Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 257. ABRIL. Año 1989
SUMARIO
PASCUA es pasar de la servidumbre que infunde
temor a la libertad del amor, que se erige en
orden supremo de la vida, en exigencia pacífi-
ca sentida en el fondo del alma, y en felicidad
que dilata el corazón. La religión que en el paga-
nismo buscaba explicaciones a las ignorancias hu-
manas o remedio a las carencias del mundo visible
ha sido substituida por este gran cambio introduci-
do por Cristo, por el cual podemos ver en Dios al
Padre y ser nosotros hijos suyos, hijos de Dios. Es
cierto que todavía hay dioses falsos en este mundo,
pero hemos descubierto la esperanza en la que nos
precede Cristo, hermano mayor de la humanidad,
y vencedor de la malicia y de la muerte.
ORACIÓN PASCUAL
UNA PRESENCIA
LA FUERZA DE LA ORACIÓN
LA EFICACIA Y EL PODER
SEGUNDA PRIMAVERA
NEWMAN. ORIGEN DEL MOVIMIENTO
DE OXFORD
1 (61)
Tiempo de oración:
ORACIÓN
PASCUAL
Atiende a nuestra súplica, Señor y Dios nuestro,
luz inextinguible, luz de la única luz.
Luz que ilumina todo lo creado.
Luz de los ángeles y arcángeles,
luz de todos los seres espirituales,
luz de todos los santos.
Que nuestras almas sean como antorchas
que alumbran en tu presencia,
cerca de ti, iluminadas por ti.
Que brillen por la verdad y ardan por la caridad.
Que resplandezcan y no se apaguen.
Que ardan y no se consuman.
Tú, que eres la luz, bendice esta luz,
porque todo cuanto sostienen nuestras manos
fue creado por ti y tú nos lo diste.
Por esta luz,
que disipará las tinieblas de la noche,
se destruirá la oscuridad de nuestro corazón.
Que seamos una morada digna de ti,
iluminada por ti, iluminada en ti.
Que resplandezcamos sin sombra alguna
y siempre te veneremos.
Que nos encendamos en ti con llama que jamás se extinga,
Para que, llenos de la luz de nuestro Señor Jesucristo,
resplandezcamos interiormente,
se disipen las sombras de los pecados
y persevere en nosotros la luz de la fe y de la caridad.
(De la liturgia hispánica)
2 (62)
Una
presencia
MUERTO y resucitado, muriendo y resucitando, está todavía vivo el Señor en
medio de nosotros. Es una presencia que nos acompaña; misterio invisible,
pero real, tangible desde la fe. Acostumbramos a reducir esta fe en la presen-
cia de Cristo, aplicándola casi únicamente a la adoración de la Eucaristía,
y no tenemos en cuenta que este mismo sacramento quedaría desvirtuado si no lo
relacionáramos con la irradiación presencial de Cristo en cada fiel, en la Iglesia y en
el mundo. Porque él vino para esto.
Un recuerdo del pasado histórico de Jesús, y hasta una forma de adoración re-
ducida peligrosamente a la satisfacción del sentimiento piadoso individual, más que
descubrirnos a Cristo, nos llevaría a la propia autocontemplación, raíz de tantos
egoísmos enmascarados con apariencias de devoción, que se satisface consciente o
inconscientemente, como quien se mira en el espejo y se extasía en sí mismo, en vez
de salir a los caminos de la vida, para vivirla de acuerdo con el Bautismo, por el
que somos incorporados y configurados con Cristo.
El cristiano nace de la Pascua, y la Iglesia ―hermandad de los cristianos― surge
del suceso pascual, a la vez como «extensión de Cristo» (Bossuet) y como marco,
Ambiente y pueblo que camina hacia la Pascua eterna. Así, la Pascua es un camino
en el misterio, y no una caravana de solitarios, porque, en la tarde de la historia de
la humanidad, nos acompaña el Señor, camino del Emaús de la manifestación total:
aquella en la que el signo no se limitará al destello fugaz de la realidad divina, hui-
diza apena, se deja adivinar, sino que será la puerta altísima que se abre al banque-
te eterno de la visión y la posesión gozosa y definitiva de Dios en el cielo.
Mientras tanto, es preciso atender y entender, con la fe, todo cuanto nos descu-
bre y señala la divina presencia de Cristo en nosotros y en el mundo. Él nos prome-
3 (63)
tió estar acompañándonos hasta el fin de los tiempos y hemos de descubrir sus hue-
llas en los caminos de ese tiempo suyo y nuestro. Seremos sabios si conseguimos
interpretarlo por encima de los cálculos de los mundanos, y si resolvemos sus con-
tradicciones por los criterios de la fe. Todo cuanto acontece es para que esta fe sea
ejercitada y se aproxime a la visión con realismo verdaderamente sobrenatural.
Hemos de descubrir su presencia en los hermanos, ya que él mismo nos prome-
tió que donde se junten dos o más en su nombre estaría con ellos. Cuando decimos
«en su nombre es claro que no basta la coincidencia física del encuentro, sino que
se trata de abrirnos a su Persona divina, de participar lo más puramente posible en
sus ideales, de agradecer su amor y de corresponderle con amor igualmente verda-
dero, conjuntado y fundido en un mismo aliento, que se hace comunión fraterna y
abrazo en y con el Señor. Sin esta sincera aspiración, la Iglesia dejaría de ser la her-
mandad de los hijos de Dios y pueblo santo, y el proyecto de Jesús se debatiría re-
tardándose y disolviéndose entre sectarismos, en vez de levantar hacia Dios los co-
razones de todos sus hijos y de ser testimonio de Jesús frente a los demás hombres.
Presencia en los sacramentos y en la plegaria común, donde la fe tiene el estí-
mulo del signo, convertido en alimento y fortaleza divina que sostiene el corazón y
la vida del hombre que camina hacia Dios.
Presencia en el alma, templo de Dios y rescoldo del cielo, que la oración aviva.
Presencia inmediata de Dios para con él y a través de él, mirar fuera, el mundo y
su historia, y adivinar los planes divinos interpretando correctamente los «signos
de los tiempos», reconociendo la mano y el poder, la sabiduría y el amor, la provi-
dencia divina que todo lo gobierna, sostiene y transforma en bien y para bien de
cuantos le aman, mientras permanecen fieles en el camino hacia el gran «paso» de la
eternidad.
La mayoría de los hombres miran a Dios a distancia. En el esfuer-
zo que ponen para ser religiosos, se guían solamente por una débil
luz lejana que les obliga a calcular y a buscar su camino. Pero el
cristiano que lleva tiempo en el trato con Dios adquiere el hábito
de sentir cerca la presencia divina: tocado de Dios, sabe que el
Espíritu bendito mora en él. Y no tiene necesidad de investigar
fuera las pruebas de esta presencia: se somete, a los planes de
Dios, y le basta dejarse conducir por él. No me atrevo u decir que
exista un hombre absolutamente Así, porque sería la perfección
del Evangelio; pero en hacia este estado de espiritual que condu-
ce la oración intensa y vigilante.
John H. Newman, C. O.,
(P. S. 1,75)
4 (64)
La fuerza
de la oración
CUANDO el conocimiento que
tenemos de la fe (acompaña-
do o no del saber académico)
se hace experiencia vivida, la sen-
timos como una resonancia de la
presencia divina en nuestra alma,
después que Cristo nos ha sellado,
moldeando en nosotros su figura,
por medio del Bautismo. Esta pre-
sencia divina, enraizada en lo más
profundo de nuestro ser, es siem-
pre dinámica, positiva, y actúa con
la suavidad y la fuerza evidente
de una luz inextinguible. No quita
nuestra libertad, no suprime nues-
tras propias decisiones frente a
ella: puede ser admitida o recha-
zada; en este segundo caso, la ne-
gación que le opongamos o la
resistencia a admitirla son las ti-
nieblas contra la luz (que siempre
es más poderosa que ellas), sin que
logren apagarla jamás. Estas tinie-
blas son el pecado, ese pecado que
nosotros, en ocasiones, intentamos
objetivar y reducir a una lista más
o menos cerrada, que descuida las
actitudes profundas del ser, allí
donde se dirime la verdadera confusión
entre el bien y el mal, entre
la luz y las tinieblas. Es imposible
anestesiar la conciencia, a pesar de
todas las tendencias y desviaciones
que quisieran llevarla lejos, o cerrarla
a la vista de esa luminosidad
interior de la fe, reclamando
incesantemente la respuesta de
nuestra vida. Ni el pecado puede
silenciar su voz, ni apagar su llama.
Dios es inevitable, con toda su
dulzura y con toda su poderosa
energía. El humo del hombre no
sofoca el fuego de Dios. Resistirle
es, solamente, aplazar el encuentro;
abrirse a él es participar del efluvio
de su vida, que ni los dolores de
fuera, ni persecuciones, ni muertes,
pueden otra cosa que no sea
purificarla y ponerla a prueba para
acreditar su sinceridad. Ser sinceros
con Dios, buscar su verdad
y a él mismo como fuerza absoluta
5 (65)
de todo lo verdadero, es el secreto
de la paz interior y de la libertad
de hijos de Dios, y el gozo de esta
libertad filial es la fortaleza del
creyente. El hijo está siempre con
el Padre y se consolida en su
amor. Como Cristo, que decía: «El
Padre y yo somos una misma cosa».
Esa unión le hizo fuerte y vencedor
del pecado ―la tenebrosa malicia
humana―, y de la muerte
―su máxima debilidad―, vencida
por la Resurrección. La fuerza
siempre es el amor; la oración es
el aliento, el latido y como la res-
piración y la palabra de este amor.
Podemos comprender, entonces, la
expresión de san Felipe Neri, cuando
decía «que no te1nía nada, con
tal que le quedara un poco de
tiempo para poder orar y dirigirse
a Dios». La oración era la fuerza
de .su vida, la energía de su santidad
y la primera fuente de su sabiduría
espiritual, aun cuando estimaba
en mucho los libros (pero
más los de santos y sobre santos).
Abundando ·en estas ideas, queremos
traer a continuación un fragmento
resumido de un autor anónimo
de la Iglesia oriental, sobre
la oración y su fuerza. El librito
fue escrito hace poco más de un siglo,
presentado en forma de rela-
tos de un peregrino, que refería su
experiencia y pedía consejo a su
guía espiritual. Meditaba la Biblia
y textos abreviados de Padres de
la Iglesia.
Ama, y haz lo que quieras, dice
san Agustín, porque el que ama
de verdad nunca podrá hacer na-
da que sea contrario a la persona
amada. Y dado que la oración es
la efusión y la actividad del amor
de ella se puede afirmar que, para
la salvación, solamente es necesa-
rio orar sin intermisión: ruega, y
haz lo que quieras, y la oración se
convertirá para ti en fuente de luz
que te iluminará. Y detalla de esta
manera:
1) Ruega, y piensa lo que quie-
ras, y tu pensamiento se purificará
en la oración. Será la oración luz
de tu mente, serenará tus pensa-
mientos y alejará de ellos toda per-
versidad. Y aduce el testimonio de
san Gregorio y san Juan Clímaco.
2) Ruega, y haz lo que quieras,
y tus actos serán agradables a Dios
y benéficos y salvadores para ti.
La oración frecuente, cualquiera
que sea su finalidad, jamás queda
sin fruto, porque contiene en sí
misma la fuerza de la gracia: «To-
do el que invoca el santo nombre
del Señor se salvará» (Hch 2, 21).
Y pone ejemplos de pecadores a
quienes la oración condujo a peni-
tencia y al gozo de obedecer a Je-
sucristo.
3) Ruega, y no te angusties en
exceso para vencer por tus pro-
pias fuerzas las pasiones que te
dominan. La oración las destruirá
desde dentro de ti mismo: «El que
6 (66)
está dentro de vosotros es mayor
que el que está en el mundo» (1
Jn 4, 4). La oración restituye el
equilibrio que las pasiones destru-
yen.
4) Ruega, y no temas nada; no
temas las desgracias, no te asusten
los fracasos. La oración te defende-
rá y los alejará de ti. Recuerda a
Pedro, a punto de ahogarse; a Pa-
blo, orando desde la cárcel; y otros
ejemplos... Todo lo cual confirma
la fuerza de la oración, el poder y
la universalidad de la oración he-
cha en nombre de Jesucristo.
5) Ruega, como quiera que sea,
pero ruega siempre y que nada te
turbe; mantente espiritualmente
tranquilo: la oración lo resuelve
todo у lo enseña todo. Recuerda lo
que dicen de la oración san Juan
Crisóstomo y Marco el Asceta. El
primero asegura que «la oración,
aunque sea ofrecida por nosotros
mismos y estemos llenos de peca-
dos, nos purifica inmediatamente».
Y el segundo: «Por nuestra parte,
siempre podemos rogar, de la ma-
nera que sea, pero la oración pura
es solamente un don de Dios». Haz,
por lo tanto, con humildad, lo que
esté a tu alcance, ofrece lo que
puedas, aunque te debas reconocer
muy débil; que Dios acudirá para
completar tu pobreza con su for-
taleza. Tu oración, colmada de im-
perfecciones, si es constante, se
transformará, poco a poco, en una
VINO Y SE FUE.
Aquí vino
y se fue.
Vino..., nos marcó nuestra tarea
y se fue.
Tal vez detrás de aquella nube
hay alguien que trabaja
lo mismo que nosotros,
y tal vez las estrellas
no son más que ventanas encendidas
de una fábrica
donde Dios tiene que repartir
una labor también.
Aquí vino
y se fue.
Vino..., llenó nuestra caja de caudales
con millones de siglos y de siglos,
nos dejó unas herramientas...
y se fue.
Él, que lo sabe todo,
sabe que estamos solos;
sin dioses que nos miren,
trabajamos mejor.
Detrás de ti no hay nadie. Nadie.
Ni un maestro, ni un amo, ni un patrón.
Pero tuyo es el tiempo.
El tiempo y esa gubia
con que Dios comenzó la creación.
León Felipe
7 (67)
plegaria pura, luminosa, ardiente,
convincente.
6) Por último, acompaña tu tiem-
po libre con el ejercicio de la ora-
ción, y puedes estar seguro de que,
como por efecto natural, ni siquie-
ra tendrás tiempo para pecar, ni
para pensar en el pecado.
Por todo ello es fácil comprender
cuántos pensamientos profundos se
contienen concentrados en aque-
lla sabia sentencia de san Agustín:
«Ama, y haz lo que quieras», que
es lo mismo que decir: «Ruega, y
haz lo que quieras». Lo cual es una
gran consolación, cuando nos reco-
nocemos tan débiles, siempre gi-
miendo bajo el peso de nuestras
miserias. Pero tenemos la oración,
que se nos ofrece como un medio
universal para la salvación y el
perfeccionamiento espiritual. Ni
más ni menos.
No podemos olvidar, sin embar-
go, que la palabra "oración" está
íntimamente unida a una condi-
ción, que nos enseñó Jesucristo y
nos recuerda san Pablo: «Orad con-
tinuamente» (1 Ts 5, 17). En con-
secuencia, la oración manifiesta su
fuerza y obtiene su fruto cuando
es frecuente, continua; la frecuen-
cia depende inevitablemente de
nuestra voluntad, así como la pu-
reza, el celo y la perfección de la
oración son dones de la gracia. Por
lo tanto, seamos asiduos en la ora-
ción, consagremos a ella nuestra
vida, aunque nos parezca imper-
fecta en los comienzos. El ejercicio
frecuente nos educará en la aten-
ción que tal vez nos falta, y la
cantidad, poco a poco, desembo-
cará en la calidad. Todo lo que
se quiera hacer bien ha de hacer-
se, repetirse, corregirse, muchas
veces.
Se pueden proponer muchos me-
dios, pero ninguno mejor que el
ejemplo de Jesús y de los santos.
Y aún añadiríamos, por nuestra
parte, la Palabra de Dios y la Li-
turgia de la Iglesia, que siempre la
contiene. Y rezar unos por otros
para que la caridad florezca.
La verdad y la justicia han de ser preferidas
a la eficacia y al poder, si tenemos presente
que nadie puede considerarse fiel, a menos que
participe en el misterio de la cruz.
Sínodo episcopal sobre los laicos (1987) n. 28
8 (68)
La eficacia y el poder
EL espíritu del mundo nos in-
toxica, también a los cristia-
nos, y no estamos libres, en
ningún momento de la historia de
la Iglesia, de los asaltos y la seduc-
ción de sus tentaciones, converti-
das en pretexto especioso para un
mayor bien, o para acelerar su efi-
cacia. Como la eficacia depende del
poder, y el poder se compra con
el dinero, hasta hemos padecido la
tentación de pensar que hacemos
obra de Dios valiéndonos de me-
dios que no son de Dios, sino mun-
danos... con pretexto de bien.
No podemos negar que el dinero,
muy depurado, puede servir al
bien. Pero, en sí mismo, para una
obra de Dios, tiene una eficacia
muy relativa, por el riesgo de per-
versión que entraña. Se habla del
fin bueno, para buscar una justifi-
cación, pero se permanece en la
perversidad del medio malo, y se
desarrolla. Prescindimos del ejem-
plo y de las palabras de Cristo, y
dejamos para historias infantiles
las lecciones de los santos, o que-
dan en poesía para adorno. Así
el desposorio de Francisco de Asís
con mi señora Pobreza, o las pala-
bras sinceras de san Felipe Neri
cuando decía: «Quisiera tener ne-
cesidad de dos centavos y que na-
die me los diera».
El dinero es la causa principal
de la mayoría de pecados y de
males, de injusticias y de escán-
dalos, y la peste de toda religiosi-
dad. Sin embargo, el mundo es lo
primero que busca, porque por él
satisface sus ambiciones, consigue
reverencias, silencia denuncias,
censura verdades, compra grande-
zas y consolida poderes. En la reli-
gión, es el verdadero secularizador
de todo lo espiritual, porque inten-
ta, si le dejan, incluso poner precio
a lo santo.
«El poder y la gloria de los rei-
nos de este mundo se me han dado
a mí, y te lo daré todo, si me ado-
ras», le dijo el diablo a Jesús. ¡Qué
fácil le habría sido todo, si hubiese
renunciado a la pureza de los me-
dios! Hoy tendríamos una Iglesia
―¡si es que hubiese perdurado has-
ta el día de hoy!— no precisamen-
te de fieles, sino de políticos, de
generales, de comerciantes, de filó-
sofos y, sobre todo, de banqueros.
Es decir, el poder, la fuerza, la efi-
cacia, la estética, los bienes y el
precio de todo lo que codicia el
espíritu de este mundo, su pecado.
Cristo, sin embargo, nos llamó a
una empresa cuya eficacia no se
apoya ni en las fuerzas, ni en los
prestigios y vanidades, ni en las
astucias y procedimientos munda-
nos. Cristo pasó por la cruz y pa-
deció la humillación y la muerte
bajo la opresión del poder sacrali-
zado. Pero resucita, y nos muestra
un ideal absolutamente puro, que
le hace decir a Pedro: «No tengo
oro ni plata, pero te doy lo que ten-
go: en nombre de Jesús Nazareno,
levántate y anda». Lo dijo a un pa-
ralítico, y todavía lo dice a la Igle-
sia y a los cristianos y a los hom-
bres de todos los tiempos.
9 (69)
Segunda primavera
Primera parte del sermón predicado por J. H. Newman, el 13
de julio de 1852, en la iglesia de Santa María, de Oscott, con
ocasión del Sínodo celebrado allí, después de la restauración
de la Jerarquía católica en Inglaterra. Omitimos el grueso del
discurso dedicado a la historia del catolicismo en aquel país,
hasta el momento esperanzado que el sermón evoca, con el
final referido a los primeros mártires ingleses, como conse-
cuencia de la ruptura que consumo Enrique VIII.
«Levántate, date prisa, y mira:
ha pasado el invierno, las lluvias han cesado,
y aparecen las flores en la tierra».
Cant. 2. 10-12
NOSOTROS, en cotidiana familiaridad, experimenta-
mos el orden, la constancia, la renovación perpe-
tua del mundo material que nos circunda. Por frá-
gil y fugaz que se nos muestre en cada una de sus
partes, por turbulentos e inestables que sean sus
elementos, por incesantes que parezcan sus mutaciones, este
mundo resiste. Está trabado en sí mismo por una ley de esta-
bilidad, que lo mantiene siempre en unidad; siempre a punto
de morir, y siempre volviendo a nueva vida. La disolución
no sirve para otra cosa que para desembocar en formas nue-
vas de organización, y una sola muerte es madre de mil vidas.
10 (70)
Cada hora, tal como viene, da testimonio de cuán fugaz y cuán
seguro es el gran todo. Como una imagen sobre el espejo de
las aguas: que permanece siempre la misma, mientras corren
las aguas. Cambios sobre cambios; pero en los cuales un cam-
bio reclama al siguiente, al modo como se alternan los sera-
fines en la alabanza que dedican al Creador. El sol se oculta
a poniente y luego aparece de nuevo; las tinieblas se tragan
la luz diurna y luego vuelve la claridad otra vez amanecida,
resplandeciente, como si nunca hubiese sido alterada. La pri-
mavera pasa por el verano y, a través del verano y el otoño,
cruza el invierno, para mostrar su triunfo, con mayor fuerza,
venciendo la oscuridad de la tumba en que se había precipi-
tado en su primera hora. Nosotros sentimos tristeza al ver las
flores de mayo, y pasamos por el luto de saber que van a de-
saparecer en seguida; pero sabemos, por otra parte, que ma-
yo tendrá su día de revancha al llegar a noviembre, en virtud
de aquel solemne círculo que jamás se detiene, y que nos en-
seña, en el colmo de la esperanza, que debemos mantenernos
sobrios, en lo profundo de la desolación, sin jamás desesperar.
Por intensa que sea para nosotros la impresión que nos
cause este hecho, no resulta menos intenso el contraste que
se produce entre este mundo material, tan vigoroso, tan repro-
ductivo, a pesar de todos sus cambios, y el mundo moral, tan
débil, tan movedizo, tan incapaz para reaccionar, a pesar de
todas sus aspiraciones. Lo que debería acabar en la nada re-
11 (71)
siste; lo que debería prometer el futuro desilusiona y fenece.
El mismo sol resplandece en los cielos desde el principio al
fin, y el firmamento se mantiene azul, y los montes eternos se
bañan en su luz, pero quien sobre la tierra es campeón, o hé-
roe, o legislador, o jefe político, la raza soberana, que fue gran-
de (...) siglos atrás, ¿es grande ahora? Los moralistas y poetas
han escrito tantas variaciones sobre esta vitalidad innata de
la materia, lo mismo que sobre la innata caducidad de la men-
te humana. El hombre surge para caer; es conducido hacia la
disolución desde el mismo momento en que comienza a exis-
tir; es cierto que sobrevive en sus hijos, que su nombre per-
dura, pero nada permanece en su propia persona. En lo que
se refiere a las manifestaciones de su ser natural sobre la tie-
rra, es como una burbuja de jabón que se rompe, es como
agua derramada en tierra. El que era joven ahora es viejo, y
nunca más volverá a ser joven de nuevo. Éste es el lamento
repetido, en verso o en prosa, por cristianos y paganos. Es la
obra mayor salida de las manos de Dios bajo el sol; mas, en
todas las manifestaciones de su complejo ser, él ha nacido pa-
ra morir.
Lo mismo ocurre con nuestro ser moral. Florece en el jo-
ven, parecido a la riqueza de la mejor flor, delicada, fragante
y encantadora. La generosidad y agilidad de corazón, la ama-
bilidad, el ingenio, la confianza, el carácter amable, el afecto
puro, la aspiración noble, la resolución heroica, el compromi-
so romántico, el amor que se olvida de sí mismo..., la ruina y
la destrucción, son la consecuencia de esta virtud solamente
natural, con tal que se abandone, con el tiempo, a su propio
curso. Morosidad, misantropía, egoísmo, son el invierno ordi-
nario de aquella primavera.
Tal es el hombre en su propia naturaleza, y tal en sus
obras. Los esfuerzos más nobles de su genio, las conquistas
alcanzadas, las doctrinas que enseñó, las naciones que civili-
12 (72)
zó, los Estados que creó, sobrevivirán, a través de los siglos,
pero tenderán a una finitud, y este final es la disolución. Po-
deres del mundo, soberanías, dinastías, antes o después, caen
en la nada; les aguarda una hora fatal...
De este modo, el hombre y todas sus obras son morta-
les; mueren y no tienen el poder de renovarse...
Hace tres siglos que la Iglesia Católica, esta gran creación
del poder de Dios, tenía en nuestra tierra un puesto de supre-
macía... Pero la voluntad del cielo fue que la majestad de
aquella presencia se desvaneciera...
Cuando el Colegio Inglés se edificó en Roma, por la soli-
citud de un gran pontífice (Gregorio XIII) en la época en que
comenzaron los dolores de Inglaterra, y los misioneros allí se
adiestraban para disponerse a confesar la fe y sufrir eventual-
mente el martirio en la patria..., quisieron recibir antes la ben-
dición de un santo; y fueron a pedirla a un plácido anciano
que nunca había visto correr la sangre, a no ser la de la pe-
nitencia, a pesar de haber deseado ardientemente derramarla
por Cristo... y uno tras otro perseveraron y merecieron ganar
la palma del martirio...
Padres míos, Hermanos míos, aquel anciano era mi san
Felipe. Tened paciencia conmigo, soportadme por amor a él.
Si he hablado demasiado seriamente, que su dulce sonrisa mi-
tigue esta seriedad mía. Como él estuvo con vosotros hace tres
siglos, en Roma, cuando se derrumbó nuestro templo, así de
cierto, ahora que está resurgiendo, constituye un indicio agra-
dable saber que él emprendería gustoso el viaje para ponerse
junto a vosotros; y que, al recordar su intercesión por voso-
tros, mientras estaba en casa, y reconociendo la relación en-
tonces formada con vosotros, desea ahora tener un nombre
entre vosotros, ser amado por vosotros y, si es posible, hace-
ros algún servicio, aquí, en vuestra propia patria.
13 (73)
NEWMAN:
ORIGEN
DEL MOVIMIENTO
DE OXFORD
A PARTIR de principios del siglo XIX, se
emplea la palabra "movimiento" para
designar, más que las formas del pen-
samiento en evolución, los fenómenos
sociales que se producen como expresión
o se convierten en camino para implantar un nue-
vo orden, o bien para recuperar una identidad co-
lectiva perdida u olvidada que rebrota con pujanza
nuera, como ocurrió con el despertar de los nacio-
nalismos, o con ciertas corrientes estéticas, con el
redescubrimiento del derecho clásico, con las nue-
vas ideas filosóficas, con el declinar de los absolu-
tismos, etcétera. En el caso del llamado «Movi-
miento de Oxford» nos encontramos no frente a
una rebelión social ni intelectual, sino ante un
esfuerzo de aproximación y un aliento de sinceri-
dad nacidos de una fe comprometida en la búsque-
da v recuperación de lo que, para el anglicanismo,
debía ser el cristianismo auténtico. La inquietud de
sus buscadores pretendía superar las mortificacio-
nes causadas por las desdichadas docilidades secu-
lares, o intromisiones políticas, las cuales desvir-
tuaban la genuinidad evangélica del cristianismo
tal como fue legada a la Iglesia de los primeros
tiempos.
14 (74)
Origen del
anglicanismo
Para su mejor comprensión, es útil hacer me-
moria de algunos datos históricos, a partir de la
misma escisión que separó a Inglaterra del catoli-
cismo, cuando Enrique VIII se proclamó jefe de la
Iglesia de Inglaterra, luego que el papa Clemente
VII no le permitió repudiar a Catalina de Aragón
(1), aunque mantuvo, no obstante, la jerarquía es-
tablecida y la integridad del dogma católico. Por lo
tanto, originalmente, se trata más bien de un cisma
que de una separación motivada por controversias
doctrinales. La protestantización comenzó a ini-
ciarse cuando Eduardo VI sucedió a Enrique VIII
(1547). Luego surgió un paréntesis de reconciliación
con Roma, propiciado por la reina María Tudor
(1553); pero no tardó en producirse un cambio con
Isabel I (1558-1603), la cual consolidó definitiva-
mente el anglicanismo (2), convertido ya en un cal-
vinismo mitigado; organizó su liturgia por medio
del Common Prayer Book, sin casi alterar el or-
den católico de sacramentos, sacerdocio ministerial,
fiestas de los santos, ayunos y abstinencias. El con-
junto respondía a la imagen medieval de la Iglesia
de Occidente.
Evolución
Hacia el final del siglo XVI, sin embargo, el an-
glicanismo experimenta la tensión de dos corrientes
opuestas, designadas, más tarde, con los nombres
de Iglesia alta, la High Church, conservadora, de-
fensora de la jerarquía episcopal y de la liturgia,
catolizante, que no duda en autocalificarse de «ca-
tólica», y la Iglesia baja, la Low Church, de alma
calvinista, protestante, que se complace en llamarse
«evangélica», aferrada a la Biblia, con la obsesión
―al menos en sus orígenes, de ver a Roma como
la Babilonia de Occidente y al papa como la perso-
(1) ACT OF SUPREMACY (1534).
(2) THE THIRTY-NINE ARTICLES OF RELIGION (1563).
15 (75)
nificación del Anticristo. A través de la historia del
anglicanismo, estas dos corrientes se contraponen y
contrastan, pero también es verdad que, de algún
modo, se complementan, como si la implícita ley de
un bipartidismo eclesial tácito diera lugar al mila-
gro político del equilibrio religioso nacional.
Sería posible, todavía, hacer referencia a una
tercera corriente, que se manifiesta a partir del siglo
XVIII, reveladora de la incomodidad espiritual que
acompaña a las crisis producidas fuera del ca-
tolicismo: es la llamada Iglesia amplia, o Broad
Church, que abrigaba la pretensión de alcanzar la
unidad protestante y, para disponer a ella, acen-
tuaba todo lo que podía favorecer la reducción de
la moral al juicio individual, y simplificaba al má-
ximo las cuestiones doctrinales. El peligro evidente
era que tantas concesiones desembocaban en el
liberalismo, y éste, insensiblemente, conducía a la
negación de la trascendencia (3). Este es, a grandes
rasgos, el marco que precede al Movimiento de Ox-
ford. Eran tiempos de crisis espiritual, que contras-
taba con la solidez política de la época, es decir, la
sociedad victoriana.
Los
tiempos
nuevos
En una carta mandada a su madre, Newman,
antes de su viaje a Italia, ya se mostraba preocupa-
do por el estado de la Iglesia de Inglaterra: «Vivi-
mos tiempos nuevos», le decía, y se lamenta por
una Iglesia que depende «del prejuicio y de la bea-
tería», pero no pierde la esperanza, porque está
(3) Al justificar su posición en el Movimiento de Oxford, Newman escribe en la APO-
LOGÍA: «First was the principle of dogma: my battle was with liberalism (...) From
the of fifteen, dogma was been the fundamental principle of my religion; I know
no other religion; I cannot enter into the idea of any other sort of religion; religion
as a more sentiment, is to me a dream and a mockery». (M. J. Svaglie ed., p. 54).
Cuando fue creado cardenal, en 1879, también se refirió a lo mismo en su discurso
de agradecimiento: «For thirty, forty, fifty years I have resisted to me to the beat
of my powers the spirit of liberalism in religion». (BIGLIETTO SPEECH, Roma,
P. 6).
16 (76)
convencido de que se están viviendo grandes tiem-
pos, y los grandes tiempos «engendran grandes
hombres» (4).
Es evidente que estas preocupaciones habían
sido el tema de muchas conversaciones con Froude,
en el decurso de su viaje por el Mediterráneo; hay
poesías, escritas entonces, que nos lo muestran cla-
ramente (5). Newman sabe bien que el liberalismo
se fragua en el corazón de los hombres presuntuo-
sos, los cuales, aunque posean la verdad, se com-
placen cultivando la duda. Y sucede, curiosamente,
que estas gentes que dudan son las que tienen en
su mano el poder, también en la Iglesia, reducida
su jerarquía a una burocracia apendicular del Es-
tado. En la última estrofa del poema Sacrilege,
dice a esos instalados: «Hermanos queridos: en ade-
lante, mientras vosotros os preparáis para la des-
gracia, el triunfo todavía nos pertenece; / la Iglesia
peregrina es bendita. Volveos atrás, pues, antes que
la maldición caiga sobre vosotros. / Así, nosotros
lucharemos manteniéndonos en el lugar de siempre,
mientras esperamos sin temor la mano del expolia-
dor».
Sueño
sin
gloria
El expoliador es el Estado. Jean Honoré ha des-
crito la situación en que se encontraba la Iglesia
anglicana, cuyos pastores, en su inmensa mayoría,
se mostraban incapaces de defenderse de la tutela
humillante que los esclavizaba. «La mayoría de
obispos deben sus dignidades a influencias secula-
res, y están más preocupados por sus prerrogativas
en el Parlamento que por su misión apostólica. Los
párrocos, en sus presbiterios rurales, si mantienen,
en casos excepcionales, una meritoria aplicación al
(4) 13 de marzo de 1829 (L. D., vol. II, pp. 129-130).
(5) Véase SACRILEGE y LIBERALISM, fechadas en Palermo, respectivamente, el 4 y
el 5 de junio de 1833 (V. V., 1868, pp. 121-123).
17 (77)
estudio, no se dejan devorar, sin embargo, por el
celo por la casa de Dios. Además, su teología es
poco consistente, de tal modo que no puede servir-
les de base doctrinal para llevarles a vivir en las
auténticas profundidades de la fe, y afrontar de es-
te modo lúcidamente las angustias y las grandezas
del ministerio pastoral» (6). Es, resumiendo, la ima-
gen de una Iglesia que se duerme en un sueño sin
gloria.
Movimiento
"espiritual"
El deán Church no duda cuando afirma que
Oxford, en medio de aquella mediocridad intelec-
tual, tenía, de todos modos, algo que la asemejaba
a la Grecia de la antigüedad o a la Florencia del
Renacimiento: del pensamiento griego y del redes-
cubrimiento de los clásicos todavía participamos
(7). Después de la Revolución francesa y del movi-
miento del Romanticismo, también el Continente se
había conmovido y, en Francia, Lamennais (1782-
1854) había reclamado la separación de la Iglesia
y el Estado, como remedio indispensable para un
retorno a la pureza religiosa. Pero él establecía el
debate a nivel político; en cambio, el Movimiento
de Oxford actuaría a distinto nivel, a pesar de que,
casi anecdóticamente, fuesen algunas decisiones
político-administrativas del Estado sobre la Iglesia
las que desencadenasen la exteriorización enarde-
cida que caracterizó la polémica nacida en la Uni-
versidad de Oxford y propagada en seguida a toda
Inglaterra. La preocupación de los líderes del Mo-
vimiento de Oxford, y, singularmente y sin vacila-
ción alguna, la preocupación de Newman, fue la
de llegar al fondo del problema, que era de carác-
ter espiritual. Se trataba de profundizar en la pro-
pia conciencia de la Iglesia, hasta alcanzar los
principios divinos de los cuales ella recibió la exis-
(6) Jean Honoré, ITINERAIRE SPIRITUAL DE NEWMAN (1964), p. 108.
(7) R. W. Church, OXFORD MOVEMENT (1892), p. 139.
18 (78)
tencia y su misión en el mundo. El peligro no esta-
ba en los poderes terrenales, sino en la pérdida de
la propia vocación sobrenatural. No hacía falta
combatir ni despreciar a nadie, sino simplemente
recuperar la originalidad evangélica y apostólica,
con rigurosa y leal dedicación.
La anécdota que despertó aquel Movimiento fue
la supresión, por el Parlamento británico, de unas
demarcaciones diocesanas; el hito lo marcó el ser-
món que pronunció Keble el 14 de julio de 1833,
con el título National Apostasy, distribuido rápi-
damente y notorio a todos. En aquel momento,
Newman estaba volviendo a Inglaterra, desde Ita-
lia, restablecido de su enfermedad. El aconteci-
miento venía a ser como una respuesta a la espe-
ranza con que se había cerrado su crisis espiritual:
aquélla era, seguramente, «la tarea» presentida
que la Providencia le mostraba. Siempre he consi-
derado y he tomado aquel día (del sermón de Ke-
ble) como el del inicio del movimiento religioso de
1822 (8).
(8) APO., p. 43.
...
Esta Congregación del Oratorio,
de Albacete, desde su misma fun-
dación, no recibe ninguna paga o
subvención del Estado, ni de nin-
gún otro organismo, y mantiene
el culto en su iglesia y las activi-
dades de apostolado con el
trabajo de sus
sus miembros y las
aportaciones espontáneas de los
fieles que simpatizan con
sus obras.
19 (79)
El misterio de Cristo en nosotros.
El mismo Cristo garantiza la repetición en figura y
misterio de todo lo que hizo y sufrió en su carne. Se
ha formado en nosotros, nace en nosotros, sufre en
nosotros, resurge de nuevo en nosotros. Vive en
nosotros: y ello, no por medio de una sucesión de
acontecimientos, sino todo a la vez: porque él viene a
nosotros como Espíritu, muriendo del todo,
resucitando del todo otra vez, viviendo del todo.
Nosotros estamos siempre recibiendo nuestro
nacimiento, nuestra justificación, nuestra
renovación, muriendo continuamente al pecado,
renaciendo continuamente a la justificación. Toda su
economía, en todas sus partes, se realiza
continuamente en nosotros y toda al mismo tiempo.
Y su divina presencia constituye el título de cada uno
de nosotros para el cielo: título que él reconocerá y
Aceptará en el último día. Él se reconocerá a sí
mismo, es decir, reconocerá su imagen en nosotros.
Él nos ha marcado con el sello del Espíritu para
reconocernos como suyos.
John H. Newman, C. O.,
P. S. V, 10
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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