Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 256. MARZO. Año 1989
SUMARIO
SENTIR con Cristo, siguiendo la exhortación
paulina, es penetrar en su conciencia humana,
asumida por la divinidad. Y, de corazón a co-
razón, de profundidad a profundidad, ver a
Dios y ver el universo, ver a los hombres y ver todas
las cosas desde Cristo, en la inmediatez de Dios,
para armonizar la vida humana y temporal con la
divina y eterna, desde el abismo de nuestra limita-
ción hasta la luz esplendorosa del misterio salvador,
libertador, para ser «como espíritus en el cielo», en
una dimensión que supera todas las experiencias de
la naturaleza, sin destruir lo que somos, sino refor-
zando el ser, como lo humano de Cristo cuando,
resucitado, «vuelve al Padre». Sentir con Cristo es
preparar este destino.
EL CIELO NACE DE LA TIERRA
LA ZARZA ARDIENDO
RECETA PARA LA CONVERSIÓN
LA IGLESIA, CONCIENCIA DE 
HUMANIDAD Y REALIDAD MÍSTICA
NEWMAN. LA VOZ PROFUNDA
1 (41)
EL CIELO NACE DE LA TIERRA
Resurjo desde el sueño, ya aliviado
por una extraña sensación de ligereza,
de libertad que fluye de mí mismo,
como jamás pude sentir antes de ahora.
¡Cuánto silencio!
Ya no percibo el tiempo que se aleja,
ni angustia, ni latido percutiendo el pulso,
ni diferencia rítmica entre el ahora
y la fugacidad que lo disuelve.
Es un silencio rezumando solitud
en la profundidad del alma,
en la quietud más honda, dulcemente sosegada.
Hay otra maravilla:
la palma de una mano inmensa
sostiene holgadamente
la leve sutileza de mi pequeñez
―no con las fuerzas de la tierra―
y se me lleva...
¡Oh hombre!
Rápidamente el rayo,
que se encendió con luz vuelta a nacer,
despierta a nueva vida al ser mortal,
para que, al fin, recobre lo que fue,
y reflorezca el cielo
de la semilla que sembró en la tierra.
John H. Newman, C. O.,
«The Dream of Gerontius», 1864 (fragmento)
2 (42)
La zarza
ardiendo
LA ELOCUENCIA de Cristo dio a palabras tan bellas como agua, levadura, semi-
lla, árbol, sal, viento, luz..., fuego, un significado que ningún poeta, antes de él,
habría sabido transfigurar para envolver lo inefable del pensamiento divino
cuando se abre a mostrar verdades de vida eterna y ofrecerlas a los hombres.
En todas las culturas, y también en el Antiguo Testamento, se contienen metáforas
e imágenes referida a lo sagrado. Algunas de ellas fueron recogidas por Cristo y las
empleó dilatando su significación cuando lo que quería decir, en el lenguaje directo,
no le cabía en las palabras. Así sucedió con la idea de "fuego". Tal vez porque, des-
de la antigüedad, era, el fuego, el elemento físico que primero cautivó la atención
de los mortales, por su belleza y poder, hasta llegar a imaginar al sol como astro-rey
que presidia el universo, vivificando a todos los demás seres con el calor de los ra-
yos desprendido de su excelsa hoguera, y vistiendo de colores todo el orden creado,
con la luz constantemente vuelta a nacer de su espléndida hermosura.
Cristo se presenta como el que lleva el fuego de Dios sobre la tierra, y quiere
que ésta arda en él (Lc 12, 19). Anuncio de una pretensión desconcertante por su
grandiosidad y energía, que la simple metáfora no disminuye. Para vislumbrar lo
que quiere decir, conviene recordar la proclamación del Bautista al referirse al
bautismo del Mesías, que sería «en el fuego y en el soplo del Espíritu Santo» (Mt 3,
11), y el milagro de Pentecostés, con el que comienzan los Hechos de los Apóstoles.
Pero el fuego divino posee una cualidad de la que carecen los fuegos creados.
Estos acaban reduciendo a cenizas todo aquello en que prenden. No así la llama di-
vina, que invade, purifica, transforma, pero no destruye. Como en la maravilla por
la que Moisés descubrió la inmediatez de la presencia de Yahvé, en la zarza del Ho-
reb, o en la llamar del Sinaí, o en la nube encendida que iluminaba el camino de
los israelitas a través del desierto.
3 (43)
También Abraham había adivinado la presencia de Dios en el fuego que pasaba
entre las víctimas que le ofrecía. Y, más en imagen, fuego divino se llamaban las
palabras de los profetas. Y, sobre todo, fuego el amor y la unción del Espíritu en los
corazones.
La Iglesia también recurre al símbolo del fuego, para inaugurar la más grande de
sus celebraciones, al recordar la Pascua del Señor y la renovación de vida que cau-
sa el Bautismo en todos sus hijos, por la participación en el misterio de la muerte y
resurrección de Cristo. Es la ceremonia de la bendición del «fuego nuevo», símbolo
de fuerza y energía sobrenatural, de pureza y claridad, y de vida y resurrección;
fuego que prende en los cristianos y se hace luz del mundo. De la oscuridad, de la
nada, del silencio, de la muerte de la miseria, de la noche, surgen la vida y la fuerza
de Cristo, el fuego y la llama que inauguran el amanecer renovador de la humanidad
salvada, convertida en pueblo de Dios. Es la zarza con todas sus ramas, la vid con
todos sus sarmientos, prendidos en la llama divina, en la vida nueva que, desde hace
siglos, arde sin consumirse en el espacio de este mundo y mientras espera la eterni-
dad. Es el fuego del amor cristiano y la luz de la verdad evangélica, en el rescoldo
de cada corazón creyente, es la gran hoguera de la Iglesia toda vía peregrina, la cual,
aunque necesitada de mayor purificación, camina en la esperanza, levantando lla-
mas que llegan al cielo. Levantando a Cristo y prendida en él. Pues de él reciben los
redimidos hijos de Dios el fervor, el gozo y la gracia de la perseverancia, mientras,
por los caminos del tiempo, están pisando ya los umbrales de la Jerusalén celestial.
Es la divina presencia de Cristo entre los suyos, inextinguible.
Tres conferencias
sobre
ESPIRITUALIDAD CRISTIANA
Días 20, 21 y 22 de marzo,
a las 9 de la tarde
4 (44)
RECETA PARA LA CONVERSIÓN
NO solemos tener demasiadas
dificultades para admitir
que todavía no estamos con-
vertidos, o aceptar que nuestro se-
guimiento de Cristo necesita ser
profundizado. La dificultad más
bien estriba en que se nos hace
cuesta arriba tomar la decisión de
salir de la mediocridad en que nos
mantenemos, arrastrando un modo
de ser o de llamarnos cristianos,
sin la valentía de poner todo el co-
razón todas las fuerzas que nos
exige el mandamiento del amor a
Dios, para en verdad aspirar a la
madurez cristiana de bautizados
en el misterio de la muerte y la
resurrección ―la transformación,
la espiritualización― de Jesucristo.
Un día de nuestra vida descubri-
mos que fuimos bautizados y acep-
tamos nuestra condición de cris-
tianos, dando por implícitamente
aceptada, por lo menos, la fe en
Dios y sin negarle un principio de
correspondencia y buena voluntad
inicial, pero sin preocuparnos de-
masiado por dedicarnos al desarro-
llo positivo de los dones recibidos.
Todavía no nos sorprende que po-
damos «llamarnos y ser hijos de
Dios», y nos sigue bastando el ha-
ber logrado una cierta estabilidad
que nos mantiene «sin pecados
mortales», en la cual se agota todo
lo más que podamos esperar como
ideal cristiano.
No se trata de suscitar estados
de angustia o de sembrar escrúpu-
los; pero la idea que muchas veces
nos hemos formado de lo que sole-
mos llamar «estado de gracia» nos
ha llevado a entender la bondad
como una situación de manteni-
miento paralizante, meramente ne-
gativa, consistente en evitar males
y pecados ―más exactamente, cier-
tos pecados―, pues el concepto de
pecado se reduce y falsifica cuando
la conciencia se enquista en esa
mentalidad conservadora, defensi-
va.
El cristianismo ―el ser del hom-
bre regenerado en las aguas del
Bautismo― es vida y, como ésta,
debe crecer y desarrollarse, sin
mengua ni ocaso, basta más allá
del declinar de la parábola de la
vida solamente temporal, porque
nos dirigimos a Dios. El cristiano,
por esta razón, se mueve en una
5 (45)
mantenida tensión vital hacia Dios,
en un continuo «estado de conver-
sión». Comprendemos bien, si es
así, por qué san Felipe decía que
los perezosos nunca merecerán el
cielo, «que no se ha hecho para los
potros». Los santos fueron gente
diligente, no seres instalados. Pero
diligentes en la búsqueda del bene-
plácito divino, no en construir la
propia seguridad o buscar la ala-
banza o la gloria de este mundo.
Los santos fueron, ante todo, fieles
y humildes frente a Dios. Con una
humildad ―que se basa esencial-
mente en el conocimiento propio
aprendida en la oración perseve-
rante. «La oración enseña, en la
oración se aprende», decía san Fe-
lipe. Los grandes errores de los
hombres son producto del orgullo,
en primer lugar, y luego de los
egoísmos. El orgullo nos engaña
porque con facilidad cedemos a él
y revalorizamos nuestras cualida-
des y méritos, y, así engañados,
cometemos lamentables y a
ces irreparables imprudencias que
comprometen el desarrollo espiri-
tual que el Bautismo postula. El
error respecto de nosotros mismos
se convierte en impedimento para
conocer a Dios, porque humildad
y conocimiento propio se corres-
ponden con la experiencia y cono-
cimiento de Dios. «Señor, que me
conozca y que te conozca», suplica-
ba san Agustin. Sobre la base de esa
doble sabiduría crece la santidad.
Hemos de profundizar, pues, en
el propio conocimiento, con since-
ridad. No somos lo que imagina-
mos ser, ni lo que otros piensen,
tanto si nos halagan como si nos
vituperan. Somos lo que somos
frente a Dios.
Pero no vivimos solos. Hemos de
reconocer, en cuantos nos rodean,
dones y circunstancias providen-
ciales ordenadas a nuestro bien y
al bien de ellos. Será una gracia
especial que Dios nos ponga al la-
do de los que participan de nues-
tra fe y del deseo de desarrollarla.
Cristo para esto fundó la Iglesia.
Aunque nadie es perfecto, esa
coincidencia de propósitos y par-
ticipación de la vida de Cristo nos
facilita el crecimiento en herman-
dad de hijos de Dios, y establece
una relación beneficiosa para to-
dos. Bastará estar atentos para que
el egoísmo no bloquee las posibili-
dades de generosidad y comunica-
ción, y que la prudencia y el buen
Aunque mi deseo sería que todas las personas que
conozco se convirtieran al Catolicismo, desearía que
primero orasen pidiendo la fe.
John H. Newman, C. O.,
L. D. XII, 168
6 (46)
celo cuiden de no echar a perder
con prodigalidad superficial los
tesoros que a todos Dios confía. La
alegría de hacer el bien, sin vani-
y la sencillez sinceramente
agradecida de recibirlo convier-
ten en alabanza divina la vida de
todos. Porque el bien nos lo hace
Dios entre signos y mediaciones,
para que sea más fácil la generosi-
dad, la humildad, la gratitud y el
amor entre nosotros.
Hay que estar dispuestos a hacer
siempre el bien, cuidando de no
confundir a nadie, ni engañarnos
a nosotros mismos, con simulacio-
nes y ambigüedades a las que nos
llevarían las tentaciones munda-
nas. El bien ha de hacerse pura-
mente, gratuitamente. Dios cuida
de que el mundo se olvide, con
harta frecuencia, de reconocer el
bien que le viene de parte de Dios,
para salvar la pureza de alma de
los hacedores que han sido genero-
sos en su nombre.
Por todo esto, san Felipe reco-
mendaba la precaución de rebajar
la estima natural de nosotros mis-
mos. Y, siguiendo a san Bernardo,
exhortaba a reconocer lo bueno
que Dios pone en los demás, no
fiarse de los criterios mundanos,
y no afectarse por los desprecios
con que pueda ser recompensada
la práctica del bien.
Todo lo cual supone mucho más
que «evitar los pecados mortales».
VÍA
CRUCIS
VIERNES
SANTO
A LAS 9
DE LA MAÑANA
7 (47)
La Iglesia, conciencia de la humanidad
y realidad mística
LA IGLESIA ocupa, en el cuerpo de la humanidad en-
tera, peregrinando por los caminos del tiempo, el
puesto y el oficio de permanencia que para la vida
del individuo tienen la conciencia, la memoria, lo
más íntimo de las profundidades del ser, cualquiera
que sea el nombre con que se designe. Por esto, no resulta
sorprendente que los autores que a la vuelta de décadas у
décadas de siglos mejor han hablado de la Iglesia ―san Agus-
tín y Newman― hayan sido también autobiográficos.
Con la mirada interior dirigida sobre su trágica y subli-
me historia, y la inquietud para discernir la permanencia de
su ser intimo a través de las vicisitudes, cambiando profunda-
mente para salvar «el permanecer ellos mismos», san Agus-
tín y Newman fueron capaces de comprender a esta sólida
Iglesia católica, a la que abordaron en lo más florido de su
edad, y que fue para ellos una Madre según el espíritu, un
medio favorable para el incesante progreso en la seguridad.
La historia universal, con la Iglesia ocupando el centro, cons-
tituyó para ellos, en realidad, como los dos aspectos de un
mismo problema siempre resuelto: la permanencia dentro de
la diversidad. Es decir, el cambio y, como se dice en nuestros
8 (48)
días, el devenir. Pero en lo interior de una más profunda
unidad que anticipa y recapitula, y que puede decirse que
resulta todavía más presente que el mismo presente.
Yo propondría una definición de la Iglesia, que superara
el plano visible y temporal y nos llevara a penetrar en el -
secreto de la vida divina sobre esta tierra: que el catolicismo,
o Iglesia católica, es el nombre que se da en la historia huma-
na al cuerpo místico de Cristo, es decir, a esta comunión de
conciencias unidas a Cristo por el lazo del amor, según su
capacidad siempre creciente, en la cual fluye la gracia de una
participación en la vida divina. El catolicismo es el misterio
de la Eternidad, que se ha hecho presente en sus gérmenes.
Esta definición exige, todavía, un progreso en la fe.
A diferencia de la sociedad que, según la lógica del ateís-
mo, se cree capaz de organizar solamente el tiempo, tratando
de detenerlo al alcanzar el momento de la felicidad, la Iglesia
visible se considera transitoria. Ella declara que se encuentra
en un estado de lucha, mientras se prepara para el triunfo; y
se ve fuera del tiempo. En este sentido, el catolicismo mili-
tante representa un paréntesis, un régimen de paso, en rela-
9 (49)
ción con la existencia temporal, de la que nos despedimos al
morir, según dice Bossuet. Y Newman observa cómo el Vi-
dente del Apocalipsis no ve que haya templo en el cielo.
La fe consiste en ver a Jesús existiendo en este momento
de ahora, aunque invisible, pero con una densidad de presen-
cia superior a la que nosotros llamamos aquí "presencia", que
se reduce a una ocupación de lugar. Pero, ¿qué es el lugar?
La presencia del Jesús histórico no rebasó los límites de un
pequeño grupo de compañeros dentro de una parcela de
espacio-tiempo. Pero luego esta presencia se extiende al uni-
verso de las conciencias que creen en él. Por medio de la
Iglesia visible, que es una especie de «cuerpo de Cristo», esta
presencia penetra casi todos los elementos de la comunidad
humana que, consciente o inconscientemente, están afectadas
por la inquietud y, en cierto sentido, son evangelizados. Es
verdad que muchos de estos elementos son extranjeros, igno-
rantes, hostiles; pero, ¿qué ocurre en la conciencia profunda,
allí donde se sitúa la libertad radical del hombre?
Situándonos en la experiencia que nos ofrece la historia,
y comparando las diversas civilizaciones, se puede constatar
que Jesús es el único conocido que presenta una tal prolon-
gación. En virtud de un efecto retrospectivo, que hizo posible
la existencia de los profetas, Jesús ha obtenido el "ser" antes
que la "existencia". Ser anunciado de antemano, previsto por
un pueblo y por algunos privilegiados. Se trata de un fenó-
meno único en su género y que solamente puede explicarse
de dos maneras: por una ilusión mística o por el carácter de
Jesús, de ser un Existente supremo, «el mayor de la tierra»,
si se mide la existencia de un ser por su habitación en el in-
terior de las conciencias y en los amores que suscita. Esta
superexistencia es lo que constituye la realidad mística de la
Iglesia.
Jean Guilton,
Vers l'Unité dans l'Amours
10 (50)
NEWMAN:
LA VOZ
PROFUNDA
CUANDO queremos adentrarnos en el es-
tudio de algún hombre extraordinario,
lo primero que nos interesa es penetrar
en su pensamiento y saber qué ideas lo
informan. En el caso de Newman, Jean
Guitton (1) ha hecho notar no solamen-
te lo delicado que resulta, en cualquier lengua, dar
una definición de la palabra idea, y más particular-
mente en la lengua inglesa, en la que se aproxima
más bien al significado de imagen, esencia o forma.
Las ideas, según Newman, son una esencia, una
estructura, una forma que se manifiesta en una con-
ciencia individual a manera de intuición, o más
bien de proyecto; no son modelos intemporales, si-
no que se encarnan en existencias históricas, como
forma que determina una materia, o sintetiza, ar-
monizándolas, un conjunto de experiencias históri-
cas. La vertiente newmaniana a la que nos condu-
cirían estas reflexiones de Guitton sería el tiempo,
la filosofía y la historia, tal como lo analiza el gran
convertido de Oxford, tanto por haber estudiado
el arrianismo del siglo IV, como por haber sido él
mismo uno de los agentes de tales «ideas» a pro-
pósito del Movimiento de Oxford y en la campaña
de los «Tracts».
(1) Jean Guitton, LA PHILOSOPHIE DE NEWMAN, p. XVI.
...
11 (61)
Ideas y
principios
No obstante, en nuestros días, un buen conoce-
dor de Newman, Maurice Nédoncelle, hace notar
que, en los personajes excepcionales como Newman,
todavía son más importantes que las ideas los «prin-
cipios» por que se rigen, porque «los principios reú-
nen y dirigen las ideas, y son la encarnación de lo
que les caracteriza: son el vínculo entre la teoría y
la práctica»; en el caso de Newman, afirma, existe
un «principio fundamental», que sobresale por en-
cima de todo: es la conciencia (2).
Los primeros
principios
No sería difícil recoger textos de Newman en
los que llama la atención sobre los «primeros prin-
cipios» (3) y, más concretamente, por lo que a nos-
otros interesa, cuando subraya el de la conciencia
(1). Además, y sin que lo haga de modo explícito y
sistemático, el principio de la conciencia está la-
tiendo en cada una de las páginas del más cono-
cido de los libros de Newman, la Apología. Esa
limpieza de la mirada interior del alma, sin retorci-
miento, ni reserva, ni complejo alguno, se nos hace
evidente desde el comienzo de este libro cuando, to-
mando una frase de Thomas Scott, asume el prin-
cipio radical de preferir siempre «la santidad a la
paz» (5). Para él y para cada uno de nosotros, en
todo el mundo, no existen más que dos seres alumi-
nosamente evidentes: yo mismo y Dios» — «God and
myself»-(6).
(2) Maurice Nédoncelle: LAS DIVERSIDADES DE NEWMAN, «Orbis Catholicus» III
(1960) T. pp. 212-215. Añade un segundo principio, el de desarrollos o crecimien-
to, ya que vivir es cambiar, bien que manteniendo siempre la fidelidad a los dos
componentes, a saber, la tradición y la libertad. Y, aún, un tercer principio, que
Newman recoge de Aristóteles, la «phronesis» (sabiduría práctica) o capacidad
para juzgar y deducir conclusiones concretas.
(3) UNIVERSITY SERMONS, pp. 187-190, 211, 297; P. S., vol. VIII, pp. 121-122: DEV.,
pp. 178-185, 325-326. También en otras partes, especialmente en su abundante
correspondencia (K. C.; MOZ.: L. D.).
(4) GRAMMAR OF ASSENT (I.T. Ker ed.), p. 73.
(5) APO. (M. J. Svaglie ed.), p. 73.
(6) APO., p. 18, donde Newman lo refiere a sí mismo. La idea ya se encuentra en P.
S., vol. I, p. 20.
12 (62)
El principio
de la Providencia
Por nuestra parte, nos atreveríamos a añadir
que junto a este «principio de la conciencia», nexo
entre teoría y praxis, debería tenerse en cuenta, en
Newman, el «principio de la Providencia», que con-
juga la fe y la vida. Aunque ahora no nos ocupa-
mos de él, pensamos que, por lo menos, es oportuno
citarlo, porque es sobre este principio sobre el que
se proyecta el de la conciencia. «Todo es triste has-
ta que nosotros creemos, lo que dice a nuestros co-
razones que nosotros estamos sujetos a su voluntad;
nada es triste, todo inspira esperanza y confianza
cuando comprendemos directamente que nosotros
estamos bajo su mano, que todo lo que nos sucede
viene de Él, como un método de disciplina y de
guía» (7). La conciencia es «el eco de la voz de
Dios» (8) en el alma, mientras que la Providencia
actúa como la mano de Dios que conduce al hom-
bre y mueve todos los acontecimientos que le afec-
tan. En una de sus Meditaciones dice Newman:
«Señor, yo no te pido fe, pues tengo una larga ex-
periencia de tu Providencia para conmigo. Año tras
año me has ido conduciendo» (9).
El principio
de la conciencia
Pero volvamos al principio de la conciencia.
Otro estudioso del gran convertido de Oxford, Du-
puy, dice que, por sí mismo, todo el itinerario per-
sonal de Newman constituye una invocación a la
conciencia. El Movimiento de Oxford fue, a fin de
cuentas, un esfuerzo para reconducir la Iglesia an-
glicana a la conciencia de sí misma; la obra Des-
arrollo de la Doctrina Cristiana (18-45) tuvo por
finalidad mostrar el papel de la Tradición, es decir,
de la conciencia de la Iglesia, transmitida de una
generación a otra; en la Apología (1864), Newman
(7) Véase, p. e., P.S., vol. IV, Pp. 20-21.
(8) CALL., p. 313: «The echo of a person speaking to me».
(9) Cf. MEDITATIONS ON CHRISTIAN DOCTRINE, XIX: « require no faith, for I ha-
ve had a long experience, as to thy providence towards me. Year after Thou
hast carried me on» (M. D., p. 334).
13 (63)
se propone dar razón de la propia conciencia reli-
giosa mientras estuvo en el anglicanismo (10).
Aspectos
de la conciencia
Así, pues, ¿cuáles son sus reflexiones sobre la
conciencia? Podríamos seleccionar muchos pasajes
de su predicación: ya en uno de sus primeros ser-
mones universitarios (1830), veríamos que para el
resultaba obvio que la conciencia es el principio y
la sanción esencial de la religión en la mente (11).
Más tarde (18.39), en otro sermón, al relacionarla
con la razón, y sin admitir que le sea contraria, es-
tablece que, en orden a la fe, la razón constituye un
análisis, pero no un motivo por sí misma (12). No
obstante, será en la plena madures, sedimentada
por la propia experiencia personal, cuando trate am-
pliamente de la conciencia, como hemos indicado
más arriba, en la Gramática del Asentimiento
(1870) y en la Carta al Duque de Norfolk (1874).
La conciencia, dirá también en la Idea de una
Universidad (1873), «ha sido implantada, en el
hombre, en lo más profundo de su ser» (13). Si nos
dejamos conducir por Newman, podemos conside-
rarla bajo tres aspectos: como una fuente de conoci-
miento, como sentido del propio deber y, en tercer
lugar, como resonancia de la voz de Dios en el al-
ma.
Este último sentido domina por encima de los
demás y reviste una importancia capital para el al-
ma religiosa, puesto que la verdadera religión es
una vida intima del corazón, según él, que da valor
a todo el resto (14). Newman insiste en la intencio-
(10) LETTRE AU DUC DE NORFOLK (1874) ET CORRESPONDANCE RELATIVE A
L'INFALIBILITÉ (1865-1875), B. D. Dupuy ed. (Desclée, 1970), p. 256.
(11) U.S., p. 18.
(12) U. S., p. 183: «No one will say that Conscience is against Reason... Reason analy-
zes the grounds and motives of action: a reason is an analysis, but is not the mo-
tive itself».
(13) IDEA, p. 191: «Conscience indeed is implanted in the breast by natures.
(14) P.S., vol. IV, p. 213.
14 (64)
nalidad religiosa de la conciencia y también en la
voluntad divina de la cual ella nos revela infalible-
mente la presencia (15).
Conciencia y
conocimiento
En primer lugar, como fuente de conocimiento,
la conciencia equivale a la palpable detección de
nosotros mismos. Citando a Terencio, dice «Proxi-
mus sum egomet mihi» (16), y prosigue: «La concien-
cia de uno mismo precede a cualquier cuestión de
confianza o de asentimiento»; «La conciencia aun
es superior a la luz de la razón» (17). Llega a de-
cir que, del mismo modo a como el simple animal
obtiene el conocimiento inicial del universo por me-
dio del instinto, el hombre comienza a conocer a
Dios desde la conciencia (18). Para el biógrafo Sen-
court, Newman, más que limitar simplemente al
hombre en la definición de "animal racional", lo
considera como un animal en acto de ver, de sentir,
de contemplar, y que se orienta por lo que le atrae
o necesita (19). En el hombre, la vida es para la ac-
ción: si nosotros insistimos en probarlo todo, exage-
rando el espíritu crítico, cultivando la duda, mante-
niendo actitudes de desconfianza, jamás podríamos
actuar, y permaneceríamos en la miseria envidiosa
y triste de las frustraciones; la necesidad de asumir
esta realidad y de evitar este riesgo nos conduce a
la fe. Incluso en las relaciones simplemente huma-
nas es necesaria una cierta fe, que podemos llamar
menor, o confianza. Pero, sobre todo en relación con
Dios. Es entonces cuando la conciencia se manifies-
ta como un principio de conexión entre la criatura
y su Creador; ella nos enseña, dice Newman, «no
(15) Lo destaca M. Nédoncelle, «Simples réflexions sur l'autorité de la conscience», en
PROBLÉMES DE L'AUTORITÉ (Paris, 1962), p. 229. Cit. por Dupuy, o. cit., p. 257.
(16) Terencio, ANDRIA. 1, 635. Newman comenta en G. A, p. 16: Our counsciousness
of self is prior to all questions of trust or assent».
(17) P.S., vol. I, p. 216.
(18) G. A., P. 47.
(19) Robert Sencourt, THE LIFE OF NEWMAN (Glasgow, 1918), p. 244.
15 (55)
solamente que Dios existe, sino cómo es; proporcio-
na a la mente una imagen real de Dios que nos sirve
de medio para darle culto; nos proporciona la regla,
recibida de Dios, para saber lo que está bien y lo que
está mal, y un código de deberes morales» (20). Este
«instinto sobre el bien y el mal es anterior al acto
de razonar» (21).
El bien y el mal
El conocimiento del bien y del mal genera un deber
ineludible que no permite la indiferencia. A menudo, el
don de la conciencia despierta un deseo que sobrepasa lo
que ella puede ofrecer, y crea una sed, una impaciencia,
para conocer al Señor invisible que nos gobierna y nos
juzga haciendo que sintamos su voz en lo más secreto
de nosotros mismos. Es así que las disposiciones morales
conducen a la fe, es decir, a la total sumisión a Dios,
de lo cual resulta que el mejor maestro interior, en ma-
teria de religión, es nuestra conciencia (22), que impone
un deber: cuando lo acepto y «obedezco, siento satisfac-
ción; cuando hago lo contrario, me entristezco, como
cuando complazco o cuando ofendo a un amigo hacia el
que profeso veneración» (23).
Newman usa la palabra «conciencia» no en el senti-
do de una fantasía o de una opinión, sino como la obe-
diencia responsable a lo que considera una voz divina
que se hace audible dentro de nosotros (24). Existe el
abuso de quien invoca la propia conciencia y pretende
eludir la obediencia que ella impone, «obediencia que,
igual que la autoridad, es esencial a la religión» (25).
Newman concreta bastante: «La norma y medida del de-
ber no es la utilidad, ni la facilidad, ni la felicidad de
la mayoría, ni la conveniencia del Estado, ni la adap-
tabilidad, ni el orden, ni lo bello. La conciencia no es
egoísmo permisivo, ni un deseo de ser consecuente con-
sigo mismo; sino que es el mensajero de Aquel que, tanto
por naturaleza como por gracia, nos habla a través del
(20) G. A., p. 251.
(21) Carta a su madre, 13 de marzo de 1829 (L. D., vol. II, p. 130).
(22) G. A., pp. 105 y ss. y 251.
(23) CALL., p. 314.
(21) CE. A LETTER TO THE DUKE OF NORFOLK: DIFF., vol. II, pp. 245 y 58.
(25) DEV., p. 86.
16 (56)
velo, y nos enseña y guía por sus representantes».
Abusos
Recuerda que «la conciencia tiene derechos porque tiene
obligaciones, a pesar de que, en nuestra época, para una
gran parte personas, el derecho la libertad de con-
ciencia consiste en destruirla e ignorar al Legislador y
Juez, con el fin de sentirse independientes de cualquier
obligación» (26). No es, por lo tanto, dice en una carta, el
derecho de la propia voluntad, sino un monitor severo,
y solamente cuando somos fieles a ella se desprende y
coincide con ella la ley natural (27). Se equivocan, con-
siguientemente, aquellos que consideran la conciencia
como una propiedad, como un gusto que nos determina
a hacer tal o cual cosa; de otra manera, puede conside-
rarse como la voz de Dios. Todo depende de esta distin-
ción: la primera manera no es compatible con la fe, la
segunda sí (28). Constata que «la mayoría de los hu-
manos no han formado sus ideas religiosas según esta
sinceridad de espíritu» (29). Pero «en la medida en que
el hombre se esfuerza en obedecer la propia conciencia,
descubre la imperfección con que lo hace, y el sentido
del deber se torna más agudo, y la percepción de la
transgresión es más delicada» (30). Es de este modo que
«la obediencia a la conciencia conduce a la obediencia
del Evangelio» (31).
La primera Iglesia
Nos equivocaríamos si, con todo lo dicho, pensáramos
que la fidelidad al principio de la conciencia se reduce
a efectos, aunque profundos, meramente individuales,
en cada sujeto. Él, conocedor y apasionado por la Igle-
sia de los primeros siglos, cree que ésta «estuvo formada
principalmente por los que se habían ejercitado larga-
mente en el hábito de obedecer esmeradamente sus pro-
pias conciencias» (32). En uno de sus sermones nos deja el
mejor consejo para que podamos crecer en el conocimien-
to de Dios, en el de nuestros deberes y en el descubrimien-
to y distinción de la voz de Dios en lo más profundo de
(26) A LETTER... (DIFF., vol. II, p. 250).
(27) A LETTER... pássim.
(28) S.N., p. 327.
(29) Carta a su hermano Charles, 12 de diciembre de 1823 (L. D., vol. I, p. 170).
(30) O. S., p. 67.
(31) P. S., vol. VIII, p. 202.
(32) Íd, p. 207.
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nuestro ser, cuando dice: «El camino para obtener más
luz es obedecer a la luz que ya poseemos» (33).
Estos tres aspectos de la conciencia a los que hemos
aludido se sobreponen y se manifiestan concentrados en
una experiencia difícil de deshilvanar. Conocer y sentirse
empujado a obrar, obrar y decidirse a amar y, todavía,
amar para conocer más, porque el corazón, en el que se
refleja Dios, siempre vuelve a hablar al corazón. Tú,
Señor, estás en lo más hondo de mi corazón. Eres la vida
de mi vida. En el mundo material solamente te percibo
obscuramente, pero reconozco tu voz en mi conciencia, y
me vuelvo a ti y te llamo: ¡Rabboni!, Maestro» (34), es-
cribe en una de sus Meditaciones. ¡Dios mío, tú me estás
viendo!» Ésta es la razón de por qué hemos de rogar a
Dios: «para que nos en serie el misterio de su presencia en
nosotros (35).
Podríamos alargar más estas líneas, disponiendo una
prolongada antología de textos que nos mostrarían el
secreto de la fidelidad de Newman a la voz de Dios, a
la vez que nos servirían de lección a nosotros mismos.
Pero bástenos, para colofón, este fragmento epistolar:
*La conciencia es el Vicario original de Cristo, un pro-
feta en sus informaciones, un monarca en sus exigencias,
un sacerdote en sus bendiciones y anatemas, y, aun
cuando cesase de existir el sacerdocio eterno por media-
ción de la Iglesia, aún en ella el principio sacerdotal
permanecería y mantendría su dominio, encarnado en
la conciencia» (36).
Misterio de
la presencia
de Dios
(33) P. S., vol. IV, 131.
(3-1) M. D., p. 276.
(35) P. S., vol. V, p. 235.
(36) A LETTER... (DIFF., vol. II, pp. 248-249).
LAUS
se manda gratuitamente a los amigos del Oratorio
y a personas que simpatizan con su apostolado.
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SEMANA SANTA DE 1989, EN EL ORATORIO
19 de marzo,
DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR:
Mañana, a las 11 y 12 (cantada), Eucaristía.
Tarde, a las 5,30, Vísperas cantadas.
20, 21 y 22 de marzo,
LUNES, MARTES Y MIÉRCOLES SANTO:
Mañana, a las 7,45, Laudes seguidas de la Eucaristía.
Tarde, a las 8,30, Eucaristía.
A las 9, Conferencia sobre fundamentos esenciales de
la espiritualidad cristiana.
23 de marzo,
JUEVES SANTO:
Mañana, a las 9, Laudes.
Tarde, a las 8, Eucaristía en la Cena del Señor. (La iglesia
permanecerá abierta hasta las 12 de la noche).
24 de marzo,
VIERNES SANTO:
Mañana, a las 9, Vía crucis seguido de Laudes.
Tarde, a las 8, Celebración de la Pasión del Señor.
25 de marzo,
SÁBADO SANTO:
Mañana, a las 9, Oficio de lectura seguido de Laudes.
26 de marzo,
DÍA SANTO DE PASCUA:
Comienza con la Vigilia Pascual, a las 11 de la noche del
sábado.
Mañana del domingo, a las 11 y 12 (cantada), Eucaristía.
Tarde, a las 5,30, Vísperas cantadas.
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PASCUA CRISTIANA
JUEVES SANTO
a las 8 de la tarde,
MISA DE LA CENA DEL SEÑOR
VIERNES SANTO
a las 8 de la tarde,
PASIÓN DEL SEÑOR
VIGILIA PASCUAL
noche del sábado, a las 11
LA CELEBRACIÓN DE LA RESURRECCIÓN
DEL SEÑOR CONTINÚA DURANTE EL
DOMINGO SANTO DE PASCUA
Y EL TIEMPO PASCUAL
Véase programa más detallado en páginas interiores
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
PL San Felipe Neri, 1 = Apartado 182 - 02080 Albacete - D. L. - AB 103/62 - 12.3.19
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