Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 266. ABRIL. Año 1990
SUMARIO
LA IGLESIA nace de los sufrimientos de Cristo,
recibe la vida de sus sacramentos, surge de las
aguas del bautismo, y surca los mares del tiem-
po, conducida por las corrientes de la gracia,
empujada por los vientos del Espíritu, arrastrando
en pos de sí, hasta la orilla donde amanece la eter-
nidad, el milagro de la pesca de almas. Allí la espe-
ra Cristo, vencedor de todas las muertes y corona
de los mártires y justos que oyeron su voz, creyeron
en su palabra, dieron la vida en testimonio de la
verdad, e intentaron amarle con sincero corazón.
Todo lo demás se desvanece, como las brumas de la
mañana cuando el sol está en lo alto del día, y las
sombras ceden a la plenitud de la luz.
CRISTO ESTÁ EN NOSOTROS
REGRESAR A DIOS
LA MEDITACIÓN CRISTIANA
CENTENARIO DE NEWMAN (1890-1990)
LA CRUZ Y LA LUZ
1 (61)
CRISTO ESTÁ
EN NOSOTROS
CRISTO misino se complace repitiendo, en cada
uno de nosotros, en figura y en misterio, cuanto
hizo sufrió en su carne. Se forma en nosotros
nace en nosotros, sufre en nosotros, resucita en
nosotros; y todo esto sucede no a modo de
Acontecimientos encadenados, sino al mismo
tiempo, puesto que viene a nosotros como un
espíritu que muere, resucita y vive a la vez. Nos
alcanza sin cesar el nacimiento, la justificación,
la renovación; sin cesar morimos al pecado, sin
cesar resucitamos a la justicia. A la vez se
encuentran en nosotros todas las partes del
plan divino. Esta presencia divina constituye,
para cada uno de nosotros, nuestro derecho al
cielo. Ésta es la señal que Cristo reconocerá y
aceptará como suya el último día: se reconocerá
a sí mismo, acogerá su imagen reflejada en
nosotros. Mirando en torno suyo, discernirá
inmediatamente a quienes le pertenecen, es
decir, a los que le devuelven su propia imagen.
Él imprime en nosotros el sello del Espíritu para
garantizar que le pertenecemos... y nos separa
del mundo y nos designa para el reino de los
cielos.
John H. Newman, C. O.,
PS V, 139-140
2 (82)
Regresar
a Dios
DIOS es el único santo. El pecado es la negación de este principio. En esta nega-
ción incurrieron los que rechazaron a Cristo. No les valió afirmar que creían
en el Dios verdadero. Su fe se había paralizado mirando a Dios solamente de
lejos, detenidos en los meros signos y en los solos anuncios de una esperanza
que no quería llegar a término. De esta manera, convertían el medio en fin, cubierto
por la hipocresía de un rechazo que se oponía al encuentro de Dios con su criatura.
Era pecado porque Dios había hecho al hombre inteligente y podía darse cuenta de
la lógica de las exigencias divinas. Por lo demás, exigencias de amor, mostrado en
toda la historia de su relación con el hombre, desde la creación.
Dios se acercó otra vez al hombre, para hacerse comprender hasta donde la in-
teligencia pudiera reconocerle. Se hizo hombre, usó su lenguaje, y resumió en Cristo,
Dios y hombre a la vez, todo lo que de sí mismo había revelado y cuanto pudiéra-
mos necesitar saber sobre el amor que no tenía. La ignorancia tendría que desapa-
recer, la malicia se disolvería, el pecado sería derrotado, y la acción liberadora
de Cristo inauguraría una época nueva, la Redención, y de ésta surgirían un cielo
nuevo y una tierra nueva, cuyas primicias se resumen en Cristo, ungido de Dios, u
quien el Padre todo se lo había dado para retomarlo recuperando el sentido origi-
nalmente puro con que la creación entera había salido de las manos divinas. Así se
resumía toda la acción liberadora y santificadora de Cristo. Tal es la obra que ha co-
menzado en él.
Pero lo que Cristo es por la unión personal con Dios, en la convergencia de dos
naturalezas ―la humana y la divina― en un solo ser personal, lo es el cristiano por
la unción bautismal, convertido en hijo de Dios mediante la gracia que se le infunde,
capacitándolo para continuar y completar In obra de Cristo, entrando en su misterio
de muerte y resurrección. Cristo recibió la gloria del Padre porque cumplió su en-
cargo, y el cristiano será también glorificado en Cristo si prosigue el proceso que el
inauguró. La aceptación de esta vida en Cristo y de su dinámica es lo que hace su
3 (83)
santidad, como en Cristo lo era su unión con el Padre. Unión indisoluble, incompa-
tible con cualquier rechazo, puesto que ya poseía inamisiblemente la visión de la di-
vinidad, que orientaba definitivamente a Dios su naturaleza humana. Nuestra orien-
tación n Dios no es tan sólida, aunque el suficiente y abundante por la gracia y la luz
de la fe, hasta llevarnos a comprender que no podemos detenernos solamente en los
dones recibidos, sino que estamos abiertos al desarrollo de nuestra semejanza con
Cristo, ordenada a la plenitud y transformación espiritual de todo nuestro ser, que
alcanzará su medida definitiva en la resurrección gloriosa, como participación de la
resurrección de Cristo. Queremos decir esto cuando confesamos nuestra fe en la re-
surrección.
Entonces Dios será como un sol que reverbera en todos los seres, y especialmen-
te en el hombre, hijo suyo, que regresa a él en un eterno aplauso de luz.
¿Por qué amo a la Iglesia?
EN primer lugar, porque ella ce mi madre, el hogar y la
patria de mi ser espiritual. Varias veces me he
preguntado que sería mi oración o a qué se habría
reducido mi fe si ellas hubieran dependido de lo que
pudiera valerme yo solo. Pero tengo, afortunadamente,
las respuestas: la de la Biblia, que muestra la relación
religiosa como una alianza, inaugurada una vez por
todas y vivida por un pueblo, formando un solo cuerpo;
la de la psicología, que muestra cómo la personalidad se
forma por la integración de todo un pasado y todo un
presente que recibimos de otros.
En la Iglesia se ha engendrado mi fe y mi plegaria,
alimentadas con las de Abraham, de David, de los
profetas, y de Pablo, Atanasio, Agustín...
Es preciso ver a la Iglesia en perspectiva, como una
historia que es preciso continuar, como una tarea y
como una misión.
Yves Congar, O. P.,
(«Vraie et fausse réforme dans l'Église», p. 10-11)
4 (84)
LA MEDITACIÓN
CRISTIANA
El catorce de diciembre pasado, el cardenal Ratzinger, pre-
fecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presentó
a los periodistas una carta dirigida a los obispos de la Iglesia
católica, sobre algunos aspectos de la meditación cristiana.
Extraemos de ella los siguientes párrafos.
EN muchos cristianos de nues-
tro tiempo existe el vivo de-
seo de aprender a rogar de
una manera auténtica y profunda,
a pesar de que existan no pocas
dificultades que la cultura moder-
na opone a la evidente necesidad
de silencio, de recogimiento y de
oración.
La oración cristiana siempre es-
tá determinada por la estructura
de la fe cristiana, en la cual res-
plandece la misma verdad de Dios
y de la criatura. Por esto se confi-
gura, propiamente hablando, como
un diálogo personal, íntimo y pro-
fundo, entre el hombre у Dios.
La misma Biblia contiene la ense-
ñanza de cómo debe hacer oración
el hombre que acoge la revelación
bíblica. En el Antiguo Testamento
se encuentra una maravillosa co-
lección de oraciones, que ha per-
manecido viva a lo largo de los
siglos también en la Iglesia de Je-
sucristo, hasta convertirse en la
base de su plegaria oficial: el Libro
de los salmos o Salterio. Plegarias
del tipo de los salmos se encuen-
tran ya en textos más antiguos o
resuenan en otros más recientes
del Antiguo Testamento (ver, por
ejemplo, Ex 15, Dt 32, 1S 2, 2S 22,
y algunos proféticos, como 1Cro
16). Las plegarias del Libro de los
salmos narran principalmente las
grandes obras de Dios en favor del
pueblo elegido. Israel medita, con-
templa y hace nuevamente presen-
tes las maravillas de Dios a través
del recuerdo que hace de ellas por
la oración.
En la revelación bíblica, Israel
llega al reconocimiento y alabanza
5 (65)
de Dios, presente en toda la crea-
ción y en el destino de cada hom-
bre. Así lo invoca, por ejemplo,
como auxiliador en el peligro y en
la enfermedad, en la persecución
y en la tribulación. En fin, siempre
a la luz de sus obras salvíficas, lo
alaba en su divino poder y bon-
dad, en su justicia y misericordia,
en su infinita majestad.
En el Nuevo Testamento, la fe
reconoce en Jesucristo ―merced a
sus palabras, a sus obras, a su pa-
sión y resurrección― la definitiva
autorrevelación de Dios, la Palabra
encarnada que muestra las profun-
didades más íntimas de su amor.
Los autores del Nuevo Testa-
mento se manifiestan siempre ple-
namente conscientes de la revela-
ción de Dios en Cristo dentro de
una visión iluminada por el Espí-
ritu Santo. Los Evangelios sinópti-
cos (es decir, Mateo, Marcos y Lu-
cas) narran las obras y las palabras
de Jesucristo a partir de la base de
una comprensión más profunda,
adquirida después de la Pascua, de
aquello que los discípulos habían
visto y oído; todo el Evangelio de
Juan está impregnado del aliento
de la contemplación de aquel que,
desde el principio, es el Verbo de
Dios encarnado; Pablo, a quien Je-
sús se apareció en el camino de Da-
masco en su majestad divina, trata
de educar a los fieles para que, con
todos los santos, puedan «compren-
der la anchura, la extensión, la altu-
ra y la profundidad (del misterio de
Cristo) y conocer el amor de Cris-
to, que supera todo conocimiento,
para poder ser colmados de toda la
plenitud de Dios» (Ef 3, 18 s). Para
Pablo, el «misterio de Dios es Cris-
to, en el cual están escondidos to-
dos los tesoros de la sabiduría de
la ciencia» (Col 2, 3), y ―precisa
el Apóstol― «Os digo esto para
que nadie os engañe con argumen-
tos seductores» (v.4).
Esta revelación se ha llevado a
cabo por medio de palabras y de
obras que se remiten siempre, re-
cíprocamente, unas a otras; desde
el principio y continuamente to-
do se encuentra en Cristo, pleni-
tud de la revelación y de la gracia,
y hacia el don del Espíritu Santo.
Éste es el que capacita al hombre
para que dé acogida y contemple
las palabras y las obras de Dios, y
le dé gracias y lo adore en la asam-
blea de los fieles y en la intimidad
del propio corazón iluminado por
la gracia.
Por este motivo, la Iglesia reco-
mienda siempre la lectura de la Pa-
labra de Dios como fuente de la
plegaria cristiana, y exhorta a des-
cubrir el sentido profundo de la
Sagrada Escritura por medio de la
oración, con el fin de que tal co-
mo dice el Concilio Vaticano II,
DV 25) «se entable el diálogo entre
Dios y el hombre, pues «a él ha-
6 (66)
blamos cuando oramos; a él oímos
cuando leemos sus palabras (san
Ambrosio).
Los Padres insistieron en la en-
señanza de que la unión del alma
en oración con Dios se realiza en
el misterio; en particular, por los
sacramentos de la Iglesia. Unión
que puede realizarse, también, por
medio de experiencias de aflicción
e incluso de desolación.
Toda la oración contemplativa
cristiana remite constantemente al
amor al prójimo, a la acción y a
la pasión, y, precisamente de este
modo, acerca más a Dios.
Desde la antigüedad cristiana se
hace referencia a la «iluminación»
recibida en el bautismo. Ilumina-
ción que introduce a los fieles, ini-
ciados en los divinos misterios, en
el conocimiento de Cristo, a través
de la fe que actúa por la caridad.
Todavía más: algunos escritores
eclesiásticos (Justino, Clemente de
Alejandría, Basilio de Cesarea, Gre-
gorio de Nacianzo) hablan explíci-
tamente de la iluminación recibida
en el bautismo y hacen de ella el
fundamento de aquel sublime co-
nocimiento de Jesucristo (cf. Flp 3,
8), que se define como «theoria» o
contemplación.
Los fieles cristianos, con la gra-
cia del bautismo, son llamados a
progresar en el conocimiento y en
el testimonio de las verdades de la
ORACIÓN,
CIMIENTO
DE LA IGLESIA.
El hecho de que la oración
ocupara un lugar tan
esencial en su
organización debió parecer,
en un principio, uno de los
aspectos más notables del
cristianismo, cuando lo
observaba un pagano
sincero; el hecho de que, a
pesar de la dispersión de
sus miembros por el
mundo, y la dificultad para
sus jefes y súbditos de
poder obrar en una mutua
unión, pudieran, sin
embargo, experimentar el
consuelo de las relaciones
espirituales, y de una
unidad verdadera, rogando
unos por otros. Rogar por
el bien de la Iglesia entera
era también rogar por el
bien de la humanidad y por
todas las clases sociales y
todos los individuos. La
oración era el cimiento
sobre el cual fue edificada
la Iglesia
J. H. NEWMAN, C. O.,
Diff. II, p. 68.
7 (67)
fe, cuando «comprenden interna-
mente los misterios que viven». Las
verdades de la fe no quedan supe-
radas por ninguna iluminación di-
vina, sino que, al contrario, las
eventuales gracias de iluminación
que Dios pueda conceder están or-
denadas a ayudar a hacer más luz
sobre la dimensión todavía más
profunda de los misterios procla-
mados y celebrados por la Iglesia,
mientras el cristiano vive en la es-
peranza de llegar a contemplar a
Dios en la gloria, tal como es (cf.
1Jn 3,2).
Por último, el cristiano que hace
oración puede, si Dios quiere, ele-
varse a una experiencia particular
de unión. Los sacramentos, princi-
palmente el bautismo y la eucaris-
tía ―«fuente y culminación de
toda la vida cristiana» (LG 11), que
«nos eleva a la comunión con Dios»
(LG 7)—, constituyen el comienzo
objetivo de la unión del cristiano
con Dios. Sobre este fundamento,
por una especial gracia del Espíri-
tu, el que ruega puede ser llamado
a aquel tipo particular de unión
con Dios que, en el ámbito cristia-
no, es calificado de mística.
Ciertamente, el cristiano tiene
necesidad de disponer de algún
tiempo de retiro en la soledad pa-
ra recogerse y encontrar, cerca de
Dios, su camino. Sin embargo, dado
el carácter de criatura, y de cria-
tura consciente de no estar segura
si no es por medio de la gracia, su
modo de acercarse a Dios no se
fundamenta en una técnica, según
el sentido estricto de esta palabra.
Ello estaría en contraposición con
el espíritu de infancia que exige
el Evangelio. La auténtica mística
cristiana no tiene que ver nada
con la técnica: es, siempre, un don
de Dios, y quien se beneficia de él
experimenta la propia indignidad
de recibirlo.
Todos los fieles deberán buscar
y podrán encontrar el propio ca-
mino, la propia manera de hacer
oración, dentro de la variedad y
riqueza de la plegaria cristiana,
tal como la enseña la Iglesia; pero
todos estos caminos personales
confluyen, finalmente, en aquel ca-
mino que lleva al Padre y que
Jesucristo ha dicho que es. En la
búsqueda del propio camino, cada
uno se dejará conducir, pues, no
tanto por sus gustos personales co-
mo por el Espíritu Santo, que, a
través de Cristo, lo guía hacia el
Padre.
La justificación nos llega a través de los sacramentos,
es recibida por la fe, consiste en la presencia interior de
Dios, y vive en la obediencia.- J. H. Newman, C. O. Jfc., p. 278.
8 (68)
CENTENARIO DE NEWMAN (1890-1990):
Noticias y conmemoraciones
• A las varias ediciones de las obras de Newman, en esta primavera,
se añade la edición crítica de VIA MEDIA: THE PROPHETICAL
OFFICE OF THE CHURCH, con introducción y notas del P. Halbert
Weidner, del Oratorio de Rock Hill (USA), editada por la Oxford
University Press. Se trata de una obra escrita por Newman anglica-
no, reeditada posteriormente con un prefacio y notas de Newman ca-
tólico, interesante para el ecumenismo. Sigue a las recientes edicio-
nes críticas de la APOLOGÍA, IDEA OF A UNIVERSITY y la GRAM-
MAR OF ASSENT, con el mismo formato.
• En Roma, el «Centro Internazionale degli Amici di Newman» ha or-
ganizado un Simposio Académico, bajo el título de «John Henry
Newman, amante de la verdad», para los días 26 al 28 de este mes de
abril, con la colaboración del Oratorio romano y el Oratorio Secular
de San Felipe Neri. Los actos se desenvuelven en la Sala Borromini,
aneja a la Chiesa Nuova, y en este mismo templo de los oratorianos.
Las ponencias a desarrollar serán estas: «Newman y la teología de la
revelación», por monseñor Michael Sharrey, de la Universidad Gre-
goriana, de Roma; «El misterio y la crítica del racionalismo del
liberalismo en el pensamiento de J. H. Newman», por John Crosby,
de la Academia Internacional de Filosofía, de Liechtenstein; «La au-
toridad en la Iglesia y la libertad de conciencia, por monseñor Jean
Honoré, arzobispo de Tours, en Francia; «Las bases teológicas del De-
recho canónico según las obras de J. H. Newman, por Peter Erdo, de
la Facultad Teológica de Budapest, en Hungría; «Newman tal co-
mo lo vieron sus contemporáneos en el tiempo de su muerte, por
Philip Boyce, O. C. D., de la Pontificia Facultad Teológica del Insti-
tuto de Espiritualidad Teresianum, de Roma; «John Henry Newman
(1801-1890) cien años después, por Vincent F. Blehl, S. I., postulador
de la causa de beatificación de J. H. Newman. Participarán en las se-
siones los eminentísimos cardenales Paul Poupart, Joseph Ratzinger,
y Opilio Rossi, y el arzobispo Edward I. Cassidy. Moderarán las reu-
niones los profesores Bogdan Dolenc, de la Facultad de Teología de
Ljubljana (Yugoslavia); Jean Stern, M. S., de la Pontificia Universidad
Urbana de Roma; Miss Lutgart Govaert, de la comunidad The Work
(Austria); Howard Root, del Centro Anglicano de Roma, y Paul Cha-
vasse, C. O., del Oratorio de Birmingham. Y terminará con una au-
diencia especial concedida por el papa Juan Pablo II y una Eucaris-
tía junto al sepulcro de san Felipe Neri, en la basílica de Santa María
in Vallicella, del Oratorio de Roma.
9 (69)
NEWMAN
LA CRUZ Y LA LUZ
LA CONFESIÓN de Newman según la
cual, humanamente hablando, había
sido menos feliz en su vida de católico
que como anglicano (1) no ha impedido el
reconocimiento de la Iglesia, a partir del
momento en que el papa León XIII, con evi-
dente intencionalidad, quiso disipar toda
sospecha al crearlo cardenal, en 1879, pri-
mero en la lista de los de su pontificado.
Reconocimiento que no fue sólo una gran
alegría para la gran mayoría de los católi-
cos, sino también para Inglaterra, para la
Universidad de Oxford y para sus amigos
anglicanos, de los que, poco antes, ya había
recibido un homenaje (2), que aceptó con
sencillez.
Motivos de
Incomprensión
Pero incluso el mismo cardenalato se vio
envuelto de pequeñas miserias de celosos in-
trigantes. No es extraño que, al enfrentarse
con el estudio de Newman, algunos hayan
(1) «As a Protestant, I felt my religion dreary, but not my life; but, as a Catholic, my
life is dreary, not my religion. Of course one's earlier years as (humanly spea-
king) best ―and again, events are softened by distance― and I look back on my
years at Oxford and Littlemore with tenderness, AW, p. 384.
(2) En diciembre de 1877 recibió la invitación para ser investido primer fellow ho-
norario del Trinity College, de Oxford, que recuerda como uno, si no el mayor
de sus afectos. LD XXVIII, 284.
10 (70)
preferido silenciar o pasar elípticamente por
encima de referencias embarazosas, y que-
darse sólo en el campo especulativo de las
ideas que el paso del tiempo ha forzado a
aceptar, porque se ha demostrado que ni era
modernista ni liberal en ninguna de sus an-
ticipaciones intuitivas, a las que se resistían
o temían, desde posiciones interesadas, los
que, menos lúcidos e incapaces de ser crea-
tivos, vivían del celo negativo y cultivador
de la sospecha, como era el caso de los ultra-
montanos románticos italianizantes y más
bien aduladores
que devotos y obedientes de
quienes ejercían alguna autoridad en la
Iglesia. Otras veces era por temor a causar
daño al prestigio del catolicismo; otras, por
motivos partidistas o de escuela. Era una
época en la que se daba mucha importancia
a lo institucional, sin que en todo momento
bastara distinguir entre lo que es solamente
humano y lo que constituye el elemento di-
vino en la Iglesia, o porque la distinción ca-
recía de serenidad depurada de fanatismos.
Algo que Newman, con rigor mental у sin
mengua de su fidelidad y devoción a la Igle-
sia y su amor sincero a las personas, siempre
11 (71)
tuvo muy claro; pero Newman no era un político
frecuentador de curias (3), ni un estratega clerical,
ni tampoco un ambicioso. Era «un trabajador» in-
teligente y generoso (4). Los que recelaban de la
sinceridad de su conversión a la Iglesia católica se
pudieron dar por tranquilizados después de la pu-
blicación de la Apologia pro vita sua, que apare-
cía tras un largo silencio, al que le habían reducido
incomprensiones y envidias.
Reconocimiento
de la figura
de Newman
Al cabo de un siglo, después de las repetidas
ediciones de su treintena de libros, la figura de New-
man ha crecido, y se ha podido comprobar que los
planteamientos que hacían estremecer a los ultra-
montanos de entonces eran ahora admitidos y pro-
clamados en los grandes debates del Concilio Vati-
cano II, donde reiteradamente se le tenía en cuenta,
como a un asistente invisible que recobraba actua-
lidad no discutida (5).
No obstante, todavía hoy algunas voces aisladas
estiman que es menos importante la biografía de
Newman que el legado de sus ideas. Pero éstas, en
su conjunto, deben necesariamente ponerse en rela-
ción con su historia personal de católico y, como él
también insiste en afirmar, de oratoriano. Si bien su
vocación oratoriana merece un capítulo aparte.
La grandeza de Newman aparece no sólo a par-
tir de su elevación al cardenalato por León XIII y
(3) «I have not pushed myself forward, because I have not dreamed of saying "See
what I am doing and have done". I have no friend at Rome» AW, 374.
(4) Como recordaba en una carta a Catherine Ward, el catolicismo no debe entender-
se cono cuna vaga generalización o una idear, sino, prácticamente, como «a wor-
king religion». LD XII, 336.
(5) Ahora, a propósito de Newman, «it is not merely a question of restoring a portrait.
It is to some extent rather a matter of recognising that a situation is come into
existence which Newman foresaw and which few others of his day were able to
foresee». Christopher Hollis. NEWMAN AND THE MODERN WORLD, P. 8. El
mismo autor se refiere a Pablo VI, cuando, a propósito de la beatificación de Do-
menico Barbieri (oct. 1963), unió este nombre al de Newman para decir que cons-
tituían «dos santas figuras».
12 (72)
la confirmación prácticamente otorgada por el Va-
ticano II, sino tras la publicación, además de sus
libros, ampliamente difundidos, por el tesoro de sus
escritos personales, diarios y cartas, mérito del
Oratorio de Birmingham, y muy particularmente de
los padres Tristam, Dessain y Mr. Tracey.
La verdad
entera
Tal vez, respecto de Newman, sea oportuno re-
petir las palabras de León XIII al historiador Lud-
wig Pastor (1854-1928), temeroso de trasladar a su
gran obra de la Historia de los Papas lo que has-
ta entonces se guardaba en lo secreto de los archi-
vos vaticanos y de otras fuentes: «No tema la ver-
dad, pero dígala entera». El contexto es otro y más
sencillo; pero para entender a Newman hay que
descender a su biografía y hasta diríamos que hay
que entrar en su corazón, tomado como centro y
referencia vital de todo el hombre. Entonces nos da-
mos cuenta que este hombre, por encima de todo,
aspiraba a la santidad, pues se había dedicado,
desde su adolescencia, a hacer verdadero para si
aquel principio que cautivó tempranamente su al-
ma: «Holiness rather than peace» (6), es decir, la
santidad antes que la instalación en la mediocridad
honrada, que suele ser la propensión de la vanidad
y el egoísmo humano, aun entre creyentes a medio
convertir, o sólo culturalmente cristianos. Lo que
en adelante hiciera o escribiera nada tendría que
ver con lo rutinario y la inercia profesionalizada.
Por ello le esperaba la cruz, y se abrazó a ella. No
fue por modo de resignación fatalista, sino camino
de comunión con el Señor: «Mantén todo mi ser fi-
jo en ti. Que no aparte de ti mis ojos, y haz, Señor,
que aumente mi amor a ti, día tras día» (7).
Su vida de protestante no había estado libre de
pruebas. Cuando habla de ellas en sus sermones, se
trasluce su experiencia personal. En su adolescen-
(6) APO, p. 5.
(7) MD, p. 218.
13 (73)
cia, en la misma Universidad, luego en la crisis de
su viaje a Italia y Mediterráneo, fue sometido a
prueba, y él así lo entendió, con espíritu sobrenatu-
ral. La entrada en la Iglesia católica supuso un
gran desarraigo, un nacer de nuevo. Poseía la se-
renidad interior de «haber alcanzado el puerto,
pero se hacía de nuevo a la mar sin haber concebi-
do previamente plan alguno; presumiblemente, ima-
ginaba que permanecería laico (8). Sin embargo, en
seguida se le encaminó al sacerdocio, lo cual fue
un consejo prudente, si bien, tal como dedujo más
tarde (9), fue exhibido como presa capturada ―«as
if some wild incomprehensible beast, caught by the
hunter»― por su primer obispo.
No tardó en darse cuenta de que se le quería in-
activo y, hasta donde fuese posible, en silencio.
Pruebas
Un autor (10) intenta explicarse la razón de los
repetidos fracasos de Newman en las tareas que
asumió en la Iglesia. Parecía como si no se pudiera
prescindir de él, pero al mismo tiempo se desconfia-
ba y se le condenaba a la inactividad. Él hablaba
de incomprensión (11); sin embargo, había algo más,
que se acumulaba en esa nube que eclipsaba todo
resplandor: «Yo no puedo ya imaginar continuar
viviendo sin alguna cruz. Estaría como fuera de
mi elemento si me encontrara fuera de la sombra
fría de la autoridad eclesiástica, bajo la cual me he
mantenido casi toda la vida» (12). Se le encarga-
ban tareas absurdas o se le ponían condiciones que
desembocaban en el fracaso. ¡Menos mal que tenía
el cobijo de san Felipe, «su nido», en el Oratorio
amado! Aunque también aquí tuvo su ración de pe-
nas, venidas, por lo común, desde fuera,
(8) APO, pp. 235-236.
(9) AW, 386.
(10) Louis Cognet, NEWMAN OU LA RECHERCHE DE LA VÉRITÉ, Paris, 1967.
(11) AW, 374.
(12) AW, 408.
14 (74)
Estaba Newman en Roma, preparándose para
ser ordenado sacerdote, cuando ocurrió un hecho
que podría ser tenido como símbolo de futuros do-
lores. Había muerto una nieta de Lady Shrewsbury,
emparentada con el príncipe Borghese, y éste tuvo
gusto en que Newman hablara a la colonia inglesa
reunida, protestantes y católicos. Newman preparo
su sermón y lo dio a leer a un sacerdote inglés esta-
blecido en Roma, que conocía a través de Wiseman.
Dicho sacerdote, George Talbot, le aprobó sin repa-
ros el discurso. Y así lo pronunció, al estilo de co-
mo lo hacía en Oxford. Pero el sermón no fue del
agrado de los oyentes, no se sabe si porque no era
del estilo florido, según la elocuencia de los roma-
nos, o porque había dicho «que todos tenemos
necesidad de conversión». Lo sorprendente para
Newman fue que a las voces de quienes lo desa-
probaron se unió la del sacerdote George Talbot...,
que previamente lo había leído y animado a pro-
nunciarlo. Newman nunca hubiera podido ima-
ginarse que iba a ser víctima de tal duplicidad.
Por desgracia, este personaje, relacionado con Wi-
seman y Manning y amigo de Pío IX, aparecería
en más de una de las estaciones del calvario de
Newman.
Las conversiones
Wiseman y todavía más Manning (ambos carde-
nales y, sucesivamente, arzobispos de Westminster)
hubieran querido de Newman que les sirviera de
cebo para más conversiones. Para Newman, sin
embargo, las conversiones no era lo más importan-
te, sino la formación de los católicos. «De tal modo
he puesto en lo segundo mi objetivo, que todavía
persisten en decir que yo recomiendo a los protes-
tantes que no se conviertan al catolicismo...» (13).
Él creía que tanto debía prepararse a la Iglesia pa-
ra recibir a los convertidos como a éstos para lle-
(13) AW, 394.
...
15 (75)
varlos a la Iglesia. «Hay algunos que sólo querrían
hacer conversiones, para luego abandonar a sí mis-
mos a los pobres convertidos, respecto al conoci-
miento de su religión. Si debemos convertir a las
almas de manera segura, deberán tener la debida
preparación de corazón» (14). Todo esto chocaba
con las miras triunfalistas, dirigidas a la caza de
personas encumbradas e influyentes, tal como pre-
tendía Manning para agradar a Roma. Era la fal-
sa teología del poder y de la propaganda, más que
la de la gracia y la evangelización. Newman creía
menos en la presión social y en los efectos de la
habilidad política, y sí, en cambio, en la conversión
desde las conciencias, sin olvidar la formación de
la inteligencia. Mientras le acusaban de poco fervo-
roso, él se entretenía o robaba de su sueño esa lista
piadosa de pequeñas joyas constituida por plega-
rias, himnos traducidos del Breviario o poesías para
ser musicadas, con el fin de dar alimento seguro a
la piedad y a la inteligencia de la liturgia a las
gentes sencillas que acudían al Oratorio, mayor-
mente obreros. Después formarían el volumen pós-
tumo de Meditaciones y Devociones.
Roma y los italianizantes ingleses esperaban la
conversión en masa de Inglaterra, la hija rebelde
de la Iglesia. Newman cree que en Roma no com-
prenden a los ingleses, a pesar de los entusiasmos
del ultramontanismo que la quiere representar. Pa-
ra Roma, «Manning y otros que viven en Londres
son grandes porque convierten a Lores y Ladis
debido a su posición e influencia. Y esto es lo que
esperan de mí... Ellos quieren conversiones esplén-
didas ―"immediate show"― de grandes personajes,
de nobles, de sabios, no de gente sencilla y pobre...
Pero yo soy diferente. Yo no persigo a los hombres;
son ellos los que vienen a mí» (15).
(14) LD, XXV, 3.
(15) AW, 392.
16 (76)
"Fracasos"
de Newman
Nos referimos al problema de las conversiones,
en la imposibilidad de fijarnos en otros. Pero éste
denota ya la diferencia de miras entre Newman y
quienes «no le comprendían». No podían acusarle
de ostracismo; porque siempre que le llamaban pa-
ra algún proyecto, él acudía, aunque suponía, a la
postre, otro fracaso. Así sucedió con la frustrada
fundación de un Oratorio en Oxford. Querían un
Oratorio en aquella Universidad, con el prestigio
de Newman, pero... sin Newman; le llaman para
la fundación de la Universidad católica de Dublín,
pero los obispos pretendían que tuviera la aparien-
cia de universidad, si bien imponiendo criterios se-
minarísticos; querían prensa para los laicos, pero
que éstos fueran la mano invisible del clericalismo
disfrazado; le encargan la versión moderna de la
Biblia, y luego le desasisten y dejan que se muera
el proyecto comenzado... Y otras penas e incom-
prensiones, y otros malentendidos que sería prolijo
desmenuzar. La cuestión de la infalibilidad, la con-
sulta a los laicos en materia de fe, etc.
La "Apología"
Cuando publica la Apología (1864), defiende la
sinceridad de sus ideas religiosas para defenderse
de la acusación de falsedad e hipocresía descarga-
da contra el conjunto de todos los sacerdotes católi-
cos. Manning la lee y dice que el libro de Newman
«es una voz de ultratumba». Talbot, en Roma, si-
«La Providencia de Dios ha sido maravillosa conmigo a lo largo de
toda mi vida. Esta mañana me he sentido de golpe impresionado
por una antítesis en relación con algo cuyas circunstancias y deta-
lles he pensado con frecuencia, sin haber observado los contraste,
que presenta. A saber: que mis penas me han venido de parte de
persona, a los que he favorecido y ayudado, y que mis
éxitos me los han causado mis contrarios».
John H. Newman, C. O.,
AW, 420
17 (77)
gue pensando y diciendo que Newman «es el sujeto
más peligroso de Inglaterra»..., pero quiere aprove-
charse del renombre que despierta el libro, invitán-
dole a unas conferencias frente a un auditorio se-
lecto, de lo cual, naturalmente, Newman se excusa,
porque es cuaresma y debe atender a sus propios
fieles, «que también tienen un alma» (16).
La vida de Newman fue larga y necesitaría de
muchos capítulos. Es posible elegir algunos aspec-
tos y relegar otros. Creemos, sin embargo, que hay
que acudir a su biografía y a sus escritos persona-
les. Ellos nos revelan al verdadero Newman, santo
y fiel a la verdad, sincero consigo mismo y humilde
y perseverante en su camino hacia la luz.
León XIII
Al final de su vida, no obstante, hubo un papa,
León XIII, que quiso acabar con los malentendidos
y sospechas provenientes de la ignorancia disfraza-
da de pompa, o, simplemente, de la mezquindad y
la envidia, y le nombró cardenal. Aun en esta oca-
sión, se pretendió tergiversar su protesta de humil-
dad, hasta hacer llegar al papa la especie de que
«rechazaba» el cardenalato. Afortunadamente, un
laico católico, el Duque de Norfolk, corrió a de-
shacer el equívoco, y ya nadie más se atrevió a
propagar sospechas. Por lo demás, muchos de sus
detractores habían desaparecido, y los últimos que
quedaban se olvidaron de los tiempos pasados y se
sumaron al reconocimiento universal de aquel an-
ciano venerable, humilde y sabio, que solamente
buscaba la luz de Dios.
Tiempo atrás, cuando le faltaba poco para cum-
plir los sesenta años, había escrito en su Diario:
«Cuando era joven creía que abandonaba el mun-
do de todo corazón, por ti, Señor. En lo que se re-
fiere a la voluntad, al propósito e intención, creo
(16) Ward 1,358.
...
18 (78)
que lo hice. Rezaba de todo corazón para que no se
me diera ningún cargo eclesiástico.
Nada ambicioso,
pero incomprendido
Este deseo mío
lo expresaba, treinta años antes, en una poesía, así:
Niégame la riqueza, aleja de mí, muy lejos, toda
ambición de poder y de fama, porque la esperanza
madura en las dificultades, el amor en la debilidad,
y la fe en avergonzarnos del mundo. Y esto no era
sólo poesía, sino mi deseo habitual. Así lo pienso,
Señor, y tú lo sabes» (17). «No he sido comprendi-
do, he aquí el problema. He visto que entre los ca-
tólicos hay grandes necesidades a las que había
que intentar poner remedio, en particular por lo
que respecta a la educación. Y, por supuesto, los
que más necesidad tenían de ello eran los que me-
nos se daban cuenta de su situación; y como no
veían o no comprendían en absoluto su necesidad,
ni la causa de tal deficiencia, no tenían el menor
agradecimiento o consideración hacia un hombre
que estaba tratando de poner remedio a dicha si-
tuación, sino que más bien le juzgaban inquieto,
desequilibrado o inconveniente. Esto me ha lleva-
do a encerrarme más en mí mismo, o, mejor, me ha
hecho pensar en volverme más hacia Dios» (18).
(17) AW, 368-370. (18) AW, 374-378.
19 (79)
¡Resucitad!
A TI te lo digo: levántate, tú que duermes, porque yo no
te creé para que te retuvieran, atado, en los abismos.
Levántate de entre los muertos, que yo soy la vida pa-
ra todos. Levántate, plasmación mía; levántate, figura mía,
creada según mi imagen. Despierta y salgamos de aquí, por-
que tú estás en mí y yo en ti, indisolublemente unidos.
Por ti, yo, tu Dios, me hice hijo tuyo; por ti, yo, el Señor,
tomé la forma de siervo; por ti, yo, que resido en lo más alto
del cielo, he bajado a la tierra, y aun a lo más profundo; por
ti, oh hombre, he agotado mis fuerzas y he sido abandonado
entre los muertos; por ti, que saliste de un paraíso, he sido
entregado y crucificado en un huerto...
Levántate y partamos de aquí. El enemigo te sacó de la
tierra del paraíso, pero yo te reintegraré, ya no en aquel
paraíso, sino sentándote en un trono celestial. Te privó del
árbol de la vida, pero he aquí que yo mismo, la vida, te he
unido a mi destino. He ordenado a los ángeles que te sirvan
y custodien. En una palabra: tienes el Reino de los
cielos preparado desde toda la eternidad.
Anónimo griego antiguo,
(PG 43, 462-463)
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles. Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Pl. San Felipe Neri, 1. Apartado 182 - 02000 Albacete - D. L. AB 108/62 - 29.4.90
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