Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 261. NOVIEMBRE. Año 1989
SUMARIO
PONER a Dios en el universo mental de nuestros
pensamientos no basta para vivir de la fe. La
fe es muerta si no genera esperanza, y la es-
peranza surge del desprendimiento y la gene-
rosidad. La semilla no se multiplica si no dejamos
que caiga en el surco. El que se limita a guardar
camina hacia la miseria de la desesperación. El
mundo cultiva vanidades para distraerse de esta
amenaza. Si cada hombre comprendiera todo lo
que Dios le ha dado, y lo convirtiera en semilla,
no tendría todavía la plena felicidad en la tierra,
pero sentiría, por dentro, la paz de quien camina
seguramente hacia ella.
HUMILLACIÓN
MOMENTOS
PARA SER SANTO
CRISTO SATISFACE NUESTROS DESEOS
IGLESIA SANTA
NEWMAN. SOBRIA HUMILDE SOMBRA DE
LITTLEMORE
NORMAS PARA ORAR CON SENCILLEZ
1 (141)
HUMILLACIÓN
He sido respetado, obedecido,
también escarnecido, despreciado;
pero mi corazón prefiere, en esta tierra,
la sombra sobria, humilde,
más que la falsa luz de los halagos.
¿Por qué me oprime como algo fatal
el peso del deber, la tentación...?
¿Por qué esta mezquindad,
cuando existe un destino más feliz
participando de la Cruz del Salvador?
Esta es mi oculta suerte,
pues, sin que todavía alcance el cielo,
me llevará adelante
por el camino más derecho.
Señor, te pido que lo purifiques
de falsificaciones terrenales
para que sea solamente tuyo.
John H. Newman, C. O.,
(Malta, 16. 1. 1833)
2 (142)
Momentos
MOMENTOS, hitos de nuestro tiempo, a partir del primero de los cuales se ini-
ció muestra andadura en este mundo, que luego sería señalada, dividida, en
toda su duración, por los restantes, aparentemente irrelevantes unos, y ver-
daderamente trascendentes otros, encargados de imprimir carácter a nuestro
ser personal.
Todo comenzó, para cada uno de nosotros, con el don de la vida, nuestro primer
momento, por el que accedíamos a la existencia del ser que somos, que sólo pudo
sorprender os y admirarnos al alcanzar la edad consciente. Don no solicitado, total-
mente gratuito, que nunca agradeceremos bastante. Sin la realidad natural de ha-
ber sido llamados a la vida, nada habría sido posible después. De donde la impor-
tancia capital de lo que por naturaleza somos. En adelante, Dios tendrá siempre en
cuenta nuestro ser natural, porque es desde ahí que se inicia su contacto con nos-
otros, y lo mantiene para enriquecerlo y espiritualizarlo, sin jamás destruirlo. Será
el elemento material en que pueda apoyarse y convertirse en signo de salvación, en
sacramento de comunión divina, por medio de la gracia.
Un segundo momento de gran trascendencia, para los que tenemos fe, lo consti-
tuye, precisamente, el instante en que descubrimos el contacto sobrenatural de Dios
con nosotros, que nos ha tomado por morada suya. El Bautismo cristiano, adminis-
trado generalmente en la infancia todavía inconsciente, necesita ser descubierto por
la fe personal. Creer es como ver hacia dentro. Ver a Dios en nosotros y reconocerlo
como un ser personal, próximo, dulce, infinito, necesario y deseado a medida que se
nos hace patente su amor, y por caminos de amor queremos regresar a él. Ése fue el
gran descubrimiento de Newman, en su adolescencia —«Myself and my Creator!:—.
E: preciso que el cristiano se detenga ante la evidencia de la inmediatez divina, sin
lo cual resultaría imposible convertir la fe en vivencia. La religiosidad sería una
3 (143)
molestia y no una liberación, y la vida misma una lucha de ambiciones y egoísmos,
y no un camino hacia Dios y con Dios.
Hay un tercer momento, para el creyente, en el que interviene, si no rehusamos
escucharla, la voz del Espíritu divino. Se hará tanto más perceptible según que haya-
mos sido más atentos a la inmediatez de Dios que nos acompaña y conmora en nos-
otros. El Espíritu, «huésped del alma», habla a la conciencia y le ayuda a discernir
el modo como debe construir «su regreso al Padre». La mayoría tendrá que seguir
el llamamiento divino en orden a construir un hogar, que sea escuela de virtudes, y
desde el que se den nuevos adoradores del Adorable, en un ensayo que quisiera ser
anticipación del cielo. Para otros —más de los que se deciden a seguir el llamamien-
to― la voz del Espíritu les invitará a una disposición radical y profunda para asu-
mir la respuesta de fe en una entrega total según el Evangelio, para imitar a log
apóstoles y primeras vírgenes y ascetas de la Iglesia. Son modos para un mismo fin:
el Reino de Dios. Pero que no pueden decidirse con ligereza. De la lealtad a la voz
del Espíritu dependerá la santidad y la felicidad, incluso en esta vida y, sobre todo,
la del cielo.
Un último momento es ese que llamamos muerte. Para el creyente es arribar
a Dios, alcanzar la orilla de la eternidad: el gran nacimiento, para estar siempre
con Dios y los santos, participando de la actividad bienaventurada del puro amor.
Allí resuena el «¡Siempre, siempre, siempre...!» que ensimismara a una santa. Un
siempre que no será, como los momentos de la existencia temporal, un fugaz,
indivisible espacio que se esfuma y pierde, sino la posesión definitiva y gozosa de
Dios.
FORMACIÓN CRISTIANA EN EL ORATORIO
NIÑOS: Domingos, a las 11, Misa en la capilla.
Catecismo, a las 12,45 en la iglesia.
ADOLESCENTES: Viernes, a las 6,30 de la tarde.
JÓVENES: Sábados, a las 10 de la noche.
ADULTOS: Domingos, a la una del mediodía.
4 (144)
PARA SER SANTO
SE recoge de entre los consejos
de san Felipe Neri que, para
la santidad, era indispensable
partir de un corazón sinceramente
humilde. Desconfiaba de los recién
convertidos, con afán de convertir
a otros, cuando ellos mismos se de-
bían consolidar en la virtud. Tam-
bién de los que adoptaban actitu-
des humildes, sin una verdadera
convicción interior. La práctica de
la virtud, cuando uno mismo se
autocontempla por su efecto exter-
no, genera la peor de las soberbias,
porque da lugar a complacencias
y a murmuraciones totalmente des-
tructivas por el escándalo que pro-
ducen en los más débiles. En cierta
ocasión, san Felipe alabó el buen
comportamiento de un miembro
que había entrado en la Congre-
gación, ya mayor, y que no desde-
ñaba cumplir los servicios más
humildes de la casa, con toda na-
turalidad, a pesar de que era de
familia noble. Y dijo a propósito
de aquel ejemplo: «Sabed que las
personas nobles, como lo es és-
ta, cuando se entregan a servir a
Dios se humillan más de grado
que otras que tienen menos de que
envanecerse».
Como receta para una perfecta
humildad solía decir que hacían
falta estas cuatro cosas: despreciar
el mundo, no despreciar a nadie,
despreciarse a sí mismo y, por úl-
timo, no hacer caso de que otros
nos desprecien.
Es evidente que hay que comen-
zar por prescindir de los criterios
mundanos. El mundo quiere un
cielo aquí en la tierra, y deja en
segundo lugar el verdadero fin so-
brenatural del hombre, cuando se
opone o entra en contradicción
con las apetencias de riqueza, pres-
tigio, placeres, etcétera, en busca
de los cuales dedica la mayor par-
te de sus afanes terrenos. No
opone directamente a Dios, pero le
dedica no más que las sobras.
No despreciar a nadie exige hu-
mildad porque no todo el mundo,
a primera vista, despierta simpatía
ni resulta agradable, bien sea por
la cortedad de nuestra propia vi-
sión y entendimiento como porque
realmente los demás tienen defec-
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tos y causan molestias que es difí-
cil soportar y disculpar. Ello entra-
ña la advertencia, por añadidura,
de examinarnos para emprender
la corrección de nuestros propios
defectos advertidos, con objeto de
no disgustar a nuestro prójimo, co-
mo nos gusta que él no nos moles-
te a nosotros. Es un modo de prac-
ticar la caridad no exigir que los
demás nos soporten, tanto como
nos esforzamos en soportar a los
demás, y apreciarles.
Despreciarse uno a sí mismo. Es
difícil, porque el instinto de defen-
sa y nuestros impulsos primarios
hacen creernos mejores de lo que
realmente somos, sobre todo si re-
cibimos o hemos recibido lisonjas
o alabanzas, incluso bien intencio-
nadas, pero casi siempre despro-
porcionadas si provienen más del
sentimiento que de la razón de
quienes nos manifiestan su sim-
patía, o, de algún modo, necesitan
de nuestro afecto, como los mis-
mos padres, familiares y amigos.
El último punto puede ser el
más difícil de todos, puesto que se
trata de no despreciar a nadie, pe-
ro, a la vez, no inmutarnos ni cam-
biar de buenos propósitos, a pesar
de que no reconozcan, aun contra
la justicia, nuestra buena razón. Es
el caso del dolor que causan las
envidias, ingratitudes, odios vanos,
que tal vez espíritus obcecados o
resentidos pueden sentir hacia nos-
otros, precisamente porque quisie-
ran destruir el bien que no pueden
negar. No podemos comportarnos
de modo que estemos pendientes
del aplauso exterior, lo mismo que
de las censuras gratuitas, sino que
hay que mantenerse desprendidos
de los criterios humanos, y perse-
verar apoyados en los motivos so-
brenaturales.
Después de todo esto, queda
limpio el cimiento para edificar
la santidad, según la entendía san
Felipe Neri.
LAUDES Y VÍSPERAS
en el Oratorio
Todos los días laborables, LAUDES, a las
7,45 de la mañana, precediendo a la
Eucaristía.
Los domingos y días festivos, canto de
VÍSPERAS, a las 5,30 de la tarde, en la
capilla.
6 (146)
Cristo satisface
nuestros deseos más profundos
CONSEGUIR una relación viva
con Cristo representa algo
más que lo que solemos en-
tender por "creer" en él; o, en cual-
quier caso, para tener una fe plena
en él hará falta que nuestra rela-
ción se haga personal, hasta des-
cubrir que en lo profundo de nos-
otros mismos se fraguan deseos y
aspiraciones que encuentran en
Cristo su auténtica realización. El
P. Klemens Tilmann, del Oratorio
de Múnich, preocupado siempre
por temas de pedagogía y de ora-
ción, especialmente en el ámbito
de la juventud, ha propuesto un
modo sencillo para llegar a esa
convicción, en uno de sus libros
(Übungsbuch zur Meditation), por
medio de un ejercicio dividido en
tres momentos. Ofrece una lista de
deseos y lugares del Nuevo Testa-
mento, como materia de medita-
ción, y recomienda que ésta co-
mience con una toma de concien-
cia por la cada uno descubra
que, dentro de sí mismo, alberga ta-
les deseos, de modo abierto y vela-
do. En un segundo momento, debe
reflexionarse comprobando cómo
Cristo responde a tales deseos y, fi-
nalmente, se convierte en oración
dejando que, del modo como las
raíces se hunden en la tierra, en-
tren en la contemplación del alma.
La lista de tales deseos y sus corres-
pondencias bíblicas las distribuye
del modo siguiente:
I. Deseos que viven en nosotros:
El deseo de ser comprendido (Mc 12, 43),
de ser reconocido (Jn 1, 47; 4, 17-18; Ap 2, 19),
de aprender a vivir auténticamente (Mt 22, 16),
de tener un objetivo por el que merezca la pena vivir (Flp 3, 12-14),
de conocer el propio camino (Jn 14, 6),
de poseer algo seguro y que no se pierda (Mt 6, 195),
de ser amado de un modo desinteresado (Ga 2, 20),
de amar sin necesidad de perderse (Jn 21, 15-17),
de ser protegido y defendido (Mt 23, 37),
de estar seguro (Jn 10, 29),
de ser invencible (Jn 5, 4; 16, 33; Hch 5, 41-42).
7 (147)
II. El deseo de tener un amigo en quien poder confiar (Jn 5, 15),
que esté siempre dispuesto a escucharme (Mt 11, 28),
que me comprenda siempre (Lc 7, 44-47),
que quiera lo mejor para mí (Rm 8, 28),
que me diga mis defectos (Mt 5, 7),
que me proporcione alegría (Jn 17, 13),
que me sirva de apoyo (Rm 8, 38-39),
que jamás me engañe (Hb 10, 23),
que busque mi amistad (Ap 3, 8),
que se alegre de mi amor (Ap 3, 20).
III. El deseo de tener un maestro a quien poder mirar (Jn 6, 68),
que no pase por alto el corregirme (Ap 2, 4),
que me interpele con sus exigencias (Lc 9, 57-62),
que no me deje ser bueno a medias (Ap 3, 15-16),
que me ayude a superar mis errores (Flp 4, 13; 2 Co 12,9),
que me garantice la plenitud de la vida (Jn 8, 12),
que me libere del resentimiento y del hastío (1 Co 13, 5-7),
que me libre de la angustia de la vida (Jn 10, 16),
que dé sentido a mi vida (Jn 17, 3),
que me enseñe a comprender el mundo (Mt 6, 26; 13, 24-30),
que me ofrezca un proyecto de vida (Ef 1, 18-23),
que me ayude a realizar mis capacidades (1 Tm 1, 15),
que sepa sacar lo mejor de mí (Mt 5, 48; Flp 1, 6),
que me ayude a ser fiel (1 Tm 1, 12),
que me libre de las preocupaciones (Mt 6, 25-34),
que transforme para mí lo desagradable en hermoso (Hch 5, 41),
que me haga interiormente puro (Ef 3, 8-9),
que me haga fuerte (Rm 8, 37; Flp 4, 13),
que haga de mí un ser amado (Hch 2, 47),
que me haga crecer más allá de mí mismo (Rm 8, 14-29).
IV. El deseo de alguien mayor que yo y del que pueda depender
(Mt 10, 37),
a quien yo pueda admirar (Lc 11, 27),
que tenga ascendiente sobre mí (Jn 1, 9; 12, 32),
que me llame a un gran quehacer (Mt 11, 12; Lc 11, 23),
que tenga fuerza (Mt 28, 18),
que sea capaz de cambiar el inundo (Ap 21, 5),
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que tenga muchos seguidores (Ap 5,9),
que posea un proyecto de alcance mundial (Lc 1,33; Ef 1, 10;
1 Co 15, 28),
que traiga la paz a los hombres (Jn 4, 27; Hch 2, 42-47; 4, 32),
que me sitúe en el lugar exacto (Ef 4, 11-13),
que me realice (Jn 11, 25),
que me haga feliz (Ap 19,9).
Ni esta lista de deseos es inagotable, ni los lugares del Nuevo Testa-
mento a que corresponden.
La esperanza del cielo.
EL que tomó la iniciativa de amarte y atraerte a su amor con benefi-
cios y gracias no se detendrá, sino que continuará hasta completar
su obra. Incluso las simples causas naturales no se detienen, a mi-
tad de camino, hasta alcanzar la perfección de aquello a lo que se diri-
gen. La bondad las impulsa; y es que el bien es difusor de sí mismo.
Pero si eso hacen las criaturas, ¿qué no hará el Creador? Porque él
es amor, es bondad infinita. ¿Podría no llevar a conclusión su obra? Da
oídas al Señor Jesús, que dice: Mi voluntad «es cumplir la voluntad de
quien me ha enviado y llevar a término su obra» (Jn 4, 34). El que co-
menzó, pues, a amarte y a atraerte con sus beneficios y gracias, a lim-
piarte de pecados, sin duda que completará su obra. Todo lo cual cons-
tituye una preparación para la vida eterna.
No tomes eso por ilusiones o imaginaciones tuyas, sino por inspira-
ciones divinas. ¡Pero aunque fuesen imaginaciones! ¿Por ventura no se-
rían buenas? ¿No provendrían de la virtud de la fe? Siendo, pues, así,
que todo bien proviene de Dios, es cierto que todas estas imaginaciones
son iluminaciones divinas. ¡Alégrate, pues, con estas palabras!
Con estas palabras se sintió confortado mi corazón. Y con lágrimas
en los ojos caí a los pies del Señor exclamando: «¡Señor, aunque me ame-
nazaran los ejércitos, mi corazón no tendría miedo!».
Jerónimo Savonarola,
(Com. al Salmo «In te speravin»)
9 (149)
IGLESIA SANTA
HACEMOS bien siguiendo el criterio de la Iglesia,
cuando llama santos a aquellos cristianos que nos
han precedido dejándonos el ejemplo de sus virtu-
des. Ella nos garantiza que éstas merecen la biena-
venturanza junto a Dios y que, si las imitamos en orden a
reproducir a Cristo en nuestras vidas, también nosotros me-
receremos el cielo.
Pero la Iglesia es santa, todavía antes que por esta razón,
porque tiene esencialmente su origen en Jesucristo, el Santo
por excelencia, y porque éste le ha dejado los medios de la
santidad, la Palabra, los Sacramentos. En ella, el resto es efec-
to de esta santidad esencial y de su vertiente activa. El lla-
mado sacerdocio de los fieles brota de la consagración bau-
tismal y se nutre de esta santidad, que el Espíritu distribuye,
ordinariamente por la vía sacramental y extraordinariamen-
te por sus dones y gracias. Los procesos de canonización
no pueden medir en cada cristiano, y menos en todos los
que forman la Iglesia, los grados de santidad; sólo juzgan de
la oportunidad de proponer a algunos justos para modelo de
imitación de Cristo. La riqueza de la santidad pasiva —es de-
10 (160)
cir, de sus hijos—, de la Iglesia no cabe en ningún calendario
o lista de santos. Es perfectamente posible y muy probable
que en la asamblea celestial de los bienaventurados poda-
mos felicitarnos de la compañía de innumerables justos que
están junto a Dios y que en la tierra fueron menos conocidos,
porque no tuvieron quienes se interesaran en destacar sus
virtudes o méritos, y en darlos a conocer, para prestigio del
pueblo o nación a que pertenecían, o a la institución que
con el honor de un santo propio sería más honrada. Así se
comprende que, en ciertas épocas, la oportunidad de procla-
mar santos a algunos cristianos se venciera más bien por los
reyes o personajes encumbrados socialmente, y, sobre todo,
por la gran desproporción entre unas naciones y otras o uno
u otro continente. Por ejemplo: junto a varios reyes, obispos,
papas, fundadores santos, hay un solo párroco santo, el cura
de Ars, san Juan María Vianney, canonizado en 1929, hace só-
lo sesenta años. Seguro que en el cielo encontraremos a más
párrocos santos.
En un libro se puede leer: «Los hombres por quienes di-
jo Jesús las bienaventuranzas no salen en los periódicos. La
11 (51)
Iglesia es una Iglesia de pequeños y de pobres y, por ende,
de santos». Por esta razón, en los primeros tiempos de la Igle-
sia, la santidad se reconocía, casi exclusivamente, en los cris-
tianos mártires por la fe o perseguidos a causa de ella. Por
eso, también la Iglesia actual nos in vita incesantemente a
volver los ojos hacia las primeras generaciones cristianas,
para hacer más evangélica nuestra vida, como lo fue la de
los primeros discípulos del Señor, y así purificarnos de va-
nidades a costa de la misma profesión de fe, y de sueños
triunfalistas que reducirían la misión de la Iglesia a otra ver-
sión de la arrogancia farisaica y monopolizadora, parecida a
la que, con pretexto de ser más fiel a Dios, rechazó a Cristo,
su enviado.
La celebración de la festividad de Todos los Santos, al fi-
nal del ciclo anual de la Liturgia, no es solamente una visión
del cielo, a través de la fe, sino que nos recuerda que los
santos conocidos son, además, como representantes del ma-
yor número de los que no conocemos, pero que igualmente
glorifican a Dios en su gloria.
Los Santos son el ejemplo feliz y completo de la
nueva creación, que Nuestro Señor ha hecho de-
sarrollar en el mundo moral, así como «los cie-
los proclaman la gloria del Señor», su Creador.
De este modo, los Santos son la propia y ver-
dadera evidencia del Dios del Cristianismo, y
proclaman en toda la tierra el poder y la gra-
cia de Aquel que los ha hecho.
John H. Newman, C. O.,
L. D., XII, 399
12 (152)
NEWMAN:
SOBRIA
HUMILDE SOMBRA
DE LITTLEMORE
Littlemore,
feligresía
aneja
LA PARROQUIA de Santa María de Ox-
ford, además de ser la iglesia universita-
ria, se extendía a un lugar anejo, llama-
do Littlemore, que distaba poco menos
de cinco kilómetros, al sudeste de la ciu-
dad. Allí, unas cuantas casas rústicas,
ordenadas en hilera, formaban una única calle, en
un segmento de la carretera que conducía a Sand-
ford; unas pocas más se esparcían entre el verdor
de los campos, irregularmente recortados por sen-
deros fangosos. En conjunto, paisaje y personas
resultaban harto diferentes de lo que constituía el
ambiente oxoniano. A pesar de ello, inmediatamen-
te después de haberse hecho cargo de la parroquia
de la Universidad (1828), Newman se interesó por
aquella porción de su feligresía compuesta por
apenas doscientas personas prácticamente des-
asistidas hasta que él las toma a su cargo.
Construcción
de la Iglesia
Comenzó por organizar el catecismo y la visita
sistemática de los enfermos, y no tardó en empren-
der la construcción de una pequeña iglesia y una
escuela. Su madre, ya viuda, y sus hermanas, veni-
das a vivir cerca de Oxford, pudieron ayudarle en
esa tarea. La iglesia, todavía en pie, contiene el
13 (153)
sepulcro de la madre de Newman, muerta en 1836:
fue un destino merecido, porque ella había contri-
buido a la edificación con una cantidad importante
de dinero, que permitió empezar las obras, reser-
vándosele el honor de colocar la primera piedra (1).
Después, Newman recogió el dinero que faltaba
con limosnas de sus amigos universitarios de otros
bienhechores. El obispo de Oxford, que siempre
trató a Newman con especial consideración, fue a
consagrarla en el año 1836. Resultaba simpático
presenciar la dignidad, y a la vez la sencillez, de
aquella ceremonia, en la cual los clérigos y pro-
hombres universitarios compartían un mismo gozo
con los rústicos campesinos que nunca habían par-
ticipado en una fiesta, para ellos, de tanta solemni-
dad.
Con el fin de proporcionar una mejor atención
pastoral a aquella vecindad, Newman pensaba que
era preciso constituirla en parroquia, segregándola
de la de Santa María (2). En realidad, la clase de
fieles que frecuentaba Santa María era menos apta
para el ejercicio de un apostolado tal como era
costumbre organizar en las parroquias. Newman,
al principio, sintió la soledad y fue mirado con ex-
trañeza cuando se propuso restablecer ciertos cultos
tradicionales, raramente mantenidos en otras par-
tes, donde las iglesias permanecían cerradas y sin
(1) July, Tuesday, 21st. A gratifying day. I laid the first stone of the church at Litt-
lemore. The whole village there. The Hackers, Thomsons, Keble, Eden, Copelend,
J. H. a nice address. Prayers, Creed, and Old Hundreth Psalms, del diario de Mrs.
Newman, cit. en L.D., Yol. V, p. 106. En la conclusión del discurso al cual se refie-
re la madre de Newman, éste decía: «Todo cuanto es nuevo es como la hierba...
―Every thing is new like grass, withering ere it is grown up; but the Word, and
the Church, came of old from the everlasting God, and abide for ever». (ibíd.). Una
visión de esperanza que resurgirá en él otras veces, especialmente en sus poesías.
(2) «My plan is this - ultimately to make Littlemore and St Mary's practically separa-
te parishes, and at present to provide a person who... Would take Littlemore en-
tirely or almost entirely to himself, en una carta a Robert Isaac Wilberforee, y lo
mismo a Richard Hurrell Froude, L. D., vol. II, pp. 162-163.
14 (164)
culto ni predicación la mayor parte de los días. La
notabilidad le fue viniendo a medida que a la
gente sencilla —principalmente tenderos, criadas o
trabajadores con horas libres― se unieron compa-
ñeros y discípulos de la Universidad, incluso críti-
cos y curiosos, a la vista de un celo que resultaba
inusual.
El culto
y sermones
en Santa María
Sus sermones semanales llegaron a crear
una verdadera expectación. Incluso los colegios
modificaron el horario de los comedores para faci-
litar la asistencia a aquella predicación. Pero el
propio Newman consideraba todo aquello como
circunstancial, «del Movimiento», y no una activi-
dad estrictamente parroquial. Desde su punto de
vista eran mejores parroquianos los feligreses de
Littlemore que el público que llenaba el templo de
Santa María.
Newman amaba Littlemore. Hacía de aquel lu-
gar la meta frecuente de sus largas caminatas, y
el camino andado en soledad le servía para pensar
en sus sermones, para meditar sus escritos en pro-
yecto, en los tracts a redactar, mientras profundi-
zaba en las reflexiones que, entre temores y espe-
ranzas, la plegaria llenaba de transparencias. Era
en esta oración donde, día tras día, se acrisolaba y
crecía en exigencia y pureza su amor por la «ver-
dadera» Iglesia de Cristo. Llegó a un punto en el
que le pareció que ya no le quedaba nada por de-
cir, y que se acercaba, en todo caso, la hora de sa-
car las consecuencias, tanto él como los que le oye-
ran, que la recta conciencia exigiera. No era que
se sintiera cansado, pero sí que estaba convencido
de que, como anglicano, había hecho de su parte
todo lo posible para acercarse y acercar a otros a
la noción original de la Iglesia, a la par que aus-
cultaba los latidos de esta misma Iglesia contem-
plándola en su historia. No le quedaba ya nada por
decir; quedaba solamente, toda vía, la necesidad de
rogar por sí mismo y de exhortar a que hicieran lo
15 (155)
propio los demás. Fue así como comenzó a conside-
rar la posibilidad de retirarse a Littlemore.
El retiro
en Littlemore
Por otra parte, durante el verano de 1839, co-
menzó a sentirse desautorizado para aconsejar y
hacer de guía a seguidores y simpatizantes. Nece-
sita el silencio para él mismo. Si los amigos insis-
tían en que no debía renunciar a Santa María, bus-
caría a alguien que por lo menos le substituyera
temporalmente y, mientras, él se instalaría en Litt-
lemore, en donde, desde hacía algún tiempo, ya
había tomado la costumbre de permanecer algún
pequeño lapso de tiempo, cada vez menos espacia-
do; por otro lado, ello redundaría en beneficio de
aquella feligresía. Se repetían las acusaciones de
«romanista» con insistencia, a pesar de que él se
esforzaba, todavía, frenando los impulsos de algu-
nos que, según su criterio, se precipitaban al apro-
ximarse al catolicismo. De nada le valió publicar
en el British Critic, en enero de 1840, un largo
artículo en el que abundaban las críticas a la Igle-
sia de Roma (3). El desencadenante de la decisión
final fue la publicación del Tract 90, en enero de
1841, que despertó las mayores controversias y, fi-
nalmente, la condenación, por parte de los miem-
bros de la jerarquía anglicana, uno tras otro. No
supieron ver que, en realidad, aquel escrito repre-
sentaba el último y máximo esfuerzo de Newman
para contener las simpatías de los que miraban ha-
cia Roma. En realidad, como él mismo haría notar,
«no se produjeron conversiones hasta después de
la condenación del Tract 90» (4).
Sobriedad,
plegaria,
estudio
En una carta a su hermana, de febrero de 1812
(5), le recuerda que su determinación no es otra
(3) Cf APOLOGIA (M. J. Svaglie, ed.), p. 119.
(4) APO., p. 131.
(5) LETTERS OF JOHN HENRY NEWMAN (D. Stanford, ed.). p. 88.
16 (156)
cosa que el resultado de unos pensamientos que lo
acompañaban desde hacía mucho tiempo, tal como
veía reflejados en unos versos de Horacio: «Ya has
jugado bastante, y comido, y bebido, y es hora de
que te retires, no sea que, bebiendo demasiado, ha-
burla de ti y te echen fuera los jóvenes, a quie-
nes sientan mejor las locuras» (6). Con elegancia
clásica, pide prestados los versos de Horacio, y así
se ahorra de decir más cosas. Podía haber copiado
más arriba, en la epístola del poeta, porque tam-
bién en aquellos versos se refleja la sabiduría que
exhorta a evitar el ejemplo del hombre imprudente
o avaro, y seguir el del sereno, sencillo y sobrio
—como tal vez Newman recordaba en una poesía
escrita años antes, con ocasión de su viaje por el
Mediterráneo— (7). También recordaría al clásico
cuando éste propugna el desasimiento, frente a las
ambiciones humanas: «Lejos de mi casa la miseria
humana: poco me importa que la barca que me lle-
ve sea chica o grande, con tal que me lleve; por-
que a la postre el pasajero es el mismo. Si el aqui-
lón propicio no hincha las velas, tampoco tendré
que pasar la vida luchando contra la violencia del
furioso austro. En fuerzas, en ingenio, en figura, en
valor, en linaje, en bienes, soy el último de los pri-
meros y el primero de los últimos».
Es la sobriedad de la virtud, la «fuerza del si-
lencio» (8), de la plegaria y del estudio. Sin perder
la paz interior, no había descuidado prepararse un
refugio a la sombra de aquel modesto lugar, que
se le antojaba pacífico como Belén, en contraste
(6) «Lusisti satis, edisti satis atque bibisti; / tempus abire tibi est, ne potum largius
aequo / rideat et pulset lasciva decentius aetas». Hor. EP. II, vv. 214-216 y, los ci-
tados a continuación, vv. 199-204.
(7) VERSES ON VARIOUS OCCASIONS (1868), p. 98, que reproducimos en la traduc-
ción de la p. 2 de este mismo número de LAUS.
(8) CF IS 30, 15.
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con la Jerusalén poderosa y sabia, próxima y dis-
tante a la vez, representada por Oxford y la Uni-
versidad.
La única
riqueza
Había comprado en Littlemore un terreno y
unos establos abandonados. Por lo menos hacía
falta proceder a una gran limpieza, que se empren-
dió, hasta obtener un espacio habitable, en medio
de una gran sencillez. Y allí fue llevando Newman
sus libros —su única riqueza―, convirtiendo aquel
rincón en un oasis de paz, desde donde emprende-
ría luego mayores batallas para su propio espíritu,
abnegadamente, austeramente, hasta alcanzar la
luz. Difícilmente podían comprenderle los que, mi-
rando siempre hacia fuera de sí mismos, andaban
preocupados por alcanzar el triunfo dialéctico.
Newman, en cambio, miraba hacia dentro, ahon-
dando en la propia conciencia, dolorosamente,
mientras esperaba el gran amanecer en el cielo de
su propio espíritu.
El hombre, en su profundidad más honda, de lo que
tiene una conciencia más clara es del hecho de que
todo su saber —lo que él llama así en su vida coti-
diana— no es más que una pequeña isla perdida
en el océano infinito de lo que queda por explorar:
una isla flotante, que nos es quizá más familiar que
aquel océano, pero que en definitiva sabemos que
está sustentada por él y que sólo así nos sustenta.
Por tanto, la pregunta existencial que se presenta
al que conoce os si puede preferir la pequeña isla
de lo que él llama saber al mar del Misterio infinito.
Karl Rahner, S. I.
18 (108)
Normas para orar
con sencillez
1. Tómate cada día dos minutos para permanecer solo y en paz.
Relaja tu cuerpo, tu cabeza y tu corazón.
2. Habla a Dios con sencillez y naturalidad, y cuéntale lo que te
preocupa. No hace falta que uses fórmulas extrañas. Háblale
con tus propias palabras. Él te entiende perfectamente.
3. Entra en diálogo con Dios cuando te encuentres en tu trabajo
diario. Cierra los ojos, aunque sea sólo por unos segundos,
dondequiera que estés: en medio de tus negocios, en el
autobús, en la mesa de trabajo.
4. Convéncete de esta verdad: Dios está contigo y quiere
ayudarte. No es que tú has de perseguirle para alcanzar que
te bendiga: es totalmente a la inversa, porque es el que
quiere bendecirte.
5. Ruega con la seguridad de que tu plegaria se convierte
inmediatamente en eficaz, más allá de tierras y mares, y
protege a tus seres queridos dondequiera que se encuentren,
y hace que llegue a ellos el amor de Dios.
6. Cuando hagas oración, has de tener ideas positivas, no
negativas.
7. Apenas te dispongas a rogar, reafirma siempre la actitud de
estar dispuesto a aceptar, sea la que sea, la voluntad de Dios.
8. Cuando ruegues, déjalo todo en manos de Dios. Pídele
fuerzas para hacer todo lo que esté de tu mano; que el resto
queda en las suyas, que son las mejores.
9. Pronuncia una buena palabra de intercesión en favor de
aquellos que no te quieren o que no te han tratado bien. Con
ello obtendrás un vigor y una fortaleza extraordinarios.
10. Cada día deberías hacer una oración por tu país y por paz.
TH. BOBET,
(neurólogo de Zürich)
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Cielo.
La figura de este mundo,
afeado por el pecado, pasa;
pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada
y una nueva tierra donde habita la justicia,
y cuya bienaventuranza
es capaz de saciar y rebasar
todos los anhelos de paz
que surgen en el corazón humano.
Entonces, vencida la muerte,
los hijos de Dios resucitarán en Cristo,
y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad
y de la corrupción
se revestirá de incorruptibilidad,
y, permaneciendo la caridad y sus obras,
se verán libres de la servidumbre de la vanidad
todas las criaturas
que Dios creó pensando en el hombre.
Vaticano II, IM 39
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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