Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 255. FEBRERO. Año 1989
SUMARIO
INICIADOS en la fe cristiana, debemos crecer
en ella. Es imposible detenerse en un grado de
desarrollo vital; imposible cristalizar en una
madurez lograda. La vida es movimiento y cre-
cimiento, y hay que olvidarse de medir para mirar
adelante, hacia la meta, que es Dios mismo. Tener
en cuenta a los santos nos puede estimular, porque
ellos nos muestran que, como luchadores y peregri-
nos, no estamos solos, y porque lo que ellos hicie-
ron también podemos hacerlo nosotros. La vida,
para el hombre de fe, es un movimiento hacia Dios.
SENSIBILIDAD
PRESENTE CONTINUO
CONVERSIÓN, TRADICIÓN Y NOVEDAD
LA DOBLE REALIDAD
LA FUERZA DEL EVANGELIO
NEWMAN. EL COMBATE DE JACOB
LAS SIETE IGLESIAS
DE LA MORTIFICACIÓN
1 (21)
Tiempo de oración:
SENSIBILIDAD
Pasó aquel tiempo en que, alejado de lo bueno,
también tenía miedo de lo malo,
huía del combate del espíritu,
temiendo al enemigo amenazante y fuerte.
Ahora, sin embargo, más consciente,
siento el dolor de mi vergüenza,
descubro que aquel miedo era indolencia,
y pretender el cielo casi orgullo.
Mi Salvador me llama, me levanto
para entregarle generosamente
el corazón en paz; le miro a él,
en quien mi amor, por fin, confía.
Prescindo que otros vean mis tropiezos,
y, aunque sigo luchando entre temores,
camino hasta donde él me acepta,
me acerco a él le amo mucho más.
John H. Newman, C. O.,
(15.1.1833), (Traducción)
2 (22)
Presente
continuo
LITURGIA es la celebración pública del misterio cristiano. Tal celebración no
admite particiones, ni puede desligarse de lo que en ella es esencial y consti-
tuye su objeto, ya que el misterio cristiano se identifica con la renovada cele-
bración de la única Pascua del Señor Jesus. La repetición sistemática del orden
establecido en el llamado "año litúrgico", distribuido en ciclos, no tiene propiamente
ni un "antes" ni un "después" pascual. Cuando con lenguaje convencional hablamos
de "preparar la Pascua", no repetimos el gesto de los discípulos que obedecieron el
mandato del Señor para disponer la del cenáculo, ni podemos limitar su referencia
a la que se avecina cada año en sincronía con el tiempo astronómico, y que se refle-
ja en el programa que se establece en el calendario, porque, situados en el tiempo,
la que llamamos preparación pascual es ya parte de su misma y propia celebración.
Todo bautizado es, después de su inserción en Cristo, un hombre pascual. Cualquier
modificación de la óptica con que contemplemos el único misterio que nos vincula
1 Cristo no puede desplazarnos de nuestra condición radical, originada en el Bau-
tismo. Por este sacramento Cristo nos une a su Pascua, aunque permanecemos, des-
de esta unión, orientados a su consumación en la eternidad, más allá del tiempo y de
esta vida, cuando «siempre estaremos con el Señor» (1 Ts 4, 17).
Pascua futura solamente lo es la del cielo. Cada vez que celebramos lo que cons-
tituye el acto central del culto cristiano, recordamos la muerte y resurrección del
Señor, hasta que vuelva, cualquiera que sea el tiempo litúrgico en que se enmar-
que esa celebración, y a la Pascua nos referimos en todo rito o sacramento, en toda
convocación fraternal en Cristo, siempre presente en medio de los que se reúnen en
su nombre.
Entonces, ¿qué objeto tienen los llamados tiempos litúrgicos por los que discu-
rre la celebración del misterio cristiano? Son actos de la Iglesia ―extensión y desa-
3 (23)
rrollo del cuerpo místico de Cristo, proyectado en la historia― que reavivan, frente
a la presencia del Señor en ella, la fe y la esperanza para el crecimiento de la cari-
dad, y disponernos para una madurez sobrenatural cada vez mayor. La repetición cí-
clica de estos tiempos no permite que decaiga la presencia dinámica, siempre actual,
del misterio único que en ellos se celebra. El tiempo litúrgico no tiene parado ni tiene
futuro: es un presente continuo, como debe serlo la afectuosidad del fiel que, por la
gracia, vive a Cristo y se esfuerza en amarle. Vida es vivir y estar viviendo, y amor
es amar y estar amando. La iniciación cristiana inaugurada con el Bautismo Migue
desarrollando el misterio de la incorporación de los fieles a Cristo, muerto y resuci-
tado, en espera de la consumación gloriosa de la Pascua del cielo, en la densidad in-
finita del presente eterno de Dios, simple, total y perfecto.
En la medida que acertamos a tomar el tiempo como una presentidad apoyada
en la inminencia de lo eterno, nuestra comunión con Cristo se mantiene en continuo
crecimiento, compenetrados, él en nosotros y nosotros en él, nuestro tiempo en la
eternidad de Dios y la eternidad de Dios conteniendo nuestra temporalidad. Si bien
la participación en el misterio de Cristo no diluirá nuestro ser en el ser de Cristo,
sino que la grandiosidad y riqueza divina de este atravesará sin romperla ―como la
luz el cristal― nuestra propia identidad, revitalizando con su influjo nuestra perso-
nalidad, en la que se repetirán los rasgos de Cristo, y el latir de su vida penetrando
en la nuestra, a través de la gracia, en orden a capacitarnos, más allá de todo tiempo,
para ser en verdad hijos de Dios y herederos, con Cristo, del Reino que el Padre le
tiene reservado.
Seremos los mismos, pero habremos adquirido la fisonomía de hijos; será nues-
tra propia vida, pero cambiada en su forma, sobrenaturalizada. Mientras estamos en
el tiempo, morimos y resucitamos a cada momento, proyectados hacia el destino
glorioso de hijos de Dios. Cristo se forma en nosotros y, en la medida que el misterio
de su vida y su muerte nos alcanza, nos vamos aproximando a la participación en
su gloria, la Pascua eterna. Por eso podemos decir que, de algún modo; para el bau-
tizado, la eternidad ya ha comenzado, y que el tiempo ha sido absorbido en ella, por-
que somos hombres pascuales.
Dios todopoderoso y eterno
ha establecido generosamente
este tiempo de gracia
para renovar en santidad a sus hijos,
de modo que, libres de todo afecto desordenado,
vivan las realidades temporales
como primicias de las realidades eternas.
Prefacio II de Cuaresma
4 (24)
Conversión,
tradición
y novedad
LA conversión supone siempre
renovación. Pero, apenas es-
tablecemos este binomio,
aparece el riesgo de dos problemas:
por una parte, podríamos propen-
der a inaugurar una novedad, pres-
cindiendo en absoluto del pasado,
diafragmada, desarraigada de todo
precedente, y entonces nos damos
cuenta de que deshumanizaríamos
nuestro esfuerzo para el bien, de
modo que nacería muerto cual-
quier proyecto virtuoso, salvada
solamente la ilusión tal vez suges-
tiva, pero engañosa, que de lo abs-
tracto pudiera derivarse. Por otra
parte, podríamos volver al pasado,
para recuperar y conservar su con-
tenido de bondad, limitándonos
meramente a repetirlo, lo cual
equivaldría espiritualmente a una
parálisis. Tampoco se trata de ima-
ginar la posibilidad de un equi-
librio pasado-presente, mitad y
mitad, que permanecería en la
ambigüedad de lo indeterminado,
formal hasta cierto punto, pero
descomprometido. En realidad se-
ría, también, una vuelta atrás, aun-
que disimulada, y a un paso del
fariseísmo.
Los santos son admirables, entre
otras cosas, porque han sabido sor-
tear tales peligros. El padre Giulio
Bevilacqua, amigo de Juan XXIII
y maestro de Pablo VI, escribía
en el prólogo del Diario del al-
ma», del primero, que lo admira-
ble del papa Juan fue que, siendo
sin duda un gran renovador, al que
se debe el giro que la Iglesia reci-
bió con él, bebió la clarividencia y
valentía del impulso con que abrió
las ventanas de la Iglesia al mundo
actual en las aguas más puras de
la tradición cristiana, en las que
5 (25)
apagaba su sed de santidad perso-
nal, que todos le reconocieron, y
veía la necesidad de dar respuesta
a las cuestiones más vivas del hom-
bre y el mundo de hoy. Con lo cual
daba una lección todavía válida
para todos los iconoclastas apresu-
rados, lo mismo que a los nostálgi-
cos de restauraciones imposibles,
porque encerrarían graves contra-
dicciones con el Evangelio ―«Bue-
na Nueva»― de Jesucristo, y aun
equivaldrían a un regreso, aunque
fuese inconsciente, a la vejez de la
sinagoga. Unos y otros se seguirían
llamando cristianos, pero serían,
a lo sumo, los seguidores o inven-
tores de la nueva o novísima cul-
tura cristiana, o los partidarios de
una cultura cristiana anterior, pe-
riclitada.
Los santos han sido los cristia-
nos que se han mantenido en un
estado de conversión constante,
proyectándose hacia adelante, con
la inteligencia, con el espíritu, pe-
ro sin perder sus raíces, cada vez
más profundas, en el Evangelio, y
en el ejemplo de otros santos que
les han precedido. Así comprende-
mos que nuestro Padre san Felipe
recomendara constantemente que
se volviera siempre el pensamien-
to y la oración a Jesucristo, como
está en el Evangelio, y a las vidas
de los santos, sin perder el tiempo
en otras literaturas o libros pre-
tendidamente espirituales, que hoy
llamaríamos de consumo.
Newman encontró el camino de
la verdadera Iglesia escudriñando
las páginas de la mejor tradición
cristiana. «Los Padres me bastan»,
decía.
La misma Iglesia, durante la Cua-
resma, evita en lo posible otras
conmemoraciones para que, en el
orden de su liturgia, prevalezca
constantemente la lectura y co-
mentarios de los libros sagrados,
casi como si debiéramos comenzar
de nuevo nuestra propia conver-
sión. Haremos muy bien en par-
ticipar en las eucaristías de este
santo tiempo, incluso en las de en-
tre semana, si nos es posible, y tan-
to mejor si, antes de acudir al tem-
plo, hemos dedicado unos minutos
a leerlas en nuestro misal, para
poder entenderlas mejor al oírlas
proclamar en la celebración de la
santa misa. Luego, cuando volva-
mos a ellas, encontraremos manan-
tiales de luz para nuestras almas.
La misma luz que iluminó a los
santos que nos han precedido en la
fe. Y ojalá que, como ellos, descu-
bramos la novedad que en ellas
se nos reserva para encarnarla en
nuestras propias vidas.
Es certísimo que en la Iglesia Católica ha habido una gran profanación
de la verdad, y necesariamente es así, porque la verdad es creída, mas
no obedecida.— J. H. NEWMAN, L. D. XXVII. 139.
6 (26)
La doble
realidad
DISCERNIR la conexión que
debe haber entre las realida-
des temporales y las eternas
constituye un acto insigne de pru-
dencia cristiana. No se trata del re-
gateo casuístico de la moral, para
determinar hasta dónde sea lícito
detenerse en las primeras y gozar-
las, con tal de evitar el abuso que
impidiera mantener el mínimo de
dignidad exigida para participar
en las eternas, como si éstas, a
modo de concesión, legitimaran la
medida en que aquéllas pudieran
gozarse. Hemos construido una mo-
ral abusiva en competencia con lo
sobrenatural, dejando la respuesta
a nuestro destino último y sobre-
natural en los mínimos. Hasta pue-
de dar la impresión de que prefe-
riríamos la hipótesis de un Dios
que se limitara a asistirnos en lo
que le pidiéramos aquí en la tie-
rra, como complemento de nuestra
instalación temporal. Y que nos
bastaría un Dios meramente útil,
caso de que fuese posible renun-
ciar al cielo y eliminar infiernos,
ambas cosas a la vez. Hasta aquí se
llega cuando la formalidad moral
prevalece a la vida de fe.
Realidades temporales y realida-
des eternas están referidas unas a
otras, entre sí, para el cristiano.
No nos podemos desentender de
ninguna de las dos, y se trata de
alcanzar la libertad frente a todo
afecto desordenado, para que sea
posible «vivir las realidades tem-
porales como primicias de las rea-
lidades eternas», tal como procla-
ma la Liturgia cuaresmal. Hemos
de elevarnos por encima de las in-
mediatas finalidades terrenas, has-
ta ser capaces de inscribirlas en las
eternas, como una primicia, como
una anticipación, como un anuncio
o testimonio anticipado, espiritua-
lizando esta vida, como si inaugu-
ráramos el cielo aquí. Se trata de
7 (27)
eliminar el "después" y empezar a
vivir "desde ahora" con perspecti-
va de cielo.
La fe, para el cristiano, no puede
ser solamente adhesión especulati-
va a la verdad divina, sino antici-
pación, de alguna manera, de la vi-
sión de Dios. Vivir de fe es pro-
yectar esta contemplación sobre
las realidades cotidianas. Por esto,
la fe «es el fundamento y raíz de
toda santidad», dice el concilio de
Trento, para el que salvación, jus-
tificación y santidad significan lo
mismo.
La fe debe crecer con la expe-
riencia de la gracia que le da for-
ma. Este crecimiento es equiva-
lente a una conversión constante,
porque resulta de la tensión sobre-
natural de «volverse a Dios» sin
cesar. Pero la vuelta a Dios ne-
cesita de un ámbito, que es la co-
munidad que congrega a los cre-
yentes. Comunidad de fe a la que
accedemos por el Bautismo, o Igle-
sia, a la vez comunidad de comu-
nidades. La proclamación de la
Palabra constituye su primer de-
ber, pues así lo recibió de Cristo.
Seguramente porque, en el seno de
la Iglesia, acordándonos de lo que
él nos dijo, la fe no se nos reduzca
a filosofía, y la comunidad frater-
nal a mera sociedad. Y fuera de
ella, para que sea luz que anuncia
la gran novedad del proyecto di-
vino para la salvación y felicidad
de todos los hombres.
De la Palabra meditada, como
de la brasa la llama, surge la ora-
ción. Palabra, fe, oración y amor
son la vida de la comunidad, es lo
que anticipa su cielo. Toda vida
sobrenatural y todo crecimiento y
desarrollo de la misma se asienta
en esta base, y de esta vida y este
crecimiento nacen las acciones de
bien, la dinámica apostólica ge-
nuina. El apostolado no es otra co-
La conversión va realizándose en el ámbito
de una comunidad de fe: a través del Bau-
tismo, que nos introduce en la Iglesia, a tra-
vés de la oración en común y con nuestra
acción, junto a otros, por la justicia.
Conferencia Episcopal de EE. UU., 1986
8 (28)
sa que el desbordamiento de la fe
y la caridad derramado hacia fue-
ra por la pasión de bien, conduci-
da por la gracia.
Cuaresma tiene la connotación
de tiempo penitencial. Es cierto
que la Iglesia impone a sus fieles
algunas privaciones simbólicas,
para que éstos no se olviden de la
imposibilidad de hacer compatible
todo intento de establecimiento en
las seguridades y gustos tempora-
les con la esperanza sincera de los
bienes eternos. Pero el cristiano
que asume la fe como forma de su
existencia no encontrará ninguna
dificultad no ya en la observancia
de estas mínimas prescripciones,
sino que descubrirá el gozo del
desprendimiento y la austeridad
que la lógica de la fe le demandan.
El cristiano que busca sinceramen-
te a Dios, que cree y se confía a él,
no siente que deje nada, porque
cree haber encontrado lo mejor;
no le parece que se desprende, sino
que se enriquece. Crece en la liber-
tad interior, sin que por ello de-
ba despreciar a nadie; espera el
cielo, sin que deje de agradecer la
vida que ha recibido; quiere a to-
dos y estima el amor que recibe
de los hermanos, pero sólo necesi-
ta de Dios. «He aquí que no tene-
mos nada, y parece que lo posee-
mos todo», decía san Pablo. Pobres
y ricos a la vez, servidores y libres,
vapuleados y alegres, en la tierra,
pero ya en el cielo.
DE LA ORACIÓN.
San Felipe Neri decía que el
hombre que no hace oración es
como un animal irracional.
También, que para hacer bien la
oración era necesario, ante todo,
presentarse ante la excelsa
majestad de Dios, con profunda
humildad, como un necesitado
que se reconoce impotente para
hacer nada bueno por sí mismo,
y, desde esta humilde postración,
echarse en brazos de Dios, y Dios
le enseñará a hacer oración.
La preparación verdadera para la
oración, además de la humildad,
consiste en ejercitarse en la
mortificación; pues querer darse
a la oración sin mortificación es
como si un pájaro quisiera
ensayar a volar antes de tener
plumas.
Tampoco se puede llegar a la
vida contemplativa si antes uno
no se ha ejercitado en la activa
con asiduo trabajo.
Instado el Santo por un penitente
suyo a que le enseñara a hacer
oración, le contestó: Sé humilde
y obediente y te lo enseñará el
Espíritu Santo.
(Del libro «Ascética de S. F. N.»)
9 (29)
LA FUERZA DEL EVANGELIO
John H. Newman, C. O., P.S., IV, 10
EL Evangelio ha hecho santos, ha suscitado ejemplos de
fe y de santidad que, de otro modo, habrían sido des-
conocidos e imposibles: durante siglos ha trabajado
para los elegidos y ha triunfado en su propósito. Esta
ha sido, por decirlo de alguna manera, la señal del
Evangelio. Otra especie ordinaria de religión, digna de ala-
banza y respeto dentro de su género, puede darse bajo mu-
chas formas, pero los santos son obra del Evangelio y de la
Iglesia.
No es que un hombre así, durante su vida, se muestre
muy diferente de los demás que puedan dar, también, buen
ejemplo, toda vez que la gracia, en él, permanece en la pro-
fundidad del alma y no puede ser conocida ni comprendida
hasta después de su muerte, y, tal vez, ni siquiera en ese mo-
mento. Pero puede ocurrir que sea entonces cuando tal hom-
bre «brille como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13, 43),
y se represente en la memoria que ha dejado sobre la tierra
lo que ha de realizarse en su alma y en su cuerpo en el cie-
lo. Por esta razón no acostumbramos a dar a los vivientes el
título de santo, mientras dura su vida, porque nosotros no
podemos conocer cuáles hayan seguido el llamamiento del
Evangelio, y cuáles no. Sin embargo, cuando el tiempo ha
pasado, después de la muerte, cabe que se ponga de manifies-
to su excelencia, y podamos reconocer su testimonio o mues-
tra de aquello que el Evangelio es capaz de realizar, y tenga-
mos así una prueba o prenda de otras creaciones de Dios, de
sus santos innumerables, que mueren y no son reconocidos.
10 (30)
El Evangelio, pues, ha llegado a nosotros no solamente
para convertirnos en buenos individuos, buenos ciudadanos,
buenos elementos de la sociedad, sino para hacer de nosotros
miembros de la nueva Jerusalén, «conciudadanos de los san-
tos y familiares de Dios» (Ef 2, 19).
Ciertamente, nadie puede ser verdaderamente cristiano
si no es un buen sujeto y un buen miembro de la sociedad;
pero tampoco sería un buen cristiano si no añade algo más a
este nivel. Si no aspira a superar la capacidad del hombre
natural, no es un buen cristiano, no responde a la elección
que Dios ha hecho de él. El Evangelio eleva su exigencia has-
ta ofrecer un horizonte sobrenatural: «Invócame ―dice el
Omnipotente por medio de su profeta—, y yo te responderé,
y te mostraré cosas grandes y admirables que todavía igno-
ras» (Jr 33, 3). Pero, por desgracia, gran número de hombres
no captan la fuerza o no sienten la generosidad ni el deseo vi-
vo de corresponder a tal invitación. Se sienten ya satisfechos
permaneciendo allí donde naturalmente se encuentran, se re-
signan a ser lo que el mundo ha hecho de ellos, se forman una
idea de las cosas según lo que ven y tocan los sentidos, y, de
este modo, reducen y conciben el Evangelio de acuerdo con es-
tos pensamientos y sentimientos primarios que surgen dentro
de ellos mismos. En suma, se hacen una religión a su medida.
Quiera Dios concedernos una disposición interior senci-
lla, reverente y amorosa, para poder ser, sinceramente, hijos
de la Iglesia, abiertos a sus enseñanzas. Una vez obtenido es-
to, lo demás nos lo dará la gracia.
11 (31)
NEWMAN:
EL COMBATE
DE JACOB
EL Evangelio es un anuncio de verdad y de
gozo para una vida y, como la misma
vida, «no se puede partir en dos» (1). La
respuesta vital a este anuncio no se im-
provisa con el simple fervor de la adoles-
cencia, sino que requiere un cierto grado
de madurez que solamente el tiempo y, sobre todo,
la gracia correspondida pueden llevar a buen tér-
mino. Es cierto que Newman no podrá acusarse de
haber traicionado jamás la fidelidad puesta en Dios,
a partir de su primera conversión «a los quince
años»; pero cuando alcanza la madurez de hombre
adulto, se da cuenta de que no basta creer, exta-
siando el alma en el gran descubrimiento del «tú y
yo» de la presencia intima de Dios en el propio ser
(2). A esta respuesta admirada debe seguir, porque
Dios la espera, la entrega de la voluntad del hom-
bre que ha sido objeto de tal anuncio.
El viaje a Sicilia
Ahora bien, este sometimiento radical y a la vez
activo de sí mismo al misterio divino no se produce
(1) "Ye cannot halve the Gospel of God's grace», V. V. (1868, 1ª edic.), p. 122. Poema
fechado en Palermo, el 5 de junio de 1833.
(2) Conf. LAUS n. 248 (abril 1988), pp. 13-19.
12 (32)
sin lucha. Newman vivió esta lucha en su «viaje a
Sicilia», del cual disponemos, afortunadamente, de
bastantes testimonios en su correspondencia, poe-
sías y memorias autobiográficas. Mientras leemos
el relato que él mismo ha dejado, nos damos cuenta
de que a esta fase de su peregrinar a Dios le atri-
buía una significación providencial, y nos la des-
cribe como una lucha entre la voluntad propia y la
divina (3), a semejanza de como Jacob tuvo que lu-
char con el ángel.
Era hacia finales del año 1832. Newman podía
considerarse todavía joven ―tenía treinta y un
años―, y se hallaba bien establecido en la Univer-
sidad de Oxford, y había terminado su primer libro,
The Arians of the Fourth Century. La ocasión
para esta primera salida de Inglaterra se presentó
cuando Hurrell Froude lo invitó para que le acom-
pañara con su padre y el amigo Richard Harwell.
Newman se encontraba circunstancialmente más
descargado de sus deberes universitarios, disponía
de algunos ahorros, y le pareció que un paréntesis
de descanso resultaba legitimo (4). De este modo,
se decide a aceptar el ofrecimiento, y se embarca
el 8 de diciembre de 1832, con sus amigos, en el
puerto de Falmouth, para un crucero que los lle-
varía a Cádiz, Gibraltar, Malta, Corfú, Nápoles y
Roma. Pero el viaje, por lo menos en lo que a él
se refería no resultaría de descanso. Apenas con-
cluido el periplo previsto, siente que le invade un
gran deseo ―que él califica de «capricho»― de
soledad, se separa de sus compañeros y vuelve a
Sicilia, donde, inesperadamente, cae gravemente
enfermo.
(3) «I felt God was fighting against me, and felt at last I knew why, it was for self will»,
A. W. (28. 12. 1834).
(4) L. D., vol. III, pp. 274-275 y 282.
13 (33)
"Luchar" con Dios
Esta, que fue la crisis física más grave de toda
su vida, hasta el punto de ponerlo en las mismas
puertas de la muerte, se interfiere con la no menos
dramática de un combate interior, en el cual se
sentía visitado por Dios «luchando con él», doble-
gándole y reclamándole un sometimiento absoluto,
sin poder evitar interiormente la presión divina de
sentirse «como perteneciendo totalmente a Dios»
(5). Sentimiento y convicción de que la voluntad
divina le asediaba y que debía ceder entregándose
a ella. Crisis espiritual que, sin duda, no podía
constituir una absoluta sorpresa, porque se habría
insinuado en su espíritu, intermitentemente, en los
últimos años; sólo que, por fin, Newman se encara
ahora con ella. Para eso quería la soledad. Y Dios
lo coge por su cuenta, haciéndole experimentar to-
da su debilidad, desde cuyo fondo Newman no cla-
ma para recuperar la salud, sino que mira a Dios,
convencido de que, a pesar de la enfermedad, no
moriría, porque «nunca había pecado contra la luz»
(6). La convicción de seguir viviendo la relaciona
no con la superación de un peligro físico, sino con
una misión que la Providencia le reserva. Más tar-
de, él mismo se debatirá preguntándose qué habría
querido decir exactamente con aquellas palabras
cuando, entre los delirios de la fiebre, las repetía al
fiel criado que le asistió, único apoyo humano con
el que pudo contar en aquel duro trance. Y le reso-
naba una frase que había pronunciado en Roma
dirigida a monseñor Wiseman ―futuro primer ar-
zobispo de Westminster y cardenal―, al visitarlo,
como un acto de cortesía hecho a un connacional
(5) «At one time I had a most consoling overpowering thought of God's abiding love,
and seemed to feel I was His», A. W., ibid.
(6) Lo repite en las cartas a sus amigos, en los escritos autobiográficos y en la APO-
LOGÍA (vid. CORRESPONDENCE OF JOHN HENRY NEWMAN WITH JOHN
KEBLE AND OTHERS, 1839-18-15; 1917, p. 315: APO., final del cap. 1).
14 (34)
común, con sus amigos, sin atender entonces al al-
cance que la Providencia le reservaba: «tenemos
una tarea que llevar a cabo en Inglaterra» («a
work to do in England»). Esta expresión se fue
convirtiendo en un imperativo concluyente en la
conciencia, entendido como que tenía que dedicar-
se al bien de la Iglesia. Más tarde comprendería
todo su alcance, una vez que estallara el llamado
«Movimiento de Oxford».
Evolución
Dios lo preparaba para esta tarea. Habían pa-
sado años desde aquel otoño de 1816, cuando ex-
perimentó «un gran cambio mental, el descubri-
miento del Dios personal, que significó para él «el
comienzo de una nueva vida» (7), lo cual le había
inmunizado, para siempre jamás, de cualquier ten-
tación de escepticismo (8). A partir del Newman de
1816, podríamos caracterizar su evolución obser-
vando el camino que va desde el evangelismo de su
recordado Walter Mayers a un cierto liberalismo,
del cual se desprenderá, a partir de 1828, volviendo
a su «devoción por los Padres» (9). Es el momento
en que John Keble ejerce sobre él una influencia
espiritual manifiesta. Keble era un hombre que po-
dríamos llamar virtualmente católico ―creía en la
presencia real de Cristo en la Eucaristía, en la su-
cesión apostólica, en el poder de las llaves…―, y
poseía, junto con el don de la simplicidad, el ines-
timable del gusto por la poesía religiosa, como lo
(7) A. W., Memoria autobiográfica, cap. I.
(8) «I fell under the influences of a definite God, and received into my intellect im-
pressions of dogma, which, through God's mercy, have never been effaced or obs-
cured», APO. (M. J. Svaglie ed.), p. 17.
(9) «In proportion as I moved out of the shadow of that liberalism which had hung
over my course, my early devotion towards the Fathers returned; and in the Long
Vacation of 1828 I set about to read them chronologically, beginning with St. Ig-
natius and St. Justin», APO.. p. 35.
15 (35)
evidencia en el Christian Year, aparecido en 1827,
que tanto aumentó su prestigio de sabio y místi-
co. A este influjo hay que añadir el impacto de la
muerte de Mary, la menor de las hermanas de
Newman, preferida por él, que le conmovió profun-
damente (10). La muerte es maestra para la vida, y
en la correspondencia, especialmente la del año
1828, aparece esta presencia del pensamiento de la
muerte, ligada al sentimiento por Mary: y lo mismo
es influida la predicación, tan a menudo referida al
«más allá» ―«other-worldiness»―, en sus famosos
sermones de St. Mary's, en los que encontraríamos,
además, muestras de su evolución hacia una sereni-
dad, tensa a la vez de unción profética, que lo hizo
célebre entre los estudiantes y los demás colegas
de fellowship, los cuales llenaban las naves góti-
cas de la iglesia universitaria de Oxford, sin per-
der palabra de las que, como hilo de luz, Newman
pronunciaba.
La arrogancia
del sabio
Pero ahora Dios lo sometía a una crisis de ma-
durez en la fe, que le llevaría a superar la simple
harmonía en la que tiende a encerrarse la arro-
gancia de la inteligencia o la mera actuosidad, pro-
ducto del prurito de la voluntad. Newman se da
cuenta de que el afán por el estudio lo conducía
hacia una mentalidad excesivamente cerebral (11).
(10) Tenemos un ejemplo en la poesía CONSOLATIONS IN BEREAVEMENT, de abril
de 1828 (...Death came unheralded... Deuth wrought in mystery... Death came
and went...), y también A PICTURE, de agosto del mismo año («She is not gone;
―still in our sight / That dearest maid shall live....»), V. V., pp. 18 y 21.
(II) «The truth is, I was beginning to prefer intellectual excellence to moral: I was drif-
ting in the direction of the Liberalism, of the day. I was rudely awakened from my
dream at the end of 1827 by two great blowy ―illness and bereavement» (APO.
p. 26). Newman entendía por liberalismo el error de someter al juicio humano
las doctrina, reveladas, que se encuentran, por su propia naturaleza, por encima
de la mente del hombre y, por ello, tienen su fundamento en la autoridad exte-
rior de la Palabra divina.
16 (36)
Buena parte de sus sentimientos y de su lucha inte-
rior, en el decurso de este viajes, los descubrimos
en sus poesías, tan abundantes a través de su itine-
rario. Entre toda su colección, podríamos elegir una
en la que nos es fácil adivinar su estado de ánimo,
titulada Sensitiveness (12), en la cual se reprocha
que, tal vez, su «anhelo del cielo... fuera sólo orgu-
llo». Espanta tan radical sinceridad. Ve, finalmente,
que ha de dejar conducirse por Dios, y no solamen-
te mirar a Dios, se trata de entregarle la voluntad
y amarlo, porque no basta obedecerlo desde fue-
ra, ni aceptarlo lógicamente. Los sentimientos de
Newman, abiertos ahora a la entrega total a Dios,
estaban ya contenidos en la más famosa de sus
poesías, Lead, kindly Light (13), que figura en
todos los himnarios anglosajones, católicos o no, de
todo el mundo. La escribió un día de calma en el
mar, anclada la nave en el estrecho de Bonifacio,
de vuelta a Inglaterra. En verdad, Dios había ven-
cido, la noche había pasado, y los ángeles le son-
reían, como a Jacob después del combate (14).
(12) «Time was, I shrank from what was right / From fear of what was wrong; / I would
not brave the sacred fire, /...Such dread of sin was indolence, / Such aim at Hen
ven was pride», V. V. p. 94. Aparece traducida en la p. 2 de este mismo número
de LAUS.
(13) Véase LAUS n. 252 (nov. 1988), pp. 17-18.
(14) Véase TAORMINI, en V. V., p. 115.
Dios da su gracia a todos los hombres, y a aquellos
que al recibirla la aprovechan les da más gracia
todavía; y sigue manteniendo su ofrecimiento aun
a aquellos que la ahogan...
John H. Newman, C. O.,
Mix 188
17 (37)
LAS SIETE
IGLESIAS
DESDE muy antiguo o en Roma
existía la tradición de la pe-
regrinación a las «Siete Igle-
sias». Era, sin duda, una vuelta a la
simbología que usa el evangelista
san Juan en el Apocalipsis, y un
como volver los ojos a la primera
Iglesia, de los apóstoles y de los
mártires. Los templos que consti-
tuían la meta de las etapas en que
se escalonaba el recorrido eran: San
Pedro, San Pablo Extramuros, San
Sebastián, San Juan de Letrán, San-
ta Cruz de Jerusalén, San Lorenzo
Extramuros y Santa María Mayor.
Los dos primeros, situados uno a
cada lado de los márgenes del Tí-
ber, Pedro y Pablo, las dos grandes
columnas de la Iglesia, muertos y
sepultados en Roma; tocando la vía
Appia, camino de los caminos por
donde Pedro y todo caminante lle-
gado del mediodía o de oriente al-
canzaba la urbe, se iba a la basílica
de San Sebastián, a las afueras, don-
de según la tradición estuvieron,
originalmente, los sepulcros de los
dos grandes Apóstoles, y las cata-
cumbas donde yacieron los cuer-
pos de papas y cristianos y cristia-
nas héroes de la fe. Tampoco podía
faltar san Lorenzo, que murió már-
tir, rogando por su ciudad, el joven
diácono que, juntamente con el pro-
tomártir san Esteban, tuvo siempre
la veneración de la Iglesia de los
primeros siglos. San Juan de Le-
trán, iglesia titular del obispo de
Roma, iglesia madre de las demás
iglesias de la ciudad y del mundo
―«caput urbis et orbis»―, dedica
da al Bautista. Santa Cruz de Jeru-
salén, con la insigne reliquia de la
pasión del Señor y el recuerdo del
lugar donde nació la Iglesia de Je-
sús. Finalmente, Santa María Ma-
yor, el primer templo dedicado a
la Virgen María.
Se trataba de un itinerario com-
pleto, para una meditación de la
más fiel inspiración cristiana. San
Felipe Neri había recorrido con
harta frecuencia ese camino de las
Siete Iglesias, que de modo comple-
to o fragmentario formaba parte de
sus habituales caminatas en busca
de la necesaria soledad para dedi-
carse a la oración. Más tarde le
acompañaron los más adictos de
sus amigos y seguidores. Finalmen-
te se convirtió en un acontecimien-
to casi de multitudes, especialmen-
te al comienzo de la cuaresma.
Siempre hay que volver al Evan-
gelio, y a los primeros mártires, a
los mismos orígenes de la Iglesia,
para recuperar su pureza original,
y hacer sincera en la vida la fe re-
cibida en el Bautismo.
18 (38)
DE LA MORTIFICACIÓN
NO se puede despreciar el valor
de las mortificaciones ex-
ternas. San Felipe Neri, sin
embargo, daba la mayor importan-
cia a las interiores. Así, solía repe-
tir que quien no se hallase dispues-
to a soportar la pérdida del propio
honor no podía adelantar en las
cosas del espíritu. Y por esta razón
insistía muchísimo en que los de-
seos de santidad debían ir acom-
pañados del empeño decidido a
mortificar principalmente el enten-
dimiento. Repetía: «La santidad del
hombre está en ese espacio de tres
dedos»; y se llevaba la mano a la
frente, y luego añadía: «Toda la im-
portancia está en mortificar el jui-
cio propio».
Un autor del s. XVIII, que se de-
dicó a coleccionar las máximas y
enseñanzas de san Felipe, sobre la
vida espiritual, dice que, para el
Santo, la perfección consistía en so-
meter la propia voluntad y en de-
pender de quien legítimamente tie-
ne autoridad sobre nosotros: por
eso decía a los suyos que no tenía
en mucha estima las abstinencias
ayunos y obras semejantes, si exis-
te la propia voluntad; y que era
preciso esforzarse en dominar el
propio juicio, aun en las cosas pe-
queñas, si querían las grandes y
adelantar en el camino de la vir-
tud.
Era por esta razón que, cuando se
le presentaba alguna persona que
tuviese fama de santidad, trataba
de comprobar qué grado de morti-
ficación poseía, y, según fuese de
verdaderamente mortificada y des-
prendida, así la estimaba. De otra
suerte, la consideraba sospechosa,
cualesquiera que fueran las apa-
riencias, porque, para san Felipe,
«donde no hay mortificación no
podrá haber santidad».
Sin embargo, aunque desconfiaba
de la preferencia por las mortifica-
ciones exteriores, decía que, cuan-
do se hacen por amor a Cristo, y
para someterse a su voluntad, ayu-
dan poderosamente para alcanzar
facilidad en la práctica de la mor-
tificación interior y de las demás
virtudes.
Un discípulo suyo, el padre Pe-
dro Consolino, daba el concepto
que san Felipe tenía sobre la mor-
tificación, cuando aseguraba que
solía repetir que aprovecha mucho
más mortificar una pasión propia,
por pequeña que sea, que someterse
a innumerables abstinencias, ayu-
nos y disciplinas. Y tenía a estas
mortificaciones por tentación del
demonio, cuando se hacían por
propia voluntad y al margen de la
obediencia.
19 (39)
Discusión y reflexión.
Se repite con frecuencia que «de la discusión nace la luz», frase
que, como otras muchas, ha hecho fortuna; pero respetando no-
sotros la parte de verdad que en ella se funda, creemos que no
es enteramente exacta y que lo sería del todo si se dijese: «de
la reflexión nace la luz».
Nos fundamos, para sostener nuestro modo de pensar sobre es-
te punto, en que la discusión concluye casi siempre por agitar
el ánimo de los que a ella se entregan; no así la reflexión, que,
aunque penosa, es tranquila y requiere el más profundo silen-
cio. Además, el que discute (siendo el hombre un ser sujeto a
limitaciones) está expuesto a defender una tesis errónea con-
vencido, tal vez, de que es verdadera y, por no declararse ven-
cido, a obstinarse en sostener los mayores absurdos, porque el
amor propio, el espíritu de escuela y otros móviles menos nobles
son malísimos consejeros. La reflexión, exenta de tales inconve-
nientes, aunque requiere cierto esfuerzo, evita muchos escollos,
contra los cuales la inteligencia humana se puede estrellar.
Jaime Balmes
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e Imprime: Congregación del Oratorio
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