Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 281. ENERO-FEBRERO. Año 1992
SUMARIO
PALABRAS y obras; creer y hacer. La fe queda
reducida a mero concepto si no resplandece
positivamente en las obras, que la confirman.
La fe es el "qué" y las obras son el "cómo".
Ahí es donde podemos fallar y donde la tentación
acecha a cada creyente y a toda la Iglesia. La ne-
cesidad de hacer real esta coherencia es lo que dis-
tingue a la Iglesia, a sus instituciones y a sus hijos,
de los reinos y poderes del mundo, de las empresas y
negocios que en él se montan, de los hombres que
desconocen o que, confesado o negado, en la reali-
dad, prescinden de Dios. No podría ser Iglesia de
Dios, ni obra de Dios, ni hijo de Dios, cualquier
asamblea, o empresa, o fiel, que disociara la fe de
Cristo del estilo de Cristo, que no es el del mundo.
VIOLENCIAS
EL MAYOR ESCÁNDALO DE LA IGLESIA
LOS EJEMPLOS DE SAN FELIPE
PREFERENCIAS DEL CRISTIANO
BASTAN LAS ESCRITURAS
SAN FELIPE NERI Y LOS ANIMALES
«PARA COMPRENDER EL ECUMENISMO»
1
Tiempo de oración:
ORACIÓN
DE UN CRISTIANO RUSO PERSEGUIDO
Señor, a ti acudimos errantes bajo el peso del dolor,
perseguidos sin piedad en nuestro propio suelo.
Nuestros días de desamparo se han prolongado,
con demasiados sufrimientos, imposibles de calmar.
Señor у Dios nuestro, ten piedad de nosotros.
Rezamos, Señor, por nuestras familias perdidas.
Vemos cómo lloran y languidecen aquellos que amamos...
Te rogamos por todos los que padecen infamias
y sin temor dan testimonio de compasión por nosotros.
Señor y Dios nuestro, ten piedad.
Te rogamos por los que han sido fusilados,
por los que han sufrido torturas y los sometidos a duros trabajos,
dispersados en las minas, los pantanos, los canales,
y se han mantenido fieles, o te han descubierto en el dolor.
Señor Dios, ten piedad de nosotros.
Acuérdate, Señor, de los perseguidores,
y perdónaselo todo, porque están ciegos.
Basta con que pongas fin a su furia persecutoria
y concedas descanso a los extenuados por la prueba.
Te lo pedimos porque tu mano está llena de bondad,
y porque eres omnipotente.
Por eso, te glorificamos ahora y siempre
y por los siglos de los siglos. Amén.
Michel Polski
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Violencias
EL SEÑOR también habló de violencia: la violencia de la conversión, que es la
primera palabra con la que introduce el anuncio del Reino de Dios, su Evan-
gelio. Este anuncio es un don, pero ha de ser recibido; lo reciben los sencillos
de corazón, los transparentes, y todos los demás con tal que antepongan el
mensaje divino a cualquier añadidura que pudiera reemplazarlo o disminuirlo. No se
puede regatear, no puede ser y no ser a la vez, no puede condicionarse ni depender
de nada en este mundo; incide en la conciencia para hacerse luz de la vida, entera-
mente. Se acepta o se rechaza. Si lo primero, es una violencia agónica que desemboca
en paz profunda, en vida y libertad interior, que una mayor esperanza va dilatando
con la fidelidad, y el Señor se contempla como única herencia, como tesoro de amor
que nada puede destruir ni los ladrones robar. Si lo segundo, dependerá de los mie-
dos, de las cobardías, de las ignorancias no desveladas a tiempo, y dejará todavía
aplazada, entre inconsciencias y oscuridades, la llegada hipotética de un amanecer
que se demora o ―¡Dios no lo quiera!― se compromete.
Pero este descuido o rechazo que se niega a desprenderse y abandonar todo
cuanto pueda enturbiar la visión y poner dificultades a la aceptación infragmentada
de la verdad que quiere abrirse paso en la conciencia despierta, conocerá otras vio-
lencias diferentes de la asumida por el Reino: las violencias del corazón partido, de
pretender servir a dos señores, de las ambigüedades que no se quieren vencer, de
los pactos conceptuales, incluso a nivel de la misma honestidad natural y humana,
y la reducción de Dios, negando prácticamente su gratuidad y seleccionando de tal
falsificación, solamente o principalmente, lo que tenga de útil y complementario para
esta vida, que es la que más interesa, si no es que ya se extinguieron fe y esperanza
sobrenaturales, o ni siquiera se las dejó nacer, o jamás existieron.
Se dan muchos males en el mundo: falta de justicia, paces precarias, abuso de los
poderosos, falsificaciones de la virtud, mentiras que el cinismo ampara... No puede
extrañarnos tal confusión si se produce allí donde se niega o se desconoce a Dios, o
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en los casos en que se ha corrompido la misma racionalidad y el verdadero y espon-
táneo deseo de la felicidad compartida, que es esencial a la naturaleza del hombre.
Pero ese "pecado del mundo" debiera alarmarnos, sobre todo, cuando puede salpicar
y salpica incluso a creyentes que rebajan el radicalismo sobrenatural de la fe y les
basta utilizarla como complemento ideológico de sus propios intereses mundanos y
pasiones humanas barnizadas de religiosidad. Ahí se invierte el sentido de la violen-
cia evangélica. Se violenta, se recorta o se silencia el Evangelio para hacerlo compa-
tible y hasta adorno del orgullo, de la riqueza, del triunfalismo mundano, del poder
arrollador, y no se acepta la violencia de la conversión, que se aplaza o se finge, o se
substituye por la victoria de un voluntarismo espartano, que es otra forma de sober-
bia, convergente con la idea mágica de los sacramentos, equivocadamente entendidos
como en los viejos ritos de los cultos paganos y las más antiguas supersticiones, e-
najenadoras e incapaces de responder a Dios.
No hay cristianismo sin la violencia de la conversión. Hay otras violencias, las
cuales, a falta de fe o desde una fe desvirtuada, podrían llevarnos engañosamente a
creer que servirían para el crecimiento y dilatación del Reino, de la Iglesia, encar-
gada de iniciarlo desde el tiempo. Violencias que imitan los estilos mundanos: propa-
gandas, astucias, estrategias políticas, presiones desde el poder, halagos a las debili-
dades humanas, seducciones proselitistas, compras del prestigio, técnicas de mercado,
dinero... Pero todo esto sería un juego que no pasaría de reino de este mundo y,
cualquiera que fuese el nombre con que se inscribiera, solamente haría adheridos
a la Iglesia o clientes de sus instituciones, pero no hijos de Dios, no cristianos. Se
violentaría el Evangelio y la misma libertad humana de los reclutados; se emborro-
naría la imagen de la Iglesia frente a los no creyentes y se escandalizaría a los senci-
llos de corazón.
La Iglesia de Jesucristo no es una instancia humana
distribuidora de verdad, sino el pueblo de los que
creen en la resurrección de Jesucristo, y viven de
ella y dan testimonio de ella, cada cual según la
medida de la gracia y la propia vocación. La
Iglesia llamada jerárquica no es la guardiana de
verdades abstractas, sino de una Palabra que
cambia la vida de los creyentes y se hace resonancia
por medio de ellos, tal como dice san Pablo. En una
palabra, es vida.
Carlo M. Martini,
card. arz. de Milán
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El mayor escándalo
de la Iglesia
EN enero hacemos memoria de
san Antonio abad, que la le-
yenda ha querido relacionar-
lo con los animales; pero resultaría
muy difícil justificar lo que la de-
voción popular le atribuye, si acu-
dimos a la historia de este santo.
Otra cosa sería si nos apoyamos en
la fantasía con que se han descrito
las tentaciones que padeció, signi-
ficadas en figuras de animales in-
mundos y feísimos, que la icono-
grafía ―no sin precipitación—
incorporó a la representación plás-
tica de san Antonio. Por inmun-
do se tenía el gorrino y los en-
gendros diabólicos. En sucesivas
pinturas y esculturas se fueron
corrigiendo las fealdades hasta el
candor del "gorrinico de san An-
tón" que le acompañaba. Al ser es-
te animal parte importante de la
alimentación proteínica, principal-
mente rural, a partir del medioevo,
se le tomó a san Antonio como pro-
tector de éste y otros animales, so-
bre todo de tracción, que eran úti-
les al hombre; pero la grandeza y
santidad de este santo tienen otras
bases, ciertamente históricas.
San Antonio vivió aquella época
de la Iglesia ―segunda mitad del
siglo tercero y primera mitad del
cuarto― en la que cesaban las per-
secuciones contra los cristianos.
Las persecuciones habían dado a
la Iglesia la gloria de los mártires,
y mantenido pura la fe crecida en
medio de las adversidades. Cuando
el emperador Constantino, guiado
por el sentido común y la táctica
política, reconoció al clero católi-
co los mismos derechos que a los
sacerdotes del culto pagano, dio un
respiro a la Iglesia y favoreció el
establecimiento de la misma, reco-
nocida legalmente y eximiéndola
de cargas civiles, lo cual no siem-
pre redundó en beneficio espiri-
tual del cristianismo, aunque sí
consolidó su jerarquización, que
aseguraba internamente el ejerci-
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cio de la autoridad y disciplina, y
protegía la unidad de doctrina. Y
aquí comenzaron otra serie de pro-
blemas: por una parte, los poderes
civiles no acababan de compren-
der que el poder de la Iglesia de-
bía distinguirse completamente del
poder político civil, que casi nunca
se libra de la tendencia acumula-
tiva ejercida sobre los demás po-
deres; y también, en el seno de la
Iglesia, no siempre ni todos com-
prendieron la absoluta necesidad
de salvar la propia independencia,
aun a costa de grandes renuncias y
atractivas ventajas económicas y
sociales. Los partidarios de la efi-
cacia, como les llamaríamos hoy,
pensaban que si la Iglesia se codea-
ba con los poderosos lograría más
rápidamente la conversión al cris-
tianismo de las masas paganas,
merced a la presión ejercida sobre
ellas; los políticos veían en la aso-
ciación y dominio sobre el poder
de la Iglesia la unificación de es-
fuerzos para robustecer el estado.
No siempre hubo mala fe, aunque
sí, en verdad, falta de pura y ver-
dadera fe cristiana en el Evangelio,
y olvido, por lo menos en parte,
del ejemplo del mismo Jesucristo,
que nunca empleó estos métodos y
los criticó y rechazó abiertamente,
y por esto murió condenado por
la asociación de los poderes reli-
gioso y político, que lo considera-
ron, respectivamente, blasfemo y
subversivo.
En esta situación hay que encua-
drar el movimiento del monaquis-
mo y la crisis arriana.
El monaquismo surge de una
protesta pacífica ejercida por bue-
nos y fieles hijos de la Iglesia, que
se sienten incómodos de concien-
cia frente a demasiadas ambigüe-
dades que enturbian la pureza del
Evangelio en la realización histó-
rica y real ―como se diría hoy—
Del proyecto de Cristo. No se pue-
de decir que la Iglesia de la paz
constantiniana fuese una Iglesia co-
rrompida, pero sí muy salpicada
por la mundanidad. En esta situa-
ción, algunos cristianos fervorosos,
sin quererla infamar, van al desier-
to, y allí inician la "práctica de una
vida de austeridad, oración y po-
breza, atraídos por la imitación de
Cristo en sus propias personas, sin
que se den colisiones con la Iglesia
jerárquica, que no puede negarles
este derecho a la santificación, y
que tampoco es molestada, porque
los que van al desierto carecen de
ambición de poder. No faltan obis-
pos que incluso alaban ese floreci-
miento de la vida evangélica. Pues
bien, san Antonio abad es un ejem-
plo paradigmático de esos cristia-
nos que, en la crisis de fervor y de
verdadera fe producida por efecto
del bienestar, buscan la santidad
en el desierto. Más tarde este mo-
vimiento pasará a occidente y evo-
lucionará en diversas formas de
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vida de consagración para vivir
los consejos evangélicos; forma de
vida que, como dice el concilio
Vaticano II, «pertenece a la santi-
dad de la Iglesia».
Pero es preciso completar el cua-
dro de esta situación haciendo re-
ferencia a la gravísima crisis pro-
ducida por el arrianismo, en esta
misma época. No trataremos aquí
de la discusión doctrinal, aunque
importante, que quedó resuelta en
el concilio de Nicea; si bien tam-
poco a este primer y trascendental
concilio le faltó la reacción anti-
conciliar, que hizo temblar a la
Iglesia entera... porque los here-
siarcas, que habían conquistado
con suma astucia los puestos claves
del poder de la Iglesia y lo mismo
se infiltraron en los de la adminis-
tración imperial civil, conseguían
lo que podía llamarse el secuestro
práctico de la Iglesia, hasta anular
la fuerza de los obispos más fieles
a la fe cristiana. San Jerónimo,
cuando se refiere a este momento
dé la Iglesia, en el cual la mayoría
de la jerarquía católica estaba in-
fectada de herejía, exclama enfáti-
camente: «Todo el mundo se dolió
y quedó asombrado al darse cuenta
de que era arriano». Es decir,
hereje.
Esta gran defección de la jerar-
quía eclesiástica fue, ha sido, el
mayor escándalo producido jamás
en la Iglesia de Jesucristo, cierta-
Aunque todas las cosas
den vueltas y cambien
en torno a nosotros, es
necesario que
permanezcamos
constantemente con los
ojos puestos en Dios y
tender a él y
acercarnos siempre a
él. Tanto si tenemos el
alma triste o alegre, en
consuelo o en
amargura, en paz o en
turbación, en claridad
o en tinieblas, en
tentaciones, en reposo,
en gusto o disgusto, en
sequedad o confortada,
que el sol la tiemple o
el rocío la hiele...,
siempre y en todo
momento nuestro
corazón, nuestro
espíritu, nuestra
voluntad superior, que
ha de ser nuestra
brújula, debe poner la
vista incesantemente
y mantener
perpetuamente la
tendencia hacia el
amor de Dios.
SAN FRANCISCO DE SALES,
fundador del Oratorio de Thonon
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mente mayor que el causado por
la escisión protestante de Lutero,
más tarde. ¿Cómo pudo ser?
Las razones hay que buscarlas
en los pecados y los errores de los
hombres, principalmente de la mis-
ma Iglesia. El primer pecado es la
fascinación consentida por el po-
der; el gran error es suponer, en
las cosas del espíritu, que el poder
es el medio adecuado para hacer
el bien. En ambos casos se substitu-
ye a Dios, o se prescinde del estilo
de Dios. Podría repetirse aquello
de «no es eso, no es así».
En las grandes crisis provocadas
por cismas y herejías, éstas han
servido en buena parte de pretexto
para justificar las primeras. Han
sido disputas de poder o contra el
poder, o para secuestrarlo por el
monopolio de una facción sectaria,
fanatizada, la cual, aun siendo mi-
noría, se ha creído enviada por
Dios para imponerse a todo el
«pueblo de Dios».
Cuando en el caso del arrianis-
mo se llega a la desviación de la
mayor parte de la jerarquía, no
hay que pensar en la multiplica-
ción maliciosa de tantos obispos,
sino en una minoría de ellos, muy
influyente, que consiguió dominar
al resto, poco instruido o miedo-
so y hasta cobarde, porque no se
quiso crear problemas y enemigos
que pudieran destronarle de su po-
sición honorable en la Iglesia. Hu-
bo, si acaso, en esta debilidad y co-
bardía, la materia de un pecado de
silencio y mudez de muchos pasto-
res, imitadores de la falsa pruden-
cia aprendida de los políticos, entre
los que andaban revueltos y de
quienes ya comenzaban a depen-
der para los nombramientos de
cargos en la Iglesia, a la vez que
adquirían relevancia social y ho-
nores paralelos a los cargos de las
autoridades civiles. No obstante,
no faltaron obispos santos, que hi-
cieron la opción por el Evangelio
y, aun a costa de grandes penalida-
des y humillaciones, conservaron,
con la mayoría de los fieles, la fe
de la Iglesia: san Basilio, san Grego-
rio Nacianceno, san Juan Crisósto-
mo, el español Osio, san Atanasio...
Este último, amigo de san Antonio,
fue alentado por él durante las so-
ledades y sufrimientos, como en
otros, de una vida verdaderamente
martirial. Aquella lucha constituyó
una primera y sorprendente expe-
riencia histórica, que ha quedado
como lección para no olvidar en
las sucesivas pruebas que, desde
dentro o fuera de la misma Iglesia
de Cristo, ésta tendría que sopor-
tar. Por eso es bueno hacer memo-
ria de los santos, especialmente de
los de las primeras generaciones
cristianas, cuando no cabían los
estímulos para la vanidad y el
triunfalismo orgulloso que supie-
ron desechar a costa de la pobreza,
la persecución y el martirio.
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Los ejemplos de s. Felipe
y sus primeros discípulos
LOS HIJOS de san Felipe debemos leer y
releer con la mayor frecuencia su vida y
la de nuestros más antiguos discípulos
suyos, para recordarnos a nosotros
mismos los santos ejemplos que nos han
dejado, y seguirlos. Y si nosotros los
observamos con la misma fidelidad que
ellos hicieron, en todas las normas y
laudables usos de la misma Congregación
del Oratorio, de modo que atendamos
juntamente a la vida activa y
contemplativa, propia de nuestro santo
Instituto, cuidando de no perder el espíritu
de caridad y la mortificación interior;
poseyendo el debido celo por el bien y
santificación de las almas, sin alegar
excusas a la hora de trabajar por ellas,
llegaríamos a merecer el honor y la gloria
que consiguieron ellos y honraríamos a
nuestra Congregación, para que Dios
fuese glorificado y enriquecidos con
bienes espirituales los prójimos.
Y si alguno quisiera ir por diverso camino
y degenerar de aquella perfección de vida
que han profesado nuestros mayores, y
con diversas costumbres y desorden
hacer perder el buen recuerdo de la
Congregación, su Madre, acabaría fuera
de ella, como ha sucedido a muchos.
(Del libro «Pregi della Congr. dell'Oratorio»)
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Preferencias desde una mentalidad cristiana,
No el poder, sino la humildad.
No la diversión, sino la conversión.
No la burla, sino el humor.
No el racionalismo, sino el Misterio.
No la mediocridad, sino la santidad.
No la introspección, sino la contemplación.
No la riqueza, sino la pobreza.
No el purismo, sino la inocencia.
No el "mal menor", sino la justicia.
No el "bien común", sino el "bien de todos".
No la interpretación, sino la Palabra.
No la "prudencia", sino la Caridad.
No el abuso de bienes, sino el uso de bienes.
No la agitación, sino el silencio.
No la picardía, sino la simplicidad.
No el fanatismo, sino la fe.
No la opresión, sino la libertad.
No el Hombre, sino el hombre.
No dios, sino Dios.
No la letra, sino el espíritu.
No el primer lugar, sino el último.
No el tratado, sino la poesía.
No el egocentrismo, sino el humanismo.
No el coche, sino la cruz.
No la instalación, sino la persecución.
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No la institución, sino el Espíritu.
No una Iglesia instalada en el mundo, sino perseguida.
No el absurdo, sino el Misterio.
No la separación, sino la comunicación.
No mi voluntad, sino la voluntad del Padre.
No el refinamiento, sino el pan.
No la contemplación de uno mismo, sino el olvido.
No yo, sino el Cuerpo Místico.
No la autosuficiencia, sino la colaboración.
No el acomodo en la verdad, sino buscar la Verdad.
No el oro, sino la Piedra.
No el desprecio o el odio, sino el Amor.
No la fuerza del rico, sino la debilidad del pobre.
No la evasión, sino la participación.
No el individualismo, sino la comunión.
No el Mal, sino el Bien.
No el Príncipe de este Mundo, sino el Creador.
No la casuística, sino la Parábola.
No el desprecio, sino la compasión.
No la magia, sino el Sacerdocio.
No "mi Iglesia", sino la Iglesia.
No la huida, sino la presencia.
No el esquema, sino la realidad.
No la publicidad, sino el testimonio.
No el molde, sino la levadura.
Alfonso Comín,
El Ciervo, 1960
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BASTAN
LAS ESCRITURAS
LOS DISCÍPULOS de Antonio
se acercaron a él para oír sus
palabras. Y él les habló de
este modo: «Bastan las Escrituras
para instruirse; pero es bueno que
nosotros nos exhortemos mutua-
mente en la fe y nos animemos
unos a otros con palabras. Voso-
tros, como corresponde a hijos, ex-
poned a vuestro padre todo lo que
sabéis, y yo, que por la edad soy
vuestro anciano, os haré partícipes
de lo que sé y de mi experiencia.
Sobre todo, que este celo sea co-
mún a todos; que no decaigamos
poco a poco, ni dejemos que cunda
el desaliento en nuestros trabajos.
No digamos que ya llevamos mu-
cho tiempo en la ascesis. Al con-
trario, vivamos como si cada día
empezáramos de nuevo, y así el
fervor aumentará. Porque la vida
entera de los hombres es muy bre-
ve, si la comparamos con los siglos
venideros; no representa nada todo
nuestro tiempo al lado de la vida
eterna... Por lo tanto, hijos míos,
no seáis cobardes; que no se os ha-
ga largo el tiempo, ni deis dema-
siada importancia a lo que estáis
haciendo, porque no hay propor-
ción entre los sufrimientos del
tiempo presente y la gloria que se
nos ha revelado. Además, si mira-
mos lo del mundo, no podemos
creer que hemos dejado grandes
cosas, porque todo lo de esta tierra
es muy poco comparado con el cie-
lo, aunque fuésemos los dueños de
toda la tierra».
Los discípulos de Antonio se da-
ban a la lectura, al ayuno, a la ora-
ción; se alegraban en la esperanza
de los bienes futuros, trabajaban
para poder hacer el bien a otros, y
vivían en concordia y gran cari-
dad. Eran muchos y, a la vez, uno
solo, por la tendencia de todos a
la vida virtuosa.
Durante la persecución de Maxi-
mino, Antonio dejó su retiro, por-
que decía: «Vayamos para compar-
tir la suerte de los mártires o, al
menos, contemplar su ejemplo». Y
mostraba gran celo para ayudar a
los perseguidos... Rezaba para ser
también él mártir y se entristecía
de no ser llamado al martirio. Aca-
bada la persecución, volvió al de-
sierto, donde era mártir cada día a
los ojos de su conciencia y luchaba
en el buen combate de la fe, dán-
dose intensamente a la ascesis: ayu-
naba y vestía pobremente.
Una vez, acudieron a él un par
de filósofos paganos curiosos. Él se
dio cuenta de qué clase de hombres
eran, y se adelantó a decirles: «¿Por
qué os fatigáis con un pobre hom-
bre?» Le replicaron que, al con-
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trario, le tenían por muy inteligen-
te. Dijo Antonio: «Si me veis como
infeliz, os habéis molestado en va-
no; pero si me tenéis por inteligen-
te, haceos como yo, porque hay que
imitar lo bueno. Si yo hubiese ido
a vosotros, os habría imitado; pero
si habéis venido, imitadme a mí,
que soy cristiano».
Abominaba la herejía arriana y
amonestaba a todos para que no se
adhirieran a aquella perversión de
la fe.
En cierta ocasión, mientras esta-
ba trabajando, se extasió en la ora-
ción y se echó a llorar con gran
llanto durante largo tiempo, mien-
tras le duró la visión. Luego se
volvió hacia los que tenía cerca,
tembloroso y suspirando, mientras
rezaba arrodillado largo tiempo.
Cuando se levantó, lloraba todavía.
Los presentes, atemorizados, le pe-
dían explicaciones, y, tras la insis-
tencia, se vio obligado a decirles,
entre lamentos: «Hijos míos, val-
dría más perder la vida en vez de
que ocurra lo que he visto». Y co-
mo le insistían, al fin les dijo: «La
Ira está a punto de invadir la Igle-
sia, que será entregada a manos de
hombres parecidos a seres irracio-
nales. Porque he visto la mesa del
Señor rodeada de mulas que daban
coces contra todo lo que contenía,
lo mismo que hacen los animales
indómitos cuando se alborotan». Y
añadió: «No os extrañe que me ha-
yáis visto gemir; es que he oído
una voz diciéndome: Mi altar será
profanado»... Después quiso conso-
larles y les dijo: «Hijos míos, no
perdáis el ánimo; del mismo modo
que el Señor ha permitido este mal,
también pondrá el remedio, y de
nuevo la Iglesia recobrará su es-
plendor y brillará como de cos-
tumbre; y veréis cómo los que la
han perseguido se hacen atrás, y
la impiedad se repliega en sus es-
condrijos, y la fe se expandirá de
nuevo libremente. Pero os reco-
miendo sobre todo una cosa: no os
contaminéis con los arrianos, por-
que su doctrina no viene de los
apóstoles, sino de los espíritus del
mal, y su padre es el diablo; es es-
téril, irracional y ajena a la recta
razón». Y la última vez que habló
a sus hermanos espirituales, les de-
cía: «No os relajéis en el trabajo y
en la ascesis; vivid como si cada
día tuvieseis que morir, vigilad...;
no tengáis trato con los arrianos,
porque su impiedad es evidente. Y
aunque veáis que los jueces les fa-
vorecen, no os inquietéis, porque
su aparición pasará, durará poco.
Manteneos puros vosotros mismos
y conservad la tradición de vues-
tros padres, sobre todo la fe en
Jesucristo, Señor nuestro, tal como
lo habéis aprendido de las Escri-
turas y que tantas veces os he re-
cordado.».
San Atanasio,
Vida del Abad Antonio
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SAN FELIPE NERI
Y LOS ANIMALES
EL CARDENAL de Santa Fiora decía, no
sin cierto retintín, de nuestro Padre san
Felipe Neri: A este hombre no le basta con
cambiar la vida de mis servidores, sino
que incluso conquista a mi perro. El tal
perro se llamaba Capricho ―en italiano,
Capriccio― el cual, un buen día, despreció il bo-
cato di cardinale de las sobras de la bien servida
mesa de su eminentísimo amo y prefirió los mendru-
gos y alguna caricia de nuestro Santo, sin que éste
empleara ningún arte especial para retenerlo.
Historia de
"Capriccio"
La cosa sucedió de este modo. A la sazón pulu-
laban por la corte pontificia romana, como sucede
en todos los centros de poder, ese género de corte-
sanos que componían la clientela de personajes
distinguidos ―nobles, eclesiásticos, hacendados―
que incluso pasaban al servicio de las casas de tales
señores con el propósito de hacer carrera o esperar
ser promovidos a cargos en realidad mundanos,
aunque a costa del escalafón eclesiástico. Una de
estas personas tocadas por esa ambición era un tal
Costanzo Tassone, colocado ya como mayordomo
del citado cardenal de Santa Fiora; pero Tassone
se encontró con san Felipe, el cual le curó de ambi-
ciones y vanidades, y dejó a su distinguido amo
para hacerse sacerdote y entregarse verdadera y
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totalmente a Dios y a las almas. En la casa del car-
denal de Santa Fiora ―como en otras parecidas―
también había otros cortesanos artistas, literatos o
músicos, que buscaban protección a su esperanza
de gloria y reconocimiento público, pero que, de
momento y en general, ejercían de adorno en las
reuniones de sus señores, con frecuencia casi recor-
dando el papel de los bufones medievales, aunque
más elegantes. Poder blasonar de la amistad con
sus distinguidos señores era el precio pagado por la
ostentación de la elegancia participada en la corte
que les acogía. El músico Animuccia fue uno de es-
tos artistas a punto de ser cazado entre las redes
de tales vanidades cortesanas. Y lo mismo Simone
Grazzini y el sienés Alessandro Salvi, también com-
pañeros de Costanzo Tassone.
Conversión
de buscadores
de gloria
Felipe los ganó para
la vida espiritual e hizo de ellos hombres de profun-
da oración y caridad. En cuanto a Giovanni Ani-
muccia, sabemos que, con Palestrina y el español
Soto, dedicaron su talento musical a la elevación
del espíritu y al fervor de sus composiciones religio-
sas, guiados por san Felipe. Y dejamos otros nom-
bres, para no perder el hilo de la historia de Ca-
pricho, perro del cardenal citado, hermoso animal
que también, a su modo, ornamentaba aquellas reu-
niones en las que se mezclaba lo clerical con lo ar-
tístico y literario, y el siempre presente toque de dis-
tinción y vanidad señorial.
La conquista
de "Capriccio"
Sucedió que un día el
buen perro acompañó al todavía mayordomo Tas-
sone a san Jerónimo de la Caridad y Felipe lo aca-
rició. Al despedirse el empleado del cardenal, el
animal no quiso irse con él, ni valieron más estra-
tegias, y siguió fiel y cerca de san Felipe. Por esta
razón, el cardenal de Santa Fiora se lamentaba de
haber perdido un servidor y otros secuaces y, enci-
ma, el hermoso perro, que se sentía mejor en medio
de la pobreza libre y alegre del Santo que en los
salones y con las tajadas y golosinas del príncipe de
la Iglesia.
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Síntomas
de crueldad
San Felipe Neri decía que los niños que maltra-
tan a los animales demuestran instintos de crueldad
que luego de adultos se reproducen en sus relacio-
nes con las personas.
No podía soportar con indiferencia que se cau-
sara daño a estos seres que con facilidad desprecia
el hombre. Su sensibilidad reaccionaba inmediata-
mente frente a cualquier crueldad cometida con
ellos. A uno del Oratorio que acababa de pisar una
lagartija, le dijo: Eres cruel. ¿Por qué la matas? ¿En
qué perjudica? ¿Qué mal te ha hecho? A un niño
que le trajo unos pajaritos caídos del nido, le dijo:
Debes soltarlos. Pero antes aliméntalos para que se
puedan valer por sí mismos y tengan fuerzas para
volar. De lo contrario, les ocurriría algo peor. En
una ocasión entró un pájaro en la capilla donde
estaba celebrando la misa, y lograron cogerlo; pero
dijo al que lo apresó: Ten cuidado y no le hagas
daño y déjalo en libertad. Y el pájaro echó a volar
hacia fuera. Luego, como si se arrepintiera, añadió
el Santo: Temo que sea demasiado joven y que el
pobrecito no sabrá ganarse la vida.
Apostolado
y animales
Un devoto penitente francés le regaló dos jilgue-
ros y un canario que cantaban de maravilla. El
Santo los aceptó, pero a condición de que el mismo
joven fuese cada día a darles de comer. De este
modo obtuvo que, poco a poco, el generoso donante
pasara de un cristianismo mediocre a una vida de
servidor fervoroso del Señor.
San Felipe Neri, además del perro Capricho,
que entraba y salía de San Jerónimo y pasaba las
noches tendido a la puerta del cuarto de su nuevo
amo, tenía una gata, la cual, cuando en los últimos
años se traslado de San Jerónimo de la Caridad,
cuna del Oratorio, a la Vallicella, no quiso seguirle
a la nueva morada. Sin embargo, san Felipe orde-
nó que todos los días fuese alguien a su vieja man-
sión, para llevar comida a la gata y se interesara
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por ella. San Felipe se burlaba de la gente dedicada
a cosas demasiado importantes, a la vanidad de
personajes y de sabios, y quería que los suyos des-
cendieran a las cosas sencillas. En ello se empleaba,
y, cuanto más sabios eran o más distinción afecta-
ban, mayores acciones y ejercicios de humildad les
imponía, para curarles del orgullo que, con frecuen-
cia, se ceba precisamente en los buenos y adorna-
dos de cualidades. El cuidar de esos animalillos
servía muy bien a su pedagogía espiritual. Acepta-
ba siempre los que le regalaran, y los enviaba en-
seguida a alguno de sus penitentes para que tuviera
cuidado de ellos; tanto mejor si lograba colocarlos
a personas distinguidas, si le habían insistido en
pedirle que podrían hacer por él: los mandaba ir
a ayudar al cuidado de los enfermos en los hospi-
tales, entonces muy desatendidos, a hacer limosna,
o a cuidar algún animalito, según las capacidades.
El accidente
de borrico
Pero san Felipe desde niño tuvo amor a los ani-
males. Sabemos que una vez que sus parientes fue-
ron a Castelfranco, cerca de Florencia, de donde
eran originarios sus familiares, en un corral encon-
tró suelto un borrico y se montó en él. Felipe, en
este caso, no resultó ser un buen jinete, y el asno y
él mismo fueron a caer en un foso, por fortuna no
muy profundo. Una vecina se dio cuenta del suceso
cuando vio abajo al jumento encima del niño, del
que sólo aparecía un brazo extendido. Le creyeron
muerto; pero al sacar al animal y al niño pudieron
comprobar que ambos estaban sanos, y Felipe no
recibió ni una sola coz, seguramente porque el ani-
mal tampoco se sintió maltratado.
Estrellitas de
los caminos
Durante sus largas caminatas nocturnas hacia
la campiña romana, se admiraba de la fosforescen-
cia de las luciérnagas, como pequeñitas estrellas flo-
tando en el aire a la orilla de los caminos que le
llevaban a las catacumbas romanas de los mártires.
Así lo recordaba de mayor y reñía a quienes las pi-
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saban en los bosques, cuando se hacía alguna ex-
cursión en el Oratorio.
Tenía dos pájaros en su habitación, con la jaula
siempre abierta, y entraban y salían alegremente.
El vuelo
al cielo
Próximo a morir aquel cortesano que abandono
el "far carriera" a la sombra del influyente carde-
nal al que Felipe robó ―en frase de un coetáneo―
palaciegos y animales, san Felipe entró en el cuar-
to donde yacía y le llevó uno de los jilgueros, el
cual, de las manos de Felipe, revoloteó hasta la al-
mohada del moribundo y se posó un instante sobre
la frente del enfermo, extendiendo sus alas, acari-
ciándole el rostro. El enfermo sonrió, Felipe lo ben-
dijo, y el pajarillo levantó el vuelo, como si acom-
pañara la primera elevación del alma que acababa
de expirar de aquel hijo espiritual del Santo.
Los animales son inocentes, son criaturas de
Dios, decía san Felipe, San Felipe Neri no pensaba
en la utilidad y explotación de los seres inferiores
al hombre, sino en la bondad y belleza que refleja-
ban, como obra del Creador. San Felipe Neri no
era un ser melindroso y extravagante, sino profun-
damente sensible, que veía la huella de Dios en to-
das las cosas, las cuales, cuanto más naturalmente
se contemplan, más fácilmente despiertan la admi-
ración que la inteligencia del hombre puede sentir
ante ellas, y mayor la gratitud hacia el hacedor de
todo lo creado.
El Evangelio
En una época en la que la eficacia mundana y
la fabricación de grandezas parece que también
quisiera presentarse como garantía o señal de san-
tidad, es oportuno recordar a los verdaderos santos,
parecidos al Señor, que alababa las flores de los
campos y las aves del cielo, y los propone como
ejemplo de humildad y de confianza en la divina
providencia, a pesar de ser criaturas inferiores res-
pecto al hombre. Todo lo cual es más que poesía,
aunque siempre andemos escasos de poetas puros.
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«Para comprender
el ecumenismo»
ÉSTE es el título de la obra es-
crita por el teólogo dominico
Juan Bosch y publicada hace
unos meses por la editorial Verbo
Divino. Nos parece oportuno men-
cionarla aquí, no solamente por su
mérito, sino también porque en el
mes de enero de cada año todas
las Iglesias dedican una «Semana
de Oración por la Unidad de los
Cristianos»: nada mejor que una
buena introducción como ésta para
acercarnos con la mente y el cora-
zón al ecumenismo, ese «movi-
miento suscitado por el Espíritu
Santo y dirigido a restaurar la uni-
dad de todos los cristianos» —así
lo describe el Concilio Vaticano
II—, pero que quizá no conocemos
ni apreciamos lo suficiente.
El libro comienza delimitando al-
gunos conceptos básicos —ecume-
nismo, unidad, diálogo― usados
frecuentemente con poca precisión
e incluso banalizando su auténtico
significado, profundo y comprome-
tedor porque tiene que ver con los
planes de Dios y con nuestra dis-
ponibilidad para acoger y cons-
truir su reino. Sigue una presenta-
ción de las causas históricas y la
situación actual de división de los
cristianos en Iglesias separadas,
hecho manifiestamente contrario a
la voluntad de Cristo y obstáculo
para la predicación del Evangelio
(cf. Jn 17, 21: «que todos sean uno…
para que el mundo crea»). Los tres
últimos capítulos se centran en
quien es el verdadero protagonista
del movimiento ecuménico: el Es-
píritu Santo de Dios, que inspira
él afecto recíproco y la plegaria
conjunta, hace surgir instituciones
que encarnan la comunión ya exis-
tente, e impulsa a todos los cristia-
nos hacia la verdad plena y la uni-
dad perfecta.
Pero esta unidad, según las céle-
bres palabras de Paul Couturier,
tendrá «la forma que Dios quiera»
y llegará «en el momento y por los
medios que él quiera»... ¿Hemos de
dar la razón, entonces, a los que
piensan que el ecumenismo «no
sirve para nada» o que, en todo
caso, sólo tiene sentido si lo referi-
mos al final de los tiempos? Ello
supondría recaer una vez más en
la visión utilitaria y pragmática
―mundana― que con tanta fre-
cuencia aplicamos a las cosas de
Dios, las cuales, sin embargo, no
pueden ser objeto de cálculo ni de
política alguna, aun eclesiástica, si
no queremos pervertir la pureza
del Evangelio. El ecumenismo es,
tal como nos hace ver J. Bosch, un
acto de obediencia a la voluntad
del Señor, de docilidad y confianza
en la acción del Espíritu, y de ca-
ridad hacia nuestros hermanos en
Cristo.
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En los últimos cuatro o cinco siglos, se da un modo de hablar
un tanto intelectualista. Esta tendencia a la abstracción no
existía en la Iglesia primitiva, más viva y concreta, y menos
todavía en la Biblia. Se comenzó a insistir en las verdades
abstractas en el siglo VI, con el catecismo. En la actualidad,
los medios de comunicación nos muestran que un cierto
lenguaje abstracto no es el mejor o, por lo menos, no puede
ser el único. Conviene un lenguaje que sea concreto, vivo, que
pueda cambiar el corazón; un lenguaje de corazón a corazón.
Tenemos necesidad de la verdad, de su misma presencia,
sensible, emocional, y en perfecta autenticidad, en limpieza
expresiva, en la claridad de lo que se pretende. Por
consiguiente, no podemos usar los medios de comunicación
reducidos a formas de publicidad. Es preciso ser muy claros
respecto a esto. La Iglesia es, por encima de todo, el pueblo de
los que creen en Jesucristo; es un pueblo concreto de gente que
tiene fe, y que vive y muere por esta fe.
Carlo M. Martini,
card. arz. de Milán
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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