Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 294. MAYO-JUNIO. Año 1994
SUMARIO
LO BELLO no es lo bueno, sino viceversa; de
no ser así, llamaríamos belleza al envoltorio
edulcorado de la mentira, al exhibicionismo
vano. Lo bueno es limpio, desprendido, con
espacio para Dios, que es incompatible con lo artifi-
cioso y se muestra a los sencillos de corazón. La
sencillez es difícil, porque no puede suplirla ni la
mejor inteligencia, tentada a veces por la astucia y
el orgullo. Los santos triunfaron de estas tentacio-
nes y alcanzaron a Dios.
EN UN SALUDO A TI
AUDERE
RASGOS DEL ORATORIO
CONVERSIÓN Y VOCACIÓN DE NEWMAN
ESTÉTICA, ÉTICA, RELIGIÓN, DIOS
INFLUJO DEL EVANGELIO Y DE LOS SANTOS
1 (49)
Tiempo de oración:
EN UN SALUDO A TI
Que en un saludo a ti, Dios mío,
se extiendan todos mis sentidos
y toquen este mundo,
peana de tus pies.
Lo mismo que una nube del estío,
cargada de agua no llovida,
permite que mi mente se te acerque
postrada en el umbral de tu presencia,
en un saludo a ti.
Que todas mis canciones se recojan,
trenzadas en un solo acorde,
y fluyan hacia el mar
de tu silencio,
en un saludo para ti.
Como bandada de cigüeñas añoradas
que vuelan sin reposo noche y día,
cuando retornan a la altura de sus nidos,
que así también mi vida emprenda su jornada,
camino del hogar eterno,
sencillamente en un saludo a ti.
Rabindranath Tagore
(1861-1941)
2 (50)
Audere
UN REFRÁN antiguo asegura que «la suerte ayuda a los audaces». No nos faltan
ejemplos de audacia humana, mezcla de esfuerzo y ambición para lograr triun-
fos en esta vida, en el mejor de los casos, ambiguos. Pero existe otra audacia
que podemos aplicar a lo espiritual. Alguien ha escrito, por ejemplo, que la fe
es una audacia proyectada hacia la trascendencia. Sin embargo nos consta que la fe,
antes que en la iniciativa del hombre, tiene su comienzo en la semilla de un don que
Dios siembra en el alma del creyente; la primera fe es siempre una gracia, un favor
inicial de Dios, un contacto divino que ha de ser acogido conscientemente y crecer
en forma de oración, es decir, en trato personal con Dios.
¿Qué hemos hecho nosotros de esa primera gracia de la fe? ¿Qué ha sido, que es
nuestra oración? Si ya no nos parece que es perder el tiempo dedicarle alabanzas
a Dios, ¿qué le pedimos en nuestros ruegos? ¿Acudimos a él dejando de lado todo
atolondramiento y limpios de egoísmos, salvo ―si pudiera serlo― el de crecer en su
amor? Es muy probable que descubramos, en el examen, la mezquindad de nuestros
pensamientos, lo interesadas que fueron nuestras peticiones, el olvido de tantas ge-
nerosidades por agradecer.
¿Qué podemos hacer para curar nuestra miseria? El verdadero remedio, como
la respiración para la vida, está en insistir en la oración; pero no cualquier oración,
sino la oración audaz que implore la santidad que nos falta. Sin embargo, esta pala-
bra, santidad, nos da miedo: si queremos ser decentes; santos, no tanto. Nos sobre-
coge la nitidez de esta reflexión: que Dios, con el ser, nos ha dado entendimiento y
corazón, conciencia y libertad, fe y esperanza, y la promesa de una morada junto a
él, en el cielo, para cuando vuelva a recogernos (Jn 14, 3), en esta esquina de la vida
que los paganos llaman muerte.
Tenemos miedo de Dios; nos asusta pedirle lo más grande, como si presintiéra-
mos que, a cambio, pudiera exigirnos un precio demasiado alto. Las grandes renun-
cias, el vivir día a día de la providencia, los desprendimientos radicales, la entrega
3 (51)
sin condiciones, el esfuerzo sin recompensa inmediata, la perseverancia y la bondad
escarnecidas, la obediencia hasta la muerte... son para los tiempos del Dios de los
patriarcas, para los mártires y algunos santos, para los fanáticos de las bienaventu-
ranzas, para Jesucristo Hijo de Dios. A nosotros nos basta un dios más pequeño. En
cuanto a Abraham, Moisés, David, los Apóstoles, Jesucristo, los tomamos poco más
que como adorno, e incluso les aplaudimos; pero que no se nos confunda con ellos,
porque ya nos hemos confeccionado nuestro propio y tácito credo particular de
mínimos morales, que se aviene con las apariencias que mejor nos acomodan. Es
verdad que no acabamos de ser felices, pero nos queda todavía el recurso a la infali-
bilidad mágica de algunos sacramentos para emergencias extremas, en las que ima-
ginamos salvar la eficacia de lo indispensable al margen del amor.
¡Oh si conociéramos el don de Dios! Seríamos audaces para hacerle la petición
máxima, nosotros que hasta ahora hemos pedido tan poco, eludiendo el ofrecimien-
to del Señor (Jn 16, 24), ayunos, todavía, de la verdadera alegría y de la paz que el
mundo no puede darnos. Dejaríamos atrás ese empeño por comparar lo que Dios
quiere darnos con lo que tememos perder y quisiéramos absurdamente eternizar;
seríamos libres, finalmente, para un amor total surgido de la plegaria pura, incondi-
cionada, sin egoísmos. Los santos creyeron en las promesas de Jesús y las convirtie-
ron en substancia de su oración, y por esto fueron santos. En ellos la audacia de la
oración siguió a la fe. Los obstinados en pedir menos nunca serán santos. Ni felices.
Estad siempre despiertos para una oración que no cese, nos dijo el señor (Me
21, 36), y un refrán latino estimulaba así a los héroes: «Memento audere semperl»
―«Acuérdate de ser siempre audaz»―. Deberíamos concordar la palabra del Señor
con esta recomendación humana para la osadía santa de pedirle a Dios lo más gran-
de que quiera darnos, pero que «no puede darnos» si nos resistimos, como piño
que cierra la boca y rechaza el alimento que le ofrecen. Decimos que «no puede»
porque respeta nuestra libertad, y respeta nuestra libertad para que jamás perda-
mos la capacidad de amar, de amarle. Imposible si no fuésemos libres, que para eso
nos hizo así.
¡Atrévete, atrevámonos!
El Evangelio, música cantada.
El Evangelio escrito no bastó a los santos y lo convirtieron en verdad de su
vida. San Francisco de Sales decía que «entre la letra del Evangelio y la vida
de los santos no hay más diferencia que entre la música escrita y esta misma
música cantada». Dios no es una idea abstracta, ni un tema literario, sino
una realidad armoniosa de transparencias que sólo la fe
 ilumina y el amor
comprende y transforma en sabiduría propia, dando un vuelco al alma que
experimente la necesidad de Dios para siempre.
4 (52)
Rasgos
del Oratorio
HAY RASGOS en la vida de
san Felipe Neri, que descon-
ciertan. Uno de ellos, por
ejemplo, es el recelo constante que
muestra frente a todo lo que apa-
rece demasiado estructurado. No
se puede decir de él que fuese un
ser desordenado, pero profesó una
constante desconfianza a lo que
pareciera demasiado sistematizado,
porque podía sofocar la espontanei-
dad del Espíritu, que sopla donde
quiere. No pretendió fundar nin-
guna obra nueva en la Iglesia de
Dios, y fue por la presión del papa
Gregorio XIII, de quien se puede
decir que "fundó" la "Congrega-
ción" ―denominación nueva en
aquellos tiempos― del Oratorio. El
papa no quería que nadie tildara
el apostolado de san Felipe como
algo espurio a la Iglesia. Para san
Felipe existían ya bastantes "reli-
giones" u "órdenes" para que en
ellas se recibiera a los que se sin-
tieran vocacionalmente llamados a
ellas; y también por el criterio de
san Felipe, de que no son las reglas
ni los votos los que hacen la santi-
dad, sino la observancia práctica
del Evangelio por verdadero amor a
Jesús; cualquier sistema o medio,
sin esta observancia, lo considera-
ba humo, error o vanidad. Sin em-
bargo exhortó siempre a todos sus
discípulos a honrar a los religiosos
y fue leal amigo de los de su tiem-
po, especialmente de los francisca-
nos y dominicos, y también de
otros fundadores a los que ayudó
y mandó vocaciones.
En un aspecto muy importante
de su dedicación a la formación y
orientación espiritual de cuantos
participaron en su apostolado y se
beneficiaron de él, dio una relevan-
cia esencial a la comunidad. Puede
decirse que la comunidad como tal,
contenía, según él, todo cuanto
otros intentaran conseguir con re-
glas y votos. La comunidad como
la entendía san Felipe, observa
Newman, no es una pensión sacer-
5 (53)
dotal, una convergencia de ami-
gos piadosos con más o menos pa-
recidas aficiones apostólicas, sino
una familia, "el nido, el hogar pro-
pio", presidido por "el Padre", con-
siderado "primus inter pares" como
un hermano mayor, que ha de dar
ejemplo y estimular a todos en la
tarea común y obras propias de
la Congregación. Una visión de-
masiado superficial del Oratorio
podría suponer que, por carecer
de otras formalidades, la urgencia
de la práctica evangélica es mera-
mente opcional. Como comunidad
no es deseable que sea exigua,
pero tampoco que la constituya un
número demasiado elevado de
miembros. En cuyo caso corre-
ría el riesgo de convertirse en "or-
ganización", más bien que en orga-
nismo y núcleo familiar espiritual.
En el Oratorio, como en los monas-
terios de clausura, el que es admi-
tido debe permanecer en la casa
hasta la muerte, sin traslados ni
siquiera a otros Oratorios, salvo en
ocasiones verdaderamente excep-
cionales (por ej. para una funda-
ción, o para salvar del peligro de
extinción a un Oratorio, carente de
vocaciones). Una casa del Oratorio
con demasiados miembros no per-
mitiría reproducir fácilmente el
ambiente y conocimiento humano
y fraterno entre los que lo constitu-
yen. Favorece, en cambio, la prác-
tica de muchas virtudes: la prime-
ra, que engloba a varias más, es la
perseverancia en la vocación a que
un día se fue llamado, una vez por
todas; la humildad, la caridad, la
pobreza, el espíritu de comprensión
y de ayuda fraterna. Y, fuera del
ámbito interno, de cara a los fieles,
el mejor servicio espiritual de éstos
porque, de una a otra generación,
tienen asegurado el consejo y asis-
tencia de los hermanos y presbíte-
ros que permanecen de por vida en
el concreto Oratorio al que asisten.
La idea de comunidad de san
Felipe no se ceñía solamente a la
vida doméstica de cada casa fili-
pense, sino que abarcaba a los fie-
les que la frecuentan y reciben el
servicio de sus ministerios integra-
dos en el apostolado propio del
Oratorio. En la Roma de san Felipe
Neri era proverbial, para muchos
de sus hijos espirituales, acudir al
Oratorio cada día, siquiera fuera
muy brevemente, considerado por
todos como un centro de espiritua-
lidad. Sería inconcebible un Orato-
rio sin fieles oratorianos. Ello no
quiere decir que el Oratorio se
atribuyera ninguna supremacía ni
pretensión absorbente, sobre otras
obras de la Iglesia, porque ésta,
según el dicho de san Felipe, saca-
do de una frase de los salmos, «se
adorna con la variedad». No obs-
tante, reprobaba a aquellos que,
con pretexto de devoción, gustaban
de ir de una iglesia a otra y de uno
a otro lugar devoto, de los cuales
6 (54)
decía que llevan su piedad en los
tacones de sus zapatos, curiosos de
todo, perseverantes en nada. El
amor se alimenta con el trato, la
relación, la convivencia, la alegría
de hacer el bien juntos, emulando
en generosidad. Sin amor todas las
técnicas son inútiles; todas las gran-
dezas, huecas.
Ni para su obra era san Felipe
partidario de propagandas o apolo-
gías, temiendo siempre por la vani-
dad de sus hijos, que quería bien
instruidos, piadosos y desprendidos,
sin alarde ninguno de títulos ni
ambiciones cortesanas, en la Roma
donde pululaban los que aspiraban
a dignidades eclesiásticas, adu-
lando al poder y rozando, con fre-
cuencia, la simonía. «De los carde-
nales envidiaría solamente el color
rojo... del martirio; no otra cosa».
Y también decía que, para sí mis-
mo, «desearía encontrarse necesi-
tado de unos pocos céntimos y no
encontrar a nadie que pudiera so-
correrle dándoselos».
El problema de la Iglesia, pensa-
ba, no consistía en que no era po-
bre, sino en que faltaban santos.
Para cambiar el mundo y conver-
tirlo del pecado, aseguraba que «le
bastaría poder contar con sólo diez
hombres verdaderamente despren-
didos».
«Amad el pasar desapercibidos».
Él mismo amaba la soledad y el re-
Jueves
26 de mayo
FIESTA
DE
NUESTRO
PADRE
SAN
FELIPE
NERI
Invitamos
a los amigos
del Oratorio
a compartir
nuestro gozo
en la
EUCARISTÍA
de las 8,30
de la tarde
7 (55)
cogimiento, hasta resistirse a aban-
donar su cuarto de San Jerónimo
de la Caridad, donde el Señor le
había bendecido con tantas gracias
y amaba porque era «la cuna del
Oratorio», con las reuniones de sus
primeros hijos espirituales. Cuando
el Oratorio creció y San Jerónimo
quedaba pequeño, Felipe tardó to-
davía trece años en trasladarse a la
Chiesa Nuova, contento de seguir
en su rincón original, y haciendo
todos los días el camino de ida y
vuelta, por las callejuelas que sepa-
raban la pequeña iglesia de la nue-
va y espaciosa de la Vallicella. Feli-
pe tenía setenta y tres años; le que-
daban otros siete para bendecir, con
su presencia, la ya estabilizada y
dinámica comunidad del primer
Oratorio. Pero el amor primero de
San Jerónimo de la Caridad, nun-
ca se apagó ni en él ni en sus hijos.
Es una reliquia que de corazón nos
pertenece a los oratorianos, aunque
manos extrañas y poderosas nos la
han arrebatado hace poco. A pesar
de ello seguimos pensando que san
Felipe no se equivocó cuando prefi-
rió que el Oratorio ni pareciera
ni fuera grandioso, ni ambicionara
poderes mundanos.
La perfección del Oratorio.
La perfección del Oratorio descansa en la vida
de comunidad. Una comunidad es más que una
pensión de huéspedes, más que un grupo de
personas viviendo en una misma casa. Una
comunidad es un hogar y una familia. Por
esto, en el Oratorio, al Superior se le llama
simplemente "Padre", y a los demás por su
propio nombre. Una comunidad es una unidad,
un todo; es un espíritu, una mente, un punto de
vista sobre las cosas, una acción; y la
obediencia que se exige a sus miembros, en la
cual consiste su perfección, es aquiescencia,
concurrencia en un espíritu, en un modo de
ver y actuar, como un acto de leal y debida
sumisión.
John H. Newman, C. O.,
(29. 2. 1856)
8 (56)
La conversión
y vocación
de Newman al Oratorio
NEWMAN, como todo cristiano
que quiere llevar la fe a la
propia vida, no se convirtió
una sola vez, sino que secundó una
y otra vez ese proceso de la vida
de la gracia, que va acercando el
hombre a Dios, desde el bautismo.
Proceso o camino que tiene mo-
mentos especialmente densos, a
cuya intensidad podemos llamar
"conversión". El cristiano que vi-
ve su fe tendrá la experiencia de
varios de estos momentos o "con-
versiones". De conversión en con-
versión, mientras se acerca poco a
poco a Dios, hasta alcanzarlo en la
gloria.
Newman en su Apología, se re-
fiere a uno de estos momentos,
cuando tenía quince años, y descu-
brió al Dios personal -«myself
and my God», que marcaría en
adelante toda su vida. Otro de es-
tos momentos culminantes, de en-
crucijada con Dios, sería sin duda
la crisis de su enfermedad en Sici-
lia, a los treinta y dos años, en la
primavera de 1833; otro, cuando
en 1845 es recibido en la Iglesia
católica... Y se producen, con leves
intervalos, más sacudidas de la gra-
cia de Dios: él, que en un principio
había pensado permanecer seglar,
abandonando el ejercicio de su or-
denación anglicana, es convencido
para que se prepare al sacerdocio
católico (1846) y, sucesivamente
(1847), junto con su fiel y gran
amigo de conversión, Ambrose
Saint John, es orientado hacia el
Oratorio.
¿Cómo fue que se decidiera por
el Oratorio? La experiencia comu-
nitaria de Littlemore, desde sep-
tiembre de 1841 hasta febrero de
1846, que le condujo al catolicis-
mo, le convencía de que, una vez
ordenado sacerdote católico, le cos-
taba imaginar una vida de sacer-
dote diocesano, dado además su
precedente de universitario y hom-
bre de estudios. En un primer mo-
mento pensó si tal vez le podía
convenir pedir el ingreso en la
Compañía de Jesús, o quizás en la
Orden Dominicana. De la duda le
sacó Nicholas Wiseman, antiguo
rector del Colegio Inglés de Roma,
9 (57)
más tarde cardenal y arzobispo de
Westminster, que le sugirió el Ora-
torio. Pareciole una fórmula ideal,
aunque, a pesar de la inicial sim-
patía, pero sin conocerlo apenas,
Newman la aceptó con una gran fe
en un consejo tomado como venido
de la Providencia. Fue algo resuel-
to en cuestión de meses, y volvió a
Inglaterra con el propósito de in-
troducir allí el Oratorio. Su pro-
yecto llevaba como bagaje espiri-
tual sobre san Felipe, la Vida de
Bacci, I pregi della Congr. del-
l'Oratorio y las Constituciones,
además de un largo retiro y adoc-
trinamiento por el p. Rossi, del
Oratorio romano. Poco era en com-
paración con cuanto le aguardaba.
Sin embargo, una vez tomado este
camino, nunca jamás dudó de que
era el de su vocación. Y es aquí
donde podemos añadir, a otras pre-
cedentes, ésta de su "conversión"
al Oratorio.
Toda verdadera vocación, en-
tendida correctamente, exige una
"conversión", sin la cual la perse-
verancia peligra o se mantiene co-
mo una resistencia que se soporta,
o se desvía del espíritu que debe
animarla, con acomodaciones ex-
trañas. Sin entrar en detalles, y a
pesar de que en Newman no siem-
pre pudo traslucirse, le costó, esta
necesaria conversión al Oratorio,
padecer desde fuera una gran in-
comprensión y, desde dentro, mu-
cha pobreza. Newman se hizo cató-
lico y llegó al puerto de la fe que
deseaba; luego se hizo oratoriano y
tuvo el medio de labrar su santifi-
cación. Basta asomarse a su biogra-
fía, a su correspondencia y, espe-
cialmente, a sus Autobiographical
Writings. Puede decirse muy bien
que, después de san Felipe, el pen-
samiento newmaniano sobre el
Oratorio es la aportación más no-
table para ilustrar la genialidad de
la idea nacida, hace cuatro siglos,
del corazón de nuestro Santo Pa-
dre y Fundador, Felipe Neri.
En una ocasión, al recordar que
ni siquiera en su juventud había
deseado nunca honores ni éxitos
mundanos, se fija en el salmo 130,
que dice:
Mi corazón, Señor, no se ensoberbece
ni son altaneros mis ojos;
no he elegido el camino de las grandezas,
ni he buscado las cosas demasiado altas para mí.
En cambio, he reprimido y acallado mi alma,
como niño que se abandona al regazo de su madre;
como niño pequeño así está mi alma.
Lamentaba que este salmo no se
leyera en el rezo del oficio angli-
cano. Este salmo, escribía, «resume
mi vida». Lo mismo habría podido
10 (58)
decir san Felipe de la suya.
Al final de su obra más conocida,
la Apología, defendiéndose de la
acusación de insinceridad, en la
polémica que la suscitó, cita a san
Felipe Neri, como el hijo que invo-
ca «la enseñanza del Padre». Con
ello «quiero poner término a esta
obra». El oratoriano romano (p.
Giaccomo Bacci) que escribió la
Vida de san Felipe Neri, dice de él
que «aborreció toda clase de afec-
tación tanto en sí mismo como en
los demás, en el hablar, en el ves-
tir y en las demás cosas, huyendo
muy particularmente de ciertas ce-
remonias que más bien pertenecen
al estilo mundano, y cumplidos
cortesanos; se mostró, en cambio,
partidario de la sencillez cristiana
en todas las cosas; de tal modo que,
cuando tenía que tratar con gentes
de prudencia mundana, tenía difi-
cultad en ajustarse a ella. Sobre
todo le disgustaba verse obligado
a tratar con personas de doble ros-
tro, que no son leales en sus obras
ni van derechamente al asunto.
Fue especialmente enemigo de las
mentiras y no podía soportarlas, y
a los suyos recordaba que se guar-
daran de ellas como de la peste».
Y confiesa Newman que estos
principios no solamente los ha te-
nido en cuenta desde que se hizo
católico, sino que habían sido los
que, aun antes de abrazar el catoli-
cismo, «habían inspirado toda su
vida».
Termina también otro libro, don-
de recoge sus conferencias en Du-
blín para la fundación de la Uni-
versidad Católica de la que fue el
primer Rector: «Si Dios dispone
que en años venideros haya de
participar en la gran empresa que
ha dado materia para estas confe-
rencias, puedo decir que, si he de
hacer algo, lo haré siguiendo las
huellas de san Felipe y ningunas
otras».
Ciertamente, Newman se dejó
llevar de la Providencia, fue fiel
a su vocación y "se convirtió" al
Oratorio, al que consagró toda su
vida de católico, cuarenta y dos
años, hasta la última conversión
que amanece en el Cielo, de Dios y
de los Santos.
San Felipe compartió lo que quizá fueran las intuiciones más profun-
das de los reformadores del s. XVI: la necesidad de ir a fondo en la
sencillez del Evangelio y los deseos crecientes de algunos seglares de
conocer la Palabra de Jesús y vivirla sabiendo de que se trataba.
Meriol Trevor
11 (59)
Estética, Ética
Religión, Dios
SE HA PUESTO de moda aprender inglés, no sólo, ni
principalmente, para leer a Shakespeare en su lengua
original, o para entenderse mejor en los viajes, o por
su utilidad en el comercio u otras profesiones, sino
porque se considera elegante, graceful, beautiful...
Hasta el punto que este adjetivo ha servido para definir a una
nueva clase social, en exceso cuidadosa de las apariencias y
exhibicionismo de triunfo mundano, amoral, el cual lo mismo
suscita envidia que sorprende como espectáculo. Una encues-
ta poco matizada podría llevarnos a la conclusión de que este
afán de cuidar las apariencias y maquillar la propia realidad,
cuando ésta no se corresponde con lo que quisiéramos ser y
no somos, es general en amplios sectores de la sociedad, en la
que sólo algunos individuos de la misma logran el triunfo o,
por lo menos, la apariencia simbólica de haberlo alcanzado.
Hay que ser muy sincero y muy limpio de vanidades para no
incurrir en estas falsificaciones, porque la mentira está siem-
pre al acecho.
La Estética sin Ética es pura mentira; el resto de males
y muchos de los mayores dolores de la vida derivan de falsi-
ficaciones y vanidades no corregidas a tiempo. La Estética es
falsedad cuando carece de contenido ético verdadero. Por esta
razón, cuando en el pasado régimen fue destituido el profesor
de Ética de la Universidad Central de Madrid, José Luis L.
12 (60)
Aranguren, el catedrático de Estética de la Universidad de
Barcelona, José M. Valverde, dimitió de su cátedra declarando
que donde no hay Ética, no puede haber Estética. Toda una
lección, más que de filosofía.
Muchos toman los términos Ética y Moral como idénticos
en significado. Pero creemos que el primero designa mejor la
actitud íntima del hombre, mientras que el segundo, que de-
riva del latín en su significado de costumbre, parece que in-
fluye en el hombre desde fuera, sociológicamente, por vía de
la imitación que se hace hábito. Ética como la actitud profun-
da del ser racional, consciente, frente a los valores del bien,
al ethos frente a la vida, a la respuesta que tiende al ideal de
bondad y de verdad. Existen varias clasificaciones de la Ética,
pero el profesor Aranguren no duda en afirmar que no se
puede hablar de verdadera Ética sin referencia a lo trascen-
dente, al absoluto, al Dios sumo Bien. Otra cosa son hábitos
o costumbres culturales, mejores o peores, pero no pertene-
cerían en rigor a la Ética.
Si ha de haber una relación con Dios, entramos en el
campo de la Religión, o relación con Dios, del hombre con
Dios. No relación con una idea sublimada, sino con un Ser
personal, absoluto y único del cual dependemos y al que de-
bemos dar cuenta. Cuando entendemos por Dios a ese Ser
supremo, sobrepasamos el concepto de un mero fenómeno
13 (61)
social; también vamos más allá de la reducción a símbolos y
ritos como lenguaje de la comunidad de creyentes, o expre-
sión colectiva de una fe compartida. Y también la tendencia,
nunca acabada de eliminar, de una fragmentación de la Divi-
nidad, que la despersonaliza. El Dios cristiano es un Dios úni-
co y personal, al que se trata de corazón a corazón. Un Dios
de gracia y gratuito, que no puede ser domesticado ni tradu-
cido en utilidad temporal, económica o política. Esa idea del
Dios verdadero, puro, espiritual y espiritualizador, que ex-
cede a la utilidad moralizadora o al automatismo de una sa-
cramentalidad talismánica, para dejar paso y desarrollo a la
relación personal (oración y gracia). Un concepto de Dios que
es más que el religiosismo, y hasta más que una mera religión
aunque esta denominación genérica nos pueda servir para
describirla como un sistema, en el que se incluya la fe, la vida
de la gracia y la esperanza de un amor total, resumido en la
posesión de Dios, más allá del tiempo. En definitiva, el Dios
de Jesucristo y de los santos.
Los males del mundo se resumen en el rechazo o, por lo
menos, en el desconocimiento de este Dios en el que han creí-
do y al que han amado los santos. Los males del mundo de-
saparecerían cuando Dios se nos hiciera transparente, por
nuestra fe, y felices por nuestro amor. Ésa debiera ser la pers-
pectiva de toda labor educadora, y debieran tenerlo presente
todos los que han de educar a las futuras generaciones.
Entonces seríamos santos; y la tierra, imagen del cielo. Y
todo sería hermoso, no por la apariencia de la ficción, sino
por la verdad del espíritu, no por la fe a nivel de las idola-
trías temporales, sino referirnos a Dios purificados del lastre
de vanidades, mentiras, envidias y egoísmos, y abrirnos al rei-
no del Espíritu, que supera toda belleza, y es fuente de toda
bondad y vínculo excelso de unción divina.
14 (62)
El influjo
del Evangelio
y de los santos
UNA de las cosas que más puede escandalizar, en el mundo secula-
rizado en que nos movemos, no es ya la duda de que pueda ser
oportuno insistir en la predicación del cristianismo, sino el cons-
tatar que países hasta hace poco tenidos por los más católicos ofrecen el
triste ejemplo de profundas contradicciones con la religión que, por lo
menos sociológicamente, todavía profesan: corrupción política y mafia
en Italia, crecimiento de los abortos en Polonia, la más baja natalidad
del mundo en España... Efectos de causas y concausas que será preciso
analizar, incluso a nivel más amplio y que, en conjunto, suponen un reto
para la Iglesia, esa Iglesia que somos todos. Se habla de una nueva evan-
gelización, y también de una evangelización nueva, que corrija los erro-
res de la primera, donde la hubo, porque es muy posible que, en amplios
sectores, todavía estemos por convertir, o se perpetúen deformaciones
del Evangelio que pretendemos anunciar.
Llevados de la mano de Newman, especialmente con referencia a
dos de sus sermones (IV PS, 10; US, 5), intentaremos dar respuesta, por
lo menos, a la cuestión que aquí nos sirve de título.
En primer lugar convendrá aclarar cuál es el objeto de la predica-
ción cristiana y cuál el oficio o deber de la Iglesia como dispensadora
de la palabra de Dios. Newman cree que todos daríamos una respuesta
parecida:
«que el objeto de la Revelación era iluminar y dilatar la
mente, movernos a actuar conforme a la razón, desarrollar
y fortificar nuestras facultades; o bien infundirnos el co-
nocimiento de la verdad relativa a la religión, puesto que
15 (63)
este conocimiento constituye un verdadero poder desde que
nos fue concedido, y mediante el cual estamos capacitados
para pensar, juzgar y obrar por nosotros mismos; o hacer
de nosotros buenos miembros de la comunidad, sujetos lea-
les, que saben mantener de modo ordenado y útil su propia
posición social cualquiera que sea; o también asegurar un
progreso religioso que, de otro modo, carecería de espe-
ranza; la razón por la cual hay personas que se extravían
y se lanzan por caminos que malogran el carácter de su
ser, porque carecieron de educación, porque eran ignoran-
tes. Pueden darse éstas u otras respuestas, poco más o me-
nos. Por esto puede ser útil considerar con qué finalidad, y
qué enseñamos al predicar, enseñar, instruir, discutir, dar
testimonio, alabar, reprender; qué fruto tiene derecho a
obtener la Iglesia como anticipación del resultado de sus
trabajos ministeriales».
Newman es categórico al responder, apoyado en un texto de san Pa-
blo en el que nos da una razón totalmente diferente de las mencionadas.
El apóstol que más trabajó en la expansión del Evangelio dice: «Todo lo
soporto por amor de los elegidos, para que éstos alcancen la salud en
Cristo Jesús y la gloria eterna» (2 Tm 2, 10). San Pablo, en quien se per-
sonaliza tan fielmente el fin que se propone la Iglesia con la predicación
cristiana, se fatigó
«no para civilizar al mundo, no para quitar dureza a la
sociedad, ni para facilitar los movimientos que ayudan a la
política de este mundo, ni para que aumentasen los progre-
sos científicos, o el cultivo de la razón o para cualquier
otro objetivo por grande que fuera en este mundo, sino por
amor de los elegidos. Todo lo soportó por causa de ellos».
Es oportuno que lo recordemos en esta época nuestra, propensos a
imaginar que hemos heredado el derecho a resultados de una evangeli-
zación pasada y que para el resto, si surgen dificultades, habrá que re-
currir a los medios y estilos de este mundo, confiando que la política ha
de ayudar a la religión o la religión, para asegurarse, ha de recurrir a la
política; o que el Evangelio se puede confundir con la propaganda, para
obtener adhesiones de no evangelizados, y salvar, de este modo, la apa-
riencia de grandezas espiritualmente engañosas, en la que lo grandioso
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no pasa de una dimensión humana y temporal, de reino, dominio o pres-
tigio de este mundo, como una vanidad más, sin que obre la conversión
a Dios.
«El conocimiento del Evangelio sólo ha cambiado, en reali-
dad, la superficie de las cosas, ha limpiado lo de fuera, pero,
en lo que cabe juzgar, no ha obrado ampliamente en las
mentes, en lo interior del corazón, de donde proviene todo
el mal y lo que hace al hombre impuro (Mt 15, 11)».
No sería justo
«negar que el cristianismo ha elevado el nivel de las nor-
mas morales, ha refrenado las pasiones, ha presionado el
cumplimiento externo de las buenas costumbres; y que ha
facilitado el progreso en la virtud a ciertas personas o fa-
vorecido los hábitos religiosos, cuando de otro modo no
habrían superado los rudimentos de la verdad y la santidad;
que también ha dado firmeza y consistencia a las convic-
ciones religiosas de muchas personas, y que tal vez ha ex-
tendido el alcance real de la práctica de la religión. Pero,
concedido esto, la gran multitud de los hombres han per-
manecido del todo, en apariencia, no mejores que antes,
desde el punto de vista espiritual. El estado de las grandes
ciudades no es muy diferente de antaño, o por lo menos
no permite pensar que la obra del cristianismo haya tenido
un efecto real sobre el aspecto de la sociedad, o lo que se
llama mundo. Tanto las clases altas como las bajas no di-
fieren mucho de lo que hubieran sido sin el conocimiento
del Evangelio, ni que pueda decirse que el cristianismo
haya conquistado el mundo, tal como es, en sus diversas
clases y estratos sociales. Lo mismo ocurre con los fines
que se persiguen y las profesiones que se ejercen, puesto
que permanecen en sus características, atenuadas tal vez y
atemperadas en sus peores consecuencias y excesos, pero
conduciendo siempre a los mismos resultados substanciales.
El comercio sigue dominado por la avaricia, no sólo en sus
tendencias, sino también en sus actos, a pesar de que se
haya oído el Evangelio; las ciencias físicas continúan en el
escepticismo, igual que en el mundo pagano. Abogados,
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agricultores, políticos e incluso, aunque de vergüenza de-
cirlo, los ministros del Señor se resienten todos de las con-
secuencias del viejo Adán».
Tanto realismo parece delatar a un Newman pesimista, cuando en
verdad es resultado del contacto con el celo por la verdad. Newman tie-
ne treinta y cinco años cuando en pleno fervor predica este sermón y
hace tres que ha estallado el Movimiento de Oxford, de renovación reli-
giosa. Sus meditaciones sobre la Iglesia le llevan a formular este dilema:
«Salvo que no hubiese cumplido su deber en donde se hubiera estable-
cido, deberá reconocerse que no estaba garantizado el éxito en muchos
corazones». Este resultado dependerá de cómo se recibiera su predica-
ción. Ésta, en todo caso, produciría santos. Las fatigas de los apóstoles
estuvieron bien empleadas por «amor de los elegidos», por los que
tomaron en serio el cristianismo. La acción de la Iglesia no obtiene un
resultado automático y universal, sino que forma parte de un proceso
proyectado hasta el fin de los tiempos, en el que la gracia actúa en los
corazones y debe ser correspondida por la libertad del hombre. El que
la reciba sin poner condiciones a Dios, será santo. Por eso los santos «son
creación del Evangelio y la Iglesia». Cualquier adhesión a Cristo no bas-
ta para la santidad y dice también Newman: «La fe puede hacer héroes,
pero sólo el amor hace santos». Los esfuerzos "inmensos" de la predica-
ción apostólica se llevan a cabo en este sentido, aun cuando las esperan-
zas de los resultados sean "restringidas". En todo caso,
«...también en nuestra época, tan ocupada y tan confiada
en el éxito de sus empresas, conviene insistir que en cada
edad de la historia hay, esparcidas por el mundo, un cierto
número de almas, conocidas por Dios y desconocidas por
nosotros, que quieren conocer la Verdad desde el mismo
momento en que se les propone, cualquiera que sea la
razón que las lleva a obedecerla a unas y a otras a no ha-
cerlo. Estas almas hemos de contemplar, por éstas hay que
trabajar, de ellas cuida especialmente Dios, para ellas debe
ser todo; y debemos pedir al Señor que nosotros y nuestros
amigos seamos de este número en el día del Juicio. Estas
son las que forman la verdadera Iglesia, creciendo siempre
en número, congregándose sin cesar por todas partes, con
el paso del tiempo; con ellas se edifica la Comunión de los
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Santos... Dios no está sin testigos ni sin frutos, ni siquiera
en países paganos... En todo pueblo, entre muchos malos,
hay algunos buenos».
La función de estos buenos consistirá en darse y gastar sus fuerzas
para que no falten nunca testigos y maestros del Evangelio que hagan
de entre el gran número de llamados, algunos elegidos, o verdaderos
santos, porque
«el Evangelio ha llegado a nosotros no meramente para con-
vertirnos en buenas personas, buenos ciudadanos o buenos
miembros de la sociedad, sino para hacernos miembros de
la Jerusalén celestial, "conciudadanos de los santos y fami-
liares de Dios" (Ef 2, 19)».
Este es el influjo del Evangelio en la Iglesia y, aunque «un sincero
cristiano debe ser un buen miembro de la sociedad», esto no agota lo que
la fe le exige, porque «nadie puede ser un buen cristiano si solamente es
eso», es decir, reduciendo a sus propios pensamientos el Evangelio y con
una religiosidad al arbitrio de su medida.
Estas afirmaciones de Newman se apoyan en numerosas citas del nue-
vo testamento. Y habla así en un momento de gran fervor, ante universi-
tarios de Oxford, pero también a los fieles de Littlemore, donde acaba de
edificar una iglesia en la que comparte su actividad apostólica entre gente
sencilla. Cuando, con sus cincuenta y cinco años a cuestas, lleva once de
católico, y además de los dos Oratorios ingleses (Birmingham y Londres),
acaba de fundar la Universidad de Dublín, y se ocupa en muchas tareas
sin que jamás decrezca su celo, mantiene los mismos planteamientos: «Al
decir que Cristo ama a la Iglesia, no es de naturaleza terrena lo que ama,
sino la obra de su propia gracia», invisible a los ojos que miran (OS 4).
Pero volvamos al Newman joven, todavía anglicano, al quinto de sus
sermones universitarios, en el que anticipa algunas de las ideas que he-
mos resumido más arriba. En él Newman se refiere explícitamente al
"influjo personal", al testimonio de cada uno: «De ordinario, la Palabra
inspirada no será más que letra muerta, excepto si se transmite de per-
sona a persona». Años más tarde escribiría también: «Quien se esfuerza
por establecer el Reino de Dios en su corazón, lo propaga también al
mundo» (SD, 134).
Newman habla de «la hora de la verdad» para muchas almas que
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precisamente las penas y el dolor hacen sonar, y que las dificultades de
la vida no pueden sofocar; un realismo espiritual que no puede detener
la oposición y dificultades del mundo, y que el mundo tampoco com-
prende.
«Aunque el mundo desconoce al "testigo de la Verdad"
dentro del ámbito de los que le ven suscitará sentimientos
muy distintos de los que despierta la mera superioridad
intelectual. Generalmente los hombres que gozan de popu-
laridad aparecen como grandes figuras vistos a distancia,
pero disminuye su apariencia cuando los tenemos cerca;
en cambio, el atractivo de la santidad que se ignora a sí
misma, posee una urgencia que la hace irresistiblemente
atractiva; convence a los débiles, a los tímidos, a los vaci-
lantes y a los que buscan; hace aflorar el afecto y la lealtad
de todos los que en alguna medida tienen un espíritu pare-
cido; y sobre la multitud irreflexiva o indócil ejerce un
dominio... que les mueve al respeto y al silencio... aunque
sin entender los principios y criterios de aquel espíritu que
"no ha nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne,
ni de la voluntad del hombre, sino de Dios" (Jn 1, 13)».
Cuando Newman se refiere al testimonio e influjo de los santos,
piensa, en primer lugar, en el testimonio y ejemplo de Jesucristo, sobre
todo en aquellos que esperaban su Reino. De modo parecido, reflejando
a Cristo, los santos lo ejercen sobre los demás.
«Éstos son los que el Señor denomina especialmente "ele-
gidos", los que vino a "congregar en la unidad", pues son
dignos de ello. Y éstos son los designados por la Providen-
cia de Dios para ser la sal de la tierra; para continuar a la
vez la sucesión de sus testigos, de modo que nunca falten
herederos en el linaje real, aunque la muerte mande una
generación tras otra a su descanso y al gozo de su recom-
pensa. Quizá se encontraron casualmente con quien estaba
destinado a ser su padre en la Verdad, sin descubrir inme-
diatamente su verdadera grandeza... Hasta que al fin (por
medio de esos testigos), se dieran cuenta con asombro y
temor, que la presencia de Cristo estaba ante ellos y, con
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palabras de la Escritura, glorificarían a Dios en su siervo
(Gal 1, 24), mientras ellos mismos se iban transformando
en la misma gloriosa Imagen que contemplaban (2Co 3,
18), y se preparaban para sucederle en la misión de comu-
nicarla a otros».
Como observa el p. Boix, Newman tenía por santos, cuando escribía
estas palabras, en particular a un par de amigos suyos que le influyeron
espiritualmente: Hurrell Froude y John Keble; más principalmente este
último a quien el Newman católico no dudaría en comparar con san Fe-
lipe. 
«Un hombre irreligioso no puede saber nada sobre estos
santos escondidos. Además, nadie, sea o no religioso, puede
descubrirlos sin un estudio atento a los mismos. Y aunque
se diga que son pocos, lo cierto es que bastan para llevar
adelante la obra silenciosa de Dios. Los Apóstoles fueron
hombres de esta clase; podrían nombrarse a otros en cada
generación, que les sucedieron en la santidad. Éstos comu-
nican su iluminación a luminarias menores, por medio de
las cuales, a su vez, la difunden por el mundo. Las prime-
ras fuentes de iluminación permanecen inadvertidas, inclu-
so para la mayoría de cristianos sinceros; invisibles como el
supremo Autor de la Luz y de la Verdad, del cual procede
el origen de todo bien. En los siglos venideros, pocos hom-
bres llenos de gracia bastarán para rescatar el mundo».
Newman exhorta a vivir con serenidad y paciencia, cualquiera que
sea la situación en que nos encontremos o la fuerza de los errores que
amenacen nuestro tiempo. No todo lo que aquí parecen grandezas lo se-
rán tanto cuando sean juzgadas por el triunfo de la Verdad divina. Mien-
tras tanto
«...todos aquellos que reconocen la voz de Dios que les ha-
bla y les llama para el cielo, deben aguardar el Final pa-
cientemente, ejercitándose ellos mismos y trabajando con
diligencia, con la vista puesta en el día en que se abrirán
los libros de las cuentas divinas, y se revisará y pondrá en
orden todo el desbarajuste de las cosas humanas; cuando
"los últimos serán los primeros; y los primeros, los últi-
mos"; cuando "todos los que han dado escándalo y todos
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los inicuos" serán echados fuera; cuando "los justos res-
plandecerán como el sol" y los que han creído con Fe
verán a su Dios; cuando "los prudentes ―los verdaderos
sabios― resplandecerán como resplandece el firmamento,
y los que han convertido a muchos a la justicia brillarán
como estrellas por siempre jamás" (Mt 13, 41 y 43; 20, 16;
Dn 12, 3)».
Espíritu y fuerza
del Oratorio.
• Prevalencia de la caridad sobre la ley.
• Espíritu de fe y oración, y de caridad y servicio,
estimulado y alimentado por el estudio familiar de
la Palabra de Dios y el trato espiritual.
• La Eucaristía como centro de toda la vida.
• Dedicación al bien y al progreso de la Iglesia, por
la peculiar vinculación del Espíritu a su misterio.
• Entrega a la Congregación, de sus miembros, por
la libre voluntad de permanecer siempre en ella
hasta su muerte. Sin votos, juramentos o
promesas. Libertad que concuerde al máximo con
el espíritu del Evangelio.
• Su fuerza, como en las primeras comunidades
cristianas, debe consistir más en el mutuo
conocimiento, en el respeto y en el verdadero
amor de la convivencia familiar, que en la
multitud de sus miembros.
(DE LAS CONSTITUCIONES)
22 (70)
{Foto}
ANIVERSARIO EN EL ORATORIO DE GRACIA.
Están de enhorabuena nuestros hermanos del Oratorio de Gracia, al poder
celebrar, en este año, el primer centenario de la inauguración de su templo,
muy frecuentado por los fieles de aquella ex-villa, en la actualidad ya
incorporada a la ciudad de Barcelona. A esta iglesia y Oratorio nos habíamos
referido, hace algún tiempo, cuando publicábamos en estas páginas un
artículo, todavía profético, del poeta catalán Joan Maragall, impresionado al
asistir a la celebración de una misa, después del incendio que padeció esta
iglesia en la revuelta de la Semana Trágica de 1909. Corresponde a la
Congregación del Oratorio de Gracia el justo honor de haber dado cinco
sacerdotes mártires, cuyo recuerdo permanece como ejemplo de fidelidad a
Cristo y a la vocación filipense. Ad multos annos!
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JUEVES
26
DE MAYO
FIESTA DE NUESTRO PADRE
SAN FELIPE NERI
FUNDADOR DEL ORATORIO
DAREMOS GRACIAS A DIOS
EN LA EUCARISTÍA
DE LAS OCHO Y MEDIA DE LA TARDE
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Pl. San Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - 02080 Albacete - D. L. AB 108/62 - 10.5.94
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