Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 287. MARZO-ABRIL. Año 1993
SUMARIO
RESURRECCIÓN equivale, en Cristo, a recu-
peración gloriosa de su posición escondida,
hasta ese momento, de Hijo de Dios. Su santa
humanidad ya no es barrera del espíritu. En
el cristiano, resurrección es vida renovada por don
de Dios, como morir para nacer de nuevo a otra
dimensión, la de la santidad. La santidad no es
una asepsia respecto del mal, sino injerto de bien,
gracia de Dios mantenida en amor de hijos, que
imitan al Primogénito. Lo meramente moral es to-
davía paganismo y regateo por los mínimos; no en-
trega total a Dios, es decir, proyección a la santi-
dad. De otro modo, Dios permanecería lejano al
hombre, sin que éste llegue a ser verdadero cristia-
no, porque el misterio de la muerte y resurrección
de Cristo, carecería de sentido para él.
EL SUFRIMIENTO INMERECIDO
PERDONES
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
CONVERTIRSE, ÉSA ES LA CUESTIÓN
LA CONVERSIÓN DE GAUDÍ
1 (25)
EL SUFRIMIENTO
INMERECIDO
Siento aprensión a referirme a mis sufrimientos personales.
Pero considero de algún modo justificado hacerlo, en
razón del bien que pueda reportar a otros, si confieso que
he sufrido realmente los embates de la persecución: he
sido encarcelado, agredido, amenazado, despreciado... Y
tuve miedo. Pero el Maestro me hizo llevadero su yugo.
Mis angustias personales me han mostrado el valor del
sufrimiento inmerecido. Cuando las penas aumentaban,
descubría que existen dos maneras de enfrentarse a ellas:
o bien reaccionar con acritud, o tratar de transformar el
sufrimiento en fuerza creadora. Así he llegado a reconocer
la necesidad del sufrimiento y hacer de él una virtud.
Últimamente me he convencido del valor redentor que se
encierra en el sufrimiento inmerecido. Cuando hay gentes
que todavía consideran la Cruz como un estorbo o una
locura, yo creo, más firmemente que nunca, que la Cruz es
el poder de Dios ordenado a la salvación de cada hombre
y de toda la humanidad. Con el apóstol Pablo puedo decir
humildemente, pero con gozo y dignidad: «Llevo en mi
cuerpo los estigmas del Señor Jesús». Las angustias
pasadas me han acercado a Dios y, en medio de arideces y
temores, he percibido una voz interior que me decía:
«Animo, estaré contigo». Mientras que el poder de Dios
transformaba la fatiga en plenitud de esperanza.
Martin Luther King
2 (26)
Perdones
NOS ESCANDALIZA esa representación de amnistías y perdones que se ha te-
nido en la república de El Salvador. Se hace evidente que lo único que se
pretende es blanquear unos crímenes que no se han podido ocultar del todo,
cuyo horror permanece en aquellos ambientes que se resistieron a las mani-
pulaciones informativas de los hipócritas de siempre, creadores profesionales de
opinión que falsea la realidad cuando compromete intereses más importantes para
ellos que la misma verdad. Ahora se intenta usar las palabras perdón y pacificación
para confundir a los más sencillos y acallar a todos con la invocación simbólica de
sentimientos nobilísimos y aun cristianos ―en los cuales podemos presumir que no
creen los que los declaman―, y justificar o borrar con ello la memoria de hechos y
verdades incontestables.
Pero el escándalo de lo ajeno no debe hacernos olvidar el de lo propio, aunque
las proporciones sean menores por más que la raíz es la misma. Debemos recoger la
lección y aplicárnosla, si llega el caso, en los perdones que los humanos debemos
concedernos unos a otros y, todavía más, si somos cristianos, en cuyo caso Dios va
implicado en ello, puesto que los agravios y las injurias, los odios y resentimientos,
las envidias, difamaciones y desprecios padecidos por los más indefensos, el Señor
nos dice que «a mí me lo hacéis», y son pecado, aunque la víctima jamás hubiese pen-
sado en vindicar el daño sufrido. El perdón, la misericordia del ofendido no disuelve
la culpa del ofensor. Dios nos ha hecho libres y responsables a la vez, nos recordaría
Newman. Es la libertad, precisamente, la que más nos obliga a «dar cuenta de lo que
hacemos y de lo que somos». No basta «quedar bien», sino que es necesario ser bue-
nos. La reducción o el énfasis que depositáramos en cualquier acción o declamación
simbólica resultaría ineficaz en el pecador, si permanece en la salvedad de los míni-
mos sin verdadero deseo reparador en el corazón. Esto reviste especial importancia
en los pecados contra el amor fraterno, el cual, junto y fundido con el amor a Dios,
resume y contiene toda la santidad y obra la justificación o salvación del hombre
3 (27)
Solamente el verdadero amor, es decir, el amor hecho verdad, da libertad y paz a la
conciencia del hombre.
El mundo monta y, a veces, le bastan los espectáculos y apariencias formales en-
gañosas; pero al hombre justo, sobre todo si es cristiano, la paz sólo puede venirle
de la verdad y la justicia reconocida y restablecida en la propia conciencia, sin más
testigo que Dios y, por lo tanto, transparente y rigurosa, con hambre y sed de la ver-
dad divina, y no por mucho imaginar que Dios acepta la nuestra, sino porque nos-
otros queremos sinceramente la suya.
Andamos sobrados de apologías y escasos de conversiones. Tenemos el corazón
soberbio. Nos creemos los buenos, convencidos de que sólo les corresponde cambiar
a los otros. Hablamos de amor, pero no amamos, como le sucedía al fariseo de la pa-
rábola. Ello hace, con frecuencia, que trivialicemos nuestras reconciliaciones sacra-
mentales, convirtiéndolas en una suerte de mecanismo para perdones automáticos,
lejos de creer y respetarlo como un encuentro personal con Cristo, por medio del
signo que nos lo hace presente:
La conversión, el cambio del hombre creyente que acepta la gracia de Dios y ce-
de a su influjo, actúa desde el alma, es interior, y no presiona desde fuera de nuestra
conciencia; no hace adeptos, sino hijos de Dios; no clientes de la Iglesia o de sus aso-
ciaciones, sino hermanos en Cristo y familia santa que anticipa el cielo, mientras lo
espera y pide la llegada del Reino. Nada valen los modelos del hacer humano para
algo que es divino. No valen las apariencias salvadas, ni las estadísticas, ni las canti-
dades ―Dios no es cantidad―, sino la autenticidad, el ser. El mundo es apariencia y
no sirve para modelo de trascendencia; mutante y fugaz, le basta parecer y es enga-
ñoso. Lo que en él nos escandaliza es lección que debemos tener en cuenta. Como el
contraste de la sombra cuando ayuda a reconocer mejor la luz; y la mentira, la ver-
dad; y la muerte, la vida. No nos duela necesitar ser perdonados y perdonar. El per-
dón es más que un don, un don doblado, sobre todo cuando nos viene de Dios. La
Iglesia no cesa de recordarlo en cada acto de culto y alabanza al Señor para que es-
peremos el cielo como el lugar definitivo donde cantemos todas sus misericordias.
Pero, en la espera, no cedamos a ningún engaño, no engañemos a nadie y, sobre todo,
no creamos jamás que, al modo como es posible engañar a los hombres, también po-
dríamos engañar a Dios.
VIERNES SANTO,
a las 9 de la mañana,
VÍA CRUCIS
4 (28)
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
EL DON DEL ESPÍRITU
El Salvador no dejó el mundo en
el mismo estado en que se encon-
traba antes de su venida. Pues él
sigue permaneciendo con nosotros,
no sólo en una serie de dones par-
ticulares, sino en el mismo Espíritu
que lo ha reemplazado, tanto en la
Iglesia como en las almas de cada
uno de los cristianos. (Desde que
Cristo fue glorificado, está comuni-
cando su Espíritu. P. S. II, 221).
La acción misericordiosa de Cristo
tiene dos momentos fundamentales:
lo que hizo por todos los hombres,
y lo que hace continuamente por
cada uno de ellos; lo que hizo de
una vez por todas, y lo que hace por
cada uno continuamente; lo que hi-
zo de una manera exterior a noso-
tros, y lo que hace dentro de nos-
otros; lo que hizo en la tierra, y lo
que hace en el cielo; lo que hizo en
su propia Persona, y lo que hace
mediante su Espíritu; su muerte,
y después el agua y la sangre; los
méritos de sus sufrimientos, y los
diversos dones comprados a ese
precio: el perdón, la gracia, la re-
conciliación, la renovación, la san-
tidad, la comunión con Dios. Es de-
cir, la expiación y la aplicación de
la misma, o sea, su muerte redento-
ra y nuestra justificación. El nos re-
dime al entregarse a sí mismo en la
Cruz y nos justifica enviando su Es-
píritu. (Cristo murió por nuestros
pecados y resucitó para nuestra
justificación. Jfc., 205-206).
Así como en los designios de Dios
era necesario para la redención que
se diera de una vez por todas el
sacrificio del Hijo, localizado en el
tiempo y en el espacio, así también
ha de haber una comunicación per-
manente, espiritual y universal, de
ese sacrificio. Hubo una sola expia-
ción; hay innumerables justifica-
ciones... Su resurrección era nece-
saria para aplicar a sus elegidos
el poder de la expiación que su
muerte consiguió para todos los
hombres. Así, pues, él murió para
comprar lo que después comunicó
gracias a su resurrección. (El Hijo
de Dios nos redime, el Espíritu San-
to nos santifica. Jfc., 205-206).
11 Ser justificado es justamente esto:
recibir la Presencia divina dentro
5 (29)
de nosotros, y convertirnos en tem-
plos del Espíritu Santo. Dios está
en cada lugar de una forma tan
absoluta y total como si no estu-
viera en ningún otro sitio. Y así se
nos dice, por lo que se refiere a la
humanidad, que «en él vivimos,
nos movemos y existimos» (Hch 17,
28). Pues bien: aquel que vive en
todas las criaturas de la tierra, para
darles una vida mortal, vive en
los cristianos de una forma más
divina, comunicándoles una vida
inmortal. (La Buena Noticia es
que tenemos un Dios que habita
en nosotros. Jfc., 144).
Cuando esta noción de un Dios
que habita en nosotros, tanto de un
modo natural como por medio de
la gracia, es denigrada como una
especie de misticismo, yo pregun-
taría si, dado que él está presente
en todo lugar y habita en todo, no
hemos de admitir como una verdad
necesaria su presencia junto a nos-
otros y en nosotros. Y si está pre-
sente en todo lugar y habita en to-
do, no hay ninguna objeción que
nos impida tomar la Escritura lite-
ralmente, no existe dificultad algu-
na para admitir que la verdad es
tal como dice la Escritura: que así
como habita en nosotros de una
determinada manera, por naturale-
za, así también él está en nosotros
de otra manera, por medio de la
gracia. El misticismo del Nuevo
Testamento. Jfc., 145).
El verdadero cristiano, pues, po-
dría ser definido como aquel que
tiene un sentido normativo de la
presencia de Dios en su interior.
Ya que únicamente los justificados
tienen tal privilegio, sólo ellos pue-
den percibir esta realidad. Un cris-
tiano verdadero, el que se halla en
un estado aceptable a Dios, es el
que, en este sentido, tiene fe en él,
de tal manera que vive con el pen-
samiento de que Dios está presente
junto a él, aunque no de una ma-
nera externa, no meramente en la
naturaleza, o en la providencia, si-
no en lo más íntimo de su corazón,
en su conciencia. (Dios habita en
el alma, y en ella ha de buscarlo el
cristiano. P. S. V, 225-226).
Y nosotros, en la medida en que
adquiramos esa visión interior más
elevada ―la cual podemos creer
con humildad que es la única ver-
dadera―, obremos en consecuen-
cia. Adoremos su sagrada Presen-
cia dentro de nosotros con todo
temor, con un «júbilo estremece-
dor». Ofrezcamos nuestros mejores
dones a quien, en vez de aborre-
cernos, ha venido a habitar en nues-
tros corazones pecadores... En esto
consiste todo nuestro deber: pri-
mero, en contemplar a Dios todo-
poderoso, tanto en el cielo como en
nuestros corazones y en nuestras
almas, y después, mientras lo con-
templamos, en actuar por y para
él en las tareas de cada día. (Amor
6 (30)
afectivo y efectivo. P. S. III, 269).
Esta visión, ¿no aumenta nuestra
responsabilidad, en vez de dismi-
nuirla? ¿No nos hace más vigilan-
tes y más obedientes, a la vez que
nos conforta y eleva?... ¿Cuándo es
más fácil que seamos sobrios y este-
mos en vela: cuando poseemos un
tesoro que podemos perder, o cuan-
do tenemos una recompensa remo-
ta que ganar? (La verdad del Evan-
gelio es premio y exigencia. Jfc.,
190-191).
LOS SACRAMENTOS,
SIGNOS DE UNA PRESENCIA
Nuestro Señor, al hacerse hombre,
instituyó el medio para santificar la
naturaleza de la cual su humanidad
es el modelo. Él habita personal-
mente en nosotros, y lo hace me-
diante los sacramentos... Permane-
ciendo en nosotros, llega a ser el
principio inmediato de la vida es-
piritual en cada uno de sus elegi-
dos... Es evidente que existe una
presencia especial de Dios en quien
es miembro del Señor... El alma y
el cuerpo, por la permanencia de la
Palabra en ellos, superan su estado
natural y se convierten en algo tan
sagrado que profanarlos sería un
sacrilegio. (Los sacramentos son los
medios de nuestra unión con el
Señor. Ath. II, 193-195).
Aunque ahora está sentado a la
derecha de Dios, en realidad no
abandonó el mundo una vez que
hubo venido a él, pues poseemos la
donación del Espíritu Santo, que se
da siempre a aquellos que lo bus-
can. Y de la misma forma que sigue
permaneciendo con nosotros, aun
cuando está en el cielo, así también
la hora de su pasión y su cruz es-
tá siempre presente místicamente,
aunque hayan pasado mil ocho-
cientos años. Tiempo y espacio no
forman parte del reino espiritual
que él ha fundado, y los ritos de la
Iglesia son los misterios maravillo-
sos mediante los cuales supera am-
bos... Así, Cristo brilla a través de
ellos como a través de cuerpos
transparentes, sin impedimento al-
guno. Él los tocó y exhaló su alien-
to sobre ellos al instituirlos, y des-
de entonces tienen fuerza en ellos
mismos. (Cristo se nos hace próxi-
mo por medio de los sacramentos.
P. S. III, 277-278).
Ciertamente, nuestro misericordio-
so Salvador hizo muchas más cosas
por nosotros de lo que revelan las
maravillosas doctrinas del Evange-
lio: nos ha hecho capaces de poner-
las en práctica... Pero, ¿qué hemos
de hacer nosotros para obtener su
gracia? ¿Cómo tendríamos la cer-
teza consoladora de que nos ama
7 (30)
personalmente y de que cambiará
nuestros corazones ―que nosotros
sentimos tan mundanos― y nos
limpiará de nuestros pecados que
reconocemos tan abundantes si
no nos hubiera dado los sacramen-
tos, medios y prendas de la gracia,
llaves que abren el tesoro de la
misericordia? (Nuestros pecados
son perdonados mediante los sa-
cramentos. P. S. III, 290-291).
¿Qué diremos de esta nueva crea-
ción del alma, por la cual Dios nos
hace hijos suyos, nos da una natu-
raleza celestial, infunde en nosotros
su Espíritu Santo y nos limpia de
nuestros pecados? He aquí lo que
es propio del cristiano, sea cual sea
su condición; todas las glorias de
este mundo se desvanecen a su la-
do. El rey y el vasallo están a la
misma altura en el reino de Cristo.
(El que no nazca del agua y del
Espíritu no puede entrar en el rei-
no de Dios. P. S. VIII, 52-53).
¡Cuántas son las almas en tribula-
ción, en angustia o en soledad, cuya
única necesidad es encontrar a
alguien a quien confiar sus senti-
mientos, a los que el mundo no
quiere atender! Han de expresarlos,
pero no pueden hacerlo a quienes
ven habitualmente. Quieren con-
tarlos, y al mismo tiempo no quie-
ren; desean exteriorizarlos, y sin
embargo quieren permanecer como
si no lo hubieran hecho. Desean
manifestarlos a alguien lo suficien-
temente fuerte para poder soportar-
lo, pero no tan fuerte que los des-
precie, expresarlos a alguien que
les pueda aconsejar y que a la vez
los pueda compadecer. Desean ver-
se aliviados de una carga y alegrar-
se al ser consolados. (La confesión
de los pecados, una realidad celes-
tial en la Iglesia. Prepos., 351).
Voy a referirme a una gran acción,
la más grande que puede darse so-
bre la tierra. No se trata simplemen-
te de la invocación, sino ―si me
permitís decirlo así, de la evoca-
ción que hace presente lo eterno.
En el altar se hace presente en car-
ne y sangre aquel a quien los ánge-
les reverencian y ante el cual los
demonios se estremecen. (En la
Eucaristía ofrecemos la víctima del
Calvario glorificada. L. G., 328).
El oficiante avanzaba, se situaba al
otro lado del altar, donde ahora se
ponen los cirios, de cara al pueblo,
y entonces comenzaba el santo sa-
crificio. Primero incensaba la obla-
ta, es decir, los panes y el cáliz, co-
mo reconocimiento del dominio
soberano de Dios y signo de la ora-
ción que se eleva hacia él. Después
le traían el volumen con las oracio-
nes, mientras el diácono iniciaba la
llamada plegaria de intercesión,
una lista de diversas intenciones
por las que se debía orar... La ple-
garia acababa con una mención
8 (32)
particular de los presentes, para
que pudieran perseverar en el Se-
ñor hasta el fin. Entonces el sacer-
dote comenzaba el Sursum corda
y recitaba el Sanctus. El canon o
Actio parece haberse dicho casi con
las mismas palabras que hoy... Se
ponía un gran énfasis en la oración
del Señor, la cual en cierto modo
concluía la celebración y era dicha
en voz alta por los fieles, que se gol-
peaban el pecho a las palabras «Per-
dona nuestras ofensas». (La liturgia
eucarística de finales del s. III, evo-
cada por Newman y en buena par-
te restaurada hoy. Call., 340-341).
¿No hay en todas las iglesias cató-
licas algo que va más allá de la de-
voción escrita, cualquiera que sea
su fuerza o dramatismo? ¿No cree-
mos en su Presencia en el taberná-
culo, no en el sentido de una sim-
ple expresión o de una mera idea,
sino como un objeto tan real como
nosotros mismos?... Y ante esta Pre-
sencia no necesitamos la ayuda de
una profesión de fe, ni siquiera un
manual de devoción. (La presencia
de Cristo en la reserva eucarística.
D. A., 388)
Nuestro Señor... está presente en
el sacramento únicamente en sus-
tancia, y la sustancia no requiere
ni implica tener que ocupar un es-
pacio... Nuestro Señor, pues no des-
ciende del cielo a nuestros altares,
ni se mueve cuando se le lleva en
procesión. Las especies visibles
cambian de posición, pero él no se
mueve, está en la Sagrada Eucaris-
tía de una forma espiritual. No sa-
bemos cómo, ni encontramos pa-
rangón en nuestra experiencia para
explicar ese cómo. Únicamente po-
demos decir que está presente,
aunque no según la forma natural
de los cuerpos, sino de un modo
sacramental. (Cristo está presente
real y verdaderamente bajo las es-
pecies de pan y vino. V. M. II, 228).
A veces nos parece entrever en fi-
gura al que un día veremos cara a
cara. Nos acercamos, y a pesar de
la oscuridad, las manos, la cabeza,
la frente y los labios se nos vuelven
sensibles al contacto con algo supe-
rior a lo terreno. No sabemos dón-
de estamos, pero hemos sido baña-
dos en agua, y una voz nos dice que
es sangre. O tenemos una señal en
la frente que nos habla del Calva-
rio. O recordamos una mano exten-
dida sobre nuestra cabeza, y cierta-
mente tenía en ella la marca de los
clavos y era como la de aquel que,
sólo con tocar, daba la vista a los
ciegos y resucitaba a los muertos. O
hemos estado comiendo y bebien-
do, y en verdad no era un sueño
que alguien nos alimentaba de su
costado herido, y renovaba nuestra
naturaleza mediante la carne celes-
tial que nos daba. (Podemos expe-
rimentar el encuentro con Cristo en
sus sacramentos. P. S. V, 10-11).
9 (33)
Convertirse, ésa es la cuestión
EL CRISTIANISMO, heredado meramente como tradi-
ción, no cambia la conciencia del hombre; puede
afectarle solamente, a lo sumo, como un fenómeno
cultural, como una filosofía moralizante con filacte-
rias estoicas, aun como una ideología para justificar
poderes, al estilo de los mitos que inventan y cultivan los po-
líticos en sus propagandas; puede ofrecerse a los más débiles
como enajenación sentimental y consoladora, para desplazar
indefinidamente las exigencias concretas de la justicia y las
transparencias de la verdad en los sencillos de corazón, en los
más pobres del mundo... Por esto no basta una religiosidad que
no vaya más allá de la cultura o de un sistema de ideas o de
referencias que hipotecan el presente, sin inscribirlo en la
eternidad. No construimos la eternidad desde el tiempo, sino
que en éste descubrimos la semilla de la gracia que nos im-
pone un tránsito a otra forma vital, a la conversión. Y esta
gracia es Jesucristo, que se nos da generosamente, en la vida
y en la muerte, para ser incorporado, como un injerto al árbol,
con savia nueva. Por eso los verdaderos santos, antes que
ideas, que proyectos, que obras y sistemas, han buscado, en-
contrado, tenido y creído en un Ser personal. La Verdad es el
Ser. Como en el ciego de nacimiento: «Señor, ¿quién es, para
10 (24)
que crea en él?» El resto es una consecuencia de dejarse llevar
por Dios, admirados por dónde nos conduce, en los consuelos
tanto como en las penas, que nunca lo son del todo, porque
preparan para claridades mayores, para el crecimiento de la
fe, de modo que no parece que "se va a Dios», sino que Dios
ha venido y viene todo de él, con él». Santo Tomás pensaba
que todo lo que había escrito de Dios no valía nada, como la
paja; san Felipe desconfiaba del exceso de proyectos; san Juan
de la Cruz, cuando esperaba la muerte, elegía el camino del
desprecio; san Pablo lo tenía todo por pérdida y sólo le impor-
taba Cristo; Newman prefería un barrio pobre de Birmingham
y dejaba a otros el Londres de lores y ladies... Y todo esto no
como quien se somete a un ejercicio ascético, sino para "estar"
con el Señor y para "ser" con el Señor. A ellos les importaba
más el ser que el tener, el poder, el saber, y no digamos el pa-
recer. Eran positivos y la brevedad de la vida no la desprecia-
ban, aunque tampoco la medían: «Me da lo mismo vivir que
morir», exclamaba san Pablo, que experimentaba a «Cristo
viviendo en él» y sólo él le bastaba, como a santa Teresa.
Se dirá que el listón se pone demasiado alto. Pero es que
la santidad no admite rebajas y es indispensable para la con-
templación y comunión con Dios en el Cielo. Por eso pode-
11 (35)
mos decir que es sabio quien se entregue a responder a la
gracia que se recibió en el bautismo para ser secundada con
buena voluntad, «buscando el rostro de Dios» con amor y
perseverancia, por encima de cualquier otro amor. Es decir, lo
necesario es convertirse y mantenerse en estado de conver-
sión hasta el encuentro definitivo con Dios, cuando nos reciba
en su regazo. Todo lo demás es lo de menos.
SEMANA SANTA,
CONFERENCIAS
EN EL ORATORIO
LUNES,
MARTES
Y MIÉRCOLES,
DÍAS 5, 6 Y 7 DE ABRIL,
A LAS 8,30 DE LA TARDE
ORACIÓN DEL CRISTIANO
ORACIÓN DE LA IGLESIA
ORACIÓN DE JESÚS
12 (36)
LA CONVERSIÓN DE GAUDÍ
EN la ceremonia inaugural de los pa-
sados Juegos Olímpicos de Barcelona
pareció que, por un momento, el mar
había subido ruidosamente por la
ladera de la montaña hasta convertir
en lago el estadio de Montjuic, anegándolo
en el azul y blanco espumoso de las olas del
Mediterráneo, deteniendo aquí su fogosa ca-
rrera, a saltos desde la Grecia clásica, pa-
ra fingir que volvía a nacer el mundo con el
estruendo de su fuerza derramada en belleza
para sumarse al gozo de la ciudad en fiesta.
Presencia
que perdura
O, si se prefiere, que había resucitado a la
vida la extensa hilera ondulante, resplande-
ciente, de miles de azulejos troceados y polí-
cromos, que por una noche dejaban de ser
diadema que ceñía el éxtasis del Parque
Güell, diseñado por Gaudí, y se deshilvana-
ba en olas de júbilo, de fuegos y de luces
más arriba, aplaudían las estrellas.
Gaudí estaba presente aquella noche, en
La que todo parecía joven; pero esa juventud
de ahora tenía más de un siglo, aunque la
acabaran de descubrir extranjeros llegados
de muy lejos, de donde las estrellas guían los
caminos de los peregrinos, muchos de los cua-
les no sólo acababan de venir para aplaudir
13 (37)
a los campeones del deporte, sino atraídos
por el renombre de la poesía en piedra de un
arquitecto ciertamente singular, que apenas
había salido de su país, que pretendió extraer
de la tradición de sus propias raíces y hacer
realidad plástica y concreta su identidad,
que siempre entendió como profundamente
cristiana.
La generación
de La
Renaixença
Él pertenecía a la generación de
artistas, industriales, literatos, eclesiásticos
y políticos del último tercio del siglo pasado
catalán, conocido culturalmente como La
Renaixença; un movimiento de recupera-
ción histórica y de expresión de la conciencia
colectiva que reaccionaba afirmándose a sí
misma, segura de su derecho (leyes, lengua,
instituciones), negado desde la implantación
en España del modelo político francés (1714).
El no haber participado Cataluña en la con-
quista de América le benefició en el sentido
que hubo de buscar su prosperidad en su pro-
pia y proverbial laboriosidad, de la que fue
una muestra la Exposición universal de Bar-
celona de 1888, emplazada precisamente en
el espacio de la poco afortunada y amena-
zante Ciudadela, una vez derribadas las mu-
rallas que atenazaban el crecimiento de la
ciudad, ya próspera, que se extendía hacia
arriba en la zona conocida por L'Eixam-
ple. En ella crecerían la mayor parte de
edificios del período modernista, caracterís-
tico de la arquitectura y el arte barcelonés, y
la figura más destacada sería nuestro perso-
naje, Antoni Gaudí.
14 (38)
Los orígenes
de Gaudí
Gaudí había nacido en Reus (Tarragona), en
1852. Allí fue alumno del Colegio de los Escolapios.
Sus primeras aficiones artísticas pudo ejercerlas, to-
davía adolescente, planeando y pintando decorados
para las representaciones infantiles escolares. Era
buen dibujante, fantástico, partiendo siempre de lo
natural, dominándolo, como los hierros casados con
la piedra de la casa Milá (Pedrera), que nos descu-
bren el oficio de su padre, herrero y forjador, en
su taller doméstico reusense. Tenía diecisiete años
cuando fue a Barcelona con el propósito de estudiar
arquitectura. Combinó el estudio con el trabajo y
conoció a varios arquitectos, alguno de los cuales
le daba trabajo de delineante, como en el caso de
Francesc de Paula Villar, autor de un primer pro-
yecto de lo que luego sería, con grandes transfor-
maciones, el templo de la Sagrada Familia, en
cuyo encargo le sucedería Gaudí. Se puede discu-
tir si esta colosal obra expresa mejor que otras el
genio de Gaudí, pero es cierto que influiría enorme-
mente en su religiosidad personal, y fue como una
vocación a la que se consagra todo.
Espiritualmente no se puede decir que Gaudí,
en sus primeros años de profesión, se mostrara ex-
cesivamente fervoroso. Fue siempre creyente, aun-
que algo crítico con la Iglesia, si bien se sintió com-
prometido en una arquitectura proyectada para los
más humildes, de la cual queda como testimonio
muy relevante el diseño y construcción de la colo-
nia Güell, que echaba por tierra el desacreditado
diseño de casas baratas, para dar lugar a espacios
habitables, sencillos, hermosos y cómodos, que te-
nían por corazón una iglesia, cuya parte edificada
contiene en germen cuanto posteriormente desarro-
llaría su fantasía creadora.
Güell,
el mecenas
La realización de este proyecto fue posible por
la iniciativa de Eusebio Güell, prendado de Gaudí
después de descubrirlo al contemplar el escaparate
de una tienda de Barcelona que Gaudí había dise-
15 (39)
ñado. Güell se convirtió para Gaudí más que en un
cliente: sus negocios le obligaban a viajar al ex-
tranjero y regresaba siempre con libros y revistas
que ofrecía y comentaba con el amigo arquitecto,
que actualizaba su conocimiento sobre las corrien-
tes artísticas en boga. Güell era uno de aquellos
burgueses entusiasmados con el progreso económi-
co, social y cultural de Cataluña. En el aspecto
religioso sobresalía y concitaba a todos el obispo
Torres a Bages. En política Prat de la Riba, muy
buen cristiano, que en una ocasión quiso hacer di-
putado a Antoni Gaudí, y éste le dijo: No. Yo os ha-
ré una catedral nueva.
Constructor de
"bosques
de piedra"
Gaudí tenía treinta y un años cuando en 1883
acepta hacerse cargo del proyecto de la Sagrada
Familia. No había tenido apenas encargos ni pre-
mios o reconocimientos oficiales —tal vez porque
su fantasía desconcertaba y su juventud asustaba—,
pero enseguida se le ofrecieron diversos proyectos
de particulares, si bien procuró concentrarse en
Barcelona. El dibujaba planos y hacía pruebas y
cálculos con maquetas, pero sobre todo estaba pre-
sente en las obras y discutía y enseñaba a los ar-
tesanos y albañiles. Para él un arquitecto es un
artista que domina ordenadamente el espacio y la
luz, e imita y respeta la espontaneidad de lo natu-
ral: En la naturaleza no hay líneas rectas, repite,
pero sí un orden interior de fuerzas que hay que
respetar. A él jamás se le cayó ninguna columna tor-
cida, y casi construyó bosques de piedra con ellas
―arquitecto de bosques le llamó Pla―; en cambio,
los que le imitaron o quisieron corregirlo fracasa-
ban cuando salían de la verticalidad. Es bueno te-
ner en cuenta los estilos, pero no pueden repetirse,
sino que hay que construir en concordancia con la
diversidad del entorno o marco de la obra a reali-
zar. Muchas veces se desechan materiales y piedras
rotas que, ordenándolas, resultarían bellas. La ele-
gancia es la pobreza limpia.
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Gaudí,
arquitecto
religioso
El primer Gaudí que gustaba de frecuentar salo-
nes elegantes, asistir a la ópera del Liceo, y no per-
derse los mejores conciertos a los que acudía lo más
selecto de la sociedad barcelonesa, fue haciéndose
más retirado y laborioso. La Sagrada Familia tenía
que representar el sentido cristiano de una sociedad
que la prosperidad podía hacer materialista, y la
nobleza del trabajo redentor de la condición huma-
na sería allí ensalzada no sólo con el homenaje
explícito a san José obrero, sino con el ejemplo de
la familia santa: Jesús, María y José. Y no sola-
mente en esa nueva catedral, sino en los edificios
civiles que construía, figuraban ostensiblemente
estos nombres, o la cima esmaltada de la cruz vuel-
ta a inventar, o palabras del Evangelio... Su oficio
de arquitecto formaba parte de su religiosidad, y
ésta llegó a impregnar la totalidad de su vida. La
Sagrada Familia, en sentido general y más espiri-
tual, completaba las primeras preocupaciones socia-
les, que inspiraron el encargo de la colonia Güell,
en la que mecenas y artista andaron perfectamente
de acuerdo. Trabajo, religión, familia: he aquí tres
pilares para dar sentido al crecimiento de una ciu-
dad que, en cincuenta años, había multiplicado por
cuatro su población, en gran parte, de recién llega-
dos de zonas más pobres, con el resabio de injusti-
cias padecidas y el dolor del desarraigo que agita
los ánimos y propicias rebeldías. Fenómeno que se
repetiría en vísperas de la Guerra Civil del 36, des-
pués de la Exposición del 29.
La Sagrada
Familia
Gaudí ya no abandonaría el proyecto durante
el resto de su vida y, después de algunos años en los
que simultaneaba su dedicación a la Sagrada Fa-
milia con otras obras, fue poco a poco deshaciéndose
de más compromisos (una misión franciscana en
Tánger, un hotel en Nueva York...), hasta consa-
grarse exclusivamente a la Sagrada Familia. Céli-
be, puede decirse que se desposó con ella.
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Tenía su morada en una vivienda accesoria del
parque Güell y todas las mañanas bajaba andando
a Gracia, para oír misa y comulgar, y luego seguía
su camino hacia la Sagrada Familia, donde perma-
necía hasta promediada la tarde, dirigiendo los tra-
bajos y resolviendo problemas con los obreros y ar-
tesanos; luego, gran andador, cruzaba oblicuamente
la ciudad hasta la iglesia del Oratorio de San Feli-
pe Neri, sumergiéndose una hora larga en su pe-
numbra, a solas con Dios. Allí tenía un buen amigo
y mentor espiritual, el padre Agustín Mas Folch,
por tantos motivos de venerable memoria, el cual,
como otros filipenses, murió mártir en la pasada
contienda. Este sabio maestro supo guiarle por los
caminos del trabajo ofrecido a Dios, por la pobreza
y austeridad de vida, por el amor a la Virgen y
liturgia. Un hombre sin religión, decía Gaudí, es
un hombre mutilado, un hombre en ruinas. Este
plan de vida le iba acercando cada día más a Dios,
y llegó la ocasión en que renunció a todo otro tra-
bajo que no fuese la edificación de su templo: a él
consagraría todo su tiempo, todo su dinero y lo pe-
diría como limosna cuando ya no le quedaba nada
que dar de lo propio. Ya había muerto su amigo y
protector, el conde de Güell. Desde la pobreza podía
decir con franqueza evangélica: Para conocer y
valorar a los hombres es preciso ver y fijarse en
qué hacen con el poco o mucho dinero que tienen.
Los últimos años
y la muerte
entre los pobres
En julio de 1909 estalla en Barcelona el brote
anarquista de la Semana Trágica, y se incendian
varias iglesias. Algunos de los que habitan en casas
que ostentan símbolos religiosos se asustan, y no fal-
ta quien reproche a Gaudí su imprudencia (?) al
coronar todas sus obras civiles con signos cristianos.
Gaudí se siente dolido y decide no aceptar ninguna
otra construcción y consagrarse en cuerpo y alma
a la Sagrada Familia, y se traslada a vivir allí. La
obra es grande y, cuando le recuerdan que se tar-
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dará demasiado en verla terminada, contesta siem-
pre que su cliente no tiene prisa, porque es Dios.
Doce años más tarde de esta total dedicación, el
7 de junio de 1926, al atardecer, cuando iba cami-
no de San Felipe Neri, para su meditación vesperti-
na, fue atropellado por un tranvía. De momento na-
die le reconoció y le tomaron por un mendigo. Ya en
el hospital, cuando descubrieron su identidad y lo
querían mudar a una habitación más confortable,
replicó: No, ya estoy bien aquí, como los pobres,
con los pobres. Y expiró repitiendo el nombre de
Jesús. Su entierro constituyó un acontecimiento
popular de veneración por un hombre justo, de cuyo
amor a la ciudad todos estaban agradecidos.
Un templo
que contemplan
los ángeles
Un día, un obispo que visitaba la obra le objeto
a Gaudí, que, francamente, le parecía excesivo su
afán por llevar tan arriba las primeras cuatro torres
que ya tomaban altura. Los hombres no las mira-
rán, dijo el obispo. Pero los ángeles sí, Excelencia,
replicó. Torres, del gótico mediterráneo, decía Gau-
dí. Torres para un remate altísimo florecido en luz
rozando el cielo, convertidas en manos —cuatro
y cuatro dedos—, para bendecir la ciudad y elevar
las súplicas de los hombres a Dios, recogidas en el
cuenco de las manos de piedra viva que entre todos
levantan. Templo rematado por cruces policromas:
blandones alados con llamas perpetuas y anhelos de
paz. Más alta todavía y mayor, una cruz invisible,
pero siempre presente, de sacrificios y generosida-
des espontáneas y anónimas, según el deseo de
Gaudí, para que mejor expresaran la comunión y el
abrazo de todos y la bendición de Dios sobre la ciu-
dad. Un donante ufano y rico le dijo: Para mí no es
un sacrificio ayudarle en este hermoso proyecto. A
lo cual respondió sinceramente Gaudí: Este templo
se hace con grandes sacrificios. Dé usted más y au-
mente su limosna hasta que represente un verda-
dero sacrificio. Sólo así se lo agradecerá Dios.
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PASCUA CRISTIANA
JUEVES SANTO
CENA DEL SEÑOR
A LAS 8 DE LA TARDE
VIERNES SANTO
A LAS 8 DE LA TARDE
PASIÓN DEL SEÑOR
VIGILIA PASCUAL
NOCHE DEL SÁBADO, A LAS 11
RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
LA CELEBRACIÓN CONTINÚA DURANTE EL DOMINGO
DE PASCUA Y EL TIEMPO PASCUAL
LAUS
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