Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 263. ENERO. Año 1990
SUMARIO
PEDIMOS el tiempo, como medimos todo lo que
no es infinito, principalmente si nos resulta
escaso. Decimos que comenzamos y que aca-
bamos el año, un año... Cuando es tan difícil
medir y atar el pasado, y aventurar la esperanza
del futuro, más allá del esbozo de lo simplemente
convencional. Pero los cristianos tenemos la fe, ese
punto que roza y se apoya en lo infinito de Dios, y,
por ello, superamos las categorías temporales. El
tiempo es nuestro camino hacia Dios, y hay que an-
darlo con sobriedad, justicia y santidad, sin conta-
minarnos ni ser cómplices de los pecados e idola-
trías del mundo.
ORACIÓN A JESUCRISTO SALVADOR
SIGNOS
ACEPTAR EL TIEMPO
DERRIBAR EL MURO
1990: AÑO DE NEWMAN
NEWMAN. EL PELIGRO DE LA RIQUEZA
1
Tiempo de oración:
ORACIÓN A JESUCRISTO SALVADOR
Señor Jesucristo,
a ti, que eres, a la vez, Dios salvador de los hombres
y Hombre todopoderoso ante Dios,
te invocamos,
te alabamos
y acudimos rogando:
que estés junto a nosotros con tu indulgencia
tu compasión
y tu perdón;
que siembres en nuestros corazones
deseos
que tú puedas colmar,
que pongas en nuestros labios
oraciones que puedas complacer
y que nuestras obras y nuestros actos
merezcan ser bendecidos por ti.
No te pedimos, Señor,
que tu antiguo nacimiento según la carne
se reproduzca ahora para nosotros;
pero sí te rogamos que nos hagas nacer a tu Divinidad.
Lo que tu gracia única
ha realizado corporalmente en María
realízalo ahora, en el Espíritu,
dentro de tu Iglesia:
que su fe inquebrantable te conciba,
que su inteligencia sin mancha te dé a luz,
que su alma, cubierta por la virtud del Todopoderoso,
te guarde por siempre jamás.
De la liturgia mozárabe
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Signos
SIGNOS, reconocer los signos desde la fe. El iconoclasta no deja espacio, en su
alma, para un acto de fe. Será un filósofo, tal vez, o un esteta, o un fanático,
pero no un creyente. El hombre, cuando ha de ascender por los caminos espi-
rituales, no puede hacerlo sin partir del plano de los signos, que, desde lo visi-
ble, lo elevan a lo que es invisible. Por eso Dios se hizo "signo" en Jesucristo, para
que quien viera a Cristo y creyera en él viera también al Padre.
El signo no se presenta como evidencia de lo significado, sino que propicia y
postula el ejercicio de la fe. La fe no es el resultado de una ecuación de evidencias,
sino que se construye desde la limpieza del corazón. Solamente en el corazón limpio
pueden reflejarse, como en un espejo espiritual, y sin deformaciones, las verdades
divinas.
Dios no se manifiesta u sus criaturas intelectuales a modo de alfilerazo que se
clava en sus mentes, sino que deja descubrir que huellas alrededor de todo lo que nos
envuelve ya lo largo de todo cuanto sucede. No mediante automatismos y milagre-
rías, sino a través de signos que tienen lugar en el tiempo, en la vida de cada uno
de nosotros, lo mismo que en el acontecer colectivo de la humanidad. Eso que llama-
mos historia y que entre todos protagoniza unos, mientras subyace dentro la acción
de la providencia, tal como recordaba san Agustín, y cuyo sentido sólo puede reco-
nocer la visión de la fe. La fe no es la visión de Dios, sino del camino que conduce a
Dios; visión de peregrino, dialéctica si se quiere, pero no vacilante.
Existen dos posiciones extremistas, opuestas entre sí, pero igualmente erróneas:
le de aquellos que borrarían todo signo, creyendo que de este modo salvarían la pu-
reza conceptual, pero que no se dan cuenta que ello les llevaría a la desnudez de un
angelismo desencarnado, y a una verdad imposible; y la de los sensuales y avaros,
que se pegarían a las satisfacciones y consuelos de la sensibilidad o a las seguridades
de las riquezas, convirtiéndolo todo en su dios falso. Ambas posiciones son incompati-
bles con la fe cristiana.
3
El signo hace siempre referencia a una realidad que le supera, pero que ya se-
ñala ya la que aproxima, y por eso e necesario y debe ser venerado. La santa hu-
manidad de Cristo envuelve y señala su divinidad de Hijo de Dios; los sacramentos
pon signos de la gracia que causan eficazmente; la Iglesia en signo del Reino de los
cielos: el mundo lleva impresa la huella de Dios creador; el hombre, la semejanza
divina en su inteligencia y su libertad... «Todo es gracia», exclamaba san Pablo.
Newman diría que todo es signos. Solamente los superficiales desprecian las señali-
zaciones que, sobre lo natural, indican el orden superior de la gracia; las que, desde
lo temporal, apuntan a lo eterno; las que, desde lo humano, se proyectan a lo divino.
En el orden creado es cierto que ni hay males absolutos ni bienes definitivos, pero sí
datos suficientes para que podamos avanzar «desde las sombras y las imágenes hacia
la verdad» que desemboca en Dios mismo, frente al cual desaparecerá todo signo, pa-
ra dar paso a la única realidad de Dios todo en todas las cosas. Mientras esperamos
esta hora, hemos de ejercitarnos en la fe, mirando al mundo, con atención sobrena-
tural y disposición de fe, parecido a cómo debemos asistir al culto que ya tributamos
a Dios, y que sería imposible si excluyéramos la riqueza simbólica que lo caracteriza
y los signos en que se apoya.
SIGNO Y CONTRASIGNO
EN LA IGLESIA.
No tengo inconveniente en aceptar la
existencia de mal en la Iglesia visible. ++
Para mí el gran problema no es cuánto
mal queda en la Iglesia, sino cuánto bien
le ha dado fuerza y ha sido en ella
ejercitado de una manera práctica, de tal
modo que ha dejado su marca para toda la
posteridad. Es tarea suficiente para la
Iglesia si positivamente se emplea en
hacer el bien, aun cuando no pueda
destruir el mal, sino solamente a base de
suplantarlo con el bien.
John Henry Newman, C. O.,
L. D. XXVII, 261
4
Aceptar
el tiempo
LA TEMPORALIDAD es una
categoría que le viene im-
puesta al hombre, como un
don que sigue a la vida y la con-
vierte en viable. El ser creado se
mueve en el tiempo. Es su medio,
y el más importante de los regalos
de Dios, después de darnos la vida.
Cantidad y espacio necesitan del
tiempo para sostener la fluidez de
la vida; pero también le comuni-
can fugacidad, por la que adivina-
mos que la condición de la tempo-
ralidad da a nuestro ser el carácter
de contingente, porque se nos ha-
ce evidente que nuestra existencia,
siempre en precario, puede inte-
rrumpirse.
Se dice del tiempo que hace sa-
bios a los humanos. La sabiduría
que él crea nos enseña, ante todo,
a no malgastar un don que no es
infinito, lo cual nos lo convierte
en más precioso, como tesoro que
no puede desperdiciarse y cuya
malversación parcial o total es
irreparable. El tiempo pasado no
vuelve jamás. Podemos decir, en
verdad, que él es nuestra riqueza
lo mismo que nuestra pobreza.
Sin embargo, Dios, que está por
encima del tiempo porque es eter-
no, ha aceptado entrar en él. ¿Por
qué lo ha hecho? Juan Pablo II ha
dicho «que Dios, al nacer en Belén,
ha aceptado entrar en el tiempo y
penetrar de este modo en la histo-
ria, para ser principio de un tiem-
po nuevo» (1.1.1979). Nosotros, aun
desde nuestra pequeñez, podemos
vislumbrar la enormidad de tal
proyecto, en especial en razón de
la época que nos ha correspon-
dido vivir, caracterizada por la
amplitud de los cambios que en el
mundo se operan, a los que asisti-
mos reconociendo la mano de la
providencia, que, sin suprimir la
libertad de los hombres, señala
nuevos destinos a la humanidad,
mientras se derrumban unos ma-
terialismos en beneficio de otros
5
que exaltan al dinero como dios
único de los hombres, cuya meta
parece ser la de abrirse paso en
el mundo a base de conseguir las
máximas ganancias con el mínimo
esfuerzo propio, gastar de acuerdo
con los caprichos y consumir arro-
jando las sobras de lo nuevo, ape-
nas acabado de estrenar, sin que
se dé importancia a la miseria aje-
na, a costa de la cual persiste la cí-
nica injusticia del despilfarro. Los
ideales, si por casualidad se pro-
claman, son referencias abstractas
y decoración cultural; las religio-
nes se admiten solamente en la
parte útil y domesticada, discreta
y más o menos recompensada, pa-
ra que no estorbe la construcción
del siempre añorado paraíso terre-
nal y amurallado, sin darle aper-
tura a la eternidad como destino
último del hombre. Toda referen-
cia a este fin se interpreta como
anuncio de desgracias. No espera-
mos un cielo nuevo y una tierra
nueva, sino que condicionamos la
aceptación de Dios, en la medida
en que complazca nuestras peticio-
nes para esta tierra.
El comunismo real, ahora en cri-
sis, intentó recoger esta aspiración
de felicidad terrena, con el propó-
sito utópico de extenderla al má-
ximo número de hombres, hasta
invadir el mundo entero. Quiso
hacerlo con la fuerza porque no
creía en la gracia; pero ha fraca-
sado en su intento de establecer
una forma igualitaria de herman-
dad universal, aunque no andara
descarriado del todo al partir de
los más pobres, como en el Evan-
gelio. Sin confesarlo, de él tomó,
usurpándola, esta idea de herman-
dad universal, y acusó a los cris-
tianos de haberla escondido o trai-
cionado. Su juicio era precipitado
y, por ello mismo, injusto. También
olvidó que no era posible herma-
nar a los hombres y negar al Pa-
dre de todos ellos, Dios. Y por esto
fracasó. Nos dejó, sin embargo, es-
ta lección o advertencia: el ensayo
del marxismo no habría sido po-
sible si los cristianos hubiésemos
puesto más diligentemente la lógi-
ca de la fe en nuestro tiempo y en
nuestra historia. Nuestra vida, en
el tiempo, ha de organizarse con
vistas a la eternidad. En cambio,
hemos perdido muchas ocasiones.
Nos hemos complacido recordando
el pasado, poniendo los ojos en un
Cristo aséptico y lejano, «que pagó
por todos», y hemos exaltado el
heroísmo de los santos, gastando
más energías en proclamar sus mé-
ritos que en imitar sus virtudes.
Hemos descuidado el desarrollo en
nosotros de la semejanza con Cris-
to, cuya imagen se nos imprimió
en el bautismo; no hemos renun-
ciado a nuestros ídolos, a pesar de
las repetidas desgracias padecidas
a causa de ellos, especialmente por
nuestro apego a las riquezas, si las
6
teníamos, o por tantas envidias, si
las codiciábamos.
Puestos a mirar el futuro, no lo
hemos hecho pensando en prepa-
rar nuestra eternidad, sino que nos
hemos limitado a la vanidad de
anticipar celebraciones triunfales
de aquella gloria, a base de mon-
tar festivales apoteósicos y enaje-
nantes que nos sugestionaban y
facilitaban el olvido de las mise-
rias presentes. Hemos permaneci-
do ayunos de verdadera esperanza
cristiana y nos hemos olvidado del
presente, que es el verdadero tiem-
po de gracia, pero igualmente el
más fugaz por excelencia, y se nos
ha huido sin atender nosotros a la
urgencia de su reclamo, y darle
una respuesta de fe y hacerlo fe-
cundo de amor a Dios, a la misma
vida y a todos los hombres.
Hemos tenido la suerte de la
promesa de Cristo que ha mante-
nido la fidelidad de su Iglesia, la
cual se ha abstenido de borrar ni
una sola tilde del mensaje divino
de que es portadora; pero nos ha
molestado y hemos discutido entre
nosotros cuando un santo nos ha
comprometido, o un profeta nos
ha interpelado, o un mártir se ha
convertido en denuncia pacífica de
nuestra instalación, "entre los bue-
nos de siempre", como si pudiera
bastarnos el intento de reducir la
misión de la Iglesia de Jesucristo
a ser la depositaria de un sistema
de consuelos burocratizados, en
vez de mantenerla en la contradic-
ción martirial de ser fiel a la tarea
de reunirnos en la comunión de
Cristo y construir el Reino de Dios,
cuya historia se inauguró con los
tiempos nuevos, a partir del naci-
miento de Jesús, en Belén.
No podemos despreciar la gra-
cia, no podemos rechazar el tiem-
po. San Felipe decía a los jóvenes:
«¡Dichosos vosotros, que aún te-
néis tiempo para haceros santos!»
Su época también fue de grandes
cambios, casi como la nuestra. Es-
temos atentos a la fascinación ido-
látrica que ejercen los mayores po-
deres del mundo y no dejemos que
nos seduzcan. Desde el tiempo, sa-
biamente, preparemos la eternidad.
La religión sin una Iglesia es tan antinatural como una vida
sin comida y vestido. Cristo nos encuentra en el doble ta-
bernáculo de una casa de carne y una casa de hermanos, y
él santifica ambas, no las destruye. Nuestra primera vida
está en nosotros mismos; la segunda, en nuestros amigos.
John Henry Newman, C. O.,
P. P. S. V, 279
7
Derribar el muro
La paz esté con vosotros —dice el sacerdote a todos los hijos de
la Iglesia―, pues la paz nos ha sido dada en abundancia
por Jesús, Señor nuestro, en quien podemos descansar.
La paz esté con vosotros, porque la muerte ha sido abolida la
corrupción suprimida por el Hijo del hombre, que mu-
rió por nosotros y a todos nos da vida.
La Paz esté con vosotros, pues el pecado es ya cosa pasada y el
diablo ha sido condenado gracias al Hijo de Adán, que lo
ha vencido y nos ha hecho vencedores a nosotros, los hi-
jos de Adán.
La paz esté con vosotros, porque el Dios Padre de bondad se ha
reconciliado con vosotros por la muerte de su Hijo que-
rido, que ha sufrido por nosotros en la cruz.
La paz esté con vosotros, pues habéis sido reconciliados con los
ángeles por aquel que reina sobre los Ángeles y sobre
todo el universo.
La paz esté con vosotros, porque habéis sido unidos todos, pue-
blos y naciones; el muro ha sido derribado por Jesús,
ha destruido todo obstáculo.
La paz esté con vosotros, pues la vida nueva os ha sido comu-
nicada por aquel que es el primogénito de toda criatura
en la nueva creación.
La paz esté con vosotros, ya que habéis sido llamados al reino
de los cielos por el que nos precedió allí, y en los cielos
ha preparado un lugar para todos nosotros.
(De la liturgia caldea)
8
1990: AÑO DE NEWMAN
LA CIRCUNSTANCIA de que en
el año que acabamos de co-
menzar se complete la década
de los ochenta, de nuestro si-
glo, ha sido motivo de resúmenes
y análisis sobre los más variados
temas, pero para nosotros, oratoria-
nos, al margen de la sugerencia de
la rotundidad de las cifras, el año
1990 tiene una especial significa-
ción, porque se cumple en él el
centenario de la muerte de John
Henry Newman, un preclaro hijo
de N. P. san Felipe Neri, y cuya fi-
gura se ha engrandecido a la dis-
tancia de un siglo, durante el cual
no solamente se han editado y ree-
ditado sus obras y difundido sus
ideas, sino que ha sido objeto de
numerosos estudios que han puesto
más al descubierto, por una parte,
la significación que su personali-
dad tuvo y mantiene con vigencia
creciente en la Iglesia, y, por otra,
la calidad espiritual de su vida,
sus virtudes, su santidad.
Menos conocido en los países
latinos, a algunos puede parecer-
les desproporcionada la dedicación
que, de un tiempo a esta parte, se
le tributa en latitudes como la
nuestra. Atención que puede dege-
nerar en tópica o de referencia re-
petitiva de frases o anécdotas sin
profundización en su biografía y
su pensamiento, quedándonos con
la sola proclamación de que fue
«el gran convertido de Oxford».
Pero hay mucho más. Por ello, mo-
destamente, según la capacidad y
dimensión de nuestras fuerzas, des-
de estas páginas venimos ofrecien-
do algunas reflexiones y esbozos
sobre su persona, y, a la vez, frag-
mentos de sus escritos con la mí-
nima introducción que los sitúe en
su verdadero significado. Pensa-
mos cumplir con un deber como
filipenses, por ser él un hermano
nuestro, y como cristianos y cató-
licos, porque pertenece a todos y
a todos ha hecho mucho bien. La
vida, los escritos y la personalidad
de Newman tienen la solidez y la
validez de lo que no envejece. En
este sentido es un clásico de la Igle-
sia, como Pío XII y Pablo VI ha-
bían proclamado.
Seguiremos, pues, especialmente
en este año 1990, refiriéndonos a
John Henry Newman, convertido
a la Iglesia católica y fundador del
Oratorio de San Felipe Neri en In-
glaterra, en el siglo pasado.
9
NEWMAN:
EL PELIGRO
DE LA RIQUEZA
NEWMAN sabía bien lo que era el dinero, pues ha-
bía nacido en el seno de una familia de banqueros
y pudo experimentar, por lo menos hasta la ado-
lescencia, las ventajas de la holgura económica,
no sólo en el recinto sereno y confortable del ho-
gar, sino gozando de la distinción social y del acceso privile-
giado que proporciona un excelente colegio con las puertas
abiertas a una educación de élite y a la cultura. Aun cuando
a los quince años hubo de pasar por la experiencia de la
quiebra del banco de su padre y los Newman perdieran casa,
comodidades y todo su dinero, quedó en él la impronta de
una distinción y exquisitez que su inteligencia, sencillez y ho-
nestidad hicieron todavía más amable. Honestidad que pudo
aprender de Mr. Newman, su padre, quien, ante la bancarro-
ta, no dudó en pagar absolutamente a todos los acreedores y
ponerse a trabajar de contable, sin ocurrírsele ninguna ma-
niobra que le asegurara alguna previsión económica. La rui-
na total fue un golpe durísimo, pero los Newman la asumie-
ron con dignidad, sin dramatismos ni detenerse en nostalgias.
Cuando John Henry Newman, a los veintiún años, fue
elegido fellow del Oriel, asegurose, con ello, su independen-
ci 10
económica, pero muy pronto tendría que ayudar al resto
de los suyos, es decir, su madre, dos hermanos y tres herma-
nas, pues el padre moría tres años después (1825) y él queda-
ba, como primogénito, sucediendo al jefe de familia, cuya
responsabilidad asumió.
La solicitud por su familia fue sólo un capítulo, ya que
su vida, tanto en la época anglicana como de católico, estuvo
siempre llena de proyectos y obras que tuvieron que finan-
ciarse: Movimiento de Oxford y ediciones relativas, publica-
ción de libros, traducciones costosas, a veces no recompensa-
das (como el caso de la nueva Biblia católica), Universidad de
Dublín; finalmente, el Oratorio de Birmingham, con la joya de
su iglesia, el Colegio del Oratorio, etcétera. Cuidadoso sin
egoísmo, fiado siempre en la providencia divina, viviendo al
día, serenamente, sin que jamás diera la impresión de que
nada que sea de Dios pudiera depender del dinero.
Los tiempos de Newman eran, en Inglaterra, aquellos en
que la nación se rehacía de la crisis causada por las guerras
napoleónicas. El liberalismo económico, apenas inventado en
Francia, pero sobre todo sistematizado por Adam Smith en
Inglaterra, parecía ser la fórmula adecuada, porque decían
formas de colonización y dominio impuesto por la fuerza.
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que respondía a una ley natural ventajosa para todos. En rea-
lidad, las últimas guerras habían servido a Inglaterra para ex-
tender su hegemonía en todos los mares del mundo, ocupando
posiciones que le permitieron crear el más grande imperio
colonial y comercial jamás conocido, y la convirtieron en el
árbitro político y económico mundial. Como ocurre en la ac-
tualidad, desde la última guerra mundial, con los Estados Uni-
dos de América. No faltaron los que establecían una relación
directa entre las condiciones de independencia personal que
favorecía el protestantismo y la capacidad creativa del libera-
lismo económico, constituido en justificación del capitalismo
puro, liberado de las trabas del mercantilismo medieval y de
la excesiva intervención del estado. Era el laissez-faire, laissez-
aller de Vincent de Gournay, convertido en el free trade a
partir del libro La riqueza de las naciones, de Adam Smith.
El sentido práctico anglosajón aplicado al libre cambio, su ex-
pansión colonial hacia la India y Australia, junto con el des-
arrollo industrial, en tiempo de Disraeli, fueron el motor de la
prosperidad y prestigio alcanzado en la era victoriana y de su
poder económico, por encima de los demás estados. El contra-
luz de sus sombras vendría luego, surgido del contraste entre
la burguesía rica y los obreros pobres, resultado de la indus-
trialización.
Algo parecido sucede en nuestros días, en que el libera-
lismo económico sigue presente para la mejor garantía de
felicidad y bienestar, por lo menos allí donde el poder con-
trole las fuentes originales de la riqueza, mediante nuevas
Ello explica el escándalo de los presupuestos militares, en
los que se consume la tercera parte de las riquezas que el
hombre consigue con todas sus rentas.
En esta situación de entonces, válida también para nues-
tros días, el joven Newman, poco después de haber sido or-
12
denado presbítero en su Iglesia anglicana, pronunció uno de
sus primeros sermones, con el título que encabezan estas
líneas. Tomó como pretexto la figura de san Mateo, que sien-
do rico se hizo pobre para seguir a Cristo. Pero en realidad
se trata de una réplica contra el optimismo de la eficacia
económica y la satisfacción imperialista, que estaba en las
ideas y en los gestos no solamente de los políticos, sino de las
mismas estructuras eclesiásticas del anglicanismo, y que se
infiltraba en las mentes de los intelectuales influyendo ade-
más en toda la nación. Cuando Newman editó sus sermones
lo incluyó en el segundo volumen de «Parochial and Plain
Sermons» (1835). Allí llevaba el número XXVIII (pp. 343-357).
Pensamos que puede ser interesante y oportuno reproducir,
ahora, algunos de sus párrafos, como sigue.
Si no estuviéramos acostumbrados a leer el Nue-
vo Testamento desde la infancia, yo pienso que nos
impresionarían más vivamente las amonestaciones
que en él se contienen, no solamente contra el amor
a las riquezas, sino contra la simple posesión de las
mismas; experimentaríamos parte de la sorpresa
que los apóstoles sintieron al principio, educados
como estaban según el criterio de que la riqueza
fuera la recompensa más alta concedida por Dios
a los que él ama.
Si no fuera porque rebajamos cada vez más la
ya escasa importancia que damos a las denuncias
de la Escritura contra la riqueza y el amor a la
misma, el solo temor debiera de haber sido razón
suficiente para evitar todo descuido, del mismo mo-
do que cualquier cristiano se detiene con solemne
atención cuando piensa en el Diluvio o en el juicio
de Sodoma y Gomorra.
Miedo a
la verdad
Tal consideración puede llevarnos a sospechar
que la negligencia en cuestión no sea solamente
descuido, sino debida a que se trata de un tema que
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no resiste ser discutido sin peligro o incomodidad
para el mundo llamado actualmente cristiano; es
decir, sin hacer patente la visible oposición y em-
barazo entre la ley de Dios y el «orgullo de la vi-
da» (1).
Veamos lo que dice la letra de la Escritura al
respecto. «¡Ay de vosotros, los ricos, porque habéis
recibido vuestro consuelo!» (2). No se podrá negar
que las palabras son suficientemente claras, y que
se dirigen a los contemporáneos del Salvador. Ob-
servemos, además, en toda su fuerza, la palabra
«consolación». Está usada para que destaque el
contraste frente a la confortación prometida a los
cristianos en la lista de las Bienaventuranzas. Con-
fortación en el pleno sentido de la palabra, que
incluye ayuda, guía, aliento, apoyo, como promesa
peculiar del Evangelio. El Espíritu prometido, que
tomó el puesto de Cristo, fue llamado por él «el
Consolador» (3).
Recibieron
su parte
Se contiene, pues, algo muy terri-
ble en el aviso que expresa el texto: los que poseen
riquezas ya han recibido su parte y todo con ellas,
y no les cabe el opuesto don celestial del Evange-
lio. Idéntica doctrina resulta de las palabras de
nuestro Señor en la parábola del hombre rico y el
pobre Lázaro: «Hijo, recuerda que tú recibiste bie-
nes durante tu vida, y Lázaro, al contrario, males;
ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormenta-
do» (4). En otra ocasión dijo a sus discípulos: «¡Qué
difícil es que los que tienen riquezas entren en el
Reino de Dios! Es más fácil que un camello entre
por el ojo de una aguja que el que es rico entre en
el Reino de Dios» (5).
Tener y
confiar
Ahora bien, se suele rebajar el significado de
estos textos, comentándolos en el sentido que están
dirigidos no contra los que tienen dinero, sino con-
(1) 1 Jn 2, 16.
(2) Le 6, 24.
(3) Ju 14, 16.
(4) Lc 16, 25.
(5) Le 18, 24-25.
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tra los que confían en él: casi como si no existiera
ninguna conexión entre el tener y el confiar, como
si las palabras del Evangelio no nos pusieran en
guardia ante el peligro de que la posesión de las
riquezas conduce a la confianza idolátrica en las
mismas, como si los ricos pudieran considerarse
libres de temor y ansiedad ante el riesgo de su re-
probación. La condenación de las riquezas, tal co-
mo se pronuncia en el Evangelio, es válida lo mismo
en el siglo primero que en el decimonono; tal conde-
na pende como una amenaza sobre el mundo actual
lo mismo que sobre los saduceos y fariseos del tiem-
po de nuestro Señor.
Pero, en verdad, que el Señor pretendiera refe-
rirse a las riquezas como a una calamidad, en cier-
to sentido, para los cristianos resulta claro no sólo
de los textos que se han citado, sino también de su
alabanza y exaltación de la pobreza. Por ejemplo,
«vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bol-
sas que no se deterioren, un tesoro que no os falla-
rá en los cielos» (6). «Si quieres ser perfecto, vete,
vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y ten-
drás un tesoro en los cielos» (7). «Bienaventurados
los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (8).
La pobreza
«Cuando des una comida o una cena, no llames a
tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes,
ni a tus vecinos ricos..., sino... llama a los pobres,
a los lisiados, a los cojos, a los ciegos» (9). Y de la
misma manera Santiago: «¿Acaso no ha escogido
Dios a los pobres según el mundo para hacerlos
ricos en la fe y herederos del Reino que prometió
a los que le aman?» (10)...
Resulta claro que, según el Evangelio, la ausen-
cia de riquezas es, en sí misma, un estado más cris-
tiano y más bendecido que la posesión de ellas. El
peligro más evidente que la posesión de bienes te-
(6) Lc 12, 33. (7) Mt 19, 21. (8) Lc 6, 20. (9) Lc 16, 12-13. (10) St 2, 5.
...
15
rrenos presenta contra nuestro bien espiritual es
que prácticamente actúan como sustituto, en nues-
tros corazones, del único objeto —Dios— al cual
debemos nuestra suprema dedicación. Mientras es-
tán presentes los bienes terrenos, Dios se nos hace
invisible... De tal modo las riquezas satisfacen las
inclinaciones corrompidas de nuestra naturaleza,
que nos sirven de hecho como deidades hacia las
cuales no es preciso rendir homenaje alguno, como
ídolos mudos, que exaltan al adorador, al que le
inculcan la noción de poder y de seguridad, hasta
el abuso. En esto consiste el primero y más agudo
de los males... El peligro de poseer riquezas nace
de la seguridad carnal a la cual encaminan; el de
desearlas y buscarlas viene de que un objeto de es-
te mundo se nos presenta como ideal y fin de esta
vida. Siempre que nos movemos en relación a un
objeto de este mundo, por más puro que sea, nos
exponemos a la tentación ―no irresistible, gracias
a Dios, pero siempre verdadera tentación— de dar
nuestro corazón a cambio, con tal de alcanzarlo.
Por esto llamamos a estos objetos excitaciones, por
que nos estimulan incoherentemente precipitándo-
nos hacia fuera de la serenidad y de la firmeza de
la fe en Dios.
La firmeza
de la fe
Por consiguiente, aunque debamos soportarlas
cuando las padecemos, es claramente anticristiano,
una manifiesta locura y pecado, meternos en ellas,
tanto si se trata de motivos seculares como religio-
sos. Hombres hay de mente enérgica y de talento
dispuesto para la acción, que son llamados a una
vida de preocupaciones; constituyen la compensa-
ción y son los antagonistas de los males del mundo,
si bien no deben olvidar su puesto: son hombres pa-
ra el combate, fieles a permanecer en el lugar para
el cual Dios los ha elegido, y dispuestos a soportar
todas las dificultades momentáneas, manteniendo
en lo profundo del corazón la visión verdadera de
16
la fe cristiana; aunque, después de todo, no son
más que soldados en campo abierto, pero no cons-
tructores del Templo ni habitantes de los «amables»
y particularmente benditos «Tabernáculos» en los
que el adorador vive en la alabanza y la interce-
sión (11), mientras su existencia discurre por la sen-
cillez de la vida ordinaria. «Marta, Marta, te afanas
y preocupas por muchas cosas; y hay necesidad de
pocas, o, mejor, de una sola. María ha elegido la
parte buena, que no le será quitada» (12).
Confiar
en Dios
Forma parte de la prudencia cristiana darse
cuenta de que nuestros empeños no se conviertan
en búsqueda (13). Oiréis a los hombres que hablan
de la riqueza, como si fuese lo que importa en la
vida. Y tal vez lleguen a sostener que es el deber
del hombre, después de la caída de Adán, que «co-
ma el pan> con esfuerzo y ansiedad, «con el sudor
de su frente» (14). ¡Cuán extraño que no recuerden
la dulce promesa de Cristo aboliendo la maldición
original y, de este modo, poniendo fin a la necesi-
dad de cualquier búsqueda «del alimento perece-
dero»! (15). Para liberarnos de las ataduras de la co-
rrupción nos ha dicho expresamente que no faltará
lo necesario para la vida a quien le siga fielmente,
como no faltó la comida y el aceite a la viuda de
Sarepta (16). «No andéis preocupados diciendo:
¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con
qué nos vamos a vestir? Que por todas esas cosas
se afanan los gentiles; y ya sabe vuestro Padre ce-
lestial que tenéis necesidad de todo esto. Buscad
primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas
se os darán por añadidura» (17). De acuerdo con el
(11) Sal 83. (12) Le 10, 41-42.
(13) Newman se refiere al poder político, en el que se infiltra el egoísmo con descuido
de servir al bien de los demás y no tomarlo como disfrute de derechos privilegia-
dos, dado que este poder no puede ser un bien en sí mismo. De manera parecida
en los negocios terrenos. También las modas. Todo esto que el mundo codicia y
alaba, pero que dispersa la mente y miserabiliza al hombre.
(14) Gn 3, 17. (15) Jn 6, 27. (16) 1 R 17, 7...; Le 4, 26. (17) Mt 6, 31-33.
17
divino Maestro, las palabras del Apóstol: «Nosotros
no hemos traído dada al mundo y nada podemos
llevarnos de él. Mientras tengamos comida y ves-
tido, estemos contentos con eso» (18). «El tiempo es
corto... La apariencia de este mundo pasa» (19). «No
os inquietéis por cosa alguna; antes bien presentad,
en toda ocasión, vuestras peticiones a Dios, con ora-
ciones y súplicas, acompañadas de la acción de gra-
cias» (20). Y san Pedro: «Confiadle todas vuestras
preocupaciones, pues él cuida de vosotros» (21).
Falso dios
He dado la razón principal de por qué la bús-
queda de ganancias, tanto en lo pequeño como en lo
grande, es perjudicial para nuestros intereses espi-
rituales, porque fija la mente sobre una finalidad
de este mundo, mientras descuida otros. El dinero
es una especie de creación, que proporciona al que
está pendiente de adquirirlo, incluso más que a
quien ya lo posee, una imaginación del propio po-
der, y tiende a hacer de él su propio ídolo. Y ade-
más, deseamos no separarnos de lo que hemos ad-
quirido con esfuerzo, de tal modo, que el hombre
que ha conseguido crearse una riqueza será por lo
común avaro y no se separará de ella, a menos que
sea a cambio de que aumente su crédito o el reco-
nocimiento de su importancia. Aun cuando su con-
ducta se muestre más desinteresada y cordial, como
cuando gaste para la comodidad de los que depen-
den de él, se insinuará siempre la indulgencia para
sí mismo, y el orgullo y la mundanidad.
2. Y si tal es el efecto de la avidez de ganancias
en los individuos, otro tanto será para las naciones;
y si el peligro es tan grande en un caso, ¿por qué
ha de ser menor en el otro?
Más bien, considerando que todo alcanzará el
fin hacia el cual se dirige, en el desarrollo natural
de las circunstancias, ¿no es cierto que cualquier
(18) 1Tm 6, 7-8. (19) 1Co 7, 29... (20) Flp 4,7. (21) IP 5, 7; Sal 55, 23.
...
18
colectividad, cualquier sociedad que tenga como fin
las ganancias, tomará la forma de estos sentimien-
tos, y modelada según este carácter que acabamos
de describir?
Peligro nacional
Con este pensamiento, debería preo-
cupar y asustar el hecho de pertenecer a una na-
ción que, en gran parte, subsiste apoyada en el
afán de hacer dinero. No quiero seguir, ni apurar
el argumento de si los actuales males políticos tie-
nen su raíz en aquel principio que san Pablo llama
«raíz de todo mal» (22), es decir, el amor al dinero.
Consideremos solamente el hecho de que verdadera-
mente somos un pueblo ávido de hacer dinero, mien-
tras tenemos delante la declaración de nuestro Sal-
vador contra las riquezas y contra la confianza en
las riquezas, y tendremos sobrada materia para una
seria meditación.
Finalmente, con esta sombría idea frente a nos-
otros sobre nuestra condición y prospectiva como
nación, el ejemplo de san Mateo nos consuela, pues-
to que nos sugiere que nosotros, ministros de Cristo,
podemos hacer uso de una gran libertad de palabra
y exponer sin reserva alguna el peligro de las rique-
zas y el afán de ganancias, sin acritudes ni faltas
de caridad hacia todos los que están expuestos a ta-
les males. Pues a ellos les es posible convertirse en
hermanos del Evangelista que lo dejó todo por amor
a Cristo. Además, otros como ellos —¡Dios sea bendi-
to!— lo han hecho en todas las edades.
La conversión
necesaria
Y, en propor-
ción a la violencia de la tentación que les envuelve,
es su bendición y su gloria si ellos son capaces, en
medio de «los tesoros del mar» (23) y la «gran sa-
gacidad de su comercio», de oír la voz de Cristo y
cargar con la propia cruz y seguirle.
(22) 1Tm 6, 10.
(23) Is 60,5. Newman piensa, sin duda, en la lamentación por la caída de Tiro, descrita
en Ez (cap. 27), y lugares paralelos en ls 23, 28, y Ap 18, 23. Recuerda, igualmente,
estas palabras del PRAYER BOOK 107, 23, (ed. 1662): «They that go down to the
sea in ships and occupy their business in great waters; these men see the works of
the Lord: and his wonders in the deep*. Los imperios del mundo no duran para
siempre.
19
Justicia y Paz.
La paz sin justicia es la paz de la muerte o de la represión, ge-
neradora de nuevas violencias o de mártires. Mientras tanto, los
hombres y las naciones gastan casi la mitad de sus ganancias
en medidas de seguridad y armas para defender lo que han ad-
quirido o adquieren injustamente. Llaman alianzas para la paz
a lo que son complicidades para perpetuar las injusticias. Se
impone silencio a quien clama por la justicia, aunque lo haga
sin violencia. La no violencia es más temida por los inicuos que
la violencia manifiesta, porque no puede ser tan fácilmente de-
nigrada. Impera la razón de la fuerza sobre la fuerza de la ra-
zón. Se silencia hipócritamente o se huye de la razón, que se
enmascara con tópicos irracionales para engañar a inocentes.
Por eso no hay o está en peligro la paz. Pero quien la desee
de corazón la encontrará a partir de las
bienaventuranzas del Evangelio.
LAUS
Director: Ramón Mas Casanelles - Edita o imprime: Congregación del Oratorio
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