Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 300. MAYO-JUNIO. Año 1995
SUMARIO
AUNQUE no hubiera habido santos, para ena-
morarnos del Evangelio nos habría bastado
ter, transparentada en él, la figura de Je-
sús, repetidas sus palabras y releídas con el
corazón. Tal vez su radicalismo nos parecería exa-
gerado para llevarlo a la propia vida: el amor a
todos y a él por encima de todo, el perdón de los
enemigos, la esperanza de preferir el cielo más que
todo lo de la tierra; superar lo ideológico y amaña-
do de las religiosidades y «nacer de nuevo», y estar
convencidos que sin estas disposiciones no es posible
alcanzar a Dios... Pero he aquí que todo esto es po-
sible para quien lo pide a Dios, y los santos nos lo
confirman. Todo esto fue para ellos, y es también
para nosotros.
PREFACIO DE SAN FELIPE NERI
LAS MANOS
EL PRIVILEGIO DE LOS HIJOS DE SAN FELIPE
EL JOVEN FELIPE NERI
«CUATRO ESPAÑOLES Y UN SANTO»
EL SANTORAL DEL ORATORIO
LOS SANTOS NO SE ESCANDALIZAN
QUÉ SE NECESITA PARA SER ORATORIANO
1 (49)
Tiempo de oración:
PREFACIO DE SAN FELIPE
EN EL MISAL AMBROSIANO
Realmente es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar,
Dios santo y omnipotente,
y que te ofrezcamos con devoción
nuestras alabanzas, a ti, Padre de la gloria,
autor y creador de todas las cosas.
Pues tú nos has dado en san Felipe
un ejemplo vivo
que suscita nuestro fervor
en el seguimiento de Cristo.
Su luminoso testimonio nos apremia
a amarte con alegría
y a servirte en los hermanos más necesitados.
Su admirable vida nos enseña
a dirigirnos a ti con corazón sencillo
y nos recuerda que la fidelidad de cada día
es la ofrenda más grata a tu nombre.
Por eso, con los ángeles y los arcángeles
y con todos los coros celestiales,
cantamos sin cesar el himno de tu gloria:
Santo, santo, santo...
2 (50)
Las
manos
EN ROMA, en el baptisterio de San Juan de Letrán, hay una pintura de Guido
Reni, con san Felipe y los niños. Lo más hermoso son los ojos de los niños y los
de Felipe: luces que se encuentran y, a medio camino, iluminan la sonrisa de
paz florecida en los labios. La diestra de Felipe, estática, sobre la cabeza de un
niño pequeño, y la otra moviéndose acompañando seguramente la palabra con el
gesto. Siempre, después de la palabra o con la palabra, el gesto. Los buenos artistas
despiertan del silencio sus obras y hacen que hablen", o, como Miguel Ángel con su
Moisés, que sólo les falte hablar". Por eso, en la representación figurada, tienen tanta
importancia, en el rostro los ojos y en el gesto las manos.
También Guido Reni, en el cuadro más conocido ―traducido en mosaico― de
nuestro Santo, le deja rendidas como alas las manos, en el éxtasis alargado de su
mirada inefable puesta en Dios. Y lo mismo la pintura de Guarcino, en la cual Felipe
se sorprende por el ángel que rasga la nube y le ofrece la Cruz. O la tela, de san Fe-
lipe niño ―"fanciullo"―, que se guarda en Florencia, con las manos cruzadas sobre
el pecho, diciendo, sin decir, «mi corazón es para Dios», mientras los ojos, desde den-
tro, miran serenamente al infinito. U otros cuadros de san Felipe, como el anónimo
de Alcalá, con las manos sobre el corazón en llamas, invadido por el Espíritu, y que
ha servido para el "poster" del IV Centenario que ahora celebramos.
Sería largo abrir el Evangelio y reseguir las escenas del Señor imaginando la
benignidad y la fuerza de los gestos de sus manos. Manos de Jesús que trabajan en
Nazaret: que señalan las flores de los campos y las aves del cielo, en la parábolas;
que tocan los ojos del ciego para que vea, en los milagros; del Señor que, pisando el
mar sin hundirse, tiende la diestra a Pedro, escaso de fe, para que no se ahogue; ma-
nos que bendicen a los niños, que acusan a los fariseos, que perdonan a la pecadora,
que escribían ―¡una sola vez!―, en el suelo, el indulto de la acusada y la sentencia de
los inicuos acusadores; manos atadas ante Pilatos y manos taladradas en la cruz; pero
luego rosas de carne gloriosa en el Cenáculo, mostradas a los discípulos ―«¡No ten-
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gáis miedo!»― como argumento de perdón y en seguida de consuelo, y bendecidos
por ellas antes de subir a los ciclos y de mandarlos a predicar el Evangelio al mundo.
También las manos de los apóstoles, como han Pablo ―¡Con estas manos!», de-
cía― que trabajaban de día, con escozores y callos entre dedos, como buen israelita
que no recusa el trabajo manual, para poder predicar, a la puesta del sol, gratis y
libremente, el Evangelio.
Y manos de tantos untos y santas, comprometidos con el gozo creador fecun-
do, proclamado por Cristo, cuando exclamo: «Yo trabajo como mi Padre también
trabaja». Por cato la Biblia ha presentado el mundo como un trabajo de Dios que
ha de ser completado con los sudores del hombre. De todos los hombres, que traba-
jan, tejen, labran, construyen, limpian, plantan, ayudan, sostienen y mueven el mun-
do, que crece con ellos; que renuncian a aprovecharse, a trepar a costa de otros, que
enseñan a los menos hábiles o a los más jóvenes, para convertir la vida en una ala-
banza divina; para que el hombre sea la "alabanza de Dios".
Pero hay, todavía, demasiados hombres con las manos caídas; en el fondo, escla-
vos de la tristeza porque desprecian el cansancio redentor. Van por la vida con "las
manos vacías"; son los siervos inútiles del Evangelio, arañando lo ajeno, si pueden,
disimulando la propia inutilidad con mentiras y el maquillaje de vanidades; son la
manos de los que nunca han mirado al cielo o sólo de soslayo, porque Dios no es útil
o no milagrea para ellos. Admirarán, tal vez, las proporciones, pero nunca compren-
derán el significado de esas dos manos que pintó el genio de Miguel Ángel: la mano
del hombre y la mano de Dios; Dios que crea, ama, transforma y hace santo todo lo
que toca.
En este año jubilar, ¡que nos bendigan las manos de san Felipe, desde donde,
para siempre, aplauden a Dios! Las manos que Juvenal Ancina recordaba de cuando,
en las reuniones del Oratorio, levantaba el Santo para acompañar, con el gesto, la
palabra, y «se traslucían al sol, blancas como el alabastro». Manos fuertes, también,
que golpeaban una columna de la iglesia, para interrumpir el sermón de uno de los
suyos, porque degeneraba en vanidad; manos que otrora no desdeñaban jugar a lan-
zar la "piastrella" con los más jóvenes del Oratorio, en las pequeñas excursiones al
Gianicolo. Y sobre todo, el inolvidable momento del adiós, al morir, cuando, rodeado
su lecho por la corona de sus primeros hijos al alba del Corpus de 1595, ya sin fuer-
zas para hablar, sus manos valían más que las palabras, con el ademán de bendecir a
todos, alzando los brazos y mirando al cielo.
Fuera, las campana de Roma sumaban su tañido a las amanecientes luces del
día, para una doble fiesta: la del Paraíso del padre Felipe y la del milagro de la Eucaris-
tía. Dios había bajado y tocado la tierra, y se llevaba de la mano a un santo al cielo.
Que la verdad os haga libres, la caridad, servidores, y ambas os den la alegría.
Pio XII,
a los oratorianos ingleses (27.5.1949)
4 (52)
El Oratorio:
EL PRIVILEGIO
DE LOS HIJOS
DE SAN FELIPE
Parte final de unas palabras de Newman, dirigidas
a sus hermanos de comunidad, en enero de 1850.
NOSOTROS, hijos de san Feli-
pe, ¿seremos capaces de imi-
tarlo en este Oratorio? Ten-
gámoslo como nuestro modelo, sin
pensar demasiado en las fuerzas
con que contamos, ni calcular el
éxito. De momento nos sirve de con-
suelo poder decir que participamos
en su misma obra lo mejor que po-
demos, para atraer su bendición
sobre nosotros. En verdad que no
hemos elegido, para nuestro aposto-
lado, el lugar más elevado, sino que
hemos aceptado voluntariamente el
más humilde, siguiendo el consejo
de nuestros superiores. El deseo de
nuestro corazón y el sentido del
deber nos ha conducido hasta aquí.
Deliberadamente nos hemos esta-
blecido en el barrio más humilde,
desconocido por la mayoría del
mundo, y hemos comenzado, igual
que san Felipe, a desarrollar nues-
tro ministerio principalmente con
los pobres. Hemos ido allí donde no
podemos esperar ser recompensa-
dos por nuestro trabajo, ni recibir el
aplauso de nuestras palabras por
parte de personas doctas y mejor
instruidas. Hemos decidido, con la
gracia de Dios, abstenernos de bus-
car la fama del mundo y hemos pro-
curado, por el contrario, y conforme
al precepto de nuestro Padre, «pa-
sar desapercibidos».
Ojalá que este espíritu guíe siem-
pre nuestro proceder, y me pregun-
to si yo mismo lo conseguiré para
mí y si sabré obtenerlo de san Fe-
lipe para vosotros, como un favor
del cielo, para que, en los tiempos
por venir, sea igualmente nuestro
distintivo.
Y bien: yo os aseguro que no pido
que debáis padecer persecuciones,
como algunos hombres santos han
deseado para sus hijos espirituales,
5 (53)
porque el Oratorio debe dedicarse
a un trabajo sereno, que requiere
paz y sosiego para realizarlo bien;
no pido calumnias, insultos ni ma-
lignidades. Estas cosas, aunque pro-
duzcan penalidades, pueden ade-
más darnos cierta notoriedad y ésta
transformarse en tentación. Yo, en
cambio, imploro para vosotros este
privilegio: que el público no os
conozca ni para alabaros, ni para
difamaros, sino que podáis llevar
adelante y con tenacidad una gran
labor a esta generación a la cual
pertenecemos, y tantas obras bue-
nas y religiosas cuantas sean preci-
sas para llevar al Paraíso a muchas
almas, sin que a nadie que pase por
vuestro lado dejéis que lo haga sin
recibir un bien; deseo que podáis
sobrevolar por el mundo con indife-
rencia, conocidos solamente en ca-
sa, trabajando solamente para el
Señor, con corazón puro y fijos en
él, y sin que os puedan distraer los
aplausos humanos; que depositéis
en él toda vuestra esperanza, sin
otra ilusión que su eterno Paraíso,
sin esperar ninguna de las recom-
pensas, sólo parciales, que se pue-
den alcanzar en la tierra, sino sólo
la intensa y plena del cielo.
LAUS 300.
El primer número de este boletín del Oratorio de Albacete,
aparecía en enero de 1960, en forma todavía más modesta
la actual: cuatro páginas en 8°; en 1967 pasamos al
formato en 4º; al alcanzar el número 100 (enero de 1972)
pudimos imprimirla en nuestra propia casa, y acabamos de
llegar, bien cumplidos los 36 años, a este número 300,
precisamente en el mes de san Felipe y de su IV Centenario.
Ello no constituye un hito de demasiada importancia, pero
dentro de la pequeña historia de este Oratorio, creemos
que LAUS ha servido para dar noticia de san Felipe y de su
obra, en un lugar donde era casi desconocido, y ha podido
llegar como saludo y lazo de afecto a todos los amigos del
Oratorio. Por todo: «Laus Deo». Alabado sea Dios.
6 (54)
El Oratorio:
EL JOVEN FELIPE NERI
SAN FELIPE se ordenó de pres-
bítero el 23 de mayo de 1551:
le faltaban apenas dos meses
para cumplir los treinta y seis años.
Siguió el consejo de su guía espiri-
tual y amigo, el sacerdote Persiano
Rosa, compañero también de fati-
gas apostólicas y obras de caridad,
en aquella complicada Roma de
mediados del s. XVI. Esta decisión
tan importante se tomó y llevó a
cabo en muy corto espacio de tiem-
po, como lo demuestra que, de mar-
zo a mayo del mismo año, recibiera
sucesivamente la tonsura clerical,
las órdenes menores o ministerios,
y el subdiaconado, diaconado y sa-
cerdocio. Pero tampoco suponía un
cambio de vida espiritual este nue-
vo estado. Llegaba a él casi como
una consecuencia natural, para ha-
cer más bien, para servir mejor a
Dios y al prójimo desde una entre-
ga personal única, total y exclusi-
va. Tenía, a esta edad, la cultura
teológica necesaria y, sobre todo,
la madurez espiritual adquirida en
la oración. Cuando el aseguraba
que «se aprende más de Dios en la
oración que en los libros» podía
apoyarse, por propia experiencia,
en los dos extremos de la compa-
ración: porque había estudiado fi-
losofía y teología no para «hacer
la carrera de sacerdote», sino para
saber más de Dios como cristiano,
y este saber, más todavía que en la
cátedra de los buenos maestros, lo
había adquirido en las largas vigi-
lias pasadas en las catacumbas, re-
memorando el ejemplo de los már-
tires y de los primeros cristianos.
Llevaba en Roma unos veinte
años, después de haber renunciado
a un porvenir halagüeño ofrecido
por unos parientes ricos, de Mon-
tecassino, que querían prohijarlo.
Aquí, junto a lo mucho «que debía
su alma a los frailes de San Marcos,
de Florencia», donde nació y pasó
la infancia, pudo añadir los conse-
jos de los monjes de Montecassino,
y así decidió entregarse totalmente
a Dios, pero en Roma, la «ciudad
de los santos y la silla de Pedro»,
aunque no siempre resplandeciente
de las virtudes que hubieran debi-
do adornarla. En este sentido, Roma
no pasaba por el mejor momento.
Pero esto no fue lo que más le preo-
cupaba, porque sobraban testimo-
nios y la memoria histórica de san-
tos y mártires de quienes aprender.
Así que, a la mediana buena ins-
trucción que poseía, añadió otros
estudios «para saber más de Dios»,
sin acudir a ayuda de familia ni
protección de nadie en eso que lla-
maríamos ahora pensión, becas o
bolsas de estudios. Trabajó de pre-
ceptor de un par de niños y, con la
7 (55)
recompensa recibida, vivía sobria-
mente, en pobreza, limpieza y mí-
nimo ajuar, y el resto del tiempo
en libertad y entregado a la miseri-
cordia, con niños, enfermos, igno-
rantes de Dios, pobres, peregrinos.
En Roma no faltaban los malos
ejemplos de quienes hubieran de-
bido darlos buenos; pero Felipe no
era el tipo carroñero de quienes
pretenden justificarse señalando el
mal y los vicios reales o imagina-
dos de los demás. También habría
cristianos honestos y pequeños ce-
náculos donde se creía en el Evan-
gelio. Incluso, este Evangelio le hu-
biera bastado a él, si nadie más lo
hiciera, para enamorarse del Señor,
como cuando en clase de Teología
la emoción le traicionaba al oír al
maestro hablar del amor de Dios y
fijarse en el crucifijo que presidía
el aula. Si no hubiese habido nin-
gún cristiano, él habría vuelto a ser
el primero en seguir a Cristo, como
Juan y Andrés, junto al Jordán,
que preguntaron a Jesús: «Maestro,
¿dónde moras?», y luego cuando
«dejándolo todo, le siguieron».
Hay, en Felipe seglar y joven, co-
mo un descuido ―que no lo era―
de lo que es negativo, y sí una cla-
ra y definitiva resolución nada os-
tentosa de entrega total al Señor,
tan sencilla y sincera que se con-
substancia con todos sus pensa-
mientos y hasta se olvida de sí
misma. Actitud que perdurará a lo
largo de toda su vida y se caracte-
rizará por el sentido de libertad,
paz y gozo que inspiran sus pala-
bras y motivan sus acciones. No
recurre a lo excesivamente estruc-
turado y organizado, recela de las
propagandas, se descubre fundador
a pesar suyo y su obra, el Oratorio,
perdurará como un milagro de de-
bilidad y fidelidad, que el buen es-
píritu de la Madre Iglesia ampara
a través de los siglos, pero que con-
trasta con los excesos de previsión
que otros acumulan para asegurar
pervivencias. Si le señalan esa es-
pecie de "descuido", responde, con
el salmista, que «la Iglesia se ador-
na con la variedad».
Si un día desapareciera, como
institución, la obra de san Felipe, es
decir, el Oratorio, o si perviviera
como un nombre o una mera fór-
mula fosilizada, sin contenido espi-
ritual característico, no obstante
ello, todavía perduraría su impron-
ta, como patrimonio de la Iglesia,
que alguien tendría que redescu-
brir y recuperar, con la misma de-
voción espiritual y búsqueda de
los orígenes, con que iba el santo
por las noches a las catacumbas, de
joven, para descubrir los ejemplos
y el estilo de los primeros mártires
y seguidores de Cristo, en la Iglesia
de los que vieron al Señor, libre,
enamorada y limpia de pecados y
perversiones, siempre capaz de vol-
ver a ser joven.
8 (56)
El Oratorio:
«Cuatro españoles
y un santo»
CUANDO el 12 de marzo de
1622 tuvo lugar la canoniza-
ción junto con Ignacio de
Loyola, Francisco Javier, Teresa de
Jesús e Isidro, de san Felipe Neri,
por el papa Gregorio XV, la alegría
se desbordaba por todas las calles
de Roma porque sus habitantes cre-
yeron que, al fin, habían vencido
todas las dificultades puestas por
el rey de España a aquella procla-
mación gloriosa de la santidad de
un romano de adopción, que había
amado a los romanos con la bendi-
ción de su apostolado y el ejemplo
de sus virtudes, al fin reconocidas.
Ellos ya lo habrían canonizado el
mismo día de su muerte. Pero la
política estaba por medio y, del
mismo modo que puede ocurrir, y
ocurre, que algunas proclamacio-
nes de santidad se aceleran por la
presión e interés de los poderosos,
otras, por las mismas razones, se
retrasan. En el primer caso podría
ser un ejemplo la canonización de
san Luis, rey de Francia, elevado
a los altares por Bonifacio VIII
para congraciarse con el rey de
los franceses, pariente del santo,
mientras que, en el segundo, el re-
traso de san Felipe Neri era obsta-
culizado por el resentimiento de los
españoles, que insistían en que sus
cuatro santos fueran canonizados
antes.
El origen de ello estaba en la
gran crisis que Francia padeció
con el acceso imprevisto, al trono,
del pretendiente Enrique de Nava-
rra, por parte de madre, que lo era
Juana d'Albret, reina de Navarra.
Muerto Enrique III, sin dejar suce-
sión, el legítimo aspirante era el
de Navarra, su cuñado, aunque de
religión calvinista, cuyas convic-
ciones religiosas había demostrado
inequívocamente en el gobierno de
su principado de Béarn. Francia
era católica y el conflicto era ine-
vitable, con mezcla de razones reli-
giosas y, todavía más, de intereses
políticos. Inglaterra, separada de
Roma por Enrique VIII, era parti-
daria del pretendiente, mientras
que España se oponía.
El de Navarra, sin embargo, era
un hombre inteligente y de una
gran personalidad, de modo que,
sincero o sólo por sagacidad políti-
9 (57)
ca, procuró hacerse absolver de la
excomunión que pesaba sobre él,
por algunos obispos franceses en
Saint-Denis. Ello fue acompañado
de una gran pompa litúrgica, in-
dudablemente interesada por el
propio Enrique IV, y además juz-
gada conveniente por los obispos,
que facilitaron los intereses del pre-
tendiente para evitar la extensión
del cisma. Pues, además de Ingla-
terra, ya habían roto con Roma
Alemania, Suecia, Escandinavia y
ahora peligraba Francia, nada me-
nos que «la hija predilecta de la
Iglesia». Desde Roma, los teólogos
pontificios discutían sobre la vali-
des de la absolución de los obispos
franceses, y el papa Clemente VIII
se debatía vacilando sobre la sin-
ceridad u oportunismo de la abju-
ración del de Navarra. A éste se le
atribuía, con o sin fundamento, la
conocida frase de que «París bien
vale una Misa», lo cual colmaba
los motivos para dudar de la since-
ridad de su conversión. Por otra
parte, como siempre ocurre entre
oponentes políticos, se desata la
pasión de denunciar o hacer ver
peores males de los reales en el
contrario, para ocultar las propias
codicias; además la hegemonía es-
pañola quedaba amenazada, con
o sin cisma de Francia, desde el
momento en que el rey francés y el
inglés se coaligaran. España ya
había perdido una batalla diplomá-
tica al no conseguir que, en 1592,
en vez del papa Clemente VIII, su-
cediera a Inocencio IX el cardenal
Santoni, patrocinado por la facción
española que consideraba a este
cardenal favorable, en lo político,
como lo fuera el papa Borgia, Ale-
jandro VI, que había bendecido la
expansión conquistadora española,
y, en lo religioso, el riguroso Pio V.
Cuando todo parecía dispuesto pa-
ra este resultado, la celebración
del cónclave dio otro y, superadas
las intrigas, desembocó serenamen-
te en el dignísimo cardenal Hipólito
Aldobrandini, que tomó el nombre
de Clemente VIII, amigo, como hijo
espiritual, de Felipe, ya muy an-
ciano, y Baronio, a quien tomó por
confesor luego que a nuestro Santo,
al excusarse éste, por sus muchos
achaques, que le hacían menos dis-
ponible. 
En Roma se sabía y comentaba
todo el ir y venir de embajadores
que buscaban la influencia del pa-
pa para hacerlo inclinar por uno u
otro bando. En definitiva la cues-
tión era si el papa absolvía o no de
la censura canónica de excomunión
a Enrique (porque los obispos fran-
ceses se habían excedido al carecer
de jurisdicción para ello). Fue en-
tonces cuando Felipe fue a ver
personalmente al papa, enfermo y
agobiado, envuelto en dudas y es-
crúpulos, y, entre Felipe y Baronio,
le convencieron de que debía ad-
10 (58)
mitir la sinceridad de Enrique IV,
al abjurar del calvinismo y salvar,
de este modo, la fidelidad de Fran-
cia a la Sede de Pedro. Y sucedió
así. Los romanos ―Roma era una
ciudad más pequeña―, que no ha-
bían perdido la memoria, dijeron
la frase que citamos como título,
al salir de la canonización de Feli-
pe Neri: «Hoy el papa ha canoni-
zado a cuatro españoles y a
santo», en una mezcla de regocijo
y picardía. Los cuatro españoles
eran: Ignacio de Loyola, Francisco
Javier, Teresa de Jesús e Isidro.
Los dos primeros contemporáneos
y amigos de Felipe y todos españo-
les, para complacer al rey de Espa-
ña, pero además verdaderos santos,
reunidos en un mismo acto de ca-
nonización. Con ello habían cesado
las dificultades o resentimientos
contra el recuerdo de san Felipe,
que no había favorecido los intere-
ses del otro Felipe, Felipe II, rey de
España.
San Felipe Neri sonreiría desde
el cielo midiendo, a la luz de Dios,
las ambiciones de los hombres,
cuando el 17 de septiembre de 1595
(cuatro meses después de la muerte
del Santo), Clemente VIII reconci-
lió con la Iglesia a Enrique IV. Un
acontecimiento decisivo para la his-
toria de la Iglesia, y la única vez
que Felipe "se metió en política".
De todo esto se cumplen, también
en este año de 1995, cuatro siglos.
clausura
del cuarto
centenario
de
SAN
FELIPE
NERI
El 26 de mayo
Juan Pablo II
presidirá
ja Eucaristía en el
Oratorio romano
junto al sepulcro
del Santo
11 (59)
El Oratorio:
El Santoral del Oratorio
EN REALIDAD tenemos pocos santos en el Oratorio,
por no decir que tenemos solamente uno: nuestro
Padre y Fundador san Felipe Neri. Aunque podemos
considerar como santo oratoriano a san Francisco de
Sales, que fue amigo de César Baronio y de Juvenal
Ancina, después de lo cual, conocedor de la obra de san Feli-
pe, quiso fundar un Oratorio en su diócesis, en la ciudad de
Thonon, y se reservó ser el primer Prepósito del recién naci-
do Oratorio, si bien se trataba de una prepositura poco más
que simbólica. De todos modos, su profundo humanismo es-
piritual sintonizaba indudablemente con el talante de los pri-
meros discípulos de san Felipe. Algunos historiadores han
querido suponer que incluso conoció a san Felipe, con oca-
sión de un viaje que hiciera a Roma, en sus años jóvenes,
antes de ser obispo y ni siquiera sacerdote; pero la hipótesis
parece poco fundada.
Tenemos, además, cinco beatos y varios venerables.
La canonización de san Felipe Neri puede decirse que se
produjo "por aclamación popular", inmediatamente después
de su muerte, aunque el minucioso proceso oficial culminó
en 1622.
Felipe murió en la noche del 25 al 26 de mayo de 1595,
festividad del Corpus, poco antes de que las luces del día res-
plandecieran sobre Roma. Su cuerpo fue bajado a la iglesia y
colocado reverentemente en el crucero, y las campanas que
12 (60)
tañían por la festividad
del Señor se mezclaban
con el anuncio de la muerte
del santo. Mientras tanto
los fieles de Roma comen-
zaban a afluir a la Vallicel-
la, de modo ininterrumpi-
do, dando muestras de gran
devoción. Al día siguiente
se repitieron las mismas
escenas, hasta la hora del
sepelio con el templo a re-
bosar de fieles.
La idea de iniciar el
proceso de beatificación y
canonización de Felipe no
partió, en un primer mo-
mento, de la comunidad del
Oratorio, sino de algunos cardenales, especialmente de Federi-
co Borromeo, devotísimo de Felipe, y también del prelado Mar-
cantonio Maffa, no menos entusiasta y hombre cultísimo, que
participó muy activamente, hasta el punto de poder conside-
rarle, sin temor a exagerar, como el principal promotor. Los
oratorianos se sumaron luego al proyecto, pero fue preciso
vencer la oposición del padre Pedro Consolino, discípulo y
confidente íntimo de san Felipe, de quien podría decirse que
13 (61)
fue para éste lo que san Juan Evangelista para el Señor. Le pa-
recía innecesario si se pensaba en el bien de los fieles y creía
que, además, a san Felipe, sencillísimo en todas las cosas, no le
gustaría. Al fin cedió a lo que la comunidad también aceptaba,
de acuerdo con las insistencias de los amigos del Oratorio,
devotos insignes del santo. Tal vez Consolino pensaría en lo
que san Agustín había dicho, siglos antes, respecto a los hono-
res y los funerales de los muertos, que, con frecuencia, se
hacen pensando más en los vivos que en los difuntos. Cabe,
también, el peligro de que los que seguimos en la tierra nos
aureolemos con méritos ajenos todavía no merecidos, es decir,
con la gloria de los que ya están en el cielo, y nos recreemos
en la vanidad de la que ellos ya están del todo curados.
San Felipe Neri fue canonizado el 12 de marzo de 1622,
y proclamado patrón principal de la ciudad de Roma, junto
con los apóstoles Pedro y Pablo. La beatificación había tenido
lugar apenas siete años antes, el 25 de mayo de 1615.
Tenemos también en nuestro calendario, a cinco beatos:
Juan Juvenal Ancina (1545-1604) que, junto con su hermano
Juan Mateo, fue recibido por el mismo san Felipe en el Ora-
torio, y su fiesta se celebra el 31 de agosto; el beato Antonio
Grassi (1592-1671), el 14 de diciembre; Sebastián Valfré (1629.
1710), el 30 de enero; Luis Scrosoppi (1804-1884), el 3 de oc-
tubre; y José Vaz (1651-1711), el 16 de enero. Estos dos últimos,
beatificados por Juan Pablo II.
Están además los nombres de los dieciocho venerables, es
decir, de los que se ha seguido el proceso que ha finalizado
con el decreto de reconocimiento de "virtudes heroicas". He
aquí sus nombres: los italianos Baronio, Tarugi, Consolino,
Visconti, dell'Aste, Sozzini, Bini, Eustachio, Marchesi, Sca-
rampi, Annibaldi, Trona, Castelli, y Calcagno; los mexicanos
14 (62)
Pérez de Espinosa y Alfaro; el valenciano Pedro Domingo Sa-
rrió, y el inglés John H. Newman. Extraoficialmente habría que
añadir a la lista varios "mártires", miembros de los Oratorios
de Barcelona, Vic y Gracia, de nuestra más reciente historia.
Ojalá que los deseos de santidad a que nos exhortaba san
Felipe, sin ni siquiera poner límite a la de los conocidos, como
él insistía, nos permita encontrar a todos, más allá del tiempo,
como estrellas brillantes, en el firmamento en el que Dios
mismo será la luz de todos los justos, proclamados tales en
la tierra, o simplemente canonizados allí por el abrazo la
bendición del Señor, en el cielo, que es lo que cuenta, y lo
gocemos con el espíritu con que san Felipe echaba al aire su
birreta y gritaba «¡Paraíso, Paraíso!»
CONCIERTO
DE
SAN FELIPE NERI
EN LA IGLESIA DEL ORATORIO
Domingo 28 de mayo, a las 8 de la tarde,
por el
CORO UNIVERSITARIO
DE ALBACETE
Director: Juan Carlos Colom
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Los santos no se escandalizan
EN EL EVANGELIO hay una
maldición para los que come-
ten el pecado de escándalo.
Pero la verdadera fe no puede de-
pender de lo que veamos o supon-
gamos sobre virtudes o pecados
ajenos, cualquiera que sea el lugar
que ocupe en la Iglesia quien pro-
voque el escándalo. Por lo común
se suelen exagerar los malos ejem-
plos y, al contrario, permanecen
ocultas, silenciosas, las vidas más
santas y ejemplares. Aun de lo bue-
no el exceso de propaganda siem-
pre es sospechoso. Solamente Cristo
tiene derecho a decir: «Os he dado
ejemplo». El argumento de la fe no
está en el ser humano, sino sólo en
Dios mismo, que no puede engañar,
y en Jesucristo, su Hijo. Ello no
quita que la bondad no ostentosa
ayude a los más débiles y pequeños,
con tal que no lleve a éstos a que se
encierren en infantilismos pseudo-
piadosos o círculos sectarios.
Por esos motivos, cuando alguien
que se considere adulto en la fe,
dice que abandona a la Iglesia por
malos ejemplos recibidos, podemos
suponer razonablemente o que su
fe era muy escasa o simplemente
era una fe basada en el error de
creer en los hombres más que en
Dios.
En nuestra época, como en todos
los tiempos, existen virtudes y pe-
cados dentro y fuera de la Iglesia.
Incluso hemos de admitir que Dios,
en su providencia, permite crisis,
errores y pecados de los hombres,
para que se purifique la fe de los
verdaderos creyentes. Los santos
no se escandalizaban por los malos
ejemplos. Al contrario, la presen-
cia escandalosa del mal y del error
les suponía un reto para crecerse
en el deseo del bien y del esclare-
cimiento y búsqueda de la verdad,
regresando siempre al Evangelio y
el ejemplo de Cristo. San Felipe
Neri vivió en una época en que la
Iglesia, y precisamente en sus re-
presentantes más encumbrados, da-
ba el triste espectáculo de una
mundanidad y ostentación de ri-
queza y manipulación política nun-
ca superada en otros tiempos y, por
supuesto, tampoco en el nuestro.
Su reacción fue la santidad.
Ocurre, en el ambiente seductor
de las propagandas, que mitifica-
mos a los hombres y profanamos a
Dios. En cambio, debiéramos poder
repetir aquellas palabras que los
samaritanos dijeron a la mujer que
les contaba su encuentro con el Se-
ñor: «Ya no creemos por tu palabra,
pues nosotros mismos hemos oído
y conocido que éste es verdadera-
mente el Salvador del mundo».
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El Oratorio:
Qué se necesita
para ser
oratoriano
A FUER de repetir la sencillez de la estructura jurídica del Oratorio,
se puede trivializar la imagen, desde fuera del mismo, como si
fuesen mínimos los requisitos personales y la seriedad para
asumir el sentido de una verdadera respuesta vocacional a un proyecto
en el que se compromete en verdad toda la vida, al llamar a las puertas
de nuestra Congregación para integrarse en la comunidad y seguir en
ella, sin diluir en el intento el ideal de santidad y apostolado del legado
de san Felipe Neri.
Aquí no vamos a referirnos a las disposiciones de la recta intención
y la capacidad física, mental y espiritual que son genéricas para toda
vocación de la cual, generosamente correspondida, cabe esperar que
prospere sobrenaturalmente. Ni siquiera glosaremos en detalle los
criterios y normas que se recogen en nuestras Constituciones y la
tradición de cuatro siglos de vida de la obra de san Felipe. Pensamos
detenernos solamente en unas pocas ideas básicas en las que se precise
lo peculiar del Oratorio, como punto de partida elemental para no
incurrir en errores que llevarían al fracaso a quienes se acercaran a él
con una visión deformada y ayunos de lo que san Felipe quería para
sus hijos. También estas ideas pueden ayudar a los solamente curiosos
para que no se lleven a engaño al intentar formarse un concepto de
nuestro instituto, y lo tengan más aproximado a la realidad. Aunque la
perseverancia en el Oratorio es, estadísticamente y salvadas las
proporciones, parecida a la de otros institutos, las vocaciones fracasadas
y los errores con que desde fuera se nos ha juzgado se han debido a la
ligereza u olvido de las siguientes notas que vamos a enumerar.
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La estabilidad
EL PRIMER ejemplo de estabilidad en la Congregación del Oratorio
nos lo dio san Felipe, que permaneció constantemente en Roma, y
que siempre fue reticente a la dispersión de sus discípulos. No cedió de
buen grado a la presión de los ciudadanos florentinos residentes en
Roma para que aceptase ser el Rector de su iglesia, situada al principio
de la via Giulia; a las excusas de Felipe, ellos recurrieron al papa y se
vio forzado a aceptar, si bien él mismo no rigió directamente la iglesia,
a la que mandó a sus discípulos más jóvenes. A éstos les sirvió de primer
experimento comunitario, que Felipe dirigía permaneciendo en San
Girolamo della Carità, a donde acudían, tres veces al día, para las
oraciones comunes y conferir con el Santo. Felipe nunca dispensó a los
suyos de la participación en las reuniones del Oratorio. Por otra parte
se encontraba con que los asistentes seglares a las reuniones del
Oratorio crecían en número y San Girolamo no resultaba bastante
capaz. Cuando años más tarde el Oratorio se asentó en la Vallicella,
decían sus discípulos, exonerados ya del cuidado de la iglesia de los
florentinos: «Finalmente siamo in casa propria!»
Otro tanto demuestra el criterio de san Felipe en la discusión
habida con san Carlos Borromeo, que quería que le mandara un grupo
de sus sacerdotes a Milán; Felipe cedió al principio, pero enseguida
comprendió que no era positivo para la comunidad y los llamó a Roma,
no sin disgusto por parte de san Carlos. Y lo mismo con las reticencias
para la fundación del Oratorio de Nápoles, una historia que necesitaría
más comentario.
Por lo demás, lo mismo que el papa Nicolás II, en 1059, se refería a
«la vida común apostólica» y algo más tarde también lo hacía el
concilio de Nimes (1096), al distinguir entre los presbíteros seculares de
aquellos que «viven según la norma apostólica», el papa Honorio II, en
1157, se refería a la estabilidad monástica. En realidad ésta contenía la
materia de lo que en el futuro de la vida "religiosa" serían las virtudes
de los tres votos de los "consejos evangélicos", cuya generalización
tendría lugar a partir del s. XVI, durante el pontificado de san Pío V.
Precisamente, después de este papa, surge la excepción del Oratorio,
comprendida y amparada por el papa que le sucede, Gregorio XIII. San
Felipe decía que no quería votos, pero sí las mismas virtudes de los
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religiosos que se obligan a ellos por la triple profesión de los consejos
de obediencia, castidad y pobreza.
En este sentido, el Oratorio se parece a los monasterios
benedictinos, y alguien no ha dudado en alargar la comparación hasta
asemejarnos a los cartujos, no sólo por la estabilidad, sino además por el
componente de la oración y la caridad interna y apostólica, que es la
forma espiritual de todas las virtudes cristianas.
Newman no duda en afirmar que la estabilidad es el pernio en
torno al cual gira y se apoya toda la vida y sentido de la existencia de
un Oratorio. Dice Newman: «No todo buen sacerdote secular sabe vivir
en comunidad; es un don que alcanza a pocos. Tampoco los religiosos
que pertenecen ordinariamente a un cuerpo extensísimo, que no tienen,
como nosotros, un hogar doméstico: un día están en un lugar, otro en
otra parte, y hasta ocurre, a veces, que es un principio de su instituto el
no permanecer demasiado tiempo en el mismo sitio. Puede ser que, al
fin de su vida, se les destine a un lugar permanente, pero entonces es
más un refugio que un hogar doméstico, o tal vez un "retiro". Es cierto
que siempre están sometidos a superiores, a una regla; pero no son
súbditos pertenecientes a una comunidad siempre la misma... Nada
demuestra que posean el don de vivir con los demás sencillamente por
el amor de vivir con ellos. Obedecen en virtud de un lazo precedente.
Nosotros somos diferentes de los religiosos y de los sacerdotes
seculares».
La vida comunitaria y familiar del Oratorio se manifiesta por el
apego que se tiene al hogar, que no se llama convento, ni residencia,
sino "casa", nuestra "casa", para alejar al máximo la idea de pensión u
hotel. Se aman las paredes, se respetan y cuidan los objetos, se desea la
morada, que Newman llamaba "nido" -"my nest", como un hogar
para siempre, con hermanos para siempre, no demasiado numerosos
para que la multitud no diluya el afecto, el respeto y la lealtad, el
recíproco conocimiento para amarse, para ayudarse, para compartir las
alegrías y soportar las dificultades, para corregirse y perdonarse hasta
la muerte, generación tras generación. En las mismas familias del
mundo no duran, para todos los miembros que las componen, la larga
convivencia y las responsabilidades compartidas para un proyecto
común, espiritual y generoso. Apenas rebasada la adolescencia ―y aun
a veces en ésta― los más jóvenes se emancipan o van fuera del hogar
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para el trabajo o los estudios, y ya no regresan o, como ocurre con
frecuencia, la convivencia generacional se hace difícil, incluso entre
padres e hijos, entre ancianos y jóvenes.
En el Oratorio la estabilidad no responde a un replegamiento
egoísta hacia la inercia, sino, por el contrario, al beneficio de la
garantía para el mantenimiento del propio apostolado, para la
realización del culto con el máximo celo para honrar a Dios y edificar
a los fieles, y facilita la continuidad en la labor espiritual de la
dirección de las almas que buscan consejo para perfeccionar su vida de
cristianos. En conjunto, ayuda a la inserción o ―como ahora se dice―
a la "encarnación" en el lugar y asimilación cultural que facilite hacer
el bien y mantener el influjo colectivo y personal, sin cambios que lo
estorben o interrumpan. Para un oratoriano el cambio de residencia es
siempre una excepción muy justificada, como por ej. el tener que
emprender una nueva fundación o el auxiliar a una casa en peligro de
extinción; nunca una arbitrariedad. El que entra en el Oratorio lo hace
convencido de que permanecerá en él «hasta la muerte». Corren parejas
estabilidad y perseverancia.
Obediencia
ESTA PALABRA no tiene buena acogida, incluso entre gentes tenidas
por "espirituales". Vivimos una época de individualismo feroz, en
la que todo el mundo quiere "hacerse a sí mismo", pero en el que
acaban muchos aprovechándose lo que pueden de los demás, aunque
solitarios de espíritu. Un día la historia volverá las aguas a su sitio, en
ese vaivén hasta alcanzar nuevos tiempos. Pero no queremos decir que
el Oratorio sea un lugar para dedicar el tiempo a una especie de
gimnasia obediencial, o de infantilismo que anule la personalidad. Todo
lo contrario. San Felipe mandaba poco, pero era absolutamente
intransigente con lo que consideraba esencial, mayormente con los que
más amaba. Baronio nos serviría de ejemplo.
De lo que venimos diciendo ya se comprende que el Oratorio no es
una hospedería de sacerdotes (¡no sólo estamos sacerdotes, sino también
laicos!), más o menos coincidentes en gustos, como la liturgia o el
estudio u otros aspectos de nuestra labor, o que nos gusta la
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estabilidad porque así "dejamos" sin desprendernos del todo, sin dejar
verdaderamente nada... El Oratorio tampoco es una "solución", para
quien busca un decoroso retiro clerical en un lugar que le gusta, sin
tener que obedecer a obispos ni siquiera a superiores que manden poco.
El Oratorio no es una pensión.
Una comunidad no es un grupo de personas que viven juntas. La
palabra "comunidad" sugiere la idea de "común" y de "unidad", y
también de "comunión".
Vivir en comunidad quiere decir ―y volvemos a Newman―
«formar un cuerpo. El Oratorio es una individualidad que posee un
solo querer y una sola acción. Lo cual no es posible sin grandes
concesiones sobre el propio juicio privado de cada uno. Se trata de una
con-formidad, no accidental, no por naturaleza, sino por deducción
sobrenatural y dominio propio... Se trata de un sometimiento amoroso
al querer de la Congregación. En realidad esto incluye, o contiene todos
los demás consejos del Evangelio».
La Congregación del Oratorio tiene sus propias reglas y las
generales de la Iglesia, y debe obedecerlas como "cuerpo". El Oratorio
es autónomo, es decir, depende, según su derecho interno, y en lo que
le es propio, del superior que eligen los que forman la casa.
La Congregación del Oratorio tiene sus Constituciones propias, que
le ha dado la Sede Apostólica y que debe obedecer. Como los demás
institutos de derecho pontificio", cada Oratorio, fuera de sí mismo,
tiene la dependencia y está sometido a la Santa Sede. Pero lo más
importante para el lector que siga nuestro comentario puede ser el
aspecto singular e interno de esta obediencia. El superior de cada
Oratorio se llama "Prepósito" para los de fuera, pero internamente
recibe el nombre familiar de "Padre", que responde al carácter descrito
de nuestra comunidad. Su mandato dura sólo tres años, pero puede ser
reelegido, (también depuesto). El Padre o Prepósito representa y dirige
a la comunidad y, aunque tiene unas pocas prerrogativas, en realidad,
es el ejecutor de los acuerdos de la comunidad, que se reúne
regularmente; es decir, que también él "obedece" a la comunidad. Esta
es la que tiene el máximo poder para todo lo importante, aunque el
Padre ha de mandar y ayudar a sus hermanos, teniendo en cuenta la
propia flaqueza y «como quien tiene que dar razón a Dios por ellos».
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Ya se ve cuán equivocados estarían quienes imaginaran que la
ausencia de votos fuese razón para vivir a su propio arbitrio y
capricho. Newman sentencia que los tales no servirían para ser
miembros del Oratorio.
No es necesario hacer aquí la apología de la obediencia. Sabemos
que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido, y que del mismo
modo debemos transmitirlo. Sería imposible continuar la sucesión si
no existiera receptividad en los que han de aprender y, en cierto modo,
heredar no solamente la forma externa de vida, reducida a mera
disciplina, sino el espíritu y el estilo, las obras y las tradiciones, la
misión. El Oratorio no es una fórmula para ser manipulada a placer o
remitiéndola a ideales que no pasan de la mera teoría, apenas simbólica.
La obediencia requerirá también estudio y predilección por lo que es
propio del ser del Oratorio y las tradiciones que han sido acumuladas
por la experiencia de los más fieles al ideal que vivió y enseñó a otros
san Felipe Neri. No se viene al Oratorio para vegetar, o para introducir
o cambiar ideales, sino para profundizar en los originales que le son
propios, y aprender a adaptarlos a los «signos de los tiempos», pero sin
convertir esta referencia evangélica en pretexto para justificar
desviaciones. No basta cualquier "bien", sino el bien que Dios quiere
―y repetimos, una vez más, a Newman― La obediencia es hermana de
la fidelidad, y ésta se alimenta de humildad, obediencia y
desprendimiento, tanto en lo personal de cada miembro, como en los
proyectos y vida comunitaria y apostólica.
La conversión
NO SE VIENE al Oratorio porque se es santo, ni siquiera porque
pensemos que lo sean los que ya lo componen. De éstos, tenemos
derecho a suponer que, si nos admiten, están dispuestos a ayudarnos, en
el camino del Evangelio, para cambiar de vida y convertirnos. Se viene
al Oratorio para servir a la Iglesia por medio de él, para hacer bien a
las almas, para santificarnos y, sobre todo, para glorificar a Dios con la
vida que le entregamos y el ideal que hemos abrazado. No puede haber
santidad sin conversión, y el buen espíritu se marchita hasta niveles
farisaicos cuando, mal aconsejados por la soberbia, nos detenemos
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satisfechos con lo que imaginamos haber alcanzado. En el Oratorio
hemos de procurar vivir en paz y con alegría, por el cúmulo de gracias
y oportunidades con que, por medio de él, nos pone al alcance la
Providencia, pero sabedores de que Dios quiere más de nosotros. Si
bien nos miramos, nos daremos cuenta de cuánto nos falta. Nada es
nuestro, y convertirnos es custodiar y hacer crecer todo lo que Dios nos
ha confiado y restituírselo agradecidos. Con un poco de sentido
sobrenatural no nos faltarán oportunidades que la fe nos ayudará a
interpretar, para que tanto lo agradable como la prueba a que nos
someta lo desagradable, todo coopere a nuestro bien sobrenatural.
Por esto se equivocan quienes, al pensar en el Oratorio y saber que
en él no se pronuncian los votos de los religiosos, imaginan que las
exigencias son menores. San Felipe, toda la tradición oratoriana y las
mismas normas internas, como se refleja en las Constituciones, nos
remiten al Evangelio y nos enseñan que es la caridad la que nos lleva a
las virtudes evangélicas, del mismo modo que, en los religiosos, la
caridad toma forma en los votos que ellos emiten, tal como, a propósito
del Oratorio, sentencia Newman: «No puede darse la perfección
espiritual sin la observancia de los consejos evangélicos».
Hemos citado con frecuencia a John Henry Newman, fundador del
Oratorio en Inglaterra, hombre sabio y virtuoso, próximo a ser
beatificado, que supo penetrar la esencia de la obra de san Felipe, como
lo demuestra especialmente en las cartas que mandaba a sus hermanos
cuando debía ausentarse en sus repetidos viajes a Irlanda para fundar
allí la Universidad Católica, de la que fue primer Rector. También
tenemos su testimonio en los resúmenes de las pláticas que les dirigía y
en algunos de los sermones sobre san Felipe y en sus escritos
autobiográficos.
A pesar de todo lo que hemos dicho, señalando estas tres notas, hay
que tener muy presente que las vocaciones que el Oratorio espera y
que tienen más garantía de éxito son las que han sido precedidas por el
trato espiritual con los mismos hijos de san Felipe y hubieran recibido
de ellos dirección espiritual y consejo prudente, después de haber
reflexionado y hecho mucha oración. Entrar en el Oratorio ha de ser
como un nuevo nacimiento. De hecho se ha repetido siempre que las
verdaderas vocaciones filipenses son las de quienes parecen «como
nacidos para ser hijos de san Felipe».
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PRIMERA MISA
SERRANO
DEL PADRE
JESÚS GARCÍA
DE ESTE ORATORIO DE ALBACETE
DIOS MEDIANTE,
PRESIDIRÁ, POR PRIMERA VEZ, LA EUCARISTÍA
EN LA FESTIVIDAD DE
NUESTRO SANTO PADRE FELIPE NERI,
A LAS 8 DE LA TARDE
DEL VIERNES, DÍA 26 DE MAYO, DE 1995,
AÑO DE LA CELEBRACIÓN DEL IV CENTENARIO
DE NUESTRO SANTO.
LAUS DEO
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita e imprime: Congregación del Oratorio
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