Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 260. OCTUBRE. Año 1989
SUMARIO
OTOÑO en los campos, pero primavera en el
huerto cerrado de la Iglesia en Albacete, que
consagra cinco nuevos sacerdotes, uno de los
cuales es hijo de este Oratorio. Todos tenemos
razones para el gozo y la acción de gracias, y para
la esperanza. Una esperanza cristiana, que nos ha
de dar frutos sobrenaturales, siembra nueva y leva-
dura para cambiar las mentes y hacernos a todos
mejores cristianos, sin otra ambición que la de revi-
vir a Cristo. Mientras el viento del mundo se lleva
las hojas secas y el frío, por fuera, hace viejo el pai-
saje, en la Iglesia sigue floreciendo la primavera.
EL SACERDOCIO DE CRISTO
FORMAS
MÁS SACERDOTES Y MÁS CRISTIANOS
RESPONDER A DIOS
SINGULARIDAD DEL ORATORIO
1 (121)
Tiempo de oración:
EL SACERDOCIO DE CRISTO
Señor, Padre Santo:
Que constituiste a tu único Hijo
Pontífice de la Alianza nueva y eterna
por la unción del Espíritu Santo,
determinaste, en tu designio salvífico,
perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio.
Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real
a todo su pueblo santo,
sino también, con amor de hermano,
ha elegido a hombres de este pueblo
para que, por la imposición de las manos,
participen de su sagrada misión.
Ellos renuevan en nombre de Cristo
el sacrificio de la redención,
y preparan a tus hijos el banquete pascual,
donde el pueblo santo se reúne en tu amor,
se alimenta con tu palabra
y se fortalece con tus sacramentos.
Tus sacerdotes, Señor, al entregar la vida por ti
y por la salvación de los hermanos,
van configurándose a Cristo,
y así dan testimonio constante de fidelidad y amor.
Por eso, Señor, cantamos tu gloria.
(De la liturgia de ordenación)
2 (122)
Formas
SAN FELIPE profesaba una innata predilección por lo sencillo, y una sensibilidad
vivísima por lo que juzgaba esencial. Todo lo que, por devoción a la sencillez,
pudiera parecer transigencia era compensado por su exigencia irrenunciable
frente a lo esencial y profundo. Por esto sentía una instintiva desconfianza res-
pecto a las formas, o lo que podemos definir como determinación y expresión ex-
terna, que moldea y ciñe un contenido. Del mismo modo que era un contemplativo
al que gustaban los espacios abiertos, los horizontes sin vallas de la campiña, porque
decía que le ayudaban, en la ilimitada anchura, a sentirse más cerca de Dios, sucedía
que, cuando descendía a la necesidad o conveniencia de determinar lo institucional
―la fundación del Oratorio fue más iniciativa de Gregorio XIII que de san Felipe―,
le repugnaba lo excesivamente moldeado, como si pudiera sofocar, constriñéndolo,
el espíritu que necesita de libertad. San Felipe era un ser profundamente espiritual;
lo cual tampoco le impedía comprender que pudiera haber temperamentos a los que
conviniera una cierta rigidez metódica y formal. Cuando tropezaba con alguna de
estas personas, la encaminaba a alguna de las otras buenas obras santas aprobadas
por la Iglesia.
San Felipe Neri era una psicología del todo especial, difícil de configurar y com-
parar con la de otros santos, a los que la providencia de Dios reservó otras fisono-
mías caracterológicas, porque también así convendría a la diversidad con que actúa
el Espíritu en la Iglesia.
En el Renacimiento, cuando el hombre secularizado descubre su autonomía de
lo divino (justa, aunque no siempre bien interpretada), y padece la tentación de
fortalecer su poder natural con la "razón de estado" en lo político (Macchiavelli),
que generará los imperios y absolutismos modernos y posteriormente las dictaduras
actuales, cuando la misma Iglesia, diezmada por la escisión protestante, se apresura
a reforzar su centralismo, para defenderse; cuando la razón quiere reducir a lógica
3 (123)
casi matemática la interpretación de los fenómenos de la vida y de la historia..., Feli-
pe, sin detenerse en filosofías, con profundo sentido cristiano y lleno del espíritu de
Dios, desconfía de la eficacia de lo grandioso, de la bondad sobrenatural de lo ex-
cesivamente organizado, que no deja espacio e que Dios también intervenga en el
mundo y en la Iglesia, y le basta una referencia directa al Evangelio y a los prime-
ros santos de la Iglesia, y da a su propia vida y a la de sus obras una suerte de plas-
ticidad que no es negación ni disolución de nada, pero si fe abierta y receptividad
de la acción espontánea de Dios, que solicita incesantemente la respuesta libre del
hombre, porque así lo ha creado.
Felipe insiste solamente en lo esencial, que escapa a sistema y planificaciones,
que no mide eficacias. Le asustan las formas, teme las manipulaciones y habla de li-
bertad. Pero exige la generosidad constante del amor y el olvido de sí mismo para
que la libertad pueda enamorarnos de Dios. Y esto lo pide a todos. No es clerical,
no es monástico, no cultiva en nadie ningún elitismo para exhibirlo como tipo de
bondad. Teme por la humildad de los que ama y convierte a Dios. El Evangelio es
vida y no propaganda.
Aventura y riesgo lo suyo, ciertamente. Pero él cree que también es riesgo y du-
dosa aventura lo contrario, si queda en lo humano y formal. Lo verdaderamente se-
guro es sólo y siempre lo espiritual, que no tiene forma, o, acaso, para expresarse,
necesita solamente un mínimo de forma. O, en palabras de san Pablo, habría dicho
otra vez que solamente Cristo es la "forma" u repetir.
Las costumbres litúrgicas de la Iglesia no tie-
nen razón de ser en sí mismas, sino que de-
penden de una realidad interior, protegen un
dogma, representan una idea: predican la bue-
na nueva. Son caminos de la gracia, signos
exteriores de una realidad interior que nin-
gún católico pone en duda, y que es recono-
cida como un principio primero, no como una
educación de la razón, sino un
objeto para el espíritu.
John H. Newman, C. O.,
(Diff I, 7)
4 (124)
Más sacerdotes
y más cristianos
ESTE año, en poco espacio de
tiempo —apenas semanas—,
ha habido tres Oratorios en
España (Barcelona, Alcalá de He-
nares, Albacete) a los que ha ca-
bido el gozo de ver ordenarse de
presbítero a alguno de sus hijos.
A otros Oratorios de Europa y
América ha correspondido tam-
bién parecida alegría. Igualmente,
en esta diócesis de Albacete con-
templamos cómo el Señor la ben-
dice en este otoño que convierte
en primavera, y manda más ope-
rarios para su viña. Hay que dar
gracias a Dios por todo, porque
vemos que él no descuida a su
Iglesia y le va mandando los me-
dios para que, rejuveneciéndola
sin cesar, lleve adelante el encar-
go de anunciar el Evangelio a to-
dos.
No basta, sin embargo, que nos
contentemos con este consuelo, ni
sería saludable que forzáramos su
significación, como una propagan-
da más, proclamando que la crisis
de vocaciones padecida por la Igle-
sia, en los últimos años, ya se ha
cerrado. Tan malo como el pesi-
mismo sería el optimismo fácil. El
primero, porque propaga el com-
plejo de fracaso y lleva a hacernos
creer que las realidades espiritua-
les son pura ilusión cuando no se
confirman con éxitos estadísticos y
tangibles; el falso optimismo ―que
viene a ser lo mismo, pero invir-
tiendo la visión— se afana en cons-
truir apariencias de triunfo exter-
no, pero anticipándose, en realidad,
a la labor indispensable y más es-
condida de trabajar desde dentro,
que edifica el alma y la convierte.
Cree que Cristo no vino a sedu-
cirnos, sino a convertirnos; no a
arrastrarnos, sino a enseñarnos a
caminar, luego de iniciar, por la
gracia, un camino nuevo para cada
alma.
5 (125)
La en principio dolorosa expe-
riencia contemporánea de la crisis
de vocaciones hay que tomarla
como señal de la crisis de la Igle-
sia, en cuyo seno se produce. Y la
crisis de la Iglesia, señal de la cri-
sis de nuestro mundo, por cuya
historia camina. Crisis que, en frase
evangélica, podemos decir que «no
es para la muerte, sino para que
Dios sea glorificado», finalmente,
después de lograr la purificación
que la providencia impone para
un mayor y más auténtico creci-
miento, que no se expresa del mo-
do que lo hacen o procuran los
reinos de este mundo.
En los caminos del espíritu, tan-
to si se trata de un alma como del
conjunto de la Iglesia, se dan apa-
riencias de retroceso, que no son
otra cosa que rectificaciones pro-
videnciales para volver al realis-
mo, a la verdad que la precipita-
ción tal vez hizo olvidar. Y hay
apariencias de progreso que no
siempre corresponden al resultado
de la cosecha evangélica o a su
autenticidad. Lo que demasiado
rápidamente se hace extenso suele
carecer de profundidad. La dilata-
ción del Evangelio en el mundo, el
anuncio del plan salvífico de Dios
a todos los hombres, no depende
tanto de presentárselo por los ca-
nales de las técnicas propagandís-
ticas como por la palabra pronun-
ciada humilde y sinceramente, en
nombre de Dios, y el testimonio
hasta el martirio, si fuese preciso,
de la vida del apóstol que anuncia
la fe y la salvación.
Sería fácil obtener más adhesio-
nes para la Iglesia si, por una parte,
rebajáramos las exigencias evan-
gélicas y ofreciéramos un modelo
que compatibilizara triunfos mun-
danos con certificaciones de salva-
ción eterna; sobre todo, si, por otro
lado, presentáramos el mensaje,
además de rebajado o fragmenta-
do, con técnicas de seducción y de
propaganda, que suprimieran o
impidieran el esfuerzo de la refle-
xión personal. De todos modos,
el cristianismo resultante seguiría
siendo algo bueno, pero como re-
ducción cultural, o como asocia-
ción para un poder desde el que
imponer un sistema de ideas o de
moral, que sería aprovechado in-
mediatamente por los mundanos
para utilizarlo en su propio bene-
ficio, una vez homologado a la ca-
tegoría de lo terreno.
Hacen falta más sacerdotes, cier-
tamente. Pero de seguro que pade-
cemos, todavía, una carencia ma-
yor: hacen falta más cristianos.
Más buenos cristianos. Porque,
¿cuántos de los que según las esta-
dísticas (porque están bautizados)
no podemos negar que son cristia-
6 (126)
nos llevan o se esfuerzan en llevar
una vida en total acuerdo con la
fe? ¿Qué entienden por ser cristia-
no? ¿Qué saben del bautismo reci-
bido como una herencia, casi ig-
norada? Es lo más probable que
éstos no se opongan a que hayan
sacerdotes. Pero, sacerdotes para
qué? ¿Para que mantengan el culto
en los templos, a distancia de la
comprensión del pueblo, y cele-
bren eucaristías a las que mayori-
tariamente los cristianos no asisten
0, aun asistiendo, no entienden y
no participan? ¿Para que, con su
intervención en algunos momen-
tos importantes de la vida, se pres-
ten a solemnizar el nacimiento de
un hijo y le impongan un nombre,
o presidan la celebración de la fies-
ta de una boda, porque es costum-
bre que así, para muchos, se legi-
tima la convivencia de la pareja
que ha de hacerse familia, o para
que esté presente en la hora gra-
ve del funeral de un familiar, en
cuya ceremonia, tantas veces, la
mayoría de los que asisten rezan
poco o nada y acuden para cum-
plir con el deber social de la
condolencia y la educación a que
compromete la vecindad o la amis-
tad? ¿Piensan tales cristianos que
el sacerdote está ordenado a repe-
tir, en medio de ellos, el signo y la
presencia de Cristo, para ayudar-
les, como un hermano mayor, en
el camino hacia Dios, o no van
más allá, en su apreciación, que a
considerarle un burócrata de los
ritos, o un santón, cuyos consejos
son innecesarios y hasta temibles,
UNA EUCARISTÍA,
UNA ORACIÓN.
Desde que la tierra, escabel de
sus pies, eleva hacia el Señor
el perfume de la ofrenda
suprema de la Cruz, nosotros,
cada día, repetimos su gesto,
mientras se convierte en
remedio del dolor y de todos
los males.
Se ha dado a la Esposa celestial
―la Iglesia— una voz casta y
fascinadora, capaz de repetir
sin desfallecimiento la plegaria
que resuena, convertida en
melodía, en lo más alto del
cielo.
Ya no podemos llorar con
amargura, incluso cuando
parezca que un hemisferio
separe nuestra oración de
nuestro hogar o de nuestros
amigos.
La Eucaristía del amado Hijo de
Dios, inmortal como Él, recoge
y anuda, para siempre jamás,
los corazones y los mundos.
JOHN KEBLE (1792-1866),
(Amigo de Newman)
7 (127)
más allá de la infancia o la decre-
pitud de los solitarios a quien ya
nadie consuela?
De entre estos cristianos, ¿cuál
de ellos dará un paso a delante
para hacerse sacerdote? Aunque
Dios le llamara, no comprendería
su voz. Sobre todo, no comprende-
ría bien para qué era llamado, y,
así, mejor que no se hiciera sacer-
dote, si primero no revisara su
cristianismo, y se convertía.
Necesitamos más cristianos. Hay
que volver a evangelizar a grandes
masas de bautizados, que no tienen
idea del sacramento que recibieron
o que la tienen confusa o incom-
pleta. Así, no hace mucho, lo ha
recordado el cardenal Jubany: «Los
que deben ser cristianizados son
los propios bautizados». Y aun los
que a sí mismos se tienen por fer-
vorosos, por instruidos, deben ha-
cer un acto de humildad y revisar
las propias ideas, si las consideran
demasiado seguras, porque fácil-
mente se les puede colar el fari-
seísmo de la fe satisfecha, como lo
era la de los creyentes que acusa-
ron a Cristo y lo llevaron a la cruz.
Primeramente, no lo comprendie-
ron, y, en segundo lugar, por or-
gullo, renunciaron ciegamente a
revisar los propios errores. Ellos
también querían un reino de Dios,
y hasta un mesías; sin embargo,
se habían mundanizado, en la ma-
nera de entenderlo y de esperar-
lo.
Habrá que volver a la fe sencilla
de los primeros que siguieron al
Señor, y purificarnos de grandezas
y eficacias engañosas, con las que
el mundo edifica el espectáculo de
sus triunfos. Dios ha dado al hom-
bre un corazón que es capaz de
comprender el estilo con que Je-
sús habló y actuó, y amó, y puso
los cimientos de su Iglesia. El que
quiera comprenderlo será un buen
cristiano. No un cruzado, no un fa-
nático o sectario, no un acompleja-
do que cura sus miedos a base de
enajenaciones mentales, no un fari-
seo que se sugestiona con cumplir
lo mínimo y salvar las apariencias
con tal de ganarse una póliza de
salvación eterna, no un cliente de
la Iglesia, sino un hijo de Dios, un
hermano de Jesucristo, un cristia-
no. Tal vez, además, un hombre
llamado a ser sacerdote de este
Jesús, o el padre o la madre de al-
guien que es o será llamado a la
total entrega al Reino de Dios y el
amor de los hombres.
Un tal sacrificio no es para ser olvidado… Se renueva y perpetúa
hasta más allá de todas las cosas, y arrastra consigo el asentimien-
to y simpatía de nuestra razón.— John H. Newman, C. O. (M. D.)
8 (128)
Sacerdocio único de Cristo,
sacerdocio ministerial
y sacerdocio de los fieles
EN el sentido pleno de la palabra, no hay más que un solo sacerdote
para los cristianos, y es Cristo considerado ante todo en su pasión
salvadora. Pero a su carácter y a su función sacerdotal, es decir,
de realización de funciones propiamente sagradas, están asociados todos
los miembros de su cuerpo místico. Así, pues, los laicos, es decir, los
miembros del pueblo de Dios, cualesquiera que sean, son todos sacer-
dotes en Cristo. Los padres de la Iglesia dirán que esto se manifiesta en
la celebración eucarística por el hecho de que oran, con una oración
integrada en la plegaria propiamente litúrgica, que ofrecen y que co-
mulgan. De ahí este aspecto sacerdotal que toma la vida entera, del que
el pueblo judío tenía ya idea, pero que se encuentra realzado para el
cristiano: todo lo que hace «en Cristo» consagra la realidad a Dios.
39 Sin embargo, esto, lo mismo que la extensión de la Iglesia y su mante-
nimiento en unión con Cristo, no se realiza más que por el ministerio
apostólico, o lo que llamamos apostolado. En tanto que este ministerio
o apostolado florece en la reunión de la asamblea eucarística, su presi-
dencia la consagración eucarística operada en nombre de Cristo sobe-
rano sacerdote, la función ministerial de los obispos y de los sacerdotes
o presbíteros, cooperadores suyos, es, pues, un ministerio sacerdotal
o, si se prefiere, un sacerdocio ministerial. Tal ministerio o servicio
es esencialmente sacramental, y tiene exactamente por objeto exten-
der, en la unidad, a todos los miembros del cuerpo de Cristo, la virtud
o fuerza santificadora del sacerdocio único de Cristo, que sigue siendo
el suyo.
P. Louis Bouyer, C. O.
9 (129)
Responder a Dios.
San Felipe Neri, sacerdote.
PODEMOS elegir una profesión, pero no podemos ele-
gir una vocación. La vocación se determina por un
acto insigne de fe, en forma de respuesta a Dios, que
llama. Cierto que Felipe se sintió muy pronto llamado
a la santidad, pero tardó más en llegarle la vocación
al sacerdocio. Abandonando la expectativa de un porvenir en
el mundo, llevaba en Roma una vida santa conforme con el
Evangelio, había estudiado teología, estaba totalmente dedi-
cado a la oración y al apostolado, sin que sea preciso suponer
que no se le ocurrió hacerse sacerdote a causa de sus senti-
mientos de humildad. Simplemente le bastaba aquella forma
total de entrega a Dios. Al fin y al cabo, en buena lógica es-
piritual, lo que cuenta es precisamente ese propósito de en-
trega al Señor. Cuando, casi a la mitad de su vida, accedió al
sacerdocio, no tuvo que sobreponer al orden sagrado su en-
trega a Dios, sino que a esta total dedicación añadió su con-
dición sacerdotal.
Su intensa vida cristiana como seglar no era caprichosa.
Nos consta que, en todos los momentos cruciales de su vida,
recurrió al consejo de los más prudentes y lo aceptó, por en-
cima de gustos personales y hasta de arranques aparente-
mente de buen celo, como cuando creyó, por un momento,
10 (130)
que tenía que ir a misiones y le dijeron que «sus Indias eran
Roma», donde, sin más dudas, permaneció hasta la muerte.
Del mismo modo, su sacerdocio fue la respuesta a la voz
de Dios, que creyó reconocer en las palabras de su padre es-
piritual, Persiano Rosa. Este sacerdote piadoso y prudente,
además de amigo de san Felipe, vio con seguridad que el sa-
cerdocio tenía que ser, en Felipe, un hito necesario en el
desarrollo de aquella vida espiritual que él mismo había
acompañado y aconsejado. Y Felipe no espero que se le apa-
reciera un ángel del cielo, sino que obedeció al instante. En
el espacio de dos meses, entre marzo y mayo de 1551, recibió
todos los grados de la ordenación, hasta el presbiterado, que
fue el 23 de este último mes, en la iglesia romana de San Tom-
maso in Parione.
Ya sacerdote, enseñó a los demás lo que él había practi-
cado. Había aprendido más oración junto a las tumbas de los
mártires que en las páginas de los libros, pero de estos prefi-
rió siempre los de los santos. No era amigo de técnicas en la
piedad ni de estrategias en el apostolado; pero sabía ir al fon-
do de la verdad en las cosas del espíritu y fue un gran maes-
tro de oración, despertando el fervor, especialmente en los
jóvenes, pero también en los mayores, en seglares y clérigos,
11 (131)
hasta prelados, cardenales y papas. Así cambió, sin propa-
gandas, la Roma paganizada y ostentosa de su tiempo, en una
ciudad que volvía a hacerse digna de ser cabeza de la cris-
tiandad.
Todos sus biógrafos describen el fervor extraordinario,
incontenible, de sus misas, que, finalmente, no tuvo más re-
medio que celebrar en privado. Su trato con el Señor en la
Eucaristía y la intimidad con las conciencias, llevando a la
conversión a pecadores y descuidados, aceleraron su santi-
dad. El bien se multiplicaba y no alcanzaba él solo a aten-
der a todos. Ello dio lugar al nacimiento del Oratorio, como
ambiente espiritual y apostólico, en un mundo de vanidades
y pecados que tenía el peligro de degenerar en la tristeza,
pero en el cual el prodigaba serenidad y gozo espiritual en
los corazones, redescubriendo la hermosura y santidad de la
liturgia y la alegría de la virtud. Músicos y poetas eran sus
hijos espirituales, que luego se desvivían multiplicándose en -
obras de caridad y misericordia por toda la ciudad. Las reun-
iones del Oratorio servían para comentar la Palabra de Dios,
para orar mental y vocalmente en común, como en una es-
cuela abierta a todos, en la que se aprendía la contemplación
y el amor de las cosas divinas.
Toda la vida de Felipe fue una respuesta a Dios. Su éxito
sobrenatural con las almas consistió en ayudarles a recono-
cer lo que Dios pedía a cada uno y a seguir con docilidad y
alegría el llamamiento divino, convencido de que Dios quie-
re que todos seamos santos y que alcancemos la santidad
para ser felices. Para él era feliz el que no se resistía a Dios,
cuando Dios le llamaba, cualquiera que fuera el camino que
la providencia le señalara. Fue un sacerdote santo, pero igual-
mente habría alcanzado la santidad si Dios le hubiese llama-
do por otro camino. En cualquier caso, no le habría negado
nunca nada a Dios.
12 (132)
Singularidad
del Oratorio
VISTAS desde fuera, las diversas
formas de vida evangélica aproba-
das por la Iglesia pueden parecer
todas lo mismo. A veces, sin em-
bargo, las diferencias son notables,
como cuando a nosotros, los oratorianos, se
nos identifica con los "religiosos".
No somos
"religiosos"
Pero en nosotros, aunque se observan los consejos
evangélicos, no existen los votos religiosos
ni promesas equivalentes, y nuestra estructu-
ra interna dista mucho de la que correspon-
de a los demás institutos, órdenes o congre-
gaciones.
San Felipe Neri siempre tuvo gran vene-
ración por la vida religiosa, y mandó mu-
chos candidatos a ella, pero no la quiso ni
para sí mismo ni para sus discípulos y más
adictos hijos espirituales. Admiraba el celo
13 (133)
apostólico de los jesuitas, el esplendor del
culto monástico y el espíritu de los benedicti-
nos, la fidelidad concreta a la pobreza evan-
gélica de los franciscanos, y solía repetir
que lo mejor de su infancia tenía que agra-
decerlo a los dominicos de San Marcos, de
Florencia.
Autonomía
sometida
a la S. Sede
Empecemos por notar que, mientras los "religio-
sos" suelen vertebrarse según una estructura jurí-
dica de tipo centralizado, representada por superio-
res a nivel general, provincial o regional y local,
en el Oratorio no existe la figura de una autoridad
central y general para todo el instituto, sino que
cada casa o "congregación" (que así se llama cada
uno de los Oratorios) mantiene su autonomía jurí-
dica respecto de todas las demás, si bien está so-
metida a la instancia inmediata y superior de la
Santa Sede. Son unidades de derecho pontificio,
parecidas, de algún modo, a los monasterios bene-
dictinos. Pero mientras en éstos la figura del Abad
aparece como la autoridad máxima y es de suyo
vitalicia, en el Oratorio el superior o "Prepósito"
(al que familiarmente se le llama sencillamente
"Padre") es siempre temporal, para un solo trie-
nio, y elegido por los miembros que forman la
casa u Oratorio. Además, las decisiones princi-
pales del Prepósito son, en realidad, ejecuciones
de los acuerdos que toma la comunidad. De este
modo la representa y gobierna y dirige su vida
interna y el apostolado propio, en el que participan
todos.
Cada Oratorio recibe, cuida y da la debida for-
mación a sus miembros. El tiempo dedicado a esta
formación en el espíritu propio suele ser más largo
que el que, en general, se da en la vida propiamen-
te "religiosa", en razón de que en el Oratorio no
14 (134)
concluye con la emisión de votos y de que, una vez
incorporados, no se efectúan traslados, sino que se
permanece para siempre en la misma casa. Cada
Oratorio es plenamente responsable de sus miem-
bros, y éstos, recíprocamente, dependen y se deben
totalmente a él. Aquí la perseverancia es más nece-
saria que la de los hijos y hermanos en una familia
natural.
Estabilidad
doméstica
Para los de fuera, el Oratorio es una "con-
gregación"; para sus miembros es "su casa". A
Newman le gustaba repetir: «My home, my nest!».
San Felipe tenía un gran apego a su cuarto y a su
querido San Jerónimo, y el mismo afecto y sentido
de la estabilidad doméstica nos ofrecen, pasados
cuatro siglos, los ejemplos de los mejores oratoria-
nos. En otras obras de vida evangélica, los trasla-
dos forman parte, a veces, del modo como cumplen
con sus finalidades apostólicas específicas; en noso-
tros, en cambio, es necesaria la estabilidad domés-
tica y el afecto fraternal perseverante. También es
cierto que ello explica por qué los rasgos internos
se rigen por criterios que podemos llamar más de-
mocráticos, y que es preciso que estén basados en el
sincero acuerdo de las mentes, la unión de las vo-
luntades, el amor reciproco y la fidelidad en el ser-
vicio de la Iglesia y de las almas, cumpliendo los
fines del Oratorio.
Ausencia
de votos
Digamos algo respecto a la ausencia de votos en
el Oratorio.
Sabemos que, históricamente, la generalización
de los tres votos clásicos de obediencia, pobreza y
castidad tuvo lugar en el siglo XVI, por el papa Pío
V (1568). Inmediatamente después, el papa Grego-
rio XIII, que era un gran canonista, toma la ini-
ciativa de dar existencia jurídica a la obra de san
Felipe, y establece la «Congregación del Oratorio»
(1575), en la que sus miembros no abrazarían los
votos, «pero sí las virtudes», como recordaría con
insistencia el Santo.
15 (135)
El hecho de que en el Oratorio no se emitan los
votos de los "religiosos" podría hacer creer que rei-
na una cierta anarquía o discrecionalidad pasiva
respecto a la obediencia, y una permisividad cómo-
da y egoísta en cuanto a la pobreza, si bien la cas-
tidad permanezca como la que deben observar los
célibes en el mundo y los que abrazan el orden sa-
grado. Pero se equivocarían los que así juzgaran.
Los biógrafos del Santo nos recuerdan cuán exigen-
te se mostró y cómo probó la obediencia de los dis-
cípulos más queridos. Decía: «En el cielo no nos
preguntarán por los votos, pero sí nos exigirán las
virtudes». Por razón del orden sacerdotal o por la
total entrega a la comunidad, no cabía duda en
cuanto a la observancia de la castidad, confirmada
por la ascética tradicional del Oratorio, iluminada
por el gozo y la alegría de poder dedicarse total-
mente al servicio de las cosas divinas. En cuanto a
la pobreza, nos dejó su ejemplo personal y exigió
el pronto y generoso desprendimiento, como en la
obediencia, de aquellos que más amaba. No le gus-
taba la ostentación ni siquiera de la pobreza, y
nos la suciedad, lo mismo que a san Bernardo, cu-
yas palabras citaba al respecto.
Virtudes
Pobreza y obediencia debían ser encarnación
de la humildad y del amor del corazón, el fruto de
las virtudes interiores, y pernio sobre el que giraba
toda la vida familiar y de apostolado. Para Felipe
poco o nada valían las aparentes penitencias u
obras extraordinarias. La piedra de toque para la
virtud era la prontitud en la obediencia, aun en lo
pequeño, y el rendimiento del propio juicio ―la
"razionale"— Pero rechazaba lo mismo la obe-
diencia servil que la cumplida "por fuerza", y creía
que, si alguien no podía obedecer sin murmurar,
más le valía que abandonara el Oratorio, porque
era señal de que había equivocado su vocación. De
16 (138)
la pobreza y desasimiento decía que, con sólo diez
hombres verdaderamente desprendidos, se vería
con ánimo para cambiar el mundo y convertirlo a
Dios.
Generosidad
y madurez
personal
Como buen florentino, amaba la libertad, pero
era maestro en el buen uso para una mayor gene-
rosidad ordenada al bien; la ausencia constrictiva
de los votos no la consideraba como la facultad
para disminuir la intensidad de las virtudes, sino
para que la observancia de las mismas fuese más
personal, más responsable. El que necesitara un
excesivo reclamo exterior a la propia conciencia
para integrarse en la comunidad, o para participar
hermanadamente en sus obras, no tendría vocación
para el Oratorio, lo mismo que si entendiera la
holgura de tal libertad para encerrarse en la propia
instalación personal. El Oratorio no es un mero
domicilio o pensión de buenos sacerdotes y piado-
sos laicos, más o menos coincidentes en la obser-
vancia de un horario doméstico, sino una familia
espiritual, una comunidad evangélica. Existen otras
que, con diferentes características, responden a las
necesidades de la Iglesia y que se adecuan a otras
psicologías. «Ecclesia ornatur varietate», repetía,
con el salmista, san Felipe.
No hay duda de que esta virtud en libertad, que-
rida y exigida por san Felipe, requiere una madurez
personal y un equilibrio y sinceridad interior que
se hacen menos evidentes en otras formas de vida
evangélica, en las que parece como si se esperara
menos de la espontaneidad fluyente, sometida en
el Oratorio, más que en otras partes, a la prueba
de la perseverancia, puesto que, en apariencia,
mirando superficialmente, aquí se echan de menos
detalles y reglamentaciones que tal vez sirvan de
gran soporte para otros temperamentos psicológi-
cos. De nosotros se dice, y hasta se escribe en nues-
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tras Constituciones, que los que pueden ser admiti-
dos, han de ser «como nacidos para el Oratorio».
Como en otras formas de consagración a la vida
del Evangelio, también en el Oratorio, el que se
sienta llamado a esta vocación, ha de venir para
entregarse enteramente y de por vida; pero en nues-
tro caso queda la apariencia de que esa entrega,
decidida de una vez por todas, exige, sin embargo,
la continua vigilancia sobre lo que generosamente
hay que hacer en cada momento, con el riesgo de
equivocarse convirtiendo el uso de la libertad en
abuso, al que conduce el orgullo no refrenado y el
egoísmo de la vida, según el espíritu del mundo,
con todas sus vanidades y falsos criterios, aun
cuando se atreve a juzgar sobre cosas santas. En
todo caso, es siempre problema del corazón, enten-
dido como centro de la vida del hombre y labora-
torio de sus pensamientos más profundos. Por esta
razón san Felipe solía llevarse, con frecuencia, la
mano a la frente para decir que toda la santidad
del hombre está en sus tres dedos de frente, es de-
FORMACIÓN CRISTIANA EN EL ORATORIO
COMIENZA EL CURSO EL DOMINGO 22 DE OCTUBRE
NIÑOS: Domingos, a las 11, Misa en la capilla.
Catecismo, a las 12,45 en la iglesia.
ADOLESCENTES: Viernes, a las 6,30 de la tarde.
JÓVENES: Sábados, a las 10 de la noche.
ADULTOS: Domingos, a la una del mediodía.
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cir, que dependía de su realismo y de su enamora-
miento de Dios.
Una gran familia
de casas hermanas
A lo largo de cuatro siglos de existencia del
Oratorio, la obra de san Felipe se ha esparcido por
muchas partes del mundo. Cada Oratorio ha man-
tenido su autonomía, pero ello no ha sido obstáculo
para una relación fraterna entre las distintas casas,
que ha servido de estímulo recíproco para la fideli-
dad al ideal con que fue concebido, y, por otro lado,
ha sido posible la adaptación de este ideal a los di-
ferentes lugares en que el Oratorio se estableció. Y
allí donde la verdadera libertad, el amor a la vir-
tud y la fidelidad al Evangelio han sabido herma-
narse, sus miembros han podido encontrar un váli-
do medio de acercamiento a Dios y un modo de
servir a la Iglesia y a las almas, complementando
la labor ordinaria de la Iglesia. La caridad, la obe-
diencia, la pobreza, la libertad verdaderamente
evangélica, han servido para emprender generosa-
mente fundaciones, para ampliar obras de apostola-
do, para sufragar estudios, e incluso para auxiliar
obras cristianas ajenas, con sencillez y alegría, co-
mo se decía de nuestro santo Padre Felipe.
Diferentes,
para servir
a la Iglesia
Lo que acabamos de escribir no agota, como es
obvio, lo que podría ser una descripción de las pe-
culiaridades del Oratorio, pero indica, por lo me-
nos, algunos de sus aspectos más notables, que pue-
den pasar desapercibidos, si se tomara como una
mera fórmula de vida en comunidad. El Oratorio,
respecto a otras comunidades de la Iglesia, no se
considera ni mejor ni peor, pero ama su singulari-
dad, no con el prurito de conservar a ultranza de-
terminados privilegios, sino con el agradecimiento
a la Iglesia por haber recibido de ella un reconoci-
miento que, a la vez, le permite servirla mejor, en
el camino de la observancia de las virtudes evan-
gélicas.
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Primera misa
del padre
AUGUSTO MONZÓN ARAZO
del Oratorio
Dios mediante, será ordenado presbítero
Por el obispo de Albacete,
mons. VICTORIO OLIVER Domingo,
el día 12 de Octubre de 1989,
y presidirá por primera vez la Eucaristía
el sábado, día 14, a las ocho de la tarde,
en la Iglesia del ORATORIO DE Albacete.
Laus Deo
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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