Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 262. DICIEMBRE. Año 1989
SUMARIO
QUE venga otra vez Jesús; que venga al mundo;
que venga a la Iglesia; que venga a cada uno
de nosotros. Que nos traiga todo el bien divi-
no que deseamos, no como un milagro de su
poder, sino como una gracia que esperamos para
que nos ayude a ver la verdad, a descubrir y recha-
zar las mentiras, a sanar las injusticias, a limpiar-
nos de las envidias, a disolver las hipocresías que
todavía son el lodo de los caminos del mundo agi-
tado y cambiante, y también de la Iglesia peregrina
y de las ambiciones de la mezquindad humana.
ADVIENTO
PODERES
CRISTO POR QUÉ, PARA QUÉ
CRISTO VUELVE EN SUS MÁRTIRES
CIUDAD GRANDE, CIUDAD PEQUEÑA
PERMISO PARA SER HOMBRE
SAINT-EUSTACHE Y EL P. EMILE MARTIN
ÍNDICE DEL AÑO 1989
1 (161)
Tiempo de oración:
ADVIENTO
Señor: el tiempo de adviento
nos obliga
a la gran meditación sobre el hombre,
al descubrimiento de la verdadera condición
de la vida humana
y de nuestra maravillosa suerte
de tenerte por
hermano nuestro,
como Dios hecho hombre
para nuestra salvación
y para que el hombre pudiera verse asociado
a la misma vida de Dios.
Por eso Navidad
es la fiesta más grande del mundo,
mientras éste experimenta su crecimiento
y aspira a la plenitud de la vida.
No permitas, Señor, que apaguemos
la llama que resplandece desde el interior
del misterio de Navidad:
la fe en el Verbo de Dios hecho hombre,
para que la tengamos encendida
y sea tu luz, tu bondad, tu alegría,
derramándose en nuestras almas
y en nuestros hogares.
Y recordemos contigo a María,
la portadora —¡lámpara!— de esta luz.
Pablo VI,
(4.12.1977)
2 (182)
Poderes
AMBICIÓN de poder y ansia de dinero —porque el dinero da poder― es lo que
mueve el mundo, y es el pecado del mundo. Cuando clamamos demasiado con-
tra otros pecados, es para distraernos del mayor de todos, erigido en dios por
los mundanos. Frente a este dios elegido, el verdadero Dios sólo es admitido
con facilidad allí donde se le deja ―o parece que se le deja― en compatibilidad con
el falso. De ahí viene que el pecado del hombre, y todo pecado, es siempre idolatría,
es decir, falsificación de Dios, substitución por los ídolos, o confusión con ellos. Poco
importa el credo que el pecador blasone profesar. Por ejemplo: vale más un buen
mahometano, un honesto incrédulo, que un mal cristiano.
Si el pecado del mundo es ése, no nos puede sorprender el desconcierto que
causa el verdadero Dios cuando desciende a nivel humano y, siendo omnipotente,
nace, vive y muere pobre, y renuncia a competir con las aparentes grandezas en las
que se apoya la miserabilidad del corazón humano, que servilmente admira cuando
no las puede alcanzar o envidia intentando usurparlas. Eso explica muchas tristezas
— ahora se llaman "complejos"— y la precariedad y falta de paz entre los hombres y
las sociedades.
Afortunadamente para la primera Iglesia, las persecuciones la liberaron de la
tentación de presentarse frente al mundo como competidora. Sólo en la Iglesia, en-
tonces y después, la pobreza, la libertad y la persecución tuvieron tanto que ver
entre sí, y se convirtieron en fidelidad y amor puro a Dios, y testimonio de Jesús
ante el mundo. Esto es lo que entendieron los verdaderos santos.
Pero no todos fueron ni somos santos. A partir del reconocimiento público y de
la paz constantiniana, la Iglesia que fundó Jesucristo fue y sigue siendo esa maravi-
llosa empresa divina que reúne a los bautizados en Cristo, a pesar de que, en su ca-
mino terreno, nunca se ha visto totalmente libre de peligros y de pecados, el mayor
de los cuales será siempre el de ceder a la falaz tentación de admitir que, para ha-
cer el bien, hay que apalancar en el poder y en las ambiciones humanas el anuncio
3 (183)
y la esperanza victoriosa del Reino de Dios, compitiendo con los reinos de este mun-
do y, como ellos, dejar para la sublimación sentimental y poética la literatura
bíblica, o el romanticismo demasiado ingenuo, tal como suponen que se tomaron el
ejemplo de Cristo y su Evangelio los primeros mártires. Lo importante sería, según
tales competidores, convencer para su causa, en primer lugar, a los sabios, ricos, mi-
litares y políticos, y formar con ellos una gran sinagoga, la cual, una vez poderosa,
sometería y moralizaría el mundo y los hombres para el imperio del bien, según la
manera que ellos lo entienden.
La impaciencia del hombre terrenal frisa por el éxito y el triunfo en este mun-
do, con ninguna o escasa esperanza para más allá del tiempo, y la nueva sinagoga,
competidora con los poderes del mundo, le ofrece la sugestión de participar en ta-
les triunfos, por medio de técnicas que se anticipan a la esperanza cristiana. Llama-
rían espiritualidad propia al hermetismo sectario, y santidad a la moral farisaica. Y
todo acabaría en disciplina, sin espacio para el amor. La compensación a esa frialdad
sería la vanidad de participar en el éxito estadístico, y la sugestión de seguridad su-
ministrada al hombre miedoso.
Esta hipótesis nunca se ha podido realizar en la Iglesia; pero, a lo largo de su
historia, no han faltado intentos de llevarla a cabo, ni tentaciones y pecados de po-
der. Sin embargo, aun en los pecados, la misma Iglesia nunca ha dejado de predicar-
nos a Cristo pobre e inerme, con una fidelidad a la que siempre vuelve los ojos, no
para encandilar os con el resplandor de su belleza, sino para convertirnos, con la
fuerza de su verdad divina, al único modelo infalsificable.
Testigos.
Los cristianos aman a cuantos a su alrededor llevan el nombre de Cristo;
pero se sienten en peligro de asfixia por los vapores perturbadores en que
viven gran parte de los hombres, y, aunque no pueden descubrir a los ver-
daderos autores del mal, están seguros de que se trata de un mal que es
posible evitar y denunciar y que tiene su origen en algún lugar de la Igle-
sia. De este modo, sea alto o bajo el lugar que ocupen, los verdaderos fie-
les son testigos: testigos de Dios y de Cristo, en sus vidas y en sus afirma-
ciones, sin que se paren a juzgar a los demás, y menos glorificarse a sí
mismos. A semejanza de la luz, dan testimonio por contraste, junto a las
tinieblas. Reciben el desprecio, la burla y la oposición del mundo, mez-
clados, es cierto, con alabanzas y respeto que duran poco y se convierten
pronto en molestia y odio. Por eso necesitan ser confortados, cosa que, a
primera vista, no parece hacer la Iglesia cuando corren peligro
ante la amenaza ascendiente de la impiedad.
J. Henry Newman, C. O.,
(PPS III, 17)
4 (164)
Cristo por qué,
para qué
DIOS, que es omnipotente, po-
día redimir al hombre, re-
mediar todos sus males, per-
donarle los pecados, elevarlo a la
vida sobrenatural, reunirlo en Igle-
sia, darle a ésta los instrumentos
santificadores convenientes para
aplicarlos a los hombres, y reve-
larle la doctrina sobre él mismo y
sobre el destino último de la hu-
manidad, sin necesidad de descen-
der hasta nosotros y hacer igual
en todo, menos en el pecado. En
esencia, la fe en el Dios verdadero
ya existía sobre la tierra, y habían
existido y existían hombres santos,
desde Abraham, que le habían sido
fieles. Con la venida de Cristo,
cambiaron las cosas, mas no se aca-
barían los pecadores. ¿Vino, acaso,
para que nos diéramos cuenta de
lo que este pecado de los hombres
puede causar a Dios mismo, cuan-
do osa encubrirse con nuestra na-
turaleza, o a los enviados de Dios,
aunque legitimen la autenticidad
de su misión con la santidad y los
milagros?
La fe, como aceptación ideal del
Dios supremo, no es suficiente
para la justificación. El culto que
se le tribute sin que parta de la su-
peración de este fideísmo se pare-
cerá a los ritos de la magia primi-
tiva, numinosa. A pesar de la fe y
la esperanza de los que constituían
«el resto de Israel», esa desviación
existía al lado de la frialdad escép-
tica y distante, con poco más del
espacio para que constituyera la
base de un orgullo nacional con
ideas mesiánicas envueltas en re-
sentimientos políticos, y la sober-
bia teológica de la casta sacerdotal,
que no cesaba de proclamar su fi-
delidad al Dios verdadero, y que
había convertido en oficio y cate-
goría social, privilegiada y podero-
sa, completada con la seguridad de
la propia santidad de que hacían
ostentación los fariseos, es decir,
los que cran tenidos por virtuosos,
y ellos mismos se complacían en
cultivar esa imagen y ese prestigio.
Aunque le costaría muy caro, al-
guien tenía que venir a decir a los
5 (165)
sencillos de corazón: «Si vuestra
justicia no supera la de los escribas
y fariseos, no entraréis en el Reino
de los cielos».
Los ritos, los actos de culto, jus-
tos y decorosos, necesarios y aptos
para honrar a Dios y proclamar
que dependemos de él, tienen siem-
pre el peligro de substituir al actor
de la ofrenda, que en ellos quiere
ser actor y representado. El signo
solamente no es la vida, y el ver-
dadero culto y sacrificio del cora-
zón, ya recordado por los profetas,
se había soslayado. La liturgia era,
entonces, un juego, un espectáculo,
con la elocuencia sublime del arco
que, desde el nivel del hombre, as-
pira a alcanzar a Dios, a quien se
dirige. Pero Dios, aun antes que
nuestros dones, nos quiere a noso-
tros mismos. El verdadero culto
es el del corazón, y el corazón es
el único que puede dar verdadero
valor y sentido a todas las ofren-
das. Vendría Dios, se haría hombre
como nosotros, y se ofrecería a si
mismo al Padre. Esa ofrenda luego
tendría que repetirse misteriosa-
mente, sacramentalmente, y, con-
vertida al mismo tiempo en signo y
realidad, permitiría que nos inte-
gráramos en ella consumando nues-
tra entrega a Dios con la de Jesu-
cristo. El rito, como simple juego,
aunque se refiera a Dios, es enaje-
nación; pero cuando no se reduce
a pura estética, sino que va del co-
razón del hombre al corazón de
Dios, es comunión. Cuando Dios
desciende y es aceptado, se produ-
ce este abrazo sublime y transfor-
mador La religión de Israel era la ver-
dadera, pero los agentes que ve-
laban por ella y adoctrinaban y
ritualizaban sus manifestaciones
tomaban, con harta frecuencia, su
tarea con el orgullo del que se sien-
te promocionado más elevado y
distinto de los demás; les faltaba la
idea de servicio, que era substitui-
LAUS
es una publicación periódica, propiedad de la Congrega-
ción del Oratorio de San Felipe Neri, de Albacete, que
se reparte gratuitamente a los amigos del Oratorio que
lo solicitan, y se sostiene, al igual que las demás activi-
dades de la Congregación, con el trabajo de sus miem-
bros y las aportaciones espontáneas de los fieles. Esta
Congregación del Oratorio no recibe ni ha recibido
nunca ninguna clase de paga o subvención del Estado
ni de ningún otro organismo.
6 (166)
da por la de vicariedad divina, que
convertía en conciencia de poder
la espiritualidad del amor y de la
santa esperanza en el Reino, lim-
pia de pretextos para el afianza-
miento en las seguridades y hono-
res terrenos. Hacía falta, pues, que
viniera el más grande Señor y die-
ra a todos el ejemplo de una hu-
mildad que luego se tendría que
convertir en lección frente a la
asamblea de la Iglesia. «El que
quiera ser grande que se haga ser-
vidor de todos..., como el Hijo del
hombre, que no ha venido para
que le sirvan, sino para dar su vi-
da».
Lo difícil era estar en el inundo
sin ser del mundo, y con la preten-
sión de hacer bien a este mundo,
preocupado en hacerse un cielo en
la tierra, y hasta en utilizar a Dios
para este mismo propósito. Un sim-
ple mortal, un hombre, aun inspi-
rado por Dios mismo, no habría
logrado interpretar este modo y
estilo de manera que se pudiera
convertir en paradigma a la vez sig-
nificativo y definitivamente eficaz
para transformar los pensamientos,
las vidas y los corazones de los ca-
paces de creer en el Dios verdade-
ro, como hijos de Abraham, el pri-
mero de los creyentes. Dios mismo
tenía que venir a enseñárnoslo,
como el que muestra una verdad
que es para la vida, que ha de ser
verdad y vida.
Dios
bendiga
su gracia
y haga
felices
a nuestros
amigos
en esta
Navidad
y siempre
7 (167)
Cristo vuelve en
sus mártires
Salvete flores martyrum,
ceu turbo nascentes rosas!
(De la Liturgia)
EL que se esté dispuesto a dar
la vida por una idea es señal
de que sinceramente se cree
en ella. El martirio es el
testimonio pacífico de aquellos que
creen, no ya en una idea —sería p-
oco—, sino en la persona de Jesucristo.
Creer no consiste en la parra acepta-
ción de un ideario simplemente pa-
ralelo a lo concreto, sin vinculación
explícita con la misma vida en todas
sus exigencias. Tampoco le basta a la
le cristiana con la adhesión a un có-
digo de conducta que se toma como
suficiente para resolver problemas
morales y tranquilizar la conciencia,
nunca dispuesta del todo a renunciar
a los egoísmos profundos, a los place
res y a las glorias de este mundo.
El mártir es testigo de Cristo y de
la Iglesia: allí donde se encuentran
los que sinceramente se esfuerzan por
repetir en sí mismos la vida de Jesu-
cristo y, fieles al Evangelio, no re-
chazan correr igual suerte frente al
mundo, allí está la Iglesia, viva en la
vida, en la suerte y en la muerte de
sua testigos pacíficos, como lo fue el
Señor.
¿En qué se distingue el mártir cris-
tiano de los demás testigos y defen-
sores de la verdad y de la justicia
en el mundo? Porque muchos de és-
tos también estarían o están dispues-
tos a dar la vida por lo que creen que
es bueno y justo. La diferencia esta
en que el testigo cristiano ―el már-
tir― renuncia a la fuerza y a la vio-
lencia para proclamar y defender la
verdad de Cristo, en la que se contie-
ne la mayor dignidad con las más
hondas exigencias —hijo de Dios
hermano de los demás hombres― pa-
ra la edificación en la verdad, la jus-
ticia, la esperanza y el amor del Rei-
no de Dios, que comienza en este
mismo mundo, pero que se proyecta
hasta la eternidad.
Los demás reinos carecen de esta
pureza y de su profunda exigencia, a
8 (168)
la que es imposible aproximarse sin
pasar por la conversión del corazón
a la gracia que Dios ofrece a todo
hombre, cuya causa y modelo es Cris-
to, que el cristiano tiene que repro-
ducir.
Pero ¿no es pedirle demasiado al
hombre cuando se le presenta el mo-
delo de Cristo? Dios cree en el hom-
bre. La Iglesia es la demostración de
lo que Dios espera de nosotros. Con
todas las flaquezas y pecados que te-
nemos los cristianos, la Iglesia ha
contado siempre con el ejemplo de
los que han dado testimonio de la fe,
reproduciendo a Cristo en las pala-
bras, en los actos, en la vida y en la
muerte. En el hombre hay un fondo
de nobleza y de generosidad que le
capacita para los grandes ideales.
Ideales que no caben en la propia
vida, que valen más que la vida, que
los violentos no han sabido descu-
brir, o que los juzgan como inútil es-
toicismo; pero que son ideales naci-
dos de la fe, de la esperanza y del
amor. Ideales que son incompatibles
con los egoísmos, pues éstos son los
que generan las injusticias y todos
los pecados del mundo.
Cuando alguien levanta la voz pa-
ra repetir una palabra de Cristo y
recuerda su exigencia, conturba a los
instalados en su paraíso terreno, y,
no les gusta ni conviene el
mensaje del Evangelio que se les pro-
clama, matan al mensajero. Los re-
cientes mártires de El Salvador son
un ejemplo más, que llena de con-
suelo a la Iglesia, porque allí sus me-
jores hijos, pacíficamente, han caído
como semilla en el surco de la enor-
me injusticia de los más poderosos,
para ser esperanza de los más pobres,
y se convierten, frente a los ojos de
todo el mundo, en torbellino de luz,
como si Cristo, el de las bienaventu-
ranzas, hubiese vuelto, hubiese ha-
blado otra vez y hubiese muerto de
nuevo.
9 (169)
Ciudad grande
ciudad pequeña
LAS informaciones
que nos han lle-
gado sobre las
ciudades de la anti-
güedad son escasas
para podernos formar
una idea exacta de to-
dos sus caracteres y
magnitudes. Los res-
tos de la literatura, la
arqueología, nos suministran los pocos da-
tos preciosos de que disponemos para apro-
ximarnos a ellas. No ocurrirá lo mismo,
aunque transcurran muchos siglos, cuando
las generaciones que sigan a la nuestra
quieran documentarse de cómo fueron
nuestros núcleos de población.
Podemos suponer, con verisimilitud,
que la Roma del siglo primero de nuestra
era, entre libres y esclavos, sobrepasaba
el millón de habitantes. Su crecimiento se
había despegado en el siglo anterior, pero
alcanzó su esplendor máximo durante el
imperio de Augusto. Éste dio la paz al mun-
do y propició el esplendor de las letras, la
oratoria y las artes, con Horacio, Virgilio,
Ovidio, Catulo, el español Marcial, y otros.
Mecenas, amigo del emperador, protegió
ese desarrollo cultural. De Marcial son es-
tos versos: «Oh Roma, diosa de continentes
y naciones / por ninguna otra igualada, dis-
10 (170)
tinta a todas» («Terrarum dea gentiumque,
Roma / Cui par est nihil et nihil secundum»,
Ep XII, 9, 1-2). ¡Con razón quiso Augusto
censar a la población de todos sus domi-
nios! Roma, para aquella época, era y re-
presentaba lo que Nueva York u otra gran
ciudad moderna pueda significar para nos-
otros. Pero el Hijo de Dios, cuando se hizo
hombre, no eligió nacer allí.
No tan grande, pero también famosa,
sin tanto poder, pero evidentemente más
culta, era Atenas. Su esplendor fue anterior
al de Roma y superior su influencia inte-
lectual, de la que todavía vivimos. La gran-
deza del siglo de Pericles es comparable
solamente al movimiento cultural del Re-
nacimiento italiano, iniciado en Florencia.
Roma representaría la fuerza, el derecho,
y, en arte y letras, sería tributaria de los
griegos. Atenas era la ciudad que hoy lla-
maríamos de los intelectuales, inventores
de la democracia, en
un sentido más estric-
to que el sistema po-
lítico que en nuestros
días usa este nombre.
Sus calles eran tor-
tuosas, sus casas en-
debles y desprovistas
de ornato, sin em-
bargo sus edificios pú-
blicos magníficos y decorados espléndida-
mente. Un adorno privado exagerado hu-
biera parecido una profanación frente a la
grandeza admirable de los templos de la
Acrópolis y los edificios municipales del
Ágora. Lo grande y espiritual, como lo be-
llo y lo sagrado, era común. Más tarde, la
razón de la fuerza sometió y en parte muti-
ló aquel esplendor, pero nunca pudo apa-
garlo del todo, y pervive convertido en pa-
trimonio de la humanidad. Pablo se admiró
de la ciudad, cuando llegó a Atenas. Sin
embargo, el Hijo de Dios, cuando se hizo
hombre, no prefirió nacer allí, ciudad culta
y sabia, de poco más de medio millón de
habitantes, la mayor de Grecia.
Otra ciudad que pudiera haber elegido
Cristo para aparecer entre los hombres
fue Jerusalén, la capital de los judíos. Supe-
raba escasamente los cien mil habitantes
cuando nació Jesucristo. Era la ciudad san-
11 (170)
ta, en la que permanecía vivo el símbolo de todas las espe-
ranzas bíblicas, especialmente por su templo, recuperado y
restaurado para el culto solemne, dedicado al Dios verdade-
ro, cima a la que miraban los ojos de todos los patriarcas
y profetas. Jesucristo respeto aquel lugar, lo visitó, lo habría
deseado purificado del tráfico de mercaderes y limpio de las
hipocresías de muchos de sus escribas y sacerdotes. Cuando
lo contemplaba emocionado, pensaba en el templo mayor de
la Creación con Dios presente en toda su amplitud, y en el
templo más profundo de todo hombre que acepta a Dios: el
propio corazón. Él venía a universalizar el proyecto de Dios
anunciado por los profetas.
En definitiva, Cristo no quiso nacer en la ciudad más
grande y poderosa, ni en la más sabia, ni en la más santa. Na-
ció en Belén de Judá, no tan pequeña (apenas mil habitantes)
que no pudiera ofrecerle por lo menos un rincón en un esta-
blo, a falta de casa o palacio, como un hombre cualquiera,
aunque decente y medianamente bueno, hubiera deseado o
exigido por poca que fuese su dignidad. Quiso nacer en la
Belén humilde: Más tarde, después del exilio, viviría en Na-
zaret, todavía más insignificante que Belén, de la que hubie-
ra sido raro «que surgiera nada bueno», tal como, además
del Evangelio, nos testimonió Flavio Josefo, buen conocedor
hasta los pequeños detalles de toda la Palestina del tiempo de
Jesús, que ni siquiera hace mención de ese santo lugar don-
de transcurrió la que llamamos vida oculta de Jesús.
Nosotros, sin ser dioses, seguramente hubiéramos elegi-
do alguna de las ciudades que Jesús desechó, siquiera por es-
conder complejos.
Los pensamientos solapados alejan de Dios, y el Poder de Dios, some-
tido a prueba, confunde a los necios que le han provocado.— Sb 1,3
12 (172)
PERMISO
PARA SER HOMBRE
La fuerza
de la verdad
LA MENTIRA es la fuerza del que no lleva ra-
zón, y a ella acude el maligno cuando no es-
tá seguro de la capacidad de su poder, para
imponer su dominio. La verdadera fuerza es la ver-
dad; pero ésta solamente se manifiesta y permanece
en los limpios de corazón, en los sinceros, a quienes
horrorizaría «pecar contra la luz», como diría New-
man. Toda aproximación a la verdad y al bien que
contiene y anuncia es imposible sin la sinceridad
del que la dice y representa, y del que la recibe y
asume. Aún antes del orden de la gracia y la par-
ticipación en la vida divina, es necesaria la apertu-
ra sincera, a nivel natural, para que sea receptivo
de dones más altos. Primero fue el orden natural,
inteligente y hambriento de verdad. La Biblia in-
troduce la metáfora del drama original del hombre
recién creado por Dios, que se debate y cede a la
lisonja de la mentira que le seduce engañándole
con la promesa y ofrecimiento de falsas grandezas.
Esa tentación se repetirá a través de la historia de
la humanidad. La imagen literaria de la serpiente
del Génesis se convierte en dragón que amenaza
con devorar al Hombre nuevo del Apocalipsis. El
que vino «para dar testimonio de la verdad», y que
tendrá que enfrentarse a los falsos creyentes en el
13 (173)
Dios verdadero, para decirles: «¿Quién de vosotros
puede acusarme de falsedad y pecado?»
Miedo
à la verdad
La verdad es la única fuerza incontaminada, pe-
ro intolerable para los ojos turbios e hipócritas de
los idólatras. No importa que a veces se tropiecen
con el Dios verdadero, porque lo tratan no más
que como un ídolo, y lo consienten sólo hasta don-
de no molesta o altera lo que realmente prefieren y
defienden por encima de todo, incluso por encima
de la verdad y la justicia. Cuando contemplan al
resto de los mortales, si los juzgan superiores, los
envidian; si los miran por debajo de ellos mismos,
los desprecian. Nunca aman a los demás como
ellos quisieran ser amados o tratados en la hipóte-
sis de hallarse en aquel lugar o estado.
El estilo
de Cristo
Cristo vino a este mundo y minó su seguridad ar-
tificial, violenta y egoísta. Tropezó, de inmediato,
con Herodes, después con los fariseos, con Judas,
con Pilatos... No exhibió su condición divina; no
reclamó privilegio alguno; renunció a las dignida-
des y a cualquier altura social que pudiera haberle
encumbrado y granjeado mayor respeto, tal vez co-
mo otros hubieran podido pensar o nosotros mismos
pensaríamos, a fin de bien para influir sobre los de-
más. No asumió ningún oficio en el Templo, no eli-
gió para apóstol a ningún sacerdote ni ministro del
culto, no se revistió de ninguna divisa. Fue, simple-
mente, su apariencia la de «un hombre igual a no-
sotros en todo, menos en el pecado».
Pecado
de todos
A pesar de la modestia de su entrada en el mun-
do, convulsionó inmediatamente «a toda Jerusalén
ya Herodes», que sospechó tener en el recién na-
cido a un rival, y trató de eliminarlo recurriendo
al crimen. La matanza de los inocentes no sola-
mente fue un crimen sugerido por la ambición po-
lítica de Herodes, sino que otros colaboraron sin
14 (174)
oponer resistencia: unos por no perder el empleo,
otros porque la decisión del más fuerte les absolvía
de la apariencia de culpa, otros porque si ofrecían
la complicidad del silencio no corrían el riesgo de
ser excluidos de las ventajas del favor real. Estas y
otras excusas parecidas serán, y habían sido en la
historia de la humanidad, las razones de la com-
plicidad enmascarada de obediencia, escondida
tras la actitud hipócrita, o la venta de la propia
dignidad a cambio de honores, riquezas y segurida-
des para este mundo. Cristo quiso experimentar las
consecuencias de este pecado. Todavía no había
pronunciado una sola palabra y se convirtió en
blanco de la grandeza mentirosa de un rey inicuo.
Si Cristo hubiese entrado en el mundo revestido de
majestad, Herodes le habría reconocido y hubiera
tratado de aprovecharse de él, aun a costa del so-
metimiento humillante, como el que mantenía a la
sazón respecto al poder romano.
Sinceridad
turbadora
Cuando Cristo comenzó a hablar, la conmoción
de su verdad no alarmó a los sencillos de corazón,
ni, puede decirse, a los pecadores desacreditados
frente a la sociedad, sino a los israelitas tenidos
por justos, celosos de su dignidad y su poder, cui-
dadosos de observar ritos inútiles y recitar largas
oraciones, pero manteniendo el corazón lejos de
Dios. Cristo vino a buscar adoradores «en espíritu
y de verdad», y se granjeó la enemistad de los fari-
seos, aparentemente religiosos y observantes. Pro-
clamó incompatible la santidad que Dios quiere con
la que aparentaban los fariseos y escribas. Y esto es
lo que le llevó a la muerte. Que no fue sólo de ellos
la culpa, sino también de Judas, que se prestó a pro-
piciar la ocasión de detenerle —«Qué me dais y os lo
entrego?»—, y lo fue además el silencio asustado de
los que le habían seguido y recibido el beneficio de
sus milagros, la paz de sus perdones, la luz de sus
palabras. Cierto que, en muchos, pudo más la de-
15 (175)
bilidad que la conciencia de pecado, aunque tam-
bién hubo pecados, ingratitudes, despecho, envidia
y odio. No hay que generalizar ligeramente ni los
pecados ni las excusas de pecado; pero éste existe
cuando se olvida, contradice o sepulta la verdad
ofrecida limpiamente. Por eso puede decirse que el
pecado mató a Cristo, y matará lo mismo a los már-
tires, que son los verdaderos testigos de Cristo, el
cual vive en los que le confiesan.
La medida
del amor
Los mártires son los hombres más sinceros: dicen
la verdad con la entrega de la vida. Podemos creer
siempre en la sinceridad de los que defienden sus
ideales y su fe con la vida. La entrega de la vida
por un ideal es la medida suprema del amor a este
ideal, tal como pueden entenderlo los hombres. Por
esto Dios se hizo hombre, para que, muriendo, pu-
diéramos entender los mortales la fuerza y genero-
sidad de su amor, que llegaba al límite de lo que
humanamente se puede expresar. No hay amor más
grande que el de dar la vida. Dios se hizo hombre
para de esta manera decirnos cómo nos amaba,
de modo que pudiéramos comprender su amor, y
que fuese posible imitarlo.
La Iglesia lucha y sufre en proporción a lo bien
que representa el papel que le corresponde. Y si
no sufre, es que está adormilonada. Sus doctri-
nas y sus preceptos jamás serán del gusto de los
mundanos; y si el mundo no la persigue, es señal
de que ella no cumple su misión de predicar.
J. Henry Newman, C. O.,
(PPS V, 297)
16 (176)
SAINT-EUSTACHE
Y EL P. EMILE MARTIN
A QUIEN visita París por pri-
mera vez no le puede pasar
desapercibido el templo de
Saint-Eustache. Si desde Notre-Da-
me buscamos la cima de Mont-
martre, o si desde el atrio del Sacré--
Coeur, emplazado en esta colina,
miramos hacia abajo, la grandiosa
mole de Saint-Eustache (106 m. de
largo por 35 de altura) emerge en
la parte llana que discurre hasta
l'Île de la Cité. Esta iglesia magní-
fica es uno de los centros de culto
y de apostolado de los oratorianos
franceses. Hace sólo una veintena
de años que su entorno conservaba
todavía el bullicio del tradicional
mercado de Les Halles. En la actua-
lidad se integra serenamente en el
ambiente de las reformas que a par-
tir de la creación del Centre Pom-
pidou han dado nuevo carácter y
modernidad a aquel barrio tradi-
cional. Lo cual no ha impedido que
los Padres del Oratorio aumenten su
influencia, no sólo entre la vecin-
dad que les envuelve, sino en gran-
des sectores de la población parisi-
na. Sua cursos de formación para el
laicado y el esplendor con que ce-
lebran la liturgia constituyen una
presencia ejemplar y dinámica del
mejor servicio espiritual.
Este año celebrarán la Navidad
con la acostumbrada solemnidad, y
la música será, como siempre, uno
de los elementos que realzarán la
magnificencia del culto. Pero echa-
rán de menos, los más de cien can-
tores que forman la "schola" de
Saint-Eustache, la dirección de su
maestro de capilla, el P. Emile Mar-
tin, fallecido el siete de noviembre
pasado. Hombre estudioso, investi-
gador y de gran talento musical,
igualmente célebre como director
y compositor, creó los Chanteurs
de Saint-Eustache, organizó nume-
rosos festivales de música religiosa,
y coros y orquestra llenaron con
más de cuatro mil entusiastas asis-
tentes el espacio enorme del tem-
plo, repitiéndose en Notre-Dame y
otras partes.
Buen conocedor de la música
antigua, a partir de la griega ―que
constituyó el tema de su tesis doc-
toral―, hasta la más reciente, era
especialmente admirador de Bach
y muy crítico frente a la vulgariza-
ción degenerativa de muchas de las
recientes invenciones musicales, hi-
jas de la improvisación, la incom-
petencia y la falta de un elemental
buen gusto.
San Felipe le habrá recibido en
el cielo, en la apoteosis gloriosa de
los santos y de los músicos que han
querido, con el arte de la voz, ala-
bar a Dios en la tierra para partici-
par luego en la eterna bienaventu-
ranza.
17 (177)
ÍNDICE DEL AÑO 1989
TIEMPO DE ORACIÓN |
Adviento (Pablo VI) | 162
Blanco como la nieve (J. H. Newman) | 2
El cielo nace de la tierra (J. H. Newman) | 42
El sacerdocio de Cristo (Ritual de Órdenes) | 122
Humillación (J. H. Newman) | 142
Oración pascual (Lit. hispánica) | 63
Plegaria por la Congregación del Oratorio | 82
Sensibilidad (J. H. Newman) | 22
Te he buscado, Señor (san Agustín) | 102
TEMAS |
Amigos y hermano | 20
Ciudad grande, ciudad pequeña | 170
Conversión, tradición y novedad | 25
Cristo por qué, para que | 165
Cristo vuelve en sus mártires | 168
Formas | 123
Iglesia santa | 150
La doble realidad | 27
La eficacia y el poder | 69
La fuerza de la oración | 65
La zarza ardiendo | 43
Las vocaciones convergentes | 10
Más sacerdotes y más cristianos | 125
Momentos | 143
Permiso para ser hombre | 173
Poderes | 163
Prevente continuo | 23
Raíces | 3
Receta para la conversión | 45
Una estrella sobre el camino | 5
Una presencia | 63
18 (178)
SAN FELIPE NERI Y EL ORATORIO |
Arlotto Mainardi y san Felipe Neri | 92
De la mortificación | 39
De la oración | 29
Frases de san Felipe Neri a los jóvenes | 89
La galaxia de Dios | 105
La nueva vidriera del Oratorio de Albacete | 90
Las siete iglesias | 38
Para ser santo | 145
Qué es el Oratorio | 87
Responder a Dios. San Felipe Neri, sacerdote | 130
Saint-Eustache y el P. Emile Martin | 177
Singularidad del Oratorio | 133
Y ustedes, ¿qué hacen? | 85
TEXTOS |
Cielo (Concilio Vaticano II) | 160
Cristo satisface nuestros deseos más profundos (K. Tilmann) | 147
Cuando Dios llama (J. H. Newman) | 110
Discusión y reflexión (J. Balmes) | 40
El derecho señorial de Dios (W. Trilling) | 109
El misterio de Cristo en nosotros (J. H. Newman) | 80
La amistad (dan Agustín) | 9
La esperanza del cielo (G. Savonarola) | 149
La fuerza del Evangelio (J. H. Newman) | 30
La Iglesia, conciencia de la humanidad y realidad mística (J. Guitton) | 48
Normas para orar con sencillez (Th. Bobet) | 159
Sacerdocio único de Cristo, sacerdocio ministerial y sacerdocio |
de los fieles (L. Bouyer) | 129
Segunda primavera (J. H. Newman) | 70
Testigos (J. H. Newman) | 164
Una Eucaristía, una oración (J. Keble) | 127
Vino y se fue (León Felipe) | 67
NEWMAN |
El gozo compartido | 13
El combate de Jacob | 32
La voz profunda | 51
Origen del movimiento de Oxford | 74
Rasgos del movimiento de Oxford | 113
19 (179)
NATIVIDAD
DE
NUESTRO
SEÑOR
JESUCRISTO
MISA DE MEDIANOCHE
LAS DEMÁS MISAS
SEGÚN EL HORARIO
DE LOS DÍAS FESTIVOS
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles. Edita a imprime: Congregación del Oratorio
Pl. San Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - 02080 Albacete D. L. - AB 103/62 - 9.12.89
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