Publicación
mensual del Oratorio. |
Núm. 262. DICIEMBRE. Año
1989 |
SUMARIO |
QUE venga otra vez Jesús;
que venga al mundo; |
que venga a la Iglesia;
que venga a cada uno |
de nosotros. Que nos
traiga todo el bien divi- |
no que deseamos, no como
un milagro de su |
poder, sino como una
gracia que esperamos para |
que nos ayude a ver la
verdad, a descubrir y recha- |
zar las mentiras, a sanar
las injusticias, a limpiar- |
nos de las envidias, a
disolver las hipocresías que |
todavía son el lodo de los
caminos del mundo agi- |
tado y cambiante, y
también de la Iglesia peregrina |
y de las ambiciones de la
mezquindad humana. |
ADVIENTO |
PODERES |
CRISTO POR QUÉ, PARA QUÉ |
CRISTO VUELVE EN SUS
MÁRTIRES |
CIUDAD GRANDE, CIUDAD
PEQUEÑA |
PERMISO PARA SER HOMBRE |
SAINT-EUSTACHE Y EL P.
EMILE MARTIN |
ÍNDICE DEL AÑO 1989 |
1 (161) |
Tiempo de oración: |
ADVIENTO |
Señor: el tiempo de
adviento |
nos obliga |
a la gran meditación sobre
el hombre, |
al descubrimiento de la
verdadera condición |
de la vida humana |
y de nuestra maravillosa
suerte |
de tenerte por |
hermano nuestro, |
como Dios hecho hombre |
para nuestra salvación |
y para que el hombre
pudiera verse asociado |
a la misma vida de Dios. |
Por eso Navidad |
es la fiesta más grande
del mundo, |
mientras éste experimenta
su crecimiento |
y aspira a la plenitud de
la vida. |
No permitas, Señor, que
apaguemos |
la llama que resplandece
desde el interior |
del misterio de Navidad: |
la fe en el Verbo de Dios
hecho hombre, |
para que la tengamos
encendida |
y sea tu luz, tu bondad,
tu alegría, |
derramándose en nuestras
almas |
y en nuestros hogares. |
Y recordemos contigo a
María, |
la portadora —¡lámpara!—
de esta luz. |
Pablo VI, |
(4.12.1977) |
2 (182) |
Poderes |
AMBICIÓN de poder y ansia
de dinero —porque el dinero da poder― es lo que |
mueve el mundo, y es el
pecado del mundo. Cuando clamamos demasiado con- |
tra otros pecados, es para
distraernos del mayor de todos, erigido en dios por |
los mundanos. Frente a
este dios elegido, el verdadero Dios sólo es admitido |
con facilidad allí donde
se le deja ―o parece que se le deja― en compatibilidad con |
el falso. De ahí viene que
el pecado del hombre, y todo pecado, es siempre idolatría, |
es decir, falsificación de
Dios, substitución por los ídolos, o confusión con ellos. Poco |
importa el credo que el
pecador blasone profesar. Por ejemplo: vale más un buen |
mahometano, un honesto
incrédulo, que un mal cristiano. |
Si el pecado del mundo es
ése, no nos puede sorprender el desconcierto que |
causa el verdadero Dios
cuando desciende a nivel humano y, siendo omnipotente, |
nace, vive y muere pobre,
y renuncia a competir con las aparentes grandezas en las |
que se apoya la
miserabilidad del corazón humano, que servilmente admira cuando |
no las puede alcanzar o
envidia intentando usurparlas. Eso explica muchas tristezas |
— ahora se llaman
"complejos"— y la precariedad y falta de paz entre los hombres y |
las sociedades. |
Afortunadamente para la
primera Iglesia, las persecuciones la liberaron de la |
tentación de presentarse
frente al mundo como competidora. Sólo en la Iglesia, en- |
tonces y después, la
pobreza, la libertad y la persecución tuvieron tanto que ver |
entre sí, y se
convirtieron en fidelidad y amor puro a Dios, y testimonio de Jesús |
ante el mundo. Esto es lo
que entendieron los verdaderos santos. |
Pero no todos fueron ni
somos santos. A partir del reconocimiento público y de |
la paz constantiniana, la
Iglesia que fundó Jesucristo fue y sigue siendo esa maravi- |
llosa empresa divina que
reúne a los bautizados en Cristo, a pesar de que, en su ca- |
mino terreno, nunca se ha
visto totalmente libre de peligros y de pecados, el mayor |
de los cuales será siempre
el de ceder a la falaz tentación de admitir que, para ha- |
cer el bien, hay que
apalancar en el poder y en las ambiciones humanas el anuncio |
3 (183) |
y la esperanza victoriosa
del Reino de Dios, compitiendo con los reinos de este mun- |
do y, como ellos, dejar
para la sublimación sentimental y poética la literatura |
bíblica, o el romanticismo
demasiado ingenuo, tal como suponen que se tomaron el |
ejemplo de Cristo y su
Evangelio los primeros mártires. Lo importante sería, según |
tales competidores,
convencer para su causa, en primer lugar, a los sabios, ricos, mi- |
litares y políticos, y
formar con ellos una gran sinagoga, la cual, una vez poderosa, |
sometería y moralizaría el
mundo y los hombres para el imperio del bien, según la |
manera que ellos lo
entienden. |
La impaciencia del hombre
terrenal frisa por el éxito y el triunfo en este mun- |
do, con ninguna o escasa
esperanza para más allá del tiempo, y la nueva sinagoga, |
competidora con los
poderes del mundo, le ofrece la sugestión de participar en ta- |
les triunfos, por medio de
técnicas que se anticipan a la esperanza cristiana. Llama- |
rían espiritualidad propia
al hermetismo sectario, y santidad a la moral farisaica. Y |
todo acabaría en
disciplina, sin espacio para el amor. La compensación a esa frialdad |
sería la vanidad de
participar en el éxito estadístico, y la sugestión de seguridad su- |
ministrada al hombre
miedoso. |
Esta hipótesis nunca se ha
podido realizar en la Iglesia; pero, a lo largo de su |
historia, no han faltado
intentos de llevarla a cabo, ni tentaciones y pecados de po- |
der. Sin embargo, aun en
los pecados, la misma Iglesia nunca ha dejado de predicar- |
nos a Cristo pobre e
inerme, con una fidelidad a la que siempre vuelve los ojos, no |
para encandilar os con el
resplandor de su belleza, sino para convertirnos, con la |
fuerza de su verdad
divina, al único modelo infalsificable. |
Testigos. |
Los cristianos aman a
cuantos a su alrededor llevan el nombre de Cristo; |
pero se sienten en peligro
de asfixia por los vapores perturbadores en que |
viven gran parte de los
hombres, y, aunque no pueden descubrir a los ver- |
daderos autores del mal,
están seguros de que se trata de un mal que es |
posible evitar y denunciar
y que tiene su origen en algún lugar de la Igle- |
sia. De este modo, sea
alto o bajo el lugar que ocupen, los verdaderos fie- |
les son testigos: testigos
de Dios y de Cristo, en sus vidas y en sus afirma- |
ciones, sin que se paren a
juzgar a los demás, y menos glorificarse a sí |
mismos. A semejanza de la
luz, dan testimonio por contraste, junto a las |
tinieblas. Reciben el
desprecio, la burla y la oposición del mundo, mez- |
clados, es cierto, con
alabanzas y respeto que duran poco y se convierten |
pronto en molestia y odio.
Por eso necesitan ser confortados, cosa que, a |
primera vista, no parece
hacer la Iglesia cuando corren peligro |
ante la amenaza
ascendiente de la impiedad. |
J. Henry Newman, C. O., |
(PPS III, 17) |
4 (164) |
Cristo por qué, |
para qué |
DIOS, que es omnipotente,
po- |
día redimir al hombre, re- |
mediar todos sus males,
per- |
donarle los pecados,
elevarlo a la |
vida sobrenatural,
reunirlo en Igle- |
sia, darle a ésta los
instrumentos |
santificadores
convenientes para |
aplicarlos a los hombres,
y reve- |
larle la doctrina sobre él
mismo y |
sobre el destino último de
la hu- |
manidad, sin necesidad de
descen- |
der hasta nosotros y hacer
igual |
en todo, menos en el
pecado. En |
esencia, la fe en el Dios
verdadero |
ya existía sobre la
tierra, y habían |
existido y existían
hombres santos, |
desde Abraham, que le
habían sido |
fieles. Con la venida de
Cristo, |
cambiaron las cosas, mas
no se aca- |
barían los pecadores.
¿Vino, acaso, |
para que nos diéramos
cuenta de |
lo que este pecado de los
hombres |
puede causar a Dios mismo,
cuan- |
do osa encubrirse con
nuestra na- |
turaleza, o a los enviados
de Dios, |
aunque legitimen la
autenticidad |
de su misión con la
santidad y los |
milagros? |
La fe, como aceptación
ideal del |
Dios supremo, no es
suficiente |
para la justificación. El
culto que |
se le tribute sin que
parta de la su- |
peración de este fideísmo
se pare- |
cerá a los ritos de la
magia primi- |
tiva, numinosa. A pesar de
la fe y |
la esperanza de los que
constituían |
«el resto de Israel», esa
desviación |
existía al lado de la
frialdad escép- |
tica y distante, con poco
más del |
espacio para que
constituyera la |
base de un orgullo
nacional con |
ideas mesiánicas envueltas
en re- |
sentimientos políticos, y
la sober- |
bia teológica de la casta
sacerdotal, |
que no cesaba de proclamar
su fi- |
delidad al Dios verdadero,
y que |
había convertido en oficio
y cate- |
goría social, privilegiada
y podero- |
sa, completada con la
seguridad de |
la propia santidad de que
hacían |
ostentación los fariseos,
es decir, |
los que cran tenidos por
virtuosos, |
y ellos mismos se
complacían en |
cultivar esa imagen y ese
prestigio. |
Aunque le costaría muy
caro, al- |
guien tenía que venir a
decir a los |
5 (165) |
sencillos de corazón: «Si
vuestra |
justicia no supera la de
los escribas |
y fariseos, no entraréis
en el Reino |
de los cielos». |
Los ritos, los actos de
culto, jus- |
tos y decorosos,
necesarios y aptos |
para honrar a Dios y
proclamar |
que dependemos de él,
tienen siem- |
pre el peligro de
substituir al actor |
de la ofrenda, que en
ellos quiere |
ser actor y representado.
El signo |
solamente no es la vida, y
el ver- |
dadero culto y sacrificio
del cora- |
zón, ya recordado por los
profetas, |
se había soslayado. La
liturgia era, |
entonces, un juego, un
espectáculo, |
con la elocuencia sublime
del arco |
que, desde el nivel del
hombre, as- |
pira a alcanzar a Dios, a
quien se |
dirige. Pero Dios, aun
antes que |
nuestros dones, nos quiere
a noso- |
tros mismos. El verdadero
culto |
es el del corazón, y el
corazón es |
el único que puede dar
verdadero |
valor y sentido a todas
las ofren- |
das. Vendría Dios, se
haría hombre |
como nosotros, y se
ofrecería a si |
mismo al Padre. Esa
ofrenda luego |
tendría que repetirse
misteriosa- |
mente, sacramentalmente,
y, con- |
vertida al mismo tiempo en
signo y |
realidad, permitiría que
nos inte- |
gráramos en ella
consumando nues- |
tra entrega a Dios con la
de Jesu- |
cristo. El rito, como
simple juego, |
aunque se refiera a Dios,
es enaje- |
nación; pero cuando no se
reduce |
a pura estética, sino que
va del co- |
razón del hombre al
corazón de |
Dios, es comunión. Cuando
Dios |
desciende y es aceptado,
se produ- |
ce este abrazo sublime y
transfor- |
mador La religión de
Israel era la ver- |
dadera, pero los agentes
que ve- |
laban por ella y
adoctrinaban y |
ritualizaban sus
manifestaciones |
tomaban, con harta
frecuencia, su |
tarea con el orgullo del
que se sien- |
te promocionado más
elevado y |
distinto de los demás; les
faltaba la |
idea de servicio, que era
substitui- |
LAUS |
es una publicación
periódica, propiedad de la Congrega- |
ción del Oratorio de San
Felipe Neri, de Albacete, que |
se reparte gratuitamente a
los amigos del Oratorio que |
lo solicitan, y se
sostiene, al igual que las demás activi- |
dades de la Congregación,
con el trabajo de sus miem- |
bros y las aportaciones
espontáneas de los fieles. Esta |
Congregación del Oratorio
no recibe ni ha recibido |
nunca ninguna clase de
paga o subvención del Estado |
ni de ningún otro
organismo. |
6 (166) |
da por la de vicariedad
divina, que |
convertía en conciencia de
poder |
la espiritualidad del amor
y de la |
santa esperanza en el
Reino, lim- |
pia de pretextos para el
afianza- |
miento en las seguridades
y hono- |
res terrenos. Hacía falta,
pues, que |
viniera el más grande
Señor y die- |
ra a todos el ejemplo de
una hu- |
mildad que luego se
tendría que |
convertir en lección
frente a la |
asamblea de la Iglesia.
«El que |
quiera ser grande que se
haga ser- |
vidor de todos..., como el
Hijo del |
hombre, que no ha venido
para |
que le sirvan, sino para
dar su vi- |
da». |
Lo difícil era estar en el
inundo |
sin ser del mundo, y con
la preten- |
sión de hacer bien a este
mundo, |
preocupado en hacerse un
cielo en |
la tierra, y hasta en
utilizar a Dios |
para este mismo propósito.
Un sim- |
ple mortal, un hombre, aun
inspi- |
rado por Dios mismo, no
habría |
logrado interpretar este
modo y |
estilo de manera que se
pudiera |
convertir en paradigma a
la vez sig- |
nificativo y
definitivamente eficaz |
para transformar los
pensamientos, |
las vidas y los corazones
de los ca- |
paces de creer en el Dios
verdade- |
ro, como hijos de Abraham,
el pri- |
mero de los creyentes.
Dios mismo |
tenía que venir a
enseñárnoslo, |
como el que muestra una
verdad |
que es para la vida, que
ha de ser |
verdad y vida. |
Dios |
bendiga |
su gracia |
y haga |
felices |
a nuestros |
amigos |
en esta |
Navidad |
y siempre |
7 (167) |
Cristo vuelve en |
sus mártires |
Salvete flores martyrum, |
ceu turbo nascentes rosas! |
(De la Liturgia) |
EL que se esté dispuesto a
dar |
la vida por una idea es
señal |
de que sinceramente se
cree |
en ella. El martirio es el |
testimonio pacífico de
aquellos que |
creen, no ya en una idea
—sería p- |
oco—, sino en la persona
de Jesucristo. |
Creer no consiste en la
parra acepta- |
ción de un ideario
simplemente pa- |
ralelo a lo concreto, sin
vinculación |
explícita con la misma
vida en todas |
sus exigencias. Tampoco le
basta a la |
le cristiana con la
adhesión a un có- |
digo de conducta que se
toma como |
suficiente para resolver
problemas |
morales y tranquilizar la
conciencia, |
nunca dispuesta del todo a
renunciar |
a los egoísmos profundos,
a los place |
res y a las glorias de
este mundo. |
El mártir es testigo de
Cristo y de |
la Iglesia: allí donde se
encuentran |
los que sinceramente se
esfuerzan por |
repetir en sí mismos la
vida de Jesu- |
cristo y, fieles al
Evangelio, no re- |
chazan correr igual suerte
frente al |
mundo, allí está la
Iglesia, viva en la |
vida, en la suerte y en la
muerte de |
sua testigos pacíficos,
como lo fue el |
Señor. |
¿En qué se distingue el
mártir cris- |
tiano de los demás
testigos y defen- |
sores de la verdad y de la
justicia |
en el mundo? Porque muchos
de és- |
tos también estarían o
están dispues- |
tos a dar la vida por lo
que creen que |
es bueno y justo. La
diferencia esta |
en que el testigo
cristiano ―el már- |
tir― renuncia a la
fuerza y a la vio- |
lencia para proclamar y
defender la |
verdad de Cristo, en la
que se contie- |
ne la mayor dignidad con
las más |
hondas exigencias —hijo de
Dios |
hermano de los demás
hombres― pa- |
ra la edificación en la
verdad, la jus- |
ticia, la esperanza y el
amor del Rei- |
no de Dios, que comienza
en este |
mismo mundo, pero que se
proyecta |
hasta la eternidad. |
Los demás reinos carecen
de esta |
pureza y de su profunda
exigencia, a |
8 (168) |
la que es imposible
aproximarse sin |
pasar por la conversión
del corazón |
a la gracia que Dios
ofrece a todo |
hombre, cuya causa y
modelo es Cris- |
to, que el cristiano tiene
que repro- |
ducir. |
Pero ¿no es pedirle
demasiado al |
hombre cuando se le
presenta el mo- |
delo de Cristo? Dios cree
en el hom- |
bre. La Iglesia es la
demostración de |
lo que Dios espera de
nosotros. Con |
todas las flaquezas y
pecados que te- |
nemos los cristianos, la
Iglesia ha |
contado siempre con el
ejemplo de |
los que han dado
testimonio de la fe, |
reproduciendo a Cristo en
las pala- |
bras, en los actos, en la
vida y en la |
muerte. En el hombre hay
un fondo |
de nobleza y de
generosidad que le |
capacita para los grandes
ideales. |
Ideales que no caben en la
propia |
vida, que valen más que la
vida, que |
los violentos no han
sabido descu- |
brir, o que los juzgan
como inútil es- |
toicismo; pero que son
ideales naci- |
dos de la fe, de la
esperanza y del |
amor. Ideales que son
incompatibles |
con los egoísmos, pues
éstos son los |
que generan las
injusticias y todos |
los pecados del mundo. |
Cuando alguien levanta la
voz pa- |
ra repetir una palabra de
Cristo y |
recuerda su exigencia,
conturba a los |
instalados en su paraíso
terreno, y, |
no les gusta ni conviene
el |
mensaje del Evangelio que
se les pro- |
clama, matan al mensajero.
Los re- |
cientes mártires de El
Salvador son |
un ejemplo más, que llena
de con- |
suelo a la Iglesia, porque
allí sus me- |
jores hijos,
pacíficamente, han caído |
como semilla en el surco
de la enor- |
me injusticia de los más
poderosos, |
para ser esperanza de los
más pobres, |
y se convierten, frente a
los ojos de |
todo el mundo, en
torbellino de luz, |
como si Cristo, el de las
bienaventu- |
ranzas, hubiese vuelto,
hubiese ha- |
blado otra vez y hubiese
muerto de |
nuevo. |
9 (169) |
Ciudad grande |
ciudad pequeña |
LAS informaciones |
que nos han lle- |
gado sobre las |
ciudades de la anti- |
güedad son escasas |
para podernos formar |
una idea exacta de to- |
dos sus caracteres y |
magnitudes. Los res- |
tos de la literatura, la |
arqueología, nos
suministran los pocos da- |
tos preciosos de que
disponemos para apro- |
ximarnos a ellas. No
ocurrirá lo mismo, |
aunque transcurran muchos
siglos, cuando |
las generaciones que sigan
a la nuestra |
quieran documentarse de
cómo fueron |
nuestros núcleos de
población. |
Podemos suponer, con
verisimilitud, |
que la Roma del siglo
primero de nuestra |
era, entre libres y
esclavos, sobrepasaba |
el millón de habitantes.
Su crecimiento se |
había despegado en el
siglo anterior, pero |
alcanzó su esplendor
máximo durante el |
imperio de Augusto. Éste
dio la paz al mun- |
do y propició el esplendor
de las letras, la |
oratoria y las artes, con
Horacio, Virgilio, |
Ovidio, Catulo, el español
Marcial, y otros. |
Mecenas, amigo del
emperador, protegió |
ese desarrollo cultural.
De Marcial son es- |
tos versos: «Oh Roma,
diosa de continentes |
y naciones / por ninguna
otra igualada, dis- |
10 (170) |
tinta a todas» («Terrarum
dea gentiumque, |
Roma / Cui par est nihil
et nihil secundum», |
Ep XII, 9, 1-2). ¡Con
razón quiso Augusto |
censar a la población de
todos sus domi- |
nios! Roma, para aquella
época, era y re- |
presentaba lo que Nueva
York u otra gran |
ciudad moderna pueda
significar para nos- |
otros. Pero el Hijo de
Dios, cuando se hizo |
hombre, no eligió nacer
allí. |
No tan grande, pero
también famosa, |
sin tanto poder, pero
evidentemente más |
culta, era Atenas. Su
esplendor fue anterior |
al de Roma y superior su
influencia inte- |
lectual, de la que todavía
vivimos. La gran- |
deza del siglo de Pericles
es comparable |
solamente al movimiento
cultural del Re- |
nacimiento italiano,
iniciado en Florencia. |
Roma representaría la
fuerza, el derecho, |
y, en arte y letras, sería
tributaria de los |
griegos. Atenas era la
ciudad que hoy lla- |
maríamos de los
intelectuales, inventores |
de la democracia, en |
un sentido más estric- |
to que el sistema po- |
lítico que en nuestros |
días usa este nombre. |
Sus calles eran tor- |
tuosas, sus casas en- |
debles y desprovistas |
de ornato, sin em- |
bargo sus edificios pú- |
blicos magníficos y
decorados espléndida- |
mente. Un adorno privado
exagerado hu- |
biera parecido una
profanación frente a la |
grandeza admirable de los
templos de la |
Acrópolis y los edificios
municipales del |
Ágora. Lo grande y
espiritual, como lo be- |
llo y lo sagrado, era
común. Más tarde, la |
razón de la fuerza sometió
y en parte muti- |
ló aquel esplendor, pero
nunca pudo apa- |
garlo del todo, y pervive
convertido en pa- |
trimonio de la humanidad.
Pablo se admiró |
de la ciudad, cuando llegó
a Atenas. Sin |
embargo, el Hijo de Dios,
cuando se hizo |
hombre, no prefirió nacer
allí, ciudad culta |
y sabia, de poco más de
medio millón de |
habitantes, la mayor de
Grecia. |
Otra ciudad que pudiera
haber elegido |
Cristo para aparecer entre
los hombres |
fue Jerusalén, la capital
de los judíos. Supe- |
raba escasamente los cien
mil habitantes |
cuando nació Jesucristo.
Era la ciudad san- |
11 (170) |
ta, en la que permanecía
vivo el símbolo de todas las espe- |
ranzas bíblicas,
especialmente por su templo, recuperado y |
restaurado para el culto
solemne, dedicado al Dios verdade- |
ro, cima a la que miraban
los ojos de todos los patriarcas |
y profetas. Jesucristo
respeto aquel lugar, lo visitó, lo habría |
deseado purificado del
tráfico de mercaderes y limpio de las |
hipocresías de muchos de
sus escribas y sacerdotes. Cuando |
lo contemplaba emocionado,
pensaba en el templo mayor de |
la Creación con Dios
presente en toda su amplitud, y en el |
templo más profundo de
todo hombre que acepta a Dios: el |
propio corazón. Él venía a
universalizar el proyecto de Dios |
anunciado por los
profetas. |
En definitiva, Cristo no
quiso nacer en la ciudad más |
grande y poderosa, ni en
la más sabia, ni en la más santa. Na- |
ció en Belén de Judá, no
tan pequeña (apenas mil habitantes) |
que no pudiera ofrecerle
por lo menos un rincón en un esta- |
blo, a falta de casa o
palacio, como un hombre cualquiera, |
aunque decente y
medianamente bueno, hubiera deseado o |
exigido por poca que fuese
su dignidad. Quiso nacer en la |
Belén humilde: Más tarde,
después del exilio, viviría en Na- |
zaret, todavía más
insignificante que Belén, de la que hubie- |
ra sido raro «que surgiera
nada bueno», tal como, además |
del Evangelio, nos
testimonió Flavio Josefo, buen conocedor |
hasta los pequeños
detalles de toda la Palestina del tiempo de |
Jesús, que ni siquiera
hace mención de ese santo lugar don- |
de transcurrió la que
llamamos vida oculta de Jesús. |
Nosotros, sin ser dioses,
seguramente hubiéramos elegi- |
do alguna de las ciudades
que Jesús desechó, siquiera por es- |
conder complejos. |
Los pensamientos solapados
alejan de Dios, y el Poder de Dios, some- |
tido a prueba, confunde a
los necios que le han provocado.— Sb 1,3 |
|
12 (172) |
PERMISO |
PARA SER HOMBRE |
La fuerza |
de la verdad |
LA MENTIRA es la fuerza
del que no lleva ra- |
zón, y a ella acude el
maligno cuando no es- |
tá seguro de la capacidad
de su poder, para |
imponer su dominio. La
verdadera fuerza es la ver- |
dad; pero ésta solamente
se manifiesta y permanece |
en los limpios de corazón,
en los sinceros, a quienes |
horrorizaría «pecar contra
la luz», como diría New- |
man. Toda aproximación a
la verdad y al bien que |
contiene y anuncia es
imposible sin la sinceridad |
del que la dice y
representa, y del que la recibe y |
asume. Aún antes del orden
de la gracia y la par- |
ticipación en la vida
divina, es necesaria la apertu- |
ra sincera, a nivel
natural, para que sea receptivo |
de dones más altos.
Primero fue el orden natural, |
inteligente y hambriento
de verdad. La Biblia in- |
troduce la metáfora del
drama original del hombre |
recién creado por Dios,
que se debate y cede a la |
lisonja de la mentira que
le seduce engañándole |
con la promesa y
ofrecimiento de falsas grandezas. |
Esa tentación se repetirá
a través de la historia de |
la humanidad. La imagen
literaria de la serpiente |
del Génesis se convierte
en dragón que amenaza |
con devorar al Hombre
nuevo del Apocalipsis. El |
que vino «para dar
testimonio de la verdad», y que |
tendrá que enfrentarse a
los falsos creyentes en el |
13 (173) |
Dios verdadero, para
decirles: «¿Quién de vosotros |
puede acusarme de falsedad
y pecado?» |
Miedo |
à la verdad |
La verdad es la única
fuerza incontaminada, pe- |
ro intolerable para los
ojos turbios e hipócritas de |
los idólatras. No importa
que a veces se tropiecen |
con el Dios verdadero,
porque lo tratan no más |
que como un ídolo, y lo
consienten sólo hasta don- |
de no molesta o altera lo
que realmente prefieren y |
defienden por encima de
todo, incluso por encima |
de la verdad y la
justicia. Cuando contemplan al |
resto de los mortales, si
los juzgan superiores, los |
envidian; si los miran por
debajo de ellos mismos, |
los desprecian. Nunca aman
a los demás como |
ellos quisieran ser amados
o tratados en la hipóte- |
sis de hallarse en aquel
lugar o estado. |
El estilo |
de Cristo |
Cristo vino a este mundo y
minó su seguridad ar- |
tificial, violenta y
egoísta. Tropezó, de inmediato, |
con Herodes, después con
los fariseos, con Judas, |
con Pilatos... No exhibió
su condición divina; no |
reclamó privilegio alguno;
renunció a las dignida- |
des y a cualquier altura
social que pudiera haberle |
encumbrado y granjeado
mayor respeto, tal vez co- |
mo otros hubieran podido
pensar o nosotros mismos |
pensaríamos, a fin de bien
para influir sobre los de- |
más. No asumió ningún
oficio en el Templo, no eli- |
gió para apóstol a ningún
sacerdote ni ministro del |
culto, no se revistió de
ninguna divisa. Fue, simple- |
mente, su apariencia la de
«un hombre igual a no- |
sotros en todo, menos en
el pecado». |
Pecado |
de todos |
A pesar de la modestia de
su entrada en el mun- |
do, convulsionó
inmediatamente «a toda Jerusalén |
ya Herodes», que sospechó
tener en el recién na- |
cido a un rival, y trató
de eliminarlo recurriendo |
al crimen. La matanza de
los inocentes no sola- |
mente fue un crimen
sugerido por la ambición po- |
lítica de Herodes, sino
que otros colaboraron sin |
14 (174) |
oponer resistencia: unos
por no perder el empleo, |
otros porque la decisión
del más fuerte les absolvía |
de la apariencia de culpa,
otros porque si ofrecían |
la complicidad del
silencio no corrían el riesgo de |
ser excluidos de las
ventajas del favor real. Estas y |
otras excusas parecidas
serán, y habían sido en la |
historia de la humanidad,
las razones de la com- |
plicidad enmascarada de
obediencia, escondida |
tras la actitud hipócrita,
o la venta de la propia |
dignidad a cambio de
honores, riquezas y segurida- |
des para este mundo.
Cristo quiso experimentar las |
consecuencias de este
pecado. Todavía no había |
pronunciado una sola
palabra y se convirtió en |
blanco de la grandeza
mentirosa de un rey inicuo. |
Si Cristo hubiese entrado
en el mundo revestido de |
majestad, Herodes le
habría reconocido y hubiera |
tratado de aprovecharse de
él, aun a costa del so- |
metimiento humillante,
como el que mantenía a la |
sazón respecto al poder
romano. |
Sinceridad |
turbadora |
Cuando Cristo comenzó a
hablar, la conmoción |
de su verdad no alarmó a
los sencillos de corazón, |
ni, puede decirse, a los
pecadores desacreditados |
frente a la sociedad, sino
a los israelitas tenidos |
por justos, celosos de su
dignidad y su poder, cui- |
dadosos de observar ritos
inútiles y recitar largas |
oraciones, pero
manteniendo el corazón lejos de |
Dios. Cristo vino a buscar
adoradores «en espíritu |
y de verdad», y se granjeó
la enemistad de los fari- |
seos, aparentemente
religiosos y observantes. Pro- |
clamó incompatible la
santidad que Dios quiere con |
la que aparentaban los
fariseos y escribas. Y esto es |
lo que le llevó a la
muerte. Que no fue sólo de ellos |
la culpa, sino también de
Judas, que se prestó a pro- |
piciar la ocasión de
detenerle —«Qué me dais y os lo |
entrego?»—, y lo fue
además el silencio asustado de |
los que le habían seguido
y recibido el beneficio de |
sus milagros, la paz de
sus perdones, la luz de sus |
palabras. Cierto que, en
muchos, pudo más la de- |
15 (175) |
bilidad que la conciencia
de pecado, aunque tam- |
bién hubo pecados,
ingratitudes, despecho, envidia |
y odio. No hay que
generalizar ligeramente ni los |
pecados ni las excusas de
pecado; pero éste existe |
cuando se olvida,
contradice o sepulta la verdad |
ofrecida limpiamente. Por
eso puede decirse que el |
pecado mató a Cristo, y
matará lo mismo a los már- |
tires, que son los
verdaderos testigos de Cristo, el |
cual vive en los que le
confiesan. |
La medida |
del amor |
Los mártires son los
hombres más sinceros: dicen |
la verdad con la entrega
de la vida. Podemos creer |
siempre en la sinceridad
de los que defienden sus |
ideales y su fe con la
vida. La entrega de la vida |
por un ideal es la medida
suprema del amor a este |
ideal, tal como pueden
entenderlo los hombres. Por |
esto Dios se hizo hombre,
para que, muriendo, pu- |
diéramos entender los
mortales la fuerza y genero- |
sidad de su amor, que
llegaba al límite de lo que |
humanamente se puede
expresar. No hay amor más |
grande que el de dar la
vida. Dios se hizo hombre |
para de esta manera
decirnos cómo nos amaba, |
de modo que pudiéramos
comprender su amor, y |
que fuese posible
imitarlo. |
La Iglesia lucha y sufre
en proporción a lo bien |
que representa el papel
que le corresponde. Y si |
no sufre, es que está
adormilonada. Sus doctri- |
nas y sus preceptos jamás
serán del gusto de los |
mundanos; y si el mundo no
la persigue, es señal |
de que ella no cumple su
misión de predicar. |
J. Henry Newman, C. O., |
(PPS V, 297) |
16 (176) |
SAINT-EUSTACHE |
Y EL P. EMILE MARTIN |
A QUIEN visita París por
pri- |
mera vez no le puede pasar |
desapercibido el templo de |
Saint-Eustache. Si desde
Notre-Da- |
me buscamos la cima de
Mont- |
martre, o si desde el
atrio del Sacré-- |
Coeur, emplazado en esta
colina, |
miramos hacia abajo, la
grandiosa |
mole de Saint-Eustache
(106 m. de |
largo por 35 de altura)
emerge en |
la parte llana que
discurre hasta |
l'Île de la Cité. Esta
iglesia magní- |
fica es uno de los centros
de culto |
y de apostolado de los
oratorianos |
franceses. Hace sólo una
veintena |
de años que su entorno
conservaba |
todavía el bullicio del
tradicional |
mercado de Les Halles. En
la actua- |
lidad se integra
serenamente en el |
ambiente de las reformas
que a par- |
tir de la creación del
Centre Pom- |
pidou han dado nuevo
carácter y |
modernidad a aquel barrio
tradi- |
cional. Lo cual no ha
impedido que |
los Padres del Oratorio
aumenten su |
influencia, no sólo entre
la vecin- |
dad que les envuelve, sino
en gran- |
des sectores de la
población parisi- |
na. Sua cursos de
formación para el |
laicado y el esplendor con
que ce- |
lebran la liturgia
constituyen una |
presencia ejemplar y
dinámica del |
mejor servicio espiritual. |
Este año celebrarán la
Navidad |
con la acostumbrada
solemnidad, y |
la música será, como
siempre, uno |
de los elementos que
realzarán la |
magnificencia del culto.
Pero echa- |
rán de menos, los más de
cien can- |
tores que forman la
"schola" de |
Saint-Eustache, la
dirección de su |
maestro de capilla, el P.
Emile Mar- |
tin, fallecido el siete de
noviembre |
pasado. Hombre estudioso,
investi- |
gador y de gran talento
musical, |
igualmente célebre como
director |
y compositor, creó los
Chanteurs |
de Saint-Eustache,
organizó nume- |
rosos festivales de música
religiosa, |
y coros y orquestra
llenaron con |
más de cuatro mil
entusiastas asis- |
tentes el espacio enorme
del tem- |
plo, repitiéndose en
Notre-Dame y |
otras partes. |
Buen conocedor de la
música |
antigua, a partir de la
griega ―que |
constituyó el tema de su
tesis doc- |
toral―, hasta la más
reciente, era |
especialmente admirador de
Bach |
y muy crítico frente a la
vulgariza- |
ción degenerativa de
muchas de las |
recientes invenciones
musicales, hi- |
jas de la improvisación,
la incom- |
petencia y la falta de un
elemental |
buen gusto. |
San Felipe le habrá
recibido en |
el cielo, en la apoteosis
gloriosa de |
los santos y de los
músicos que han |
querido, con el arte de la
voz, ala- |
bar a Dios en la tierra
para partici- |
par luego en la eterna
bienaventu- |
ranza. |
17 (177) |
ÍNDICE DEL AÑO 1989 |
TIEMPO DE ORACIÓN | |
Adviento (Pablo VI) | 162 |
Blanco como la nieve (J.
H. Newman) | 2 |
El cielo nace de la tierra
(J. H. Newman) | 42 |
El sacerdocio de Cristo
(Ritual de Órdenes) | 122 |
Humillación (J. H. Newman)
| 142 |
Oración pascual (Lit.
hispánica) | 63 |
Plegaria por la
Congregación del Oratorio | 82 |
Sensibilidad (J. H.
Newman) | 22 |
Te he buscado, Señor (san
Agustín) | 102 |
TEMAS | |
Amigos y hermano | 20 |
Ciudad grande, ciudad
pequeña | 170 |
Conversión, tradición y
novedad | 25 |
Cristo por qué, para que |
165 |
Cristo vuelve en sus
mártires | 168 |
Formas | 123 |
Iglesia santa | 150 |
La doble realidad | 27 |
La eficacia y el poder |
69 |
La fuerza de la oración |
65 |
La zarza ardiendo | 43 |
Las vocaciones
convergentes | 10 |
Más sacerdotes y más
cristianos | 125 |
Momentos | 143 |
Permiso para ser hombre |
173 |
Poderes | 163 |
Prevente continuo | 23 |
Raíces | 3 |
Receta para la conversión
| 45 |
Una estrella sobre el
camino | 5 |
Una presencia | 63 |
|
18 (178) |
|
SAN FELIPE NERI Y EL
ORATORIO | |
Arlotto Mainardi y san
Felipe Neri | 92 |
De la mortificación | 39 |
De la oración | 29 |
Frases de san Felipe Neri
a los jóvenes | 89 |
La galaxia de Dios | 105 |
La nueva vidriera del
Oratorio de Albacete | 90 |
Las siete iglesias | 38 |
Para ser santo | 145 |
Qué es el Oratorio | 87 |
Responder a Dios. San
Felipe Neri, sacerdote | 130 |
Saint-Eustache y el P.
Emile Martin | 177 |
Singularidad del Oratorio
| 133 |
Y ustedes, ¿qué hacen? |
85 |
TEXTOS | |
Cielo (Concilio Vaticano
II) | 160 |
Cristo satisface nuestros
deseos más profundos (K. Tilmann) | 147 |
Cuando Dios llama (J. H.
Newman) | 110 |
Discusión y reflexión (J.
Balmes) | 40 |
El derecho señorial de
Dios (W. Trilling) | 109 |
El misterio de Cristo en
nosotros (J. H. Newman) | 80 |
La amistad (dan Agustín) |
9 |
La esperanza del cielo (G.
Savonarola) | 149 |
La fuerza del Evangelio
(J. H. Newman) | 30 |
La Iglesia, conciencia de
la humanidad y realidad mística (J. Guitton) | 48 |
Normas para orar con
sencillez (Th. Bobet) | 159 |
Sacerdocio único de
Cristo, sacerdocio ministerial y sacerdocio | |
de los fieles (L. Bouyer)
| 129 |
Segunda primavera (J. H.
Newman) | 70 |
Testigos (J. H. Newman) |
164 |
Una Eucaristía, una
oración (J. Keble) | 127 |
Vino y se fue (León
Felipe) | 67 |
NEWMAN | |
El gozo compartido | 13 |
El combate de Jacob | 32 |
La voz profunda | 51 |
Origen del movimiento de
Oxford | 74 |
Rasgos del movimiento de
Oxford | 113 |
|
|
19 (179) |
NATIVIDAD |
DE |
NUESTRO |
SEÑOR |
JESUCRISTO |
MISA DE MEDIANOCHE |
LAS DEMÁS MISAS |
SEGÚN EL HORARIO |
DE LOS DÍAS FESTIVOS |
LAUS |
Director: Ramón Mas
Cassanelles. Edita a imprime: Congregación del Oratorio |
Pl. San Felipe Neri, 1 -
Apartado 182 - 02080 Albacete D. L. - AB 103/62 - 9.12.89 |
20 (180) |
|