed
me» y le promete convertir en práctica las buenas resoluciones, hasta la hora de
la muerte (0.e., p. 31).
16
afectación alguna (11).
Ya hemos visto que, en Oxford, su primer inse-
parable compañero universitario fue John William
Bowden, siempre fiel, aunque fallecido demasiado
joven, cuando faltaba seguramente muy poco para
acompañarle en la conversión al catolicismo.
"El vino
añejo"
Verdaderos amigos, guiados por un ideal supe-
rior a cualquier interés personal, lo serán Newman
y Bowden, con Pusey, Keble y Froude. El Movi-
miento de Oxford se apoyará en esta fidelidad de
corazón y de pensamiento. Se influirán recíproca-
mente. Newman, aun siendo más joven que ellos,
superará las huellas emocionales del calvinismo y
se convertirá, finalmente, y de modo espontáneo,
en el centro del grupo. El rescoldo de esta amistad
universitaria Newman lo encontró en el Oriel, don-
de fue decisivo el trato con Whately y Hawkins, si
bien estas relaciones amistosas necesitarían un ca-
pítulo especial. La más fuerte fue seguramente la
de Keble, de la cual Newman refiere el primer en-
cuentro, provocado por Froude, «el ladrón que hizo
una buena acción» (12). Serían éstos los amigos cu-
ya fidelidad dejaría intacta el paso de los tiempos:
«old friends» ―el vino viejo, que sigue siendo
siempre el mejor (13)—, a pesar de que no acaba-
ran siguiéndole en las etapas del camino de la fe
hacia el catolicismo, lo cual no fue un gran dolor
(11) Cit. por W. Ward, THE LIFE OF JOHN HENRY CARDINAL NEWMAN (1912)
vol. II, p. 512.
(12) Newman lo reporta: «Hurrell Froude brought us about 1828: it in one of the sa-
yings preserved in his REMAINS, ―"Do you know the story of the murdered who
had done one good thing in his life? Well; if I was asked what good deed I had over
done, I should say I had brought Keble And Newman to understand each other"».
APO., p. 29.
(13) En una carta a Isaac Williams, el 21 de oct. 1861: «There is no pleasure of this
world which to me would be so great in itself, as to see you and other of my old
friends (...) Or friendship, our Lord's words seem to hold, Nemo bibens vetus
statim vult novum; dicit enim, Vetus melius est (Le 5,39)», L. D., Vol. XX, Pp,
59-60.
17
por el desprendimiento interior que el amor hacia
todavía más sensible: «La separación de los amigos
fue algo que pesó sobre mí durante un par de años
antes de hacerme católico, y afectó seriamente so-
bre mi salud. Es el precio que hube de pagar a cam-
bio de un gran bien. Cada uno ha de dar lo mejor
de sí mismo» (14).
Liderato
y amistad
Después de Oxford, en el retiro de Littlemore y,
enseguida, en Birmingham, seguirá amando y sien-
do querido por los demás, si bien desde una posi-
ción en la que, a pesar de sí mismo, se diferencia
mucho de los demás, a los que sobrepasa por su
gran personalidad. El P. Tristram lo resume bien
cuando escribe: «Era preeminentemente un hombre
(14) En una carta a Robert Wilberforce, el primero de sept. 1854 (L. D., vol. XVI, p.
242).
Os llamo amigos, porque todo lo que he
oído de mi Padre os lo he dado a conocer.
No sois vosotros los que me habéis ele-
gido, soy yo quien os he elegido; y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y
vuestro fruto dure. De modo que lo que
pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé.
Esto os mando: que os améis
a otros.
Juan 15, 15-17
18
que no seguía a los demás, sino que eran los otros
quienes le seguían a él; en el Oriel, en Littlemore,
en Edgbaston, fue el centro de un grupo de jóve-
nes, en general más jóvenes que él, que lo admira-
ban y lo tomaban por guía, y cuantos más tarde
fueron participes de su intimidad lo reverenciaron
sobremanera. En su propia comunidad fue siempre
el protagonista, una persona al margen de las de-
más, un ser que pertenecía a un orden distinto, pe-
ro que, a la vez, permanecía atractiva y atrayente»
(15).
Fidelidad y
soledades
Pero hubo una gran amistad que es preciso po-
ner de relieve, parecida a la evangélica de Jesús
con el discípulo preferido, entre Newman y el fide-
lísimo y siempre dispuesto a ayudarle Ambrose St.
John. Fue un confortante regalo de la Providencia
a lo largo de pruebas y soledades, de silencios y
desafecciones, y de abandonos e ingratitudes de
algunos de los más obligados. Esas purificaciones
del alma que no pueden ser descritas en breves pa-
labras. Tal vez, el sepulcro compartido en Rednal
puede explicarlo en parte, y puede ayudar a com-
prender el ideal del Oratorio inglés, que fue conce-
bido como algo más que una mera solución comu-
nitaria para recoger a convertidos o hacer posible
la satisfacción de un cierto romanticismo espiritual
de huella cristiana.
Compartir la alegría y el gozo de la fe y de la
renovación de la Iglesia, con el doble latido forma-
do por el propio corazón y el de los amigos, como
en las últimas palabras con las que Newman cierra
su Apología, en la cual, con la paz y la esperanza
purificadas en el crisol de la vida, recuerda a Ox-
ford desde el Oratorio presente, por el gozo indivi-
sible y desbordante, para que se convierta en fiesta
para todos en el cielo.
(15) O. c., p. vii.
...
19
Amigos y hermanos
Hay una historia que lleva los nombres de Juan y Andrés, de
Pedro y Santiago, de Natanael, de Felipe... Comenzó con los
dos primeros, a la orilla del Jordán, cuando Jesús estuvo allí.
Es una historia de amigos y hermanos, y Jesús como Amigo
común y Hermano mayor, porque era el Hijo en quien el Pa-
dre del cielo se complacía. En poco tiempo llegaron a formar
una comunidad de afecto santo, comprometida con el proyecto
de Dios, un Reino totalmente nuevo, que ya se vislumbraba.
Amistad y hermandad que sería más que un ideal; significaba
adherirse a la Persona de Jesús: abrirse a su pensamiento, dar-
le el corazón, mantenerse conscientemente fieles, seguirle con
libertad, hasta siempre. Sería una vida que
la gracia, o miste
rio del tacto de Dios en el alma, penetra, traba y entusiasma.
En adelante, allí donde esto no se quebrara, se reconocería que
los hombres, sin mentir, serían hijos de Dios y formarían la
Iglesia. Amigos y hermanos de Cristo, hijos todos del Padre del
cielo, «Padre mío —dirá Jesús, al final― y Padre vuestro».
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita o imprime: Congregación del Oratorio
Pl. San Felipe Neri, 1 Apartado 182 - 02/10 Albacete. D. L. AB 103/62
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