Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 292. ENERO - FEBRERO. Año 1994
SUMARIO
CRISTO, como hombre sumergido en la divini-
dad, rogó al Padre: «Que sean uno, como no-
sotros somos uno: yo en ellos y tú en mí». La
unidad, como la fe, no se improvisa, y es gra-
cia derramada de la profundidad de Dios. Aquí va
precedida de la unión, de andar juntos sin eliminar-
nos, sin destruirnos recíprocamente, respetándonos.
La Iglesia espera que los que se limitan a llamarse
cristianos se conviertan al catolicismo; pero, a la vez,
moderando el énfasis de nuestra denominación, los
católicos debemos convertirnos al cristianismo; sin
lo cual la deseada unión no sería comunión, no se-
ría verdadera Iglesia de Dios, en la que "cristiano"
es el nombre y "católico" el apellido.
LOS OJOS PUESTOS EN JESÚS
RICOS
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
CONVERSIONES EN INGLATERRA
LAS PALABRAS DE LOS SANTOS
PALABRAS DE SAN FELIPE NERI
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LOS OJOS PUESTOS EN JESÚS
«Todos, en la sinagoga, miraban
a Jesús» (Lc 4, 21).
Hoy también en nuestras asambleas,
si de verdad lo deseas,
tus ojos pueden estar fijos en el Salvador.
Cuando le diriges tu mirada
―la que viene del fondo de tu mismo corazón,
quiero decir―
para contemplar la sabiduría y la bondad
del Hijo de Dios, tienes los ojos fijos en Jesús.
¡Dichosa la asamblea
cuya palabra da testimonio
que los ojos de sus fieles
han estado fijos en Jesús!
Cuando dirigimos nuestras miradas hacia Jesús
su luz y la contemplación de su rostro
ilumina nuestros ojos;
y es entonces cuando podemos decir con el salmo:
«Sobre nosotros, Señor,
brilla la luz de tu mirada».
Orígenes (s. III),
Com. sobre Lucas
2
Ricos
UNA PREGUNTA: ¿por qué Jesús nació pobre, realmente pobre, si luego, en la
montaña de las bienaventuranzas, hablaría de la pobreza "de espíritu", que
tantos han tomado como una rebaja tranquilizadora y justificación del posee-
dor de verdaderas riquezas "reales"? Porque parece que, como en derecho
penal se dice que las ideas no delinquen, aquí valga decir que el espíritu no peca.
Sabemos, sin embargo, que en cuestión de virtudes, todas son esencialmente espiri-
tuales; lo contrario sería simulación, hipocresía. Por esto no se puede afirmar que la
riqueza real sea una suerte; sí, acaso, una responsabilidad como de quien tiene en las
manos un crédito que hay que devolver a Dios, en cuyo caso el "espíritu" sería ma-
nejarlo con el respeto debido a lo que a él pertenece: «todo es vuestro, pero vosotros
sois de Cristo y Cristo es de Dios», dirá san Pablo. Al cristiano ya no le sirve el con-
cepto romano de la propiedad, como derecho absoluto ―«con lo mío hago lo que
quiero»―, ni siquiera el negativo y convencional de no hacer el mal, sino el positivo
y creativo de bien según Dios.
Lo cual se rechaza por el mundo todavía pagano y no se acaba de admitir, inclu-
so por gran cantidad ―¿la mayoría?― de los cristianos, resignados fácilmente a meras
acciones mínimas y simbólicas, para aquietar escrúpulos de conciencia, y son todavía
pocos a tomar en serio el calado evangélico de la primera de las bienaventuranzas.
Razones nunca faltan, y la fantasía provee de ellas, hasta aceptar la más que dudosa
opinión de que, para cualquier proyecto apostólico, lo primero con lo que hay que
contar es con su financiación, lo cual no deja de ser un criterio mundano, del que Je-
sucristo, precisamente al venir al mundo, prescindió y contradijo con su nacimiento
en pobreza y con el ejemplo de toda su vida, hasta su desnudez en la cruz y la sole-
dad en su muerte, salvo el puñado de unos pocos, con la Virgen, que serían semilla
de su Iglesia, de la asamblea en nada parecida a «un reino del mundo», si bien so-
metida a la secular lucha por no sucumbir a los modos y maneras mundanas de una
proclamación confusa de su Evangelio. Y en eso estamos.
3
El "espíritu" de riqueza no es exclusivo de los ricos; ni el de "pobreza", de los
pobres. Y habrá ricos con espíritu de pobreza si supieron hacer que el bautismo
cristiano les purificara realmente de la codicia y del orgullo, al lado de otros muchos
que, si pasan por creyentes, seguirán pensando que incluso Dios «deberá contar con
ellos». De modo parecido, habrá pobres recomidos por la envidia, verdaderos ricos
de espíritu, junto a grandes multitudes indigentes que claman por la justicia ante la
pasividad de los instalados en las comodidades alcanzadas y mantenidas al precio de
la explotación de los realmente pobres; y también habrá los que sin desesperación,
la fe les ayude a descubrir el privilegio de una situación de desprendimiento real que
les hace más fácil el camino de la humildad, del gozo sencillo, de la riqueza y el con-
suelo del amor compartido, de la fraternidad en Dios. Para éstos está el énfasis del
ejemplo de Cristo, que los santos se esfuerzan en repetir, en primer lugar por pare-
cerse a Cristo mismo y poderle comprender mejor, y luego por amor a los demás
hermanos de cerca o de lejos, para no pecar de hartazón a costa del hambre, la igno-
rancia y la miseria de los más pobres, y para dar ejemplo a todos en el verdadero
seguimiento de Cristo, por caminos de libertad, pues aunque parezca un contrasen-
tido, es más libre el pobre de espíritu que el rico, porque éste padece la fiebre de
la ansiedad por no perder lo que guarda, mientras se le reseca el corazón y pierde
sentido para él la palabra amor, al que ponen precio cuantos le rodean. El pobre de
espíritu es libre y solamente el libre puede amar, aunque la libertad tiene el alto
precio de la pobreza y el desasimiento, que sitúan en el sentido puro de la verdad y
la paz. El día que de verdad los cristianos nos decidamos en la apuesta por la verda-
dera «pobreza de espíritu», el mundo dará un vuelco y la tierra tocará con las manos
el cielo. Nuestra desgracia es que no nos lo acabamos de creer, y por eso se demora
la era de la felicidad para todos los hombres. Demoramos el bien engañándonos de que
así aplazamos el mal. No queremos el bien entero, no amamos, no redimimos nuestra
esclavitud de la duda, desconfiamos de que nuestra vocación pueda ser la felicidad.
En definitiva no somos felices porque no amamos, no amamos porque no somos li-
bres, no somos libres porque no somos pobres, no somos pobres porque no somos espi-
rituales, y el barro moja nuestras alas y no podemos volar como las aves del cielo, ni
agradecer el beso limpio del aire como los lirios de los campos. Será difícil, mientras
sigamos ricos, entrar en el reino de los cielos. Pero Cristo nació pobre para desblo-
quear, de una vez, nuestras resistencias. Algunos creyeron en él.
A los ricos de este mundo, recomiéndales que no sean altivos, ni pongan su
confianza en algo tan inseguro como la riqueza, sino en Dios, que nos provee
de todo espléndidamente para nuestra satisfacción; que practiquen el bien, se
hagan ricos en buenas obras, sean generosos, dadivosos, atesorando así para
sí mismos un buen capital para el futuro, hasta lograr la auténtica vida.
1Tm 6, 17-19
4
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
AMOR CRISTIANO Y CONDICIÓN HUMANA
Sería un gran error por nuestra
parte pensar que hemos de aban-
donar nuestras ocupaciones tem-
porales y retirarnos del mundo si
queremos servir a Dios como es
debido. El cristianismo es una re-
ligión para el mundo, tanto para
los hombres de negocios e influen-
cia social como para los pobres.
(Newman pasó su vida predicando
el ideal cristiano a los laicos, a
hombres y mujeres corrientes. H. S.
II, 94).
Cuando la gente se convence de
que la vida es corta..., cuando se
da cuenta de que la vida futura lo
es todo, de que la eternidad es el
único objeto que puede solicitar y
llenar de verdad nuestros pensa-
mientos, entonces son propensos a
despreciar completamente esta vi-
da y a olvidar su importancia real;
tienden a desear que el tiempo que
han de pasar aquí transcurra man-
teniéndolos apartados de sus debe-
res temporales y sociales. Habría
que recordar, antes bien, que las
ocupaciones de este mundo, aun-
que no sean celestiales en sí mis-
mas, son, con todo, el camino que
conduce al cielo... Pero es difícil
darse cuenta de estas dos verdades
al mismo tiempo, y de saber unir-
las: contemplar constantemente la
vida futura y, sin embargo, actuar
en ésta...
Pensar en el mundo futuro nos
puede llevar, de diversas maneras,
a descuidar nuestros deberes en és-
te. Siempre que ello ocurra, pode-
mos estar seguros de que nos en-
contramos ante algo equivocado y
no cristiano; no precisamente por
el hecho de pensar en el mundo fu-
turo, sino por la forma de hacerlo.
(La vida es para la acción. P. S.
VIII, 165)
El cristiano percibirá que la ver-
dadera contemplación consiste en
sus tareas temporales; que así como
Cristo se hace visible en los pobres,
en los perseguidos, en los niños,
así también se muestra en las ocu-
paciones ―cualesquiera que sean―
5
que él asigna a sus elegidos; que
dedicándose a su propia vocación
se encontrará con Cristo: en tanto
la descuide, se verá privado de su
presencia, pero, en la medida en
que la lleve a cabo, verá cómo
Cristo va revelándose a su alma, en
medio de los quehaceres ordinarios
de cada día, como por una especie
de sacramento. («El sacramento del
momento presente». P. S. VIII, 165).
Los trabajos de cada día, he aquí
la piedra de toque de nuestra con-
templación de la gloria, con inde-
pendencia de si esos trabajos serán
o no provechosos para nuestra sal-
vación; el que hace un acto de obe-
diencia por amor a Cristo, es mejor,
y vuelve a su casa justificado, en
comparación con el más elocuen-
te de los oradores. (Por sus frutos
los conoceréis. P. S. I, 270).
Aquel que poseía el don de poder
contemplar constantemente a su
Señor y Salvador como si lo estu-
viera viendo con los ojos de su
cuerpo, fue, sin embargo, tan sen-
sible a los afectos humanos y a las
circunstancias del mundo exterior,
que parecía no haber tenido expe-
riencia de aquella contemplación.
Resulta admirable: el que encon-
traba descanso y paz en el amor
de Cristo, no quedaba satisfecho
sin el amor de los hombres; él, pa-
ra quien la recompensa suprema
era la aprobación de Dios, buscaba
la conformidad de sus hermanos...
Amaba a sus hermanos, no sólo
«por causa de Jesús», por utilizar
sus propias palabras (2 Co 4, 11),
sino también por ellos mismos. (La
sensibilidad de san Pablo muestra
que la gracia se edifica sobre la
naturaleza. O. S., 114).
Una mente bien formada ―puesto
que ello es algo bueno en sí mis-
mo― aporta una especial fuerza y
carácter a todos los trabajos y acti-
vidades que emprende, y nos ca-
pacita para ser más útiles, y ello
para beneficio de un mayor nú-
mero de personas. Se trata de un
deber que tenemos para con la so-
ciedad humana, para con la comu-
nidad a la que pertenecemos, para
con el ambiente en que nos move-
mos. (Newman es un humanista
cristiano. Idea, 167).
Sabemos que nuestro Salvador tu-
vo un amigo predilecto. Esto nos
muestra, en primer lugar, hasta
qué punto era totalmente hombre,
igual a nosotros, en sus necesida-
des y sentimientos; y, en segundo
lugar, que no hay nada contrario
al Espíritu del Evangelio, nada
opuesto a la plenitud del amor cris-
tiano, en el hecho de dirigir nues-
tro afecto de un modo especial ha-
6
cia determinados objetos, aquellos
hacia los cuales nos han atraído las
circunstancias de nuestra vida o
alguna peculiaridad de nuestro ca-
rácter. Algunos han supuesto que el
amor cristiano tiene una naturale-
za tan expansiva que no es suscep-
tible de encarnarse en personas
concretas, de forma que hemos de
amar a todos los hombres de la
misma manera. Y hay muchos que,
sin haber elaborado ninguna teoría,
consideran, en la práctica, que el
amor por muchos es una realidad
superior al amor por uno o por
dos: de este modo descuidan la ca-
ridad en la vida personal, mientras
se ocupan de proyectos destinados
a difundir la filantropía universal,
o de llevar a cabo la unión y la
reconciliación entre los cristianos.
Yo, contrariamente a estas inter-
pretaciones del amor cristiano, y
fijándome en el ejemplo de Cristo
Salvador, mantengo que la mejor
preparación para amar el mundo
en toda su amplitud, y de amarlo
recta y juiciosamente, es cultivar
la verdadera amistad y el amor
profundo hacia aquellos que están
más cerca de nosotros. (La amistad
cristiana. P. S. II, 52-53).
Hemos de empezar amando a nues-
tros amigos más cercanos, y gra-
dualmente ensanchar el círculo de
nuestro afecto, hasta que alcance a
todos los cristianos, y después a
todos los hombres... Qué absurdas
resultan las palabras de los escrito-
res cuando se refieren con grandi-
locuencia al deber de amar a todo
el género humano con un afecto
universal, de ser amigos de toda la
humanidad... Eso no es amar a los
hombres, es sólo hablar de amor. El
amor real debe realizarse en la prác-
tica. (La verdad de las cosas exige
su realización efectiva. P. S. II, 54-
55).
La economía política... si es estu-
diada en ella misma, con indepen-
dencia de la norma proporcionada
por la verdad revelada, conducirá
ciertamente a los que se ocupan de
ella a conclusiones no cristianas.
La Sagrada Escritura nos dice con
toda claridad que «la codicia» ―O,
más literalmente, el amor al dine-
ro― «es la raíz de todos los males»
(1 Tm 6, 10). El cristiano tiene el
deber de trabajar, sí, pero de tra-
bajar para atender la propia sub-
sistencia y la de los suyos; y tiene
también el deber de ser vigilante
con respecto a la riqueza, tanto
privada como pública.
Evidentemente, si hay una cien-
cia que trata de la riqueza, a ella
corresponde formular las reglas
para adquirir esta riqueza y para
disponer de ella, pero su compe-
tencia acaba aquí. Por ella misma,
no es capaz de declarar que es una
ciencia subordinada, que su fin no
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es el fin último de todas las cosas,
o que sus conclusiones son sola-
mente hipotéticas porque depen-
den de sus propias premisas y, por
tanto, pueden ser refutadas por
una enseñanza más elevada.
He aquí el campo que el especia-
lista en economía política tiene
derecho a ocupar. Su competencia
no se extiende a determinar si la
riqueza ha de ser obtenida no im-
porta de qué manera, o si conduce
por ella misma a la virtud o cons-
tituye el precio de la felicidad. Eso
sería traspasar los límites de su
disciplina. (La verdadera filosofía
comporta una visión ordenada de
la realidad. Idea, 86-87).
Acción litúrgica
y presencia de Cristo.
Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción
litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona
del ministro, ofreciéndose ahora por el ministerio de los sacerdotes el
mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las
especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de
modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza (como dice
san Agustín). Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la
Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último,
cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió:
«Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos» (Mt 18, 20).
Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es
perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia
siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su
Señor y por él tributa culto al Padre Eterno.
Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del
sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y,
cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el
Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros,
ejerce el culto público integro.
En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de
Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada
por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y el mismo grado,
no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia.
Concilio Vaticano II,
Const. Liturgia, n. 7
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Conversiones en Inglaterra:
El testimonio de la duquesa de Kent.
En vigilias del Octavario por la unión de los cristianos, este año se ha
producido la conversión, largamente madurada, de un miembro de la fa-
milia real británica, que por esta misma circunstancia, ha sido noticia
que ha dado la vuelta al mundo, a pesar de la sobriedad y sencillez que
se ha querido dar al acto formal de su admisión en la Iglesia católica: la
duquesa de Kent, la cual, lo mismo que hiciera Newman en el siglo pa-
sado, ha entrado en el catolicismo no sin haber reconocido todo el bien de
que es deudora a la Iglesia de Inglaterra, en cuyo seno nació a la fe de
Cristo y desde la cual, «como quien llega a puerto después de una traba-
josa travesía», ha alcanzado su plenitud convirtiéndose al catolicismo.
Desde la conversión de Newman, en el siglo pasado, más de un millón de
anglicanos han entrado en la Iglesia católica, sin necesidad de tener por
enemigos a sus originales hermanos de fe, aunque sí buscando lo que han
entendido como un mayor acercamiento a Jesús. Nosotros mismos, los
oratorianos, contamos allí con tres comunidades en las cuales, más de la
mitad de sus miembros son anglicanos convertidos al catolicismo, respe-
tados y amados por todos.
Nos parece ilustrativo reproducir unos párrafos del artículo aparecido
en el «The Times», y firmado por su ex-director, William Rees-Mogg.
HACE tan sólo algunos años,
las iglesias cristianas se con-
sideraban como competido-
ras entre sí, y o bien se lamentaban
o se alegraban de las conversiones,
como si cada converso a sus filas
fuese un gol marcado al equipo lo-
cal; esta actitud no ha desaparecido
del todo. Ahora las iglesias tienden
a considerarse a sí mismas como
vías alternativas para realizar el
mismo viaje espiritual y reconocen
que una persona concreta puede
ser ayudada mejor por una Iglesia
que por otra. Así han reaccionado
el arzobispo anglicano de Canter-
bury y el arzobispo católico de
Westminster ante la decisión de la
duquesa de Kent de convertirse al
catolicismo, una decisión espiritual
que a ella corresponde adoptar, y
ella ha decidido lo que más le con-
viene. 
No obstante, su conversión tiene
una importancia que va más allá
de su opción personal. Es una grata
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declaración de libertad religiosa.
La familia real, a diferencia de to-
das las familias de Gran Bretaña,
está sujeta a unas normas religiosas
impuestas por la ley de Sucesión
al Trono, de 1701. Esa ley sigue
disponiendo que ningún católico--
romano puede llegar a ser monar-
ca, como tampoco puede hacerlo
nadie que se case con un católico--
romano. La duquesa de Kent no se
ve afectada por esta disposición,
pues ella no está en la línea de
sucesión al trono. Jurídicamente,
esta conversión no supone ninguna
diferencia por lo que respecta a la
sucesión, pero refuerza la libertad
de conciencia de toda la familia
real.
Las funciones regias y religiosas
están unidas tan estrechamente,
con arreglo a la Constitución bri-
tánica, que los miembros de la fa-
milia real se supone que tienen un
concepto religioso de la vida. El
último mensaje de Navidad de la
reina Isabel II fue un admirable
sermón laico y puso de relieve la
profundidad de su fe religiosa. En
cuanto las personas piensan en la
religión de un modo serio, em-
prenden un viaje espiritual que las
lleva hacia su propia forma de en-
tender la verdad. Cada individuo
seguirá por esa vía para que mar-
que su propio destino, como lo ha
hecho la duquesa de Kent.
Su decisión es importante por lo
que se refiere a la Iglesia de Ingla-
terra. No la ha adoptado a causa
de la ordenación sacerdotal de las
mujeres. Ha sido el resultado de
años de lectura y oración, y la ha
tomado por razones más amplias.
No obstante, la cuestión que se
le planteó es también la que se
plantean muchos anglocatólicos.
Para los liberales y los protestantes,
la Iglesia de Inglaterra puede se-
guir siendo la suya propia. Pero
para muchos anglocatólicos devo-
tos ha ido convirtiéndose en algo
cada vez más incómodo, y la Igle-
sia católica, con su autoridad his-
tórica, les parece ahora un lugar
más lógico.
Entre muchos anglicanos ―no so-
lamente entre anglocatólicos― hay
también una sensación de que la
Iglesia de Inglaterra ha perdido su
vitalidad espiritual. Ningún miem-
bro de la familia real en su genera-
ción ha desempeñado su papel con
un mayor sentido del deber que la
duquesa de Kent. La decisión reli-
giosa de la duquesa tendrá, por lo
tanto, una influencia más amplia.
La casa de Windsor ya no puede ser
considerada como una especie de
ancla protestante para la Iglesia de
Inglaterra. La familia real no existe
para eso; hay millones de personas
que son leales a la reina y que dis-
tan mucho de ser protestantes.
Pero lo más valioso en la actua-
lidad es el testimonio personal de
la duquesa de Kent. Mucha gente,
incluyendo figuras públicas, ha
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perdido el sentido de los valores.
No paran de buscar beneficios a
corto plazo, sexuales o financieros.
Sin fe, es demasiado fácil llevar
una vida propia de «La feria de las
vanidades». Ese es el mensaje de
los escándalos actuales. La duque-
sa de Kent ha tomado una decisión
difícil y muy meditada acerca de
algo que realmente importa.
Para los católicos, Dios es la
fuente de la gracia y la Iglesia ca-
tólica es la institución mediante la
cual se recibe la gracia. La Iglesia
no es el único camino para ello,
pues Dios concede libremente su
gracia, pero sí tiene una autoridad
especial. La decisión de la duquesa
de Kent se refiere al efecto de la
gracia divina sobre la vida del es-
píritu. Ésta es la cuestión que pre-
sidió la vida de los santos. Es la
cuestión por la cual murieron los
mártires cristianos, aquella por la
cual tanto Thomas Cranmer como
Tomás Moro murieron, aunque con
motivaciones diferentes.
Todos podemos estar agradeci-
dos a la duquesa de Kent porque se
ocupa de cuestiones fundamentales
y no de lo que todas las religiones
consideran como ilusiones superfi-
ciales de la vida. La familia real
tiene su máxima grandeza cuando
es vista como el ancla, no de una
Iglesia o secta concreta, sino del
concepto de la propia vida. Ése es
el testimonio que da la duquesa de
Kent.
LAS HERIDAS
DE LA UNIDAD.
En esta una y única Iglesia
de Dios, aparecieron ya
desde los primeros tiempos
algunas escisiones que el
apóstol Pablo reprueba
severamente como
condenables; y en siglos
posteriores surgieron
disensiones más amplias y
comunidades no pequeñas
se separaron de la comunión
plena con la Iglesia católica
y, a veces, no sin culpa de
los hombres de ambas
partes. Tales rupturas que
lesionan la unidad del
Cuerpo de Cristo (herejía,
apostasía, cisma...) no se
producen sin el pecado de
los hombres.
Los que nacen hoy en las
comunidades surgidas de
tales rupturas y son
instruidos en la fe de Cristo,
no pueden ser acusados del
pecado de la separación y la
Iglesia católica los abraza
con respeto y amor fraterno.
Justificados por la fe en el
bautismo, se incorporaron
a Cristo; por tanto, con todo
derecho se honran con el
nombre de cristianos y son
reconocidos por los hijos de
la Iglesia católica como
hermanos en el Señor.
CATECISMO DE LA IGL. CAT.,
(nn. 817-818)
11
Las palabras
de los Santos
No hay palabras para decir lo mejor. Por eso también "habla" el silen-
cio, un gesto, el ejemplo, una vida, como sucede en Cristo: la Palabra es
él mismo. Así fue también con los santos, que son el discurso vivo del
Evangelio a lo largo de la historia, como un retablo en el que Cristo se
repite. Dante decía que los santos, alrededor de Dios, son como pétalos
de una sola flor. Una flor inmensa, luminosa, indescriptible, inefable.
HA HABIDO santos escritores, santos de los cuales es
fácil recuperar documentalmente el sentido de su
experiencia religiosa, de sus reflexiones sobre Dios,
de su meditación de las Escrituras y algunos inclu-
so de su protagonismo en la Iglesia, si lo tuvieron, o
que nos transmitieron fielmente detalles de lo que fueron testigos
у la historia debe recordar. Ha habido santos sabios que han
escrito tratados de la ciencia que se ocupa de Dios у lo que de
ella se deriva, llevados del deseo de ser útiles a los creyentes y
de servir a la Iglesia haciendo que pueda disponer de libros en
los que, sistemáticamente, se contengan los saberes que ilustran
la fe y facilitan el conocimiento resumido de lo sagrado; por
eso la Iglesia los ha llamado santos doctores. Pero también ha
habido santos que nunca o casi nunca escribieron palabra. El
primero que está en la lista de éstos es el mayor de todos, Jesu-
cristo. Igualmente es verdad que, luego, de nadie tanto como
de él se han escrito libros, los cuales, si debieran contener todo
12
cuanto de él se pudiera decir, no cabrían en todo el mundo,
escribe con énfasis el evangelista amigo, Juan, al terminar su
relato. Sin embargo, lo que más nos interesa de todo lo que se
nos cuenta de Jesús en los evangelios, son precisamente sus
mismas palabras, que saben siempre a poco, a la vez que con-
tienen verdades inagotables. Son doctrina, pero también el
pensamiento de su corazón, de cuya profundidad emanan. De
manera parecida ocurre con las palabras de los verdaderos
santos.
San Felipe Neri
Nuestro Padre san Felipe se refería siempre a Cristo у al
evangelio, a los apóstoles y sus escritos y, acto seguido, a los
libros de los santos o, como él solía decir, significativamente,
a libros que comiencen con "S", o sea, de santos. Era porque
los santos son hermanos nuestros que han hecho experiencia
profunda y sincera de Dios. De él mismo nos gustaría disponer
de documentos abundantes: sus notas personales, los apuntes de
sermones, sus poesías o, por lo menos, de los libros que tenía y
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leyó, los fragmentos subrayados si hubiese tenido la
costumbre de señalarlos así. En cuanto a lo otro,
tuvo la santa astucia de mandar quemar todos sus
escritos poco antes de morir, y muy escaso es el
caudal literario de que podemos disponer que cier-
tamente hubiera sido recogido y custodiado con
gran veneración por sus primeros hijos espirituales,
lo mismo que lo fueron sus objetos personales y los
pocos papeles salvados de la quema, que ejecutó
su fiel discípulo Alessandro Alluminati, con eficacia
irreparable e inocente a la vez.
Las dos Teresas
La joven santa Teresa del Niño Jesús sí que es-
cribió su vida, pero lo hizo por obediencia, no sin
antes hacer notar que lo más grande del trato de
Dios con las almas —y claro está que también de
la suya― solamente se podrá saber en el cielo. La
otra Teresa, la gran santa Teresa de Jesús escribió
mucho, de sí misma, pero olvidada de sí, para sus
hijas espirituales, de la gracia y la oración en Las
Moradas, y su Vida: quería transmitirles su expe-
riencia para hacerles más fácil el camino del en-
cuentro y vida con Dios; la Inquisición le secuestró
el libro de la Vida, pero no alcanzó a prohibirle
que la reescribiera de otro modo en el de Las Fun-
daciones, porque aunque inquieta e andariega, no
alcanzaba a llegar a tiempo a todos sus conventos
o palomarcitos para hablarles de lo que Dios era
capaz de hacer en las almas que se le consagraban.
Catalina de Siena
Algunos se escandalizaban de que una mujer escri-
biera de Dios, como ocurrió con santa Catalina de
Siena. Más tarde, los sucesores de los escandaliza-
dos hicieron doctoras a ambas, tal vez para des-
mentir, de paso, a quienes acusaban a la Iglesia de
discriminadora de la mujer.
Espíritu
de los santos
Cuando nos encontramos con santos y perso-
najes espirituales que han escrito sobre Dios, la
Iglesia, la oración, el mundo desde la fe... lo que
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enseguida se nos convierte en deseo es el intento
de entrar en su espíritu y penetrar su conciencia,
siempre más interesante que lo que pudieran decir o
escribir. Ese querer entrar en el alma de los seres
más espirituales no nos releva de acercarnos a ellos
por todos los medios que nos los den a conocer; pero
sin el intento de captar su espíritu y psicología, se
nos hace más difícil entender sus mismas palabras
e interpretarlas situados fuera de contexto u olvi-
dando las circunstancias y fin primero que los ins-
piraba a decirlas o escribirlas. Así lo entendía New-
man cuando nos habla de los santos, cuyas obras
leía, casi como si hablara con ellos. La misma pa-
labra de Dios, si no se nos convierte en oración,
permanece como conocimiento objetivamente excel-
so, pero estéril para quien no la medita en el trato
personal con Dios. Es por esta razón que la Iglesia
nos la presenta en el marco de la liturgia, que es
culto público a Dios, con la percepción espiritual de
la presencia de Jesús, que está donde dos o más se
reúnen en su nombre.
Palabra de Dios
y oración
La palabra de Dios y las pa-
labras de los santos no deben limitarse a mera ilus-
tración de las inteligencias o la sabiduría académi-
ca, sino que, en los fieles, es preciso que se lean
dentro del espíritu con que fueron dichas. Esto va
contra el vicio de citas precipitadas para adorno
del discurso sobre Dios y sobre sus santos; contra
la superficialidad de los que citan copiando, para
salvar con apariencias de sabiduría la falta de ver-
dadera sabiduría. El siervo de Dios, decía san Fe-
lipe, no ha de mostrar que sabe, sino saber, y, sobre
la Palabra de Dios, se aprende más en la oración
que con el estudio y nadie puede ser sabio sin la
verdadera Sabiduría.
Los santos no suelen escribir de sí mismos, ni ape-
nas hablar de su vida si no es para alabar y agrade-
cer favores de Dios y proclamar sus misericordias.
Newman
como ejemplo
Newman, por ejemplo, escribió mucho, y nunca sin
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motivo, ni por meras preocupaciones estéticas, ni
como oficio para ganar dinero —y era pobre―, ni
por defenderse de adversarios cuando le atacaban
personalmente. Su célebre Apologia pro vita sua,
que relata una parte importante de su vida y la
evolución de sus ideas religiosas en ella, fue arran-
cada tras años de silencio, no llevado de la preo-
cupación personal ante acusaciones injustas, sino
para defender a la Iglesia y al sacerdocio católico
de calumnias infames, que tergiversaban la sinceri-
dad de su propia conversión y generalizaban el
baldón de la hipocresía extendida a todos. Contu-
vo su misma vena poética, temeroso de que el re-
vestimiento estético de la literatura pudiera distraer
de la solidez de las ideas que era preciso sembrar
entre los creyentes. Estuvo largos años sin compo-
ner un sólo poema, pero no rehuyó hacerlo para
trasladar del latín al inglés comprensible por los fie-
les los himnos de la liturgia, o estimular sobria-
mente la glorificación de Dios en sus santos o en
misterios y virtudes cristianas. Cuando escribe y
desahoga su pena, lo hace olvidado de sí, y dolien-
te por la presión de la angustia de ver ultrajada a
la Iglesia o el Oratorio que había fundado, amena-
zado por la incomprensión de los que, ignorantes
o envidiosos, parecían alegrarse creándole dificul-
tades y difundiendo falsedades y sospechas que
ponían en peligro su obra desinteresada y pura.
Maestro de la pluma y mente privilegiadísima, su
honestidad le impidió recurrir a propagandas o al
juego de estrategias triunfalistas, que hubieran sido
artes humanas, pero no fruto y obra de la gracia
de Dios.
El peligro
consumista
Fue buen discípulo de san Felipe Neri, y
supo recoger el consejo de buscar luz en la Biblia
y en los libros acreditados por los santos. Una lec-
ción que debe ser tenida en cuenta también en
nuestra época, afectada por el consumismo, capaz
de introducirse en cualquier literatura, y también
en la religiosa. Época que decimos que prescinde
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de Dios, aunque busca y se construye sus propias
idolatrías, o rebaja el concepto del Dios verdadero,
o crea mitos de santidad que no encontrarían lugar
en el Evangelio de Jesucristo.
Palabras de s. Felipe Neri
El fundador de la Congregación del Oratorio de Valencia fue Luis
Crespi de Borja, y se dio prisa en traducir del italiano la vida de
nuestro Santo Padre Felipe Neri, escrita por el P. Pietro Giacomo
Bacci y publicada en 1622, en Roma, de la que se hicieron poste-
riores ediciones; una de ellas fue enriquecida con "hechos y dichos"
recabados de testigos del proceso de canonización y de otras per-
sonas que trataron al Santo. El P. Crespi de Borja turo cuidado
de incluirlos, como apéndice, en su traducción, publicada en 1673.
Aquí damos un resumen, necesariamente incompleto, y acomodado
al lenguaje actual. Respetamos, de todos modos, el orden en que
originalmente se disponen.
―Cuando en San Germán, Felipe dijo a su tío que estaba dispuesto
a dedicarse totalmente a Dios, desprendido de los bienes terrenos,
éste le ofreció hacerle heredero de su caudal y le recordó los
beneficios que le había hecho, a lo que Felipe respondió que «en
cuanto a los beneficios recibidos nunca se olvidaría, pero que del
resto alababa y agradecía más su amor y benevolencia que su
consejo».
―El Santo había estudiado filosofía y teología en las facultades,
pero resolvió seguir el consejo del Apóstol Pablo, de que no es
preciso saber por encima de lo que es necesario, sino saber con
sobriedad», tal como debe ser la ciencia de los Santos.
―A las personas espirituales daba esta advertencia: Que estuviesen
dispuestas a sentir gusto de las cosas de Dios, lo mismo que a
padecer en sequedad del espíritu, sin quejarse de cosa alguna.
―Al visitar a enfermos, «no basta hacer simplemente el servicio →
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que precisan, sino con la mayor caridad, imaginando que se hace
al mismo Jesucristo».
―No permitía en la Congregación que, con el pretexto de los
estudios, se dejase la oración y la dedicación a los ministerios;
quería que se estudiara, sin olvidar que lo que importa no es
procurar mostrar que se sabe, sino saber, y que, en cuanto a las
Sagradas Escrituras, se aprende más en la oración que con el
estudio.
―En la celebración de la santa Misa, quería que los sacerdotes
fuesen más bien breves que largos en detenerse a merced de la
devoción, y que, si en ella sintieran devoción, se dijeran a sí
mismos: no te quiero aquí, sino en mi cuarto, fuera de los ojos
que miran.
―El Oratorio era perseguido y algunos pensaban que no se
conservaría, pero él decía que estaba tan convencido de que
corría a cuenta de Dios su existencia, que, aunque se quedase
solo, él perseveraría, porque Dios no necesita de hombres,
muchos o pocos, y puede hacer de las piedras hijos de Abraham.
―En cuanto a mandar en la Congregación, decía que era muy
difícil tener unidos a hombres libres; pero que para ser muy
obedecido es preciso mandar poco.
―También decía que estaba resuelto a no querer en casa a
hombres no observantes de las pocas órdenes que se les imponía.
―Imponía, en ocasiones, mandatos en cosas que, de natural, no
eran agradables, y lo hacía para que profundizasen en la propia
humildad y buen espíritu sin perderse en fantasías y admiración
de sí mismos.
―Los bienes de la Congregación son patrimonio de Cristo, y con
respeto se deben administrar y gastar.
―La verdadera preparación de un buen sacerdote para celebrar la
Eucaristía es vivir de manera, en cuanto a la conciencia, que a
todas horas pudiera decir Misa.
―El mismo Santo Padre era obediente cuando era requerido para
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los ministerios, y decía que era mejor obedecer al sacristán o al
portero que permanecer en el aposento, aunque fuese haciendo
oración. En cuanto a la obediencia decía que los que deseen
aprovechar en el camino de la virtud, deben dejarse conducir
por sus legítimos superiores. El que se comporte con
independencia tendrá que dar cuenta a Dios de sus acciones.
―Es preciso rezar mucho antes de elegir un director espiritual.
Una vez elegido, no debe abandonarse sin grandísima causa.
Cuando el espíritu del mal no consigue llevar a cometer
pecados graves a un cristiano fervoroso, le tienta sembrando
desconfianza hacia su confesor y así, poco a poco, lo desvía del
bien.
―Vale mucho más una vida ordinaria por obediencia, que mucha
penitencia por propia voluntad. La obediencia es el camino
compendioso y breve para llegar a la perfección: es ofrecerse a
Dios desde el altar del corazón.
―Es preciso obedecer en las cosas que parecen poco importantes,
porque es así como luego es fácil obedecer en las mayores.
―No basta considerar si Dios quiere el bien que se pretende, sino
si lo quiere por mí, y en aquel modo y tiempo, tal como lo
determina la obediencia, antes que el gusto. Para ser perfectos es
preciso obedecer y honrar a los superiores, y honrar a los
iguales e inferiores.
―Hacen mal los confesores cuando, por negligencia y respetos
humanos, dejan de ejercitar a sus penitentes en la obediencia, y
descuidan el mortificar el entendimiento y la voluntad propia
por este medio, y permiten, en cambio, penitencias corporales.
Porque mucho más aprovecha mortificar una pequeña pasión,
por muy pequeña que sea, que muchas penitencias, ayunos y
disciplinas.
―Aconsejaba a los laicos que participaran cada día en la santa
Misa, y que no dejasen de hacerlo con pretexto de descanso o
recreo, sin otra justa causa, porque se equivocan grandemente
quienes buscan recreación fuera del Creador y consuelo fuera de
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Cristo, y no lo hallarán jamás, sino la propia perdición. Quien
quiere ser sabio sin la verdadera Sabiduría, y salvo sin el
Salvador, ese tal no es sano, sino enfermo; ni sabio, sino loco.
―Le gustaba la jaculatoria breve de «Virgen y Madre» dirigida a
María, porque en estas dos palabras se contenía toda la grandeza
de la Madre de Dios.
―Regularmente es mala señal no tener algún particular
sentimiento y devoción en las grandes solemnidades, pasando
con indiferencia por su celebración.
―Lamentaba la falta de reverencia con que a veces se tratan las
cosas sagradas o que han pertenecido a santos, o sus reliquias.
―A los que convertía del pecado a la gracia, les decía que habían
cambiado de rostro y tenían mejor cara.
―No temo nada y tengo esperanza cierta de alcanzar cualquier
merced de Dios con tal de poder hacer oración.
―No quería rezar el oficio divino de memoria, sino siempre con el
breviario abierto delante, para no errar, y aconsejaba a otros que
también lo hicieran.
―Advertía, especialmente a los miembros de la Congregación,
que tanto para la oración como para predicar la palabra de Dios,
leyesen libros de autores cuyo nombre empezase por S de santo,
como san Agustín, san Gregorio, etc., porque no existe cosa más
a propósito para excitar el espíritu; también decía que leyesen
muy despacio, incluso que se detuviesen, si leían solos, en
aquellas frases o palabras que les inflamaban el corazón,
―Para aprender a tener oración lo primero es reconocerse
indigno de tratar con Dios; la verdadera preparación para la
oración es ser mortificado, porque el que quiere tener oración
sin mortificación es como si quisiera volar sin tener alas; el
humilde y obediente es enseñado por el Espíritu. Un hombre sin
oración, decía, es un animal sin discurso.
―En la oración hay que desear cosas grandes en el servicio de
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Dios: no contentarse con poco, sino desear, si fuere posible,
exceder en santidad y amor a san Pedro y a san Pablo, pues
aunque no se pueda con las obras, debe procurarse con el deseo.
En especial los principiantes han de meditar en el destino final
del hombre, y tener todos en cuenta que el espíritu del mal nada
teme tanto como la oración, y por eso procura impedirla.
―Aconsejaba no adoptar posiciones tensas, ni fijar los ojos
encantados en imágenes y figuras porque se echa a perder la
cabeza, se cae en fantasías o ilusiones, aun de apariencia
espiritual, que son una tentación.
―Exhortaba a que no abandonasen el Oratorio los fieles que lo
frecuentaban, y que unos a otros se encomendaran en las
oraciones.
―A los grandes pecadores que acudían a sus pies les exhortaba
primero a corregirse de sus grandes pecados. Después, con
paciencia, les iba llevando poco a poco a la perfección, y cuando
les había entrado un poco de espíritu, ellos mismos hacían más
de lo que un hombre desea.
―Con tal que no pequen, dejaría que partieran leña sobre mi
espalda, decía.
―Son más fáciles de gobernar por el camino de la virtud los que
tienen el espíritu alegre, que los melancólicos. La alegría es un
verdadero medio para aprovechar en la virtud. Pero aborrecía la
disolución, y por eso es necesario estar con toda cautela y no
caer, decía, en el espíritu bufón, porque las bufonadas hacen al
hombre incapaz de recibir de Dios mayor espíritu, y destruyen lo
poco que se ha adquirido en el fervor y la práctica virtuosa.
―No le gustaba que se hablara demasiado de demonios y
tentaciones, porque se le hace demasiada honra al Demonio con
sólo hablar de él.
―En la asistencia a los enfermos, no hay que decirles muchas
palabras, cuando están muy cerca de la muerte, sino ayudarles
con oraciones. Creía que Dios manda la muerte en el momento
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más oportuno y por eso no quería hacer oración absoluta por la
vida de nadie.
―No quería que los suyos, en la mesa, anduviesen diciendo que
algo no les gustaba o que pidiesen cosas particulares a no ser por
necesidad, ni que comiesen entre día. A uno que solía hacerlo así
le dijo que nunca tendría espíritu.
―Quería que con la pobreza se juntase la limpieza y solía repetir
la sentencia de san Bernardo: Siempre me ha gustado la pobreza,
jamás la suciedad.
―De la pobreza decía que hubiera preferido verse reducido a
tener que pedir limosna y buscar alguien que le diera un real y
no encontrarlo, y que consideraría una gracia especial tener por
lugar de su muerte, el de los pobres de solemnidad. A un hijo
espiritual suyo, que de pobre se hizo rico, le decía que antes
tenía cara de ángel, y la riqueza le había mudado el rostro, que
antes tenía el rostro alegre y ahora melancólico.
―Es más fácil corregirse del vicio de la sensualidad que del de la
avaricia. El dinero es la peste del alma. Dadme diez hombres
verdaderamente desprendidos y me bastará el ánimo para
convertir el mundo. Cuando alguien le pedía licencia para
ayunar, solía responder: No, en vez de ayunar dad limosna. Que
el joven se guarde de la lujuria y el viejo de la avaricia y todos
seremos santos. No se puede ganar al mismo tiempo el alma y
el dinero.
―No había nada, en este mundo, que pudiera agradarle del todo y
confesaba que sólo le agradaba que nada le agradase. Se refería,
sin duda, a su deseo del cielo.
―Cuando oía algún pecado grave de otro se confundía
reconociendo que él hubiera podido cometerlo también: Señor
guárdame, porque soy capaz de hacerte traición, y todo el daño
del mundo, confesaba.
―No puede sucederle a un cristiano cosa más gloriosa que padecer
por Cristo.
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―El mayor sufrimiento de un alma que no tuviese ningún pecado,
ni siquiera mínimo, sería el de no estar ya en el Cielo, con Dios
y los santos.
―Tenía por regla cierta que el verdadero remedio para no pecar
es reprimir la altivez del ánimo, y así que nadie debe afligirse
mucho al ser reprendido. En ocasiones suele ser más culpa el
afligirse en la reprensión que la culpa por la que se es reprendido,
porque la demasiada tristeza suele tener su origen en la soberbia.
―Hay que pedirle a Dios que no permita jamás que tengamos
deseos de bienes temporales. Y decía, con frecuencia, que cuanto
amor se pone en las criaturas, tanto se quita al Creador.
―A los sacerdotes decía que, si querían hacer bien a las almas, no
tocasen las bolsas. Y, a los seglares, que, lo mismo que san Pablo,
no quería sus cosas sino a ellos mismos.
―La avaricia es la peste del alma. Quien quiera hacienda, nunca
tendrá espíritu. Mejor que ayunar es hacer limosna.
―Hubiera preferido que Dios le quitara la vida, y aun ser fulminado
por un rayo, antes que detenerse en el pensamiento que pudiera
recibir dignidades... A uno que le decía con sencillez que, tal vez
con ellas podría hacer más bien, le respondió lanzando su birreta
al aire y jugando a cogerla: Paraíso, Paraíso.
―Dichosos vosotros, los jóvenes, que tenéis tiempo de hacer el
bien que yo no he sabido hacer.
―Si me tuviera por santo o me juzgara hombre necesario para
algo, me tendría por condenado. Estoy desesperado de mí mismo;
desesperado de mí, pero confiado en Dios.
―Señor, no os fieis de mí. Señor mío, si no me ayudáis, no esperéis
de mí sino pecados.
―Poneos en las manos de Dios, y estad seguros que, si él quisiera
algo de vosotros, os dará la capacidad para aquello que os
quiera confiar.
(continuará)
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CUARESMA CERCANA
Comienza el día 16 de febrero,
Miércoles de Ceniza. A todos nos
recuerda que no basta que nos
llamemos cristianos para serlo de
verdad. De modo especial la liturgia
viene en nuestra ayuda para hacer
más consciente el Bautismo
recibido en la niñez. Cuaresma es
tiempo de gracia y purificación,
para despertar de letargos, rutinas
y miserias y disponernos a la
renovación pascual y revestirnos
del «hombre nuevo», moldeado a
imagen de Cristo.
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita o imprimo: Congregación del Oratorio
Pl. San Felipe Neri, 1. Apartado 182 - 02080 Albacete - D.L. AB 103/62 - 10.2.93
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