Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 289. JULIO-AGOSTO. Año 1993
SUMARIO
FRENTE al aspecto visible y temporal de las rea-
lidades creadas, el hombre verdaderamente
cristiano —más que el simple hombre natural—
puede y debe añadir la visión trascendente del
sentido según Dios, el cual ha tomado al hombre
como hijo suyo. El acceso al orden de la gracia
refuerza el compromiso para la honestidad, y el res-
peto y el deber de la justicia se hacen sagrados y se
convierten en semilla divina de paz, en este mismo
mundo. Paz que todavía echamos de menos mien-
tras, demasiadas veces, confundimos, por ligereza,
el jugar a ser cristianos con la decisión de aceptar
las consecuencias de serlo del todo.
VERANO
ODIO
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
ORATORIANOS EN EL NEW ENGLISH HYMNAL
AL MARGEN DEL CONGRESO EUCARÍSTICO
HIMNO A JESUCRISTO REDENTOR
SAN FELIPE NERI Y LOS JÓVENES
LA TRADICIÓN MUSICAL EN EL ORATORIO
1 (69)
Tiempo de oración:
VERANO
Dios mío, así tú me quisiste y ahora yo te correspondo...
Los rebaños de estrellas a tus manos dirijo,
y el alba, antes que yo pueda impedirlo,
se los ha llevado en sus redes, muy lejos.
Así tú lo quisiste. Afianzo en el aire
colinas con castillos y mares con frutales;
la campana del crepúsculo, con su copa,
se los bebe lentamente.
Así tú lo quisiste.
Como si gritara con todas mis fuerzas,
arranco la hierba y lanzo manojos al aire
y veo que caen de nuevo
segados por la daga de julio.
Y así tú lo quisiste.
¿Qué más, qué nueva prueba me aguarda?
He aquí que tú me hablas
y descubro el ser que me has dado...
Ahondo en las minas y trabajo los cielos;
persigo a los pájaros y en su peso me pierdo.
Dios mío, así tú me quisiste y yo ahora te correspondo.
Te descubro en los días y las noches,
en los soles y estrellas, en las tormentas y la calma,
y lo pongo todo en contra de mi propia muerte,
porque tú así lo quisiste.
Odysseas Elitis,
«Axion esti», 1959
2 (70)
Odio
LA PALABRA "odio" no solamente es anticristiana, sino también inhumana. Por
eso evitamos pronunciarla a la ligera, y casi la tabuizamos. Pero cuando el
horror de las guerras nos muestra sin piedad los estragos causados por esta
pasión, sobre todo al hacerse colectiva, nos parece imposible que el hombre
pueda llegar, en ocasiones, a tal grado de irracionalidad, hasta pretender dirimir sus
derechos con el recurso a la violencia y la crueldad. ¿No será porque carece de ellos,
y por eso recurre a la razón de la fuerza y no a la fuerza de la razón para definirlos?
Si con la fuerza logra aplastar al adversario, a pesar del atropello de la justicia, in-
mediatamente se escudará en el valor hipócrita de los hechos consumados tratando
de consolidarlos, borrando memorias y razones que todavía quedaran en pie, no sea
que algún inocente del propio bando llegara a la ingenuidad de rescatar la verdad de
las historias sometidas a falsificación por el vencedor. Se ha llamado "derecho de con-
quista" a la infamia del usurpador que no duda en matar para convertir en botín para
si el honesto bienestar del vecino laborioso y pacífico, que se olvidó de fabricar armas
con que disuadir al que ya echaba cuentas sobre lo ajeno, en vez de imitarle trabajan-
do, como sería justo y saludable. Quien se especializa en el arte de la violencia está en
condiciones lo mismo de despojar al rico que de convertir en esclavo al pobre, y es
muy difícil, desde su ociosidad de ave de rapiña, que se resista a no hacerlo. Después
inventará los disimulos.
El odio nunca es puro odio, sino que antes es codicia de querer tomar como pro-
pio lo que no nos pertenece; o envidia de considerar como daño un bien que otro go-
za. Se inventarán razones especiosas para legitimar el falso derecho que se pretende;
se mentirá, se desacreditará al contrario, hasta derribar su buena fama para que
todos puedan hacer leña del árbol caído... Los hombres pecamos de superficiales y
pocos se esforzarán o tendrán medios para comprobar las calumnias, y aun estos
3 (70)
serán tentados de ceder a una complicidad o a un silencio que les pueda beneficiar
participando de los despojos, y se puede llegar ―y, de hecho, se llega– a la total im-
postura, convertida ya en mito maquillado de ideal, que legitima y hace perpetua la
injusticia.
Newman se lamenta, en un sermón, sin encontrar excepciones, cuando busca en
los reinos del mundo «otros fundamentos que no sean la injusticia, la espada, el la-
trocinio, la crueldad, la mentira, el fraude». Nos parece muy duro, pero, cuando nos
detenemos unte la experiencia de las guerras de este siglo, mundiales o periféricas,
en las que nunca faltan caínes que comercian en ellas, hemos de pensar que los cris-
tianos tenemos una misión pacificadora, renunciar a la cual es pecado. Cierto que no
podemos ir a interponernos, uno a uno, entre los que luchan, pero sí que es hora de
examinar y corregir nuestras conductas al despreciar a los que son diferentes, al no
respetar a los demás, al aplaudir o codiciar usurpaciones coloreadas de justicia, al ha-
blar, en serio o en burla, de otras culturas que no entendemos, al alentar la invasión
del derecho ajeno. Sobre todo, el no favorecer rivalidades y envidias, que acaban ha-
ciéndose seculares porque mantienen recelos, desconfianzas y antipatías incompati-
bles con el cristianismo que decimos profesar, a pesar de que no falten tristes ocasio-
nes, un entre cristianos y en medios de comunicación, pretendidamente llamados así,
en los cuales se recurre a la demagogia facilona de sembrar envidias y rivalidades,
como las mismas que desataron la dura experiencia de nuestra última guerra civil.
Las guerras que ahora nos avergüenzan no habrían sido posibles sin el precedente
de rivalidades cultivadas, de envidias fomentadas hasta crear un odio que se guarda
como fuego escondido, pero que estalla, al fin, sin remedio. Si todos los cristianos fué-
ramos fieles a nuestro bautismo, las guerras serían imposibles, y habríamos impuesto
"huelga de armas" en todo el mundo.
4 (72)
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
MISTERIO DE LA INIQUIDAD,
MISTERIO DE LA PIEDAD
Consideremos el mundo en toda
su extensión: su variada historia,
las numerosas naciones humanas,
cada una con sus propios orígenes
y su suerte diversa, extrañas unas
respecto a otras y en conflicto mu-
tuo..., la grandeza del hombre y su
pequeñez, sus elevadas aspiracio-
nes y la corta duración de su exis-
tencia... , el predominio e intensidad
del pecado, la difusión de la idola-
tría, las corrupciones, la irreligión
triste y sin esperanza... Todo esto
constituye una visión desalentado-
ra y terrible, y sugiere al espíritu
un misterio profundo que está mu-
cho más allá de cualquier solución
humana. ¿Qué podemos decir acer-
ca de esta realidad que traspasa el
corazón y confunde a la razón? Só-
lo puedo contestar que, o bien no
hay Creador, o bien la sociedad
humana está realmente privada de
su presencia... Pero si Dios existe,
puesto que existe, entonces es que
la humanidad se ha visto afectada
desde el principio por alguna te-
rrible calamidad, y se encuentra
ahora al margen de los designios
de su Creador. Esto es un hecho,
un hecho tan verdadero como el
de su existencia. Y así, la doctrina
de lo que teológicamente se deno-
mina pecado original resulta para
mí tan cierta como la existencia
del mundo y la existencia de Dios.
(El hombre ha sido llamado muy
arriba, pero cae muy abajo. Apo.,
241-243).
¿Por qué el modo de vida de la
sociedad civilizada es refinado y
equilibrado, mientras que en la
devoción cristiana hay tanto de
emoción, de sentimientos fuertes y
opuestos, de elevación y de humi-
llación? La razón está en que el
cristiano posee una revelación de
Dios... Sabe que sólo uno es santo...
Sabe que hay uno a quien se lo de-
be todo. (Apártate de mí, Señor, que
soy un pecador. O S, 27-28).
Y, por la misma razón por la que
no complacían a Dios, aprendieron
5 (73)
a complacerse a sí mismos. Porque
esta lista de deberes, limitada y
defectuosa, que queda tan lejos de
la ley de Dios, es todo lo que pue-
den cumplir... De ahí que se vuel-
van autosatisfechos y autosuficien-
tes. Piensan que saben exactamente
lo que deben hacer, y lo hacen, y
por tanto se sienten satisfechos
con ellos mismos. (La religión de
los fariseos es la religión del mun-
do. OS, 21).
Ha sido un hombre de mundo; el
mundo lo reconoce como hijo suyo,
y lo alaba. Pero, ¿qué es en la ba-
lanza del cielo? ¿Cuál es el juicio
de Dios sobre él? ¿Y su alma? ¿Su
alma? ¡Ah! su alma: la tenía olvida-
da. Ha olvidado que tenía un alma,
pero el alma está ahí, desde el prin-
cipio y hasta que pasen los siglos,
ante su Creador... De su alma, ay,
el mundo no quiere saber nada,
no le preocupa en absoluto. No la
reconoce: sólo ve en ella una in-
teligencia contenida en un cuer-
po mortal. Le importa el hombre
mientras está aquí, se despreocupa
de él cuando marcha hacia allá.
Pero llega un momento en que
abandona este aquí para ir a pa-
rar allá: desaparece de la vista,
envuelto en las sombras de ese
mundo invisible acerca del cual el
mundo visible es tan escéptico.
(¿No sabéis que la amistad con el
mundo es enemistad con Dios?
Mix., 13-14).
Imaginemos una pobre mujer que
vive de la mendicidad, y es pere-
zosa, andrajosa y sucia, y no tiene
una preocupación especial por la
verdad. No digo que llegará a la
perfección, pero si es honesta, so-
bria, alegre y cumple sus deberes
religiosos ―y no estoy suponiendo
un caso imposible en absoluto—,
tiene, a los ojos de la Iglesia, la
expectativa del cielo, la cual está
completamente cerrada y le es ne-
gada al hombre modélico de condi-
ción superior, al que es justo, recto,
generoso, honrado y responsable,
si todo esto le viene no de un in-
flujo sobrenatural, sino de una
mera virtud natural. Las damas re-
finadas y delicadas, con pocas ten-
taciones a su alrededor y sin ab-
negación que practicar, a su buen
gusto y refinamiento, si no son na-
da más, tienen menos interés para
la Iglesia que muchos pobres mise-
rables que pecan, se arrepienten y
se mantienen con dificultad en el
ámbito de la gracia. (Por fuera pa-
recéis justos, pero por dentro estáis
llenos de hipocresía y maldad. Diff.
I, 249-250).
La santidad es el resultado de pacientes y repetidos esfuerzos, después
De obedecer, trabajando poco a poco sobre nosotros mismos, en primer
Lugar modificando y finalmente cambiando nuestros corazones.
J. H. Newman. PS, I, 13, 11
6 (74)
Autores oratorianos
en el «New English Hymnal»
HIMNO es, en palabras de san
Agustín, todo aquel cántico
que contiene la alabanza a
Dios (canticum cum laude). Ya en
las primeras comunidades cristia-
nas la respuesta agradecida de
la fe al anuncio de la Buena Noti-
cia se prolongaba espontáneamente
en el gozo del canto: «Que la Pala-
bra, que es Cristo, habite entre vos-
otros en toda su riqueza... Y cantad
la acción de gracias a Dios en vues-
tros corazones con salmos, himnos
cánticos inspirados por el Espíri-
tu» (Col 3, 16). Esta enumeración
no pretende ser completa: más bien
muestra cómo a la riqueza de la
Palabra de Dios corresponde en los
cristianos una gran variedad en
las formas de acción de gracias, va-
riedad en principio ilimitada por-
que es fruto de la libertad en el
Espíritu Santo.
Pronto se compusieron himnos
de gran belleza literaria y de con-
tenido teológico preciso, muchos
de ellos debidos a los Padres de la
Iglesia (san Efrén, en Oriente, y san
Ambrosio, en Occidente, destacan
entre los himnógrafos de los prime-
ros siglos). Pero, junto a estos can-
tos, se utilizaban también otros cu-
ya doctrina era errónea o dudosa, y
por ello la Iglesia tardó algún tiem-
po en autorizar el uso de textos no
bíblicos para el culto. Entre los
himnos litúrgicos más antiguos que
han llegado hasta nosotros, encon-
tramos dos compuestos en forma
de prosa rítmica: el Gloria in ex-
celsis, que da a la Eucaristía su
tono festivo, y el Te Deum, tam-
bién para la alabanza solemne y la
acción de gracias. En la Iglesia la-
tina, la mayor parte de los himnos,
escritos en forma versificada, pasa-
ron al Oficio divino o Liturgia de
las Horas y componen un hermoso
conjunto, de gran valor espiritual y
también cultural (recordemos, por
ejemplo, cómo las notas de la es-
cala musical reciben su nombre a
partir del himno de Vísperas de san
Juan Bautista, Ut queant laxis).
7 (75)
Durante la Edad Media se com-
pusieron numerosos himnos y cánti-
cos en lenguas vernáculas, muchas
veces sobre la base de melodías po-
pulares, que eran utilizados fuera
del culto público de la Iglesia. Al
elaborar una nueva liturgia en ale-
mán, Lutero incluyó en ella algu-
nos de estos himnos, y su ejemplo
se fue imitando en otras Iglesias
reformadas. Durante el s. XVIII,
en Inglaterra, los hermanos John y
Charles Wesley, fundadores del mo-
vimiento metodista, dieron un fuer-
te impulso a la himnodia, que con-
sideraban parte integral del culto y
medio para expresar más bien el
sentimiento religioso que los mis-
terios de la fe, a diferencia de la
concepción tradicional. El uso de
los himnos a la manera metodista,
con su insistencia en los aspectos
emocionales y subjetivos, penetró
en la Iglesia anglicana, donde hubo
de enfrentarse a otra tendencia doc-
trinal de signo opuesto, represen-
tada por el Movimiento de Oxford
(Keble, Pusey, Newman), que se
proponía restaurar los himnos de
la Iglesia antigua y medieval para
mejor reivindicar la apostolicidad
y la catolicidad del anglicanismo.
Cuando una buena parte de los
seguidores del Movimiento entra-
ron en la Iglesia católica, continua-
ron traduciendo himnos tradicio-
nales, o compusieron otros a fin de
satisfacer una creciente demanda
por parte de los fieles. Los oratoria-
nos Newman y Faber entendieron
el recurso de los himnos populares
como una aplicación a la circuns-
tancia inglesa de las ideas de san
Felipe sobre la música y el aposto-
lado. Estos himnos debían producir
en Birmingham y en Londres el
mismo efecto que el canto de los
Laudi en las reuniones del Oratorio
romano: servir de apoyo a la ora-
ción y fomentar la alegría cristia-
na. La liturgia, por otro lado, se-
guía celebrándose en latín, y la
música, en gregoriano o polifónica,
debía ceñirse a los textos de la Mi-
sa o del Oficio, tradición que se
conserva fielmente en los Oratorios
ingleses.
Las perspectivas abiertas por el
Concilio Vaticano II permiten hoy
una utilización más amplia de los
himnos en las celebraciones litúr-
gicas. En la Iglesia anglicana, la
legitimidad de este uso había sido
reconocida a mediados del siglo
pasado, y en 1906 veía la luz el
English Hymnal, himnario semiofi-
cial que integraba las dos tenden-
cias enfrentadas, la evangélica y
la anglocatólica, y que, con sus
más de setecientas composiciones,
constituye un variado mosaico don-
de se combinan estilos, épocas y
tradiciones diversas. Ochenta años
después, en 1986, es publicado el
New English Hymnal, una revi-
sión del anterior, que, sin embargo,
muestra un celo encomiable por
conservar el rico legado himnológi-
8 (76)
co recibido del pasado (sólo una
quinta parte de los himnos que con-
tiene no figuraban en el himnario
precedente, y entre éstos son re-
lativamente escasos los de compo-
sición reciente: se trata de evitar,
tal como se advierte en la introduc-
ción, el dar por buenos muchos
cánticos «pobres en calidad y efí-
meros en el uso»). Hay que desta-
car, de otra parte, como el nuevo
himnario anglicano tiene muy en
cuenta la evolución de la liturgia
católica a partir del Concilio Vati-
cano II, al mismo tiempo que invita
a recuperar para el culto, una vez
traducidas al inglés, determinadas
piezas del repertorio gregoriano,
que sigue siendo considerado el
canto eclesial por excelencia.
Como oratorianos, podemos ale-
grarnos especialmente al encontrar
en el New English Hymnal tres
himnos escritos por Newman y
otros tantos por el P. Faber. El más
conocido es sin duda el titulado
Lead, Kindly Light («Guíame, luz
amable»), un poema compuesto por
Newman frente a las costas de Cer-
deña, cuando aún no era católico,
después de haber superado la crisis
anímica y física que le supuso su
enfermedad en Sicilia, con la certe-
za de que Dios le reservaba «una
tarea que hacer en Inglaterra».
Newman nunca pensó que este poe-
ma pudiera ser cantado ―ni si-
quiera lo consideraba buena poe-
sía—, pero la sinceridad que revela
EI Oratorio de Oxford.
Con alegría recogemos la
noticia de la erección de un
nuevo Oratorio, precisamente
en coincidencia con las fechas
de la festividad de N. P. S.
Felipe Neri. La reciente
fundación ha tenido lugar en la
ciudad de Oxford y su primer
Prepósito es el p. Robert
Byrne, el cual, junto con otros
cuatro miembros, forma la más
joven comunidad de San Felipe
Neri.
Esta nueva Congregación del
Oratorio cumple lo que fue un
sueño de John Henry Newman,
cuyos esfuerzos se vieron
frustrados hace más de un
siglo, después de haber sido el
fundador de las de Birmingham
y Londres. Nos unimos al
gozo de nuestros hermanos
ingleses con el sincero deseo
de que el pensamiento y el
espíritu de Newman, cuya
herencia recogen, les haga fácil
el compromiso de imitarle,
para bien de aquella ciudad
universitaria y de la Iglesia,
con una fidelidad parecida a la
de Newman, que es ejemplo
para todos y, en especial, para
los oratorianos.
9 (77)
y la confianza humilde en la Pro-
videncia de Dios que acierta a
transmitir encontraron eco de in-
mediato en muchos corazones sen-
cillos, para los que la himnodia se
había convertido en el medio de
expresar sus mejores sentimientos.
El himno se hizo muy popular; era,
y es todavía, cantado en múltiples
ocasiones (también en las exequias),
y muchos —Gandhi es el ejemplo
más celebrado— lo han tenido co-
mo himno favorito.
Los otros dos himnos de Newman
incluidos en el nuevo himnario an-
glicano son los que comienzan con
las palabras Firmly I believe and
truly («Creo firmemente y de cora-
zón») y Praise to the Holiest in the
height («Alabanza al Dios santísi-
mo en las alturas»). Ambos están
tomados del poema The Dream of
Gerontius (que, como es sabido, fue
musicado en forma de oratorio por
E. Elgar): se trata, respectivamente,
de la confesión de fe de Geroncio
antes de expirar, y del cántico con
el que los ángeles alaban a Dios por
la redención de la humanidad.
En cuanto al P. Faber, ocupa un
lugar propio en la literatura espi-
ritual moderna por sus escritos
devocionales y también, precisa-
mente, por su abundante produc-
ción himnódica. Los tres textos se-
leccionados por el New English
Hymnal, en los que se refleja su
tono fervoroso característico, son
bien conocidos por los cristianos
de habla inglesa, católicos o no: se
trata de los himnos Most ancient of
all mysteries («Oh misterio eterno,
el primero de todos»), para el do-
mingo de la Santísima Trinidad;
My God, how wonderful thou art
(«Cuántas son tus maravillas, Dios
mío»), y There's a wideness in
God's mercy («La misericordia de
Dios supera toda inmensidad»).
A los himnos escritos por New-
man y Faber hay que añadir, como
contribución oratoriana, las versio-
nes al inglés —ocho en total, princi-
palmente de textos latinos― debi-
das al P. Edward Caswall (1814-78),
un clérigo anglicano de notables
dotes literarias que se había con-
vertido al catolicismo por influjo de
Newman, junto con su esposa, y que
a la muerte de esta entró en el Ora-
torio de Birmingham. Cuando en
1864 Newman dedica la Apología
a sus hermanos de comunidad, el
P. Caswall es uno de los seis «hijos
de san Felipe» que habían perma-
necido fieles a la Casa y leales a
Newman, a pesar de todas las difi-
cultades. Su actividad como tra-
ductor, aunque no podía adornarse
con la brillantez de la creación poé-
tica original ―que practicó en me-
nor grado—, formaba parte de la
labor pastoral ordinaria del Orato-
rio: hacer accesibles a los fieles las
riquezas espirituales de la Iglesia,
para que la alabanza de Dios se
haga himno en muchos corazones.
10 (70)
Al margen del Congreso
Eucarístico de Sevilla
ADEMÁS de las celebraciones
multitudinarias y el aspecto
bullicioso, de lo que nos han
dado cuenta, incluso con generosi-
dad, los medios de comunicación,
para satisfacer lo que suele intere-
sar, de inmediato, a la generalidad
del público, ha habido otra vertien-
te, menos clamorosa, que es preciso
no echar en olvido, porque contie-
ne, seguramente, lo que más puede
durar como buen fruto del aconteci-
miento del Congreso. Nos referimos
a las intervenciones y ponencias de
los sabios relativas a la Eucaristía
que han tenido lugar, sin apenas
interés periodístico, que forman
una colección de lecciones y estu-
dios, que sólo más tarde aparecerán
editados y que podrán leer, además
del reducido número de asistentes
a las sesiones de Sevilla, quienes
estén verdaderamente interesadas
en sintonizar con el pulso de los
eminentes teólogos y pastoralistas
que allí ofrecieron sus reflexiones,
las cuales están destinadas a influir
en la profundización y mejor cele-
bración de este sacramento. Aquí
queremos notar solamente unas pa-
labras del cardenal Carlo M. Mar-
tini, jesuita, arzobispo de Milán y
hasta hace poco presidente de las
Conferencias Episcopales de Euro-
pa y, antes de ocupar esta sede
rector de la Universidad Gregoria-
na de Roma. El cardenal Martini
llamó la atención sobre dos aspec-
tos que amenazan o problematizan
la celebración actual de la Eucaris-
tía: las prisas y la superficialidad, es
decir, la creencia de que nos falta
tiempo para lo mejor y, como con-
secuencia, pasar rápidamente por
encima sin profundizar en lo bue-
no. Algo, hacía notar, que es una
característica muy de nuestro tiem-
po, en el que el hombre, casi sin
darse cuenta, devora sin degustar,
y se agita sin vivir. Y, en cuanto a
las celebraciones eucarísticas, el
mismo creyente, con harta fre-
cuencia, va a cumplir un precepto,
desentendiéndose de la dimensión
comunitaria esencial del espíritu
auténticamente cristiano.
También el papa ha pronunciado
palabras que es preciso tener en
cuenta. Bastaría destacar un par de
ellas, porque, ya en la primera jor-
nada, recordó la necesidad de esta-
blecer una verdadera coherencia
entre la fe y el pensamiento cristia-
no con la propia vida de creyente.
Y otras palabras, relativas a la re-
ligiosidad popular, que dijo a los
"rocieros": «Buena es la alegría pa-
ra festejar a la Virgen; pero sin
catecismo, sin la Biblia, dejando
al margen la liturgia, y olvidados
de la caridad, queda en simple fol-
clore». 
11 (79)
HIMNO A JESUCRISTO REDENTOR
J. H. Newman. PS, I, 13, 11.
PRAISE to the Holiest in the height,
And in the depth be praise,
In all his words most wonderful,
Most sure in all his ways.
2 O loving wisdom of our God!
When all was sin and shame,
A second Adam to the fight
And to the rescue came.
3 O wisest love! that flesh and blood
Which did in Adam fail,
Should strive afresh against their foe,
Should strive and should prevail;
4 And that a higher gift than grace
Should flesh and blood refine,
God's presence and his very self,
And essence all-divine.
5 O generous love! that he who smote
In Man for man the foe,
The double agony in Man
For man should undergo;
6 And in the garden secretly,
And on the cross on high,
Should teach his brethren, and inspire
To suffer and to die.
7 Praise to the Holiest in the height...
12 (80)
1 Que suba al cielo nuestra Toz,
felices al cantar
las maravillas del Señor
perfecto en su bondad.
2 Sabiduría que bajó
fue el segundo Adán
que la vergüenza y maldición
del viejo Adán sano.
3 Dios humanado, al asumir
nuestra fragilidad,
del enemigo vencedor,
resurgirá inmortal.
4 La gracia triunfa sobre el mal
y se derrama en bien:
es suavidad espiritual
en cada corazón.
5 Oh amor ilimitado y fiel,
dos veces vencedor:
pecado y muerte perderán
por siempre su aguijón.
6 Pasión del huerto en soledad,
y al abrazar la cruz,
Jesús nos deja la lección
suprema del amor.
7 Que suba al cielo nuestra voz...
13 (81)
La predilección
de san Felipe Neri
por los jóvenes
CUANDO san Felipe recordaba las gracias que había
recibido del Señor, volvía el pensamiento a sus años
jóvenes; así se desprende de las confidencias que
hacía a Consolino, uno de los últimos jóvenes aspi-
rantes al Oratorio, admitido por san Felipe cuando
éste era ya anciano. Sin duda que, al encontrarse con jóvenes
abiertos a la generosidad de dar una respuesta positiva al lla-
mamiento de Dios, se veía de algún modo reflejado en ellos.
Recordaba su infancia en la escuela florentina del Maestro
Chimenti, cuando en clase leía a sus alumnos poesías de Iaco-
pone da Todi o les contaba algunas de las más inocentes y
chispeantes facezie, o agudezas, del Pievano Arlotto; recor-
daba a ese buen maestro cristiano y, con particular gratitud,
«todo lo bueno que había recibido de los dominicos del con-
vento de San Marcos». Felipe, hijo de una familia venida a
menos y forzado a la emigración, no se dejó seducir por la
prosperidad mundana que le ofrecieron unos parientes que
querían prohijarlo y hacerlo heredero de una posición venta-
josa. Dejar Florencia no fue encontrarse desarraigado y solo
y ceder a los espejismos de ambiciones fáciles. Fue a Roma y
allí vivió sus años jóvenes, de los diecinueve en adelante, no
con el ansia de medrar, sino para estar cerca de los primeros
14 (82)
santos, de sus sepulcros, de los mártires cuyas virtudes le en-
tusiasmaban, cuando para otros jóvenes Roma era una ciudad
para trepadores, para hacer carrera, incluso a costa de la
misma Iglesia. El selfmade man, tan admirado en nuestros
días, en Felipe no tuvo más sentido que el de hacerse santo,
pero limpio de programaciones narcisistas, que le hubieran
llevado a la autocomplacencia y al fariseísmo más sutil. Ama-
ba a los jóvenes porque hubiera querido salvarles de los pe-
ligros que él conocía у sorteó merced a la oración, a la re-
flexión aplicada a la palabra de Dios y al ejemplo de las vidas
de los santos. Todo el resto le parecía hojarasca. En compara-
ción, entonces como ahora, ¡cuántos jóvenes lanzados a una
perspectiva ambiciosa de triunfos mundanos, mientras parece
que crecen y se aproximan a sus proyectos, los alcanzan en
perjuicio de la fidelidad a sus raíces cristianas y aun sim-
plemente culturales, que poco o nada estiman cuando no
están en función del éxito temporal que buscan! El bien, para
éstos, es el éxito económico, la satisfacción de placeres, la
irresponsabilidad y holgura cómoda frente a los deberes con
los prójimos, si no ofrecen perspectivas de provecho propio.
Sin ideales, y sólo con intereses; y acaso un pensamiento
mortecino sobre Dios abstracto y distante; egoístas... y al fin
infelices у tristes.
PRI Amaba a los jóvenes y les hubiera querido salvar de
estos riesgos, más difíciles de evitar cuando se llega a la edad
adulta, o se consolidan las instalaciones inspiradas en el egoís-
mo. Por eso les decía: «Bienaventurados vosotros, los jóvenes
porque tenéis tiempo para hacer el bien». Pero estad atentos,
porque, sin perseverancia, «el entusiasmo de los jóvenes es
como fuego de paja», que arde al primer impulso, pero se ex-
tingue en seguida. Conocía la natural impaciencia del corazón
juvenil, propenso a exigir resultados inmediatos, que dispen-
san de trabajo y fatiga: «No penséis que os haréis santos en
15 (83)
cuatro días; la perfección se adquiere con fatiga y poco a po-
co». También: «No os carguéis con exceso de prácticas devo-
tas; pero sed perseverantes en las prudentemente asignadas».
No obstante, hay que contar con la abnegación, y no despre-
ciar lo pequeño: «Hijos míos, comenzad sin despreciar las pe-
queñas mortificaciones, y así podréis luego mortificaros más
fácilmente en las cosas grandes». Sin duda que, en la vida, nos
vamos a encontrar con dificultades que exigirán desprendi-
mientos y abnegaciones aparejadas con la práctica de las vir-
tudes. «Sed obedientes y someteos a vuestros superiores, por-
que la obediencia es el camino en el que se resume cualquier
método que deba llevarnos a la perfección». Tiene mucha im-
portancia el papel del confesor o director espiritual. Si acudi-
mos a él leal y sinceramente, será más expedito el camino que
nos lleva a conocernos y a conocer a Dios, y a poder definir el
camino de vida que el Señor quiere para nosotros. San Felipe
decía que al director hay que verlo con frecuencia y abrirle
el corazón comenzando por lo más importante, no para buscar
consuelos, sino para encontrar luz; cualquier estrategia o reti-
cencia que vulnerase la sinceridad, sería como «ceder a un en-
gaño del demonio». El temerario que «se fía de sí mismo está
muy cerca de su ruina; sed humildes; no os burléis de los de-
más y menos de sus defectos; ni se os ocurra, tras las primeras
experiencias espirituales, haceros maestros de los demás en las
cosas del alma; antes que pretender la conversión de otros,
pensad en la conversión de vosotros mismos».
Hay que estudiar y estudiar a Dios, como él hizo, llevado
del puro deseo de santidad, sin que se le ocurriera que sus
estudios de teología, pobre como era, le pudieran servir para
medro alguno, y cuando ni pensaba ser sacerdote. Pero tam-
bién decía que «se aprende más ciencia de Dios en la oración
que en el estudio». La oración es indispensable: «Un hombre
sin oración es como un animal sin razón», porque sólo los irra-
(viene de la pág. 16)
cionales son incapaces de tratar a Dios. La oración lleva al gozo y da
fortaleza al espíritu. «No tengo miedo de nada si se me concede un pe-
queño momento para pensar en Dios antes de padecer cualquier prueba».
Oración y alegría: «Estad siempre alegres. Escrúpulos y melancolías no
los quiero en mi casa». Con esta advertencia: «Evitad la disipación que
viene de los jolgorios, porque éstos destruyen lo poco bueno que acabáis
de adquirir. Todo el que busque felicidad y gozo fuera de Dios sufrirá
la desilusión de no encontrar en las criaturas lo que sólo puede darle el
Creador».
Y estos últimos consejos: «El Paraíso no se ha hecho para darlo a
los perezosos»; «El que dice mentiras nunca será santo»; «Pedid incesan-
temente al Señor que os conceda el don de la perseverancia; comenzar
es de muchos; perseverar, de santos».
16 (84)
LA TRADICIÓN
MUSICAL
EN EL ORATORIO
EL NACIMIENTO del Oratorio se produce en el
siglo XVI, momento histórico caracterizado
por la plena efervescencia del movimiento
cultural conocido con el nombre de Renacimiento,
cuyo origen es italiano y, desde Italia, se extiende
en seguida por toda Europa. Consistía en una reno-
vación que se inspiraba en la recuperación de las
formas e ideales de la antigüedad clásica, y que iba
a influir en el arte, en la política, en la cultura, con
la pretensión totalizadora y vitalista de abrir el
mundo a una nueva era. En realidad, no solamente
significó el fin de la Edad Media, sino la culmina-
ción de sus inquietudes más positivas, según la
imagen del «hombre universal». Humanismo que
se introduce también en la religiosidad, que des-
ciende más a lo concreto de la vida del hombre y
a su sentimiento, descubriendo más de cerca al Dios
humanado, Jesucristo, lejos todavía de la posterior
(y más reciente para nosotros) revolución román-
tica del s. XIX.
El Renacimiento,
más que
arquitectura
Pero, cuando nos referimos al Renacimiento,
solemos ceñirnos a los testimonios plásticos más
evidentes, a la bien ordenada arquitectura de pala-
cios e iglesias, todavía ofrecidos a nuestra admira-
ción. Incluso los templos y casas de los oratorianos
no sólo los de la época fundacional, sino muchos
de los posteriores, y aun recientes, quisieron o han
17 (65)
querido mantener, como una veneración a distan-
cia del tiempo, el estilo arquitectónico renacentis-
ta, modelo contemporáneo de san Felipe. Sólo en
nuestros días, los más recientes de los Oratorios
fundados han prescindido de tal imitación, basa-
dos, a la vez, en motivos tanto de funcionalidad
como de actualización estética. Y lo mismo hay que
decir de la decoración y artes complementarias de
la arquitectura.
Existe, sin embargo, un aspecto del arte rena-
centista que no solamente en volvió la realidad del
origen del Oratorio, sino que este influye decisiva-
mente en él: nos referimos a la música en su expre-
sión religiosa.
La música
en Occidente
Muy rápidamente podríamos resumir la historia
de la música en Occidente diciendo que resultaría
verdaderamente arduo recoger vestigios que no
fueran casi exclusivamente religiosos y concreta-
mente cristianos, cualquiera que fuera la servidum-
bre debida a la música judía y a la bizantina. Las
formas musicales profanas surgieron de la imita-
ción de las religiosas. A lo largo del tiempo esto
llevó a una degeneración incluso artística. De ahí
se pasó al uso de estilos profanos, carentes de un-
ción religiosa, en los que se substituía la letra vul-
gar por la religiosa, sin devoción alguna, derivando
en espectáculo. Fue en este momento (ya en el s.
XVI) que la Iglesia se propuso una reforma radical,
de recuperación del sentido sagrado. Y en ese mo-
mento fue decisiva la influencia de san Felipe Neri,
es decir, de un discípulo suyo, Palestrina, que él
alentó.
Base del
patrimonio
musical
europeo
Pero no está de más recordar algunos datos que
pueden ayudar a la estima de la música religiosa
cristiana. El más antiguo de los tratadistas eclesiás-
ticos es san Agustín (354-430), en una enciclopedia
que no logró terminar, y se refiere especialmente
al ritmo y sucesivamente al canto melódico, el cual
18 (86)
estaba al servicio de la belleza y de la proclamación
de la Palabra e inteligencia y participación por to-
dos en la oración. También trató de la música san
Isidoro de Sevilla (560-636). Pero el verdadero ini-
ciador de la música de la Iglesia fue san Ambrosio
de Milán (333-397), cuya labor completaría dos si-
glos más tarde el papa san Gregorio Magno (540-
604), honra de los benedictinos, uno de los doctores
de Occidente, junto a san Ambrosio, san Agustín y
san Jerónimo. La herencia musical de estos santos
constituye la base del patrimonio del canto religio-
so occidental, que alcanzó la cima de su belleza en
el siglo XIII, por su sencillez, inspiración, espiritua-
lidad, que ponían alas a las palabras para elevarlas
en alabanza a Dios, y engarzaban las plegarias de
la liturgia en la transparente limpieza de melodías,
como si cantar fuera equivalente a «rezar dos ve-
ces», según el aserto de san Agustín. No había ―no
hacían falta― instrumentos. El órgano se introdujo
en Occidente en el s. VII, pero no pasó a las iglesias
hasta el s. X, inspirándose ciertamente en las melo-
días gregorianas, pero sin acompañar su canto. En
las catedrales o colegiatas donde el clero llevaba vi-
da común, y sobre todo en los monasterios, habían
verdaderos músicos, creadores de melodías que
ellos mismos interpretaban o entonaban y dirigían.
Uno de estos cantores insignes fue, en el s. IX, el
erudito y al mismo tiempo excelente cantor Aure-
liano, cuyo conocimiento y arte musical se hizo pa-
tente en la catedral y corte de Aquisgrán.
Guido d'Arezzo
Y, sobre
todo, el benedictino italiano Guido d'Arezzo, al que
se debió la invención de la notación musical, que
permitía el registro gráfico de las tonalidades del
canto llano, a una sola voz, es decir, monódico. Pe-
ro no se tardó en tomar una melodía dominante,
como base, y envolverla o acompañarla con otra
concordante. Así empieza sus pasos la polifonía, y
sus creaciones musicales, pensadas para las fiestas
o reuniones profanas, más bien palaciegas que po-
19 (87)
pulares. Sólo más tarde, en el s. XIV, comienza a
componerse música polifónica para el culto. De
modo parecido, el órgano, el instrumento más an-
tiguo de teclado, de origen bizantino, que pasa a
Europa a principios del s. IX, es adorno para con-
ciertos y fiestas de palacio y tarda más de un siglo
en introducirse en las iglesias, y alcanzaría su má-
ximo esplendor en los ss. XVI-XVIII, especialmen-
te en el barroco.
Secularización
A partir del s. XIV el desarrollo del arte musi-
cal ya no es exclusivamente eclesiástico; se secula-
riza, y la independencia que adquiere al prescindir
de su sentido espiritual llega a profanar, por imi-
tación, la misma música religiosa. Ese es el momen-
to, en el s. XVI, en el que el Oratorio ejercerá un
influjo decisivo para salvar, a la vez, arte y devo-
ción, cuando parecían contradictorios: o porque se
miraba más al efectismo estético (o pretendido co-
mo tal), en perjuicio del espiritual, o porque se
buscaba un virtuosismo sonoro para recreación del
oído, sin que importaran las palabras cantadas, o
ya porque el estruendo de los acompañamientos
ahogaba la pobreza de las voces, o porque se caía
en la exhibición del cantor singular o del conduc-
tor del coro, y se teatralizaba la celebración del
culto, tomado más como acontecimiento artístico
y social que como asamblea y comunión de fe. Es
un discípulo de san Felipe y a la vez buen músico,
Animuccia, quien señalaba esos defectos de exhibi-
cionismo y profanación en la música religiosa de
entonces.
San Felipe
y la música
Pero en el Oratorio había otros músicos y, ade-
más, las personas medianamente cultivadas eran
capaces de leer música, como ocurría con aquellos
jóvenes que comenzaron a frecuentar las reuniones
con san Felipe. San Felipe venía de Florencia, tenía
corazón de artista y, desde joven en la escuela, le
quedaba el sedimento del «Trivium» y «Quadri-
vium», además del ejemplo recibido en San Marcos,
20 (88)
con los dominicos. La música, desde un principio,
formó parte del Oratorio.
Animuccia,
Palestrina,
Soto...
Sabemos que Juvenal Ancina,
cuando descubrió el Oratorio, escribió en-
tusiasmado a su hermano Mateo: «Voy al Oratorio
todos los días, donde se dan hermosas charlas
sobre el Evangelio, sobre las virtudes, sobre la
Historia de la Iglesia y la vida de los santos... Y al
fin hay música para el espíritu».
El "Oratorio
Musical"
Uno de los músicos, además del citado Animuc-
cia, coetáneo de san Felipe, era el célebre y devo-
tísimo Giovanni Pierluigi da Palestrina, diez años
más joven. Ayudaban al Padre en las reuniones y
componían Laudi («cantos espirituales») o musica-
ban poesías de lacopone da Todi, o las escribían,
como hiciera Animuccia con la célebre canción de
la «Vanità di vanità», tan conocida. Más adelante,
de los primeros Laudi, se pasó a composiciones
dramatizadas, con recitados, arias, coros, sobre te-
mas bíblicos, para ocasiones especiales, más concu-
rridas, complementarias de la ordinaria formación
cristiana impartida. A estas composiciones se les
llamó «Oratorio musical», y fueron una invención
por demás exitosa, que luego se ha convertido en
una forma musical cultivada por otros grandes
músicos (Bach, Haendel, Mendelssohn, Elgar, Falla,
Casals, Massana, Halffter...) Y, en esta reciprocidad,
de influjo entre lo religioso y lo profano, dio lugar
a la «Opera», cuando, a principios del s. XVII,
además de temas religiosos, con parecida forma,
se trataron musicalmente temas profanos, dándoles
por lo general mayor extensión y, en seguida, des-
tinados a ser representados en el teatro. La «Opera»
salió del Oratorio, pero se cultivó fuera.
Tanto Animuccia como Palestrina eran hombres
profundamente espirituales y entusiastas seguido-
res de san Felipe. El primero se distinguió por
componer cantos, o Laudi, en los que la belleza
ayudara a la expresividad de la letra, cantada de
modo inteligible, sin que la belleza formal de la
21 (89)
música desmereciera del sentido espiritual al que
estaba destinada, como alabanza y oración a Dios.
Palestrina, dirigido por san Felipe, tuvo una inter-
vención decisiva en las reformas tridentinas que
apuntaban a la corrección de los abusos.
C. de Trento
y la polifonía
Parecía
que el papa Pablo IV, aconsejado por san Carlos
Borromeo, estaba decidido a suprimir de tajo la
música polifónica en los templos, vista la profana-
ción y mal gusto en que había caído. San Carlos
Borromeo, arzobispo de Milán (quién sabe si tam-
bién por fidelidad a su antiguo antecesor, san Am-
brosio), propugnaba que se admitiera solamente el
canto llano o gregoriano en la liturgia. San Felipe
tenía sus preferencias por el gregoriano y bien lo
demostraba al acudir, acompañado de sus más adic-
tos seguidores, al canto de vísperas en la iglesia
romana de los dominicos, la Minerva, o a los bene-
dictinos de san Pablo, pero le dolía que no se reco-
nociera la belleza y espiritualidad, cuando existe
realmente, del canto coral. Tenía a Palestrina y qui-
so que él demostrara que la polifonía puede ser un
trenzado bellísimo de melodías que eleven pare-
cidamente el corazón a Dios en alas de la buena
música, sin más instrumentos que la voz humana.
Felipe, amigo de los cardenales Borromeo y Vitel-
lozzi, delegados por el papa, para zanjar la cuestión,
instó, de acuerdo con ellos, a Palestrina, para que
compusiera tres misas que sirvieran de muestra y
experimento. Éste culminó con éxito, después de
haber oído la mejor de todas, que en adelante se
llamaría «del papa Marcelo», título que le puso Pa-
lestrina por la devoción que tenía a este papa, pre-
decesor de Pablo IV. Aun cuando el órgano ya se
había perfeccionado y entrado en la iglesia, Pales-
trina prescindía de él; le bastaba el mejor instru-
mento, la voz humana. De donde cantar sin acom-
pañamiento instrumental se llamó, desde entonces,
cantar «a la Palestrina».
Como antes había asistido Felipe a la muerte de
22 (90)
Animuccia (1571), también, anciano ya, pudo con-
fortar a Palestrina en su hora, acaecida en una fecha
particularmente grata para ambos, el dos de febre-
ro de 1594, cuando hacía muy poco que el músico
había compuesto una obra dedicada a la Virgen. A
la pregunta de Felipe si pensaba en Dios, le res-
pondió fervoroso su querido discípulo: «Sí, Padre,
cuanto antes deseo ir al cielo, y que ahora María
me lo alcance de su Hijo».
La muerte de Palestrina no supuso ninguna in-
terrupción de la música en el Oratorio. Según el
testimonio de Tarugi, «nunca faltaban cantores que
desinteresadamente participaban en los cantos, sin
necesidad de ser convocados». Uno de estos músicos
era el español Francisco Soto, originario de Landa
(Soria). Este había acudido a Roma y formaba parte
de la capilla pontificia y frecuentaba el Oratorio,
atraído por la música, y no tardó mucho en pedir
ser admitido (1571) en la comunidad y Felipe qui-
so que se ordenara sacerdote. Su buena fe y senci-
llez de carácter hizo que Bordini le llamara «doctor
en simplicidad». Era un músico excelente, que no
solamente recibió y mantuvo la tradición musical
de Animuccia y Palestrina, sino que
hizo discípulos
en el mismo Oratorio, que pudieron secundarle y
luego sucederle en la dirección de la música y los
cantos. En los archivos del Oratorio de Roma se
conservan varias composiciones de todos estos mú-
sicos, con frecuencia sin llevar firma, pero cuyos
autores se pueden identificar por los estilos.
La tradición
musical
del Oratorio
Las primeras Constituciones del Oratorio consa-
gran la estima de la música cuando, en el mismo
principio, establecen que, «en las fiestas, no sólo se
ha de estimular a la contemplación de las cosas di-
vinas con la oración y la predicación sencilla, sino
también con la música». La tradición del gregoria-
no y de la buena música figurada, como parte de
la liturgia y el propio apostolado, ha acompaña-
do los mejores momentos del Oratorio, a lo largo
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de sus cuatro siglos de existencia. Para acreditarlo,
en España, bastarían, entre colaboradores seculares
y miembros del Oratorio, los nombres recientes de
Valls, Mas Folch, Garcia Estragués, Millet, Soler
Llobera, Penina, Colomer...
Para san Felipe, la música y el canto en la igle-
sia no podía ser pretexto para exhibiciones o sim-
ple recreo de los oyentes. Como explicaba su dis-
cípulo Animuccia, y se hizo lema con Palestrina,
Soto y la primera generación de músicos en el Ora-
torio, porque allí, decían, «no se cantaba por el
gusto de cantar, sino para alabar a Dios», elevar
la mente y rezar mejor, en comunión de voces, ex-
presivas de una verdadera unción espiritual, tanto
por medio de melodías sencillas y bellas a la vez
como en la polifonía más depurada, capaz de subli-
mar el lenguaje del alma en contemplación de lo
divino, con un arte que a sí mismo se ignoraba,
cuya mejor muestra fuera tal vez Palestrina, y la
escuela de cuantos le siguieron, sin olvidar entre
éstos al abulense Luis de Victoria (1548-1611), que
estuvo en Roma unos veinte años, frecuentó el Ora-
torio y fue discípulo de Palestrina. De él se dice que
nunca escribió ninguna composición musical pro-
fana. Italia, inferior musicalmente a Francia y Cen-
troeuropa hasta llegar el Renacimiento, se recupera
y alcanza en éste su mejor momento, en Florencia,
Mantua, Venecia y, principalmente, Roma, donde,
en el Oratorio, retoma y eleva su sentido religioso,
conservando el gregoriano y dignificando hasta lo
sublime la polifonía.
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
PL San Felipe Neri, 1. Apartado 162 - 02080 Albacete - D.L. AB 103/62 - 9.7.93
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