Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 298. ENERO — FEBRERO. Año 1995
SUMARIO
LLAMADOS a la vida, habría un modo de estar
en el mundo casi vegetativo y de movernos en
él, ni libres ni esclavos, pero sí despersonaliza-
dos de nuestra condición cristiana, somnolen-
tes y dejados llevar por la corriente de lo más fácil
o placentero, degradando, al fin, la razón última de
existir, vueltos al paganismo. Pero la vida de los
hijos de Dios, ya en la misma tierra, está llamada a
la trascendencia, más allá de sí misma, para que se
pueda convertir en respuesta gozosa y agradecida a
quien nos la dio. En el fondo, se trata, como en los
primeros seguidores de Cristo y en los santos, de una
respuesta de la fe en Dios y en su amor, que concier-
ne a todos los bautizados.
PARA LA UNIÓN DE LAS IGLESIAS
FE
NEWMAN Y CONGAR
LOS INTERESES CREADOS Y SAN FELIPE NERI
«EL SANTO DE LA ALEGRÍA»
EL SEGUIMIENTO DE CRISTO Y EL ORATORIO
SEBASTIÁN VALFRÈ
1
Tiempo de oración:
PARA LA UNIÓN
DE LAS IGLESIAS
Dios mío, creador del hombre, que sólo has podido recibir
una alabanza digna ―o menos indigna― multiplicando
las especies, las razas y las naciones; que de esta manera,
no sólo has manifestado una parte de tu gloria, sino toda
la riqueza de tu creación y, principalmente, de tu criatura
racional; que quisiste que tu Iglesia, desde sus mismos
orígenes, hablara todas las lenguas, y no para que
perturbara la expresión de la verdad, ni, con mayor
motivo, para que no falseara la verdad misma, sino para
que la verdad, que sólo la Iglesia debe proclamar, fuera
entendida por cuantos hombres la oyeran: te pedimos que
ensanches nuestros corazones para que sepamos hacernos
comprender por los hombres y también nosotros les
comprendamos a ellos, a todos ellos. Dios mío, me doy
cuenta de mi pequeñez y pobreza, pero tú puedes dilatar
abrir mi corazón para que alcance la medida de las
necesidades del mundo. Esas necesidades que no se
ocultan a tus ojos; que son muchas, y más de las que yo
pueda conocer bien y expresar. Señor, danos muchos
obreros y, sobre todo, obreros que se presten al trabajo
con un gran corazón. Porque el tiempo apremia y hay
mucho trabajo por hacer. Trabajos inmensos, misiones
desproporcionadas para hombres como nosotros.
¡Ayúdanos, Señor: ensancha, purifica, organiza, inflama,
llena de prudencia, aviva nuestras pobres almas!
Yves Congar
2
Fe
LA BIENAVENTURANZA de la pobreza inaugura el «Sermón de la Montaña»;
pero no es la primera bienaventuranza del Nuevo Testamento. La sola pobre-
za sin fe, está muy próxima de la miseria, salvo que la remedie el amor cris-
tiano, si reacciona al reto que la provoca. De otro modo, la miseria tiene poco
que ver con la virtud. La primera bienaventuranza del Evangelio es la de la fe de los
que creen y confían en Dios y se someten a sus designios, cuyo contenido es siempre
de gracia y bendición. Esta bienaventuranza de la fe se estrenó en la Virgen: «Bien-
aventurada tú, porque has creído». Por eso ella es la primera cristiana e imagen de
la Iglesia.
La pobreza del Evangelio es la prueba a que ha de ser sometido el cristianismo
sincero, es la piedra de toque infalible de la verdadera fe. Todo alarde de fidelidad
a Dios, al margen de la pobreza como virtud cristiana, es degeneración farisaica, co-
loración de piedad, religiosidad desvanecida, o sucedáneo supersticioso.
La creación entera trasluce la huella de Dios, de quien todo procede. Esta visión
de fe obliga a tratarlo todo, y tratarnos, con el respeto al Creador, sin distraernos de
quien es el fin de todo: el resto son medios. Como medios, no pueden absolutizarse,
no pueden dominarnos ni someternos, sino que, pasando por ellos como tales medios,
o pasando de ellos porque no pueden ser nuestros fines, hemos de «poner sólo en
Dios todo nuestro corazón», al modo como la Iglesia, por la voz de la liturgia, nos re-
cuerda y nos enseña a pedirlo con insistencia. Cualquier pretensión que nos lleva-
ra a querer instalarnos en un cielo anticipado, artificial, representaría una negación
o enfriamiento en la fe. De esta seducción nos libra, desde la inteligencia, la fe, y
desde lo sensible y práctico de la vida, la austeridad y el desprendimiento. Sólo en-
tonces somos libres para crecer en el amor. La pobreza espiritual no representa un
desprecio de lo creado, sino, por el contrario, su valoración sopesada y justa, para
situarnos, sin ataduras, en la perspectiva de Dios. Sólo así, lo creado realza la gloria
de Dios; sólo así, el hombre, como diría san Ireneo, «es en la tierra la gloria de Dios»;
y el resto, providencia de Dios.
3
Pero el espectáculo del mundo no nos ayuda cuando se nos representa como un
cielo en la tierra, al dinero como su dios, que tan a menudo proclama su eficacia
«para hacer el bien». Esta tesis en peligrosísima, porque sólo es capaz de encender
luminarias de paja, esplendor momentáneo. La historia e pródiga en ejemplos ni
pesar de no quererlo reconocer, cuando se trata de que cada uno se los aplique a si
mismo.
La vanidad organiza y difunde la propia fama, crea las apariencias de triunfo y
la búsqueda del aplauso temporal, para captar a indecisos y medrosos, y hasta los
cristianos somos tentados, y no siempre libres de pecado, confundiendo evangeliza-
ción con propaganda, apostolado con seducción, razón con fuerza, y verdad con lo
que avalan las estadísticas. Decimos que «a fin de bien», pero olvidamos demasiado
deprisa el ejemplo que Dios mismo nos dejó al entrar en nuestra historia para
inaugurar la misión que ahora hemos de cumplir, por mandato suyo, como Iglesia, y
precisamente como "su" Iglesia. Reducimos, con frecuencia, la religión u problema
político, y éste, más que como preocupación por el bien público, lo valoramos, como
poder de medro, en rivalidad con el adversario que nos lo discuta o dificulte. Olvi-
damos que, con dinero y poder, se pueden comprar votos, se pueden hacer favores
para captar adeptos, se pueden recomendar a amigos para comprometer gratitudes
y hacer clientelas, pero no se pueden hacer cristianos. Tal vez si asociaciones filan-
trópicas dudosamente desinteresadas; o sociedades anónimas, o círculos culturales, o
gremios profesionales, o partido, o sindicatos; pero no cristianos. Solamente es cris-
tiano el que nace a la fe en Jesucristo. Esta fe no es un adhesivo, sino fuerza divina
que transforma.
Dios que quiso nacer pobre, que no se apoyó en los poderosos, ni en el aparente
rigor farisaico, si volviera ¿«encontraría todavía fe en la tierra»? Seguramente sí,
pero no en el fragor mundano, sino en los más humildes... como la primera vez que
vino.
En el transcurso de veinte años han muerto en
todo el mundo, como mártires de la fe, 280 cris-
tianos, de los cuales la inmensa mayoría fue-
ron religiosos y religiosas, sin contar a otros
muchos encarcelados y perseguidos; no obs-
tante que en la Iglesia, quienes profesan la vida
de total entrega a Dios, abrazando la radicali-
dad del Evangelio, representan una ínfima mi-
noría del 0.12 por ciento del total.
4
Newman y Congar,
hombres de esperanza
EL PROFETA es un creyente
que piensa en la eternidad,
no como futuro, sino con la
fe que presentifica incluso el pasa-
do y que es absorbida en la visión
totalizadora de Dios en quien todos
los planos convergen, en síntesis
anticipada, que sólo el místico pue-
de intuir y convertir en vida y
talante. La palabra "carisma"
veces trivializada corresponde
al profeta, porque Dios lo suscita
en las manifestaciones extraordi-
narias de sus dones, para bien de
toda la Iglesia, aunque los comu-
nique por sólo uno o algunos de
sus miembros. El profeta siempre
sorprende, como cuando Jesús ha-
blaba el sábado en la sinagoga de
Nazaret y algunos no creían (cf.
Mc 6, 1-6). Entre los que se resisten
a creer no todos son culpables. Su-
cede, a veces, que a los reticentes
les falta, de momento, perspectiva.
En el Antiguo Testamento y en la
historia de la Iglesia no faltan
ejemplos de incomprensión, y has-
ta el rechazo, e incluso de verda-
dera persecución. Esta suele ser la
cruz de los verdaderos profetas;
pero también el crisol que los ha
purificado.
No hay profetismo de logros in-
mediatos. Lo contrario sería sospe-
choso. Los profetas son hombres de
esperanza, con la impaciencia sere-
na, aprendida en la de Abraham y
los justos del A. T., que «vieron
desde lejos los días del Señor y se
alegraron». Newman pensaría en
estas palabras de Jesús cuando, in-
comprendido, trabajaba por el Rei-
no «con los ojos puestos en un día
aún lejano, en el que yo ya no es-
taré aquí», decía.
Esta reflexión nos parece opor-
tuna a propósito de la elevación,
casi póstuma, del p. Yves Congar
al cardenalato, ese sabio dominico,
5
anciano nonagenario, inválido, pe-
ro lúcido, que dicta desde la cama
y la silla de ruedas porque todavía
le quedan cosas por decir, después
del tesoro de sus muchos escritos
en libros, revistas, conferencias,
con el tema de la Iglesia siempre
al fondo, y con dos grandes pa-
siones en ella: el ecumenismo y los
laicos, que lo fueron también del
oratoriano John Henry Newman,
además de otras coincidencias. A
éste, para disipar cualquier sospe-
cha, lo rehabilitó el papa León
XIII. A este papa verdaderamente
extraordinario, cuando recién ele-
gido le preguntaron cómo sería su
pontificado, respondió que lo ve-
rían al nombrar a sus cardenales:
el primer investido de la púrpura
cardenalicia fue precisamente New-
man. De modo parecido, al p. Yves
Congar, lo rehabilitó el papa Juan
XXIII cuando lo sacó de la oscuri-
dad y el silencio, llamándolo entre
los primeros teólogos para colabo-
rar en el Concilio Vaticano II, an-
te la sorpresa de muchos que lo
creían descalificado. El gesto del
actual pontífice Juan Pablo II es
decoroso y congruente con el que
tuvo el inolvidable papa del Con-
cilio. 
¿Cuál fue el motivo de los rece-
los con que era juzgado Congar, y
las limitaciones que se le impusie-
ron? No la desobediencia, sino la
incapacidad para ser comprendido
por quienes le observaban desde
perspectiva excesivamente
conservadora, desactualizada con
la historia, con poca visión de fu-
turo y demasiado a la defensiva.
Los tradicionalistas? Él todavía lo
era más cuando declaraba que el
tradicionalismo no puede mirar
atrás y detenerse en Trento, sino
llegar hasta los tiempos del Evange-
lio y de los santos Padres, parecido,
también en esto, a Newman. Evo-
lución, sí, para recuperar las raí-
ces y lo que de ellas se desprende,
sin deformaciones. Cuando ahora
recuerda aquella situación, excla-
ma: «El Concilio rompió con una
presentación de la Iglesia excesi-
vamente jurídica; la Iglesia nos ha-
cía, no la hacíamos nosotros... En
los libros de texto, en los documen-
tos oficiales, e incluso en la cate-
quesis, se presentaba a la Iglesia
totalmente hecha, desde arriba y
por medios o caminos totalmente
determinados. El Concilio renovó
la eclesiología... Es el Señor quien
construye la Iglesia, desde la en-
carnación». Como reflejo de la teo-
ría de Newman sobre el "desarro-
llo", Congar afirma que la Iglesia
es, también, "acontecimiento", por-
que «el Espíritu abre incesante-
mente la vía del Evangelio, hacia
adelante, en lo aún no sucedido en
la historia; es el principio de reali-
zación del misterio de Cristo hacia
la escatología, y avanza sin cesar».
De este modo la Iglesia sigue ha-
6
ciéndose y purificándose, y las di-
ficultades le añaden prudencia en
el desarrollo de su identidad, perse-
verando en la esperanza sobrena-
tural, alentada por el Espíritu divi-
no, con impulso, diría Juan XXIII,
«ya irreversible», para una Iglesia
que es «pueblo de Dios y comu-
nión en la fe».
Las primeras dificultades que
Congar tuvo con la jerarquía te-
nían que ver con su celo ecumé-
nico. Poco después sentó mal su
interés y asistencia al movimiento
de los sacerdotes obreros, aunque
protegidos por el entonces arzobis-
po de París, el cardenal Suhard.
Parecía demasiada audacia y, por
medio del general de su orden, la
S. Sede le impone su traslado a Je-
rusalén y luego a Inglaterra, en
Cambridge, reducido a una vida
de silencio y estudio; pero puede
volver a Francia gracias a la inter-
vención del obispo de Estrasburgo.
El llama a estos años de dificulta-
des y exilio «tiempo de paciencia
activa y de esperanza paciente».
Cuando se inaugura el pontifica-
do del papa Roncalli, cambia el
panorama y, al convocarse el Con-
cilio, es llamado a Roma para tra-
bajar en la preparación del mismo.
Luego participará en él formando
parte, a la vez, de cinco comisio-
nes! Volcado en el Concilio, multi-
plica su actividad de manera infa-
tigable: conferencias, artículos у
La tradición.
Es como un ancho
río, que ha
atravesado siglos y,
por consiguiente,
historias, hombres,
pensamientos,
reflexiones, y
también errores,
problemas, intentos
de respuesta a
preguntas difíciles.
Ese río ha atravesado
países y, por tanto,
culturas. Por esta
razón, cuando hoy
confesamos a Jesús
Hijo de Dios, no
confesamos tan sólo
con la palabra de san
Juan, sino también
con el pensamiento y
la fidelidad de san
Atanasio, del concilio
de Nicea, de san
Hilario y de tantos
otros.
YVES CONGAR
7
las crónicas quincenales en la pu-
blicación «Informations Catholi-
ques Internationales». Hombre que
no puede ni sabe perder el tiempo,
lo administra como don precioso,
del que hay que dar cuenta a Dios.
Quienes le han conocido bien, y
sus amanuenses, no saben si admi-
rar más su sabiduría y prodigiosa
laboriosidad, o su gran personali-
dad humana y profunda espiritua-
lidad de creyente cristiano. Pri-
sionero de los nazis durante la II
Guerra Mundial, pudo curtir su
carácter y acercarse a la letra del
Evangelio, en el sufrimiento, el an-
helo de paz y actitudes de perdón.
De algún modo, es un hombre
que resume el Concilio, y se descu-
bre su huella en los principales
documentos emanados de aquella
magna asamblea. También, como
ha observado Christopher Hollis,
Newman está presente en el Vati-
cano II, como autor más citado, pe-
ro implícito, con una presencia es-
piritual a la que aludió Pablo VI,
con Jean Guitton, como al «gran
Padre silenciado en el nombre, pe-
ro presente en el pensamiento»,
durante el Concilio.
No ha faltado, en nuestros días,
quien se ha ocupado, desde la críti-
ca a la síntesis, de señalar las coin-
cidencias y el camino del desarro-
llo más reciente en la teología de
la Iglesia, entre Newman y Con-
gar, ambos imprescindibles para la
comprensión del acontecimiento
eclesial más importante de apertu-
ra a la contemporaneidad histórica,
añadiendo al preclaro nombre de
Yves Congar, los también impor-
tantísimos de Karl Rahner y Ed-
ward Schillebeeckx. El dominico
Aidan Nichols es quien ha resegui-
do los pasos del desarrollo doctri-
nal, en la Iglesia, desde la época
victoriana hasta el Concilio Vati-
cano II.
En medio de las penumbras que
a veces ensombrecen la imagen de
la Iglesia y las incomprensiones y
dificultades de la fe, no faltan las
necesarias luminarias que facilitan
los caminos de la verdad divina,
abriéndose paso entre las nuevas
generaciones. Nombres que son
una lección y un ejemplo, tanto
para moderar prisas como para
descubrir los conatos de involucio-
nismo, por lo demás inevitables
propios de todas las crisis de reno-
vación y crecimiento. Es preciso no
detenerse, pero, al mismo tiempo,
hay que saber andar manteniendo
la esperanza. La Iglesia crece, se
desarrolla y se purifica. Incluso los
errores de los hombres contribu-
yen a este desarrollo. Las construc-
ciones y las apariencias de creci-
miento rápido y fácil, esconden
trampas o engendran monstruos.
Dios se encarga de que todo creci-
miento verdadero en el bien se ha-
ga desde la humildad, y fuerza a
8
ello a quienes ama. El papa Juan
Pablo II, a mediados del pasado
noviembre, exhortaba a pedir per-
dón, una vez más, por los pecados
que laceran la comunión entre los
creyentes y por el empleo de la
intolerancia. Sí, a veces, la Iglesia,
tan perdonadora y llamada a ejer-
cer la misericordia, también ha de
perdonarse a sí misma.
Una comunidad
plenamente humana.
EN LA ACTUALIDAD, después de varias guerras,
después de toda clase de crisis y de violencias, la
humanidad aspira a encontrar una forma de unidad
viable. Según la gran visión, a la vez científica, poética
y religiosa, del Padre Teilhard de Chardin, el
movimiento de la historia es, en la época en que
estamos entrando, un proceso de "planetización". Se
percibe un espíritu de unidad, un alma que trabaja el
mundo en busca de cuerpo o una forma de existencia.
Lo que, nacido de los restos de la cristiandad y del
movimiento de la historia, busca ahora su rostro es
una comunidad humana, que no sea sólo económica y
política, sino espiritual; una comunidad que quiere ser
puramente humana, pero también plenamente
humana. Puramente humana, o, lo que es lo mismo,
basada únicamente sobre la verdad, sobre el derecho
cuya afirmación implica y respeta al hombre. Pero
además plenamente humana, de modo que tenga en
cuenta esa relación trascendental a un absoluto que
se alberga en el corazón de todo hombre. Un absoluto
que nosotros sabemos que es el de Dios y Padre de
Jesucristo.
Yves Congar
9
Los intereses creados
y san Felipe Neri
EL SEÑOR no pasa una sola
vez por el camino de nuestra
vida, sino que, con la oferta
de su gracia, la acompaña siempre.
Pero hay momentos decisivos en
los cuales podemos distanciarnos
voluntariamente de él, aun sin per-
der del todo la fe, o, por el con-
trario, momentos en que el pensa-
miento de Dios sorprende nuestra
mente y se abre a un mejor conoci-
miento de él. Cuando esto ocurre,
pasamos poco a poco del conoci-
miento a la amistad, admirados de
su providencia que nos descubre
un sentido nuevo y próximo de to-
das las cosas y cuanto nos atañe.
La fe se hace incandescente en el
alma, y pasamos de la amistad al
amor, al creer en el suyo hacia
nosotros. Nos sentimos forzados a
la gratitud, como una correspon-
dencia necesaria, pero ausente de
amenazas; como una invitación a
compartir más cosas con él y en
un sentido más elevado que el me-
ramente temporal. Una comunión
de pensamiento y fusión de vida, o
compenetración interior de propó-
sitos, ideales e intereses que exigi-
rían fuerzas mayores de las que
disponemos y queremos consagrar-
le. Después de esto viene el deseo
del cielo, no como descanso de fa-
tigas pasadas o de ansia de consue-
los que sanen todas las arideces,
sino puramente para «estar siem-
pre con el Señor», como expresaba
san Pablo.
Podemos hacer la descripción
que precede si nos fijamos en los
santos. Nosotros pensamos en N. P.
san Felipe y lo imaginamos en
aquel momento en que una gracia
insigne le hizo desprendido y libre
para no aceptar el porvenir asegu-
rado que le ofrecían unos parien-
tes ricos dispuestos a prohijarlo,
puesto que no tenían descendencia.
Puede parecer más espectacular,
en san Felipe, algún hecho poste-
rior, como gracias de oración en
las catacumbas, o generosidades al-
tísimas con pobres y enfermos, o
poder de conversión a pecadores.
10
Pero aquel desprendimiento inicial
fue el principio de todo lo demás,
hasta llegar a la santidad. El pre-
cedente para que madurara cual-
quier don de Dios al alma eran,
según él, la humildad y el despren-
dimiento o pobreza, que es a lo que
el hombre, aunque se declare cre-
yente, más se resiste. Accedemos a
Dios, muy frecuentemente, porque
no nos explicaríamos el mundo y
nuestra propia existencia, sin el
poder divino; pero, admitido esto,
luego organizamos nuestra vida, en
el mejor de los casos, hasta el lí-
mite de evitar una "condenación"
eterna. No tenemos ideales, sino in-
tereses, creados por nosotros mis-
mos, en los que Dios no debe en-
trar y, por si acaso, intentamos
aquietar la voz de la conciencia
con pequeñas y miserables buenas
acciones meramente simbólicas, y
siempre compatibles con nuestros
«intereses creados». Si un amigo o
¡un familiar!, nos confiara el pro-
pósito de hacer algún gran des-
prendimiento, económicamente va-
lorable, incluso que no le afectara
para seguir en su condición social,
le consideraríamos loco de remate,
e intentaríamos hacerle «entrar en
razón» (si el desprendimiento no
redundara en beneficio nuestro,
claro está).
Esos dramas que tal vez hemos
aplaudido cuando se nos han re-
presentado en la escena, bien sea
el teatro de Benavente, o en «La
Muralla» de Calvo Sotelo, o «La
Ferida lluminosa» de Segarra, se
repiten más de lo que parece a
simple vista, en tertulias de amigos
y en confidencias de familia. En
ésta, es el marido que combate y se
burla del consejo piadoso de la
mujer;... o es ésta que boicotea la
verdadera piedad y sentido cris-
tiano —y a veces la misma con-
ciencia de justicia― del marido.
La vanidad, el orgullo de clase o
de ascenso social avariciosamente
alcanzado sofoca las almas, a las
que Dios estorba.
San Felipe Neri, ya de joven,
hizo muy bien. Lo mismo que
otros santos. Y fue y fueron más
felices que los codiciosos, incluso
en esta vida. ¡Y no digamos al en-
contrarse con Dios, para siempre,
en la otra!
Únicamente quien ha sufrido por mantener sus
convicciones consigue, por ellas mismas, una
fuerza que no puede ser rechazada sin más, y
el derecho de ser respetado y escuchado.
Yves Congar
11
El Oratorio:
«EL SANTO DE LA ALEGRÍA»
Carta de Juan Pablo II a los Oratorianos
en el IV Centenario de san Felipe Neri.
CON MOTIVO de la celebración del IV Centenario
(1595-1995) de la muerte de san Felipe Neri,
florentino de origen y romano de adopción, me es
grato dirigirme a todos los miembros del Oratorio,
para recordar el ejemplo de santidad de su
Fundador y para robustecer en cada uno el compromiso de
la fe, el esfuerzo del amor y la constancia en la esperanza
(cfr. 1 Ts 1, 3).
LA AMABLE figura del Santo de la alegría sigue
manteniendo intacto, también en nuestros días, aquel
encanto irresistible que ejercía en cuantos se le
acercaban para ser guiados en el conocimiento y
experiencias aprendidas en las auténticas fuentes de la
alegría cristiana.
Al recorrer la biografía de san Felipe nos sorprende en
verdad y nos encanta el modo alegre y amable con que él
sabía educar, descendiendo al nivel de cada uno, con
paciencia y comprensión fraterna. El Santo, como es sabido,
solía resumir sus enseñanzas en breves y sabias máximas
12
«Sed buenos, si podéis: Escrúpulos y melancolía, no los
quiero en la casa mía»; «Sed humildes, no queráis figurar»;
«El hombre que no hace oración es como un animal sin
habla»; y, llevándose la mano a la frente, decía que «la
santidad está en el espacio de tres dedos» (de racionalidad, de
buen sentido). En la ingeniosidad de estos y otros "dichos"
podemos advertir la agudeza y el conocimiento realista que
había alcanzado en la comprensión de la naturaleza humana
y la dinámica de la gracia. Eran enseñanzas rápidas y
concisas en las que se transparentaba el tesoro de su
experiencia acumulada a lo largo de su larga vida, además de
la sabiduría de un corazón habitado por el Espíritu Santo.
Tales aforismos se han convertido, para la espiritualidad
cristiana, en una suerte de patrimonio sapiencial.
EN EL PANORAMA del Renacimiento romano, san
Felipe aparece como profeta de la alegría, que ha
sabido conciliar el seguimiento de Jesús con la inserción
activa en la cultura de su tiempo, la cual, en tantos aspectos,
mantiene particular semejanza con la de nuestros días.
13
El Humanismo centrado todo él en el hombre y en sus propias
capacidades intelectuales y de orden práctico, se erguía contra un
malentendido obscurantismo medieval, y se proponía la recuperación
de un alegre frescor vital, contenido en la misma naturaleza, liberada
ésta de rémoras e inhibiciones. Se presentaba al hombre casi como un
dios pagano, situado, de este modo, en una posición de protagonismo
absoluto. Se producía, además, una especie de revisión de la Ley moral,
con el fin de buscar de nuevo la felicidad, y garantizarla.
San Felipe, abierto a lo que reclamaba la sociedad de su tiempo,
no rechazó este anhelo de alegría, pero se empleó en señalar su
verdadera fuente, que él mismo ya había descubierto en el mensaje
evangélico. Es la palabra de Cristo la que ha diseñado el rostro
auténtico del hombre, descubriendo los rasgos que lo hacen hijo amado
por el Padre, acogido como hermano por el Verbo encarnado, y
santificado por el Espíritu Santo. Son las leyes del Evangelio y los
mandamientos de Cristo que conducen a la alegría y a la felicidad: ésta
es la verdad proclamada por san Felipe Neri a los jóvenes que
encontraba en su cotidiana labor apostólica. Su mensaje era un anuncio
deducido de la intima experiencia de Dios, alcanzada principalmente
a través de la oración. Su plegaria nocturna en las catacumbas de san
Sebastián, donde con frecuencia se recogía, no era sólo una búsqueda
de soledad, sino más bien el deseo de mantenerse en coloquio
espiritual con los testigos de la fe, los mártires, e interrogarles, al
modo como los eruditos del Renacimiento establecían un coloquio
imaginario con los Clásicos de la antigüedad: del conocimiento se
pasaba a la imitación y, de ésta, a la emulación.
En estas catacumbas tuvo lugar el prodigio ocurrido en la vigilia
de Pentecostés de 1544, cuando el Espíritu Santo prendió, con su
amoroso fuego, en el corazón de san Felipe; suceso que nos permite
entrever la alegoría de las grandes y divinas transformaciones obradas
en la oración. Nuestro Santo nos muestra que todo progreso fecundo y
seguro en la formación de la alegría se nutre y sostiene sobre una
constelación de opciones mantenidas, que son la oración asidua, la
frecuencia de la Eucaristía, el redescubrimiento y valoración del
sacramento de la Reconciliación, el familiar y diario contacto con la
Palabra de Dios, el ejercicio de la caridad fraterna y de servicio, y,
finalmente, la devoción a la Virgen, modelo y verdadera causa de
nuestra alegría. No podemos olvidar la sabia y saludable
14
amonestación de san Felipe: «Hijos míos, sed devotos de María;
hacedme caso y sed devotos de María».
CUALIFICADO SAN FELIPE, por antonomasia, como «el Santo de la
alegría», debe ser reconocido, además, como el apóstol de Roma 0,
más propiamente, reformador de la Ciudad eterna (que también se
llama así, por su vinculación a la Iglesia). Casi podemos decir que lo
fue merced al natural desarrollo y maduración de las respuestas dadas
a las iluminaciones de la Gracia. Fue en verdad la luz y la sal de Roma,
en el sentido de las palabras evangélicas (cfr. Mt 5, 13-16). Supo ser
"luz" en aquella cultura ciertamente espléndida, pero con frecuencia
solamente iluminada por las luces oblicuas y rasantes del paganismo.
En tal contexto social Felipe permaneció respetuoso con la Autoridad,
devotísimo al depósito de la Verdad, e intrépido a la hora de anunciar
el mensaje cristiano. De este modo llegó a ser fuente de luz para todos.
No eligió vivir como un solitario, sino que, al desarrollar su
ministerio entre las gentes del pueblo, se propuso ser también "sal"
para cuantos se le acercaban. A imitación de Jesús, supo descender
hasta el fondo de la miseria humana, lo mismo cuando ésta se
remansaba en los palacios de la nobleza, que la visible en las callejuelas
más pobres de la Roma renacentista. Era, una y otra vez, cireneo y
conciencia crítica, consejero iluminado y maestro sonriente.
Puede decirse, por esta razón, que no fue él quien adoptara a
Roma, sino más bien Roma quien le eligió y adoptó a él. Llegó joven a
esta ciudad y luego, durante más de sesenta años, vivió continuamente
en ella, en un momento en el que a vicios pasados le sucedía una
generación de santos. Si andando por las calles se encontraba a la
humanidad dolorida, la confortaba y socorría con la caridad exquisita
de una palabra prudente y humana a la vez, mientras prefería recoger a
la juventud en el Oratorio, su verdadera invención. Con genio
creador hizo de él un lugar de encuentro gozoso, un ejercicio de
formación y un centro de irradiación del arte.
Fue en el Oratorio donde san Felipe, junto al cultivo de la
religiosidad en sus expresiones tanto habituales como innovadoras, se
empeñó en la reforma y dignificación del arte, reconduciéndolo al
servicio de Dios y de la Iglesia. Tan convencido estaba de que la
belleza conduce a la bondad, que quiso integrar, en su diseño educativo,
todo aquello que tuviese una impronta artística. Y él mismo se
15
convirtió en protector de las expresiones artísticas, promoviendo
iniciativas capaces de acercar a la verdad y al bien.
Oportuna y ejemplar fue la aportación que san Felipe supo dar a la
música sagrada, incitándola a elevarse por encima de los temas de fatuo
"divertimento", hasta alcanzar el valor de una obra en verdad
re-creadora del espíritu. Fue gracias al válido aliento prestado por él a
músicos y compositores, que varios de estos emprendieron una reforma
cuyo vértice más alto lo representó Pier Luigi da Palestrina.
QUE SAN FELIPE NERI, hombre amable y generoso, santo, casto y
humilde, apóstol activo y contemplativo, siga siendo el modelo
constante para los miembros de la Congregación del Oratorio. Él en
verdad ha legado a todos los Oratorianos un programa y un estilo de
vida que, todavía hoy, mantiene una singular actualidad. Las cuatro
vertientes de humildad, caridad, oración y alegría constituyen la base
solidísima sobre la que se ha de apoyar el edificio interior de la propia
vida espiritual.
Si los discípulos saben seguir el ejemplo de su Fundador, los
Oratorianos continuarán desarrollando su importante misión en la vida
de la Iglesia. Por esta razón exhorto a todos los hijos e hijas de san
Felipe Neri a mantenerse fieles a su vocación oratoriana, buscando
incesantemente a Cristo, perseverando unidos a él, y convertidos en
generosos sembradores de alegría entre los jóvenes, tentados, a veces,
por la desconfianza y el desaliento.
Con estos deseos me complace invocar la celestial protección de
san Felipe sobre toda la Comunidad Oratoriana y fieles a ella
vinculados, expresando mi cordial anhelo de que las celebraciones
jubilares sean ocasión propicia que estimule la profundización en el
conocimiento de la figura y la obra de este singular testigo de Dios, de
quien tanto podemos aprender, todavía, los cristianos comprometidos
en difundir el Evangelio, en este siglo que ya declina.
Uno a estos votos una especial Bendición Apostólica, que imparto
de todo corazón a los miembros de la Confederación del Oratorio, y a
cuantos beben en las fuentes de la espiritualidad del Santo de la
alegría.
Dado en el Vaticano, a 7 de octubre de 1994.
Juan Pablo II
16
El Oratorio:
Los nombres
del seguimiento de Cristo
y el Oratorio
A FORMA de vida que han
adoptado aquellos cristianos
que se han propuesto seguir
a Cristo desde la radicalidad evan-
gélica, ha recibido diferentes deno-
minaciones tradicionales, algunas
de las cuales la Iglesia ha reteni-
do como expresión técnica de un
significado concreto. Cuando es
así, la misma Iglesia lo define y
puntualiza, a pesar de que en las
conversaciones corrientes no siem-
pre demos a los nombres el sen-
tido estricto que correspondería, o
confundamos el aspecto canónico
con el teológico y espiritual, con
cierta espontaneidad que no siem-
pre oscurece los significados, pero
que, en determinados casos, con-
viene distinguir para evitar erro-
res. 
Nos vamos a referir a algunas de
estas venerables denominaciones.
Podemos adelantar que ninguna de
las siguientes expresiones puede
hacernos olvidar que, en la raíz de
toda vida cristiana, cualquiera que
sea la forma que adopte, está siem-
pre el fundamento del bautismo,
sobre el cual se asienta todo el
edificio espiritual del seguidor de
Cristo.
Pero también queremos decir
que aquí nos referimos al "segui-
miento de Cristo" como respuesta
a una "vocación" o llamamiento
particular del Señor que el cristia-
no percibe como la necesidad de
una entrega total, en un determina-
do modo o estado de vida, imitando
a Cristo. La expresión "seguimien-
to de Cristo" puede parecer dema-
siado genérica, pero podría muy
bien englobar todas las denomina-
ciones de las respuestas positivas
dadas al citado llamamiento.
Vida angélica
RECOGIDO de la tradición de
los primeros ascetas y vírge-
nes en la Iglesia primitiva, Suárez,
17
en su tratado «De Religión», divide
los "estados" de los fieles en la Igle-
sia, en "dos órdenes": el común o
de aquellos que siguen la vida de
los mandamientos, como los casa-
dos, y el de quienes aspiran a una
plenitud espiritual más alta y se
abstienen aun de opciones lícitas, y
perseveran en la virginidad, o "vi-
da angélica", como ocurre con los
religiosos. Vida que llama angélica
por el predominio de una elección
espiritual mantenida de por vida.
Pero no sería exacto intentar
excluir de la santidad a los casa-
dos. Una cierta exageración dada
al ideal de la "fuga mundi" (huida
del mundo) con sus ideales ceñidos
a lo terreno, que ascéticamente de-
biera disponer a la "sequela Chri-
sti" (seguimiento de Cristo), pudo
hacer olvidar o tener menos en
cuenta que la "imagen de Dios" es-
tá, por naturaleza, y todavía más
en el orden de la gracia, en cada
hombre, casado o célibe. Sin em-
bargo contribuyó positivamente a
la especial estima de este estado de
vida en total castidad el ejemplo de
Cristo y su invitación al celibato
«por el Reino de los cielos» (Mt 19,
12). Y también la elevación a miste-
rio esponsal que los santos Padres
daban a la relación Cristo-Iglesia;
relación evocadora de la generosi-
dad mayor y de la comunión con
él y las almas.
En el libro, ya clásico, «La Es-
cuela de San Felipe Neri, gran
maestro del espíritu», su autor,
el oratoriano Giuseppe Crispino
(1639-1721), ensalza a nuestro San-
to comparándolo a los ángeles, no
solamente en la elevación de su
piedad para con Dios y altísima
oración, sino en todo su apostola-
do, por el profundo conocimiento
de las almas y excelente guía de
ellas a Dios. Newman rubricaría
este criterio y, además, él mismo
nos serviría de ejemplo en cómo,
para sí mismo, para sus discípulos
y para cuantos pudo ayudar en los
caminos de Dios, tuvo en cuenta,
confió y quiso imitar a los espíri-
tus angélicos.
Vida evangélica
ESTA DENOMINACIÓN viene
muy a propósito para signifi-
car el radicalismo evangélico. Des-
de los primeros tiempos, tanto los
Padres del desierto como muy con-
cretamente la Regla de san Benito,
se entiende el seguimiento de Cris-
to refiriéndolo a la propia conver-
sión y al Evangelio; dos pilares
sobre los que descansa la vida de
entrega a Dios: «El Señor nos
muestra el camino para que, ceñi-
dos con la fe y la práctica de las
buenas obras, bajo la guía del
Evangelio, sigamos sus sendas y así
18
merezcamos alcanzar la vista de
aquel que nos llamó».
En el medioevo, san Francisco
de Asís insistía: «Después que el
Señor me dio hermanos, nadie me
mostró lo que debía hacer, sino
que el mismo Altísimo me reveló
que debía vivir según la forma del
santo Evangelio». Se generalizó el
lema franciscano de la «imitatio
Evangelii sine glossa».
Válganos la doble referencia de
los santos Benito y Francisco, que
tanto influjo tendrían en todas las
formas de vida comunitaria poste-
riores, por el resto de los demás
ordenamientos para el seguimiento
de Cristo. También en las constitu-
ciones del Oratorio (nº 14), se hace
referencia a las «buenas obras, bajo
la guía del Evangelio», que hemos
copiado de la Regla benedictina,
cuando se nos dice que el espíritu
del Evangelio, «en el grado máxi-
mo» debe inspirar nuestra activi-
dad». 
Vida religiosa
LA A IGLESIA llama así a que
se organiza en institutos apro-
bados por ella, cuyos miembros
viven fraternalmente en común,
plenamente entregados a Dios por
la emisión de los votos de obedien-
cia, castidad y pobreza, que tienen
condición de medio para la cari-
dad. 
La relación votos/virtudes/cari-
dad/vida religiosa merecería un
análisis especial, porque no siem-
pre se exigieron a los religiosos. Su
precedente fue la promesa o com-
promiso de "estabilidad" en la vida
común, lo cual suponía implícita-
mente, por lo menos, la práctica de
esas tres famosas virtudes. La obli-
gación de emitir estos votos como
condición necesaria para entrar en
el estado de la vida religiosa fue
impuesta por Pío V, en su Constitu-
ción apostólica «Lubricum vitae»,
promulgada el 17 de noviembre de
1568.
San Felipe Neri no quiso que los
suyos, en la Congregación del Ora-
torio, se ligaran a voto alguno; el
compromiso o lazo único tenía que
ser la caridad: ésta es la que lleva
a las demás virtudes y deviene for-
ma de las mismas. Sin caridad la
materialidad de las virtudes puede
ser disciplina o estoicismo, pero
no perfección espiritual cristiana.
Por esta razón, canónicamente, los
oratorianos no somos "religiosos";
sin embargo san Felipe insistía en
que quería para los suyos no los
votos, pero sí las mismas virtudes
que las de los religiosos. En el cie-
lo cuentan las virtudes, no los
votos.
19
Vida consagrada
EL CÓDIGO de D. C. define la
vida consagrada (conf. c. 573)
como una forma estable en la cual
los fieles, por la profesión de los
consejos evangélicos, mediante vo-
tos u otros vínculos sagrados, quie-
ren seguir más de cerca a Cristo,
bajo la acción del Espíritu Santo y,
por la caridad a la que los tres
votos conducen, se unen de modo
especial a la Iglesia y a su ministe-
rio. 
La "sequela Christi" no es un sa-
cramento, por lo cual, el término
"consagración" no puede tomarse
en sentido estricto, aunque como
calificativo, las formas de vida de
pleno seguimiento de Cristo son
un desarrollo del sacramento del
bautismo. A este sacramento (y a
la confirmación, al orden sagrado y
a la eucaristía) sí le corresponde
propiamente el término "consagra-
ción". El bautismo obra un cambio
desde dentro del alma, que indele-
blemente transforma al hombre,
configurándolo en Cristo por la
gracia que le es propia y le hace
hijo de Dios y hermano de Jesu-
cristo. 
El concepto de "consagración"
tampoco es aplicable a todos los
sacramentales, los cuales, como es
sabido, son instituidos por la Igle-
sia y disponen para la gracia, pero
no la causan como los sacramen-
tos, que contienen el vigor eficaz
(salvo óbice) con que Cristo los
instituyó.
La costumbre ha introducido y
conservado el énfasis de la pala-
bra "consagración" y luego la nor-
mativa canónica de la Iglesia lo
ha empleado, como denominación
técnico-jurídica, por la estima que
se concede al seguimiento de Cris-
to desde la radicalidad del Evan-
gelio. Se ha de entender, por lo
tanto, el término "consagración"
por equivalente a "dedicación", y
desarrollo de la primera gracia
consagrante del bautismo.
En la normativa del Oratorio,
esta requerida dedicación a Dios,
total y para siempre, en el estado
de vida aprobado por la Iglesia
para los hijos de san Felipe, se en-
tiende como «perseveranția usque
ad mortem», tal como se expresa
al final de las Constituciones. No
podría ser admitido en el Oratorio
quien, de antemano, pusiera lími-
tes a este "vínculo de fidelidad", o,
por el hecho de no existir votos,
imaginara la posibilidad de perpe-
tuar una pertenencia siempre pro-
visoria, quebradiza y temporal. Lo
cual sería una traición al ideal que
simularía abrazar, además de un
perjuicio al Oratorio y de un pro-
pósito que nunca bendeciría Dios.
(continuará)
20
El Oratorio:
Sebastián Valfrè
A LA MUERTE de san Felipe
ya habían sido fundadas en
Italia seis casas o Congre-
gaciones a ejemplo del Oratorio de
Roma. En las décadas siguientes
tuvo lugar la aprobación definitiva
de las constituciones o derecho pro-
pio del Oratorio (1612), y la cano-
nización de san Felipe (1622). En
muchos lugares surgió entonces el
deseo de imitar aquella "escuela de
santidad" iniciada por el santo.
Así sucedió en Turín, la capital
del Piamonte, al noroeste de la
península itálica, gobernado enton-
ces por la Casa de Saboya. Dos
jóvenes presbíteros llenos de celo
dieron comienzo allí a las reunio-
nes espirituales al estilo de san Fe-
lipe. Después de algún tiempo, en
1649, fue erigida la Congregación
del Oratorio de Turín, pero, muer-
to uno de los dos padres y fallidas
las esperanzas de nuevas vocacio-
nes, parecía que el proyecto esta-
ba destinado al fracaso. En estas
circunstancias, el día de san Felipe
de 1651 ingresa en la Congregación
el joven Sebastián Valfré, que pron-
to se convertirá en el alma de aquel
naciente Oratorio. Había visto la
luz en Verduno, una pequeña loca-
lidad rural en el corazón del Pia-
monte, de padres muy pobres pero
piadoso. Desde niño conoció las
durezas de las faena del campo y
cuando marchó a Turín para cur-
sar filosofía y teología con los PP.
Jesuitas tuvo que dedicarse a co-
piar manuscritos para costear sus
estudios. Estas experiencias de su
infancia y su primera juventud
constituyeron una preparación pro-
videncial para su vida oratoriana
y sacerdotal que nunca dejó de
agradecer.
En el Oratorio ejerció los cargos
más diversos: Prepósito, encargado
de la formación de los candidatos,
Prefecto del Oratorio secular (reu-
niones de apostolado con los segla-
res)..., pero hizo además de coci-
nero, portero y sacristán. En este
particular, como en todo, buscaba
conformarse con la mente de san
Felipe. Ante cualquier duda acerca
de la realización concreta de la
vida oratoriana, aunque se tratara
de aspectos menos esenciales, escri-
bía a los PP. de la Casa de Roma
para recabar la solución más acor-
de con la tradición original del
Oratorio. Al mismo tiempo, supo
adaptar con responsabilidad y pru-
21
dencia las costumbres y el estilo de
apostolado del Oratorio romano a
las circunstancias peculiares del
Turín de la época (se trataba, en
suma, de la necesaria "fidelidad
creativa", que evita tanto el tradi-
cionalismo fixista como la disolu-
ción de la propia identidad). Era
además característicamente ora-
toriana su forma de concebir la
obediencia como aceptación de la
voluntad de la Congregación, ex-
presada por medio de sus órganos
de gobierno, del Prepósito y hasta
de los cargos menos importantes.
Su respeto hacia los demás herma-
nos de comunidad le hacía ser muy
exigente consigo mismo en aspec-
tos tales como la observancia del
horario o la realización cabal de
los ministerios que se le encomen-
daban. 
El valor que concedía a la mor-
tificación ―como medio para pro-
gresar en el dominio propio y poder
servir así con generosidad a Dios y
a los hermanos― no le impidió fo-
mentar aquella "devoción alegre"
enseñada por san Felipe y de dar
continuamente ejemplo de ella, de
tal manera que muchos lo creían
libre de problemas o preocupacio-
nes graves, cuando en realidad sa-
bemos, por las confidencias hechas
a sus más íntimos y reveladas tras
su muerte, que padeció largos pe-
ríodos de aridez y desconsuelo es-
piritual, además de otras pruebas.
Era proverbial su afabilidad y
simpatía con todos, en especial con
los pecadores. Sin embargo, con-
servamos el texto de una breve plá-
tica titulada «Sobre si se puede
dar gusto a todos», que comienza
diciendo: «Ello no es posible. Cristo
mismo no lo hizo». Y cuando, en
1706, las tropas de Luis XIV de
Francia pusieron sitio a Turín, con
el fin de conseguir la anexión del
Piamonte, mientras la familia real,
los nobles y los burgueses ricos de-
jaron la ciudad, el P. Valfré, ya
anciano, permaneció en ella conso-
lando y animando al pueblo sen-
cillo hasta que fue levantado el
cerco, de modo que el recuerdo de
su valor y de su fortaleza se man-
tiene vivo en la memoria de los tu-
rineses. 
Este amor a sus connacionales
era a la vez lúcido y desprendido.
Como san Felipe en Roma un siglo
antes, Valfré conocía bien dónde
radicaban las desgracias del pueblo
piamontés ―y de tantos otros pue-
blos...­―: en la posesión de un bien-
estar material mal asimilado y peor
repartido, debido a la falta de crite-
rios auténticamente cristianos, que
hacía miserables a los pobres, vicio-
sos a los ricos e infelices a todos.
La caridad del P. Sebastián se
multiplicaba de mil maneras para
llegar al mayor número posible de
22
personas: catequizando a niños ca-
si a diario; con la predicación fami-
liar de la Palabra de Dios al modo
del Oratorio; con su amistad respe-
tuosa y ayuda a judíos y valdenses
(minoría cristiana disidente surgi-
da en el s. XII, bastante numerosa
en el país); socorriendo a los más
pobres; visitando incansablemente
los hospitales y las cárceles, y ello
hasta unos pocos días antes de su
muerte, acaecida en 1710, cuando
contaba ochenta años...
Dedicado largas horas a la confe-
sión y a la dirección espiritual,
entre sus penitentes se encontraba
el propio duque de Saboya Víctor
Amadeo II, quien, con el consenti-
miento entusiasta del papa Alejan-
dro. VIII, intentó convencerlo para
que aceptara ser nombrado arzobis-
po de Turín, aunque sin éxito. Y es
que para el P. Valfré, fiel a su voca-
ción filipense, el contacto personal
siempre fue el verdadero "método
apostólico" del Oratorio, no intere-
sándose demasiado por las "refor-
mas" planeadas desde arriba, o
tan preocupadas por el cambio de
las estructuras que corren el riesgo
de olvidar la conversión de los co-
razones. 
Ahora bien, el valor primordial
que concedía al contacto personal
no significaba para él en modo al-
guno improvisación o pereza inte-
lectual. Estaba convencido de que
la ignorancia religiosa era el pri-
mer mal a extirpar en el pueblo
turinés, pues lo hacía fácilmente
vulnerable a la superstición y al pa-
ganismo práctico, como igualmente
al influjo del protestantismo, que
triunfaba al otro lado de los Alpes.
Junto con Newman en la Inglaterra
del siglo pasado, el beato Valfré es
uno de los hijos de san Felipe que
con más insistencia han subrayado
la importancia del estudio en la vi-
da oratoriana. Él mismo, hombre
de mente clara y de formación sóli-
da, pertenecía al cuerpo de doctores
de la universidad de Turín —a cu-
yas reuniones asistía con una senci-
lla sotana, renunciando a la púrpu-
ra y el armiño del traje académi-
co­―, aunque nunca se adhirió a
ninguna de las escuelas o partidos
universitarios en pugna, y recomen-
daba a sus discípulos una sana li-
bertad de estudio. A los filipenses
jóvenes les exhortaba a «amar la
habitación», significando con ello
el apego que debían tener a la ora-
ción, el estudio y el recogimiento,
sin los cuales la acción apostólica
podría derivar insensiblemente en
un activismo agitado o superficial,
sin frutos duraderos.
El P. Valfré, aclamado ya por sus
coetáneos como «Apóstol de Turín
―lo mismo que sucedió en Roma con
san Felipe― fue beatificado en 1834.
Su fiesta se celebra el 30 de enero.
23
El padre José Vaz,
nuevo beato del Oratorio.
Despejadas todas las dudas, finalmente el papa ha decidido
emprender uno de los más largos y sorprendentes de todos
sus viajes. Esta vez es el Índico y Asia. Para nosotros, fili-
penses, tiene un especial motivo de gozo, porque en la etapa
del sábado, día 21 de enero, en Colombo, capital de Sri Lan-
ka (antiguo Ceilán), procederá a la beatificación del vene-
rable p. José Vaz (1651-1711), fundador del Oratorio de Goa
y misionero de celo extraordinario. Será un regalo de la
Providencia en este año de 1995, en el que celebramos el
IV Centenario de la muerte de N. P. san Felipe Neri.
El mismo Juan Pablo II, en octubre de 1981, había pro-
clamado beato al padre Luigi Scrosoppi (1804-1884), con
lo cual son dos los nombres de los beatos que el actual
pontífice añade al santoral filipense.
Que el recuerdo de las virtudes de nuestros hermanos nos
estimule en la fidelidad a nuestra vocación oratoriana,
para gloria de Dios, bien de todos y santidad de las almas,
en la Iglesia de Cristo.
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles Edita o imprime: Congregación del Oratoria
PL San Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - 2010 Albacete - D. L. AB 103/62 - 17.1.95
24