Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 284. SEPTIEMBRE-OCTUBRE. Año 1992
SUMARIO
EL que rechaza la verdad o teme y desprecia sus
exigencias, espiritualmente es un esclavo y, si
tiene poder, hace esclavos a los demás. Al final,
la verdad siempre resplandece, aunque pueda
ser más allá del tiempo; pero resulta inevitable que,
en el camino, hayan sido sacrificados o engañados
muchos inocentes. La peor de las violencias que ha
padecido y padece el ser humano es la mentira, y
luego la persecución de la envidia y la explotación
e injusticias de la codicia. Ellas solas explican los
mayores males que afligen todavía a la humanidad.
SAN PIETRO IN VATICANO
PRINCIPIOS
PENSAMIENTOS DE J, H. NEWMAN
APOSTOLADO Y DESPRENDIMIENTO
PERMISO PARA SER CRISTIANO
CONVERSIÓN DE BARTOLOMÉ DE LAS CASAS 
SOBRE RENGLONES TORCIDOS
1 (65)
SAN PIETRO IN VATICANO
...Aquí has llegado, peregrino,
al sepulcro vacío, con un dulce
olor de lienzos todavía. Pasa,
no pretendas morar, calor no pidas,
cumple tu reverencia entre las púrpuras
cansadas que revisten las pilastras.
Vuelve a tus horas, a tu tierra, Acaso
es un inmenso andén, es una sala
de espera y de festejo, con distintos
cristianos cada día. En el extremo
de los caminos, un vacío, el hueco
más grande de la tierra, resonante
con eco ya no humano. Aquí la pompa
en volutas perfectas se aniquila;
se queman las exactas ceremonias;
es el tapiz por su revés de industria,
con la verdad cayendo al otro lado.
Marcharé. No venía a confortarme,
sino a aprender mejor lo que sospecho;
vine a pedir amor para llevar
mis ropajes de vivo sin romperlos,
a aceptar otra vez mi triste forma
de ser, como de un rey; vine a buscar
algo de la ironía sin escudo
de Cristo, al enredarse en nuestros años.
José M. Valverde
2 (66)
Principios
NEWMAN, antes que las ideas, por encima de los sistemas y más que la fuerza
de los valores, estimaba y se guiaba por lo que él llamaba "principios". Gracias
a esto, quedó inmunizado frente a cualquier fanatismo mental, no se cerró a
explícitos o disimulados universos sectarios, ni se endureció esclavizándose a
sí mismo o a los demás enarbolando la hipótesis de una pasión religiosa. Ese peligro
que corren las personalidades con don de gentes y pretextos teológicos, cuando no
desembocan en la santidad verdadera y evangélica, y llevan a confundir el reino de
Dios con los reinos del mundo.
Newman era un hombre de principios, que es más que ser un teórico, aun del bien
y de la verdad; los principios no son encasillables en la organización de modos, prác-
ticas y tácticas de "ganarse el cielo", ni de captación o seducción de adeptos como si
fueran logros apostólicos; los principios no son energía o conciencia de fuerza mono-
polizada para imponer a los débiles lo que hoy podríamos llamar un fascismo espiri-
tual. Newman fue acusado de que "no hacía conversiones" porque no tenía éxitos
estadísticos, y se atrevía a decir que, a la vez que preparar a los convertidos para la
Iglesia, había que preparar y convertir a la Iglesia para que ésta los pudiera recibir.
Y lo decía por amor a las almas y por verdadero amor a la Iglesia, de la que nunca
quiso aprovecharse, porque su amor era puro.
Para Newman, "the first principles" eran actitudes previas al discurso del pensa-
miento, a la decisión de la voluntad, para proteger la pureza del primero y sostener
la honestidad de las decisiones del querer humano. Es posible desarrollar toda una
teoría sobre Newman y "los principios"; pero el más importante de ellos era segura-
mente "el principio de la conciencia", entendido no como el acoplamiento, o limita-
ción, del querer o voluntad de Dios a lo que éste deja al arbitrio del hombre, sino
como "resonancia de la voz de Dios en el corazón del hombre", de quien Dios espera
una respuesta que no puede ser desoída sin traicionar a quien nos habla. Esta res-
puesta no la puede dar nadie, en substitución del hombre, de cada uno.
3 (67)
Educar para el cristianismo es enseñar a responder a Dios con la sinceridad re-
querida; es "desinfantilizar" y preparar para ser verdaderamente personas, que res-
pondan con la vida a la fe en un Dios también personal. No a una idea ni a un sistema,
no a la mayor utilidad de un proyecto terreno, para cuyo fin se instrumentaliza a
Dios y, en cuyo nombre, podría llegarse al abuso de reducciones sectarias incompa-
tibles con la universalidad y espiritualidad del cristianismo. Universal y, por ello,
espiritual; y espiritual para poder ser universal, de todo el hombre y de todos los
hombres. El principio de la conciencia no ampara la anarquía, no es la egolatría, no
es el capricho o escudo detrás del cual se oculta el egoísta. En la vida del hombre
todo es juego y permanece sin sentido ni valor si no nace "del corazón y va dirigido
al corazón" de Dios mismo. Dios nos ha dado corazón para establecer con él este
puente. Por esto Newman llega a decir que la conciencia no solamente es la voz de
Dios en el corazón, sino el vicario de Dios y verdadero vicario de Cristo en el inte-
rior de cada uno de nosotros.
Buena noticia:
Cátedra Newman, en Salamanca.
Se acaba de establecer en la Universidad Pontificia
de Salamanca una cátedra de teología para el
estudio de John Henry Newman, cuyo objetivo es
dar a conocer mejor las obras y el pensamiento del
gran convertido de Oxford y eminente oratoriano,
en los ambientes culturales de los países de habla
hispana. Los rectores del English College, de
Valladolid, y del Royal Scots College, de
Salamanca, firmaron en junio un contrato con el
rector de esta Universidad, para sostener la
cátedra y promover, entre otras actividades,
encuentros anuales sobre temas newmanianos
específicos y simposios cuyos trabajos y relaciones
serán publicados. El curso se inaugura el 19 de
octubre por el arzobispo Couve de Murville, en
representación de los obispos de Inglaterra y Gales.
Monseñor Couve de Murville es el diocesano de
Birmingham, sede del Oratorio fundado por
Newman, después de su conversión al catolicismo.
4 (68)
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
EL CAMINO HACIA LA FE
Buscad la verdad por el camino
de la obediencia y tratad de actuar
de acuerdo con vuestra conciencia;
que vuestros criterios no sean el
resultado de meros razonamientos
o suposiciones, sino del perfeccio-
namiento del corazón. Porque este
camino nos manifestará por sí mis-
mo que es el correcto, si es que al-
gún camino lo es; y que hay un ca-
mino recto y otro desviado nos lo
dice también la conciencia. No hay
duda de que Dios escuchará sólo a
los que se esfuercen en obedecerle.
(La obediencia conduce a la fe y la
preserva. P.S. VIII, 198-199).
Desde el principio hasta el final de
la Escritura, la voz única de la ins-
piración mantiene continuamente
no la existencia de discrepancia
alguna entre fe y obediencia, sino
esta única doctrina: que sólo hay
un camino de salvación accesible
a nosotros, a saber, la entrega total
de nosotros mismos a nuestro Crea-
dor, y eso en todas las cosas; lo
cual significa fidelidad máxima,
sumisión de nuestra voluntad, con-
versión a Dios con todo el corazón.
En la Escritura esta actitud espiri-
tual se atribuye unas veces al que
cree, y otras al que obedece, según
el pasaje concreto, sin importar a
cuál de las dos actitudes es imputa-
da... Porque no podemos llamar ac-
to de fe sino a aquel que responde a
la naturaleza de la obediencia, es
decir, que implica la realización de
un esfuerzo dirigido a obtener una
victoria. (La fe es proporcional a la
obediencia. P. S. III, 82-83, 85-86).
Nuestra forma más natural de ra-
zonar no es pasando de proposicio-
nes a proposiciones, sino de cosas a
cosas, de lo concreto a lo concreto,
de un todo a otro todo... Ésta es la
manera según la cual razonamos
ordinariamente: tratamos las cosas
de un modo directo, y tal como en
sí mismas son...; de ello podemos
encontrar buenos ejemplos, tanto
en personas sin cultura como en
los grandes genios. (El pastor es
capaz de predecir el tiempo y el
hombre bueno puede comprender
la verdad religiosa. G. A., 330-331).
5 (69)
He aquí, pues, dos procesos dis-
tintos: el proceso inicial de razona-
miento y el proceso posterior de
profundización en nuestros razona-
mientos. Todos los hombres razo-
nan, puesto que razonar no es nada
más que obtener una verdad a par-
tir de la verdad precedente...; pero
no todos reflexionan acerca de sus
razonamientos —y mucho menos
de una forma sincera y cuidado-
para hacer justicia a su autén-
tico significado; lo hacen solamente
en proporción a sus aptitudes y
conocimientos. Dicho de otra ma-
nera: todo hombre está dotado de
razón, pero no todos pueden pre-
sentar razones. (La razón, si deja-
mos que actúe según su naturaleza,
nos llama a creer. U. S., 258-259).
Un juez no hace honrados a los
hombres, sino que los absuelve y
los rehabilita; de la misma manera,
la razón no tiene por qué estar en
el origen de la fe, tal como ésta
existe en las personas que creen,
aunque la comprueba y la verifica.
(La razón puede ir después de la fe.
U.S., 183)
¿Confía un niño en sus padres
porque se ha demostrado a sí mis-
mo que efectivamente son sus pa-
dres, y que son capaces y están de-
seosos de hacerle bien, o porque
parte de un afecto instintivo?... La
enseñanza del texto («Mis ovejas
escuchan mi voz») es, pues, que
aquellos que creen en Cristo creen
porque lo reconocen como el Buen
Pastor; lo conocen por su voz, y
reconocen su voz porque son sus
ovejas... La mente iluminada por
Dios ve en Cristo aquel a quien
desea amar y adorar —aquel que
sacia sus anhelos―, y confía, cree
en él, porque lo ama. (El amor con-
duce a la fe. U. S., 236).
«Muchas veces se siente uno inca-
paz de creer, aun deseándolo, por-
que no posee una evidencia sufi-
ciente para convencer a su propia
razón. ¿Qué es lo que podrá hacer-
le creer?» Su compañero de viaje
había mostrado inquietud durante
algunos momentos; y cuando Char-
les acabó de hablar, le dijo inme-
diatamente, aunque con calma:
«¿Qué es lo que podrá hacerle
creer? La voluntad, su voluntad...;
no es la evidencia lo que falla...;
hay evidencias más que suficientes
para llegar a la convicción moral
de que la Iglesia católica o romana,
y ninguna otra, es la voz de Dios»...
«Eso significa», dijo Charles, mien-
tras el corazón le latía más deprisa,
«que esa persona no tiene el deber
de esperar que lo ilumine una luz
más clara. Es que no tendrá, no
puede esperar más luz antes de
convertirse. La certeza, en su senti-
do más alto, es la recompensa de
aquellos que, por un acto de la
voluntad, y siguiendo el dictamen
de la razón y de la prudencia, abra-
6 (70)
zan la verdad precisamente cuando
los estímulos naturales se acobar-
dan. Hay que arriesgarse. Para uno
que aún no es católico la fe es una
aventura; cuando ya lo es, la fe es
un don. Te aproximas a la Iglesia
por el camino de la razón, y entras
en ella a la luz del Espíritu». («Veo
que he de creer». L. G., 383-385).
Puedo darme cuenta de que debo
creer, y sin embargo ser incapaz
de hacerlo... Considerad el caso
paralelo de la obediencia. Muchas
personas saben que han de obede-
cer a Dios, pero no lo hacen ni
pueden hacerlo por culpa suya,
ciertamente, pero no pueden
Pues sólo por la gracia de Dios son
capaces de esa obediencia. Ahora
bien, la fe no es una mera convic-
ción racional; es un asentimiento
firme, una certeza más clara que
cualquier otra. Y eso no puede ser
realizado en el hombre más que
por la gracia de Dios, y sólo por
ella. Así como los hombres pueden
estar convencidos de algo, y sin
embargo no actuar de acuerdo con
esa convicción, así también pue-
den no creer a pesar de estar con-
vencidos... Su razón está conven-
cida; sus dudas tienen carácter
moral, y tienen su raíz en un defec-
to de la voluntad. En una palabra,
los argumentos en favor de la reli-
gión no obligan a nadie a creer, de
la misma manera que los argumen-
tos en favor de un comportamiento
De una carta de san
Pedro Claver, jesuita.
Ayer, 30 de mayo de este año
de 1627, fiesta de la Santísima
Trinidad, desembarcó una
grandísima nave de negros de
"Los Ríos". Acudimos allí con
cestos de frutas, galletas y
otras comidas. Nos abrimos
paso hasta llegar a los
enfermos, que eran muchos,
tendidos sobre la tierra
húmeda y enlodada, cubierta
de basura y otros desechos;
ésta era la cama para sus
cuerpos totalmente desnudos.
Dejamos los manteos y fuimos
a por maderas y entablar el
lugar; con nuestros brazos
trasladamos allí a los
enfermos, dos de ellos ya
moribundos; hicimos una
lumbre para darles calor y los
cubrimos con nuestros
manteos, y abrieron los ojos y
nos miraban. Nos pusimos a
lavar sus caras y sus cuerpos,
y mi compañero y yo hacíamos
a todos tantas demostraciones
de afecto como nuestra
naturaleza es capaz para dar
alegría a un enfermo. Ellos
tenían la idea de que habían
sido llevados allí para ser
comidos; por eso, intentar
hablarles de otro modo no
habría servido de nada.
7 (71)
correcto no obligan a nadie a obe-
decer. La obediencia es consecuen-
cia de la voluntad de obedecer; la fe
es consecuencia de la voluntad de
creer. (La voluntad de creer. Mix.,
224-225).
Podríamos decir que la fe verda-
dera es como el aire o el agua, in-
colora. No es sino el medio a través
del cual el alma ve a Cristo. En
realidad, el alma no puede descan-
sar en ella y contemplarla, como
tampoco el ojo puede ver el aire.
Por eso, cuando los hombres inten-
tan, por así decirlo, cogerla en sus
manos..., la están sustituyendo por
una sensación, una idea, un senti-
miento, una convicción o un acto
de la razón, que pueden manipular
y pervertir. Prefieren sentir "expe-
riencias" en ellos mismos que en-
contrar aquel a quien no tienen.
(La fe unida al amor conduce a
Cristo, pero puede ser oscura y sin
emociones sensibles. Jfc., 336).
Desde que tenía quince años, el
dogma ha sido el principio funda-
mental de mi religión: no conozco
otra. Y no puedo concebir la idea
de una religión de otro tipo; la re-
ligión como mero sentimiento se
me antoja un sueño o una broma.
La religión sin la realidad de un
Ser supremo, sería como si se qui-
siera pretender el amor filial sin
la realidad de un padre. (El testi-
monio personal de Newman. Apo.,
49).
EL SENTIDO DE LOS CREDOS
Y LOS DOGMAS
Para poder sentir amor, temor, es-
peranza o confianza en Dios, pri-
mero hemos de conocerlo. La de-
voción ha de tener un objeto, y
este objeto, puesto que es de índo-
le sobrenatural, si no está repre-
sentado ante nuestros sentidos por
un símbolo material, ha de ser pre-
sentado a la mente en forma de
proposiciones. La fórmula que para
el teólogo contiene un dogma insi-
núa espontáneamente un objeto
de culto para el fiel. (La fe busca
comprender. G. A., 120-121).
La esencia misma del cristianismo,
en lo que profesa ser y en su his-
toria..., es un mensaje concreto de
Dios al hombre, comunicado ine-
quívocamente por medio de los
instrumentos escogidos por él y
que debe ser recibido como tal
mensaje revelado. Por tanto, ha de
ser reconocido, abrazado y mante-
nido como verdadero de forma ca-
8 (72)
tegórica, en razón de su origen di-
vino; no como una verdad relativa,
probable o parcial, sino como un
conocimiento absolutamente cier-
to, y ello en un sentido en el que
ninguna otra cosa lo puede ser,
pues proviene de aquel que no se
puede engañar ni engañarnos. (La
certeza de la fe. G. A., 386-387).
Dios es uno, y por tanto la huella
de sí mismo que él ha dejado im-
presa es también una. No es una
suma de diversas partes; no es un
sistema; no es tampoco algo imper-
fecto que necesitara ser completa-
do. Es la visión de una realidad.
Cuando rezamos, no lo hacemos a
un conjunto de nociones, o a un
credo, sino a un ser personal. Y
cuando hablamos de él, hablamos
de una persona, no de una Ley o
de una Manifestación. Así, pues, to-
dos nuestros intentos por delimitar
esa impresión que de él tenemos
han de ir dirigidos a obtener una
sola imagen, no dos, tres o cuatro;
no una filosofía, sino una realidad
concreta en sus diversos aspectos.
(Tenemos un conocimiento parcial
del Dios infinito. U. S., 330).
La mente que está habituada al
pensamiento de Dios, de Cristo, del
Espíritu Santo, se concentra de un
modo espontáneo, con un interés
devoto, en la contemplación de
quien es objeto de su adoración, y
comienza a elaborar formulaciones
sobre él, sin saber hacia dónde irá
ni hasta dónde llegará. Una propo-
sición lleva necesariamente a otra,
y ésta a una tercera..., hasta que lo
que al principio era una impresión
en la imaginación se convierte en
un sistema o credo en la razón.
(Vamos clarificando nuestras creen-
cias. U. S., 329).
Los credos y los dogmas existen
sólo en virtud de la realidad esen-
cial que se proponen expresar y
que es la única que posee consis-
tencia propia. Son necesarios sola-
mente porque la mente humana no
puede reflexionar sobre ella si no
es por partes; no puede tratarla en
toda su unidad e integridad, a no
ser que la descomponga en una se-
rie de aspectos y relaciones...; así,
los dogmas eclesiásticos son, a fin
de cuentas, símbolos de una reali-
dad divina que, lejos de permane-
cer limitada por tales fórmulas, no
quedaría totalmente agotada o ex-
plicada por muchísimas más que
añadiéramos. (La doctrina se desa-
rrolla cuando ha de ser enseñada
o defendida. U. S., 331- 332).
Si el cristianismo es una religión
universal, que ha de ser adecuada
no sólo a un país o a un tiempo de-
terminado, sino a todo tiempo y lu-
gar, no podrá dejar de cambiar en
su relación y trato con el mundo
9 (73)
que lo rodea; es decir, habrá de de-
sarrollarse. (En un mundo superior,
las cosas son de otro modo, pero
aquí abajo ser perfecto es haber
cambiado muchas veces. Dev., 58).
¿Quién ha de ser el contrincante
que opondrá resistencia cara a cara
y será capaz de contener la energía
feroz de las pasiones y el escepti-
cismo que todo lo corroe y disuelve
en materia religiosa?... La necesi-
dad de alguna forma de religión en
interés de la humanidad ha sido ge-
neralmente reconocida. Pero, ¿dón-
de estaba el representante concreto
de las realidades invisibles, con la
fuerza y la firmeza necesarias para
hacer de dique frente a la inunda-
ción? (La Iglesia católica con sus
credos es ese "representante con-
creto". Apo., 243-244).
El mundo es un adversario violen-
to de la verdad espiritual... Lo que
dice puede ser verdadero, hasta el
límite de su capacidad, pero no es
toda la verdad ni la verdad más
importante. Las verdades funda-
mentales son aquellas que el cora-
zón del hombre acepta aunque no
las pueda demostrar: la existencia
de Dios, la certeza de la retribución
futura, las exigencias de la ley mo-
ral, la realidad del pecado, la espe-
ranza del auxilio sobrenatural. De
estas verdades la Iglesia es la única
firme defensora. (La Iglesia defien-
de tanto la religión natural como
la revelada. Idea, 515-516).
El cristianismo es primordialmen-
te una religión objetiva. Nos habla
sobre todo de personas y aconteci-
mientos con palabras sencillas, y
deja que este anuncio produzca su
efecto sobre los corazones que se
encuentran preparados para reci-
birlo. (Cómo actúa la religión reve-
lada. Diff. II, 86-87).
Los artículos del Credo son enun-
ciados y ejemplos breves de algu-
nas de las más importantes gracias
que han sido concedidas al hombre
en el Evangelio. Son verdades lle-
nas de significado, con consecuen-
cias prácticas y directas para la
vida y el comportamiento de los
cristianos. Esto lo percibimos in-
mediatamente cuando decimos, por
ejemplo, «un solo Bautismo para el
perdón de los pecados» o «la resu-
rrección de la carne». Tal debería
ser también nuestra profesión de
catolicidad. Consideradas de esta
manera, las dos verdades, «la Igle-
sia católica» y «la comunión de los
santos», deben ser explicadas recí-
procamente: una nos presenta a
nuestros hermanos y protectores
en el cielo, la otra nos indica dón-
de hemos de buscar la verdadera
doctrina y los medios para obtener
la gracia en la tierra. (Los credos
son luz en la oscuridad. Ath. II, 65).
10 (74)
Apostolado
y desprendimiento
Los Apóstoles hicieron conversiones, no
solamente porque eran Apóstoles, sino
porque estaban desprendidos de todo. El
Santo Padre Felipe Neri ha pretendido
este desprendimiento en sus hijos, no sólo
para santificarse más fácilmente ellos
mismos, sino para ganar para Dios las
almas de los otros. Ha establecido
también que cada miembro de la
Congregación provea con lo suyo a los
propios vestidos necesarios y muebles y
ajuar de su aposento, y al sostenimiento
de la Casa, y que no solamente no reciba
ningún estipendio por el servicio que
presta al pueblo, sino que pague de lo
suyo, para poder tener el honor de servir
a las almas, que son tan preciosas a los
ojos de Dios. Prerrogativa en verdad bien
singular y muy apreciada, por la cual el
que piense bien puede conocer que un
filipense trabaja no de modo forzado, sino
voluntariamente, sin esperar
recompensa, y que incluso paga de lo
suyo para poder trabajar en beneficio de
los otros; no trabaja por la tierra, sino
solamente por el cielo. Por eso san Felipe
decía: «Si queréis hacer bien a las almas,
no toquéis las bolsas».
Del libro «Pregi della Congr. del' Oratorio»
11 (75)
Permiso
para ser
cristiano
LA HISTORIA de la humanidad y,
en especial, la de la Iglesia, está
llena de figuras que, sin preten-
derlo, fueron semilla de grandes
realizaciones o influyeron decisi-
vamente en lo que otros emprendieron. Así
ocurrió, por ejemplo, con nuestro Padre san
Felipe Neri, que se encontró con que había
fundado el Oratorio, casi como resultado
del interés y presión del papa Gregorio
XIII, con una determinada base jurídica,
luego imitada por otros fundadores, más o menos fieles a la
fórmula canónica que prescinde de los votos religiosos pú-
blicos o sociales, proclamando que basta con la fidelidad al
Evangelio. Este influjo e imitaciones se han extendido, a lo lar-
go de cuatro siglos, después de san Felipe, en un importante
número de congregaciones o sociedades de vida apostólica,
incluidos, como una última y reciente derivación aprobada
por el papa Pío XII, que comprende el amplio fenómeno de
los llamados institutos seculares, aunque distantes y diferen-
tes en las finalidades, espíritu y obras propias que caracteri-
zan a cada uno de ellos, cuando se les compara con el "tipo"
original, mantenido con bastante fidelidad, que surgió de san
Felipe.
Pero nuestro mismo fundador debe rasgos de su origina-
lidad a influencias que le precedieron. Citamos de pasada la
de los benedictinos, que en Occidente han influido en todas
las formas posteriores surgidas como un regreso corporativo
al Evangelio, al impulso del Espíritu, y también a los domi-
nicos («¡Todo lo bueno de mi vida se lo debo a ellos!»), sin ol-
vidar a los hijos de san Francisco, omnipresentes en la Euro-
12 (78)
pa de la baja Edad Media у del Renacimien-
to. De cada una de estas referencias podría
escribirse un extenso capítulo. Si lo hicié-
ramos de la última, tendríamos que cerrar
la memoria con la tristeza de haber perdi-
do hace poco la pequeña iglesia romana
de San Jerónimo de la Caridad, cuna del
Oratorio. Pero afortunadamente nos queda,
además de la amistad de san Felipe con el
capuchino san Félix de Cantalicio, algo que
debió causar un profundo y decisivo impac-
to en el joven Felipe, recién llegado a Roma, cuando había
abandonado las perspectivas de heredar a sus parientes de
San Germán y se decide a entregarse totalmente a Dios.
Era el año 1534. Toda Europa, desde hacía tres lustros,
estaba conmocionada, y en la Iglesia, pueblo y jerarquía no
cesaban de hablar de "reforma", sin acabar de aclararse. No
hacía mucho que un fraile franciscano lego, Matteo da Bascio,
había llegado a Roma, y dejado atrás su convento de Umbría
porque, según él, allí se había relajado la vida evangélica y
olvidado a san Francisco. Este pobre y místico hermano lego
no se veía capaz de congregar y regir a otros, y solamente
había pedido al papa permiso para no abandonar su condi-
ción de fraile, enseñar los mandamientos de la ley de Dios,
«más con el ejemplo que con las palabras, y exhortar a todos
con sencillez para que los cristianos siguieran los caminos de
Dios y las buenas obras».
Sin él proponérselo, su ejemplo cundió y, en poco tiem-
po, se formó en Roma un crecido número de imitadores у se-
guidores, a veces a pesar suyo, que el pueblo romano llamó
"ermitaños". Algunos de ellos no se recataban en predicar,
13 (77)
denunciar y profetizar, hasta causar inquietud, molestia y
rechazo a clérigos y prelados con frecuencia necesitados de
reforma. Finalmente se promulgó un edicto de expulsión. El
pueblo romano, que les tenía afecto, pudo contemplar la pro-
cesión con la cual, precedidos de la cruz, abandonaban la ciu-
dad, cantando himnos espirituales. No faltó quien gritara: «Los
los delincuentes vienen a Roma, y los buenos y los
virtuosos son expulsados». Un biógrafo de Felipe se imagina
a éste emocionado, vibrante, mientras contempla, en medio
de la agitación popular, aquel espectáculo, y recordaba, una
vez más, al dominico Savonarola, castigado con la hoguera
por atreverse a denunciar la corrupción. Los expulsados cons-
tituyeron la rama franciscana de los frailes capuchinos.
San Felipe, después de esto, no fue a ningún convento, ni
pensó en hacerse sacerdote. Se hizo, pacíficamente, "ermita-
ño". Vivió varios años en limpia pobreza, aseado en el porte
y vestido, austero en el sueño y la comida, y constante en la
oración. Fue preceptor de dos niños, con lo que ganaba poco,
pero le bastaba para la vida de pobre que había elegido. Era
libre para el bien, y al bien del Evangelio consagró esa liber-
tad. Seguramente pensó que, si se hacía clérigo, esa libertad
para el bien podía peligrar. Cuando cambiaron los tiempos e
incluso se ordenó de sacerdote, siguió creyendo en la libertad
para el bien, la verdad y el Evangelio. Y al tener que estruc-
turar la vida común y fraterna entre los primeros discípulos
que se le congregaron, insistió en los caminos de sencillez y
en la prevalencia del espíritu sobre las formas, los títulos, las
posesiones y el poder. Debía bastar el permiso para vivir el
Evangelio.
«Se poseen bienes ajenos cuando se poseen bienes superfluos»
(SAN AGUSTÍN Sal 147, 12). Lo que ocurre es que somos muy há-
biles en inventar bienes necesarios.
14 (78)
LA CONVERSIÓN
DE BARTOLOMÉ DE LAS CASAS
Responder
sinceramente
a Dios
LA CONVERSIÓN es un milagro de
la gracia que se produce cuando el
hombre se abre al aldabonazo espi-
ritual de Dios en el alma; es como
atreverse a caminar sobre las aguas
del mar, fiados sólo en la voz de Dios que
nos llama, a la vez que nos tiende la mano
para salvarnos de nuestros miedos. Le cuesta
responder sinceramente a Dios a quien cree
en él solamente por miedo, sin darse cuenta,
o sin querer ver, que esa fe esconde y surge
de una falsificación del verdadero Dios; por
otra parte, más exigente de como él se lo
imagina. A veces ampliamos el nombre de
cristianos a los meramente adheridos, a los
partidarios, o a los que pagan por no darse
a sí mismos, y calman de este modo sus es-
crúpulos, manteniendo indefinido cualquier
compromiso y posponiendo una y otra vez la
conversión, el pasar de vida a muerte y de
muerte a vida. Querrían un cristianismo
15 (79)
condicionado por cuotas de mundanidad, y
hasta alaban a Dios y a los santos, pero co-
mo los que se quedan en la orilla, viendo el
mar, y sin nadar dentro. Puede ser que toda-
vía sigan en ayunas, sin mensajero que les
haya anunciado el Dios cristiano, o puede
ser que el anuncio les haya rebotado al oír
que «es imposible servir a dos señores a la
vez».
Descubrir
la verdad
limpia
Pero Dios llama a veces tan fuertemen-
te al corazón del hombre, que éste descubre
el tesoro de la verdad limpia y se consagra
a ella sin remilgos, ni más demoras, que la
vanidad, o el prestigio de la riqueza y la
sabiduría, o la tentación corruptora del po-
der hubieran podido echar por tierra. Esa
clase de conversión se obró en Bartolomé de
las Casas, nombre interesadamente oscure-
cido porque empañaba la leyenda del des-
cubrimiento de América y del trato dado a
sus pobladores por los colonos que allá co-
rrieron a establecerse, llevados de la pasión
del oro. Bartolomé de Las Casas comenzó
siendo uno de estos colonos.
Las grandes
pasiones
del s. XVI
Aquel siglo se caracterizó por las pasio-
nes que agitaron el mundo europeo: la pasión
política plasmada en la "razón de estado"
que Maquiavelo teoriza y se hace práctica
en los Reyes Católicos, el mayor poder del
momento, hasta conseguir de un papa espa-
ñol una bula que «les dé, de parte de Dios»,
el dominio de las tierras por ellos conquista-
das en el Nuevo Mundo; la Inquisición, de
16 (80)
origen secular, para que el estado pueda someter
a unidad no solamente los cuerpos, sino también
las almas de sus súbditos; en la práctica eran los
reyes los "jefes" de las Iglesias, pues ellos nombra-
ban obispos y seleccionaban misioneros colaborado-
res, si bien no siempre resultaron serlo en la medida
de las pretensiones reales.
La pasión
del oro y las
"encomiendas"
La pasión del oro. Colón llegó a escribir: Del oro
vienen las demás riquezas; el que tiene oro puede
hacer cuanto le place en este mundo, y con oro in-
cluso puede hacer entrar las almas en el cielo. La
suerte de ir a América y alcanzar una "encomien-
da" era un privilegio para hacerse rico y adornarse
con títulos nobiliarios. La organización de las "en-
comiendas" por los colonos se basaba en estructu-
ras de esclavitud. Se decían cristianos, pero, para
justificar la explotación de los indígenas, buscaban
argumentos en Aristóteles, el cual se refiere a cate-
gorías de hombres "naturalmente esclavos". Es así
como, víctimas de las batallas (de flechas contra
pólvora), infectados por contagios de enfermedades
europeas, sucumbiendo en el trabajo forzado de las
minas, disminuyó y a veces desapareció completa-
mente la población indígena, como ocurrió con los
naturales de las Antillas a mediados del s. XVI.
Entonces comenzó la caza de negros en África y las
deportaciones a América, hacinados y a veces asfi-
xiados y muertos en las bodegas de los barcos; eran
el relevo de la diezmada mano de obra necesaria
para seguir la explotación de riqueza, en beneficio
de los colonos, y asegurar la parte que había que
mandar a la metrópoli. Hasta la descolonización,
en el s. XIX, se calcula que unos 20 millones de
esclavos negros fueron llevados desde África hasta
América. El colono o "encomendero" tenía a su
disposición tierras y minas y un número de esclavos
sometidos a los que exigía trabajo, pero dándoles a
cambio la posibilidad de ser bautizados y así "sal-
17 (81)
vados". En Europa no faltaron los que pensaban
que era éste un modo de compensar a la Iglesia por
la pérdida estadística que había causado la Refor-
ma de Lutero.
Pasión por el saber. La recuperación de los sa-
beres clásicos y el humanismo; las universidades,
nacidas de la Iglesia y comenzando a abrirse a los
seglares, y el acceso de los simples laicos a la cul-
tura; facilitado todo con la invención de la impren-
ta, si bien inmediatamente controlada por el poder
y sometida a censura; el crecimiento de las ciuda-
des, los caminos abiertos al conocimiento entre pue-
blos diversos; la nueva dimensión del mundo.
Pasión religiosa. Crisis protestante, aunque en
algunos aspectos es posible que Lutero hoy nos pa-
reciera conservador. Crítica del abuso del poder re-
ligioso. Grandes santos. Misiones. Una Iglesia que
resurge en las órdenes y nuevas congregaciones,
deseosa de purificarse a sí misma, a la que no fal-
tarán retos futuros, pero que demuestra, una vez
más, que es desde la base y más allá de las leyes,
aun buenas, desde donde, como ya hicieron los ver-
daderos y grandes santos de todas las edades, se
vuelve siempre al Evangelio.
Origen y
estudios
de Bartolomé
de Las Casas
Pero volvamos a Bartolomé de Las Casas.
El padre del futuro fray Bartolomé de Las
Casas había acompañado a Cristóbal Colón en el
segundo viaje de éste a América, y obtuvo una "en-
comienda". Nueve años más tarde (1502), quiso que
le sucediera como "encomendero" su hijo Bartolo-
mé (1474-1566), a la sazón brillante joven de 28
años, natural de Sevilla, en cuya universidad había
estudiado, lo cual le permitió alcanzar una vasta
cultura humanística, que le fue muy útil en las po-
lémicas futuras, como defensor de la causa de los
indios. Estas polémicas se airearon entre los estu-
diosos de la historia, a raíz de la publicación pós-
18 (82)
tuma, en 1875, de una obra de Bartolomé de Las
Casas, que había permanecido silenciada, hasta el
siglo pasado, su Historia de las Indias. En su na-
rración descubrimos y completamos noticias que,
según Pedro Henríquez Ureña, natural de Santo
Domingo, gran pensador y padre de la historio-
grafía americana, constituyen uno de los más ex-
traordinarios acontecimientos de la historia espiri-
tual de la humanidad.
Denuncia de
los dominicos
En 1510, los frailes predicadores llegaron a San-
to Domingo, y se encontraron con la contradic-
ción que, a los ojos de la fe y la moral cristiana, se
podía constatar allí, ante el trato que los "enco-
menderos" daban a los indígenas tenidos jurídica-
mente como siervos explotados inhumanamente. La
reacción de los religiosos dominicos no se hizo es-
perar, si bien fue preparada con reflexión, pruden-
cia y largas oraciones en el interior de la comuni-
dad. Finalmente el superior mandó al que juzgaba
mejor predicador entre los presentes, fray Antón de
Montesinos, para que el domingo de Adviento in-
mediato a la Navidad condenara desde el púlpito
aquella situación injusta, de real sistema de escla-
vitud: ...Todos vosotros estáis en pecado mortal; vivís
y moriréis en ese estado por la crueldad y tiranía
que demostráis con estos pueblos inocentes. Decid,
¿con qué derecho y en virtud de qué justicia tenéis
a esos indios en una tan cruel y horrible servidum-
bre? ¿Quién podía autorizaros a hacer todas estas
guerras detestables contra unas gentes que vivían
tranquila y pacíficamente en su país, y a extermi-
narlas en número que no acaba, con matanzas y
crueldades inauditas? ¿Cómo podéis oprimirlos y
ahogarlos así, sin darles de comer, y sin cuidarles
cuando enferman al exponerlos mortalmente a las
tareas excesivas que exigís de ellos, y aun debiera
19 (83)
decirse más exactamente que vosotros mismos los
matáis por sacar y amontonar vuestro oro día tras
día? ¿Y qué cuidado os tomáis para asegurar su
conversión? ¿Acaso esa gente no son hombres y no
tienen un alma, una razón? ¿Y no estáis obligados
a amarles como a vosotros mismos?
Es comprensible que los "encomenderos" reac-
cionaran contra los religiosos; igualmente, que los
reyes de España y Portugal se tomaran el derecho
de seleccionar a los misioneros mandados a Amé-
rica. De todos modos, aunque la esclavitud no se
abolió hasta el siglo pasado, es verdad que se pro-
mulgaron leyes y disposiciones, que en teoría de-
bían mitigar aquella situación, si bien en la prác-
tica no se observaban. El fin principal era sacar
riqueza de la conquista.
La conversión
de Bartolomé
de Las Casas
Un día le llegó el turno al "encomendero" Bar-
tolomé de Las Casas, y fue en Santo Domingo,
cuando se acercó a confesar, y el confesor le negó
la absolución porque no le era lícito, en conciencia,
tener esclavos. El golpe fue fulminante. Al fin la
voz de la conciencia se impuso y, a diferencia de la
ira de otros colonos, o al abandono de los sacra-
mentos, Bartolomé de Las Casas se convirtió y más
tarde entró en la orden de los dominicos dispuesto
a hacer de su vida una reparación de aquellos ma-
les. Bartolomé de Las Casas era ya un hombre ma-
duro, todavía fuerte, que se acercaba a los 50 años.
Primero como simple fraile y luego como obispo de
Chiapa, en el sur de México (nombrado por el re-
gente cardenal Cisneros), no cesó en su lucha, aun-
que le valiera el haber tenido que cruzar una doce-
na de veces el océano en ida y vuelta de las Indias
Occidentales a España. Aquí tuvo sus fuertes opo-
nentes que, al servicio de las ideas imperialistas del
momento, le acusaban de discriminar (?) a los co-
lonos españoles, de raza "superior" a la "inferior"
20 (84)
de los indios, defendidos por Las Casas. Su contra-
dictor más importante fue el humanista vallisoleta-
no Juan Ginés de Sepúlveda, que pretendía con esta
tesis obtener la promulgación de leyes tutelares de
esos imaginados derechos de los españoles sobre los
indígenas, y Sepúlveda llegó a acusar formalmente
de racista a Bartolomé de Las Casas. Difícil lo tuvo
éste, pero consiguió al fin que se salvaran los prin-
cipios, aunque claudicaban en la práctica, entorpe-
ciéndose con múltiples conflictos de jurisdicción que
los hacían inoperantes, o simplemente se silenciaba
al denunciante, o se le procesaba o desacreditaba,
para hacer inútil su reclamación.
La defensa
de los indios
Bartolomé de Las Casas no estuvo solo en su
lucha, ni ésta acabó con él. Recientemente, los obis-
pos latinoamericanos, reunidos en Puebla, unieron
a su nombre los de Juan de Zumárraga, Vasco de
Quiroga, Juan del Valle, Julián Garcés, José de Ar-
chieta, Manuel Nóbrega y tantos otros que defen-
dieron a los indios ante conquistadores y enco-
menderos, incluso hasta la muerte. También el papa
Juan Pablo II se ha sumado al reconocimiento de
Bartolomé de Las Casas, de quien dijo en México,
hace dos años, que estuvo siempre dispuesto a ele-
var su voz en defensa de los más débiles y necesi-
tados, en quienes veía el rostro de Cristo. Tampoco
puede pasarse por alto, en España, la figura del
teólogo dominico Francisco de Vitoria, de fama
universal, quien puso en entredicho el "derecho de
conquista" en la colonización de América; pero su
voz, si bien consiguió inquietar la conciencia del ya
anciano Carlos V, en Yuste, no logró cambiar el
sentido de aquellas expediciones. Vitoria, en 1539,
resumió en sus Lecciones sobre los indios y sobre
el derecho de guerra lo que había explicado a sus
alumnos en la universidad de Salamanca; es un
clásico del derecho de gentes y de derecho interna-
cional. 
21 (85)
Como se ve, no faltaron mentes lúcidas y cora-
zones verdaderamente cristianos que descubrieran
las contradicciones de la aventura americana, re-
sueltos a no permanecer mudos y traicionar el
Evangelio. Pero tampoco puede extrañarnos dema-
siado que los europeos (en este caso, españoles), con
un cristianismo madurado a lo largo de quince si-
glos en el campo de la cultura europea, que habían
cruzado el océano por intereses de "un reino de este
mundo", hicieran tabla rasa de otras culturas, len-
guas, leyes y costumbres, y calificaran de diabóli-
cas las religiones de los indios, sin haberse antes
purificado de los propios demonios o de los que ha-
bían dejado en Europa. No es ahora el momento de
denunciar los excesos del culto azteca, por ejemplo,
y compararlos con el sentido mágico con que a veces
se administraban los sacramentos cristianos. Sería
otro discurso.
Los reinos
terrenos
A mediados del siglo pasado, John Henry New-
man, en plena época victoriana, aunque todavía
anglicano, decía en un sermón:
Los reinos terrenos no están fundados en la jus-
ticia, sino en la injusticia. Están establecidos por la
espada, por el latrocinio, la crueldad, el perjurio,
la astucia y el fraude. Nunca se ha visto un reino,
aparte del de Cristo, que no haya sido concebido
y dado a luz, alimentado y educado en el pecado...;
o que no se haya establecido, en su inicio, merced
a una invasión o una usurpación... Pero el reino
de Cristo es diferente. La Iglesia de Cristo perde-
ría su gracia si buscara el poder, la riqueza y los
honores. Satán ofreció a nuestro Señor la gloria de
todos los reinos del mundo, y nuestro Señor la re-
chazó.
Sólo la conversión permite entender cómo es el
reino de Cristo.
22 (86)
Sobre renglones
torcidos
DEJEMOS de lado el trato que
árabes y judíos recibieron
de los blancos, y, por un mo-
mento, hagamos una rápida alusión
a la conquista de América. Es ver-
dad, desde la perspectiva cristiana,
que, una vez más, «Dios escribió
derecho sobre renglones torcidos»
y allí se anunció la fe en Jesucristo;
pero el precio fue muy caro e in-
justo, y no lo había puesto Dios.
Lo mismo que antes se llamaba
a los árabes infieles y a los judíos
deicidas, se decía que los indíge-
nas americanos eran salvajes, ig-
norantes e inferiores. Pasemos por
alto las grandes y atroces guerras
que hemos sabido montar los blan-
cos. Pero tal vez sea la hora de
preguntarnos si las deficiencias y
atrasos que allí arrastran no sean
acaso el resultado de mestizajes
que no han podido serenarse ni su-
ceder a la excelencia de las cultu-
ras que los blancos arrasaron, con
el pretexto de llevarles la "civili-
zación". Los blancos, hasta donde
han podido, han practicado la po-
lítica imperialista de "tabla rasa"
e imposición sucesiva de su cultu-
ra, como si aquellos indígenas es-
tuvieran entonces todavía en el
Neolítico, cuando el pueblo maya
había inventado el cero antes que
los europeos, y calculado la du-
ración del año solar con mayor
precisión que nosotros, y habían
construido grandiosos monumen-
tos religiosos y escrito poemas be-
llísimos, y el vigor de sus cuerpos
permanecía todavía incontaminado
de las enfermedades que les conta-
giamos. 
En la ciudad de Bogotá, capital
de Colombia, donde san Pedro
Claver tuvo con los esclavos ne-
gros la misma misericordia que
Bartolomé de Las Casas con los
indígenas de las Antillas y México,
existen dos lugares, como ahora se
dice, emblemáticos. Uno de ellos
es el Museo del Oro, único en el
mundo por los tesoros que alber-
ga. A otro lado de la ciudad, en un
cerro que la domina, el Monserra-
te, hay un templo con la imagen
de "Cristo caído". Allí suben, en
procesión interminable, fieles hu-
mildes de la ciudad y de más le-
jos, mientras los simples turistas
se limitan a admirar la excepcio-
nal suntuosidad del museo dedi-
cado al rey de los metales.
Un sacerdote colombiano decía
que esta imagen de Cristo caído es
símbolo de la historia y las triste-
zas de todos los indios; el Museo de
allá abajo, símbolo de la pasión de
cuantos habían cruzado el mar, en
busca de El Dorado, ambiciosos de
la riqueza, a cualquier precio.
23 (87)
Oratorio Secular
FORMACIÓN CRISTIANA
DE GENTE JOVEN
NIÑOS,
de 8 a 12 años:
Domingos, a la 1 del mediodía.
ADOLESCENTES,
de 13 a 15 años:
Viernes, a las 6,30 de la tarde.
JÓVENES,
de 16 años en adelante:
Sábados, Vigilia de la Palabra,
a las 10,30 de la noche.
También se les recomienda la participación
en la Eucaristía, a las 12 del mediodía,
y en las Vísperas cantadas,
a las 5,30 de la tarde,
de domingos y festivos.
EL CURSO COMIENZA EL DOMINGO 18 DE OCTUBRE
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Pl. San Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - 02080 Albacete - D. L. AB 103/62 - 9.10.92
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