Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 283. MAYO - JUNIO. Año 1992
SUMARIO
SANTOS como los de la primera generación
cristiana, que predicaron sufriendo y con fre-
cuencia muriendo por la fe, sin gloriarse de sí
mismos. Santos como los que abandonaron los
estilos, riquezas y soberbia del mundo y siguieron
las Bienaventuranzas. Santos como Francisco de
Asís y su "perfecta alegría", o como Juan de la Cruz
y su "noche oscura", o como Javier y su "sed de al-
mas", o como Felipe Neri llenando de claridad su
alma junto a las tumbas de los mártires у la oscu-
ridad de las catacumbas y repartiendo luego liber-
tad, alegría y paz a sus hijos. Lo que no se parezca
a esto ha de ser muy tamizado, para librarnos de la
sorpresa de tomar por santos a mitos y fantasmas
evanescentes.
SAN FELIPE CADA AÑO
EL ALTAR DE NUESTRA IGLESIA
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
LUCES Y SOMBRAS EN LA IGLESIA
SAINT PHILIP NERI
EL ESPÍRITU DE SAN FELIPE ERI
1 (41)
SAN FELIPE CADA AÑO
Cada año, entre el recuerdo y la esperanza, la recurrencia de la fiesta
de N. P. S. Felipe Neri nos invita al agradecimiento que debemos a
Dios por su providencia, porque estamos aquí y, todavía más, por el
Santo que nos ha dado y porque sentimos, desde el primer día, la
bendición de su amparo y de su ejemplo. Las facilidades y consuelos, lo
mismo que las pruebas y dificultades, nos han servido siempre de
estímulo para hacer práctica de su talante y peculiar estilo espiritual y
apostólico, con sabor de novedad porque nos manda continuamente a
la originalidad del Evangelio, por gracia, por necesidad interior y por
convicción, haciéndonos claro el camino de la perseverancia gozosa.
Cuando vinimos a Albacete, recién entrado su primer Obispo, todo
respiraba ingenuidad, pobreza y hasta ilusión ignorante de la enorme
escasez de medios y conciencia de Iglesia; pero luego, poco a poco,
hemos sido testigos del lento desarrollo y consolidación propios de todo
lo que crece sin hinchada precipitación. Y todo ha servido para que sea
más limpia la fidelidad a un ideal del espíritu, con el deseo de hacer
todo el bien posible, con buena voluntad y dedicación desinteresada,
mientras la bendición de la Iglesia, que desde el principio nos daba
garantía y serenidad en el camino emprendido, alejaba dudas y hacía
felices nuestros pasos.
En otras fiestas de san Felipe, desde la misma inauguración de
nuestro establecimiento en Albacete, hemos tenido el consuelo de ver
plantados los hitos del Oratorio, por la primera capilla, testigo
consolador de tantos recuerdos; por la casa que acoge la comunidad de
esta Congregación, y por la iglesia, tan hermosa, que todavía nos
sorprende y nos parece nueva, al cumplirse, este año de 1992, su XXV
aniversario. Todo lo cual nos recuerda lo que sería una larga lista de
bondades anónimas que hicieron bendita la generosidad espontánea de
amigos de lejos y de cerca, que ya desde el cielo y otros todavía desde
la tierra dan gracias con nosotros por tanta misericordia del Señor, y
todavía más por el regalo de sus dones invisibles.
2 (42)
EL ALTAR
DE NUESTRA IGLESIA
SAN Pablo llama al altar "me-
sa del Señor". En el Cenácu-
lo, el Señor instituyó la Eu-
caristía en la mesa. Por eso, aun
cuando el paso del tiempo vaya mo-
dificando su origen, siempre, el
altar cristiano tendrá la forma de
mesa. Pero he aquí que pronto el
altar se convirtió en mesa sepul-
cral, cuando los cristianos comen-
zaron a celebrar el Santo Sacrificio
sobre la tumba de los mártires. Y
tan profundamente arraigó en la
conciencia cristiana la idea de unir
en un mismo sacrificio el de Cristo
y el de sus mártires, o sea, de sus
santos, de su cuerpo místico, que
llegó a establecerse regularmente
la celebración de la Santa Misa o
sobre los sepulcros de los mártires
o sobre sus reliquias. Así, la mesa
sacrificadora llegó a ser mesa se-
pulcral, trocándose en piedra.
San Juan, en el Apocalipsis, con-
templa debajo del Altar de Dios,
en el cielo, las almas de los santifi-
cados, a propósito de lo cual san
Agustín establece una relación en-
tre las almas de los santos y el
Cuerpo de Cristo, que se encuentra
en el Altar, y san Pedro Damián
dice: «El unir en los altares las re-
liquias de los mártires al Cuerpo
del Señor significa el cuerpo de la
santa Iglesia unido a su Redentor;
así, en el Altar se encuentra el Es-
poso con la Esposa».
Por esta razón, y para cumplir
con lo preceptuado en el rito de la
consagración del Altar, en el de es-
ta iglesia del Oratorio se colocaron
reliquias de los santos mártires, a
las que se añadieron otras, aunque
no necesarias para la validez del ri-
to, pero sí con intencionado signifi-
cado. 
De todos modos, cada una de las
reliquias depositadas en la consa-
gración de nuestro altar está car-
gada de significación espiritual,
que alguna vez tendremos que co-
mentar más detalladamente. Por
ahora, bástenos enumerar las reli-
quias, con sólo una breve conside-
ración para cada una.
En primer lugar, se depositó una
reliquia de Santiago Apóstol. No
podemos ocultar nuestro gozo y
nuestro agradecimiento al poder te-
ner en el sepulcro de nuestro altar
a este testigo, amigo y Apóstol del
Señor, simbolizado en la presencia
de su reliquia. El patronazgo que
se le reconoce sobre España (aun-
que, por motivos que no es oportuno
aducir aquí, nos parecería mejor
fundado el de san Pablo) también
nos lo acerca más. Y no digamos
por su juventud, por su impetuosi-
dad, mezclada de imprudencia y ge-
nerosidades, que la gracia de Dios
iría purificando, santificando...
3 (43)
Otra reliquia es del mártir san
Sebastián. Un hombre joven tam-
bién, cuya figura está en todas las
mentes que recuerdan la famosa
narración de Wiseman, Fabiola. La
Providencia ha querido que, en es-
ta "última piedra" —el Altar― se
completara una relación iniciada al
colocar la primera, cuando junto a
la misma depositábamos un poco de
tierra de las Catacumbas romanas
de San Sebastián, del mismo lugar
donde san Felipe Neri, en su juven-
tud, recibiera sensiblemente el Espí-
ritu Santo.
La tercera reliquia es de una
Santa virgen y mártir, santa Victo-
ria. Ella representa a las mujeres
santas; es la Marta y María junto
a Cristo, con la gracia de su juven-
tud, con el perfume de su pureza,
con la generosidad y el sacrificio
de su martirio.
Y siguen luego dos reliquias
intencionadas, colocadas como un
complemento simbólico; la primera
es la de nuestro Padre san Felipe
Neri, bajo cuya advocación se de-
dicaba el Templo inaugurado. De
esta manera, a sus hijos, cada vez
que subimos al Altar para la cele-
bración de la Eucaristía, nos pa-
rece estar más cerca de aquel se-
pulcro de nuestra iglesia romana
donde se guarda su cuerpo entero,
sobre el cual hemos ofrecido otras
veces el Santo Sacrificio, y ante el
cual hemos vertido las súplicas más
grandes de nuestra vida, también
por Albacete y por nuestra labor de
oratorianos aquí.
La segunda de estas reliquias
complementarias es de un santo
barcelonés, san José Oriol, del que
nos puede bastar recordar, por aho-
ra, que fue un sacerdote secular
muy amigo de los Padres del Ora-
torio de Barcelona, cuyo amor y fi-
delidad evitó la extinción de aque-
lla casa, al poco de ser fundada, en
una época en que el Señor la quiso
probar con dolores y persecuciones
tan graves, hasta llegar al encarce-
lamiento de su benemérito funda-
dor y primer Prepósito, el Padre
Oleguer Montserrat, de santa recor-
dación. Por esta razón, san José
Oriol ha sido siempre considerado,
entre los oratorianos, como un sím-
bolo de la fraternidad con el sacer-
docio diocesano.
La rica significación y sublime
ejemplaridad de estas cinco reli-
quias nos revelan que no hacen fal-
ta otros "santos" a nuestra iglesia...
La "Piedra", el Altar, significa a
Cristo, y ellos, escondidos en la
Piedra, «escondidos en Cristo», co-
mo diría san Pablo, representan al
Cristo total, al cual todos rodeamos
y hacia el cual —también con frase
paulina― todos aspiramos, y del
cual estamos tan cerca, sobre todo
si, además de sernos símbolo, es
Mesa del Señor que nos alimenta,
al comer el Sacrificio que allí se in-
mola, y al que podemos unir la con-
tinua ofrenda de nuestra vida.
4 (44)
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
ESTAMOS HECHOS PARA DIOS,
QUE NOS AMA
Comprender que tenemos alma su-
pone percibir nuestra separación
de las cosas visibles, nuestra inde-
pendencia respecto a ellas, nuestra
existencia personal e irreductible,
nuestra individualidad... Al prin-
cipio prevalece el mundo exterior:
mirando las cosas que hay a nues-
tro alrededor, olvidamos nuestro
propio ser. Tal es nuestro estado
―un apoyarnos sobre soportes d-
ébiles, un olvido de nuestro verda-
dero fundamento— cuando Dios
comienza a llamarnos para que nos
demos cuenta de cuál es nuestro
lugar dentro del orden inmenso de
su Providencia..., y poco a poco
empezamos a darnos cuenta de que
no hay más que dos seres en todo
el universo: nuestra propia alma y
el Dios que la creó. (Las realidades
últimas. P. S., I, 19-20).
Mirad el hombre instruido, bien
provisto de conocimientos, de in-
teligencia, de iniciativa, pero sin
· embargo con un corazón de piedra,
con sentimientos tan fríos y duros
como los que puede tener cual-
quier campesino sin educación. Fi-
jaos también en aquellos otros que
tienen sentimientos cálidos, quizá,
para con sus familiares, o que son
bondadosos con sus prójimos, pe-
ro que se detienen ahí. Ponen su
corazón en lo que ciertamente se
malogrará, porque es perecedero.
La vida pasa, las riquezas se pier-
den, la fama es inestable, las fuer-
zas fallan, el mundo cambia, los
amigos mueren. ¡Sólo uno es siem-
pre constante, sólo uno nos es fiel,
sólo uno puede serlo todo para no-
sotros! (Dios, todo en todas las co-
sas. P.S., V, 324-326).
En cuanto a la filosofía, se basaba
solamente en conjeturas y opinio-
nes, mientras que la verdadera
esencia de la religión era así lo
sentía ella, un conocimiento de
los fieles por parte de aquel mismo
5 (45)
que adoraban. La religión no podía
existir sin una esperanza cierta.
Dar culto a un ser que no nos ha-
bla, no nos conoce, no nos ama, no
sería religión; si acaso, deber o mé-
rito. La religión, tal como ella la
concebía espontáneamente, era la
respuesta del alma a un Dios que
se había fijado en ella. Era una re-
lación de amor, la presencia intima
de Dios en el corazón. Era la amis-
tad, el amor mutuo de persona a
persona (La religión, una relación
interpersonal. Call., 293).
La contemplación de Dios, y nin-
guna otra cosa, es la felicidad del
hombre. Pues, aunque hay otras
muchas realidades de las que el
hombre se sirve como objeto de
conocimiento, motor para la acción
o meta de sus deseos, la capacidad
afectiva pide algo más grande y
más duradero que cualquier cosa
creada... Sólo aquel que creó el co-
razón puede llenarlo. Naturalmen-
te, no estoy diciendo que no haya
nada inferior al Creador todopode-
roso que sea capaz de suscitar y
dar respuesta a nuestro amor, en-
trega y confianza. El hombre puede
hacer esto por el hombre: puede,
sin duda, despertar el amor de su
hermano y corresponderle en esa
misma medida. Más aún, ello cons-
tituye una obligación muy impor-
tante; tener esa disposición para
con nuestro prójimo es uno de los
dos deberes principales de nuestra
religión. (Dios es el fin último de
todas las cosas. P.S., V, 316).
Hay, además, otra razón por la
cual sólo Dios es la felicidad de
nuestras almas. Únicamente la con-
templación de Dios puede dilatar
y saciar nuestro espíritu; sólo ella
es capaz de liberar, satisfacer y
conducir nuestros sentimientos. Es
cierto que podemos amar inten-
samente las cosas creadas, pero
este afecto, cuando está desligado
del amor al Creador, es como una
corriente que discurre por un ca-
nal angosto, y no una expansión
del hombre entero. Los seres crea-
dos no pueden estimular ni absor-
ber las innumerables percepciones
mentales que poseemos y a través
de las cuales vivimos realmente.
No hay cosa alguna, fuera de la
presencia del Creador, que pueda
llenarnos, pues a ninguna puede
abrirse y sujetarse el corazón ente-
ro, con todos sus pensamientos y
afectos. «Mira que estoy a la puer-
ta y llamo; si alguien oye mi voz y
abre la puerta, entraré, y cenaré
con él, y él conmigo» (Ap 3, 20).
¡Esta confianza sencilla y total, es-
ta comunión, es lo que da paz y
sacia completamente a aquellos a
quienes ha sido concedida! (Nos
has hecho para ti. P. S., V, 317-
318).
6 (46)
En cualquier situación, de alegría
o de pena, de esperanza o de temor,
hemos de saber reconocerlo en lo
más íntimo de nuestro corazón, y
no tener para el secreto alguno.
Hemos de saber descubrirlo todo-
poderoso dentro de nosotros, en
las fuentes mismas del pensamiento
y de los sentimientos. (Un corazón
entusiasmado. P. S., V, 236).
Sabemos que ninguna disposición
de espíritu es aceptable ante Dios
si carece de amor; es el amor lo que
hace que el temor de Dios sea dis-
tinto del miedo servil, y la fe ver-
dadera distinta de la que tienen
los demonios. Sin embargo, en los
comienzos de la vida espiritual, la
gracia evangélica dominante es el
temor, y el amor no está sino laten-
te en el temor; es con el transcur-
so del tiempo cuando aquél se va
formando a partir de lo que parece
su opuesto. Entonces, una vez que
se ha desarrollado, el amor ocupa
el lugar principal ―aunque con-
servando el temor, sin sustituir-
lo― (El lugar del temor en la vida
cristiana. Dev., 420).
Si nos dejamos arrastrar por la
corriente del mundo, viviendo co-
mo los demás y elaborando nues-
tras ideas religiosas con lo que
vamos tomando de acá y de allá,
nuestra comprensión de la Provi-
dencia particular de Dios será es-
casa o nula. Entendemos que Dios
todopoderoso lleva a cabo un plan
de alcance universal, pero en cam-
bio no percibimos la maravillosa
verdad de que él ve a cada perso-
na y piensa en ella. No acabamos
de creer que se encuentra presente
en todas partes, que está donde-
quiera que estamos nosotros, aun-
que no lo veamos... No llegamos a
hacernos a la idea de este hecho
trascendental: que Dios ve lo que
está sucediendo en torno nuestro
en cada momento; que éste cae y
aquel otro es exaltado de acuerdo
con su designio silencioso e invisi-
ble. (La Providencia de Dios no es
solamente general, sino también
particular. P. S., III, 116).
Aquel que piense que, en conjun-
to, sirve a Dios de una manera
aceptable debe mirar atrás y con-
siderar su vida pasada. Entonces se
dará cuenta de lo decisivos que
fueron momentos y hechos que pa-
recían completamente indiferentes
cuando tuvieron lugar. Por ejem-
plo, la escuela a la que lo llevaron
cuando era niño, la ocasión en que
encontró aquellas personas que le
han hecho tanto bien, las circuns-
tancias que determinaron su voca-
ción o sus proyectos, sean los que
sean. La mano de Dios está siempre
sobre los suyos, y los conduce por
caminos que son desconocidos pa-
ra ellos. (Confiad en la protección
amorosa de Dios. P. S., IV, 261).
7 (47)
LA FE, CLARIDAD DE DIOS
El sentido de lo que está bien y lo
que está mal, que constituye el pri-
mer elemento en materia religiosa,
es tan delicado, tan voluble, resulta
tan fácilmente alterado, oscureci-
do, pervertido..., tan sesgado por
el orgullo y la pasión, tan inestable,
que, en la lucha por la existencia,
entre los diversos esfuerzos y lo-
gros de la inteligencia humana, este
sentido es el más elevado de todos
los maestros y a la vez, sin embar-
go, el menos luminoso. (La Revela-
ción es la respuesta a una petición
apremiante. Diff., II, 253-254).
Una de las mayores perplejidades
del hombre natural es precisamen-
te ésta: la posibilidad de que el
Creador lo haya dejado solo, aban-
donado a sus propios recursos. Sa-
béis que hay un Dios, pero al mis-
mo tiempo os dais cuenta de vues-
tra ignorancia acerca de él y de su
voluntad, acerca de vuestros debe-
res y de vuestro destino. Una reve-
lación sería el don más grande que
podríais recibir. Después de todo,
no es que conozcáis realmente la
existencia de Dios, sólo habéis lle-
gado a esta conclusión. No lo veis,
solamente habéis oído hablar de
él. Pues el actúa tras un velo; está
en disposición de manifestarse a
vosotros en todo momento, y sin
embargo no lo hace. Ha grabado
en vuestros corazones unas seña-
les que anuncian su majestad; en
cada rincón de la creación ha de-
jado huellas de su presencia y ha
encendido destellos de su gloria.
(Tenemos la firme persuasión de
que nuestro Creador no nos ha de-
jado solos. Mix., 276-277).
Uno de los efectos más importan-
tes de la religión natural como pre-
paración para la religión revelada
es la expectación de la Revelación
que despierta en el alma. Este fer-
viente deseo sitúa a los espíritus re-
ligiosos en disposición de espera.
Los que no saben nada de las heri-
das del alma no llegan a plantearse
la cuestión ni a tomar en conside-
ración las circunstancias que la ha-
cen posible; pero, una vez que se ha
despertado en nosotros esta inquie-
tud, cuanto más seriamente la tene-
mos en cuenta, más probable nos
parece que hemos sido objeto de
una revelación, o que vamos a ser-
lo en el futuro. Este presentimiento
se basa en la conciencia que tene-
mos, por una parte, de la bondad in-
finita de Dios, y, por otra, de nuestra
miseria y necesidad extremas. (Sin
duda, Dios se ha dado a conocer. G.
A., 423).
Si la autoridad y la obediencia
constituyen la cualidad fundamen-
8 (48)
tal de toda religión, hay que enten-
der que la distinción entre la reli-
gión natural y la revelada radica
en que, mientras la primera posee
una autoridad que se da a conocer
al sujeto, la autoridad de la segun-
da tiene un carácter objetivo. La
Revelación consiste en la manifes-
tación del poder divino, invisible
en sí mismo; en la substitución de
la voz de la conciencia por la voz
de quien es el Autor de la ley. La
supremacía de la conciencia es la
característica esencial de la reli-
gión natural; la supremacía del
Apóstol, del papa, de la Iglesia o
del obispo, lo es de la religión
revelada. (La conciencia es ilumi-
nada por la verdad revelada. Dev.,
86).
¿Por qué transcurrieron miles de
años antes de que Cristo viniera y
sus dones fueran derramados sobre
la humanidad? Si recapacitamos,
no debería extrañarnos el hecho
de que el Juez de los hombres haya
cambiado su relación con ellos en
el tiempo, teniendo en cuenta que
ha cambiado la historia de los cie-
los en la eternidad. Si la Creación
ha comenzado en un momento con-
creto, ¿por qué no ha podido suce-
der lo mismo con la Redención? (El
misterio de la larga preparación del
mundo para la Revelación definiti-
va. Mix., 269-270).
Martes
26
de
mayo
festividad
de
SAN
FELIPE
NERI
fundador
del
Oratorio
9 (49)
Si la religión ha de ser verdadera
devoción y no mero sentimentalis-
mo, si ha de constituir el principio
que gobierne nuestra vida, si todos
y cada uno de nuestros actos, y
nuestra conducta diaria entera, han
de estar siempre orientados hacia
un Ser a quien no vemos, necesita-
mos algo más que sopesar argumen-
tos para ordenar y dirigir nuestras
mentes. El sacrificio de las rique-
zas, de la fama, de la posición social,
la fe y la esperanza, el dominio de sí
mismo, la comunión con el mundo
espiritual, presuponen una apre-
hensión real y una intuición habi-
tual de los objetos de la Revela-
ción. Dicho con otras palabras,
presuponen la certeza. (La religión
ha de basarse en certezas. G. A.,
238).
El sentido común de la humani-
dad intuye que la idea misma de
revelación implica la presencia de
un guía o maestro infalible: no una
mera declaración abstracta de ver-
dades antes desconocidas para el
hombre, ni un fragmento de histo-
ria ya pasada, ni el resultado de
una investigación arqueológica, si-
no un mensaje y una enseñanza
que hablan a este hombre y a aquel
otro... Hemos oído que Dios ha ha-
blado. ¿Dónde? ¿En un libro? He-
mos intentado buscar en el Libro y
nos ha decepcionado, no porque
contenga defecto alguno, sino por-
que pretendemos utilizar este don
santo y bendito con un propósito
para el que no fue otorgado. La res-
puesta que dio el etíope cuando Fe-
lipe le preguntó si entendía lo que
estaba leyendo es la voz de la natu-
raleza humana: «¿Y cómo voy a en-
tenderlo, si alguien no me guía?»
(Hch 8, 31). La Iglesia es la encarga-
da de esta tarea. (Necesitamos una
orientación más clara. Dev., 87-88).
Los verdaderos Santos.
¡Leed las vidas de los Santos! Ellos han superado y vencido las tentaciones
con decisión y vigor, con prontitud y con éxito, mejor que cualquiera. Sus
acciones son bellas y ceñidas como una fábula, y no obstante poseen la
realidad de los hechos: abren la mente, proporcionándole nuevas ideas de
las que carecía antes, y muestran a todos lo que Dios puede hacer y lo que
el hombre puede ser. Aunque no siempre podamos repetir los detalles del
ejemplo de los Santos, ellos nos presentan siempre un modelo de justicia y
de bondad, se elevan ante nosotros como enseñanzas vivientes de
monumental grandeza, nos llaman a Dios, nos introducen en los misterios
del mundo invisible, nos enseñan a conocer lo que Cristo ama, trazando
delante de nosotros el camino que conduce al Cielo.— J. H. Newman, C. O.
10 (50)
Luces y sombras
en la historia de la Iglesia
HAY escándalos en la Iglesia,
cosas censurables y vergon-
zosas. Ningún católico podrá
negarlo. Ella ha recibido siempre
el reproche y ha padecido la ver-
güenza de ser la madre de hijos
indignos. Tiene buenos hijos, pero
todavía es mayor el número de los
que le han resultado malos. Tal es
la voluntad de Dios puesta de ma-
nifiesto desde los comienzos.
Él habría podido instituir una
Iglesia que hubiese sido pura; pero
expresamente predijo que la ciza-
ña, sembrada por el enemigo, per-
manecería con el trigo, hasta la co-
secha, al fin del mundo. Afirmó que
su Iglesia se parecería a una red de
pescador que recogería toda clase
de peces, y que la selección no se
llevaría a cabo antes del fin de la
jornada. Y no solamente esto, sino
que declaró que los malos y los im-
perfectos superarían a los buenos.
«Muchos son los llamados», dijo
él, «pero pocos los elegidos»; y su
Apóstol habla de «un resto salvado
por elección de gracia».
Se encuentran siempre, pues, en
las vidas y en las historias de los
católicos, abundantes materiales a
disposición de los contradictores,
los cuales, partiendo del concepto
de que la santa Iglesia es una
obra diabólica, desean encontrar
la confirmación de esa idea. Sus
prerrogativas ofrecen una especial
oportunidad para ello, por el mis-
mo hecho de que se extiende a
todos los países y se hace presente
en todos los tiempos.
¿Qué conclusión podemos sacar
si admitimos que en tal o cual épo-
ca, en un lugar u otro, la acción de
la Iglesia o sus relaciones con sus
hijos hayan podido parecer deter-
minadas por errores de comporta-
miento práctico, o medidas inopor-
tunas, o timidez, o vacilación a la
hora de actuar, o dejarse llevar por
criterios de este mundo, o valerse
de un rigor inhumano o de incom-
prensión y estrechez de espíritu?
Yo solamente sabría decir que, da-
da la naturaleza del ser humano,
sería un milagro que escándalos de
este género no se dieran en la his-
toria de la Iglesia. Escándalos que
son tanto más importantes cuanto
el terreno en que se producen es
más amplio, y tanto más chocantes
cuanto más disfrazados aparecen
bajo el color de una santidad emi-
nente. 
John H. Newman, C. O.,
O. S., 144-145
11 (51)
SAINT PHILIP NERI
This is the Saint of gentleness and kindness,
Cheerful in penance, and in precept winning;
Patiently healing of their pride and blindness,
Souls that are sinning.
This is the Saint, who, when the world allures us,
Cries her false wares, and opes her magic coffers,
Points to a better city, and secures us
With richer offers.
Love is his bond, he knows no other fetter,
Asks not our all, but takes whate'er we spare him,
Willing to draw us on from good to better,
As we can bear him.
When he comes near to teach us and to bless us,
Prayer is so sweet, that hours are but a minute;
Mirth is so pure, though freely it possess us,
Sin is not in it.
Thus he conducts, by holy paths and pleasant,
Innocent souls, and sinful souls forgiven,
Towards the bright palace, where our God is present,
Throned in high heaven.
12 (52)
Éste es el Santo de la cortesía у la amabilidad,
alegre al practicar la penitencia,
y nos conquista cuando da preceptos;
paciente sanador de los orgullos y cegueras,
de las almas cogidas en pecado.
Éste el Santo que denuncia el mal del mundo;
si nos atrae con sus falsos bienes,
y abre sus mágicos tesoros,
él nos señala una mejor ciudad con garantías
de riquezas más altas.
Amar es para él el compromiso único,
pues no conoce sujeción más fuerte;
no nos exige nada, mas se nos lleva todo
lo que de corazón le reservamos,
gustosamente conduciéndonos desde lo bueno a lo mejor,
según consienten nuestras fuerzas.
Cuando él se nos acerca, nos instruye y nos bendice;
rezar con él es tan suave
que el tiempo se hace corto;
tan pura es la alegría que espontáneamente nos invade,
sin contener pecado alguno.
Así, a las almas inocentes
conduce por caminos santos y agradables,
y a las de pecadores perdonados
hacia la luminosa estancia donde Dios está presente,
entronizado en las alturas celestiales.
John H. Newman
(1857)
13 (53)
El espíritu del santo fundador
de la Congregación del Oratorio,
Felipe Neri
CUANDO nos referimos a la "espiritualidad" de un
santo, queremos decir, por supuesto, que lo toma-
mos sirviéndonos de tipo para mostrarnos cómo él
entendió la única espiritualidad cristiana, la del
Evangelio, en un tiempo y en unas circunstancias
determinadas. Por esto la Iglesia canoniza a algunos cristia-
nos insignes y nos los propone como ejemplo de vida que nos
haga más fácil la referencia necesaria y universal a Cristo. Es
algo que hay que tener siempre presente para no elevar a
mito las devociones y preferencias que los santos puedan des-
pertar. Por eso existen tratadistas eminentes de espiritualidad
y de su historia a través de los tiempos que se detienen muy
explícitamente en estas reflexiones previas, antes de introdu-
cirnos en sus dilatadas investigaciones, en las que, de modo
sistemático, nos hablan de la espiritualidad cristiana, de su
historia, de las escuelas o manifestaciones más destacadas
hasta constituir corrientes principales, y de los santos que las
han representado. También, en las vidas de los santos, vemos
cómo ellos, de manera constante, se esforzaban para que
cualquier alabanza que pudieran recibir fuese enseguida
referida a Dios, el único Santo. Lo hacían convencidos y lle-
vaban plenamente razón en sus protestas. Su humildad «era
la verdad», como habría dicho castizamente santa Teresa.
Espiritual es todo lo que se refiere al espíritu, por lo tan-
to a Dios, ser espiritual, a los ángeles, al alma (componente
14 (54)
espiritual del hombre). También llamamos espiritual a la cien-
cia que estudia los principios y las prácticas de que se compo-
ne la piedad o servicio tributado a Dios. Pero nosotros prefe-
rimos tomar el concepto de espiritualidad según el matiz o
estilo que el seguimiento e imitación de Cristo ha tenido en
los santos y, más concretamente, en nuestro Padre san Felipe
Neri. En el servicio cristiano a Dios, cada santo acentúa
determinadas verdades de la fe, o parece que da preferencia
a algunas virtudes en el modo de seguir el ejemplo de Cristo,
o se preocupa de un fin secundario específico (además de de-
dicarse al primario e indispensable de la alabanza divina y la
propia unión con Dios), y se sirve de medios y prácticas que
impregnan de un estilo particular hasta constituir determina-
das notas que le distinguen con características propias.
En el caso de nuestro Padre san Felipe, no es fácil deli-
near o definir lo que constituye su espíritu, porque parece
como si él, intencionadamente, hubiese hecho todo lo posible
para no dar pie a ello. Escribió muy poco, descuidó toda sis-
tematización, nos quedan sólo una treintena de cartas y algu-
nas poesías. Aunque sí permaneció el fuerte impacto de su
personalidad sobrenatural entre los que le conocieron, trata-
ron y convivieron con él. Uno quisiera tener en mano todo el
montón de papeles, escritos y cartas que mandó quemar en
cierta ocasión. Hacía escribir y exigía orden en el trabajo lite-
rario e intelectual de los suyos, pero él supo ocultar la mayor
15 (55)
parte de cuanto hubiera podido le-
garnos. A pesar de ello, con su fiso-
nomía espiritual, es el más insigne
representante de lo que, en la histo-
ria de la espiritualidad cristiana,
podríamos denominar la "espiritua-
lidad italiana", que alcanza su mo-
mento en el Renacimiento.
Muy brevemente, puede sernos
útil una rápida síntesis de esa his-
toria de la espiritualidad cristiana,
comenzando por la primera gene-
ración de la Iglesia. ¿Qué preocupó
especialmente a los primeros cris-
tianos cuando pensaron en tomar
aspectos principales del Evangelio
y del recordado ejemplo de Cristo,
a la hora de imitarle y vivir para sí
la vida de Cristo? Porque ésta era
la exaltada preocupación de san Pa-
blo: «Vivo, pero no vivo yo, es Cris-
to quien vive en mi» (Gál 2, 20).
Los primeros cristianos —los
primeros santos— pensaron, sobre
todo, en el martirio y, enseguida,
en la virginidad. Fue una genera-
ción de mártires, vírgenes y asce-
tas, que no necesitó de ninguna es-
tructura para soporte o protección.
Obviamente, no todos los cristia-
nos de los primeros tiempos cono-
cieron las cárceles, las torturas, la
misma muerte por la fe, ni se lan-
zaron a la total generosidad, sin re-
conocimiento ni compensación so-
cial alguna. Hubo también fieles
más vulgares, y también pecadores;
pero los santos surgieron de ese
espíritu, que está en la misma raíz
del primer despertar y crecimiento
de la Iglesia. Todo cuanto el Señor
había dicho v anunciado respecto
a padecimientos, incomprensiones,
persecuciones, injusticia y odio a
causa de su nombre, lo pudieron
comprender bien esos seguidores
insignes, a los que la Madre Iglesia
enseña a volver los ojos siempre,
como muestra de la mayor pureza
a la hora de vivir sinceramente la
espiritualidad del Evangelio.
Pasadas las persecuciones, la
Iglesia conoció la paz, ciertamente
merecida. Pero esta paz y protec-
ción temporal que también obtuvo
(cuya legitimidad tampoco se pue-
de condenar sin más) provocó un
decaimiento en el fervor, como si
ya no le faltara al fiel otra cosa
que tocar el cielo con las manos.
Esa falta de fervor paganizó las
costumbres de muchos cristianos,
en cuanto a las riquezas y privile-
gios, y a los honores terrenos y
la moral. Es la hora en que algu-
nos, tocados por el Espíritu de
Dios, intentan "huir" de ese mun-
do paganizante y relajado. La "fu-
ga mundi", que habría podido pa-
recer una deserción apostólica, y
hasta "una protesta" contra la ex-
cesiva institucionalización de la
Iglesia, que se mundanizaba (cons-
tantinismo), fue una espiritualidad
que encontró, en el desprendimien-
to, en la castidad, en la humildad,
en la pobreza y en la oración prac-
ticadas en el desierto, un nuevo
16 (56)
"testimonio" (una especie de mar-
tirio continuado) que despertó de
nuevo los fervores de la vida evan-
gélica, no sólo en los que habían
"dejado el mundo", sino en los que
seguían en él. En este sentido fue
ejemplar la relación entre san Ata-
nasio y san Antonio, el primero
activo —"comprometido", diría-
mos hoy― y Antonio, desde la so-
ledad del desierto, ayudándole con
la plegaria y el consejo, para sal-
var de peligros a una Iglesia fuer-
temente amenazada por disfraza-
dos poderes "protectores" de este
mundo, que, en realidad, la co-
rrompían.
Poco más adelante, en Occidente,
surge san Benito, que reúne a soli-
tarios al fundar los primeros mo-
nasterios. La soledad no es el ideal
de la Iglesia, familia de Dios. El
monasterio combina la soledad pa-
ra la contemplación, pero convoca,
sobre todo, para el trabajo y la ple-
garia común, en alabanza de Dios.
Con razón san Benito ha sido pro-
clamado patrón de Europa, porque
de sus monasterios surgió la salva-
ción del cristianismo y la civiliza-
ción medieval, en una época dura
de transformaciones, guerras y ca-
lamidades. La comunidad ideada
por san Benito será el tipo luego
repetidamente imitado y adaptado
a sucesivas circunstancias y tiem-
pos históricos, conservando unas
veces la denominación benedicti-
na, y otras dando lugar a deriva-
ciones formalmente nuevas, piro
que no podrían prescindir total-
mente de aquel primero y genial
modelo.
Siete siglos más tarde surgen las
órdenes mendicantes (franciscanos,
dominicos, mercedarios...). Sus fun-
dadores comprenden que no basta
esperar a que vengan al monasterio
y aun a las catedrales e iglesias los
que necesitan ser evangelizados,
sino que es preciso salir a la calle,
por los caminos y plazas, y anun-
ciar a Cristo. Es también el mo-
mento que nacen las universidades,
amparadas ciertamente por la Igle-
sia, pero debidas al interés y es-
fuerzo de estudiantes y maestros
que las administran. En los monas-
terios se esperaba a que los fieles
fueran a ellos, y era proverbial la
hospitalidad con que eran acogidos
los huéspedes, «como al Señor»; pe-
ro cuando esto no basta, hay que ir
a las gentes, y de ello se encargan
los mendicantes.
Un par de siglos más tarde, en
el mundo se opera una grandio-
sa transformación, con el descu-
brimiento de América, en cuya
evangelización tanta importancia
tendrían estas nuevas órdenes. Se-
guramente que en nuestra época
ellas mismas habrían entendido no
exactamente igual esa misión evan-
gelizadora, pero, en todo caso, mi-
tigó la rudeza de los colonizadores
y no faltaron numerosos ejemplos
de caridad y de esfuerzo positivo
17 (57)
por evitar atropellos y defender a
los nativos de la codicia y depre-
dación de los conquistadores, que
no respetaron las culturas ni los
derechos de los sometidos, preocu-
pados en enriquecerse y llevar oro
a la metrópoli. Por lo demás, co-
mo ocurre en todas las conquistas,
cualquiera que sea el poder que las
impulse.
La idea de "Cristiandad" alcanza
su cota más alta, pero enseguida se
va a resquebrajar. Se alza la prime-
ra gran teoría sobre el poder po-
lítico (Machiavelli), y encuentra,
en la grandeza de España, la pri-
mera adecuación. La "razón de es-
tado" pasará a ser la filosofía de
todos los que acumulen poder. La
Iglesia misma será zarandeada y,
en ocasiones, casi asaltada, consi-
derándola como una instancia po-
derosa de la que hay que ser due-
ño o hay que tener dominada (los
Medici), en provecho propio. Pero
aun así, habrá santos, y grandes
santos.
En el mismo momento en que se
inicia la decadencia española, sur-
gen los grandes místicos Juan de
la Cruz y Teresa de Jesús. Parece
como si ya no quedara nada "por
conquistar", y se alzaran para con-
quistar, las moradas más altas de
Dios. Se agotan los caminos de la
tierra, pero entonces ellos suben
en alas de la contemplación al cie-
lo más alto. Tienen, a pesar de lo
sublime de su vuelo, la sencillez
directa del amor y el trato con el
Señor Jesús. Es un reflejo derivado
de la llamada "devotio moderna"
que, en Centroeuropa ha enseñado a
volver a la figura de Jesucristo, en
su santa Humanidad, descendiendo
un poco de aquellas por lo demás
espléndidas majestades románicas
y el dramatismo de las figuras gó-
ticas, para inaugurar el trato de la
oración de amigo y esposo con
Dios, Padre, pero además amigo y
hermano en Jesucristo. Nadie co-
mo santa Teresa nos lo ha sabido
expresar con más verdad, más sen-
cillez y más fuerza.
Teresa de Jesús y Juan de la
Cruz tendrán un gran influjo en
toda la historia de la espirituali-
dad; pero, aunque a ella la llama-
ran "fémina inquieta e andariega",
son almas de convento, de clausu-
ra. La misma epopeya de América
y la ya sangrante escisión protes-
tante demuestran que hay que
volver otra vez a la calle, a las
plazas. El Espíritu de Dios suscita-
rá a más santos para que, entre to-
dos, cubran esa misión. Destacará,
en especial, san Ignacio de Loyola,
que transformará, a lo divino, todo
el bagaje de su naturaleza de vasco
y su condición de militar, desarro-
lladas en el marco de la España
imperial.
En Italia las cosas son de otro
modo. Italia no existe como estado.
Es más bien un mosaico de estados,
de estados-ciudad, enclaves, concu-
18 (58)
rrencias y competencias, en aquel
momento bajo las tensiones de
Francia (rival de España) y el Im-
perio Español, por una parte, y el
poder político del Papado, que, por
otra parte, había ejercido una cier-
ta moderación equilibrante en Eu-
ropa, gracias a su influjo moral, en
el círculo de la unidad cristiana,
que había logrado tener a raya la
presión musulmana.
En Italia también existen grande-
zas, pero no son políticas, ni siquie-
ra hegemónicas. También aquí hay
una vuelta al hombre, al hombre de
este mundo, y a la cultura de este
hombre terreno. Una vuelta a la
humanidad clásica que ya no to-
ma, como en la Edad Media, a Dios
como centro del mundo, sino pre-
cisamente al hombre, sin por ello
despreciar a Dios. El milenarismo
se ha olvidado, el mundo no acaba;
comienza otra vez. Se deja el éxta-
sis de un triunfo milagroso, de la
apoteosis escatológica, y se camina
de nuevo. Se vuelve a Grecia. Tal
vez el Emperador de entonces de-
seara, para él, la grandeza de Ro-
ma, pero en Italia se piensa más en
Atenas, y Florencia, en concreto,
reflorece en sus estilos y produce
artistas, poetas, músicos, pintores,
arquitectos, políticos, comercian-
tes... y santos.
Felipe será uno de estos santos,
que llevará siempre a Florencia
en su corazón —«natione florenti-
nus», declarará al manifestar su
origen―, y amará siempre. No va-
mos a repetir su vida, pero en Ro-
ma el primer apostolado lo ejerce-
rá, de seglar, entre los de su misma
"nación", que son comerciantes y
banqueros, por lo demás servido-
res del papa y de la nobleza ecle-
siástica de la corte pontificia. Feli-
pe es un hombre del Renacimiento,
nacido en la ciudad en que el Re-
nacimiento tiene su cuna y desde
la cual se irradiará, primero sobre
Roma, y luego a toda Europa. El
Renacimiento también es una se-
cularización. San Felipe no piensa
hacerse sacerdote, porque, de mo-
mento, le basta con ser cristiano,
no como una disminución, sino co-
mo usando, hasta agotarla, una li-
bertad que le facilita la entrega a
Dios, tal como él la va entendien-
do. Es florentino, y lleva muy den-
tro la idea de la libertad, por la
que siempre se batieron los floren-
tinos, cuando las codicias extrañas
envidiosas de su pujanza la hosti-
gaban y la asediaban y, finalmente,
«la compraban y vendían». Mien-
tras los dos grandes de Europa
pensaban en guerras y conquistas,
en dominios y grandezas, Florencia
se había empleado en la honesta
laboriosidad del mejor comercio
europeo, y de la riqueza alcanzada
con ese trabajo surgían los mece-
nazgos a los artistas y poetas, las
maravillas del arte con que vestían
la entera ciudad, menos grande,
pero más armoniosa y más bella
19 (39)
que la Roma orgullosa que pudo,
a lo sumo, comprar artistas floren-
tinos para embellecerse con lo que,
por sí misma, jamás habría sido ca-
paz de crear. Porque florentinos
fueron especialmente los artistas,
pintores y arquitectos que embe-
llecieron Roma.
Y también lo fue el Santo que la
curó de su paganismo, Felipe Neri,
que en Roma siguió siendo floren-
tino, aunque sin ánimo ni gesto al-
guno de prepotencia, ni de despre-
cio o resentimiento. Felipe amó
Roma, la ciudad de los mártires y
los santos, el corazón de la Iglesia,
la capital del mundo de entonces,
y le injertó el amor que llevaba de
la Florencia que nunca había olvi-
dado, envuelta en el recuerdo del
Angélico, de Savonarola, del Dan-
te, de Miguel Ángel, del Donatello,
de los de la Robbia, de Brunelles-
chi, del Giotto...
Felipe era de mentalidad abier-
ta. Ése era su componente florenti-
no. Porque Florencia se había preo-
cupado más de la cultura, de las
actividades del espíritu, del arte,
que de perderse en sueños de codi-
cia y de grandezas políticas. Cierto
que, finalmente, sucumbió al domi-
nio de los extraños, pero nunca ja-
más lograron apagar su esplendor
cultural. Tal vez se lo apropiaron
y se aprovecharon de su acervo,
pero el valor de sus creaciones era
tan grande y tan puro que, aun fal-
sificado, recordaría para siempre
el origen de donde fue extraído.
Esa apertura de espíritu, ajena del
todo a mojigaterías, a estrecheces
y a raquitismos provincianos, esta-
ba completada, en Felipe, por un
espíritu profundo, por una visión
radical, desde Dios, que ya se ma-
nifiesta en algunos rasgos de su
infancia, y luego aparece en su
adolescencia o primera juventud,
en el momento en que abandona
una perspectiva halagüeña, de por-
venir honesto, pero de lustre sola-
mente humana, cuando se despide
de sus tíos, que le ofrecían hacerlo
heredero suyo, en San Germán.
Esta profundidad espiritual se irá
desarrollando a medida que pro-
gresa en la vida su experiencia de
Dios. Esa experiencia de Dios es la
oración. Dios le resulta inmediato
al alma, y por eso no piensa, ni pa-
ra hacerse más santo, hacerse sa-
cerdote o ingresar en alguna de las
órdenes existentes. En realidad,
durante su etapa de vida seglar,
está continuamente ocupado en
obras de bien, para las almas y pa-
ra servir a la Iglesia. Y lo lleva a
cabo con intensidad y sin vanidad
alguna.
Fue en su época de seglar cuan-
do creció en él el gusto y la prácti-
ca de la oración. Espíritu de ora-
ción y sentido de la libertad son las
primeras notas que encontramos en
él, destacándose, en los años de su
juventud, y que luego se manten-
drán y pasarán a sus obras. No es
20 (60)
extraño que, como experiencia ex-
traordinaria, el Espíritu Santo ten-
ga un puesto en sus años jóvenes,
de seglar. Si la oración es la respi-
ración del alma v la libertad la
condición para el amor, aunque
externamente llevara una activi-
dad verdaderamente sorprendente,
no nos puede resultar demasiado
extraño que necesitara cinco y has-
ta ocho horas diarias para "pensar
en Dios", porque esto era, ya en
la tierra, su cielo, y su gozo. Y te-
nemos, con la alegría, esa otra no-
ta de su espiritualidad. No se trata
de estar alegres porque hay que
hacer el esfuerzo de ponerse ale-
gre, o de parecerlo, sino que el
gozo también es del Espíritu de
Dios, porque nace de esta presen-
cia mantenida, en trato que no
cesa con el dulce huésped del al-
ma, Dios mismo. Y la austeridad
tampoco es el resultado de una
programación ascética, sino de ha-
ber elegido lo mejor. «Sólo Dios
basta», diría santa Teresa, contem-
poránea suya, y él mismo asegura-
ría, más tarde, que «quien busca y
ansía otra cosa que no sea Jesús,
está loco y no sabe lo que busca».
Pero la libertad, la oración, el
gozo, típicamente filipenses, nos
podrían hacer creer que todo se
contiene y agota en esa interiori-
zación de aspiraciones y actitudes
muy íntimas del alma, abstraída
de todo lo demás. Felipe fue un
santo activo, emprendedor, imagi-
nativo, abierto en el trato, comuni-
cativo. Hacer el bien, dedicarse a
obras de caridad, de instrucción
en la fe, de formación. Fue muy
exigente con los que dependían de
él, procurando que adquirieran
una verdadera cultura, aunque hu-
millándoles y "premiando" sus éxi-
tos, con verdaderas penitencias,
porque temía sobremanera la so-
berbia, especialmente de sus hijos
espirituales. Ante un sermón que
le parecía demasiado fervoroso en
la alabanza del martirio cristiano,
interrumpió al predicador incre-
pándole y recordando que, en el
Oratorio, nadie había dado toda-
vía ni una sola gota de sangre por
defender la fe, ni tampoco había
tenido especiales sufrimientos a
causa de ella.
Quería a los jóvenes, con una
predilección dispuesta a perdonar-
les todas las molestias de sus ino-
portunidades. Pero, profundamente
realista, también reconocía que sus
fervores necesitaban ser modera-
dos, purificados y corregidos mu-
chas veces: «I giovani, fuoco di pa-
glia!» El entusiasmo de los jóvenes
es fuego de paja. Pero eran la espe-
ranza de mucho bien. Él podía re-
cordarlo de sus fervores de juven-
tud. «Dichosos vosotros, los jóve-
nes, porque tenéis tiempo y fuer-
zas para haceros santos». Tal vez,
la tristeza fuera que, a veces, se
ven tan desperdiciadas esas fuer-
zas que Dios da a los jóvenes, pre-
21 (61)
cisamente cuando debieran servir
para el bien.
En el fervor, en los ejemplos y
doctrinas de bien, era estricto. Ha-
bía que aprender de los santos. No
es que se fijara, precisamente, en
las listas de canonizados, sino en
las personas acreditadas, porque él
se había atrevido a circundar con
una aureola de santo una estampa
con el grabado de Savonarola, san-
to según él. Y los libros que leía
con frecuencia —Iacopone da To-
di, Bto. Colombini—, curiosamente
habían sido de personajes que tu-
vieron conflictos con las autori-
dades de la Iglesia, en épocas difí-
ciles, ciertamente, en las que no
siempre el buen ejemplo resplan-
decía en los puestos de responsabi-
lidad. 
Tenía un horror a la avaricia.
«El avaro nunca será santo». Y a
las mentiras.
Para ser buenos y santos, según
él, uno había de estar dispuesto a
despreciarse a sí mismo, a no des-
preciar a nadie y a no preocuparse
de que le despreciaran. Es posible
que esto último fuese lo más difí-
cil. Y que él, afectuoso como era,
lo hubiese experimentado en bue-
na medida. Por otra parte, esa fra-
se, que es de san Bernardo y que
se la tenía bien sabida, resume to-
do lo más importante sobre el ver-
dadero desprendimiento cristiano,
que aconsejaba a todos.
Sin desprendimiento, sin humil-
dad, solía decir, es imposible la
oración, la amistad con Dios.
En verdad fue un santo de ora-
ción. Cuando su obra se llamó «el
Oratorio», no fue porque hubiese
elegido ese nombre, sino por la
costumbre de que las reuniones
primeras, una vez comenzaron a
ser organizadas, se hacían en un
espacio que tenía este nombre. Pe-
ro le gustó. «Si tengo un pequeño
espacio de tiempo para rezar, no
tengo miedo de nada». La oración
también explica sus misas, que
tenía que celebrar en privado, por-
que se le hacían demasiado largas
y llamaba la atención, y nada le ha-
cía sufrir tanto como convertirse
en espectáculo de curiosos. Hom-
bre activísimo, pero tan amante de
la soledad, de subir a lugares altos,
de contemplar espacios abiertos,
de contemplar la naturaleza, por-
La verdadera religiosidad so guarda en el corazón, y, aunque no
puede existir sin que se manifieste en hechos, éstos, sin embargo,
son ocultos en su mayoría, como la caridad que no ama el hacerse
visible, la oración secreta, la negación de sí mismo que no se mues-
tra, las luchas que nadie sospecho, y también las secretas victorias.
J. H. Newman,
P.S. IV, 243
22 (62)
que así más fácilmente pensaba en
Dios.
Hay en san Felipe un aspecto
que no se puede pasar por alto. Es
el pensamiento de la muerte. No
el de las calamidades teatralizadas
en el medioevo, con amenazas te-
rribles —«Dies irae, dies illa / cala-
mitatis et miseriae...»—, sino de la
muerte como encuentro con el Se-
ñor. Él supo así curar los temores
de muchos escrupulosos, y hacer-
los confiados en el amor a Dios,
todo misericordia. Pero enseñaba
que este encuentro debe preparar-
se, por el respetuoso amor que me-
rece Dios. Así a aquel joven ambi-
ciosillo y superficial que le habla-
ba contento de sus esperanzas y
perspectivas mundanas, a las que
Felipe iba preguntándole «¿Y des-
pués?», hasta que se agotaron las
respuestas a todo lo que podía pa-
recer un porvenir espléndido en la
profesión, la riqueza, el honor, el
amor... «¿Y después?» Le respondió
el joven, finalmente: «¿Después?...
Me moriré». Todavía añadió san
Felipe: «¿Y después?»... Esta últi-
ma pregunta fue terrible. El joven
la pensó, estalló en lágrimas, se
convirtió, dejó el mundo, y se con-
sagró enteramente a Dios.
Después.
Nos atrevemos a pensar que, pa-
ra san Felipe, casi no existía el
"después". A los santos se les com-
primen las cronologías, las sucesio-
nes y las esperas, en las cosas que
son de Dios. La oración ya es, para
ellos, un comienzo del cielo, por-
que el cielo se inicia y contiene en
el alma. El tiempo, bien entendido,
ya está inscrito en la eternidad.
«El reino ya está entre vosotros,
y hasta dentro de vosotros. Los
biógrafos que se refieren a fenó-
menos místicos o a arrobamientos
de san Felipe, en la oración, en la
celebración de la misa, en la lectu-
ra de libros santos..., tal vez nos ex-
presan, implícitamente, que Felipe
ya tocaba el cielo, ya lo tenía, por
lo menos comenzado, en el alma.
Todos explican lo que sucedió
con su muerte, y el momento de
su muerte. Cuando decían los mé-
dicos que iba a morir, no murió.
* Vosotros no entendéis». Y, un día,
se puso a decir que se moriría, y
dijo la hora, y fue anunciando el
momento, trasteando pacíficamen-
te por su cuarto, confesando a al-
gunos, recibiendo visitas, rezando
el Breviario, y, al paso, iba contan-
do y señalando cuándo iba a mo-
rir, y ocurrió todo como había ido
prediciendo, en paz, con cara ba-
ñada de cielo, o con cara y rostro
que, más que nunca, verdadera-
mente, era el espejo del alma.
Porque, el cielo, ¿qué otra cosa
puede ser, para quien ha hecho
oración, que la gran contemplación
serena y total de Dios embebiendo
el alma?
23 (83)
martes, 26 de mayo,
fiesta de nuestro padre
SAN FELIPE NERI.
XXV ANIVERSARIO
DE LA INAUGURACIÓN DE LA IGLESIA
Y CONSAGRACIÓN DE SU ALTAR
DE ESTA CONGREGACIÓN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
DAREMOS GRACIAS A DIOS
EN LA EUCARISTÍA
DE LAS OCHO DE LA TARDE,
QUE PRESIDIRÁ EL OBISPO DE ESTA DIÓCESIS,
MONS. VICTORIO OLIVER DOMINGO,
EN EL CURSO DE CUYA CELEBRACIÓN
CONFERIRÁ EL ORDEN DEL DIACONADO
A NUESTRO HERMANO
JESÚS GARCÍA SERRANO,
DE ESTA MISMA CONGREGACIÓN.
LAUS DEO
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Pl. San Felipe Neri 1 - Apartado 182 - 02080 Albacete - D. L. AB 103/62 - 9.5.92
24 (64)