Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 259. JUNIO. Año 1989
SUMARIO
AUNQUE se llamara cristiana, la filosofía sería
locura, la moral fariseísmo, la cultura pedan-
tería, la estética vanidad, el culto folclore, y
mentira, idolatría, injusticia y opresión cuan-
to se derivara de la manipulación de la política, de
la educación, de las riquezas, si en la teoría y en la
práctica, al referirnos a la Iglesia, por más alaban-
zas que le tributáramos y fiestas que convocáramos,
se oscureciera la primacía absoluta de su finalidad
principal y de su misión sobrenatural. Ella es, quie-
re ser, ha de ser, en este mundo, el espacio donde
resuena y se anuncia el misterio de Dios para el
corazón de los hombres. Es camino que conduce a
Dios, que luego perdurará como ciudad iluminada
puesta en lo alto, para ser morada eterna de Dios y
de los santos. Todo lo demás es secundario.
TE HE BUSCADO, SEÑOR
UTOPÍAS
LA GALAXIA DE DIOS
EL DERECHO SEÑORIAL DE DIOS
CUANDO DIOS LLAMA
NEWMAN. RASGOS DEL MOVIMIENTO
DE OXFORD
1 (101)
Tiempo de oración:
TE HE BUSCADO, SEÑOR
Hasta donde he podido,
hasta agotar las fuerzas que me has dado,
yo te he buscado, Señor;
he deseado llegar a ver lo que
he creído,
y me he esforzado y trabajado para alcanzarte.
Señor, Dios mío, mi única esperanza,
concédeme que nunca cese de buscarte,
que todos los días busque ardientemente tu santo rostro.
Dame la fuerza para perseverar en este deseo,
tú que has permitido que te encuentre,
y mantenido en la esperanza creciente
de alcanzarte.
Estoy frente a ti, con mis fuerzas y mis flaquezas,
conserva mis fuerzas, cura mis debilidades;
frente a ti, mi fortaleza es mi ignorancia.
Me has abierto la puerta,
déjame entrar ahora;
muéstrame lo que
todavía me falta;
concédeme que jamás me olvide de ti,
que piense en ti,
que te comprenda,
que te ame.
San Agustín
2 (102)
Utopías
UTOPÍA e ideología, y fe y esperanza, son conceptos que chocan entre sí. Las
dos primeras miran a este mundo y sueñan o proponen la perfección creada
para un proyecto igualmente natural, cuya rotundidad es prácticamente inal-
canzable. Le sigue o le desplaza un sistema de ideas para legitimar el poder,
cuyo ejercicio y presión, física o mental, debe dar forma y creatividad histórica al
hombre. El riesgo de las ideologías está en la absolutización de presupuestos teóri-
cos que llevan al fanatismo y paralizan, en realidad, todo verdadero progreso; las
ideología: tienden al conservadurismo y a su justificación. La vulnerabilidad de las
utopías se funda en la acusación de que carecen de realismo, y en que este fallo se
pretende remediar, con frecuencia, por medio de aceleraciones totalitarias.
Aunque Tomás Moro fue el primero en usar el nombre de "utopía", ya había
escrito sobre ella, mucho antes, Platón, en su República. Luego, a partir del Renaci-
miento, se elaborarían las grandes corrientes utópicas, como una reacción humani-
zadora, frente a un mundo que se organizaba bajo el lema de la razón de estado",
de la eficacia económica, del monopolio del poder favorecido por la incipiente in-
dustria que minaba el artesanado, hasta las grandes revoluciones y cambios sociales
que transformarían el mundo presente. Los estados modernos serían hijos de los di-
versos movimientos utópicos, posteriormente ideologizados, o reemplazados sucesi-
vamente por nuevas utopías, que les servían de fundamento o divisa. La tensión se
seguirá manteniendo entre el realismo conservador y las más reciente proposicio-
nes para un mundo nuevo y un hombre también nuevo.
La Iglesia no ha podido sustraerse a esta tensión, ni la ha contemplado pasiva-
mente; desde Trento hasta nuestros días, con el Vaticano II, también en ella ha re-
percutido, y no ha vacilado en proclamar que quiere compartir las esperanzas lo
3 (103)
mismo que las tristezas y las angustias del hombre contemporáneo. La principal
iniciativa ha correspondido a Juan XXIII, de quien, el día después de su muerte,
Mauriac escribía que «permanecerá siempre como el papa de la esperanza».
Quería decirse, seguramente, que las utopías temporales de los hombres pue-
den redimirse y convertirse en medio y signo de esperanza, cuando enarbolen el an-
helo de un crecimiento o transformación social, política, económica o cultural de la
humanidad, si se dejan iluminar por la fe y la esperanza cristianas y, además, en el
modo y el estilo con que son propuestas como ideal y se quieren llevar a la práctica,
no suplantan la trascendencia del ser y del destino humano.
La calidad de la esperanza humana es siempre de orden espiritual; lo sensible y
lo temporal también se integra en ella, pero cuando es espiritualizado. Lo que se
anhela, sin que trascienda al tiempo y a la historia, es lo utópico. La esperanza cris-
tiana no es directamente enemiga de las utopías humanas, sino que las supera. Pero
como quiera que la esperanza cristiana comienza ya en la tierra, sin que por ello se
aplacen las exigencias del Evangelio para más allá del tiempo, lejos de este mundo,
todos los anhelos de bondad caben y son asumibles en ella. El Evangelio es para esta
vida, aunque lleva su culminación más allá de la vida. Cualquier planteamiento que
mutilara su realización práctica conduciría a un reduccionismo idolátrico, a la ne-
gación del Dios de Jesucristo, suplantado por su caricatura, desligado de la atrac-
ción escatológica, que es la fuerza con que la vocación a la fe nos lleva. Por eso
decimos que la Iglesia no es un mero proyecto para este mundo, que se agota en él,
sino un lugar desde donde, ya en este mundo, se inicia la edificación del Reino de
Dios. De ahí que no puedo transigir con las injusticias, los egoísmos, las mentiras,
Las hipocresías y todos los pecados que se derivan de las absolutizaciones de lo tran-
sitorio. Una excesiva generalización llevaría hacia la utopía el objeto de la esperan-
za, y un silencio que marginara los grandes problemas de la vida presente oscure-
cería la fe o la reduciría a ideología. Pero los santos y los mártires se encargan de
librar a la Iglesia de estos pecados.
Fe, esperanza y caridad.
Es tiempo de esperanza,
y nosotros tenemos esperanza
porque creemos
en el amor.
4 (104)
La galaxia
de Dios
EN la Biblia, y en muchas reli-
giones, el cielo astronómico
ha servido de imagen para
hacer referencia al cielo teológico,
morada de Dios, de los espíritus
puros, de los santos, de la biena-
venturanza eterna. Nosotros sabe-
mos que Dios está presente en to-
das partes; pero vemos que los
santos y las almas grandes, para
profundizar en esta presencia que
percibían en sus corazones, sen-
tían la necesidad de mirar fuera,
de levantar los ojos y fundir en la
propia conciencia el reflejo de la
grandiosidad contemplada con el
latido de la invasión divina, dejan-
do que brotara del alma admirada,
sin palabras, la plegaria inconteni-
ble.
En muchos santos; pero nosotros
sabemos bien de nuestro Padre san
Felipe, de quien son proverbiales
sus largas caminatas nocturnas por
la campiña romana, durante su
vida de apóstol seglar. Peregrina-
ciones habituales que iniciaba al
atardecer, como cuando tomaba el
camino de las Siete Iglesias, dejan-
do luego que le sorprendiera la
noche, en pleno campo, o en las
catacumbas. Cuando más tarde él
se refería a la necesidad de la ora-
ción, de vivir el cielo en la tierra,
del verdadero deseo de amar
Dios, rebosaban en sus consejos las
claridades de aquellas experien-
cias en que cedía al "fascino", a la
atracción divina, empujado por el
impulso místico de la búsqueda y
contemplación de Dios.
En Roma, las noches son claras,
no solamente en verano; pero en
este tiempo son todavía más ama-
bles y el firmamento es espléndido.
En alguna de estas noches ―«más
claras que la luz del alborada», di-
ría san Juan de la Cruz―, recoge-
ría, como rocío en el corazón, las
palabras para componer aquel so-
5 (105)
neto de su juventud, que comien-
za: «Se l'anima ha da Dio l'esser
perfetto...» Y termina con el ter-
ceto que resume el anhelo de al-
canzar a Dios, así: «Qual prigion la
ritien, ch'indi partire / Non possa,
e alfin calcar le stelle, / E viver
sempre in Dio...» Se llega al cielo
pisando caminos de estrellas, para
ver y vivir con Dios.
Pero en san Felipe no fue sola-
mente contemplación de Dios, sino
meditación de la Iglesia. De la Igle-
sia que tenía al lado, visible, con
hombres y prelados ambiciosos,
vagando entre vanidades palacie-
gas, igual que los príncipes mun-
danos, más preocupados por la glo-
ria y los triunfos terrenos que por
la santidad y el reino de los cielos,
con excepción de aquellos ecle-
siásticos sencillos y humildes, co-
mo algunos de los sacerdotes de
San Jerónimo de la Caridad, uno
de los cuales, Persiano Rosa, más
tarde le convencería de que tam-
bién él se hiciera sacerdote. Me-
ditación, además, de la Iglesia
presente ―más presente―, pero
invisible y oculta en la historia de
los mártires de los primeros tiem-
pos, sepultados en las catacumbas,
donde Felipe iba a por el espíritu
del cristianismo, que no acababa
de encontrar en superficie. Y, des-
de la oscuridad encendida de amor
y fidelidad a Cristo, de las prime-
ras generaciones que tomaron se-
riamente el Evangelio para luz de
su vida, ascendía a la luminaria
del firmamento tachonado de es-
trellas, más numerosas que la lista
de los mártires y santos conocidos.
El firmamento era como un manto
enorme, ceñido por una cinta de
luz, por un camino de claridades y
galaxia de Dios, imagen de la Igle-
sia de los creyentes que, igual que
él y sus mejores amigos, la creían
santa, a pesar de tantas miserias
visibles. Visión gloriosa de la Iglesia
que se le proyectaba en el es-
pejo limpio del alma, pequeño fir-
mamento interior y espiritual, en
el que reflorecía cada noche y cada
día la esperanza de que aquella
ciudad, que era casi como el cora-
zón de la Iglesia, de pecadora se
hiciera santa, a pesar de que, allí
mismo, hubiera demasiados que,
con pecado o por error, pretendie-
ran servir a Dios y hacer compati-
ble este deseo con el afán de poder,
o la envidia de las grandezas que
el mundo admira. Felipe, todavía
joven, pero ya mayor, sabía bien
que no hay nada tan temible como
el autoengaño de la soberbia cleri-
cal o farisaica, proclive a enmas-
carar con razones teológicas inte-
reses  humanos, pretextando tal vez
que desde el poder y con la rique-
za es más fácil influir, convencer,
dominar, para anticipar la eficacia
visible de la implantación del rei-
no de Dios en la tierra. Por eso,
en principio, san Felipe no quiso
6 (106)
ser sacerdote, por temor a no po-
der ser cristiano.
Pero en la Iglesia de superficie
no todo eran miserias ni tempora-
lismos; había otras almas sencillas,
como las que compartían con él
las tareas de caridad, o a veces le
acompañaban en su peregrinar a
los sepulcros de los santos, o los
amigos sacerdotes que le daban so-
brado ejemplo de sinceridad cris-
tiana y de desprendimiento para
entregarse al servicio de las almas
que deseaban, como él, otro rostro
para la desfigurada Iglesia de su
época. Finalmente cedió a su radi-
calismo frente a aquella visión de-
masiado horizontal del cristianis-
mo tangible, y pensó que el cielo
de arriba, y el de los santos de las
catacumbas, era él mismo que se
reflejaba en otros y en su misma
conciencia. Descubrió, encendida
en el corazón, la diminuta llama
desprendida de una hoguera más
alta y divina, como si un punto del
firmamento se le hubiera prendido
en lo más hondo del alma. Él era
también un punto luminoso, en me-
dio de la oscuridad de .la noche
temporal de la Iglesia, arrastrada
por caminos de estrellas, envuelta·
en la galaxia de Dios. Hasta en los
pecados caben las esperanzas de
vuelta a la luz, como en las noches
la vuelta al día.
Nosotros, tan pegados a los inte-
reses de la tierra, como si aquí tu-
viéramos un quehacer definitivo y
un cielo que construirnos, entende-
mos poco el corazón de los Santos,
porque ni nos detenemos a auscul-
tar nuestro propio corazón, ni, co-
locándonos por encima de las velei-
dades y vanidades de este mundo
(renombre, profesión, riqueza...),
nos asomamos al firmamento de
Dios, al verdadero cielo. Llegamos
a convertir a Dios en complemento
o aderezo de nuestra vanidad.
Si un sabio, que supiera de mun-
dos siderales, se nos presentara pa-
ra guiarnos en un viaje óptico por
mares de estrellas, aunque sola-
mente se tratara de maravillas del
mundo físico, permaneceríamos
extasiados frente a la grandiosidad
de lo que, sin poderlo abarcar del
todo, despertaría en nosotros una
admiración casi infinita. Bien. El
mundo de las claridades divinas
es superior a todas las maravillas
creadas. Comprenderíamos a los
santos con sólo atisbar algo del
cielo que ellos contemplaron ya en
la tierra, y por qué organizaron
su vida como un verdadero "regre-
so" entusiasta y amoroso a Dios.
Nos daríamos cuenta qué significa-
ba el misterio de la Iglesia en la
trayectoria de su vida, y hasta sa-
bríamos algo de la felicidad que, de
un modo distinto a como el hom-
bre terrenal la entiende, ellos ya
gozaron mientras caminaban "por
caminos de estrellas" hacia Dios.
7 (107)
Nos hemos atrevido a decir que
la Iglesia es "la galaxia de Dios".
Como arriba las estrellas se agru-
pan en constelaciones, también los
santos en la tierra, como nos lo
muestran las primeras generacio-
nes cristianas, se encuentran y her-
manan en lazos de fe y de ideales
que están por encima de los cálcu-
los meramente naturales. Y esa ley
de las constelaciones se va repi-
tiendo a través de todo el caminar
de la Iglesia. Así van añadiéndose
nuevos resplandores a la galaxia
de Dios. El mismo san Felipe, sin
haberlo previsto, se encontraría, a
no tardar, rodeado y seguido de
otros cristianos fervorosos, que le
tendrían como centro de un pe-
queño sistema estelar cristiano: él
sería el Padre y los demás hijos, y
hermanos, y amigos, al compartir
un mismo deseo de verdadera re-
forma para la faz manchada de la
Iglesia temporal, envueltos en la
luz que les bajaba del cielo.
San Felipe desconfiaba de las ex-
cesivas previsiones humanas. No
malgastaba energías, ni era desor-
denado; pero su fuerza descansaba
en el vigor del Espíritu, su única
estrategia era la confianza en los
signos providenciales con que Dios
nos guía. Si a veces se mostraba
demasiado radical, para exigir des-
prendimientos totales, era para que
el alma, pura y libre, fuera capaz
de anteponer a Dios todas las cosas,
y dejarse bañar en su luz. El resto
era todo claridad divina, recibida
y reflejada: oración, apostolado, ca-
ridad, alegría, perseverancia, liber-
tad de corazón, obediencia de hijo,
desprendimiento de las vanidades,
entusiasmo por la belleza de Dios
y de sus obras...
Sin querer, el escudo de los Ne-
ri resume su ideal: en campo azul,
tres estrellas doradas. Pero lo mis-
mo puede y debe ser el ideal de to-
do cristiano. Nadie puede vivir so-
litariamente su cristianismo, y pru-
dencia insigne será la de saber in-
tegrarse y mantenerse en la "cons-
telación" en que la providencia
nos establece... Dios está cerca,
proyectando su luz en nosotros y
hermanándonos mientras hacemos
camino, añadiendo resplandores a
la galaxia de Dios, la Iglesia.
LAUS
no se publica durante los meses de
julio, agosto y septiembre.
Reaparecerá en octubre.
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8 (108)
EL DERECHO
SEÑORIAL
DE DIOS
NADIE puede servir a dos señores. El contraste siempre va-
ría y se llama al discípulo para que tome siempre la misma
decisión: tesoros en la tierra o tesoros en el cielo; tinieblas
o luz; riqueza o Dios. También aquí entramos en una expe-
riencia natural que afecta al espíritu. Si ha de hacerse con
todas las fuerzas del propio ser, cada uno en realidad sólo
puede servir a un solo señor. Pero esto, con pleno sentido,
solamente puede decirse de Dios, que pide todo el hombre
y que no tolera ninguna rebaja.
En todas partes en que se pone en discusión el derecho
señorial de Dios, se halla escondido el espíritu del mal. El
maligno conoce múltiples formas de oposición y de enemis-
tad y, de una forma un tanto alevosa, se escuda, para ocul-
tarse, detrás del dinero. En él se representa la propiedad
terrena, la acumulación de bienes y tesoros, y de toda clase
de posesiones. Conocemos por experiencia el disimulado
poder del oro, el brillo fascinante y la magnificencia cauti-
vadora de los objetos de gran valor. También sabemos que,
para Jesús, la riqueza siempre es «injusta», porque confiere
un poder casi demoníaco, que gana el corazón y lo tiene
sujeto, encadenado. Por eso, el que es víctima de la rique-
za lo es igualmente del diablo, porque solamente se puede
servir de veras a uno: a Dios, que es la luz de nuestra vida,
y en quien están bien guardados los verdaderos tesoros y
nuestro corazón.
Wolfgang Trilling, C. O.,
(Com. al Ev. de S. Mateo)
9 (109)
CUANDO
DIOS
LLAMA
SOLAMENTE la fe puede obe-
decer a los llamamientos
divinos. Todos nosotros he-
mos sido llamados por Dios,
aun antes de alcanzar el
uso de razón. La llamada no per-
tenece a nuestro futuro, sino que
precede a este momento de ahora;
lo hizo Dios por medio de nues-
tro Bautismo, a través de la fe de
nuestros padres. Ello es verdad
por sí mismo, pero podríamos apli-
carnos, además, los pasajes de la
Escritura que se refieren a otros
llamamientos (Samuel, Pablo, An-
drés, Pedro, Mateo, los Zebedeos,
Felipe, Natanael...), que podrían
servirnos de guía en muchos sen-
tidos.
Pues, en verdad, hemos sido
llamados no de una vez por todas,
sino muchas veces; a lo largo de
toda nuestra vida, Cristo nos ha
ido llamando. Nos llamó al princi-
pio en el Bautismo, y también más
tarde; y, le obedezcamos o no, él
sigue todavía llamándonos miseri-
cordiosamente. Si se derrumban
nuestras promesas bautismales,
nos llama al arrepentimiento; si
nos esforzamos por ser fieles a
nuestra vocación, nos impulsa siempre hacia adelante, de gra-
cia en gracia, y de santidad en santidad, mientras nos dure la
vida. Abraham fue llamado a abandonar su patria, Pedro sus
redes, Mateo su oficio, Elías sus campos, Natanael su retiro. A
todos se nos llama sin cesar de una cosa a otra, siempre más
lejos, porque «no tenemos aquí una morada permanente»
(Hb 13, 14), sino que vamos subiendo hacia el reposo eterno,
obedeciendo un mandamiento sólo para ser capaces de aten-
der у obedecer otro más elevado. Nos llama constantemente
a fin de justificarnos sin cesar, y sin cesar y cada vez más san-
tificarnos y glorificarnos.
10 (110)
Sería maravilloso que llegáramos a comprender esto, pero
somos lentos para penetrar esta gran verdad: que Cristo ca-
mina como si estuviese a nuestro lado, entre nosotros, y con
sus manos, sus ojos y su voz nos invita a seguirle. Pero no te-
nemos ojos para ver al Señor, a diferencia del apóstol amado,
que reconoció a Cristo, incluso
cuando los demás discípulos no lo
reconocían (cf. In 21, 7).
Ahora bien, lo que quiero de-
cir es esto: que a los que viven re-
ligiosamente se les presentan ver-
dades que antes no conocían, o de
las que no sentían necesidad de te-
ner en cuenta; verdades que ahora
ven que implican deberes, deberes
que son preceptos, preceptos que
reclaman obediencia. Así y de es-
te modo nos llama Cristo ahora,
sin que haya nada de milagroso o
extraordinario en el modo como
él nos trata. Él obra en nosotros a
través de nuestras facultades natu-
rales y de las circunstancias de
nuestra vida. La suavidad con que
procede la providencia respecto
de nosotros es en todo esencial
para reconocer su voz en aquellos
que él conduce mientras están en
la tierra; en todas partes nos guía
con su invisible presencia, o nos
manda con una voz, o por medio
de nuestra conciencia, no importa
cómo, pero sentimos que es un
mandato. Un mandato que puede
ser obedecido o puede ser recha-
zado.
11 (111)
Contamos con lo necesario para obrar como Dios querría
vernos obrar, aunque lo hacemos sumidos en el temor y per-
plejidad. No vemos claro nuestro camino, no adivinamos el
resultado de cuanto ya hemos hecho, ni que influencia tendrá
sobre el conjunto de nuestras ideas y de nuestra conducta; y
sin embargo, las consecuencias pueden ser muy importantes.
Una leve acción que se nos pide como por sorpresa, que de-
cidimos y ejecutamos casi súbitamente, puede abrirnos a un
ascenso espiritual, al paso a un estado de santidad más eleva-
do, a una visión de las cosas más verdadera y segura que la
que teníamos antes.
Hay una cosa cierta: algunos hombres se sienten llamados
a cumplir deberes importantes y a realizar grandes obras,
mientras que a otros, en cambio, no se les exige en absoluto.
No sabemos la razón; quizá porque los no llamados traiciona-
ron la llamada por haber sucumbido en pruebas anteriores;
quizá porque fueron llamados y no obedecieron; quizá por-
que Dios no llama a todos a lo mismo. Es cierto que nadie
tiene derecho a tomar como ideal de santidad el ideal infe-
rior de otro. Lo que sean los demás, en nuestra decisión, no
importa. Si Dios nos llama a renunciar completamente al
mundo, si nos pide el sacrificio de nuestras esperanzas y de
nuestros temores, he ahí nuestra ganancia, porque ello signi-
fica y es señal de su amor a nosotros, una cosa de la cual de-
bemos alegrarnos.
No tengamos miedo de pecar de orgullo espiritual si he-
mos de seguir la llamada de Cristo, y hagámoslo con verdade-
ro celo. El buen celo no deja tiempo para perderlo en compa-
raciones con el prójimo, sino que busca simplemente hacer la
voluntad de Dios. Y dice con sencillez: «Habla, Señor, que tu
siervo escucha» (1S 3, 9); «Señor, ¿qué quieres que haga?»
(Hch 9, 6).
John Henry Newman, C. O.,
PPS, VIII, 2
12 (112)
NEWMAN:
RASGOS
DEL MOVIMIENTO
DE OXFORD
LA ETAPA más intensa y entusiasta de la
vida de Newman se identifica con lo que
históricamente se ha venido en designar
como el Movimiento de Oxford. Fueron
diez años largos de una crisis que New-
man vivió con lucidez y sinceridad, en
una Ósmosis entre la propia historia y la del grupo
universitario del cual él se acababa de convertir en
el centro.
No busca
ni fama
ni poder
Aquel joven tímido que, sin haber cum-
plido todavía los diecisiete años, había llegado a
la Universidad, y al que miraban todos poco más
que como a un niño, se había transformado. Ahora,
apenas superada la edad de los treinta años, era
un personaje que, mientras resultaba discutido por
algunos y obtenía adhesiones de otros, lo respeta-
ban jóvenes y mayores, sin dejar a nadie indiferen-
te. Resultaba claro que, de haberse dejado llevar
por la ambición, habría podido alcanzar, en la mis-
ma Universidad o en el mundo eclesiástico, cual-
quier promoción envidiable. Pero, como recordaría
más tarde, «cuando yo era todavía pastor anglica-
no, pedía a Dios, sin reservas ni condiciones, que
13 (113)
me librara de cualquier posible ascenso en mi ca-
rrera eclesiástica» (1), y hace memoria de cómo ya
lo había expresado en una poesía años atrás (2).
Por nuestra parte, no pretendemos hacer aquí
la historia del Movimiento de Oxford, a pesar del
indudable interés que supondría detenernos en su
seguimiento específico: nos limitaremos a señalar
algunas características del protagonismo de New-
man y los rasgos de su espíritu.
Un "movimiento" no surge ni se desarrolla co-
mo un fenómeno ordenado; la espontaneidad le es
propia, y si, por un lado, ella facilita la fluidez de
las intuiciones que se reconocen y sienten integra-
das en el mismo, de otra parte, no todas las adhe-
siones son igualmente reflexivas y desinteresadas;
junto a los más fieles y bien intencionados, están
los llevados por la ligereza de lo superficial, los
ansiosos de novelerías, los críticos resentidos, los
oportunistas, los curiosos, los aprovechados: y no
digamos los imprudentes, mayormente cuando los
debates suscitados no parten de una base doctrinal
precisa y gira todo en torno a la búsqueda de un
cimiento no totalmente descubierto o de ideas no
del todo aclaradas.
Las conciencias
alertadas
Después del sermón de Keble sobre la «aposta-
sía nacional», al que hay que hacer siempre refe-
rencia en los orígenes del Movimiento, no faltaron
reacciones orientadas a secundar la invitación a
tomar conciencia del peligro que amenazaba a
la Iglesia de Inglaterra. Ello no impidió que sólo
quince días más tarde, el 30 de julio de 1833, fuese
(1) A. W. (15. 12. 1859).
(2) En V. V. (1968), la última estrofa de la poesía titulada A THANKSGIVING (data-
da en Oxford en octubre de 1829): «Deny me wealth: far, far remove / the lure
of power or name: /hope thrives in straits, in weakness love, / and faith in this
world's share».
14 (104)
aprobada en la Cámara de los Lores, por 135 votos
contra 81, una ley que suprimía determinadas sedes
episcopales irlandesas; esta decisión política fue
considerada como un agravio a la independencia
de la Iglesia anglicana. Sin embargo, se olvidaría
muy pronto la anécdota, a pesar de que, a causa de
ella, se suscitó la alerta en las conciencias más re-
ligiosas e ilustradas.
No faltaron las reuniones de los descontentos,
ni protestas y peticiones de revisión de tan desdi-
chada ley. Posiblemente, las iniciativas más gene-
rosas correspondieron, en los primeros momentos,
al pastor Hugh James Rose, de la Universidad de
Cambridge, que contaba con amigos y estaba bien
relacionado con el ambiente universitario de Ox-
ford, y era el fundador del British Magazine, en
el que colaboraría Newman. Pero muy pronto se
demostró ―o, por lo menos, así lo entendió New-
man (3)— que se obtendrían pocos resultados con
sólo cartas, reuniones y comités, y que era necesa-
rio, ante todo, crear un ambiente mental a base de
alimentar con ideas las inteligencias de cuantos
mostraban interés en aquel despertar de las con-
ciencias. De este modo nacieron los Tracts for the
Times.
Los "Tracts"
El primero en aparecer lleva la fecha de 9 de
septiembre de 1833, evidentemente escrito por el
mismo Newman, aunque sin ir firmado. El título
era «Thoughs on the Ministerial Comission, respec-
tully adressed to the Clergy». Y comenzaba dicien-
do: «Yo no soy más que uno de vosotros: un presbí-
tero, y por este motivo no firmo con mi nombre,
porque no es en mi nombre propio que os hablo.
No obstante, hablo, y siento que debo hacerlo, por-
que los tiempos son infaustos, y nadie alza la voz
(3) Así lo manifiesta a Keble, en carta del 5 de agosto de 1833 (L. D., vol. IV, p. 20).
...
15 (115)
para combatirlos» (4). Era una empresa que asu-
mía como un deber. Llegaron a publicarse hasta
noventa «Tracts»; el último llevaba la fecha de 27
de febrero de 1841, y también lo escribió Newman
(5). Los «Tracts» constituyeron su tarea: él buscaba
información, colaboradores que escribieran o pro-
curasen documentación; cuidaba de la edición y
difusión ―profusa, prácticamente gratuita― entre
universitarios, antiguos discípulos suyos, clérigos
de todas las tendencias (High Churchmen, Low
Churchmen, Evangelicals); iba personalmente,
cabalgando de presbiterio en presbiterio, en las
zonas rurales no demasiado distantes de la Univer-
sidad. En poco tiempo, los temas expuestos en los
«Tracts» estaban en las conversaciones de los Com-
mon Rooms de los Colleges de Oxford, lo mismo
que en las reuniones de los pastores de las iglesias
de campaña.
La palabra viva
Pero a pesar de que el Movimiento se haya cali-
ficado, en más de una ocasión, de "tractarista", su
espíritu no se agotaba en las manifestaciones con-
tenidas en aquellas hojas impresas. Tuvo más im-
portancia la palabra viva que la escritura. Cuando
afirmamos esto nos referimos sobre todo a la predi-
cación de Newman como «Vicar» (6) de Santa Ma-
(4) «I am but one of yourselves, a Presbyter; and therefore I should take too much
on myself by speaking in my own person. Yet speak I must; for the times are ve-
ry evil, yet no one speaks against them».
(5) Newman alcanzaría a escribir veintinueve de ellos (1, 2, 3, 6, 7, 8, 10, 11, 15, 19, 20,
21, 31, 33, 31, 38, 11, 15, 17, 71, 73, 75, 76, 79, 82, 83, 85, 88 y 90): John Keble, ocho:
Edward Bouverie Pusey, siete: Benjamin Harrison, cuatro; Thomas Keble (herma-
no de John), cuatro; Richard Hurrell Froude, tren: Arthur Philip Perceval, tres;
Isaac Williams, tres: Anthony Butler, uno; Charles Page Eden con Robert F. Wil-
liam Palmer, uno: George Prevost, uno; un laico, John William Bowden, muy
amigo de Newman, escribió cinco.
(6) «Vicar» es un término que sirve para designar a un presbítero que ejerce cura
de almas y tiene el oficio de regir una parroquia en otro tiempo dependiente de
una abadía; cuando no es así, recibe el nombre de «Rector». Es oportuno señalar
que el celo de Newman como pastor era algo que aparecía como extraordinario,
si se relacionaba con el descuido con que el resto del clero entendía que bastaba
para cumplir los propios deberes. Las vetustas prescripciones del Prayer Book
más o menos se habían olvidado, las iglesias solían permanecer cerradas durante
toda la semana, excepto en la hora de la celebración del oficio de cada domingo,
la Eucaristía se celebraba no más de cuatro veces cada año, y todo se cumplía con
un aire de formalidad carente de unción, la mayor parte de las veces. Ni que decir
que la predicación corría esta misma suerte.
16 (116)
ría, ría, la iglesia universitaria de Oxford. A excepción
del primero de sus Universitary Sermons, predi-
cado en 1826, el resto fueron pronunciados a lo
largo del progreso del Movimiento. Nos cabe la
suerte de que Newman escribía y luego leía a los
fieles toda esta predicación, ajustándose, de este
modo, a la mejor costumbre anglicana (heredada,
seguramente, de la tradición monástica medieval).
En los sermones, Newman se colocaba por enci-
ma del estilo polémico y se adentraba en el espíritu
del Evangelio, en busca de la conversión del alma,
pero sin ceder al sentimentalismo wesleyano, del
"new birth", sino hilando muy fino y concretando
las exigencias de la más auténtica espiritualidad
cristiana: la conciencia, la irrenunciable relación
del hombre con Dios, la exigencia del progreso es-
piritual, el deber de la lucidez personal por la tras-
cendencia, el misterio sorprendente e inevitable de
la condición humana, la necesidad de abrir since-
ramente el corazón al Evangelio, el deseo eficaz
de la propia conversión, el llamamiento a someter-
se a la voluntad divina y a aceptar las renuncias
que este sometimiento comporta. Todo lo cual su-
giere volver a la oración, a la dirección de las con-
ciencias y, germinalmente, en algunos de los más
fervorosos, a la idea de una vida comunitaria, a pe-
sar de no referirse explícitamente a ello.
Pero al volumen de los quince Universitary
Sermons, predicados entre 1826 y 1843, hay que
añadir el tesoro de los Parochial and Plain Ser-
17 (117)
mons, dirigidos a los parroquianos de Santa María
de Oxford, bajo el cuidado pastoral de Newman.
El auditorio era reducido, constituido por gente sen-
cilla, tenderos, trabajadores, mujeres piadosas; pe-
ro, poco a poco, acudieron algunos estudiantes, in-
cluso profesores, hasta que aquellos sermones se
convirtieron en un auténtico acontecimiento. Como
observa Bremond (7), Newman no era un orador
al estilo continental, italiano o francés; no podía
compararse a un Bossuet o Lacordaire, a un Bour-
daloue o Massillon.
Sermones
universitarios
Tal como escribió más tarde el
poeta Mattew Arnold, aquello era como una «apa-
rición espiritual» que domingo tras domingo, con
una voz sutil, dulce, musical, quebraba el silencio
del templo mientras iba derramando pensamientos
sobre lo que más amaba: la Iglesia de Inglaterra.
Newman se dirigía a los fieles en general, su
tono era espiritual, sin alusiones a polémicas, ni
siquiera en los momentos más críticos, en los que
hubiera sido comprensible que se reflejaran, siquie-
ra de paso, en sus palabras. Pero a partir de la pri-
mavera de 1834 organiza unas conferencias con un
enfoque más intelectual y especializado, que hubie-
ra querido pronunciar en la misma Universidad,
pero que, finalmente, no pudo disponer de lugar
más adecuado que la Adam de Brome's Chapel,
aneja a Santa María (8). Estas conferencias se re-
cogieron en dos volúmenes: Lectures on the Pro-
phetical Office of the Church (1837), y Lectures
on Justification (1838).
La tradición
apostólica
No iríamos descaminados si tomáramos como
precedente de estas conferencias el estudio The
Arians of the Fourth Century (1832), que con-
(7) THE MYSTERY OF NEWMAN, trad. del orig. francés, Londres, 1907, pp. 144 y ss.
(8) Se le da este nombre porque, en el centro, se emplaza el sepulcro de Adam de Bro-
me, fundador del Oriel College. Actualmente es posible pasar a la capilla desde
la arcada de la nave; pero en tiempo de Newman era necesario hacerlo desde el
pórtico del norte, para lo cual no era necesario entrar en Santa María.
18 (118)
cluyó justamente antes de emprender el viaje por
el Mediterráneo. Newman buscaba en los Padres
Las raíces de la Iglesia y, en ellas, la tradición
apostólica (9) todavía íntegra: las divisiones ven-
drían más tarde. Newman adopta la teoría de las
tres ramas: la de la Iglesia anglicana, que man-
tenía el principio fundamental del primer cristia-
nismo, aunque desvirtuado; la Iglesia griega, fiel al
principio apostólico, pero rebelde a la unión: final-
mente, la Iglesia romana, también fiel a la sucesión
apostólica, pero corrompida, y por eso abandonada
por el protestantismo, el cual degeneraría luego
hacia el liberalismo, multiplicando, de este modo,
la división e intoxicando el anglicanismo.
Frente a este panorama, Newman establece la
teoría de la «vía media», consistente en la transfor-
mación de la Iglesia de Inglaterra, que se había se-
parado del influjo protestante aunque aceptando
la verdad que éste pueda contener, admitiendo,
una vez purificadas de idolatría y corrupción, las
creencias romanas. Fue un gran esfuerzo mental,
impregnado de espíritu ecuménico, en el cual se
debatía tanto el alma de Newman como la suerte
de la Iglesia anglicana. Esta lucha constituyó un
drama interior que merecería un estudio aparte.
Otro aspecto del Movimiento de Oxford es el que
podríamos denominar la preocupación por la litur-
gia, por la importancia que adquirió en orden a la
recuperación del culto. También éste es un capítulo
para añadir.
(9) La Patrística era el fuerte de Newman. Tal como lo ha estudiado muy bien Jo-
seph Ratzinger (actualmente cardenal) en la colección de artículos traducidos al
castellano bajo el título de TEOLOGÍA E HISTORIA, Salamanca, 1972, a los Padres
de la Iglesia no se les llama así por su antigüedad, sino porque tenemos en ellos
a los maestros de la Iglesia todavía indivisa. Newman no volvió hacia atrás empu-
jado por nostalgias románticas, cediendo a la moda de la estética o el sentimen-
talismo de la época, sino que fue a buscar la autenticidad de la Iglesia «de Cristo»,
haciendo abstracción no solamente de lo que llamó «romanismo» y «protestantis-
mo», sino incluso de su propia y amada CHURCH OF ENGLAND.
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COMO Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la per-
secución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo
camino para comunicar a los hombres los frutos de la
salvación. Cristo Jesús, existiendo en forma de Dios, se anona-
dó a sí mismo, tomando la forma de siervo (Flp 2, 6), y por
nosotros se hizo pobre, siendo rico (2Co 8, 9); así la Iglesia,
aunque para el cumplimiento de su misión necesita recursos
humanos, no está constituida para buscar la gloria de este mun-
do, sino para predicar la humildad y la abnegación incluso
con el ejemplo... Santa, al mismo tiempo que necesitada de pu-
rificación constante, «va peregrinando entre las persecuciones
del mundo y los consuelos de Dios» (San Agustín), anunciando
la cruz y la muerte del Señor, hasta que el venga (1Co 11, 26).
Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer
con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificul-
tades internas y externas y descubre fielmente en el mundo el
misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin
de los tiempos se descubra con todo esplendor.
Vat. II, LG 8
LAUS
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