Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 271. DICIEMBRE. Año 1990
SUMARIO
TODAVÍA no ha alcanzado su zenit la claridad
amanecida, entre esperanzas y dolores, que
nos dejó el Concilio Vaticano II, al clausurar-
se, hace exactamente veinticinco años. Juan
XXIII lo había convocado, dejándose empujar por
el Espíritu y, con Dios en el corazón, reavivó la es-
peranza de todos, cuando empezó a chirriar la rue-
da de los cambios en la historia más reciente, que
lo transformaba todo, a paso acelerado. Sorprendió
al mundo, que añoraba a un padre, y convulsionó a
la Iglesia, guardadora temerosa de tesoros divinos,
y quiso salvarla del miedo, dejándole por herencia
el reto vivo del Evangelio, creyendo firmemente que
es posible que enamore también a los hombres de
nuestra generación, como a los primeros cristianos.
"EN TI, SEÑOR, ESPERO"
ESPERANZA
AL TERMINAR EL ANO DE NEWMAN
JESUCRISTO
EL HOMBRE, GLORIA DE DIOS
SAN FELIPE, NEWMAN Y LA MÚSICA
ÍNDICE DEL AÑO 1990
JUAN XXIII Y EL CONCILIO VATICANO II 
1 (161)
Tiempo de oración:
"EN TI, SEÑOR, ESPERO"
La tristeza me aturdía a grandes gritos diciéndome:
«¡La muerte es tu único refugio, la muerte es tu único
refugio!», Yo, al oírlo, me horroricé y, cayendo en
tierra, sin alzar los ojos, clamaba: «¡Señor, ayúdame;
Señor, no me abandones! ¡Ven, esperanza mía! ¡Ven a
mí, esperanza mía!»
Y, de repente, bajó del cielo, resplandeciente, la
esperanza, y me cogió, me alzó del suelo, me puso en
pie y me dijo: «¿Hasta cuándo seguirás siendo niño?
¿Cuánto tiempo querrás comportarte como un
novicio? Después de haber empleado tu vida
combatiendo y haber andado por caminos de
sombras y de muerte, ¿todavía no has aprendido a
luchar? ¡No te conturbes, no te asuste la gran justicia
de Dios! ¡Ten ánimo y no seas pusilánime! Deja el
miedo para los que no se convierten al Señor, para
los que prefieren andar por los caminos de su antojo,
para los que van tras las vanidades, los que no han
querido conocer los caminos de la Paz. Deja que
teman los impíos, los que cuando pecan se atreven A
decir: "¿Qué mal he hecho?", los que no se convierten
de corazón, los que son llamados y rechazan la
llamada, los que prescinden de Dios... Levántate y
aleja de ti toda tristeza. Abrázate a los pies del Señor
y él te hará libre y te dará la salvación».
Dicho esto, subió otra vez al cielo, quedando yo
confortado y colmado de consolación.
Jerónimo Savonarola. O. P.,
(1452-1498) en «Última meditación»
2 (162)
Esperanza
PREGUNTABAN a un hombre, a punto de ser condenado a muerte, si creía en
Dios. Él contestó: «La fe, la religión, es sólo para los que tienen esperanza; yo
carezco de ella». La respuesta no podía ser más lógica ni más triste. No tienen
esperanzas aquellos para los que todo acaba cuando acaba la dimensión tem-
poral en que nos movemos, cuando más allá de esta vida solamente puede haber la
nada. Son posibles sólo las expectativas, codicias, ambiciones y el afán para luchar
por hacerlas realidad terrena, tomada ésta como un absoluto al que se someten todos
los anhelos, todo cuanto podamos proyectar ceñido a las medidas y cálculos de este
mundo; pero esto no es esperanza, ni siquiera aunque aceptáramos le existencia de
un Dios remoto, que olvidaríamos o despreciaríamos tan pronto nos diéramos cuen-
ta de que no puede ser utilizado para consolidar nuestra instalación temporal y lo
que imaginamos que nos ha de proporcionar la felicidad y el bienestar aquí mismo.
La esperanza cristiana tiene por objeto a Dios, ser personal e insustituible por nin-
gún otro bien.
Es claro que la esperanza se muere o ni siquiera nace en el hombre que no se
abre a Dios y, movido por su gracia, le trata. En cierto sentido, se puede decir que
se espera en la medida en que se alcanza, se busca a Dios en la medida en que se le
ha encontrado.
La esperanza cristiana no es solamente la virtud típica del tiempo de Adviento,
sino necesaria toda la vida, porque ésta es, para el fiel, el gran Adviento de la eter-
nidad. Es de todo punto necesario que caminemos hacia la Navidad del cielo desde la
tierra. Nuestra verdadera Navidad está alli. Nuestra esperanza es el cielo, y el cielo
es Dios.
Vivimos esta vida terrena como lo que no es ni puede ser definitivo. La agrade-
cemos a Dios, porque constituye su primer don, pero la sometemos a él y queremos
que nos sirva para mejor conocerle y acercarnos a él. La fe y la esperanza nos ase-
3 (163)
guran y mueven hacia él, y en esto consiste el único verdadero gozo de la existencia
sobre la tierra. Todo lo que Dios pudiera darnos, sin dársenos él mismo, no podría
hacernos felices. E, igualmente, todo lo que de él deseáramos, sin desearle a él mis-
mo, serían pérdidas y distracciones del único y verdadero Bien. A lo sumo, las bon-
dades menores pueden servirnos sólo de "mensajeros" que nos hablen o recuerden a
Dios, pero jamás pueden sustituirlo. Por eso el santo decía a Dios, su amado: «No
mandes ya más mensajero / que no sabe decirme lo que quiero».
Vivimos tiempos de grandes transformaciones y de admirables logros alcanza:
dos por el esfuerzo humano. Pero también vemos cómo el hombre, ilusionado con
sus inventos y la rapidez con que se suceden las novedades que se le ofrecen, se ol-
vida con facilidad de referir estas grandezas a Dios y de agradecerle las fuerzas con
que ha podido descubrirlas. Los cristianos debiéramos saber dar al mundo «razón de
nuestra esperanza» para que, no solamente sean reconocidos los dones divinos que
derrama sobre el mundo, sino, por encima de ellos, sea deseado, amado y esperado
Dios mismo.
LA PAZ
LA FELICIDAD
Y LA BENDICIÓN DEL SEÑOR
PARA NUESTROS AMIGOS Y LECTORES
4 (164)
Al terminar el
«Año de Newman»
AL finalizar este año de 1990,
conmemorativo del primer
centenario de John Henry
Newman, el balance que se ha de
hacer de esta conmemoración re-
sulta altamente positivo y hasta
sorprendente por la magnitud al-
canzada y la significación que se le
reconoce dentro de la Iglesia ca-
tólica y también la anglicana. En
vida de Newman no faltó la saga-
cidad de quienes intuyeron la re-
percusión que tendrían en el futu-
ro de la Iglesia las ideas de aquel
hombre extraordinario; pero sobre
todo fue a partir de su muerte, ha-
ce un siglo, cuando fue creciendo
este presentimiento, en la actuali-
dad plenamente confirmado con
ocasión del Concilio Vaticano II,
que algunos no han dudado en lla-
mar "el Concilio de Newman", cu-
ya invisible presencia no impidió
que fuera el autor más citado en los
debates de la gran asamblea de la
Iglesia, por encima de las referen-
cias de todos los teólogos, incluido
el mismo santo Tomás de Aquino.
En estas páginas hemos ido dan-
do noticia de los acontecimientos
conmemorativos de este año new-
maniano, aunque sin la pretensión
de abarcarlos todos, que hubiera
sido prácticamente imposible si-
quiera nombrar. Libros, artículos
en revistas y periódicos, conferen-
cias, congresos... han representado
una gran oportunidad para dar a
conocer su figura y su pensamien-
to en amplios sectores de la Iglesia,
lo mismo que para poner en con-
tribución los estudios de profesores
y especialistas de todo el mundo,
interesados en la profundización
de su conocimiento.
Es natural que los oratorianos
consideremos a Newman como par-
te de nuestro patrimonio espiritual
y cultural. Él mismo cuidó celosa-
mente de proclamar su filiación fi-
lipense y atribuyó a N. P. San Feli-
pe Neri la inspiración de toda su
actividad como católico, y se ciñó
5 (165)
sabiamente a su estilo espiritual y
a su carácter haciéndolo propio.
Pero también sabemos, y ello nos
alegra como hijos de la Iglesia, que
su figura y la relevancia de su pen-
samiento se universaliza para ilu-
minar a muchos, desde los intelec-
tuales hasta el más sencillo de los
cristianos, porque a unos y otros
sirve admirablemente con el ejem-
plo de su vida y dedicación. Fue,
ciertamente, un hombre de ideas,
pero de ideas vivas, extraídas de la
reflexión sobre la propia experien-
cia, por encima de la mera especu-
lación de laboratorio de teorías; fue
un hombre de oración, de pensa-
miento ahondado en Dios, buscador
incansable y tenaz de la verdad de
Dios, del Dios de Jesucristo, en la
Iglesia de Cristo, abriéndose paso
por entre las sombras de las contin-
gencias, a veces muy dolorosas, del
tiempo y de este mundo, en el cual,
también la verdad de Dios necesita
ser esclarecida para convertirse a
ella y hacerla levadura de la pro-
pia conciencia, con honestidad ra-
dical y entrega de corazón.
Por esta razón, entre la suma de
lo que se ha dicho, escrito y publi-
cado sobre Newman, nos inclina-
ríamos, en todo momento, del lado
de cuantos lo han tratado teniendo
en cuenta su personalidad cristia-
na y su vida interior, espiritual.
Y dejaríamos más de lado a cuan-
tos, desde los prejuicios de premi-
sas excesivamente reductoras y ra-
cionalizadoras, se asomen a él para
usarlo de un modo parcial y falsa-
mente objetivo, y apoyar corrien-
tes apologéticas caducas, porque
ello sería tanto como querer hacer
de Newman un ultramontano, lo
contrario de lo que quiso ser. Otros,
―muy pocos― se ruborizan de te-
ner que admitir que Newman tro-
pezó con incomprensiones y pade-
ció por las envidias y sospechas de
adversarios dentro de la misma
Iglesia católica, y pretenden salvar
el honor de todos emborronando
la imagen de la víctima para excu-
sar a los causantes de sus penas.
No nos parece honesto esconder la
realidad, porque la fe de cristianos
nos enseña lo mismo a perdonar a
los perseguidores que a reconocer
los caminos providenciales por los
cuales Dios purifica y santifica a
los que más ama, como hizo con
Newman.
Gracias a nuestros hermanos del
Oratorio de Birmingham, que son
evidentemente los que más han
trabajado por guardar y dar a
conocer la herencia de Newman,
disponemos ya de la casi totalidad
de la correspondencia de Newman,
conservada y recogida en más de
treinta volúmenes, que suponen un
inmenso tesoro, además de muchos
otros libros y trabajos publicados,
especialmente a partir de la pre-
positura del padre Richard Philip
Lynch, recientemente fallecido, ca-
si centenario, (1891-1990). A partir
6 (166)
de esta inmensa documentación
epistolar, Ian Ker, capellán católi-
co de la Universidad de Oxford ha
escrito una documentadísima bio-
grafía. La diligencia de Ker, con
las casi tres mil notas sacadas es-
carbando principalmente en las
cartas de Newman, será sin duda
aprovechada por sucesivos bió-
grafos a quienes él, con este con-
cienzudo trabajo, ha desbrozado y
convertido en fácil el camino y
selección de los pasajes de las fuen-
tes y referencias newmanianas.
Junto a esa biografía aparecida
con ocasión del centenario, hay
que citar otra obra publicada en
1962, por la escritora inglesa Me-
riol Trevor, en dos gruesos volú-
menes, fruto de la búsqueda y la
abundancia de consultas a docu-
mentos y lugares. Es una obra ori-
ginal, hermosamente escrita, since-
ra, en la cual, la admiración que
Trevor ―también ella convertida―
siente por su biografiado, transpa-
renta una penetración psicológica
que ayuda a comprender mejor al
gran convertido de Oxford. Estas
dos biografías y la ya clásica de
Ward (1912), son de necesaria refe-
rencia para un acercamiento, a la
vez objetivo y global, a John Hen-
ry Newman.
Afortunadamente, con ocasión
de este centenario, disponemos, en
España, de la traducción de una
obra menor de la Trevor, pero su-
Seríamos bastante
infieles al suponer que la
Iglesia es sólo lo que
parece ser una
miserable institución
humana, impotente y
despreciada, despreciada
por los ricos, saqueada
por los violentos,
refutada por los sofistas,
tolerada con lástima por
los grandes, imaginando
que no cumple su
servicio en presencia del
Rey eterno.
Olvidaríamos que todos
los esfuerzos de los hijos
de los hombres, la
descripción exacta
de nuestras instituciones,
la medida de nuestro
territorio visible, el
cálculo de nuestra
fortuna y el censo de
nuestros partidarios,
todo esto no sirve como
medida o límite de la
Ciudad del Dios viviente.
John H. Newman,
P. S., IV, 180
7 (167)
ficiente, de la que oportunamente
dimos cuenta desde estas mismas
páginas. Es de alabar la meritoria
labor del padre Aureli Boix, del
Oratorio de Barcelona, que, ade-
más de esta traducción, ha llevado
a cabo, en este mismo año, la del
libro del p. Stephen Dessain, «Vida
y pensamiento de Newman», y la
versión catalana de la «Apologia».
También en España, para conme-
morar el Centenario de Newman,
el «Newman Centre» de Valencia
organizó un acto académico en la
capilla de La Sapiencia, de la Uni-
versidad de Valencia, y otras dos
celebraciones, en el mismo lugar,
con ocasión de la fiesta de san Ata-
nasio y la reciente de santa Cecilia.
Es de justicia resaltar la labor
llevada a cabo, por el «Internatio-
nal Centre of Newman Friends»,
dirigido por un grupo de mujeres
consagradas a la causa del ecume-
nismo, que, al estudiar a Newman,
descubrieron en él el talante para
ayudar a todos los buscadores de
la verdad sobre Dios. A ellas se de-
be la mejor, sin duda, de las cele-
braciones centenarias dedicadas a
los estudiosos de John Henry New-
man, el Simposio Académico que
tuvo lugar en el marco de la sala
Borromini del Oratorio romano, el
pasado mes de abril, y concluyó
en la Basílica de Santa María in
Vallicella, luego de haber recibido
la bendición del papa Juan Pablo
II, en una audiencia especial con
un magnífico y alentador discurso.
En estas páginas de «LAUS» nos
seguiremos refiriendo a John Hen-
ry Newman, como hemos hecho en
toda nuestra trayectoria, pero de-
dicándole menos espacio que en
este año, que se cierra con gozo y
esperanza de que todos, oratoria-
nos, amigos del Oratorio, y cristia-
nos en general, estudien, reciban
las ideas y sigan los ejemplos de
sinceridad cristiana, de este gran
convertido y gran hijo de la Igle-
sia, cuya figura, a pesar del tiempo,
crece en actualidad y beneficio de
la Iglesia, que también camina, des-
de las sombras y las imágenes tem-
porales, hacia la posesión del res-
plandor de la verdad divina.
Cristo se digna repetir en cada uno de nosotros, en figura
y en misterio, cuanto hizo y sufrió en su carne. Se forma
en nosotros, nace en nosotros, sufre en nosotros, resuci-
ta en nosotros, vive en nosotros. Y todo esto de obra, no
por una sucesión de acontecimientos, sino al mismo tiem-
po, ya que viene a nosotros como un espíritu que muere,
resucita y vive a la vez.— John H. Newman, P.S., V, 139
8 (168)
JESUCRISTO
NOSOTROS no conocemos de
Dios más que las huellas de
sus pasos sobre la arena de
los hombres: lo que ellos han di-
cho o lo que ellos dicen, lo que han
amado o lo que aman, en su pre-
sencia o bajo su influjo. Mas los
hombres, signos de Dios, son inde-
finidamente diversos, de todas las
razas, de todas las culturas, de to-
das las religiones. Sin embargo, pa-
ra nosotros, los cristianos, es de he-
cho en el hombre Jesús donde la
presencia de Dios se revela plena-
mente, puesto que esta presencia
lo constituye en su mismo ser.
Tenemos la tendencia a com-
prender la "doble naturaleza" de
Jesús, hombre y Dios, según el mo-
delo de las composiciones quími-
cas: como una adición de cuerpos
simples que, al combinarse, dan
una substancia de nuevas propie-
dades, tal como del oxígeno y del
hidrógeno se obtiene el agua, por
ejemplo. Dios y el hombre, combi-
nados en un solo ser, darían como
resultado a Jesús. Pero no es así
como se ha de comprender a un
hombre, porque no es una molécu-
la, y menos todavía lo es Dios. El
hombre es una conciencia abierta,
un nudo de relaciones lo que reco-
ge y asimila para hacerlo suyo... Es
lo que habita en nosotros lo que
nos hace ser y define nuestra iden-
tidad.
Imaginemos a un hombre que
esté totalmente habitado por la
presencia de Dios y tendremos a
Cristo: «Mi alimento es hacer la
voluntad de mi Padre».
Y ahí está lo que es el hijo, es
decir, aquel que tiene del Padre su
ser y su existencia. La más profun-
da filiación no es de orden biológi-
co. Por lo demás, cuando se trata
de Dios toda investigación biológi-
ca haría estallar cualquier límite.
Uo hijo no es llevado a la existen-
cia como tal al margen del amor
que le da el ser y camina con él.
Lo más auténtico de la filiación es
un asunto espiritual. No es por azar
que la Escritura asocia el Espíritu
al Mesías, hijo de Dios... Concebido
por el Espíritu Santo, Cristo es hi-
jo. Y todavía más, totalmente uni-
do al Padre, y por ello penetrado
por su espíritu, es "el" Hijo, se iden-
tifica al Hijo.
René Boureau, C. O.,
en «Dieu a des problèmes»
9 (169)
El hombre,
gloria de Dios
EL SER humano, para ser feliz, necesita compartir el
gozo; no resiste la soledad. El proselitismo de los ma-
los se debe a esa necesidad, aun en lo perverso. Dios,
en cambio, es feliz en sí mismo. Esto pone de mani-
fiesto la exquisita generosidad de Dios al decidir
hacerse hombre en Jesucristo. Jesucristo es un don —«Dios ha
dado su Hijo al mundo»―, un puro regalo, una "gracia"; más
exactamente todavía, Jesucristo es "la gracia", el gran don de
Dios, por medio del cual se abre y manifiesta a nosotros, sim-
ples criaturas, para darnos participación en su gozo, en su vi-
da, entrando en la nuestra. Esa es la "gran alegría" que anun-
cian los ángeles, mensajeros de Dios, cuando llaman a los
primeros adoradores de Jesús, recién nacido.
Es más que un idilio; es un misterio. Dios no solamente
es el autor de la creación entera, sino que viene a establecer
un intercambio de vida entre él mismo y la criatura inteli-
gente, elevándola a la capacidad de comprender algo y atis-
bar en la abismal riqueza de la bondad y sabiduría divina, su
amor al hombre. Llevaría razón Tertuliano cuando, en el si-
10 (170)
glo segundo, decía que «Dios, al crear al hombre, pensaba en
que también él se haría hombre, en Jesucristo», y por eso
encontró «buena, muy buena», como dice el Génesis, su obra
creada.
Dios se hace hombre y aparece como todos los hombres
para darnos la medida de nuestro regreso a Dios. Él se nos ha
dado у debemos igualmente darnos a él, restituirnos, nacer al
cielo, donde nos recibirá mejor que como los hombres hemos
recibido a su Hijo en la tierra. En el Apocalipsis se describe
la alegría, el estruendo musical, la cascada de melodías, el
canto nuevo de los bienaventurados, el aplauso de Dios en
una apoteosis magnífica y luminosa, sin daño ni tristezas, en
una fiesta eterna de amor.
Una fiesta de justicia, porque todo y todos recobramos el
sentido pleno de lo que somos, elevados desde criaturas a hi-
jos de Dios. Filiación cuyo arquetipo es Cristo, Dios hecho
hombre, «que siempre busca la gloria del Padre». En la me-
dida que nuestras actitudes más profundas se asemejan a las
de Cristo, seremos, como él, gloria del Padre; glorificación →
11 (170)
que Dios no necesita, pero que si necesitamos nosotros para
liberarnos de la absurdidad del egoísmo y del pecado. Se tra-
ta de sabernos y querer ser, gozosamente, glorificadores de
Dios, tras admirarnos de su generosidad para con nosotros.
Se trata de ser agradecidos, cuando se nos descubre un pano-
rama nuevo, que supera lo que pudiéramos esperar de nues-
tra sola condición creada. Como cuando el ciego que recobra
la vista descubre un inundo totalmente nuevo; como cuando
el leproso palpa la limpieza de su cuerpo sanado y se estre-
mece a los pies del Señor; como cuando el pecador, besado
por la misericordia divina, se ve y sabe enriquecido gratuita-
mente por la amistad de Dios, que invalida todos los tesoros
de este mundo, que posterga cualquier honor terreno, siem-
pre efímero; como el gozo de resucitar a una vida inmortal.
Y todo este gozo compartido con el gozo de Dios que se de-
rrama sobre la criatura.
Para todo eso Dios ha entrado en nuestra vida de criatu-
ras y se ha hermanado con nosotros. Y así, incluso ya en la
tierra, el hombre se hace «gloria de Dios».
LAUS
es una publicación periódica, propiedad de la
Congregación del Oratorio de San Felipe Neri,
de Albacete, que se reparte gratuitamente a los
amigos del Oratorio, y se sostiene, al igual que
las demás actividades de la Congregación, con
el trabajo de sus miembros y las aportaciones
espontáneas de los fieles. Esta Congregación del
Oratorio, fiada en la divina Providencia, no re-
cibe ni ha recibido nunca ninguna paga o sub-
vención del Estado ni de ningún otro organismo.
12 (172)
San Felipe,
Newman
y la música
Terrena cessent organa. «Callen los instrumentos terrenos: el corazón de
Cecilia va a entonar un cántico celestial». Así reza un himno propio de la li-
turgia que la Iglesia celebra en conmemoración de esta santa. Como clausura
del año centenario de Newman, y para expresar el aprecio que el universita-
rio y oratoriano inglés tuvo siempre por la música y el canto litúrgico, el 22
de noviembre pasado, día de santa Cecilia, tuvo lugar la celebración cantada
del oficio de Vísperas en la Capilla de la Sapiencia de la Universidad de Va-
lencia, organizado por el Newman Centre de aquella ciudad.
Gracias a las gestiones del Dr. Daniel Benito Goerlich, Conservador del
Patrimonio histórico-artístico de la Universidad, y a la amabilidad del Real
Colegio-Seminario del Corpus Christi, fue colocada en el presbiterio una
bella pintura de la santa, obra de Antonio Ricci (h. 1600). Ello permitió, de
acuerdo con la mejor tradición de la Iglesia, integrar visiblemente la música
y el arte en la alabanza de Dios, manifestando así que todo lo que existe―la
naturaleza, y también la cultura― ha de ser devuelto a Dios junto con la ora-
ción de acción de gracias del hombre-sacerdote. Tras la proclamación de la
Palabra, un Padre del Oratorio pronunció la homilía cuyo texto reproduci-
mos seguidamente:
POSEEMOS pocas noticias se-
guras acerca de santa Ceci-
lia. En realidad, sólo tenemos
certeza de que fue mártir (proba-
blemente en el siglo II) y una de
las santas vírgenes más veneradas
por la Iglesia de Roma durante los
primeros siglos (su nombre figura
en el viejo canon, o anáfora, de la
misa romana). Santa Cecilia es co-
nocida sobre todo por ser la patro-
na de la música, y ello debido se-
13 (173)
guramente a la lectura equivocada
de una de las antífonas de su oficio
en el antiguo Breviario, que co-
mienza con las palabras cantanti-
bus organis. El caso es que desde
«El interés de Newman
por la música en general,
y por la propiamente
litúrgica o sacra, recibió
un impulso especial a
partir de su encuentro
con san Felipe Neri».
El caso es que desde
el s. XV aparece representada con
diversos instrumentos, y a partir del
s. XVI se celebran en toda Europa
occidental festivales en su honor
(éste es el origen de la célebre Oda
a santa Cecilia, de Purcell) y co-
mienzan a fundarse sociedades mu-
sicales bajo su patrocinio, como la
establecida por Palestrina en Roma.
A finales del siglo pasado surgió
el llamado "movimiento ceciliano"
en pro de la reforma de la música
eclesiástica, que propugnaba, fren-
te a las composiciones sin calidad
y frecuentemente concertísticas que
se utilizaban en las iglesias, la vuel-
ta al gregoriano ya la "polifonía
clásica" de la época de Palestrina,
y que culminó, a principios de si-
glo, en el Motu proprio de san Pío
X sobre la música sacra.
Newman eligió el día de santa
Cecilia de 1853 para inaugurar la
iglesia del Oratorio de Birming-
ham. Y no lo hizo por una simple
conveniencia cronológica. Sabemos
que amaba la música. Desde los
diez años tocaba el violín, y lo si-
guió haciendo a lo largo de su vida,
incluso durante sus años de Oxford,
donde la afición a la música solía
ser considerada signo de frivolidad,
o de un espíritu ingenuo o infantil.
De hecho, Newman dedica hermo-
sas páginas a la música tanto en
sus Sermones universitarios del
período de Oxford como también
en la Idea de una Universidad. Le
gustaba particularmente Beetho-
ven: alguien ha sugerido que el
famoso lema que compuso cuan-
do fue creado cardenal, cor ad cor
loquitur, podría estar inspirado en
las palabras con que Beethoven
encabeza su Misa solemne: «lo que
ha salido del corazón, llegue tam-
bién al corazón».
«Todavía hoy, en los
Oratorios de Birmingham
y Londres, establecidos
por Newman, se mantiene
viva una magnífica
tradición de música coral
y de órgano».
Newman com-
prendía perfectamente, sin duda,
aquellas otras palabras de Beetho-
14 (174)
ven: «daría todas mis sinfonías
por la melodía gregoriana de un
Pater noster o de un Prefacio».
El interés de Newman por la
música en general, y por la música
propiamente litúrgica o sacra, reci-
bió un impulso especial a partir de
su encuentro con san Felipe Neri,
cuando acababa de entrar en la
Iglesia católica (la mejor prueba de
ello la encontramos, todavía hoy,
en los Oratorios de Birmingham y
Londres, establecidos por él, donde
se mantiene viva una magnífica
tradición de música coral y de ór-
gano).
«Tanto en san Felipe
como en Newman se
unían "un alma
excepcionalmente interior
y una mentalidad
excepcionalmente
abierta", en palabras de
L. Bouyer».
Como en muchos otros as-
pectos, también en cuanto a la mú-
sica Newman halló en san Felipe
la conjunción entre el ideal de la
Iglesia primitiva y el mundo mo-
derno. Y ello porque, tanto en san
Felipe como en Newman se unían
«un alma excepcionalmente inte-
rior y una mentalidad excepcional-
mente abierta», en palabras de L.
Bouyer.
«En las reuniones del
Oratorio romano no
faltaba nunca la buena
música, ni músicos que
acudieran a ellas
desinteresadamente».
Es bien sabido que san Felipe
introdujo la costumbre florentina
de cantar laudi spirituali, en las
reuniones del Oratorio romano, en
las cuales —como cuenta Tarugi,
discípulo del santo― «no faltaba
nunca la buena música, ni músicos
que acudieran a ellas desinteresa-
damente». La música como instru-
mento de apostolado, sí, pero más
radicalmente, como expresión del
amor y la alegría cristianos, según
la frase de san Agustin: «cantar es
propio del que ama».
«Algunos de los más
grandes músicos de la
Roma de aquel tiempo
fueron penitentes de san
Felipe, o recibieron su
influjo».
A partir de
aquí se desarrollaría la forma mu-
sical conocida precisamente con el
nombre de "Oratorio", contemporá-
neamente a la denominada "ópe-
ra", la primera de las cuales se
15 (175)
estrenó en la Vallicella, en la sala
del Oratorio de Roma, el año 1600
(aproximadamente cuando A. Ricci
pintó el cuadro de santa Cecilia
que nos preside).
Algunos de los más grandes mú-
sicos de la Roma de aquel tiempo
fueron penitentes de san Felipe o
recibieron su influjo: Animuccia,
compositor de laudi, amigo de Fe-
lipe, obtuvo de él los últimos auxi-
lios; Palestrina, animado por san
Felipe, acertó a demostrar frente a
los rigorismos de la Contrarrefor-
ma, con su música serena y ar-
moniosa, que también la polifonía
podía ocupar un lugar en la li-
turgia; Victoria reunió en su mú-
sica la naturalidad y el fervor de
un modo característicamente fili-
pense; Soto, conocido como autor
de oratorios, había acudido a las
reuniones de san Felipe atraído por
la música, y se convirtió después en
miembro de la Congregación.
«San Felipe en su época,
como Newman en la
suya, no dejaron
marchitar el espíritu de
las Bienaventuranzas y,
con paciencia y
humildad, suscitaron la
esperanza».
San Felipe en su época, como
después Newman en la suya, no
maldijeron los tiempos que, provi-
dencialmente, hubieron de vivir. No
se situaron a la defensiva, no ca-
yeron en la tentación más peligro-
sa, en la perversión del Evangelio:
«La Tradición apostólica,
se conserva siempre
nueva en la comunión de
la Iglesia gracias a la
presencia viva de los
grandes santos».
enfrentarse al mundo en nombre de
Dios y utilizar, sin embargo, los
medios mundanos ―poder, dinero,
prestigio social―, renegando del
estilo de vida del Señor y dejando
marchitar el espíritu de las Bien-
aventuranzas: la autenticidad, el
desprendimiento, la sencillez, la
misericordia... Los dos supieron
acoger a sus contemporáneos de un
modo propiamente cristiano: con
paciencia y humildad, paternal-
mente, suscitando esperanza, pu-
rificando y elevando el arte, la
música, la cultura toda que el hu-
manismo moderno estaba dando a
Luz.
Supieron integrar la novedad de
su tiempo en la tradición apostóli-
ca, conservada siempre nueva en
la comunión de la Iglesia gracias
a la presencia viva de los grandes
santos. Para ello, dirigieron la mi-
rada hacia las primeras generacio-
16 (176)
nes creyentes. Se enamoraron de
los Santos Padres, verdaderos pe-
dagogos guías y maestros del
pueblo cristiano durante siglos,
cuando el culto era celebrado con
entusiasmo por las asambleas de
los fieles, en las que la música sos-
tenía la meditación amorosa y co-
munitaria del Misterio de Cristo y,
como poniéndole alas, la convertía
espontáneamente en una alabanza
gozosa que nacía del corazón y ha-
cia vibrar todo el ser («glorificad a
Dios con vuestro cuerpo», había di-
cho s. Pablo). Se enamoraron tam-
bién, y sobre todo, de los mártires,
como santa Cecilia, cuyo «sacrificio
de alabanza» fue justamente lo que
la liturgia no pretende sino expre-
sar y actualizar: la ofrenda de la
propia vida, a ejemplo del Señor.
La música y el arte, la cultura,
la civilización y todo cuanto cons-
tituye la obra de la libertad y del
esfuerzo humano son preservadas
de la tendencia mundana que hace
de ellas ídolos por sí mismas, al re-
cibir la sal del Evangelio: cuando
son vivificadas por la cruz del Se-
ñor, por el testimonio de los márti-
res, por la entrega amorosa de los
santos. Newman así nos lo mues-
tra, en su pensamiento y en el ejem-
plo de su propia vida. Quiera Dios,
en su gran bondad, concedérnoslo
también a nosotros y a la Iglesia
de nuestro tiempo, para alabanza
de su nombre y salvación del mun-
do. Laus Deo.
NATIVIDAD
DE
NUESTRO
SEÑOR
JESUCRISTO
Misa
de
medianoche
Las
demás
celebraciones
según
el
horario
de
los
días
festivos
17 (177)
ÍNDICE DEL AÑO 1990
TIEMPO DE ORACIÓN |
Cristo está en nosotros (J. H. Newman) | 62
El ángel de la guarda (J. H. Newman) | 142
El poder de la oración (J. H. Newman) | 122
En ti, Señor, espero (G. Savonarola) | 162
La gracia (Ch. Péguy) | 42
Oración a Jesucristo salvador (Lit. hispánica) | 2
Oración a N. P. Han Felipe Neri (J. H. Newman) | 82
Para obtener los dones del Espíritu Santo (J. H. Newman) | 102
Para pedir la luz de la verdad (J. H. Newman) | 22
TEMAS |
Aceptar el tiempo | 5
Dios | 123
Dos mártires cada mes | 3
Edificación de la vida cristiana | 105
Educadores | 83
El hombre, gloria de Dios | 170
El pecado del mundo | 47
Esperanza | 163
Jesucristo | 169
Justicia y Paz | 20
La santidad del calendario y la otra | 150
Para ser santos | 143
Plan de vida | 124
Reducciones | 43
Regresar a Dios | 63
Sabiduría | 103
Signos | 3
Verdades | 23
SAN FELIPE NERI Y EL ORATORIO |
El Evangelio, los santos y Newman | 145
18 (178)
Newman es recibido en la Iglesia católica (D. Barbieri) | 28
Santa Cecilia y Newman | 144
San Felipe Neri, precedente de Newman | 87
Ser del Oratorio (J. H. Newman) | 99
TEXTOS |
Coro de Ángeles (J. H. Newman) | 148
De la antigua a la nueva Pascua (J. M. Lustiger) | 44
Derribar el muro (Lit. caldea) | 8
Dios llama muchas veces (J. H. Newman) | 111
Hombre de oración (J. H. Newman) | 130
La meditación cristiana (Congregación para la Doctrina de la Fe) | 65
Lo divino y lo humano en la Iglesia (J. H. Newman) | 40
Oración, cimiento de la Iglesia (J. H. Newman) | 67
¿Por qué amo a la Iglesia? (Y. Congar) | 64
¡Resucitad! (Anónimo griego antiguo) | 80
Signo y contrasigno en la Iglesia (J. H. Newman) | 4
Síntesis (J. H. Newman) | 107
NEWMAN |
El peligro de la riqueza | 10
La Iglesia de los santos | 31
Newman, una presencia viva | 51
La cruz y la luz | 70
Newman y la oración (Ph. Boyce) | 92
La vocación oratoriana de Newman | 113
Rezar con Newman | 133
CENTENARIO DE JOHN HENRY NEWMAN (1890-1990) |
1990: año de Newman | 165
Al terminar el «Año de Newman» | 27
Conmemoraciones del Centenario de Newman | 25; 45; 69; 85; 109; 132: 147
Ideal de santidad (Juan Pablo II) | 119
Log suyos no le recibieron (J. M. Laboa) | 153
Newman, maestro de la Iglesia (J. Ratzinger) | 159
San Atanasio, Newman y nosotros | 125
19 (179)
Juan XXIII, el papa místico
que convocó el Concilio
EL DÍA 8 de diciembre se cumplen veinticinco años de la
clausura de aquel concilio. Fue Juan XXIII quien lo con-
vocó inesperadamente. La iniciativa causó sorpresa y levan-
tó un sinfín de esperanzas en la Iglesia. Como hombre intuitivo
que era, advirtió que ésta debía hablar adecuadamente al
mundo moderno. Más místico que político, vio lejos con aque-
lla mirada simple que no repara en dificultades y desconoce
complicaciones... El Vaticano II inauguró una etapa irreversi-
ble en la historia de la Iglesia. Hoy sigue siendo un punto de
referencia necesario e imprescindible, dada su enorme impor-
tancia. Allí, en el aula conciliar, se trabajó duro y fuerte...
¿Fue un ingenuo Juan XXIII al afirmar que el Concilio «era
como un alba naciente de un día luminoso que se levanta
en la Iglesia»? Porque al correr de estos veinticinco años, ha
aparecido un cierto sentido de frustración y desencanto. Todos
los cristianos jugaron la carta de la ilusión. Sin embargo, po-
cos entendieron y son muchos los que todavía no lo acaban
de entender que las innovaciones en la Iglesia sólo tienen
lugar "a flor de verdad"; es decir, en su superficie
no en la profundidad de su esencia.
NARCÍS JUBANY, cardenal,
Ex-arzobispo de Barcelona, (7.12.90).
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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