Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 268. JUNIO. Año 1990
SUMARIO
SAN Felipe Neri, si hubiese podido elegir nom-
bre para su Congregación, habría sido el de
«Hijos del Espíritu Santo». Por eso, Pentecos-
tés, además de la culminación de la Pascua,
es, para nosotros, una celebración oratoriana que
nos recuerda el prodigio de la vida de oración de
san Felipe, desde su misma juventud. La oración fue
tan importante en toda su vida y su obra, que acabó
llamándose «Oratorio». Oratorio y Espíritu Santo
tienen que ver, porque el Espíritu es el maestro úni-
co que enseña el trato con Dios y lleva a la unión
con él, con tal que, decía san Felipe, «seamos humil-
des y dóciles». ¡Que el Espíritu fecunde, con el rocío
de la gracia, nuestras vidas y todo nuestro obrar!
LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO
SABIDURÍA
EDIFICACIÓN DE LA VIDA CRISTIANA
CENTENARIO DE NEWMAN (1890-1990)
DIOS LLAMA MUCHAS VECES
LA VOCACIÓN ORATORIANA DE NEWMAN
1 (101)
Tiempo de oración:
PARA OBTENER LOS DONES
DEL ESPÍRITU SANTO
Oh san Felipe, amadísimo protector mío, te ruego que,
siguiendo tu ejemplo, despiertes en mí una verdadera
devoción al Espíritu Santo. Te pido que me obtengas sus
siete dones, para que mi corazón sea llevado
fervorosamente hacia la fe y las virtudes.
Ayúdame a alcanzar el don de la Sabiduría, para
que prefiera el cielo a la tierra y la verdad a la mentira.
El don de Entendimiento, para que se impriman en
mi mente los misterios de su Palabra.
El don de Consejo, para que pueda distinguir mi
camino en medio de las perplejidades.
El don de Fortaleza, para que sea valiente e
inflexible en la lucha contra el mal.
El don de Ciencia, para que dirija toda mi actividad
con intención pura, a gloria de Dios.
El don de Piedad, para que sea devoto y atento a la
recta voz de la conciencia.
El don del santo Temor de Dios, para que le sea fiel,
con reverencia y sobriedad, en medio de todas las
bendiciones espirituales.
Dulcísimo Padre, flor de pureza, testigo del amor,
ruega al Señor por mí.
John Henry Newman, C. O.
2 (102)
Sabiduría
CONFUNDIMOS sabiduría con erudición, cuando nos dejamos conducir por el
prejuicio de lo extenso, para abarcarlo todo. La sabiduría cristiana, la sabi-
duría sobre Dios, no es la enciclopédica. En ocasiones, desde otro extremo, la
confundimos con alguna de esas deformaciones que producen los saberes es-
pecializados, cuando monopolizan la curiosidad o el interés de la mente del hombre
y le llevan a saber mucho de muy poco, y nada, o casi nada, de todo lo demás.
La sabiduría cristiana no se encuentra en los libros. Éstos sólo pueden ayudar a
adquirirla si no paralizan nuestro espíritu en la esclavitud de la letra; son buenos
auxiliares en la medida en que nos estimulan para abrirnos a la fe. Lo contrario ocu-
rre cuando los falsos saberes se hacen contra de soberbia que impermeabiliza la men-
te para toda verdad que viene de Dios. Criticar esa falsa sabiduría no es alabar la
ignorancia, lo cual significaría tanto como fomentar la peor de las causas de la mise-
ria de los hombres.
La sabiduría cristiana tampoco es, en rigor, la cultura, ni la colección de costum-
bres religiosas que hayamos podido heredar. La sabiduría cristiana es el conocimien-
to y asunción práctica de todo lo que podemos aprender de Cristo y de los santos. De
Cristo, si creemos y nos fiamos de él y todo cuanto nos dijo; de los santos, porque son
hermanos nuestros, los cuales, en contra de los criterios del mundo, no cedieron a la
perversión de introducir matizaciones paganizantes al ideal cristiano, y nos demos-
traron que el cristianismo, en su pureza evangélica, no solamente es hermoso, sino
posible, con la gracia de Dios. Los milagros de esta gracia son la cantidad de los hijos
de Dios, fieles al proyecto divino que se resume en Jesucristo, y que crece, se repite
y desarrolla en los cristianos.
Las fuentes de cata sabiduría están en la Palabra de Dios, el ejemplo de los san-
tos, la Liturgia, la actitud humilde y desprendida de la clarividencia de la fe aplicada
a la propia vida. Muy en particular, la Palabra de Dios, pero no para buscar en ella
3 (103)
argumentos que justifiquen nuestras razones previas o nuestras decisiones interesa-
das, vino las razones de Dios sobre nuestro propio ser, nuestro destino y el camino
que nos conduce a él. Atender a las razones divinas, y aceptarlas, asumirlas y seguir-
las con fidelidad, constituye la esencia de la sabiduría y la prudencia cristiana. La his-
toria de la primera Iglesia, en la que se encarna y se da la genuina manifestación del
ideal del Reino de Dios, y las vidas de los santos que la siguieron, debieran llenar los
pensamientos de los que hemos sido bautizados para llevar vida de resucitados. De
estos primeros conocimientos y experiencias trajo origen la oración común, las cele-
braciones litúrgicas, que eran enseñanza, plegaria y vida, y que son, todavía, peda-
gogía de la fe y sacramentalidad ―signo y presencia divina― de Cristo a través de los
tiempos, vivo entre nosotros.
San Felipe Neri fue uno de esos sabios cristianos, que no se preocupó por fundar
ninguna "escuela" especial de espiritualidad, pero acumuló en su vida y su experien-
cia de oración la sabiduría de la Iglesia, desde sus mismos orígenes. Newman, que
había estudiado concienzudamente los primeros tiempos de la Iglesia, cuando la Pro-
videncia le puso delante a san Felipe, se entusiasmó con él y se le entregó ―son sus
palabras―, y lo tomó por "padre y maestro.
La imagen de Cristo en su misterio está impresa
en nuestros corazones y en nuestra memoria.
Los remotos tiempos de pureza y verdad no
pertenecen al pasado; están siempre presentes.
Aunque lo parezca, no estamos solos. Bien
pocos, entre los vivientes, pueden
comprendernos' y darnos la razón. Pero todas
estas multitudes de tiempos pasados, que, como
nosotros, creían, enseñaban y oraban, siguen
con vida ante Dios y, por sus acciones anteriores
y su intercesión de ahora, claman hacia
nosotros desde el altar de Dios, nos estimulan
con su ejemplo y nos alientan con su compañía.
Están, a nuestra derecha y a nuestra izquierda,
los mártires, los confesores y tantos otros de
condición elevada o modesta, que poseyeron la
misma fe, celebraron idénticos misterios y
predicaron el mismo evangelio que nosotros.
John Henry Newman, C. O.,
P.S., III, 25
4 (104)
Edificación
de la vida
cristiana
EN ninguna época se ha sentido
tan fuertemente la necesidad
de una convivencia en paz y
amor como en la nuestra, y a todos
los niveles. Caen las fronteras en-
tre los pueblos, se afirman las pe-
culiaridades nacionales y cultura-
les, todo el mundo clama por los
propios derechos, se critica la fuer-
za arrolladora de los más fuertes,
a quienes el mismo poder hace cí-
nicamente más injustos...; pero to-
do el clamor de tan grande crisis no
anula ni permite olvidar los pro-
blemas inmediatos a cada peque-
ño grupo que, proporcionalmente,
sufre también el rechinar de este
cambio de un mundo en transfor-
mación que, confiando en la Pro-
videncia, esperamos que amanezca
a formas de verdadero progreso,
cuando el dolor de los actuales
cambios lo haya purificado de al-
gunas, por lo menos, de sus escorias
de prepotencia, de egoísmos y de
pecado.
Los pequeños grupos, los asocia-
cionismos que están en la boca de
todos y que constituyen intermi-
nables ensayos de convivencia pa-
ra vivir en paz, en mayor justicia,
en comprensión y en amor. Comu-
nidades, familias, grupos, que de-
bieran ser, además de simple refu-
gio en el que se salva lo que esté
en peligro, semillero de hombres y
mujeres que sean capaces, a instan-
cias superiores, para decidir, inter-
venir y merecer ese mundo más
justo y comunitario que ambicio-
namos. Los cristianos tenemos algo
que decir y, si cabe, todavía más
que hacer a este respecto. No en
vano la Iglesia no cesa en la repe-
tición de su mensaje, para que to-
dos podamos llegar a ser uno en el
Señor, y el mundo alcance la ple-
nitud de su destino en Cristo.
5 (106)
John Henry Newman tuvo buena
ocasión de experimentar lo que era
edificar una vida de comunidad
cristiana, al fundar el Oratorio en
Inglaterra. Lo que él decía a sus
discípulos podría aplicarse perfec-
tamente a otras formas de vida co-
munitaria o familiar, lo mismo que
a otros grupos con ideales cristia-
nos. Los apuntes que el dejó en los
Oratory papers son un pequeño
tesoro de doctrina y de consejos
para «construir la comunidad».
Nos queremos detener en uno de
sus resúmenes, en el que se refiere
a la fe y al amor.
Newman es realista y, como buen
amante de la verdad, nos advierte
del peligro de precipitarnos ha-
blando del amor y la caridad, de-
jando olvidado otro elemento pre-
vio e indispensable, cual es la fe.
En su época de protestante ya tuvo
un magnífico sermón dedicado a la
fe y la caridad (P. S., IV, 21), pero
aquí da a estas dos virtudes una
especial interpretación. Interpreta-
ción que supone otro principio al
que había hecho referencia unos
meses antes hablando a su comu-
nidad: la «gentlemanlikeness», por
la que Newman quería expresar
algo más que «caballerosidad», es
decir, una forma de educación y
afinamiento del espíritu y el com-
portamiento, en relación con los
demás, que no se cumple con la
ceremonialidad versallesca, ni los
atildamientos y cumplidos, que a
veces esconden la hipocresía, el
interés y las preocupaciones mun-
danas. La educación newmaniana
es hija de la justicia, del respeto,
de la gratitud; es decir, de la in-
teligencia aplicada lealmente a lo
concreto; no tiene que ver con los
complejos y fingimientos que su-
giere el oportunismo o la vanidad.
«En sí mismo, este refinamiento de
la mente carece de valor sin la san-
tidad, pero puede ponerla de ma-
nifiesto al modo como lo consigue
el don de la elocuencia respecto
de la lógica de un argumento».
En cuanto a la fe y a la caridad,
Newman dice que hay quienes
«quieren edificar sin cimientos,
porque comienzan con la caridad,
o lo que parece caridad, cuando
debieran haber comenzado con la
fe», pues ésta es lo primero y esen-
cial. Se parecen a los que edifican
sobre arena, que acaban en ruina.
No importan las apariencias, por-
que no pasan de ser un sueño. Por
más que derrochen celo y energías,
carecen de estabilidad, no se sostie-
nen; comienzan, pero al poco tiem-
po claudican, cuando tropiezan con
cruces, cuando son desaprobados;
ceden al desaliento, incapaces de
seguir adelante, contra estas con-
trariedades.
Para Newman, esta "fe" es creer
en lo que Dios quiere de nosotros
y, al mismo tiempo, creer en los
6 (106)
demás, fiarnos y confiarnos a aque-
llos de quienes la Providencia po-
ne sus vidas junto a las nuestras.
Los sistemáticamente desconfiados
nunca podrán integrarse en una
comunidad, en una familia, en un
grupo verdadera y sinceramente
cristiano. Esa fe no se suple con lo
que queremos entender por "cari-
dad" u otras formas de resistir sin
amor. No puede edificarse este
amor y amistad, porque carece de
cimiento, de base. Es, dice New-
man, como si pretendiéramos ca-
minar sin tener suelo donde pisar.
Esta fe debe ser un hábito, como
lo es el andar, mientras nos move-
mos olvidados del camino, que está
bajo nuestros pies. «Todo se edifica
sobre la fe», afirma Newman. Evi-
dentemente se refiere a la convi-
vencia comunitaria en el Oratorio:
somos hijos de san Felipe y nues-
tro gran deber sabemos que es la
caridad, caridad de unos con otros,
lúcida y generosa, según las pala-
bras de san Pablo (1 Co., 13). Esa
"fe" previa y condición para el
amor tiene que ver con el acuerdo
de las mentes. Pero lo que New-
man dice pensando directamente
en los suyos vale para toda comu-
nidad, y es a partir de los grupos
más pequeños, construidos con la
prudencia de que sea posible una
base de confianza, y de una confian-
za que la educación ―que ha de
ser, a la vez, respeto, justicia, grati-
tud y libertad― disponga y favo-
Síntesis.
Por razones prácticas, se
puede tomar del
cristianismo una idea como
principal, para en seguida
agrupar en torno a ella
todas las demás. En este
sentido, yo podría decir que
tomo la Encarnación como el
aspecto principal del
cristianismo, de la cual,
como de sus raíces, se
derivan los tres aspectos
principales de su doctrina:
el sacramental, el
jerárquico y el ascético.
Pero no se puede admitir un
aspecto para excluir u
Oscurecer otro. El
Cristianismo, de hecho, es, a
la vez, dogmático,
devocional, ético: es
esotérico y exotérico,
indulgente y estricto,
luminoso y oscuro, amor y
también reverencia y
temor.
John H. Newman, C. O.,
Dev., 36
7 (107)
rezca. Es entonces que no serán
necesarias demasiadas leyes para
que convivir no sea soportar a los
demás, sino edificar verdaderas
fraternidades y, a partir de ellas,
ir cambiando ese mundo donde los
egoísmos, la soberbia y la mez-
quindad de rivalidades conviertan
en lucha la vida de los hombres,
cuando el estar juntos debiera ser
la gran oportunidad para hacer
convergentes los esfuerzos de to-
dos, y lograr, de este modo, en el
espacio de los grupos donde es po-
sible conocerse y amarse, la cons-
trucción entusiasta del bien.
Cuando no sea así, por más que
se usen los nombres de "comuni-
dad", "familia", "fraternidad", etcé-
tera, no pasará de un juego con
buenas palabras con las que se es-
conden ignorancias, egoísmos y mi-
serias.
De este modo, podemos compren-
der por qué Newman daba tanta
importancia a la educación, enten-
dida, según él, no como exteriori-
zación de un rango o clase, o modo
de ascender a él, sino como un en-
noblecimiento del espíritu, una
ilustración de la mente y disposi-
ción y uso de la voluntad para el
bien, no solamente compatible con
la sencillez, sino como manifesta-
ción de la misma, sin vanidades ni
complejos, pues éstos son los que
principalmente suelen impedir la
confianza, y, si falta ésta, es impo-
sible el amor.
Una buena lección para grupos
cristianos, para proyectos de aso-
ciación con mutuo conocimiento y
afecto, y para las familias. De te-
nerla en cuenta, se evitarían mu-
chos fracasos, muchas desilusiones,
muchas infidelidades, y se prepa-
raría, desde la humildad de cada
pequeña unidad, la transformación
y la felicidad de la sociedad entera,
el verdadero crecimiento espiritual
de los creyentes y el acercamiento
a lo que Dios quiere para su Reino.
El corazón de cada cristiano debe representar en miniatura la Iglesia
católica, puesto que un espíritu único hace de la Iglesia entera y de
cada uno de sus miembros su templo santo. Entreguémonos de nuevo a
Dios. Así haremos progresar la causa de Cristo en el mundo, nos demos
o no nos demos cuenta, lo queramos o no, y lo quiera o no lo quiera el
mundo. Contentémonos con elevar el nivel de la religión en nuestros
corazones, y se elevará el mundo. El que se esfuerza por restablecer el
reino de Dios en su corazón lo hace progresar en el mundo.
John Henry Newman, C. O.,
S. D., 10
8 (108)
CENTENARIO DE NEWMAN (1890-1990):
Noticias y conmemoraciones.
• Ediciones Paulinas acaba de publicar, dentro de su colección «Testi-
gos», el libro VIDA Y PENSAMIENTO DEL CARDENAL NEWMAN,
de Charles Stephen Dessain. Hemos de felicitarnos por esta traduc-
ción, debida al p. Aureli Boix. Ojalá dentro de poco podamos dispo-
ner, además, de una antología sistemática de textos newmanianos, al
estilo, por lo menos, de la resumida de Erich Przywara, la de William
S. Lilly, o la más reciente de Ian Ker.
• En Birmingham, el 23 de junio, en la catedral de St Chad, tendrá lu-
gar la más importante conmemoración newmaniana, a nivel diocesano
y nacional, en la que participará el episcopado de la Iglesia en Ingla-
terra y el País de Gales. Después de la concelebración eucarística
pontifical, de la mañana, la Orquesta Sinfónica y el Coro de la ciudad
de Birmingham ejecutarán, por la tarde, el oratorio musical «THE
DREAM OF GERONTIUS», poema escrito por Newman al que puso
música Edward Elgar.
• En Oxford, a partir del 2 de julio y hasta final de diciembre, se exhi-
birá una Muestra sobre Newman, en la biblioteca Bodleian.
. También en Oxford, en la segunda quincena de julio, tendrá lugar un
Curso Estivo sobre Newman, en el Sommerville College, dirigido por
el Dr. Ian Ker.
• En el Oratorio de Birmingham, el 11 de agosto, concelebración eu-
carística por los Padres de los dos Oratorios ingleses, Birmingham y
Londres. Por la tarde, tendrá lugar un acto eucarístico junto a la tum-
ba de Newman, en Rednal, cerca de Birmingham, con asistencia de
numerosas representaciones oratorianas y de estudiosos y amigos de
Newman, procedentes de Europa, América y Asia.
• La Asociación de Amigos de Newman, de Estados Unidos, ha organi-
zado una Peregrinación a los lugares de Newman, de Inglaterra e Ir-
landa, coincidiendo con los actos del 11 de agosto en Rednal, y los de
la Universidad de Dublín, en los que se incluye la visita al Maynooth
College.
• De modo parecido, la Asociación Japonesa de Amigos de Newman, ba-
jo la dirección del profesor Peter Milward, de la Sophia University,
de Tokyo, ha organizado otra peregrinación con los mismos fines.
• En Sydoey, Australia, también en la fecha de 11 de agosto, se conme-
morará el centenario de Newman, con una Eucaristía solemne, como
culminación de unas jornadas de seminario sobre la vida, el pensa-
miento y la obra del Cardenal.
• En Francia, del 2 al 4 de junio, en el «Centre Culturel des Fonteines»,
en Chantilly, cerca de París, la Asociación Francesa de Amigos de
Newman desarrollará su Tercer Coloquio Internacional, con el tema,
esta vez, de «Newman y la Historia».
• En la Universidad de Bolonia, Italia, y bajo la dirección del profesor
Gianfranco Morra, tendrá lugar, en el mes de septiembre, un Congre-
so sobre Newman.
• Relacionado con el centenario newmaniano, el 15 de septiembre, los
católicos del Norte de Inglaterra se reunirán en el Santuario del Beato
Domenico Barberi, en Sutton, St Helens, Lancs. Presidirá el encuentro
el arzobispo de Liverpool, Derek Worlock. Como se sabe, Domenico
Barbieri recibió a Newman en la Iglesia católica.
9 (109)
Dios llama muchas veces
A LO largo de toda la vi-
da, Cristo nos está lla-
mando sin cesar. Lo
hizo al principio, al
recibir nuestro Bautismo; y sigue
llamándonos luego, sin que lo
merezcamos, tanto si obedece-
mos como si rechazamos su voz.
De gracia en gracia, nos llama
ofreciéndonos la santidad, mien-
tras nos es dada la vida. Como
Abraham fue llamado a abando-
nar su hogar, Pedro a dejar sus
redes, Mateo su oficio, Elías su
campo, Natanael la comodidad
de su retiro; todos estamos pen-
dientes de su llamamiento, ince-
santemente, de una cosa a otra,
sin reposo, en orden a elevarnos
hacia nuestra meta eterna, y obe-
deciendo un mandato suyo para
dar paso a otro. Nos llama una
y otra vez, para justificarnos, y
una y otra vez, siempre con ma-
yor intensidad, para santificar-
nos y disponernos a participar
en su gloria.
Sería maravilloso si nosotros
comprendiéramos todo esto, pe-
ro somos lentos para entender
esta gran verdad, que viene a
ser como si Cristo caminara jun-
to a nosotros y, con su mano, su
mirada, su voz, nos forzara a su
seguimiento. No comprendemos
que su llamamiento es algo que
sucede ahora. Pensamos que se
refiere al tiempo de los Apósto-
les; no creemos en él, imagina-
mos que no nos concierne. Nos
faltan ojos para ver al Señor, y
estamos lejos de ser como el
apóstol amado, Juan, que reco-
noció a Cristo, a pesar de que
los demás discípulos no se da-
ban cuenta de él.
Cuanto nos sucede en orden
providencial responde en todo
a la esencia de lo que era su voz
para aquellos a quienes se diri-
gió cuando estaba en la tierra,
sea que nos mande por medio
de una presencia visible, o por
una voz, o por medio de nuestra
10 (110)
conciencia ―ello no importa―,
de modo que nosotros perciba-
mos que es su voluntad. Y si es
su voluntad, puede ser obedeci-
da o no; puede ser aceptada, co-
mo la obedeció Samuel o san
Pablo, o puede ser rechazada,
como lo hizo aquel joven rico
que tenía grandes posesiones.
Solamente una es la verdad y
la perfecta verdad; nadie sabe
cuál es, salvo quienes la poseen,
si la han alcanzado. Pero Dios si
la conoce, y nos conduce hacia
esta sola y única verdad. Condu-
ce a los redimidos, impulsa a los
elegidos, a cada uno y a todos,
guiándolos hacia el único y per-
fecto conocimiento y obedien-
cia de Cristo, aunque no sin su
cooperación, mediante incita-
ciones a las que es preciso obe-
decer, pues, de lo contrario, se
malogran y se rezagan en su ca-
mino hacia el cielo.
De hecho, nada es más cierto
que algunos hombres se sienten
llamados a asumir grandes debe-
res y obras importantes, mien-
tras que a otros no se les exigen.
No sabemos por qué; quizá por-
que los que no fueron llamados
traicionan la llamada por haber
sucumbido en pruebas anterio-
res; quizá porque, una vez lla-
mados, no obedecieron; quizá
porque Dios, a pesar de conce-
der la gracia bautismal a todos,
llama sólo a algunos libremen-
te, a cosas más altas que a otros.
Lo cierto es que sucede así: hay
quien descubre señales que no
ven otros, o tiene una fe más
grande, o más ardiente amor, o
una inteligencia espiritual más
profunda. Pero a nadie le es lí-
cito tomar como ideal de su pro-
pia santidad el ideal inferior de
otro. No debemos mirar a los de-
más. Debemos mirar a Dios, si
nos llama a renunciar del todo
al mundo, si nos pide ofrecerle
lo que en el mundo pudiéramos
esperar o temer; ello sería para
nosotros una ganancia, una se-
ñal de su amor por nosotros, al-
go de lo que debiéramos ale-
grarnos.
John Henry Newman,
P. S., VIII, 2.
11 (111)
NEWMAN:
LA VOCACIÓN
ORATORIANA
DE NEWMAN
SOMOS llamados a la vida, a la gracia y a
ser miembros de la Iglesia y, enseguida, lla-
mados a un estado o modulación concreta
de nuestra existencia, querida por Dios, a la que el
vincula, de manera ordinaria y normal, todos los
dones sobrenaturales que constituyen el marco en
el que se desarrolla nuestra santificación y nuestro
destino eterno personal. Eso que llamamos la pro-
pia vocación, un camino hacia Dios en la geografía
espiritual de la Iglesia, que resuena como un lla-
mamiento divino al que es preciso responder con
agradecida perseverancia. Cuando Newman se hizo
católico no pensó, en un primer momento, en na-
da más que pertenecer a la Iglesia, sin pretender
llegar al sacerdocio (1). Pero en breve espacio de
(1) «For a while my reception (into the RCC), I proposed to betake myself to some se-
cular calling». L. D., XXXI, 20.
En sendas cartas a H. Wilberforce y T. Mozley, de 30. 8. 1839, en previsión de
que debería dejar Oxford, su «imagination has for some time roved after being a
sort of brother of charity in London». Definitivamente, fue Wiseman que le empu-
jó al sacerdocio católico, despejando dudas, y sugiriendo que él con sus compañe-
ros se agruparan en la forma de vida oratoriana.
12 (112)
tiempo, no sólo fue conducido a la ordenación sa-
grada, sino que la providencia, claramente, lo llevó
hasta el Oratorio.
Descubrimiento
del Oratorio
Una sugerencia y un llamamien-
to acogidos con humildad y profunda ilusión, su-
mergiendo su espíritu y su inteligencia en el estudio
de san Felipe Neri, que le enamoró y llegó a com-
prender lúcidamente, a pesar de la distancia del
tiempo, de las diferencias culturales y de los distin-
tos temperamentos. El Oratorio, para él, no fue una
solución, como visto desde fuera pudiera parecer,
sino una verdadera vocación, que abrazó con fide-
lidad nunca quebrada. Toda la etapa católica de
Newman ha de entenderse desde el Oratorio. Sal-
vada la fe y la gracia, él habría preferido el Orato-
rio a todas sus obras, proyectos o posibles recom-
pensas y reconocimientos, aun de la Iglesia, a la que
precisamente el Oratorio le ayudó a servir mejor.
La vanidad institucional podría sugerirnos, a los
oratorianos, exhibir a Newman para nuestra propia
satisfacción, si no fuera que la misma característica
de la obra de san Felipe no se presta a alardear de
grandezas. El Oratorio, a lo largo de cuatro siglos
de historia, ha tenido ocasión de prestar muchos
servicios a la Iglesia, pero ha sido siempre desde la
dimensión, queridamente modesta, que san Felipe
quiso para sí y para la estructura que perpetuaría
luego su apostolado. Y fue esa peculiaridad que
se avino a lo que Dios quería de Newman, a partir
de su conversión, con los amigos que le acompaña-
ron inmediatamente, en la fundación del Oratorio
en Inglaterra.
Precedentes
oratorianos
En la vocación oratoriana de Newman, se daba
el precedente de dos experiencias que guardaban
cierta afinidad con el Oratorio: la vida universitaria
según los principios de los common-rooms (2) y el
retiro que precedió a la formal conversión al cato-
(2) Cf. ORATORY PAPERS, n" 5.
...
13 (113)
licismo, Littlemore. Una vez más, Newman eligió la
santidad, cuyo camino creyó descubrir en la forma
de vida que le ofrecía san Felipe, como afirma Mu-
rray (3).
Después de la conversión, la vida aparecía com-
pletamente nueva; si bien permanecía el espíritu y
la mentalidad universitaria, con lo que implica de
sensibilidad para la cultura y de talante humanís-
tico, propio de los universitarios ingleses, y singu-
larmente de Oxford, donde se vivía y convivía en el
respeto a las personas y a la buena educación, libre
de afectaciones, producía un trato y una relación
bien ordenada, sin necesidad de coerciones ni vio-
lencias disciplinarias. De todos modos, nos equivo-
caríamos si interpretáramos esto como si Newman
alimentara la pretensión de establecerse en una po-
sición elitista, orgullosa de sí misma y desprecia-
dora de la sencillez. Precisamente iba a ocurrir lo
contrario, pues los que luego le criticarían acusán-
dole de poco celo, lo harían desde posiciones emi-
nentes o próximas a ellas, pero cultivando la su-
perficialidad de las formas vulgares y sentimentales
de la piedad fácil y halagadora, buscadoras de con-
versiones sonadas que les dieran prestigio. Newman
decía que «le daba miedo que personas cultas se
convirtieran precipitadamente, sin percatarse del
precio de su decisión»
 (4). Sus miras no iban hacia
la obtención de éxitos halagüeños inmediatos, sino
que le interesaba, «en primer lugar, el nivel de los
católicos, mediante la educación, entendida en el
más amplio sentido de la palabra, y, en segundo
lugar, proporcionando una base mental para argu-
mentar lo que se cree» (5).
(3) «Newman's own personal preference for the primitive Christianity... Was thoroug-
hly "Philippine" in character». NEWMAN THE ORATORIAN, by Placid Murray,
PP. 108-109.
(4) A.W. (ed. D. D. B., 1955), p. 394.
(5) Id., p. 398.
14 (114)
Littlemore
Por otra parte, mientras se preparaba a la con-
versión en el largo retiro de Littlemore, pudo ensa-
yar una suerte de vida comunitaria parecida a la
oratoriana, con holgada ocasión para reflexionar
sobre el Oratorio mismo, pues sabemos que en Litt-
lemore Newman pudo hacerse con un ejemplar de
las Constituciones del Oratorio, en versión inglesa,
impreso en 1697, anterior a cualquier proyecto. Y
allí mismo se le despertó hacia san Felipe «una es-
pecial reverencia y admiración» (6). Pensando en
ello, poco después, diría en carta a su hermana Je-
mina —que no era católica—: «Este gran santo
(Felipe) me recuerda en muchos aspectos a Keble
―que tampoco llegaría a hacerse católico, de tal
modo que puedo imaginar con facilidad lo que ha-
bría llegado a ser Keble, si la voluntad de Dios lo
hubiese destinado a nacer en otra época y en otro
tiempo: eran iguales; poseían una aversión total a
la hipocresía, facilidad para la alegría, un modo
de ser original y un amor ternísimo hacia los de-
más, junto con la serenidad y austeridad de espíri-
tu» (7).
El primer
cristianismo
Por el estudio de los primeros siglos del cristia-
nismo, Newman tenía las más antiguas formas de
vida comunitaria evangélica, y su proyección a par-
tir de san Benito y san Agustín, pero se preguntaba
si «los votos (religiosos) no significarían, acaso, una
falta de confianza en Dios» (8). Lo cual puede inter-
pretarse como un residuo de prejuicios protestantes,
pero tiene un valor psicológico latente, que le dis-
(6) En la dedicatoria a Wiseman, del primer libro que publica, como católico, DIS-
COURSES TO MIXTED CONGREGATIONS, se refiere a su devoción a san Felipe
even when I was a protestant, pp. V-VI.
(7) L. D., XII, 25.
(8) «I have thought vows (e. g. of celibacy) are evidences of want to faith (trust), ―why
should we look to the morrow? ―It will be given us to do what is our duty as the
day comes to bind duty by forestalment is to lay up manna for seven days ―It
will corrupt us―. In a very different way, still quite a parable as exhibiting a want
of faith (trust) vid Origen's conduct instead of a vow». L. D., II, 187.
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ponía ponía a la simpatía por el Oratorio, en el cual san
Felipe excluyó toda clase de votos o promesas, si
bien exigía que sus hijos «imitaran a los religiosos
en la perfección», porque, concluía Newman, «no
puede haber perfección sin la observancia de los
consejos evangélicos» (9).
Consejos
evangélicos
y caridad
Todavía puntualizaría
algo más, cerrando cualquier resquicio a la disipa-
ción o a la ambigüedad, que pretendiera justificarse
por la ausencia de los votos: en el Oratorio, la fuer-
za para la observancia de los consejos no está en
la coerción que pueden imponer los votos, sino que
«está en la conformidad con la voluntad de la Con-
gregación, en sumisión amorosa a su querer y a su
espíritu» (10).
El espíritu
de san Felipe
Apoyado en san Felipe y en mejor
tradición oratoriana, Newman creía que el Orato-
rio «era, en substancia, aunque no en la forma, una
religión» (11). Una comunidad de personas libres,
pero no independientes: quienes no lo entendieran
así carecerían del primer elemento indispensable
para pertenecer a la comunidad de san Felipe (12).
En ella, la caridad suple y debe superar la fuerza
de los votos; si bien, en la práctica, la caridad sería
imposible si no fuese precedida e informada por un
acuerdo mental previo entre los llamados a formar
la misma familia espiritual. Y esta visión o acuerdo
desde las mentes se mantenía y manifestaba por la
educación, palabra ésta que repite incesantemente
para referirse a la vocación específicamente orato-
riana. En una comunidad estable es posible el amor,
(9) ORATORY PAPERS, nº 25.
(10) «Perfection consists in the exact, ready; pleasant performance of the precepte of
the New Law... I shall consider then obedience to the Community as our special
means of perfection». OR. P., note to Paper nº 24, p. 299.
(11) Apoyándose en el P. Marciano, considera a los oratorianos no como (tropas) re-
gulares, sino "voluntarios", «therefore Oratorians are substantially, though not in
form, a religion». OR. P., Final draft, párrafo 1.
(12) «To say "I will not interfere with you and you shall not interfere with me", is the
ruin of the Congregation ― and a person who so speaks has not in him the first ele-
ment of an Oratorian». Id., párrafo 2.
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la caridad concreta, si se entra en ella después de
haber adquirido «la educación de un caballero»,
entendida no como categoría o rango social, sino
como un afinamiento mental y moral que él llama-
ba «gentlemanlikeness». Pensaba en el estilo de
vida común de un Colegio de Oxford, donde cada
miembro tenía sus libros y el reducido número de
cosas propias, que hacían confortable no ya su ce-
lda , sino su nido permanente (13).
Pero advirtamos que este precedente universita-
rio no fue obstáculo para que el primer Oratorio
que Newman fundó en Inglaterra se asentara en un
barrio suburbial de Birmingham, y, cuando poco
después se fundó el de Londres, en Brompton, no
hizo nada por abandonar su querido nido original
de Birmingham, en Edgbaston, y cedió Londres a
Faber.
Amor al Oratorio
Amaba a san Felipe Neri, y de él aprendió la
oración sencilla y tierna, sin técnicas ni cansancios.
Como él, desconfiaba de cualquier falsa espiritua-
lidad que no partiera del desprendimiento interior.
Anglicano todavía, desde muy joven, había pospues-
to ambiciones y triunfos mundanos, y ascensos y
recompensas eclesiales, a la santidad. El deseo de
ser fiel a Dios y la petición del desprendimiento fren-
te a cualquier vanidad era, como él llegó a decir,
«la oración de toda su vida». De hecho, escribía
cuando frisaba ya los sesenta años: «Señor, déjame
seguir viviendo y déjame morir como he vivido
hasta ahora. Mucho antes de conocer a san Felipe,
ya deseaba yo que se olvidaran de mí. Déjame
aprender cada día de tu gracia a ser despreciado y
no preocuparme porque me desprecien. Sin embar-
go, hay un par de cosas que me atormentan. Señor,
(13) «An Oratorían has his own room, and his own forniture... They do not forn a cell,
but a nest... The Congregation is to be the home of the Oratorians, familiar fa-
ces... OR. P., nº 5.
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ayúdame, y tú, san Felipe». Y sigue esta conmove-
dora confesión de amor al Oratorio, hijo de sus do-
lores, igual que de su amor a la Iglesia, y a la luz
interior tan trabajosamente alcanzada y fielmente
guardada: «Señor, no permitas que el desprecio
que muchos sienten por mí perjudique a mi Orato-
rio; esto me inquieta, Señor, aunque debo ponerlo
lo pongo con sencillez en tus manos. Y también…
muéstrame lo que tengo que hacer para ser más
útil en provecho de tu gloria, durante el tiempo que
me queda de vida... Siento como si hubiese desper-
diciado mis años de católico» (14).
Como en un Magníficat, agradecía a Dios «que
le hubiese dado por padre y maestro a san Felipe, al
que se había entregado, y que había hecho cosas
grandes en él» (15). Con la invocación de su recuer-
do cerraba su obra más famosa, la Apologia pro
vita sua. También, al exponer su The Idea of a
University, concluye sus conferencias con una lar-
ga descripción del espíritu y obra de san Felipe, y
dice: «Si yo he de hacer algo, lo haré siguiendo sus
huellas y ningunas más».
(14) A. W., p. 378.
(15) M. D., p. 245.
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(pasa a la página 19)
En esta página había partee de la página 9 (en la integración se ha puesto todo en la pág. 9.
(viene de la página 9)
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Ideal de santidad.
NEWMAN no iba en busca de su éxito en el mundo, ni de-
jaba que las incomprensiones que a menudo acompaña-
ron sus esfuerzos en busca de la verdadera santidad le
desviaran de lo que fue siempre su objetivo consciente. Si obtu-
vo gran influencia y autoridad a lo largo de su vida, no fue
porque ocupara cargo alguno, sino merced a la personalidad
humana y espiritual que proyectaba.
El drama interior que marcó su larga vida giró alrededor de
la cuestión de la santidad y unión con Cristo. Su deseo más
ardiente era conocer y cumplir la voluntad de Dios. Este ideal
lo sostuvo en los momentos difíciles, en los que con tanto dolor
dejaba su amada y familiar Iglesia de Inglaterra para ingre-
sar en la Iglesia católica. Su fidelidad, motivada por el cami-
no a través del cual la divina Providencia lo había conducido,
convirtió esta experiencia en una fuente de aliento y de inspi-
ración para muchos que estaban buscando el «puerto después
de haber atravesado un mar tempestuoso».
Juan Pablo II,
(27.4. 1990)
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