Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 301. JULIO-AGOSTO. Año 1995
SUMARIO
ES CURIOSO. Cristo, que quiere llevar al ideal
más elevado a la humanidad entera, no envía
a sus apóstoles a los grandes centros del saber
de entonces, o del arte y la civilización, ni los
infiltra entre los poderosos y los ricos del mundo
(Alejandría, Atenas, Roma...), para que adquieran
mayor capacidad en su misión a cumplir. Teme que
los medios y artes mundanos fácilmente corrompe-
rían el mensaje divino. Los quiere limpios de cora-
zón y le basta mandarles el Espíritu Santo «para
que les complete el saber de Dios y les recuerde lo
que ya les había dicho».
LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO
EL DÍA DESPUÉS
ORATORIOS MUSICALES
SABER SOBRIAMENTE
LA HORA DEL ESPÍRITU
ESTADOS DE VIDA EN LA IGLESIA
EL ORATORIO, MENOS CLERICAL
CONMEMORACIONES
1 (73)
Tiempo de oración:
LOS DONES
DEL ESPÍRITU SANTO
Oh san Felipe, amadísimo protector mío,
acudo a ti y me pongo en tus manos, y te
pido que me alcances una verdadera
devoción al Espíritu Santo.
Haz que participe de tal manera del amor
que tú le tenías, que, así como él se dignó
descender de un modo prodigioso a tu
corazón y lo abrasó en amoroso fuego,
también a nosotros nos favorezca con los
variados dones de su gracia. No permitas
que permanezcamos fríos, siendo hijos de
un Padre tan fervoroso. Implora para
nosotros la gracia de la oración y el gusto
de contemplar las cosas divinas; haz que
adquiramos la fuerza necesaria para
dirigir nuestros pensamientos y alejar las
distracciones; consíguenos el don de
conversar con Dios, sin jamás cansarnos de
estar con él.
Vaso del Espíritu Santo, corazón ardiente,
luz de santa alegría, ruega al señor por
nosotros.
J. H. Newman, C. O.,
MD, I, 6
2 (74)
El día
después
EL DÍA después de haber empezado, el día después de haber terminado. El
primero pide perseverancia; el segundo, hacer balance, examen. No es po-
co empezar, movernos y salir de la inercia, dar vida, inyectar dinamismo a
un proyecto, en el que sembramos toda nuestra esperanza, con esfuerzo ilusio-
nado. «¿Qué hacéis ahí, decía el Señor, todo el día ociosos?» La vida es salir de uno
mismo, y salir uno mismo. No podemos delegar en otros la tarea que no aguarda; se
equivocan los que siempre necesitan suplentes y se hacen parásitos del prójimo para
medrar, o aunque sea solamente para subsistir, a cuenta de lo más inocentes o de
los más trabajadores. Gran parte de las injusticias de la humanidad tienen su origen
en la "especialización" de los egoístas, creadores de dependencias y esclavitudes ma-
quilladas, habilidosos en hacer leyes o en burlarse de ellas, salvando las apariencias
de legalidad. Especialistas en aprovecharse de los demás, con tal de no cansarse ellos.
No tendrán nunca "un día después" para crecer en la ilusión, sino solamente el resque-
mor aumentado del egoísmo y, en el fondo, de la conciencia de su propia inutilidad
o fragmentación personal. No saben hacer ni quieren aprender a hacer, refugiados
en su deformación de aprovechados. Este espíritu puede llegar a crear imperios, pero
sólo imperios de pocos señores y muchos esclavos, con la amenaza por razón y la
tristeza por cielo.
Pero hay el día después de haber terminado. Para el cristiano este día está más
allá del tiempo; pero en este, en el tiempo, hay hitos, pequeños rellanos que sostienen
todo lo que se hace con buena voluntad ―con voluntad buena―, que la providencia
coloca como peldaños de la ascensión a Dios. «Después, después, ¿y después qué?»,
preguntaba san Felipe Neri a uno que corría tras promociones y éxitos y un porvenir
halagüeño donde instalarse, aunque sin caer en nada de lo que el mundo o la sociedad
reputen inmoral, es decir, sin abandonar el marco en el que se salvan los símbolos
del decoro burgués, distante de las miserias inelegantes, absurdas y sin poner un
dedo para remediarlas.
3 (75)
«¿Y después?», insistía van Felipe. Confundido por la pregunta repetida con in-
sistencia por el Santo, respondió, al fin, el joven con ilusiones solamente temporales
Después, la muerte. Después, decimos los cristianos, el balance. Rico o pobre, sabio
o iletrado, joven o viejo, honrado o despreciado, fuerte o enfermo... todo ha de ser
valorado y administrado o rechazado según lo que nos valga y sirva para "el día des-
pués". Y no regulando el análisis de decisiones previstas según un baremo reducido
a mínimos ―que sería otra dimensión del egoísmo: ¡además el cielo!―, sino contem-
plando tiempo y eternidad como un todo. Porque el día después de la obra de la vida
terminada, será un día de días, un Día que lleva inscrito todo, que contiene todo, ex-
cluida la voluntad mezquina, porque solamente vale la buena. No hay binomios ni
contrastes; no hay tiempo y eternidad, ni tiempo o eternidad: hay la vida en Dios,
iniciada aquí, desde el Bautismo, y por esto la sola moralidad ―¡de mínimos!― no
basta, porque somos ya «ciudadanos del cielo y sólo peregrinos en la tierra», y nues-
tra aspiración no puede ser reducida ni repartida.
El día después del cristiano es más que el día después del que estrena empleo,
del que se acaba de casar, del que obtiene un premio o alcanza una victoria o padece
una derrota; es más que la vida o que la muerte. Se ha empezado pero, de algún mo-
do, no se ha acabado de empezar, y el estreno sigue: va hacia su fin, pero es un fin de
goce anticipado; un esperar y tener, un ir y estar, un creer y comenzar a ver, según
dejemos que vaya creciendo en nosotros la docilidad al Espíritu de Jesus «que nos
va enseñando», hasta que un Día no habrá más días y «Dios lo será todo en todos».
Dos nuevas iglesias
dedicadas al beato José Vaz, C. O.
Desde que Juan Pablo II beatificó al padre José Vaz, del
Oratorio, el 21 de enero de este año, han sido dos los templos
dedicados al nuevo beato. El primero de ellos fue consagrado
por el arzobispo de Colombo, en la misma fecha de la
beatificación, en Makola, que es un barrio de aquella populosa
ciudad. La segunda tuvo lugar en la diócesis de Chilaw,
sufragánea de la anterior.
El Papa se ha dirigido recientemente a los 35.000 sacerdotes
nativos de Asia, y les ha recordado el ejemplo del ilustre hijo
del Oratorio de San Felipe Neri, presentado como «primer
misionero asiático», para que le imiten en la evangelización de
su continente.
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ORATORIOS MUSICALES.
Escarlatti y Bagnoli.
LA NOTICIA del primer "ora-
torio musical" dedicado pre-
cisamente a la figura de san
Felipe Neri se debe al músico Ales-
sandro Escarlatti, que lo compuso
al finalizar el s. XVII. El argumen-
to consiste en un diálogo entre el
Santo y las virtudes de la Fe, Es-
peranza y Caridad, con un himno
final. En el mes de mayo pasado
tuvo lugar su estreno en España
por la Capella Oratoriana de la
Congregación del Oratorio de Pal-
ma de Mallorca, dirigida por los
maestros Gori Marcus y Joan Com-
pany. El encargado de la traduc-
ción literaria al catalán fue Salva-
tore Penna. El concierto constituyó
un éxito más de la citada Capella.
Nosotros lo destacamos, entre otras
manifestaciones musicales celebra-
das en este IV Centenario de san
Felipe, por estar dedicado, como
hemos dicho, a glosar artísticamen-
te la figura de nuestro Santo.
Pero esta celebración nos trae a
la memoria otro "oratorio musi-
cal", dedicado también a la figura
de san Felipe, estrenado en 1922
en el Oratorio de Florencia, en el
cual destacaba la calidad literaria
del padre Alessandro Naldi, C. O.,
autor del poema, cuyo primer canto
nos atrevemos a traducir para nues-
tros lectores. Mientras en la obra
musicada por Escarlatti domina la
elevación conceptual de las virtu-
des teologales, la poesía de Naldi
discurre, más concreta, por la suce-
sión resumida de la vida del Santo.
La primera cantata, que se titula
L'ADDIO A FIRENZE, nos presenta al
jovencito Felipe, en el momento
de dejar Florencia, por indicación
de su padre, que desea asegurarle
mejor porvenir junto a su tío en
San Germán, donde se ejercitara
en los negocios.
La voz de la sangre agita el co-
razón de Felipe, tierno, demasiado
tierno aún, para conformarse sú-
bitamente a dejar su amada Flo-
rencia. Todo cuanto le ha rodeado
hasta entonces se anima y habla
5 (77)
a su joven corazón. Oye la VOZ DE
LAS CAMPANAS, y aquel sonido que
antes se perdía, meciéndose en las
ondas de los ecos que recogían los
leves montes del valle del Arno,
ahora llama a su corazón con alda-
bonazos de amigo entristecido y
dulcemente exigente:
¿Por qué nos dejas?
Para ti mueren
ya nuestras voces
como la tarde...
Nuevos repiques
serán lejano
señal del alba,
y sentirás
viva tristeza,
tal vez llores...
¿De veras partes
y nos olvidas?
También LOS LIBROS, los fieles
amigos que le han iniciado en el
conocimiento de las letras y ayu-
dado en el de las virtudes:
¿Es cierto cuanto dicen las campanas
que partirás y que estarás muy lejos
por mucho tiempo?
Pero una voz nueva, desconoci-
da hasta entonces, quiere alejar,
osadamente y con falacia, las voces
amigas que conmueven al jovenci-
to. Es la VOZ DEL DINERO:
El niño abre los ojos:
un gran libro de cuentas le conviene
que enseñe el arte de los mercaderes,
hacer fortuna y disfrutar del mundo.
Sí, una nueva vida se abre a los
ojos de Felipe, con una fuerza real-
mente tentadora. Pero él tiene asi-
do el corazón al recuerdo de toda
su infancia. Contempla el pequeño
montón de libros, fieles amigos que
no querría dejar, pero que no pue-
de llevar consigo. Ellos le despier-
tan los recuerdos más caros: son
libros que le han dado los frailes
6 (78)
de San Marcos, sus primeros maes-
tros, principalmente del alma; re-
cuerda aquel convento que él cono-
ce casi como su propia casa, donde
la bondad, la piedad y el saber de
sus moradores tantos horizontes de
luz abrieron a su alma inocente y
sedienta de Dios; aquellas celdas y
corredores iluminados por las ex-
táticas y simplicísimas pinturas del
beato Angélico, perfumados por el
recuerdo de san Antonino, cálidos
aún por la energía y celo religioso
y patriótico de Savonarola...
¿Cómo? ¿Tú puedes ser ingrato, Pippo Buono?
Recuerda tu San Marcos y los frailes,
las pinturas ingenuas del Angélico,
recuerda del saber la gran dulzura,
recuerda a los amigos que te abrieron
las alas del amor que a Dios te lleva.
¿Acaso no endulzábamos tu infancia?
¿Por qué nos dejas? Queda con nosotros.
Y suena otra vez el rumor de la
VOZ DE LA FORTUNA, cascabeleando
de monedas, que promete y que
miente, pero que cautiva, como un
río de aguas doradas que pretende
apagar todas las sedes...
Piezas doradas, limpias y lucientes,
rumor de seda con galones de oro.
Te lo ofrecemos todo: cielo y tierra.
Somos semilla de todos los bienes,
pues sin nosotros te espera el desprecio.
¡Ven a gozar, que todo lo tendrás!
FELIPE sufre y clama al Señor:
¡Piedad, Señor! ¡Qué lucha siento en mi!
Si no me ayudas, temo fallecer.
¡Pobre Pippo Buono! ¡Cuánto ha
amado a los seres y a las cosas que
le rodean! Es como el despertar de
un sueño, pues hasta ahora había
rezado y jugado, y todos le querían
porque era bueno; pero desconocía
el dolor, o por lo menos, no había
sufrido solo. Ahora sí. LAS COSAS
AMADAS le decían:
7 (79)
¿En vano habremos sido tanto tiempo
fieles amigos tuyos noche y día?
Siempre gozosos al velar tus juegos,
¿hemos envejecido antes de tiempo?
¿A dónde vas? En vano buscarías
la dulce imagen de la Virgen Santa,
que te sonríe desde que naciste
y llena tu alma de piedad profunda:
en torno de tu mesa, con los tuyos,
tu padre, tus hermanas y tu abuela,
que te ama tanto y llora silenciosa.
¿Quién te dará el amor, si te vas lejos
a hacer acopio de monedas de oro?
No des oído a sus malignas voces:
puedes quedarte aquí, ya para siempre.
Y las VOCES DE LAS MONEDAS, co-
mo estrellas doradas que lucían en
aquella noche de dolor porque pa-
saba su alma, querían distraerle y
seducirle:
Fulgor y luz y fuego, somos llamas
y en estas llamas arde el mundo entero.
FELIPE exclama, fatigado por la
lucha:
No tengo ni una voz que me consuele
y que me eleve el alma a donde ansío:
amigos y enemigos se han unido
contra mí todos y no sé qué hacer,
si quedarme o partir...
Pero corta este combate tortura-
dor, LA VOZ DEL PADRE que llama
Felipe, pues todo estaba preparado
a para partir. Le llama impaciente:
Felipe, ven:
la diligencia aguarda a que tú subas.
8 (80)
Obedeciendo, no ha de temer se-
ducciones. Dios le llevará. Aunque
el sacrificio le cueste, le consuela
LA VOZ DEL SEÑOR, que siente en lo
íntimo de su alma:
Déjate conducir por esa mano,
que cruzarás el mundo sin naufragios.
FELIPE obedece a su padre por-
que cree que así obedece a Dios:
Heme aquí, Padre, a seguir tu palabra.
Esta docilidad en abandonarse al
beneplácito divino ha de propor-
cionarle la mayor de las riquezas:
la santidad. LAS CAMPANAS repi-
can a gloria, porque presienten el
futuro de Felipe:
Un gran tesoro buscas en el mundo
que ningún fuego puede consumir.
Y LOS LIBROS anuncian que una
más alta sabiduría germinará en su
corazón:
Una sabiduría alcanzarás
que te hará santo y sabio eternamente.
TODAS LAS VOCES JUNTAS, las so-
noras campanas, los fieles libros,
las cosas amadas, elevan hacia Dios
sus voces. Felipe parte y no las oye,
pero profetizan su gloria:
¡Hemos glorificado al alma santa!
Te llamaremos siempre Pippo Buono.
Ante el Señor se cantará tu gloria.
La gloria de los Santos: el amor.
Haber buscado y haber amado con
todas las fuerzas, con toda el alma,
a Dios.
(continuará)
¡Tiempos malos, tiempos difíciles!, dicen los hombres. Vi-
vamos practicando el bien, y los tiempos serán buenos.
Los tiempos somos nosotros: cuales somos nosotros, ta-
les son los tiempos.— San Agustín, siglo V.
9 (81)
Saber sobriamente.
San Felipe y los libros.
SAN FELIPE NERI no despre-
ciaba los saberes. Sus biógra-
fos cuentan que, ya anciano,
discutía todavía sobre cuestiones
de teología con jóvenes estudiantes
a los que dejaba admirados por su
lucidez mental al manejar argu-
mentos; bromeaba jugando con si-
logismos para alertar las impru-
dencias contra la virtud. Sabemos
también que conocía la literatura
italiana, no solamente en la ver-
tiente más popular, como podría
ser el caso de Giovanni Mainardi
(más conocido como el Piovano
Arlotto), sino la literatura italiana
de los primeros autores que se in-
dependizaban del latín, como Ia-
copone da Todi, cuyas poesías se
leían y comentaban en las prime-
ras reuniones del naciente Orato-
rio, o de los posteriores, como
Francesco Petrarca, al que imita en
los propios escarceos poéticos, e
incluso de Dante, de quien toma
las primeras palabras, referidas a
la Virgen María, en el célebre can-
to con que el poeta divino cierra
la Divina Comedia: «Vergine ma-
dre, figlia del tuo Figlio...» Pala-
bras que, para Felipe, resumían la
vocación y toda la gloria de María.
Felipe emergía del humanismo
florentino, aliado inmediato con el
fenómeno de la imprenta y los pri-
meros libros. Sabemos que, en la co-
munidad de la Vallicella hubo una
imprenta, la cual, aunque rudimen-
taria, podía suponer, entonces, más
que una batería de ordenadores en
nuestros días.
Felipe dedicó su vida de laico
a la oración ―larguísima― y al
apostolado, y trabajó y vivió en
pobreza, para no ser gravoso a na-
die, pero dedicó un tiempo a estu-
diar filosofía y teología. Más tarde,
en su comunidad, estimuló a sus
primeros discípulos no solamente
al estudio de las ciencias sagradas
y la historia de la Iglesia, sino al
arte, la música, incluso, a uno de
ellos (Consolino) al estudio de la
medicina además de la teología.
Y, si fue así, nos preguntamos:
¿por qué vendió sus libros, en un
arrebato del que a nadie dio ra-
zón, cuando, al menos como refe-
rencia, tan útiles le podían ser,
10 (82)
aunque hubiese seguido de seglar?
Se puede imaginar que tal vez para
socorrer una necesidad urgente de
algún pobre, o de varios, andando
como andaba entre obras de mise-
ricordia, siempre necesitadas de li-
mosnas. Pero nos atrevemos a con-
templar otra hipótesis, que creemos
más probable, si atendemos a su
espíritu y modo que tenía de mor-
tificar la vanidad de los sabios"
que tenía en casa, una vez estable-
cida la vida comunitaria del Ora-
torio. 
El orgullo o simplemente la
vanidad era el enemigo que más
temía para cuantos amaba. Su
exigencia no procedía de ningún
método preconcebido sino de una
sabiduría experimentada en sí mis-
mo, como cuando imponía largo
servicio en la sacristía a Baronio,
para "dar gracias" de un éxito lite-
rario, u obligar a otro a realizar
una acción o representación ridí-
cula que, al menos, suponía "mal-
gastar" un tiempo y algunas ener-
gías que hubieran podido ser más
útiles empleándolas de otro modo.
Le gustaba, para los suyos, la lim-
pieza, el aseo, los buenos modales,
la gentileza, pero escarnecía las
elegancias, los modos pretenciosos,
el vestido y porte atildado y, más
que todo, la vanidad intelectual. ÉI
conocía, había visto, había oído
palabras, discursos, exhibiciones
cortesanas y engoladas; sin duda,
había padecido y temido esas ten-
taciones que el mundo fácilmente
justifica con razones que sirven
para todo, pero que soslayan erra-
dicar lo esencial de los desvíos ba-
jo apariencia de bien o decoro.
Habría leído, sin duda, a san Pa-
blo, en un paso cuya traducción
modernamente ha sido comple-
mentada, pero que en su tiempo,
la que leyera san Felipe, decía ta-
jantemente, en la Biblia Vulgata
que él leyó: «conviene saber, pero
saber no más de lo que sobriamente
conviene» («non plus sapere quarn
oportet sapere, sed sapere ad gob-
rietatem», en Rom 12, 3). Y lo tomó
a rajatabla, para sí mismo. Y luego
para los suyos, si bien los dejó e
hizo estudiar, incluso con insisten-
cia, sin excusarles, sin embargo, de
trabajos manuales, como de fregar
perolas y hacer la cocina, además
de otras verdaderas humillacio-
nes. 
En su mismo tiempo santa Tere-
sa diría a sus hermanas de comuni-
dad: «Para mí, no creo que haya
otra humildad que la que consiste
en padecer humillaciones».
«Toda la santidad está en tres
dedos de frente», en «la racional»,
la inteligencia. Sería terrible enri-
quecerla para ser exhibida o para
complacerse en sí misma. Lo mis-
mo que hay deportes inventados
para suplir actividades más salu-
dables, aunque eludidas por menos
elegantes.
11 (83)
La hora del Espíritu
TODOS queremos
atar el futuro a
nuestro presen-
te. En ello puede ha-
ber, además de cierta
miopía espiritual, un
poco de vanidad:
que estamos nosotros,
creemos que "ya es-
tamos todos". Surge
el error de querer in-
fluir más allá de lo
que alcanzamos o de
lo que nos correspon-
de, del complejo de
resarcimiento al ex-
perimentar nuestra
pobreza o limitación.
Sin embargo, al com-
probar estos mismos
límites, nos debiéra-
mos convencer de que es vano dirigir energías fuera de lo que inmedia-
tamente nos afectan; el esfuerzo desperdiciado nos aleja o distrae de lo
que en realidad y verdad nos corresponde y compromete, y que, de paso,
está más cerca de nosotros. Nos olvidamos, cuando hacemos profesión de
nuestra fe en Dios, de que él solamente tiene presente.
La hora de Dios es esta hora: ahora. La eternidad lo contiene todo
en su presente. Sucede también en nosotros mismos, que las categorías de
pasado y de futuro, solamente podemos verlas mentalmente e interpre-
12 (84)
tarlas desde la presentidad fluyente de nuestra conciencia. Presentidad
que lo relativiza todo, menos el absoluto de Dios.
Los santos han cometido menos errores que nosotros y no han des-
perdiciado el tiempo, porque se han detenido a pensar en este absoluto
y lo han contemplado en presente o, mejor, como "presencia". Cuando
nos referimos a éxtasis de los santos, no los interpretemos como parén-
tesis de inmovilidad o quietud, sino como actividad del espíritu, profun-
dísima. «Mi Padre es activo, y yo también, decía Jesús. La fe es interior
y es desde esta profundidad que podemos comenzar a conocer a Dios,
mientras caminamos, como una "presencia". La presencia de Dios desde
la intimidad de nuestro ser, y su providencia cuando contemplamos el
orden creado por él, el cual nos envuelve y conjuga con el resto de
la creación y de las maravillas de la gracia, de la que también somos
objeto.
Todo es presencia y providencia divina. Si lo olvidamos, nos perde-
mos y confundimos en la soledad profunda de nuestro ser, aunque pre-
tendamos substituir el olvido con nuestras astucias, previsiones, cálculos
y políticas. Y no entendemos la vida y el mundo, que nos parecen absur-
dos. El recurso a las enajenaciones temporales tampoco nos hace felices,
porque todo padece el riesgo de la falsificación y se sostiene en precario.
No existen sucedáneos para el espíritu, para la verdad y para Dios.
La primera conversión de los verdaderos santos fue siempre un mi-
lagro de transparencia, sincera y limpia, y por esto, tal como prometen
las bienaventuranzas evangélicas, «vieron a Dios» y fueron derechos ha-
cia él, bañados en su luz. Todo lo demás fue, en ellos, una consecuencia
y desarrollo de esta primera visión del Absoluto, sorprendente e inclinán-
dose hacia ellos, en un misterio de Persona a persona, que no destruía
la libertad humana mientras la invadía, sino que la ampliaba y compro-
13 (85)
metía para un amor más grande que el simplemente humano y, por ello,
necesitado de un espacio mayor que el temporal.
Cuando nos referimos a las gracias místicas de los santos, queremos
señalar esta invasión divina y amorosa del aliento de Dios en ellos, a
la que inmediatamente corresponden, sin preocupación para medir esta
respuesta ni sistematizar la actividad que su gratitud inspiraría. Por esto
nos resulta tan difícil comprender su talante espiritual. Rozamos lo ine-
fable. San Felipe Neri decía que «quien deseaba gracias místicas no sa-
bía lo que pedía». Lo mismo que san Juan de la Cruz cuando se refería
a Dios y a los mensajeros de Dios que «no saben decir» o de Dios «van
refiriendo /...un no sé qué que quedan balbuciendo».
De san Felipe se dice que era asistemático, libre, aparentemente im-
provisador, que tenía un trato para el espíritu de cada uno de sus hijos
espirituales, que su apostolado rehuía lo excesivamente organizado, que
mandaba poco, pero exigía mucho; que entendía y practicaba la direc-
ción espiritual no como el que tira de las almas para llevarlas a Dios,
sino como el que va detrás de ellas mientras siguen a Dios, y las advierte
si se desvían. Se le ha llamado «apóstol de la alegría»; la suya no era la
que invade desde fuera por los estímulos de la diversión y hasta del mal
gusto, sino la nacida de la paz del alma frente a Dios y con los hermanos.
No inventó un sistema especial para la oración, pero comparaba a quien
no la tenía, con los brutos animales; aconsejaba a los que la encontraban
difícil, que fueran humildes en la presencia del Señor e invariablemente
éste acogería sus palabras y llenaría su pensamiento, sin distracciones.
Decimos la oración, pernio del Oratorio. De ella tenía él larga y pro-
funda experiencia, tanto cuando de adolescente después de ella dejó un
porvenir halagüeño, al renunciar a la herencia de unos parientes ricos
que querían prohijarlo, como, sobre todo, cuando todavía seglar, tuvo la
extraordinaria experiencia mística, en el Pentecostés de 1544, del Espíritu
Santo invadiendo su alma, en una de esas largas horas de oración junto
a las tumbas de los mártires, en las catacumbas de San Sebastián. Expe-
riencia que, por una parte, era cima de un crecimiento interior espiritual
y, por otra, punto de arranque de una entrega más radical a Dios, aunque
ni siquiera, de momento, se le ocurriera hacerse sacerdote.
Su época parecía necesitada de grandes reformas y de obras bien cal-
culadas para organizar trabajos apostólicos que devolvieran a la Iglesia
una apariencia y testimonio de santidad que los tiempos habían oscure-
cido. Seguramente era así y otros los emprendieron. Sin embargo, Felipe,
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siempre activo, pero siempre tras largas horas de oración, ayunos y es-
caso sueño, sin alterar su semblante y compostura serena y amable, no
hizo planes, pero llenó su cotidianidad de apostolado y caridad y llegó a
encontrarse con una obra que no había pretendido fundar ―el Oratorio―
que sirvió admirablemente para fomentar y formar los espíritus para vi-
vir en la cotidianidad conectada con Dios, hasta resultar imposible com-
prender su obra sin relacionarla con el sentido de su vida mística, de ora-
ción. El Oratorio es hijo del espíritu y talante de san Felipe, en el que, sin
precipitaciones ni impaciencia para grandes y espectaculares proyectos,
derramó toda su experiencia de Dios, guardada en el rescoldo de su alma,
«que había subido al cielo» muchas veces y que rezumaba gracia de Dios.
En la Roma de su tiempo, Felipe representó el Santo que, sin lamen-
tar males pasados ni edificar ensoñaciones imposibles, supo, sin embargo,
anclarse en el presente, no como una limitación inhibitoria, sino porque,
desde la fe, el presente es lo que más se parece a la eternidad, que él mis-
mo comenzaba a vivir, y que sólo tiene presente. Presente y presencia di-
vina, caminar por la tierra pero con el corazón subiendo al cielo, y tra-
tar con los hombres de Dios, habiendo tratado antes con Dios de sí mismo
y de los hombres. La hora es el ahora. El Concilio Tridentino, celebrado
entonces, promulgaría decretos reformadores de indudable repercusión,
pero repercutiría todavía más la vida y el ejemplo de los santos contem-
poráneos, y Felipe fue el santo de Roma para aquella hora, que era una
hora espiritual, como son todas las horas de Dios.
Técnica y modo de .
Hoy, aquí, habéis usado la técnica oratoriana: uniendo sus talentos, jóvenes
de diversas parroquias y grupos, artistas, bailarines, músicos, cantantes y
actores nos han sugerido un modo concreto de evangelización. Todos
podéis hacerlo, dado que la evangelización debe insertarse en la vida
cultural de una comunidad. En efecto, ¿qué es la cultura sino el conjunto
de conocimientos, valores, tradiciones y modos de vida típicos de un pueblo
o toda la humanidad? La cultura es la vida misma de los hombres. Por
tanto, si cada uno de vosotros se esfuerza por desarrollar las capacidades
que el Señor le ha dudo, se convertirán todos en evangelizadores capaces
de animar la cultura de nuestra ciudad. Jóvenes de Roma, que resuenen
en vosotros las palabras de Jesús: «Como el Padre me envió, también yo
os envío». Acogedlas como hizo san Felipe Neri en aquella noche de
Pentecostés, en las catacumbas de San Sebastián, convirtiéndose en apóstol
de Roma, en el segundo patrono de Roma. Llevad a Roma la alegría de
Cristo resucitado.— Juan Pablo II, Pascua de 1995
15 (87)
ESTADOS DE VIDA
EN LA IGLESIA
● «Vuelto Jesús y viendo que le iban siguiendo, les dice:
¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido quie-
re decir "Maestro"), ¿dónde moras? Díceles: Venid y
lo veréis. Fueron, pues, y vieron dónde moraba, y se
quedaron con él aquel día. Sería la hora undécima»
(Jn 1, 38-39).
● «Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto
tienes dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cie-
lo; y vuelto acá, sígueme» (Mt 19, 21).
«Jesús les dijo: En razón de vuestra dureza de corazón
os escribió Moisés este precepto. Mas desde el principio
de la creación hombre y mujer los creó Dios. Por eso
dejará el hombre a su padre y madre, se unirá a su es-
posa, y serán los dos una sola carne. Lo que Dios, pues,
unió el hombre no lo separe» (Mc 10,5-9).
● «Y respondiendo le dijo Jesús: Marta, Marta, te inquie-
tas y te azaras atendiendo a tantas cosas, cuando una
sola es necesaria. María ha escogido para sí la mejor
parte, que no le será quitada» (Lc 10, 41-42).
● «Dicente los discípulos: Si tal es la situación del hom-
bre respecto de la mujer, no vale la pena casarse. Él les
dijo: No todos son capaces de comprender esta palabra,
sino aquellos a quienes se ha dado» (Mt 19, 10-11).
● «En verdad os digo que esta viuda pobre echó más que
todos; pues todos echaron en las ofrendas de Dios lo
que les sobraba; pero ella, de su indigencia, echó todo
lo que tenía para vivir» Lc 21, 3-4).
16 (88)
El Oratorio,
menos clerical
CUANDO en el Código de Derecho Canónico se habla
de las formas de vida evangélica aprobadas por la
Iglesia, evita lo más posible multiplicar
clasificaciones, pero hay una, heredada de la
anterior legislación, insatisfactoria para los
modernos canonistas, pero que de momento parece
prácticamente inevitable: es la que establece la diferencia
entre dos grandes clases de obras o institutos que siguen los
consejos evangélicos. Estos tipos reciben el nombre de
clericales y laicales, según que por su naturaleza, índole y
fin, incluyan o no el ejercicio del orden sagrado.
En los institutos masculinos clericales son elegibles para
superiores solamente los miembros que han recibido el
orden sagrado del presbiterado. Pero, a partir del nuevo
Código, en algunos institutos de esta clase, en virtud de su
derecho propio pueden también los laicos gozar de voz
activa, es decir elegir sin que ellos sean elegibles. Esto es
posible en el Oratorio. Se supera así, de alguna manera, el
criterio que asocia la autoridad con el sacramento del orden.
La exclusión radical de los miembros laicos en la
participación de decisiones colegiales tenía el riesgo, aunque
no la intención, de llevar a la sacralización del poder; si
bien, realmente obedecía al supuesto de que los clérigos
17 (89)
poseían mayor instrucción para asumir idóneamente
responsabilidades comunes al participar en decisiones
importantes. El problema desaparece cuando se da a todos,
clérigos y laicos, la debida formación e instrucción que les
capacita y homologa entre sí.
El nuevo Código (1983), al mencionar esta doble
clasificación, advierte (c. 588) que, por naturaleza, el estado
de vida consagrada (o llamada también evangélica), no es ni
clerical ni laical. Y es en el c. 573 donde se da una
descripción de qué entiende la Iglesia por esta vida o estado
reconocido y amparado en su ley, porque le atañe puesto
que pertenece a su propia vida y santidad (c. 574).
Es oportuno recordar que las primeras formas de este
estado o vida de seguimiento de Jesús por los consejos
evangélicos, apenas habrían permitido esta clasificación,
porque la inmensa mayoría de sus miembros —nos
referimos a las iniciativas solamente masculinas― carecían
del orden sagrado: así los Padres del desierto, y el mismo
san Benito, fundador del monacato occidental, y ni san
Francisco de Asís, ya en el siglo XIII, habían sido ordenados
presbíteros, y figuran, no obstante, en la lista de los más
grandes fundadores. Fue en el siglo XVI, durante la
Contrarreforma, que se potenció el significado del orden
sagrado y con ello se desarrolló la dignificación de los
ordenados, no sin que en ello se arrastraran algunas ideas y
formas feudales, de las cuales perviven todavía ciertos
detalles sublimados en el rito sacramental de la ordenación.
Pero actualmente, sin que mengüe el respeto por el
sacramento del orden, se acentúa la responsabilidad de
servicio en quienes lo reciben, según el aserto de san
Agustín cuando afirmaba «Soy obispo para vosotros, pero soy
cristiano con vosotros». Y se refería a todos los bautizados.
18 (90)
San Felipe, en pleno Renacimiento, cuando decidió
entregarse totalmente a Dios, no pensó, en un primer
momento, hacerse sacerdote, a pesar de llevar una vida de
oración y apostolado, y haber hecho, sistemáticamente,
estudios de la teología católica. Pensó que no le era
necesario, o que, como seglar, tal vez podía llegar a más
lugares para hacer el bien. Después fue convencido para que
recibiera la ordenación sagrada, y se ordenó siguiendo el
consejo que recibió de Persiano Rosa, su mentor espiritual.
De su celo y abnegación surgió, sin haberlo programado
previamente, la que sería su obra genial, el Oratorio. No
porque hubiese intentado convencer a algunos de sus hijos
espirituales más fervorosos y proponerles que se hicieran
sacerdotes para su proyecto apostólico, sino que, puesto a
servir a cuantos se acercaban a él, no daba abasto, y fue
entonces cuando, primero a uno, después a otro, y otro, y
más... según la necesidad de ser ayudado en su apostolado,
iba llevando a los más fervorosos de sus discípulos a que
recibieran el sacramento del orden. No porque anduviera, en
primer lugar, buscando a quien convencer de que tenía
vocación, sino porque la conveniencia y necesidad de las
almas que acudían necesitaban, como la mies de la parábola,
más obreros, La experiencia transitoria de sus primeros
discípulos en San Juan de los Florentinos, se debió, en
buena parte, a que no cabían en la no espaciosa casa de San
Jerónimo de la Caridad. ¡Respiraron al conseguir casa
propia, en la Vallicella, y pudieron dejar la iglesia nacional
de los florentinos!
Por eso decía san Felipe que él no había fundado el
Oratorio; que había sido inspirado por la Virgen y fundado
por el Espíritu Santo; que si tuviera que poner un nombre
a los suyos, les llamaría hijos del Espíritu Santo. San Felipe
no concibió nunca una comunidad de sacerdotes sin que
19 (91)
tuviera que atender su obra, el Oratorio, y no nos
equivocaríamos si afirmáramos que habría preferido un
Oratorio (pueblo seglar sobre quien se ejerce el apostolado
según su estilo) sin comunidad sacerdotal, a una comunidad
sacerdotal sin Oratorio de seglares, o secular como
originalmente se le llamaba. El ideal, no obstante, era que
hubiera una comunidad ―Congregación― de sujetos
ordenados junto con otros que no lo fueran, pero todos
comprometidos en el servicio del Oratorio.
Por eso creemos poder afirmar que, en una época de
reformas tirando a clericales, la obra de san Felipe lo fue
bastante menos que otras.
«PENSAMIENTOS».
JOHN HENRY NEWMAN.
Con este título acaba de aparecer,
publicado por Editorial Claret, de
Barcelona, un pequeño libro que
juzgamos muy útil para iniciarse
en el conocimiento de John Henry
Newman. Contiene una selecta an-
tología de sus pensamientos, ela-
borada por el P. Charles Stephen
Dessain, del Oratorio de Birming-
ham, biógrafo y estudioso del gran
convertido de Oxford. Lleva una in-
troducción de Mons. Jean Honoré,
arzobispo de Tours y reconocido
newmaniano.
20 (92)
Conmemoraciones
NECESITAMOS las conmemo-
raciones no para recordar
historia y convertirla en he-
ráldica blasonada, sino para reco-
ger lo todavía vivo y vivificador
en esa historia y hacerla nuestra,
contemporánea, como lo que con-
cierne a nosotros mismos, en nues-
tro tiempo y nuestra circunstancia.
Lo demás sería vanidad, incluso a
nivel simplemente humano, si la
memoria la dedicábamos a sólo
quitar el polvo de la fosilización
del pasado, sea de los éxitos o fra-
casos de los hombres, de sus héroes
o de sus santos.
La Iglesia conmemora constante-
mente a Cristo, perviviente en su
misterio, con una memoria de pre-
sente, como vivencia mantenida y
celebración que no se agota, con
sabor continuo de novedad, desde
la interioridad espiritual hasta su
proyección en la vida, ideales,
obras decisiones de los que per-
severan en la fe de Cristo y la gra-
cia del Bautismo.
Por esto, los cristianos, en nues-
tras conmemoraciones, vinculadas
siempre a la providencia divina,
cuando recordamos el ejemplo y
las obras de los santos, nos detene-
mos en lo que de ellos queda y el
tiempo ha guardado para nosotros,
como herencia continuamente re-
nacida, en el huerto cerrado de la
juventud inmarcesible de la Igle-
sia. A ello nos invita, a los oratoria-
nos, el IV Centenario de la muerte
de nuestro Padre san Felipe Neri,
que ahora acabamos de celebrar.
El calendario que divide la medi-
da del tiempo es siempre conven-
cional, como las etapas en que po-
demos detener nuestra memoria;
podríamos fijar más fechas y cen-
tenarios y, de acuerdo con otros
repartos, proclamar más conmemo-
raciones, aun a riesgo de trivializar
la bondad de lo que celebramos.
Sin embargo, siempre que hayamos
decidido optar por una fecha, en
aniversarios, jubileos, siglos o eda-
des, sacaremos un beneficio espiri-
tual si, dejando la hojarasca de los
homenajes que no superan la pre-
cariedad de la pompa mundana,
tales conmemoraciones nos estimu-
lan para renacer a ideales que se
21 (93)
nos olvidaban, todavía vigentes,
pero que nos urgen porque son co-
mo las herencias que comprometen
y que el paso del tiempo, tanto si
lo dividimos en siglos como en días
y horas, no invalidan ni disminu-
yen su fuerza mística y carismáti-
ca original, para cada uno y para
todos cuantos, en constelaciones
ordenadas por la Providencia, ha-
yamos sido vinculados en los pe-
queños universos del vasto campo
de la Iglesia, en la que, mientras
miran a Dios y andan la vida, pa-
so y camino casi se identifican.
Es verdad que, en el surco del
tiempo, germinan las semillas y se
recogen las cosechas, pero también,
al mirar demasiado a la tierra, se
oxidan los ideales o nos distraen
las baratijas que entretienen des-
perdiciando fuerzas que no dedi-
camos al tesoro escondido, que lo
merece todo. Por eso las conmemo-
raciones, el hacer presente una y
otra vez el arquetipo de lo bueno
y verdadero, son celebraciones le-
gítimas, para agradecer dones que
parecen antiguos, a pesar de que
llevan el sentido vivo y real de
lo presente. Es la hora ―lo es
siempre, mientras vivimos― de
corregir errores y crecer en fideli-
dades. 
El padre Consolino, discípulo
predilecto de san Felipe, gozaba en
la celebración de las fiestas, imi-
tando en esto a su santo maestro;
pero como éste, sabía combinar el
gusto por la fiesta ―que es como
una pregustación del cielo ―con
la desconfianza a la pompa y gran-
diosidad de las ceremonias excesi-
vas, teatrales. Sería un estudio, to-
davía por hacer, el recoger los sig-
nos de la austeridad relativa a las
celebraciones del culto, en la Valli-
cella, impuesta por san Felipe, en
contraste con la suntuosidad rena-
centista. Siempre, sin embargo, con
el buen gusto de la proporción y
la serenidad que posee la verda-
dera belleza y la inspiración del
arte.
Las celebraciones demasiado
grandiosas suelen agotarse en el
cenit perdido de su propia altura;
perdura el nombre y la referencia
pero, con frecuencia, olvidan su
significado muchos de los mismos
que lo glorificaron. Así pasan las
glorias del mundo.
En lo que se refiere al IV Cente-
nario que acabamos de celebrar,
podemos afirmar que, por lo gene-
ral, no se han cometido exagera-
ciones ni proclamado triunfalismos
implícitos, tanto en los distintos
Oratorios, como en las obras que,
a lo largo del tiempo, se han inspi-
rado en nuestro Santo. Además, ha-
bría sido impropio y el Oratorio
tampoco alcanza la dimensión de
las grandes órdenes o congregacio-
nes de la Iglesia, aunque sería
injusto no reconocer que, dentro
22 (94)
de ella, constituye, sin orgullo lo
mismo que sin falsa modestia, un
"tipo" específico y original entre las
demás formas de vida evangélica,
que la Iglesia ha bendecido y cus-
todiado a lo largo de su historia. Lo
cual, por otra parte, nos obliga to-
davía más a la fidelidad como, lle-
gado el caso, nos recordaría de
nuevo Baronio, cada vez que nos
representáramos el modelo «unde
excisi estis, es decir, de donde
fuisteis ―o fuimos― cortados y
moldeados, como tallados de una
roca, de cantera inagotada (conf. Is
51, 1-2).
Entre todas las experiencias y
actos especialmente vinculados a
la celebración de este año jubilar
dedicado a san Felipe, destacaría-
mos la gran audiencia del papa, en
el mes de abril, con más de diez
mil jóvenes de las parroquias y
otras asociaciones de la ciudad de
Roma, un grupo de los cuales re-
presentó una escenificación sobre
la figura de san Felipe, titulada
«Paraíso, paraíso», lo cual consti-
tuyó «una fiesta de alegría y ora-
ción» y una «experiencia gozosa»,
tal como la tituló «L'Osservatore
Romano, al encabezar dos de sus
páginas de las dedicadas a este en-
cuentro. 
También en Roma, otro momen-
to entrañable fue la Eucaristía
junto al sepulcro de san Felipe,
presidida por Juan Pablo II, en la
Vallicella, u Oratorio romano, co-
mo culminación de todos los actos
celebrativos.
Pero como señalábamos en otra
ocasión, este año ha sido bendeci-
do, puertas adentro de la familia
oratoriana, por el nacimiento de
otra Casa de san Felipe Neri, en el
extremo sur-occidental de la po-
pulosa ciudad de México, que ha
añadido al nombre de san Felipe,
el de Oratorio de N. Sra. de la Paz.
En este nuevo Oratorio ha habido
ordenaciones; también en el mexi-
cano de La Profesa y el de Orizaba.
Y otras en Europa: en el Oratorio
de Viena, en los italianos de Biella
y Mondoví y, en España, en el de
Albacete. En conjunto, dos nuevos
diáconos y once presbíteros.
Que todo alabe a Dios.
Todos los fieles, hombres y mujeres, cuando por la mañana
se levanten, antes de emprender cualquier trabajo, se lava-
rán las manos y rezarán a Dios; y, de este modo, se dispon-
drán a trabajar. Si se hace alguna instrucción de la palabra
de Dios en el templo, acudirán allí, pensando en su corazón
que es Dios a quien oyen y quien instruye.— San Hipólito, s. III.
23 (95)
San Felipe Neri.
San Felipe Neri comenzó su apostolado estableciendo
con los jóvenes vínculos de verdadera amistad, hecha
de conocimiento personal y de escucha atenta de cada
uno, iluminando las mentes con el anuncio de la ver-
dad de Cristo, y proponiendo a todos la piedad euca-
rística, la caridad para con el prójimo y la dirección
espiritual. Fue a partir de los jóvenes que reconstruyó
el corazón de esta ciudad de Roma, llamándolos a vivir
la santidad, para lo cual utilizó el arte, la música y
las visitas a los monumentos de la Roma cristiana,
infundiendo en todos la alegría y el espíritu de ora-
ción. Porque decidme, queridos amigos, ¿qué es la
santidad sino la experiencia gozosa del amor de Dios
y del encuentro con él en la oración? Ser santo sig-
nifica vivir en comunión profunda con el Dios de la
alegría y tener un corazón libre de pecado y de las
tristezas de este mundo, y una inteligencia que
se vuelve humilde ante él.
JUAN PABLO II,
Pascua de 1995
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles - Edita a imprime: Congregación del Oratorio
Pl. San Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - 02080 Albacete - D. L. AB 103/62 - 17.7.95
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