Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 288. MAYO-JUNIO. Año 1993
SUMARIO
LOS SANTOS no perdieron energías cultivando
dudas para evitar o retrasar su decisión capi-
tal, que debiera coincidir con la actitud del
alma en presencia de la última oportunidad,
al alcanzar a Dios, después de esta dimensión que
llamamos "vida". La tensión del diálogo humano--
divino, supuesta la fe, no dejaron que se venciera
del lado que busca forzar la voluntad de Dios para
que coincida con la nuestra, y la justifique; sino que,
con ardiente sinceridad, ansiaban elevarse y coin-
cidir con el designio divino. Y así, enamorados de
Dios, fueron libres y felices para siempre. San Feli-
pe preguntaba: «¿Y después, y después?...» Después
era siempre.
ORACIÓN A SAN FELIPE NERI
COMUNIDAD
ORATORIO DE ALBACETE: 40 AÑOS
PRELACÍAS Y DIGNIDADES
DISCÍPULOS PRIVILEGIADOS DE SAN FELIPE
UNA CARTA DE SAN FELIPE NERI
1 (45)
Tiempo de oración:
ORACIÓN A SAN FELIPE NERI
Oh san Felipe, amadísimo protector nuestro,
a ti acudimos y nos ponemos en tus manos
para pedirte que nos alcances
una verdadera devoción al Espíritu Santo.
Haznos participar de tal manera del amor que tú le tenías,
que, así como él descendió de modo prodigioso en tu corazón,
y lo abrasó en amoroso fuego,
también nosotros seamos favorecidos
con los dones especiales de su gracia.
No permitas que permanezcamos fríos,
ya que somos hijos de un Padre tan fervoroso como tú.
Implora para nosotros la gracia de la oración
y el gusto de contemplar las cosas divinas;
haz que adquiramos la fuerza necesaria
para dirigir nuestros pensamientos a Dios
y alejar las distracciones,
y el don de conversar con él, sin jamás cansarnos.
Vaso del Espíritu Santo,
corazón ardiente,
luz de santa alegría,
ruega al Señor por nosotros.
J. H. Newman,
MD, 257
2 (46)
Comunidad
LOS PRIMEROS cristianos hablaban de "las Iglesias" y, cuando se referían a "la
Iglesia", la entendían como una comunidad de comunidades. La Iglesia no pue-
de ser la substitución abstracta, elevada a la categoría de organización univer-
sal, de las comunidades. Una idea universal que no se hiciera concreta a partir
de la humilde y limitada realidad de cada miembro, pero integrado, más allá de la
pura teoría o del simbolismo, en una comunidad original e inmediata, no podría
formar parte de un organismo vivo: la referencia espiritual seria sentimentalismo o
fantasía; el acuerdo de la fe, ideología; la gracia permanecería ignorada y la caridad
inexistente o, de puro teórica, demasiado implícita. Podría subsistir la organización,
un poder jerarquizado y la disciplina, pero Cristo permanecería en realidad ignora-
do, por no haber podido aprender a descubrirlo y reconocerlo en los hermanos y
entre los hermanos. Los hermanos que forman la comunidad, sin importar los nom-
bres: hermanos en la confesión de la fe, en la oración y alabanza a Dios, en la fracción
del Pan, en la caridad y el anuncio generoso del Reino.
En un mundo donde el dinero se utiliza para comprar y vender palabras y silen-
cios, y el hedonismo y ansia de bienestar temporal substituye la esperanza del cielo,
puede parecer que una religión solamente se legitima por la función de regular mo-
ralmente las apetencias exageradas y adecentar, para hacerlas perdurables, las situa-
ciones afortunadas. Un cristianismo radical, presentado como utopía, pero hacia
el que es preciso encauzar sinceramente la vida, no le resulta apetecible. Un mejor
reparto de los bienes de la tierra, o una gestión política más justa para la felicidad
de los individuos y pueblos, no bastan a colmar la llamada profunda del hombre a la
libertad y a la felicidad. Ni bastan las limosnas cuando son sobras para acallar al más
pobre o tranquilizar la conciencia del limosnero rico, si el limosnero no es, a la vez,
también él limosna, como Cristo, que siendo rico, se hizo pobre por nosotros. En la
utopía, en lo que todavía no se ha realizado del todo, está el continuar a Cristo y el
repetir a Cristo. La comunidad cristiana es el modo. La comunidad cristiana no subs-
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tituye a Cristo, pero adverbializa el modo de iniciar y crecer en la comunión con él.
El modo puede ser diverso, porque, como decía san Felipe, tomándolo de un salmo,
«la Iglesia se adorna con la variedad». La esencia permanece, y se resiste a ser adul-
terada por la modalidad. Esa es la tensión, proclamada por Cristo —«Mi Reino no es
de este mundo»― y mantenida por los santos. Éstos nunca han surgido al margen de
la comunidad, partiendo siempre de lo humano concreto, y las circunstancias que
depara el Espíritu para que sean secundadas.
El Oratorio surgió de san Felipe como uno de estos modos, y puso el énfasis en
la idea de comunidad cristiana, inspirada, como recordaba Baronio, en el libro de los
Hechos de los Apóstoles. No existe comunidad concreta sin número; pero, por prin-
cipio, no es el número lo que cualifica la comunidad, sino la comunión. Newman de-
cía que una comunidad numerosa hace más difícil el conocimiento y el amor en la
comunidad estable; y la comunidad no es sólo un "estar en", sino un 'ser con". Los
votos no hacen falta; por lo demás, se generalizaron cuando estaba en peligro la vida
comunitaria, en el siglo XVI. Anteriormente, la comunidad ya contenía las virtudes
que los votos luego expresarían. En el Oratorio un traslado constituye una rareza.
En él se mantiene lo aprendido de la «estabilidad monástica» y el propósito de perse-
verancia hasta la muerte, sin votos ni promesas. El que no pueda amar no podrá
perseverar.
Pero la comunidad del Oratorio no se concibe cerrada en sí misma. Newman, al
iniciar la fundación del Oratorio en Inglaterra, decía a sus hermanos: «Nuestra tarea
principal, aquí, es darnos a la oración, aun antes que al ministerio de la Palabra». En
el sentido de que nadie de lo que no tienes. Y el Oratorio es para dar y servir a las
almas, y ayudarles a formar comunidad cristiana, en la familia, en el trabajo, en el
estudio, en esta vida, para disponerse a la comunidad del cielo. La estabilidad de log
miembros, su perseverancia, mantiene la disponibilidad de servicio y caridad hacia
fuera de sí misma, una vez radicada en un lugar determinado, para difundir el bien
espiritual que luego, en Ósmosis de gracia y ejemplo, pasa al cuerpo de la Iglesia,
aunque haya tenido su origen en una comunidad modesta.
Para ser más útiles a los demás.
Cuando san Basilio y san Gregorio ya habían decidido consagrarse al
servicio de la religión, se preguntaron a sí mismos cómo podrían des-
arrollar y utilizar mejor los talentos que habían recibido. De todos
modos, la idea de casarse y ordenarse, o de ordenarse y casarse, de
construir o mejorar sus cualidades y hacer más visible la entrega a la
caridad, el sentido humano y la ternura de la vida de familia, no se les
ocurrió. Y creyeron que les convenía renunciar a tener esposa, hijos
y propiedades, si querían ser perfectos... y ser más útiles a los demás.
J. H. NEWMAN,
HS II, 55-56
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Pequeña
historia
del Oratorio
de Albacete:
cuarenta años
AÑO tras año, la fiesta de san
Felipe Neri nos trae, inevi-
tablemente, el recuerdo de
la fundación de este Oratorio de
Albacete, hace 40 años. En estas fe-
chas la S. Sede procedió a su erec-
ción canónica, después de un breve
tiempo inicial, inmediato a la crea-
ción de esta diócesis, cuyo primer
obispo fue el p. Arturo Tabera
Araoz, cordimariano, más tarde
elevado a la púrpura. Un hermano
suyo de Congregación, el cardenal
Arcadio Larraona, en Roma, fue
quien nos aconsejó lanzarnos a esta
aventura apostólica, en un momen-
to en que la relación entre fieles y
sacerdotes era aquí la más despro-
porcionada de España: sólo unos
sesenta sacerdotes (entre diocesa-
nos y religiosos) para más de tres-
cientas cincuenta mil almas, espar-
cidas en una extensión (muy mal
comunicada) que triplicaba, por
ejemplo, la de la diócesis madrile-
ña, según la dimensión que abarca-
ba entonces.
No nos faltó la asistencia y el
aliento, en aquellos arduos comien-
zos, del Procurador General del
Oratorio, p. Edward Griffith, luego
Delegado de la S. Sede para la Con-
federación Oratoriana, ni la de los
que le fueron sucediendo en el ofi-
cio. 
Ya, transcurridos más de cua-
renta años, el panorama eclesial de
Albacete ha ido evolucionando pa-
ra bien, bajo el cayado de sus Pas-
tores. Y lo mismo la ciudad, que
ha doblado el número de sus habi-
tantes, se ha modernizado y, en su
expansión, ha envuelto y dejado
5 (49)
nuestra casa e iglesia en uno de lo
lugares más bellos de la ciudad
junto al parque.
Cuatro décadas que encierran la
historia, todavía reciente, de este
Oratorio, nacido cuando se prepa
raba el gran acontecimiento de
Concilio Vaticano II, y se celebra-
ba con el talante de los papas Juan
XXIII y Pablo VI, lo cual no pudo
menos que influir en el propósito
de la fundación, que veía confir-
mado el ideal de renovación espi-
ritual y apostolado según la mente
de san Felipe Neri, por lo que nos
concernía, y la apertura a la mo-
dernidad, tratando de poner al día
la esencia atesorada en la mejor
tradición oratoriana: la liturgia,
atención espiritual de los fieles,
formación y dirección espiritual
de los jóvenes y el apostolado, con-
vencidos de que éste era nuestro
deber el mejor servicio que po-
demos prestar, desde nuestra mo-
destia, a esta parcela de la santa
Iglesia. Pero cuando, pasado este
tiempo, contemplamos lo que po-
dría llamarse la dimensión mate-
rial del Oratorio edificada poco a
poco, pasamos inevitablemente de
lo sensible que ven los ojos al pen-
samiento agradecido vuelto a Dios,
y hacemos memoria de cada etapa,
desde la adquisición del terreno,
casi en descampado, a la pequeña
casa, luego la capilla, después las
ampliaciones de la casa y los loca-
les, por fin la construcción de la
iglesia... La Providencia divina
pudo bastar, en principio, sin tener
que pedir a nadie, hasta bastante
más allá de varios años, y también
para comenzar la iglesia, aunque,
más adelante, cuando ya no habría
bastado lo que quedaba, las buenas
gentes de aquí, podemos decir que
sin tener que pedirlo, vinieron a
completar donativos de más lejos,
y llegamos al feliz día del 26 de
mayo de 1967, en el que, termina-
da la iglesia, tuvimos, con nuestros
amigos, el gozo de estrenar esta
iglesia que nos parece todavía nue-
va y muy hermosa.
Por todo ello, cada día, pero más
especialmente cada fiesta de san
Felipe, damos gracias a Dios y a los
hombres y, entre todos, no pode-
mos olvidarnos de aquellos técni-
cos y artistas que llevaron a reali-
dad y concreción plástica lo que
ahora consuela nuestros ojos y
agradece el corazón: la arquitectu-
ra de Josep M. Martorell (del equi-
po MBM), Adolfo Gil y Antonio
Escario; esculturas, sagrario escul-
pido y crucifijo de Jordi Camps;
custodia de Josep Mª. Samsó; pro-
yecto de vidriera plomada de An-
tonio Sánchez; orfebrería y sagra-
rio de cobre de Manuel Capdevila;
los ceramistas Jordi Aguadé y Joan
Vila Grau. Y cuantos fueron labo-
riosos artesanos albaceteños cuyo
esmero y profesionalidad, aunque
resulte anónima, no merece menos
gratitud y honran esta ciudad.
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Prelacías
y dignidades
LOS AMBICIOSOS sienten una
atracción fascinante por los
centros de poder. El ideal
cristiano de que el poder solamen-
te se legitima por el servicio es difí-
cil hacerlo realidad. Ni siquiera la
Iglesia, en el aspecto humano, pue-
de presentarse absolutamente pura
en este sentido. San Felipe abando-
nó su porvenir de comerciante, al
renunciar a la herencia de un ne-
gocio, y se fue a Roma para estar
junto a los santos, sumergiéndose
en la oración, entre los sepulcros de
los mártires, y dedicándose a obras
de caridad. Después de una muy
larga vida de seglar, se ordenó sa-
cerdote. El Oratorio surgió como
un efecto espontáneo de su espiri-
tualidad y su celo. Felipe se dio
cuenta de la Roma humana, viva,
que se movía entre templos con al-
tares y sepulcros de santos y cata-
cumbas de mártires, pero, además,
observaba a los que uno y otro día
llegaban a la ciudad de los papas,
no siempre como mendigos huidos
del hambre o como refugiados de
una persecución, sino con afán de
trepadores y con suficientes buenos
modales para disimular la ambi-
ción de honores y prebendas o sim-
plemente poder. Sería injusto ha-
cer generalizaciones y extenderlas
à todos los sectores y épocas del
postconstantinismo; pero dada la
condición humana y el hecho de
que la misma Iglesia, precisada a
organizarse visiblemente, no lo ha
podido hacer, todavía, a suficiente
distancia del modelo que ofrece la
organización civil, el peligro de que
la ambición y el afán de medro se
pueda dar en algunos de sus miem-
bros resulta inevitable. Peligro que
no siempre hay que achacarlo a
perversión, aunque sí de ser, toda-
vía, hombres de poca fe, sobre todo
en aquellas ocasiones en las cuales
el concepto del Reino lo mediatiza-
mos con la mundanidad, como se-
ría la creencia de que el bien puede
imponerse con el poder, financiarse
con el dinero, seducir adeptos con
el prestigio, conquistar con el hala-
go, resolver con la ciencia, suprimir
dificultades con la astucia (no de la
serpiente, sino como la serpiente)...,
7 (51)
y, de semejante modo, lanzarnos a
sacramentalizar el cúmulo de ambi-
güedades, tomando por patente y a
cualquier precio el nombre de Dios
y de su Iglesia. Por este camino,
desde el primitivo Simón Mago has-
ta las modernas técnicas de propa-
ganda, tal vez sería posible edificar
una inmensa sociedad anónima
universal a modo de dictadura del
espíritu, pero muy alejada de la
verdadera Iglesia y de la fidelidad
debida a su divino Fundador, aun-
que erróneamente se confundiera
catolicismo con un conglomerado
humano que todavía no habría lle-
gado a ser cristiano.
Lo que podía detectarse como
gran crisis de la Iglesia en tiempo
de san Felipe consistía en la ex-
periencia de esta amenaza, de la
cual, como siempre, la salvaría la
presencia invisible del Señor y la
abnegación de sus santos, que cla-
maban no sólo por la reforma in
capite (de la cabeza), sino todavía
más por la del corazón, o conver-
sión, empezando por ellos mismos.
Se trataba de la misma tentación
del diablo a Jesús, en el desierto
(signos, milagros, poder, espectá-
culo...), sin discutir directamente
el Reino, pero ofreciendo medios
más fáciles, como los que dominan
y fascinan a la multitud acrítica y
voluble, masa sin espíritu, seducida,
sin capacidad de respuesta perso-
nal, que ofrece medios más fáciles:
los del seductor y padre de la men-
tira, los falsos.
La reticencia de san Felipe a or-
denarse sacerdote no obedecía sim-
plemente a la humildad, sino al
temor de entrar en el torbellino cle-
rical de la Roma cortesana y dema-
siado humana que tenía ante sus
ojos; reacción seguramente exage-
rada, que necesitaba ser matizada,
como lo hizo su confesor y amigo
Persiano Rosa, al resolver con cla-
rividencia las dudas de Felipe, que
recibió el presbiterado el 25 de ma-
yo de 1551.
Como también dirá más tarde
Newman, la misión de la Iglesia
no es la de ofrecer a los hombres
un espectáculo, o de hacerse con el
poder del mundo; éstos son los úni-
cos verdaderos peligros, siempre al
acecho, que tendrá que ir sortean-
do la Iglesia para ser fiel a Cristo.
Ello explica que en las primeras
Constituciones del Oratorio, defini-
tivamente aprobadas (por un papa
que, antes de serlo, ya estaba al
servicio de la Iglesia en los últimos
años de san Felipe) en 1612, figuren
varios artículos consecutivos desti-
nados a atajar la búsqueda de be-
neficios eclesiásticos, dignidades,
prelaturas, oficios, tanto para si
mismo como para otros, ni frecuen-
tar curias con parecido fin. Des-
pués de casi cuatro siglos, nuestra
legislación propia actual, revisada
después del último Concilio, dice
8 (52)
escueta, pero no con menor elo-
cuencia: Ninguno de los nuestros
puede aceptar dignidad alguna. En
otro apartado se refiere a los oficios
y beneficios que separan de la vida
común y del apostolado propio del
Oratorio.
Es cierto, sin embargo, que, entre
los primeros hijos de san Felipe,
algunos de ellos, entre los más in-
signes, fueron promovidos al car-
denalato o consagrados obispos. Pero
se comprenderá enseguida cuánta
resistencia opusieron a tales nom-
bramientos y el drama, compartido
por todos, que supuso la imposición
del papa, por otra parte perfecta-
mente legitima.
En primer lugar, recordemos có-
mo san Felipe consiguió evitar pa-
ra él mismo el cardenalato. La pri-
mera ocasión se produjo durante
el pontificado de Gregorio XIV.
Conocedor del criterio de Felipe,
en una audiencia, inopinadamente,
el mismo papa le impuso su propia
birreta, diciéndole: Os creamos car-
denal. Felipe agradeció al papa la
birreta y le dijo que se la llevaba
muy contento, pero que le pedía la
gracia de aguardar a la imposición
solemne y formal del capelo car-
denalicio en el mejor momento, que
ya le indicaría. El papa anterior,
Gregorio XIII, ya le había querido
nombrar canónigo de San Pedro,
pero Felipe pudo convencer al papa
de que él no era una persona adap-
table para usar aquellos vestidos y
Ornamentación coral. Más difícil
le fue, pero también lo consiguió,
que Baronio no fuese nombrado
obispo, la primera vez, en tiempos
de Sixto V, y la segunda, con Gre-
gorio XIV. Además, su breve pon-
tificado (1590-1591) disipó peligros.
Pero al acceder a la silla de Pedro
Clemente VIII (1592), tras el fugaz
pontificado de Inocencio IX, rena-
cieron los temores por las dignida-
des. Felipe pudo esquivar el carde-
nalato para sí mismo cuando este
papa quería que fuese el primero
en la lista, pero no pudo evitar que
Tarugi fuese nombrado arzobispo
de Aviñón. No valió ningún argu-
mento. Tarugi se sentía culpable
ante sus mismos hermanos y ante
Roma entera, como si aquel suceso
pudiera destruir, por el mal ejem-
plo, todo lo que él y el Oratorio en-
tero habían observado y dicho en
contra de las ambiciones y búsque-
da de dignidades y honores en la
Iglesia.
El pensamiento de Felipe queda
claro en una anécdota que refieren
todos sus biógrafos. El hermano le-
go Bernardino Corona era de los
más antiguos, y había entrado en
la Congregación luego de abando-
nar su puesto de gentilhombre del
cardenal Sirleto. Felipe le estimaba
mucho porque no solamente era
recto y piadoso, sino que, desde un
principio, se había avenido con di-
9 (53)
ligencia y sencillez a los trabajos
más humildes de la casa. Y le dijo
un día al volver del Vaticano: ¿Sa-
bes que el papa me quiere hacer
cardenal? ¿Tú qué piensas? El her-
mano se paró un poco a reflexionar
y al fin le dijo, sin demasiado entu-
siasmo: Padre, pienso que a lo me-
jor sería un bien para el Oratorio.
Pero Felipe concluyó: ¡Oh, no! ¡Pa-
raíso, Paraíso! Y lanzó al aire su
gorro una y otra vez y lo recogía,
como en un juego..., mientras repe-
tía: ¡Paraíso, Paraíso!
En otra parte de estas mismas
páginas hacemos referencia a Ba-
ronio y a su nombramiento de car-
denal, que no repetimos ni detalla-
mos más, por mor de la brevedad.
Sólo baste añadir que Tarugi fue
con él también nombrado cardenal.
Es, sin embargo, ilustrativo el
caso de Juvenal Ancina, que fue a
Roma, desde la casa de Nápoles,
en trance de fundación, para suplir
el vacío de Baronio. No pasó mu-
cho tiempo sin tener motivos de
alarma, cuando alguien, confiden-
cialmente, le dijo saber que iba a
ser promovido a la diócesis de Sa-
luzzo. Estaba fuera de casa y ya
no quiso entrar ni en la ciudad,
para no ser visto, y huyó, con el
consentimiento de la comunidad,
vagando por la campiña romana,
acogido primero por los benedicti-
nos de San Pablo extramuros y
luego por los cartujos, y se alejó
cuando tuvo confirmación cierta de
sus temores, huyendo hacia San-
severino y luego a Fermo. Sin em-
bargo, su mismo celo en hacer bien
por doquier le delató y, al cabo de
cinco meses, después de ser locali-
zado, el papa le mandó llamar. En
principio él pensó huir más lejos,
pero sus hermanos de la Congrega-
ción le disuadieron. El padre Án-
gel Velli, prepósito, aconsejó que
volviera a Roma, que se presentara
al papa y expusiera todas sus razo-
nes y excusas, que rehusara sin
rodeos mientras no se le mandara
aceptar formalmente, y, si llegaba
este caso, no quedaba otro remedio
que someterse con paciencia, como
antes se había hecho con los otros
Padres.
También cabe decir una palabra
del padre Tomás Bozzi, uno de los
primeros en el Oratorio. Dos veces
logró evitar ser obispo, durante el
pontificado de Pablo IV. Y supo
dejar claro que puede ser una ten-
tación el buscar y hasta el aceptar
prelaturas y dignidades en la Igle-
sia, con el pretexto de hacer más
bien. En el Oratorio, decía, nuestro
fin es servir a Dios, y trabajar por
el bien de las almas, y no pretex-
tar la exaltación o el buen nombre
de la Congregación. Lo primero es
atender a una humildad profunda,
ejercer la caridad entre nosotros,
y emplearnos en la salvación del
prójimo con las buenas obras y
10 (54)
virtudes interiores, no aparentes,
porque el crecimiento no lo dan
los hombres, sino Dios. Es decir,
que la humildad individual es sos-
pechosa si no va acompañada de
la del grupo, institución o comuni-
dad a la que el individuo pertene-
ce, lo cual supone la descalificación
de los presupuestos voluntaristas, y
de los triunfalismos colectivos pre-
vios, porque no sirven como garan-
tía de la verdad y la razón cristiana.
No obstante todos esos buenos
ejemplos, se dieron también, en la
primera generación de los hijos de
san Felipe, un par de casos de in-
dividuos que, cualquiera que fuese
su intención al ser admitidos en la
comunidad filipense, luego procu-
raron sacar ventaja del favor y
prestigio que de ella pudieron ob-
tener y consiguieron medros fuera,
al margen del primer buen espíritu,
sin excluir los manejos curiales pa-
ra alcanzar ser nombrados obispos.
De uno de ellos ya había dicho
Felipe en vida: Cuando yo muera
no lo hagáis Prepósito, porque no
puede mandar quien no ha sabido
obedecer.
Canción de la vanidad.
Vanita di vanità,
ogni cosa è vanita.
Tutto il Mondo e ciò che ha,
ogni cosa è vanità...
Dunque a Dio rivolge il cuore-
dona A Lui tutto il tuo amore.
Questo mai non mancherà,
tutto il resto è vanità.
Vanidad de vanidad,
todo acaba en vanidad.
Cuanto el mundo puede dar
solamente es vanidad.
Y el hablar todas las lenguas
y saber todas las ciencias,
tras la muerte, ¿qué será?,
porque todo es vanidad.
Aun colmado de favores
y los más altos honores,
tras la muerte, ¿qué será?,
porque todo es vanidad.
Y las fiestas, y los juegos,
los ocios palaciegos,
a la muerte, ¿qué serán,
cuando todo es vanidad?
Si tuvieras los poderes
de los césares y reyes,
tras la muerte, ¿qué será?,
porque todo es vanidad.
Vuelve, pues, a Dios tu vida,
dale tu amor sin medida,
que esto nunca acabará,
porque el resto es vanidad.
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Discípulos privilegiados
de san Felipe Neri
AL CABO de un tiempo de la muerte de san Felipe,
uno de sus discípulos más queridos escribía al car-
denal Borromeo, también amigo del Santo, tomando
unas palabras de san Pedro, al referirse al Resucita-
do: Nosotros, que hemos comido y bebido con el Señor... (He-
chos, 10, 41). El apóstol quería explicar la familiaridad en
compañía del Señor, esa nostalgia pascual que tan bien ex-
presó el poeta, iniciando dulcemente la elegía de la presencia
añorada: «...Y dejas, Pastor santo, tu grey, en este valle hon-
do, oscuro, y tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal
seguro...» Sí, es interesante recordar los nombres de los que
tuvieron la suerte de convivir con san Felipe. Los autores de
la que puede considerarse mejor biografía moderna de san
Felipe, caracterizada por el rigor crítico de las investigacio-
nes que la documentan, exclaman: «¡Cuánto nos hubiera gus-
tado vivir junto a él, y que nos comunicara su fervor y nos
hiciera de maestro espiritual, a sabiendas de que sería inexo-
rable para atajar los egoísmos, y, sin embargo, lleno de alegría,
inspirando confianza y derramando amor!»
Citamos, en primer lugar, a uno de los últimos y más
joven de todos, Pedro Consolino. Felipe ya era un anciano de
12 (56)
75 años, con los achaques propios de la edad, pero conservan-
do todavía su característica viveza. Apenas vio a Consolino, le
dijo que su lugar era el Oratorio y lo tomó bajo su dirección.
La primera sorpresa del joven se convirtió en verdadero
amor y fidelidad al Santo. Este no solamente tomó muy en
serio la tarea de moldear su espíritu en orden a las virtudes,
sino que le exigió una sólida instrucción, no sólo en las cien-
cias sagradas, sino que también le hizo estudiar medicina
(aunque luego no debiera ejercerla). Felipe combinó perfec-
tamente la dulzura con la exigencia y el empeño que puso en
su formación. Es posible que Felipe viera en él al que tenía
que sucederle como prefecto de los jóvenes, o formador de
los aspirantes o novicios para el Oratorio, como así fue por
acuerdo de la Congregación cuando lo propuso san Felipe.
De buen discípulo pasaba a ser excelente maestro. Durante
la vida del Santo fue como su sombra, discípulo predilecto y
consuelo y ayuda de su vejez. A él debemos las noticias de
gracias especiales concedidas a Felipe en la oración. Éste, más
bien reservado en las cosas personales del espíritu, se descui-
daba al hablar con Consolino, dada su juventud y candor fi-
lial que le profesaba. Consolino era muy sencillo humilde,
13 (57)
exacto en la obediencia, piadoso y de no común
inteligencia. Como maestro espiritual de los jóve-
nes supo heredar de Felipe el ser exigente en las
cosas esenciales y antes consigo mismo que con los
demás, pero también con benignidad y discerni-
miento ante los diversos caracteres. Puede decirse
que él preparó la que podríamos llamar segunda
generación de oratorianos, formada por los prime-
ros que habían alcanzado a ver y convivir con el
Santo.
Consolino: el
heredero más joven
del espíritu de
San Felipe
Otro gran servicio al Oratorio que la Provi-
dencia reservó a Consolino fue su intervención en
la redacción definitiva de las Constituciones, cuan-
do se hizo la primera revisión de éstas, en 1612.
Los demás padres o habían muerto o eran muy an-
cianos, mientras que él había alcanzado la plena
madurez y mantenía no solamente la fidelidad y
devoción al fundador del Oratorio, sino que su re-
cuerdo y sus consejos pudieron servir para preser-
var la esencia del ideal de Felipe, de cuyo pensa-
miento y confidencias había sido un privilegiado
depositario.
Los biógrafos cuentan un ejemplo de su recono-
cida franqueza y buen espíritu. Corría el año 1612
y Europa andaba envuelta en guerras, cuando un
obispo miedoso fue a consultarle, fiado en la pru-
dencia y santidad del padre, que no olvidó de ala-
bar: «Padre, estoy convencido de que Dios os ha
dado alguna luz acerca de lo por venir; os suplico
me digáis en confianza algo de lo que sabéis. —¿Por
qué deseáis conocer el futuro? ―Pues para tomar
precauciones y asegurar mi vida y mis bienes.
―Monseñor, se equivoca Vuestra Excelencia; no
soy hombre que tenga revelaciones; pero, si lo fue-
se, me guardaría mucho de decir una sola palabra
de cuanto supiese. En realidad, es vergonzoso que,
olvidándose de su condición, Vuestra Excelencia
piense en huir cuando la Iglesia se encuentra fren-
te a las más duras pruebas».
14 (58)
Baronio: tal vez
el más amado
Si de algún modo podría decirse que lo que fue
el apóstol Juan para Jesús, Consolino lo fue para
Felipe, también cabría la comparación del apóstol
Pedro con el hijo espiritual de Felipe, César Baro-
nio. Como en todos los que se aproximaron o con-
quistó para Dios nuestro Santo, en Baronio se operó
una verdadera conversión. Había dejado Nápoles,
donde estudiaba derecho, ante la inseguridad crea-
da por la guerra entre españoles y franceses. A su
llegada a Roma (1556), con sólo dieciocho años de
edad, se proponía proseguir sus estudios. Su tempe-
ramento era fogoso, noble, con un tesón que rayaba
con frecuencia en la terquedad. Menos mal que su
inteligencia le advertía. Conoció a san Felipe y le
entusiasmó. San Felipe tuvo por él un amor grande,
pero hubo de dedicarse a fondo para pulirlo y mo-
derar sus ímpetus, a la vez que iluminar su ingenui-
dad. Pudo comprender que Roma era una ciudad de
santos de muchos sepulcros de mártires, pero tam-
bién una corte de vanidades y pecadores, en parti-
cular para los que llegaban con ánimo de medrar a
costa de prebendas y dignidades eclesiásticas. Más
tarde escribiría: «Para muchos, Roma resulta ser
una ciudad peligrosa para el alma; para mí, sin em-
bargo, ha sido mi bien y mi felicidad. En ella empe-
cé siendo un vagabundo, pero me convertí luego en
discípulo de Cristo».
Felipe fue reduciéndole poco a poco, corrigién-
dole del síndrome de hijo único, acostumbrado a
una excesiva independencia. Le indujo sin cesar a
la humildad y puso a prueba su obediencia, aun
después de haberlo hecho ordenar sacerdote, y ha-
ber adquirido gran fama como historiador de la
Iglesia, premiado por el mismo papa Gregorio XIII.
Con nadie usó Felipe de tanta energía como con
Baronio. Fue un verdadero padre para él, pero con
un amor sabio, que Baronio acababa por reconocer
siempre, a pesar de haberle costado sacrificio y lá-
15 (59)
grimas en más de una ocasión. Por otra parte, de
ningún otro discípulo de Felipe como de Baronio
se ha dicho tantas veces que merecía ser proclama-
do santo. Recientemente lo repitió el papa Pablo VI,
poco antes de morir.
Probado en
la humildad
y la obediencia
Felipe tenía un gran conocimiento de las almas,
y las trataba como mejor convenía para su bien.
Así, mientras que a Consolino lo admitió en se-
guida en la Congregación, antes incluso de que el
propio interesado lo solicitara, a Baronio le hizo
esperar diez años, si bien quiso que predicara en el
Oratorio cuando era seglar. Pero todavía aquí hubo
de corregirle, porque tenía la costumbre de referir-
se de manera apasionada y trágica al infierno, al
juicio final, a la muerte... Baronio se disgustó cuan-
do Felipe le prohibió hablar más de estos temas y
le impuso que lo hiciera exclusivamente sobre la
historia de la Iglesia. Solamente el amor que te-
nía a Felipe le contuvo la tentación de rebelarse.
Cuando terminó la serie, Felipe le hizo comenzar
de nuevo, y así más veces, ampliando y profundi-
zando los capítulos. De este modo llegó a ser, obe-
deciendo a Felipe, el gran historiador eclesiástico
surgido en el Renacimiento. Felipe, sin embargo,
no le relevó nunca de otros trabajos y deberes
comunes, además del estudio y los sermones en el
Oratorio: el culto en la iglesia, el horario de la co-
munidad, los enfermos y el hospital, los recados y
administración de la casa, la misma cocina... Ex-
tremado como era, en cierta ocasión emprendió
una serie de ayunos y penitencias que le pusieron
enfermo. Felipe le riñó severamente porque se ha-
bía salido de la obediencia, pero, por otra parte,
rezaba a la Virgen que lo restableciera a la salud,
y «se lo devolviera para el Oratorio.
Al fin, sin que Baronio perdiera el candor ori-
ginal, pero dominando su rudeza, Felipe consiguió
que su discípulo entrara en la comprensión del va-
16 (60)
lor especial de la mortificación de la "razionale",
es decir, de la mente y el propio juicio, e hizo de él
un hijo espiritual entregado y obediente, olvidado
del propio honor. Cuando años más tarde la Iglesia
y su jerarquía romana, de grandilocuente y disipa-
da se había transformado en piadosa y moralmente
reformada, gracias, en gran parte, al apostolado de
Felipe, y éste era el confesor del papa Clemente
VIII, que veneraba a Felipe como a un padre, Ba-
ronio sucedió a Felipe en este servicio espiritual;
poco después, dos años antes de la muerte del San-
to, también le sucedió como Prepósito del Oratorio
romano. Mientras, el p. Consolino, como hemos di-
cho, tomaba a su cargo la formación de los jóvenes
candidatos al Oratorio.
Baronio,
historiador
Pero a Baronio le quedaba otra gran prueba,
tras la muerte de Felipe. Varias veces se había ru-
moreado su nombre para hacerle obispo, pero se
pudo librar siempre con el pretexto de sus traba-
jos históricos, los Anales Eclesiásticos, por los que
se interesaba Europa entera; otra razón era la asis-
tencia espiritual prestada al pontífice, además de
la prepositura del Oratorio. Sin embargo, no trans-
curriría más de un año de la muerte de san Felipe
cuando el papa Clemente VIII le dijo que quería dis-
poner de él como prelado para servicio de la Iglesia,
y que su decisión era irrevocable. Baronio volvió al
Oratorio desolado. Escribía al p. Talpa: «No me atre-
vo a tomar la pluma, abrumado por la vergüenza...
Al volver a casa he corrido a postrarme junto al
sepulcro del Padre y pedirle de todo corazón que
me ayude sin falta en esta necesidad, como tantas
veces me había ayudado mientras vivía... Temo lo
peor...» Y no iba errado. Al poco, con amenaza de
excomulgarle si se resistía, el papa le obligaba a
aceptar el cardenalato. Pero el rechazo de títulos y
dignidades en el Oratorio necesita un capítulo más
largo, que apenas podría resumirse en estas páginas.
17 (61)
Tarugi,
vencedor contra
la ambición
Es preciso nombrar, también, al exquisito Ta-
rugi, hijo de un senador y conde romano, que era
hombre de leyes y de vasta cultura, lo cual deparó,
junto al completo entorno familiar, noble y rico,
un ambiente propicio para que el joven Francisco
María Tarugi, apuesto y de brillantes cualidades,
pareciera destinado a ocupar puestos relevantes
en el mundo de la nobleza, de la política o de las
armas. La familia era de Montepulciano, cerca de
Siena, y él, gallardo y valiente, pensó, en principio,
alistarse al ejército de Carlos V, «para hacer carre-
ra», ya que ambición no le faltaba. A su padre no
le gustó la elección del estado militar y lo llevó a
Roma convencido de que allí encontraría segura-
mente perspectivas mejores. Podía comenzar for-
mando parte de la casa de su tío, el cardenal Del
Monte, luego papa Julio III, al que siguió en el Va-
ticano. El papa le ofreció el obispado de Amberes,
pero no lo quiso admitir, «acaso porque esperaba
mayores medros», hace notar un biógrafo. Muerto
el papa Julio III, es elegido Marcelo II, también pa-
riente de los Tarugi, pero muere enseguida y el
nuevo papa, Pablo IV, resulta extraño a Tarugi, que
pasa al servicio del cardenal Farnese, cuyo palacio
estaba muy cerca de San Jerónimo de la Caridad, y
en San Jerónimo estaba Felipe. Alguien le llevó allí.
Era el año 1555 y el cortesano Tarugi frisaba con
los treinta: una edad espléndida para la vida mun-
dana, aunque el guardó siempre la compostura,
alejándose de escándalos, seguramente para que no
perjudicaran las ambiciones que bullían en su co-
razón. Esa era su gran pasión. Un día quiso pacifi-
car su conciencia y le pidió a Felipe que le oyera
en confesión. Felipe, después de absolverlo, le rogó
que se quedara con él durante una hora para hacer
juntos oración, algo que representaba una absoluta
novedad para él, pero que le impactó profunda-
mente, de tal modo que, a partir de entonces, se fue
derrumbando su soberbia y mundanidad, incom-
18 (62)
patibles con el amor a Dios y el sincero deseo de
llevar una vida virtuosa de buen cristiano. El cam-
bio radical llegó al fin, y Tarugi se dedicaba inten-
samente a la lectura de la Biblia, a la oración, a las
obras de caridad y hasta a predicar, como seglar,
en el Oratorio. Felipe quiso que, por algún tiempo,
siguiera viviendo en el palacio del cardenal Far-
nese, y éste se maravillaba del cambio obrado en
el otrora ambicioso de fama y honores, protegido
suyo.
Los buenos
ejemplos
La conversión operada en Tarugi atrajo a otros
cortesanos a cambiar de vida, venciendo respetos
humanos y uniéndose al grupo de gentes más senci-
llas, con el cual iba tomando forma el «Oratorio»
filipense, verdadera escuela espiritual llamada a
la transformación del ambiente mundanizado de
la corte romana. Tarugi tenía apenas diez años me-
nos que san Felipe, pero siempre se consideró «su
novicio», con inquebrantable fidelidad, dado ente-
ramente al Oratorio y tal vez el mejor de los pre-
dicadores —«Dux verbi» le llamaba Baronio― con
que contaba, dentro del estilo impuesto por Felipe.
Puede decirse que Tarugi y Baronio fueron los dos
brazos de Felipe en la obra del Oratorio y en el
primer experimento de vida común sacerdotal,
bajo el diseño de Felipe, en San Juan de los Floren-
tinos. Intervino en la fundación del Oratorio de
Nápoles, sin contar extraordinarios servicios pres-
tados a la Iglesia... Y, como una calamidad no de-
seada, no pudo evitar ser nombrado arzobispo de
Aviñón y luego cardenal.
Los hermanos
Ancina
Atraído por la ciudad de los papas, seguramente
sin propósito demasiado determinado, Juvenal An-
cina había llegado a Roma, acompañando como mé-
dico al embajador de Saboya, en 1572, después de
abandonar su cátedra de medicina, en la universi-
dad de Turín. Tenía fama, además, de buen filósofo
y de poeta. Probablemente se iba incubando en su
19 (63)
espíritu una crisis religiosa que desembocó en el
propósito de entregarse enteramente a Dios. Cono-
ció a Felipe después de un par de años de haber
llegado a Roma, y creyó ver en él a un ángel del
cielo que le mandaba Dios y entró en el Oratorio.
Llegaba al Oratorio no sólo con un excelente baga-
je cultural, sino con la suerte de haber recibido el
ejemplo y educación piadosa, en su niñez y juven-
tud, de una madre profundamente cristiana. Antes
de ser ordenado sacerdote vivió activa vida de
seglar por un espacio de treinta y cinco años. Pero
el parecido con el Santo estuvo basado principal-
mente en las virtudes. Tuvo una parte importante
en la fundación del Oratorio de Nápoles. Llamó al
Oratorio a su hermano Mateo, de parecidas virtu-
des, pero menos brillante que Juvenal. Este no pu-
do evitar ser promovido al episcopado de Saluzzo,
a pesar de huir de Roma apenas corrió el rumor de
su promoción, contra la cual no valieron ni escon-
derse, ni súplicas, ni recomendaciones, ni lágrimas.
Fue amigo de san Francisco de Sales. León XIII le
nombró beato. Baronio había dicho a Felipe cuan-
do entró Juvenal: «Padre, hemos de dar muchas
gracias a Dios, porque hoy hemos adquirido un san
Basilio».
Tomás y
Francisco Bozzi
Otro par de hermanos merecen ser recordados
entre los primeros que se unieron a san Felipe, en
el Oratorio: Tomás y Francisco Bozzi. Tomás tiraba
a sabio, como Baronio, pero en el derecho, si bien
Felipe quiere que ayude a Baronio en la colosal
obra de los Anales. Había sido admitido en la co-
munidad en 1571. Cuando se enteró su padre, in-
dignado, le retiró la pensión que le mandaba para
sus estudios y, con la aprobación de Felipe, tuvo
que vender sus libros para proveer a la propia ma-
nutención y entregarse enteramente a Dios. San
Felipe sabía bien lo que hacía obligándole a ser po-
bre, desprendido y humilde. Cuando el importe de
20 (84)
sus libros no bastó, le mandó enseñar gramática a
unos muchachos, a cambio de una miserable remu-
neración, a él, que, acreditado como jurista, soñaba
con ampliar estudios superiores antes de entrar en
el Oratorio. Además, en cierta ocasión, para pro-
barle en la humildad, Felipe le mandó unirse al
grupo de mendigos que, por una limosna, debían
acompañar al muerto en un entierro. El Santo ama-
ba y fomentaba la ciencia, pero no la quería sin la
humildad, porque «la ciencia orgullosa es maldi-
ción y tinieblas, mientras que el saber humilde y
respetuoso con Dios es paz, luz y bendición».
Cuando años más tarde (1575) Tomás obtuvo que
su hermano Francisco también fuese admitido en
el Oratorio, el padre de ambos ya había entrado
en razón y no se opuso a la vocación de sus hijos,
ambos virtuosos y sabios, si bien en este segundo
aspecto Tomás se destacaba sobre Francisco.
Gallonio,
biógrafo de
san Felipe
Merece ser recordado, también, Antonio Gallo-
nio, admitido en 1577, a la edad de veinte años,
que desde niño conocía a Felipe y a los demás pa-
dres. Era romano, vecino de San Jerónimo, y se
puede decir que solamente se había esperado que
fuese un poco mayor para poder integrarse en la
comunidad. De niño se había hecho amigo de Fe-
lipe porque éste le llamó una vez que se sintió
observado con curiosidad por el muchacho, al pa-
sar por la calle rodeado de un grupo de devotos.
Gallonio continuará cumpliendo con Felipe esos
pequeños servicios que desde niño, avispado, inte-
ligente y bueno, ya le había prestado. Su familia era
de condición humilde; él, diligente y ordenado en
el cumplimiento de los deberes que asumía. Hizo
bien los estudios. Tomó muy en serio el consejo
de Felipe de «leer libros que comiencen con S», es
decir, de santos, y, cuando fue destinado a predi-
car seriadamente vidas de santos en el Oratorio, a
semejanza de como Baronio tenía los sermones de
21 (65)
historia de la Iglesia, no imaginaba que un día él
sería el primero en escribir la biografía de su que-
rido y venerado Padre espiritual. Siempre cerca de
Felipe, especialmente en su enfermedad y últimos
días, fue el primero en apercibirse que estaba pró-
xima la hora de su muerte, y corrió a avisar a todos
y fue uno más en la corona de hijos alrededor del
Padre, mientras levantaba dulcemente la mano y
les bendecía al punto de entregar plácidamente
su alma al Señor. Después pareció que el pensa-
miento de Felipe le acompañaba como una presen-
cia imposible de olvidar. Escribía en el libro de la
vida del Santo: «Yo fui, en vida del Padre, el más
ínfimo de los que le sirvieron día y noche, y el Se-
ñor me había hecho la extraordinaria merced de
ser admitido por él». Y en otra parte: «Mantengo
viva, en lo más hondo del corazón, la memoria de
nuestro santo padre Felipe».
La fidelidad
de los más
humildes
Otros miembros de la primera comunidad fili-
pense merecerían ser citados. Ni deberían olvidarse
los que, sin relieve de ciencia o cualidades brillan-
tes, fueron encarnación de virtudes escondidas y
fidelidad inquebrantable al Oratorio. Silenciosos,
activos y atentos a ese cúmulo de pequeñas res-
ponsabilidades y trabajos diversos, que alguien
ha de hacer o tener en cuenta, sin descuido y sin
esperar aplauso porque parecen irrelevantes y no
llaman la atención. Un ejemplo por todos podría
resumirse en el hermano Germánico Fedeli, esme-
rado sacristán y perfecto maestro de ceremonias,
que mantenía asegurado, además de otros porme-
nores domésticos, el buen orden de la iglesia y la
celebración ejemplar del culto.
El conjunto de hijos espirituales más allegados
a san Felipe no siempre resultaba homogéneo, como
sucede en las familias, pero reflejaba el espíritu del
Santo y convergía en un ideal de santidad puesto
en común.
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Una carta
de san Felipe Neri
Corría el año 1556 y, después de haber invadido gran parte de Italia, el ejército
español se dirigía a Roma, y el recuerdo del saqueo de 1517 causó pánico en mu-
chos. Un penitente distinguido, cuyo nombre omitimos, quiso ponerse a salvo de
peligros, huyendo hacia donde encontrara seguridad, y escribió a Felipe gozoso
de haberla hallado, según él. A lo cual Felipe respondió por una carta, algunos
de cuyos párrafos reproducimos a continuación.
«No sé si puedo llamaros todavía amadísimo, como suele
hacerse al encabezar las cartas, viendo que, por temor a la
guerra y por salvar el pellejo ―la "pelle", en italiano—, os
resignáis a vivir lejos de nosotros, de vuestro padre, de
vuestros amigos, de vuestros hermanos. Eso no es propio de un
buen hijo, que, aun arriesgando la propia vida, debe ayudar a
los suyos... Teméis por vos, cuando deberíais pagar en dinero
contante una suerte como la presente, que tal vez os deparaba
el martirio. Se ve que todavía no habéis comenzado a entender
que el miedo a morir es propio de los que viven en pecado y
no de los que desean "estar con Cristo"... Cualquiera desearía
subir al Tabor y ver a Cristo transfigurado; pero pocos los que
quieren acompañar a Jesús en el Calvario. Con el fuego de las
tribulaciones se reconoce a quien es verdadero cristiano. Los
consuelos de ahí... y que, como decís, hayáis gozado más
vivamente de lecturas piadosas, derramado alguna lágrima y
sentido un poco más de fervor que el acostumbrado, valen
poco si no veis que... por ese llamamiento el Señor os invita a
llevar la cruz con mayor generosidad... Quitaos la máscara;
llevad la cruz, y no que la cruz os haya de llevar a vos; fuera
tanta tibieza... Y rogad a Dios por mí».
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Miércoles, 26 de mayo,
FIESTA DE NUESTRO PADRE
SAN FELIPE NERI
Invitamos
a los amigos del Oratorio
a compartir nuestro gozo
alabando a Dios
en la EUCARISTÍA de las 8
de la tarde
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Pl. San Felipe Neri, 1 Apartado 182 - 02080 Albacete - D.L. AB 103/62 - 9.5.93
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