Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 270. NOVIEMBRE. Año 1990
SUMARIO
TRIUNFAR. ¿Qué es triunfar? Para el mundo es
elevarse hasta los primeros puestos, consolidar-
se en ellos por encima de los demás, impresio-
nar, seducir, y ser reconocido y aplaudido. Ni
falta quien pueda pensar, intoxicado por el mundo,
que tales triunfos, bien manejados, puedan servir a
la causa de Dios. Sin embargo, por elemental que
sea la sinceridad en el examen, no cuesta descubrir
el error. No valen las astucias y falacias del espí-
ritu del mundo; se derrumban las apariencias de la
vanidad, frente al Dios de la Verdad. El verdadero
cristiano sabe que su espíritu está en las bienaven-
turanzas y su victoria en la fe en el Dios personal.
EL ÁNGEL DE LA GUARDA
PARA SER SANTOS
EL EVANGELIO, LOS SANTOS Y NEWMAN
CENTENARIO DE NEWMAN (1890-1990)
CORO DE ÁNGELES
LA SANTIDAD DEL CALENDARIO Y LA OTRA 
LOS SUYOS NO LE RECIBIERON
1 (141)
EL ÁNGEL DE LA GUARDA
Oh viejo amigo, compañero fiel
desde el primer aliento de mi vida;
serás mi acompañante permanente
hasta la muerte.
Siempre a mi lado,
porque te ha confiado el Creador
el alma que infundió en el polvo de mi ser
sacado de la nada.
Padrino misterioso en mi bautismo,
desde la fuente de la gracia susurrabas
a mi infantil oído las verdades
fundamentales de la fe, e iba creciendo.
Al llegar el ocaso de mi vida
quisiera que me defendieras, vigilante,
de miedos y de dudas
y de impaciencias y tristezas
con que quiera aturdirme el enemigo
y envidioso de Dios.
Y aún, hermano bueno de mi alma,
llegada la hora de alumbrarla
para nacer al cielo, ven,
acércate, recógeme en tus brazos
y vuela altísimo
hasta llevarme a la mansión eterna.
John H. Newman, C. O.
(1853)
2 (142)
Para ser
santos
NO HAY recetas para ser mantos, aunque todo cristiano esté destinado a la san-
tidad, pues a ella se ordena la regeneración bautismal, que nos hace hijos de
Dios y nos prepara para la felicidad de contemplarle en el cielo. Fácilmente
admitimos que el reclamo a la felicidad lo llevamos en lo más hondo y vivo de
nuestro ser, como algo imposible de renunciar. Ocurre, sin embargo, que la misma
fuerza de esta exigencia no puede hacer impacientes, sin dar tiempo a la reflexión,
y engañarnos imaginando que la felicidad la alcanzaremos con añadiduras de este
mundo, sin fe verdadera, sin esperanza y, sobre todo, sin amor de Dios. Corremos
este peligro cuando nos llamamos cristianos y lo somos simplemente por cultura o
sociológicamente; cuando nos hemos encontrado con un Dios al que no nos hemos
convertido, porque tampoco lo hemos buscado. Entonces queda, para no acabar de
perder el nombre de cristiano, el reduccionismo de la fe a ideología, el de la Iglesia
rebajada a secta, y el de la conducta limitada a moral, más convencional que teoló-
gica, a pesar de las denominaciones.
No resulta difícil desenmascarar este error o conjunto de errores, porque nos
podemos dar cuenta que, en realidad, se trata de un modo de ser cristianos que bar-
niza la vida, pero no la compromete y convierte revistiéndola de Cristo. Nada se deja,
por la causa de Cristo o, si parece que se deja, es para cambiar ganando ya en este
mundo cosas del mundo: prestigio, ascenso social, poder, dinero... con la falacia aña-
dida de sacramentalizar esa mundanización con pretextos para hacer el bien. Es la
equivocación corrida por algunos, incluso de buena fe, de la que puede ser ejemplo
aleccionador la historia de la Orden de los Templarios, en el siglo XIV.
Newman, que después de descubrir a Dios se convirtió en buscador incansable
de nu Verdad, nos diría que la santidad no consiste en lo extraordinario, a nivel per-
sonal, ni en lo espectacular, a nivel apostólico y de Iglesia, en la cual los crecimien-
tos rápidos suelen ser sospechosos y tumorales. Todo cuanto él nos dice de la con-
ciencia, la sinceridad, la nobleza y la auténtica caballerosidad tiene que ver con la
3 (143)
Verdad siempre buscada con exquisita pureza, con celo perseverante, con compro-
metedora reverencia y fidelidad tal como nos demostró con su vida, desproporcio-
nadamente obscura y combatida en relación con su ciencia y sus virtudes y buenos
ejemplos, pero tan grandemente fecunda, cuando la perspectiva del tiempo nos hace
que olvidemos los nombres de los que no le comprendieron o le envidiaron, mien-
tras que su vida y sus escritor, y la visión que tenía de la verdadera Iglesia de Cristo
han resultado, día tras día, lúcidos y proféticos para la misma Iglesia de Inglaterra y
sobre todo, para la Iglesia católica.
Se trataría, pues, de anteponer a todo, comenzando por nosotros mismos, la hon-
radez de la verdad siempre buscada, perseverante y pacientemente, paso a paso, en
tensión hacia Dios, sin ceder a cualquier falsificación inspirada por las componendas
egoístas o sugeridas desde fuera, y seguir esa verdad «dondequiera que ella nos con-
dujera», valientemente. Y cierto que, desde la fe, nos llevaría a la santidad, que debe
ser el término normal del cristiano.
Santa Cecilia y Newman.
LA CLARA vocación intelec-
tual de Newman no le impi-
dió su afición y cultivo de la música
y la poesía. Dos aspectos que bien
merecen tratarse aparte, pero que
no es ocioso recordar ahora de pa-
sada.
Pero santa Cecilia también fue
para Newman una celebración me-
morable y querida muy especial-
mente, puesto que su fiesta fue ele-
gida para la inauguración de la
iglesia propia del Oratorio de Bir-
mingham, el primero fundado por
él, poco antes de hacerlo con el de
Londres. La inauguración tuvo lu-
gar un 22 de noviembre, fiesta de
santa Cecilia del año 1853, cuando
se había cumplido el quinto aniver-
sario de la fundación de la Congre-
gación del Oratorio, cerca de allí
mismo. Posteriormente esta iglesia
fue remodelada hasta adquirir el
aspecto de una basílica de media-
nas proporciones, pero conservando
el estilo que le diera Newman a la
antigua forma.
La obra de la edificación empren-
dida por Newman hubo de llevarse
adelante en un período de su vida
lleno de dificultades y pobreza,
aunque confiaba en la Providencia
y esta fe le sostuvo por encima de
obstrucciones y escaseces, hasta ver
concluida la iglesia con el gozo de
haber armonizado la variedad de
sus detalles en un conjunto de be-
lleza, tal como decía Newman, con
palabras de la liturgia del día era:
"circumamicta varietatibus".
4 (144)
El Evangelio,
los santos
y Newman
LOS santos los hace el Evan-
gelio, decía Newman. Con el
pretexto de su interpreta-
ción, los cristianos tenemos el pe-
ligro de acomodarlo a situaciones
de pre-conversión, rebajando de
este modo su exigencia suficiente-
mente clara, con el resultado de
profesar un cristianismo de semi-
convertidos o, simplemente, de pa-
ganoides, con un pie en el pecado
del mundo y el otro en el segui-
miento, siempre en precario, de
Cristo. Nuestra fe, en tales casos,
no hace posible la paz interior ape-
nas la conciencia nos inquieta con
fosforescencias de verdadera since-
ridad espiritual. Pero aplazamos,
una vez más, el creer del todo y
abandonarnos a Dios. No acaba-
mos de ser felices; no renunciamos
del todo a Dios, ni nos fiamos de él,
desde nuestra fe vacilante. Quisié-
ramos un Dios para esta vida, que
la complementara multiplicando,
en beneficio nuestro, dones que se
palpen, que se sientan, que perdu-
ren hasta desterrar todo dolor del
cuerpo y del alma, y aplazar o bo-
rrar para siempre la certeza de la
muerte inevitable, que pende como
una amenaza de la que pretende-
mos olvidarnos narcotizando la
propia razón y la experiencia que
nos la muestra evidente.
Otros ni siquiera se proponen el
problema y resuelven despreocu-
parse de Dios, porque no les sirve
para medrar, enriquecerse, domi-
nar y gozar a tope en la vida. Evi-
tan a Dios, como evitan todo lo que
les molesta, aislándose en su egoís-
mo cerrado por la soberbia.
Pero miramos a los santos y
comprobamos que ellos tuvieron
la valentía de hacer limpia su con-
ciencia frente a la verdad. Esa ver-
dad jamás negada fue su fuerza y
también su consuelo. No creyeron
que Dios les quitara o empobrecie-
ra, sino que comprendieron que a
5 (145)
él le debían todo. No buscaron un
Dios para propio provecho, sino
que, sencillamente, se entregaron a
él, porque creyeron en él de ver-
dad. Y tuvieron esperanza para so-
portar contradicciones, desprecios
y dolores. No creyeron que las
pruebas fuesen una "injusticia" de
Dios con ellos, sino una purifica-
ción que les desprendía de munda-
nidades, que les hacía humildes,
que les empobrecía, según las apa-
riencias del mundo, enemigo de
desprendimientos, pero que, a cam-
bio, les hacía ricos en libertad, y
agradecieron esa libertad porque
les daba mayor agilidad para la en-
trega amorosa a Dios. Si tuvieron
quien les persiguiera u odiara, ta-
les enemigos vencieron "vencidos"
y, lo que parecía un mal en un pri-
mer momento, acababa siendo una
bendición purificadora que la pro-
videncia de Dios había dispuesto
para mayor bien. Como ocurrió
con los que persiguieron y lleva-
ron el Señor a la cruz, como ocu-
rrió con los mártires, cuya entrega
maravillaba a la primera pobre y
humilde Iglesia, que descubría en
ellos una bondad y un destino glo-
rioso insospechado, como el de pa-
recerse y repetir a Cristo, el hacer
posible y verdadero el Evangelio,
que es más que historia pasada,
que recuerdo poético. Yo estaré
siempre con vosotros es un estar
como él estuvo, en medio de los
que todavía le seguían y le siguen
en el mundo; es la comunión con
él y la participación en contradic-
ciones y en el misterio de la cruz
aceptada para poder ser su discí-
pulo.
Newman creyó en el Evangelio.
Se admiró de los primeros cristia-
nos y las primeras generaciones
cristianas de santos; meditó en la
pureza evangélica de los mártires
y descubrió los riesgos y desvia-
ciones de la Iglesia apenas iniciaba
su "establecimiento" y admiró la
fidelidad de los santos que se esfor-
zaron en reconducirla; finalmente
encontró a san Felipe y lo quiso
imitar y «no hacer nada que estu-
viera fuera del estilo de san Feli-
pe». Esto lo decía en los primeros
trabajos para la fundación de la
Universidad de Dublín. Luego, pe-
nas en esta ocasión, y antes y des-
pués, no le faltaron. Pero las supo
entender referidas al Evangelio y
a los santos que más admiraba. «A
san Felipe también le pasó esto»,
escribe en su Diario.
Sin el crisol de las adversidades,
no es posible vivir el Evangelio, ni
alcanzar la paz y libertad interior
del alma, ni crecer acercándose a
Dios, ni prepararse para el cielo.
No se trata de resignación y fa-
talismo, sino de que «el árbol se
poda para que de más fruto». Así
ha ocurrido siempre en la Iglesia.
Y también ocurrió con John Henry
Newman.
6 (146)
CENTENARIO DE NEWMAN (1890-1990):
Noticias y conmemoraciones.
• En el «Cardinal Newman College», de Preston, Inglaterra, tuvo lugar,
el 31 del pasado mes de octubre, una conferencia pública sobre «La
grandeza de John Henry Newman», por Ian Ker, profundo conocedor
y estudioso de Newman, el cual, junto con los PP. Dessain y Bouyer, y
Meriol Trevor, es el mejor biógrafo del célebre convertido de Oxford.
• El 23 de este mes de noviembre, en la catedral anglicana de San Pa-
blo, de Londres, tendrá lugar una «Celebración Ecuménica de Acción
de Gracias», con representantes de las Iglesias anglicana y católica,
puesto que a ambas perteneció Newman, y amó y sirvió con sinceri-
dad, en su peregrinar hacia la Verdad total.
• En este año del Centenario también se han puesto los cimientos de
un nuevo Oratorio que ya fue un proyecto de Newman: en la ciudad
universitaria de Oxford. Intento que se frustró sin culpa suya y que
ahora se lleva a cabo con el entusiasmo del Arzobispo de Birmingham
(cuya jurisdicción se extiende a la ciudad de Oxford), el cual ha ofre-
cido la iglesia de Saint Aloysius y la casa adyacente. Son los caminos
providenciales que han recogido los oratorianos de Birmingham.
«Crescant, floreant, fructusque afferanti».
• Y otro Oratorio se acaba de fundar en Estados Unidos de América, en
la ciudad de Philadelphia. Lo componen sacerdotes que han vivido en
comunidad para prepararse a esta fundación, y a través de la oración
y el estudio, ayuda y consejo de los Oratorios de habla inglesa, cul-
minaron su resolución el 8 de septiembre pasado.
• El «Newman Centre», de Valencia, ha organizado la celebración de
unas vísperas cantadas, en la Capilla universitaria de la Sapiencia,
para el día 22 de este mes de noviembre, fiesta de santa Cecilia y
aniversario de la inauguración de la iglesia del Oratorio de Birming-
ham, querida por Newman para esa fecha, por el amor que sentía por
la música.
7 (147)
CORO DE ÁNGELES
Praise to the Holiest in the height,
And in the depth be praise:
In all His words most wonderful;
Most sure in all His ways!
O loving wisdom of our God!
When all was sin and shame,
A second Adam to the fight
And to the rescue came.
O wisest love! that flesh and blood
Which did in Adam fail,
Should strive afresh against the foe,
Should strive and should prevail.
And that a higher gift than grace
Should flesh and blood refine,
God's presence and His very Self,
And Essence all-divine.
O generous love! that He who smote
In man for man the foe,
The double agony in man
For man should undergo;
And in the garden secretly,
And on the cross on high,
Should teach His brethren and inspire
To suffer and to die.
8 (148)
¡Al Dios Santísimo alabanza y gloria
en lo más alto y en lo más profundo:
es admirable en todas sus palabras,
y en todos sus caminos es veraz!
¡Sabiduría amable la de Dios!
Cuando de la vergüenza y del pecado
nos vino a rescatar el nuevo Adán,
en lucha soportada en favor nuestro.
¡Cuán sabio fue su amor! La carne y sangre
que en el Adán primero sucumbió,
de nuevo al enemigo retaría
hasta vencer del todo en la batalla.
Sería el don más alto de la gracia
purificando toda carne y sangre;
sería la presencia de Dios mismo
volcando entera la divinidad.
¡Oh generoso amor que destruyó
al común enemigo de los hombres!,
pues soportó, para salud de todos,
doble agonía de pasión y muerte:
la oculta angustia del sudor de sangre
y la que todos vieron en la Cruz,
para enseñar a sus hermanos cómo
se sufre y muere por amor del mundo.
John H. Newman, C. O.,
(y Traducción)
9 (149)
La santidad del calendario
y la otra
LA IGLESIA ha tenido que luchar, a través de los siglos,
para corregir las exageraciones y falsificaciones de la
devoción y el sentimentalismo colectivo de los fie-
les, cuando éstos se han precipitado en la creación
de aureolas míticas, unas veces espontáneas y conse-
cuencia de la ignorancia, y otras interesadas y favorecidas
por el orgullo nacional, la vanidad de las instituciones que las
han patrocinado, u otras razones o intereses más humanos y
de la tierra que la gloria de Dios repetidamente invocada en
vano. Sería posible demostrar el favor que ha ejercido el lu-
gar geográfico, o la política, o el interés de grupos sociales
poderosos, en la proclamación de santos que han pasado a
engrosar la lista del calendario. Es sospechosa toda presión
interesada en empujar hacia los altares ―como se dice― a
los "siervos de Dios". Un par de veces la Iglesia ha tenido
que borrar nombres de la lista. Otras veces, sin llegar a tan-
to, ha suprimido "milagros" atribuidos a ellos, por inverosí-
miles, y, todavía en nuestros días, no es raro que nos llegue
a las manos alguno de esos boletines propagandísticos para
hacer ambiente a canonizables, con el relato de "gracias" ob-
10 (150)
tenidas o "milagros" alcanzados, verdaderamente fantasiosos
o simplemente ridículos.
No hace mucho, el cardenal Ratzinger se lamentaba del
excesivo número de canonizaciones. En realidad, cuando
abunda el número de ellas, se favorece el olvido de las mis-
mas a corto plazo. Aunque siempre sea de recomendar volver
a los grandes santos de la Iglesia ―como decía san Felipe―,
si bien después del estudio de Jesús desde el Evangelio, que
es insustituible, puesto que de nada nos sirven los santos si
no nos enamoran de la palabra de Dios y del ejemplo de Je-
sús en la vida concreta, imitando su estilo, sus obras y sus ac-
titudes, que la Iglesia, precisamente en la fiesta de Todos los
Santos, nos resume en las Bienaventuranzas. Esa es la otra y
la única verdadera santidad, a la que todos debemos aspirar,
no como un honor personal o una gloria que legar a nadie de
este mundo, sino como lógica de la exigencia regenerativa
a la que se orienta el Bautismo que nos hizo cristianos. A
esa santidad verdadera estamos llamados todos, y es siempre
eficaz para todos mientras no sea impedida.
11 (161)
A veces se alaba a los santos como si en ellos quisiéra-
mos que resplandeciera, por delegación, lo que no acabamos
de ser nosotros. Un poco como los paganos transferían a
sus héroes mitológicos la fuerza, la sabiduría o la gloria
que cada uno no era capaz de alcanzar, y de este modo cons-
truían su Olimpo y lo poblaban de falsas divinidades que da-
ban a la ciudad o al pueblo el prestigio que añoraban y con
el que se envanecían frente a otros pueblos. Y la vanidad es
tan seductora, que acababan creyéndose el error buscado
con su propia complicidad. Por eso nunca la Iglesia ha ad-
mitido, para su culto público, oración alguna dirigida a un
santo, por grande que lo pudiéramos imaginar, ni a la misma
Virgen María, y pocas a Jesucristo, sino siempre a Dios, Pa-
dre de todos.
Una de las razones para instituir la fiesta de Todos los
Santos fue, precisamente, la de impedir en Roma la persisten-
cia de cultos a los dioses paganos, para hacer memoria, glori-
ficando al único Dios, de todos los hermanos en la fe y "san-
tos" que ya gozan de la visión divina. Entre ellos seguramente
encontraremos a algunos todavía mayores que el de muchos
de los nombres de santos de que tenemos noticia en la tierra.
Es un secreto y un consuelo que Dios nos reserva, mientras
nos espera para tener por hermanos a todos y sólo a él por
Padre de misericordia y amor, que nos reconocerá como hi-
jos suyos, en la medida que nos parezcamos y hayamos re-
producido a Cristo —el del Evangelio― en nosotros.
El hecho del mal no puede negarse... Si el mal no existiera, la revelación
no habría sido necesaria. Los desastres y crisis de la Iglesia se presuponen
en la Escritura. Pero está anunciado realmente que llegará un tiempo en
que triunfe la Verdad, aunque sólo Dios conoce ese momento.
John H. Newman, C. O.,
L. D., XXVIII, 215
12 (152)
LOS SUYOS
NO LE RECIBIERON
EI P. Juan María Laboa, catedrático de Historia de la
Iglesia en la Universidad Pontificia de Comillas, ha pu-
blicado un documentado trabajo sobre John Henry New-
man, en la revista «XX SIGLOS», cuyos últimos párrafos
reproducimos.
EN TODA la historia de New-
man nos encontramos con un
hecho dramático sólo expli-
cable desde la situación anómala
de la Iglesia durante la segunda
parte del siglo XIX y desde el pre
dominio de la mentalidad integris-
ta y, sobre todo, ultramontana.
Los anglicanos quedaron, en su
inmensa mayoría, escandalizados y
profundamente disgustados por el
abandono de una de sus mentes
más preclaras, pero no parece que
los católicos se sintieran especial-
mente satisfechos con una conver-
sión que durante toda su vida les
siguió pareciendo atípica. De he-
cho mantuvieron a Newman en un
ostracismo que hoy nos resulta es-
candaloso e inexplicable.
Es verdad que Newman se incor-
poró a la Iglesia cuando ésta pasa-
ba uno de los momentos más bajos
de su historia, incapacitada para
descubrir los valores de la diversi-
dad, la necesidad de iniciar nuevos
caminos de comprensión, la posi-
bilidad de un diálogo provechoso
con otras filosofías, orientaciones y
mentalidades. Entre la Iglesia del
Syllabus y la mentalidad de New-
man los puntos de contacto eran
mínimos. Por otra parte, en Ingla-
terra había sonado la hora de los
neoconversos, pero de aquellos que
rechazan y aborrecen cuanto antes
creyeron, y adoptan las formas
más radicales del nuevo credo
aceptado. Obviamente, Newman no
era de éstos.
Acerca de su conversión, él de-
cía que pasando de una adhesión a
otra, por ejemplo, de la del filósofo
a la del cristiano, de la del cristia-
13 (153)
no a la del anglicano, de la del
anglicano a la del católico, nunca
tuvo la impresión de cambiar de
certeza. No había abandonado a la
Iglesia anglicana dando la impre-
sión de dejarla, al contrario, según
su espíritu, había seguido hasta sus
últimas consecuencias los gérme-
nes de verdad presentes en la Igle-
sia anglicana. Y estaba convencido
de haber permanecido profunda-
mente fiel al integrarse en la Igle-
sia romana, porque en ella, la Igle-
sia anglicana alcanza su plenitud.
Su conversión no era una revolu-
ción, sino una evolución hacia la
plenitud, es decir, un desarrollo.
Había sido el progreso de una con-
vicción. Newman ofrecía de esta
manera una idea nueva de la con-
versión. No implicaba un abando-
no, una renuncia, sino un perfec-
cionamiento continuo, gradual y
tranquilo. Tenía un carácter posi-
tivo, no negativo. Quien se con-
vierte no pierde lo que tiene sino
que gana lo que todavía no posee.
Hoy nos sentimos identificados
con esta actitud, pero en aquellos
días muchos ―sobre todo neocon-
versos― la veían con profunda
desconfianza. De hecho, Newman
abandonó lo que tanto amaba en
la Iglesia inglesa sólo para encon-
trar incomprensión y oposición en
la Iglesia que adoptó. ¿Por qué?
Tras su conversión fue conside-
rado como un trofeo y sus nuevos
correligionarios pensaron que ha-
bía que domar su espíritu y adap-
tarlo a lo que esperaban de él. Es-
cribía a un amigo en 1851: «Hemos
sido tratados como niños, siendo
hombres maduros. Esto no es una
prueba para nuestro orgullo en el
peor sentido de la palabra, pero sí
lo es para nuestro deseo de com-
prensión y nuestras costumbres de
cortesía, buenos modales y mutua
consideración que la vida univer-
sitaria más o menos crea».
Se le achacó con frecuencia no
haber conseguido conversiones
como lo hacían Manning y Faber,
también convertidos famosos, y
Newman se dio cuenta de que no
habían dado ningún valor a su tra-
bajo, principalmente porque apun-
taba, sobre todo, a la educación o a
la formación de los católicos y no
tanto a lograr conversiones.
Pío IX y buena parte de los obis-
pos hablaban como si el mundo
estuviese entregado al mal y a la
irreligión. Todas estas formas de
lenguaje le parecían a Newman
absurdas, falsas y exageradas. Él
pensaba, por el contrario, que la
Iglesia tenía que temer mucho más
por parte de los incrédulos de den-
tro de sus propias filas, que de los
incrédulos de fuera. En este esfuer-
zo podemos considerar a Newman
como el hombre que revisó todo el
método apologético entonces exis-
tente, y, desde este punto de vista,
14 (154)
podemos afirmar que su evolución
como católico fue más importante
que la que tuvo como anglicano,
a pesar de las apariencias contra-
rias.
Pero también en este tema, fue
incomprendido. No cabe duda de
que los primeros años de Newman
católico fueron de inesperada y
triste soledad, de sorprendente y
frustrante marginación, a causa,
fundamentalmente, de que se des-
confiaba de él. No era como que-
rían, no resultaba dócil.
«No soy nadie, escribía a un ami-
go. No tengo ningún amigo en Ro-
ma. He trabajado en Inglaterra
donde no me han comprendido y
donde me han atacado y despre-
ciado. He trabajado en Irlanda
siempre con las puertas cerradas
delante de mí... Oh Dios mío, me
parece que he desperdiciado los
años que llevo siendo católico. Lo
que escribí de protestante ha teni-
do mucha más fuerza, sentido y
éxito que mis obras católicas; y eso
me preocupa mucho». Hacia 1860,
a excepción de unos pocos amigos
íntimos, Newman se daba cuenta
de que le habían dejado completa-
mente solo. En enero de 1863 con-
fesaba con desesperanza: «Oh cuán
desesperado y triste ha sido el cur-
so de mi vida desde que soy católi-
co. Aquí está el contraste: como
protestante sentía que mi religión
era triste, pero no mi vida; como
JAMÁS he dudado ni un
solo momento, desde
1845, de que era para mí un
cluro deber el entrar en la
Iglesia católica tal como lo
hice entonces, y lo sentía
como una convicción que
venía de Dios. Personas y
lugares, incidentes y
circunstancias de la vida,
que forman parte de mis
primeros cuarenta y cuatro
años, permanecen
profundamente impresos en
mi memoria y en mi
corazón; y todavía más, he
tenido más pruebas y
aflicciones de múltiples
maneras cuando soy
católico que cuando era
anglicano; pero nunca, ni
por un momento, he
querido volver atrás, jamás
he cesado de dar gracias a
Dios por su misericordia al
permitirme llevar a cabo
tan profundo cambio, y
jamás me ha permitido el
Señor que me sintiera
abandonado por él, o
angustiado, o que me
afligiera cualquier intima
perturbación religiosa.
JOHN H. NEWMAN, C. O.,
(L. D. XXVII, 334)
15 (155)
católico encuentro triste mi vida,
pero no mi religión».
Se trataba de una inmensa para-
doja. Su carácter, su formación y
sus capacidades le llevaban a espe-
cializarse en una tarea intelectual
y universitaria, mientras que en
aquella Iglesia católica inglesa for-
mada mayoritariamente por emi-
grantes irlandeses, «los prelados
miran a un intelectual como si es-
tuviese en el camino de la perdi-
ción». De hecho, dedicó la mayor
parte de su vida a los parroquia-
nos sencillos de su Iglesia de Bir-
mingham, hasta el punto de que
allí le consideraban como el adalid
de los creyentes sencillos, de los
católicos sencillos y corrientes...
Sin embargo, aunque esta labor ha-
ya favorecido su santidad personal,
el Newman conocido y admirado
es el de sus escritos, su capacidad
polémica, su fuerza apologética. Lo
que queda de él y lo que nos llena
de admiración no es tanto su capa-
cidad de entrega y su cercanía a
los más pequeños, sino su inteli-
gencia y perspicacia, su idea de
Iglesia, su capacidad de integra-
ción y su asombrosa intuición de
lo que tenía que ser la Iglesia del
futuro: pensaba que vendría un día
en el que la humanidad se dividi-
ría en dos familias de espíritus: los
ateos por una parte, y los católicos
por otra; que llegaría al punto en
el que hay que elegir entre el sí y
el no. Había advertido dentro de
la fe lo que él llamaba «la dificul-
tad de creer», y aunque a él la fe
le parecía un acto meritorio libre,
lo contrario de la fe era siempre
una posibilidad. Buena parte de su
obra estará orientada a explicar y
a facilitar las complejidades de la
problemática de la fe.
Newman no podía sentirse a gus-
to con la Iglesia cerrada e intole-
rante que le tocó vivir. Por el con-
trario, él defendió una comunidad
abierta en la que pudiesen convi-
vir diferentes talantes y modos de
ser, tal como escribió a Ward: «No
tengo la impresión de que nuestras
diferencias sean unos problemas
tan grandes como te parecen, siem-
pre ha habido estas diferencias en
la Iglesia: siempre las habrá; los
cristianos dejarían de tener una vi-
da espiritual e intelectual, si tales
diferencias desaparecieran. Ningún
poder humano puede impedirlas;
y, si lo pretendiera, no obtendría
otro resultado que un desierto que
llamarían paz. El ho1nbre no pue-
de y Dios no lo hará. Él quiere que
estas diferencias sean un ejercicio
de caridad. Desde luego, deseo estar
lo más de acuerdo con todos mis
amigos; pero si, a pesar de mis ma-
yores esfuerzos, ellos van más allá
de mí, o no me alcanzan, no puedo
remediarlo y lo tomo con calma».
Si observamos que estas palabras
están escritas dos años después del
16 (156)
Syllabus y cuatro antes del Vati-
cano 1, comprenderemos que este
hombre haya sido mal visto y mal
interpretado por quienes entonces
dirigían la Iglesia, preocupados,
sobre todo, por conseguir una uni-
formidad tajante alrededor de sus
ideas. «No se corre como un ferro-
carril en asuntos teológicos, ni si-
quiera en el siglo XIX. Hemos de
ser pacientes por dos razones: la
primera para llegar a la verdad;
y la segunda, para que los demás
puedan ir juntos con nosotros». La
Iglesia se mueve como un todo; no
consiste en una simple filosofía: es
una comunión; no sólo descubre
sino que también enseña; está obli-
gada a consultar, por caridad tanto
corno por fe», escribía a un amigo
jesuita que se encontraba en Roma
durante las sesiones conciliares.
No resulta difícil comprobar que
en su pensamiento tienen lugar
central la idea de la búsqueda de
una comunidad plural y, funda-
mentalmente, la primacía de la
conciencia, tal como declaró en la
famosa proposición que concluye
la primera parte de su carta al du-
que de Norfolk: «Una palabra más.
Si después de una comida me viera
obligado a lanzar un brindis religi-
oso ―lo que evidentemente no
se hace― brindaría a la salud del
Papa, creedlo bien, pero primera-
mente por la conciencia y después
por el Papa».
Para él «la conciencia es la voz
de Dios en la naturaleza y en el
corazón del hombre», el «primero
de todos los vicarios de Cristo». Su
elogio y defensa de la libertad de
conciencia, al tiempo que sus equi-
libradas distinciones hoy forman
parte de nuestro patrimonio, pero
entonces constituían una novedad
no siempre bien comprendida.
Fue libre en la Iglesia y con la
Iglesia, la quiso, la obedeció, pero
en ningún momento dejó de llamar
la atención cuando lo consideró
oportuno: «Aquellos que no permi-
tieron razonar a Galileo hace 300
años no lo permitirán a ningún
otro ahora. El pasado no constitu-
ye ninguna lección para ellos ni
en el presente ni en el futuro: y su
noción de estabilidad en la fe con-
siste en repetir errores y después
en repetir sus retractaciones».
Conociendo como conocía esta
realidad defendió la presencia y la
participación responsable de los
laicos en todas las facetas de la
Los santos son una creación del Evangelio y la Iglesia.
John H. Newman, C. O.,
(P. S., IV, 157)
17 (157)
vida de la Iglesia. Esta defensa le
mereció en su tiempo la censura
episcopal y estuvo a punto de ga-
narle la condenación, pero ahora
ha sido adoptada por la Iglesia co-
mo una doctrina básica. Y conside-
ró oportuno que los asuntos ecle-
siales dejasen los aires viciados de
los gabinetes secretos para salir a
la luz pública: «Nunca esperé ver
tal escándalo en la Iglesia. Sé que
se han dado semejantes en tiempos
anteriores, incluso en concilios, pe-
ro creía que la Iglesia estaba ex-
puesta a demasiadas miradas vigi-
lantes y hostiles para permitir que
aun los eclesiásticos más temera-
rios, tiránicos y crueles hiriesen y
traspasasen de tal modo a las almas
religiosas, y cooperasen así con los
que quieren la caída de la Iglesia».
Esta libertad de espíritu, conoci-
da y reconocida, reforzó su enor-
me autoridad moral, tanto cuando
defendió la definición dogmática
del Vaticano I, como cuando res-
paldó otras decisiones eclesiásticas.
Todos están de acuerdo en que su
Apología constituye una de las me-
jores autobiografías espirituales de
la historia cristiana, y no cabe du-
da de que sus intuiciones e ideas
abrieron nuevos horizontes a la
teología de nuestro tiempo. Por
otra parte, la Iglesia católica ingle-
sa se aprovechó del inmenso presti-
gio que Newman fue consiguiendo
a lo largo de su prolongada vida.
En este sentido, el capelo cardena-
licio constituyó un colofón casi na-
tural y debido, a pesar de que na-
da en los años precedentes lo hacía
predecible. También en este senti-
do eran válidas unas palabras es-
critas por Newman comentando las
decisiones conciliares: «Pío IX no
es el último Papa. El 4º concilio ha
modificado al 3º... La reciente de-
finición no tiene necesidad de ser
reexaminada, sino de ser comple-
tada. Seamos pacientes. Tengamos
fe, y un nuevo Papa y un concilio
convocado de nuevo puede orien-
tar la barca».
Su método consistía siempre en
descender dentro de sí mismo, en
referirse a su intuición primordial,
a su experiencia de vida ¿Cuáles?
La certeza de la identidad viviente
entre la Iglesia del siglo XIX y la
de los apóstoles y de Cristo. Cier-
tamente vida, es decir, modifica-
ciones, adaptaciones, coloraciones
accidentales diversas, pero en el
fondo, permanencia, constancia,
identidad. Y siempre el convenci-
miento de que en medio de la cri-
sis se daba una asistencia divina
que no falta nunca, convencimien-
to que en todo momento le dio
fuerza y ánimo. «En lugar de lan-
zarnos al objetivo de ser una fuer-
za mundial, nos replegamos en no-
sotros mismos, cerrando las líneas
de comunión, temblando ante la
libertad de pensamiento y usando
18 (158)
y usando el lenguaje de la congoja
y el desaliento ante la perspectiva
que tenemos por delante, en lugar
de salir a conquistar y a vencer
con la moral elevada del guerrero».
Muchos de los grandes personajes
que rodearon a Newman, algunos
de los cuales le hicieron la vida
más difícil de lo conveniente, han
caído en el olvido o han sido redi-
mensionados, pero Newman ha ido
adquiriendo una talla y un influjo
considerable a medida que ha pa-
sado el tiempo. Su causa de cano-
nización ha sido incoada, su figura
es recordada en las historias de la
Iglesia, su teología es estudiada en
los diversos tratados, pero, sobre
todo, es su concepción del cristia-
nismo y de la Iglesia la que va ad-
quiriendo, poco a poco, carta de
ciudadanía. Ojalá, la conmemora-
ción del centenario de su muerte
incite a más personas a leer su obra,
a captar su talante y a esforzarse
por conseguir una Iglesia que vi-
viendo de y en la verdad, sea un
lugar de comunión, de compren-
sión y de serena y alegre convi-
vencia, un lugar donde no sólo la
religión sino también la vida sea
alegre y esperanzadora.
Le exhorto encarecidamente a que entre en la Iglesia
católica... Me dice usted que deberán sufrir otras personas
con las que se relaciona, si usted da este paso. Es lástima,
pero ésta es la prueba por la que todos hemos de pasar.
No obstante, piense que difícilmente tendrá usted que
causar a otros tantas penas como han tenido que hacerlo
algunos de mis amigos convertidos, y ni siquiera, tal vez,
como yo mismo he tenido que infligir, para no hacerme
atrás de mi deber. Pero le aseguro que Dios le sostendrá en
todas las pruebas a que le someta, y usted tendrá a su
disposición la fuerza de toda la Iglesia con la de todos los
santos que han existido. Usted será miembro de un cuerpo
que ha sido sometido a sufrimientos muy superiores a los
que ahora nosotros estemos llamados a padecer, y las
oraciones y la santidad de estos santos tendrán en usted un
efecto tal, que le harán que se supere por encima de lo que
sería capaz en solitario. Es claro que no me refiero
necesariamente a un confort "sensible", sino a un poder
real que estará con usted en la presencia de Dios.
John H. Newman, C. O.,
(L. D., XI, 71)
19 (159)
Newman,
maestro de la Iglesia
El rasgo característico de este gran maestro, New-
man, dentro de la Iglesia, me parece que consiste
no sólo en que él enseñó por medio del pensamien-
to y de la palabra, sino también a través de su vi-
da, de tal modo que pensamiento y vida constituían
la interpretación y explanación reciproca de ambas
cosas. Si esto es así, resulta que Newman ocupa un
lugar entre los doctores de la Iglesia, porque a la
vez que penetra nuestro corazón, ilumina nuestro
pensamiento.
Card. Joseph Ratzinger,
(27. 4. 90)
LAUS
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