Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 303. NOVIEMBRE-DICIEMBRE. Año 1995
SUMARIO
LA VERDAD histórica; las gestas de los hombres
y los ideales que han enarbolado; la acción
providencial de Dios en todos los aconteci-
mientos; el desarrollo de las técnicas y los
avances del pensamiento. La verdad comunicada,
y los esfuerzos para la convivencia; el siniestro ci-
nismo de los opresores, que borran la historia o la
manipulan para usurparla y retenerla como propia.
Pero también la memoria imborrable de los bienhe-
chores de la humanidad, o tal vez los santos, que se
olvidaron de sí mismos y confiaron en Dios a lo lar-
go de una vida de silencio... Todo nos ayuda a en-
tender la vida, la historia y el destino del hombre
más allá de los caminos del tiempo.
LA SENTENCIA DE LAS PIEDRAS
HISTORIA
«LAS CATACUMBAS»
EL FRANCISCANISMO Y S. FELIPE NERI
NEWMAN, RECIBIDO EN LA IGLESIA CATÓLICA
EL OTOÑO DE SAN FELIPE
EL BEATO JOSÉ VAZ Y LOS JESUITAS
EL HISTORIADOR CÉSAR BARONIO
ÍNDICE DEL AÑO 1995
1 (117)
LA SENTENCIA
DE LAS PIEDRAS
Cuando él se detendrá
erguido, en el lugar solemne del juicio,
con el bastón en mano y el sombrero
calado todavía en la cabeza,
después de haber andado mil caminos,
roído por la duda y un hastío desde tiempo soportado,
lo mismo por la adulación que las excusas,
sería injusta una sentencia sólo murmurada.
Es lógico que espere más que unas palabras
de la justicia de este juez supremo,
en quien confió a lo largo de una vida silenciosa.
Quiere un juicio
como el habido con el genio de las piedras, Hermes
―el genio imaginado por los griegos,
custodio de los caminantes
y velador de muertos-―, dios de túmulos
en quien las piedras fueron veredictos
lanzados a sus pies, hasta enterrarle medio cuerpo,
como sentencia unánime encumbrando el pedestal apoteósico,
pilar en ruinas donde los yerbajos cubren el silencio
que alguien al fin querrá romper para decir:
«Aquí residirá su espíritu inmortal».
Y luego pensará que todavía se excedió al hablar.
Seamus Heaney
(Nobel de 1995)
2 (118)
Historia
LOS GRIEGOS no se habrían conformado con dar a la Historia una definición
excesivamente elaborada como podría ser la de: narración y exposición ver-
dadera y ordenada de los acontecimientos pasados y de actividades humanas
memorables. Guiados por la raíz de la misma palabra, más bien habrían iden-
tificado su nombre con el de sabiduría. Y con razón, porque la sabiduría es noticia y
conocimiento profundo de lo que interesa al ser humano como verdad. Lo que no es
verdadero no merece ser recordado. Dios ha hecho que nada desee tanto la inteligen-
cia humana como ser alimentada con la verdad, dice san Agustín. Todos los pecados
del mundo se cometen a partir de una falsificación de la verdad o son pura y llana-
mente una mentira. Los pecados colectivos, las Injusticias sociales, las rivalidades
entre pueblos, las guerras y toda suerte de violencias, tienen su principio en una
mentira, cuyo padre es el diablo. En palabra de Cristo, ce justo el hombre en el que
no hay engaño. Solamente él pudo decir, rotundamente, «Yo soy la Verdad», porque;
como Dios, era la Verdad total.
Los demás caminamos creciendo en verdad, si la deseamos y la buscamos honra-
damente. La interpretación de la verdad histórica también es una aproximación. A
pesar de lo cual nos resulta imprescindible para comprender el sentido del presente,
tanto como el presente para preparar el futuro. Esto supone un esfuerzo no sólo de
conocimiento sino, también, de interpretación sobre lo conocido, tal como desde la
fe y el sentido cristiano llevó a cabo san Agustin, desterrando de la interpretación
de la Historia el fatalismo circular del eterno rotorno, substituido por el lineal de la
providencia y la esperanza, en una especie de "comunión" universal.
Pero todavía estamos en la labor, mientras se alborotan los pueblos y la maldad
trama proyectos vanos para seducir a los ignorantes e indefensos. Es frecuente que
el último opresor cuide de silenciar la verdad histórica que le comprometería o la
escriba falsificándola, y, de parecido modo, el que informa del acontecer diario de-
forme y manipule el mensaje, sin que falte, incluso, la muestra de los que secuestran
3 (119)
la voz de la Iglesia y confunden o alejan de ella a los sencillos de corazón y hasta, wi
posible fuera, a los misinos justos, como advirtió Cristo. Pero nos queda siempre el
Evangelio y la perspectiva de la sabiduría que proporciona el magisterio del saber
histórico. «Historia magistra vitae», decían los antiguos.
Dios, cuando lo juzgue, no medirá al ser humano por sus aciertos, sino por su
diligencia en preservar la propia identidad de hijo de Dios ―el "tipo" es Cristo― y
por la apertura a ésa que hemos llamado "comunión" universal, que no se realiza
reduciéndolo todo a un común denominador masivo y despersonalizado, sino bus-
cando una integración de todas las diversidades, sin odios ni envidias, que sea mil
lenguas y pueblos razas y naciones, alaban a Dios, desde el propio nivel creado y
añadida la esperanza del cielo.
Esa es la visión cristiana y el sentido que a los bautizados ha de dar la regene-
ración alcanzada y la fe confesada con la vida. «La mies es mucha y faltan anuncia-
dores». Pero, al hablar de "vocaciones" y escasez de ministros para el Evangelio,
cometemos el error de transferir exclusivamente a éstos lo que es deber y vocación
de todos los bautizados. Porque, lo que faltan, son cristianos. Esos mil millones que
contabilizan las estadísticas, densificados por la fidelidad dinámica a la gracia inicial
recibida, bastarían para cambiar la Historia y hacerla, en verdad, santa, de santos.
Así lo entendió san Felipe, y encaminó al más querido de sus discípulos, César
Baronio, para que buscara en los orígenes históricos de la Iglesia, y en su caminar
por el tiempo, la mejor apología de su santidad y fidelidad a Cristo, aun en medio de
adversidades y de los pecados de los hombres. Desde la pureza original de la Iglesia y,
a través de ella, desde la interpretación de las formas que va adquiriendo, a lo largo
de los siglos hasta el momento presente. Se nos ofrece el criterio para su desarrollo,
según la descripción de Newman, cada vez más actual, como han comprendido todos
los verdaderos santos, que por eso meditaron en sus orígenes, para rescatar su espí-
ritu del olvido y librarla de la tentación del mundo, cuyos reinos son de riquezas,
de poderes, de políticas, de estilos y de vanidades, en contraste con el Evangelio de
Jesucristo.
Toda la verdad.
El historiador alemán Ludwig von Pastor tuvo a su disposición los
archivos vaticanos para escribir su monumental «Historia de los Papas».
No sin cierta alarma fue a consultar al papa León XIII para exponerle
sus dudas sobre relatar o suprimir ciertos episodios y malas conductas de
algunos personajes, que temía podían escandalizar a los lectores de la
obra que estaba escribiendo. León XIII le dio esta respuesta tajante: «No
le asuste decir la verdad de todo lo que investigue, pero dígala entera».
4 (120)
«LAS CATACUMBAS»
Del oratorio «San Felipe Neri» del P. Alessandro Naldi
«SAN Felipe Neri se remontó
a los tiempos primitivos;
todas sus simpatías eran
para los primeros cristianos, para
los tiempos apostólicos; y el mode-
lo que tenía siempre ante sus ojos
era la primitiva comunidad cristia-
na. En todo se manifestaba su ente-
ra devoción a ella. Y aun cuando
no pretendió hacer revivir aquel
tiempo ya pasado, descubría en los
tiempos apostólicos ciertos modelos
a quienes imitar, que no encontra-
ba en otras épocas» (1). Este amor
del Santo por el Cristianismo pri-
mitivo, que aquí declara el padre
Faber, ha sido interpretado por
algunos biógrafos suyos, especial-
mente por el fogoso cardenal Ca-
pecelatro (2), como una derivación
casi directa de sus visitas a las ca-
tacumbas, donde pasó tan largas
horas de oración. Sin embargo,
creemos que sería más exacto decir
que aquel amor de predilección de
Felipe por el Cristianismo primiti-
vo nació y creció con su vida de
oración, como una consecuencia
intuida con simplicidad, a través
de su trato íntimo con Dios.
En las catacumbas san Felipe
encontró, principalmente, un lugar
de recogimiento y silencio, que le
permitía dedicarse holgadamente a
la oración. Esto es lo que se dedu-
ce, obviamente, de la lectura de los
primeros biógrafos del Santo (3), a
cuyas investigaciones muy poco
han añadido los modernos biógra-
fos, si se exceptúan Ponnelle y Bor-
det. Pero bastaría aducir los datos
más autorizados, según los cuales
las catacumbas, como tales, no se
descubrieron hasta 1578 (4), o sea,
cuando Felipe ya contaba 63 años
y hacía, consiguientemente, unos
treinta que había dejado aquellas
místicas peregrinaciones nocturnas
por las afueras de la ciudad y las
(1) FABER, The Spirit and Genius of St. Philip Neri. Londres, 1850.
(2) CAPECELATRO, Vita di San Filippo Neri, lib. I. cap. VI. Nápoles, 1879. 1.
(3) GALLONIO, Vita Beati Philippi Nerii, pág. 8, edición 2ª. Roma, 1818; BACCI, La Vita del Beato Filippo
Neri, fiorentino, cap. V. Roma, 1622.
(4) DE ROSSI, How Sotterranea Cristiana, Prel. págs. 12-13. Roma, 1861. *
5 (121)
horas de oración en las entonces
llamadas grutas del cementerio de
San Sebastián.
Sintió el grito de Roma, cuando
dejó San Germán, y Roma bastó,
por sí sola, para evocarle la esen-
cia del Cristianismo primitivo y
eterno. Roma le hablaba de eterni-
dad; de una eternidad que no corta
la espada de los tiranos, ni corrom-
pen las miserias de los hombres, ni
sepulta el polvo de los siglos. El
Espíritu Santo le atrajo allí y, en el
ambiente romano, de una perenni-
dad humanamente gloriosa, que es
derribado para dejar paso a la pu-
janza espiritual y trascendente del
Cristianismo, aquel mismo Espíritu
se le comunicó para abrasarlo y
transformarlo en el apóstol de Ro-
ma. Desprecia, aquí, todas las glo-
rias humanas y abraza y se abrasa
en el amor divino. Esto quiere de-
cirnos el p. Alessandro Naldi, en la
tercera cantata de su oratorio SAN
FELIPE, que se titula, precisamente,
LAS CATACUMBAS, y que vamos a
traducir.
EL VIENTO DE LA GLORIA
¿Dónde estará Felipe? Aquí bajó.
LOS ÁNGELES CUSTODIOS DE LAS TUMBAS
Esfuerzo vano:
ultra la tumba ya no alcanza el soplo
de humana gloria.
LOS DUENDES DEL MUNDO
¿Por qué desciende aquí, por qué se esconde?
EL VIENTO DE LA GLORIA
Quiere dejar el mundo.
Hablad vosotros, duendes de la gloria,
que nadie hay en el mundo que os resista.
LOS DUENDES DE LA GLORIA
¡Ah, ah, ah!
todo en él es vanidad,
menos la gloria.
Felipe, te esperamos.
Queremos ser tus pajes:
haremos cuanto quieras,
abriéndote caminos
sembrados de oro y flores,
Haremos que se inclinen
6 (122)
todos, a tu presencia;
será potente y grande
tu nombre, en todo el mundo.
¡Sal a la luz, ven fuera:
la luz del sol te espera,
para ceñir tu frente
con corona de gloria!
FELIPE
¡Oh gloria, nombre hueco, vano nombre,
quimérica ilusión, junto a las tumbas
que saben de la vida el gran misterio!
LOS DUENDES DE LA GLORIA
¿Las tumbas, dices?...
El más allá de cualquier muerte
sólo es silencio.
El más allá
son sombras y cenizas.
FELIPE
Si no pretendo que me den la gloria;
sólo la paz el corazón persigue,
paz en la vida y paz para la muerte.
LOS ÁNGELES CUSTODIOS DE LAS TUMBAS
¡Oh alma bellísima, fiel, generosa,
oye a las tumbas: narran el misterio
de los que ya reposan en la paz
que conquistaron con triple martirio!
FELIPE
Me encuentro en una atmósfera de gloria
siendo la miseria de mi nada;
yo nada valgo,
pero me envuelve el resplandor del Todo.
Que Dios en mí sea glorificado!
LOS ÁNGELES CUSTODIOS DE LAS TUMBAS
Tendrás la paz, pues bueno es tu deseo.
7 (123)
LOS DUENDES Y EL VIENTO DE LA GLORIA
¿Renuncias, pues, al sol? ¿Amas las sombras?
Si Dios esto conmigo, tendré el sol
dentro del corazón.
LOS DUENDES Y EL VIENTO DE LA GLORIA
¿Querrás ser despreciado por los hombres?
FELIPE
Sobre la tierra,
me basta el solo abrazo de Jesús
Sacramentado.
LOS ÁNGELES CUSTODIOS DE LAS TUMBAS
El Señor colmará tu corazón
con su divino Fuego,
Espíritu de Dios,
que te harán luz y llama de este mundo.
FELIPE
¡Oh llama del amor,
oh llama de pureza, oh luz eterna!
Siento que muero en ti abrasado.
LOS ÁNGELES CUSTODIOS DE LAS TUMBAS
Así el grano de trigo que se siembra,
iluminado por la primavera,
brota de tierra con su tenue tallo
para dar, cuando llegue la cosecha,
copioso fruto en su dorada espiga.
Es seguramente gracias a la divina Providencia que
hemos podido ver en la ciudad de Roma cómo se repe-
tía lo que el apóstol Pablo mandó hacer en bien de la
Iglesia: «hablar de las cosas de Dios para hacer bien a
los espíritus de los oyentes»... Como si hubiera vuelto
el antiguo y hermoso estilo del tiempo apostólico.
César Baronio (Ann. Eccl.)
8 (124)
El franciscanismo
y san Felipe Neri
SI DANTE Allighieri hubiese
podido conocer a san Felipe
Neri, lo habría incluido en
la Divina Comedia, colocando su
nombre junto a los de santo Do-
mingo y san Francisco, y habría
sumado el elogio que tributo a am-
bos para proclamarlo de nuestro
santo, de quien el poeta divino se
hubiera sentido justamente honra-
do al participar de la misma ciuda-
danía florentina. Pero cuando Feli-
pe abría los ojos a la luz de la vida,
en 1515, hacía dos siglos que los
había cerrado el más grande de los
poetas cristianos, de quien segura-
mente Felipe Neri, aficionado a la
poesía, leyó posteriormente algunos
de sus versos, cuyas ideas expresa-
das recordaría, como cuando, en la
vejez, en una carta a su sobrina
monja, le escribe del mundo con
palabras que parecen prestadas de
Dante, en el comienzo de su obra
inmortal: alude a «un bosque»,
«una selva monstruosa», «un cami-
no de peligros y extravíos, de vio-
lencias e injusticias... Si en sus
escarceos literarios Felipe Neri
imitó a Petrarca, ¿cómo hubiera
podido desinteresarse por Dante
Alighieri, además fiorentino? Co-
mo éste, también admiraría al de
Asís, unido a Domingo de Guzmán:
«L'un fu tutto serafico in ardore,
l'altro per sapienza in terra fue
di cherubica luce uno splendore».
La sabiduría divina de los domini-
cos y el fervor evangélico de los
franciscanos, en cierto modo, com-
pensándose. 
A fuer de recordar las palabras
de afecto y gratitud de Felipe para
con los dominicos de San Marco,
de Florencia, a quienes atribuía
wlo mejor de lo que había recibido
en su infancia y educación cristia-
9 (125)
na, no sería justo echar en olvido
otras influencias, también significa-
tivas, que incidieron en la perso-
nalidad de san Felipe. Su simpatía
por los frailes franciscanos, en es-
pecial por los capuchinos, nunca
fue desmentida, y dejó huellas pro-
fundas en su carácter cristiano. El
radicalismo con el que Felipe abra-
zó la práctica de la pobreza mate-
rial, en sus años de juventud, era
consecuencia de su impregnación
franciscana, y lo mismo el difícil
arte de conjugar la libertad evan-
gélica con su comportamiento se-
reno y amable, sin rebeldías ni
singularidades, y la diligente dedi-
cación a socorrer pobres, enfermos
y peregrinos, que constituyó, casi
exclusivamente, el programa apos-
tólico de su vida laical, junto al
tiempo dedicado a la oración y un
poco al estudio. Y hasta el aparen-
te escrúpulo que le asalta, de que
el exceso de estudio puede ser co-
mo una forma encubierta de "ri-
queza", porque es a costa de algo
que se hurta a los demás, a los po-
bres, también sabe a fervor francis-
cano. En realidad cuando interrum-
pe sus estudios en La Sapienza, y
vende sus libros para hacer limos-
na, se comporta como el seráfico
de Asís. Saber, sí; pero sobriamen-
te, como san Pablo había hecho
notar. Saber para poder comuni-
car a los demás el conocimiento de
Dios. De mayor dirá que se apren-
de más de Sagrada Escritura en la
oración que en el estudio. Lo cual
recuerda lo que se establece en los
primeros escritos del franciscanis-
mo, muy comedidos en exhortar al
estudio y en hurgar curiosamente
en los libros, aun de cosas de Dios.
Recomendaciones que se hacían
precisamente en el momento en
que florecían las universidades en
Europa.
Hemos dicho que Felipe vendió
sus libros e hizo limosna con su
precio. Pero es muy verosímil que
se reservara Le Laude de Iacopone
da Todi, el más inspirado poeta
místico en lengua vulgar, al que
hemos aludido otras veces, desde
estas mismas páginas. Apasionado
por Jesús, devoto de la Virgen,
digno hijo espiritual de san Fran-
cisco, que reacciona cuando el es-
píritu de este santo parece olvidar-
se entre algunos de sus seguidores
y advierte del peligro de la sabidu-
ría aprendida sin contemplación, o
sin que sirva para la contempla-
ción de Dios y las cosas divinas.
Por un momento se creyó que la
sabiduría como fin de sí misma
podía engendrar la vanidad y ser
perjudicial a la fraternidad entre
los hombres y, en particular, entre
los religiosos, al establecer, entre
ellos, una división más, o forma de
cierta "riqueza intelectual" que de-
clinaba a separar sabios de igno-
rantes, favoreciendo la soberbia de
los primeros y humillando a los se-
10 (126)
gundos. Iacopone da Todi escribía
que «París ha arruinado a Asís»,
es decir, la universidad ha apagado
el espíritu. Iacopone da Todi era
un hombre cultivado en las letras,
pero queridamente volcado a un
lenguaje sencillo, comprensible y
pensado para todos los niveles.
Profeso de la también llamada "doc-
ta ignorantia", tan difícil de alcan-
zar para liberar la denominación
de lo que sería pereza mental, bur-
da, acomodaticia e instalada en la
mediocridad finalmente egoísta.
Podemos comprender no sola-
mente los gestos de Felipe joven,
sino también cuando, prepósito ya
del Oratorio recién fundado, a la
vez que estimula y manda a los
capaces para que estudien riguro-
samente, no les perdona que parti-
cipen llevando el peso de los tra-
bajos materiales y domésticos, aun
en el caso de un estudioso excep-
cional, como era César Baronio,
historiador de la Iglesia, llamado a
superar a Eusebio. Todo esto era
franciscanismo. También lo era
cuando alguien se le acercaba para
consultas encubiertas de ostenta-
ción o aun de vanidad inconscien-
te, y los mandaba a su amigo y
santo, Félix de Cantalicio, capu-
chino iletrado, y cómplice de las
santas humillaciones con las que
Felipe mortificaba el orgullo de los
que iban a perder el tiempo en can-
sancios que no sirven ni al bien de
las almas ni a la gloria de Dios.
El buen celo.
El celo cristiano no recurre a
intrigas para propagar o
afirmar la verdad divina. No
halaga a Samaría para aliarse
con ella contra Siria. No
consagra rey a un idumeo
(Herodes), a pesar de que
éste prometa embellecer el
templo e influya sobre los
emperadores de este mundo.
No fomenta la astucia, no se
reconoce favorecedor de
ningún partido, no deposita su
confianza en las armas. Para
alcanzar mejoras esenciales,
no confía en dones preciosos,
siempre puros en su origen,
pero igualmente siempre
corrompidos en el uso que de
ellos hacen los hombres. Por
el contrario, obra con arreglo
a la voluntad de Dios, se
mueve como ella, con
valentía y diligencia. Deja
que cada uno de sus actos
tome por sí mismo su pleno
valor de servicio divino, sin
preocuparse de hacer con
ellos un todo, o un sistema...
En una palabra, el celo
cristiano no es político.
J. H. NEWMAN C. O.,
(PS II, 31)
11 (127)
Cuando se redactaba el primer
esbozo de constituciones e iban a
Felipe a mostrárselas, no era afi-
cionado a corregirlas con exceso;
sin embargo, entre las escasa, que
tuvo inmediato interés en rectificar
está la famosa sobre el respeto a la
propiedad de lo que cada cual
posee como propio, porque quien
no sabe administrar en pobreza y
prudencia lo propio, menos sabrá
administrar lo común. En la Con-
gregación todos debían vivir con
la generosa aportación de sí mis-
mos —«totos se devoverint»― y de
lo suyo propio ―«propriis stipen-
diis militant»― sin despersonalizar
las responsabilidades, ni vivir a
costa de lo ajeno o prestado; el
sentido de la pobreza no podía ser
meramente implícito ni remitido a
la comunidad, sino practicado día
a día en continua entrega y gene-
rosidad personal. Por eso le intere-
saba la virtud por encima del vo-
to, que excluyó explícitamente, no
como una dispensa o rebaja, sino
como un estilo añadido a la verda-
dera virtud. Era una forma nueva
del franciscanismo, en el que, por
lo demás, no se mencionaban los
votos en su origen, pero sí y siem-
pre las virtudes, con hermosura de
nombre, como cuando Dante escri-
be que, enviudada mi señora Po-
breza desde la muerte de Cristo,
Francisco se desposó con ella, «pa-
sados más de mil cien años des-
pués», y «el amor la volvió a hacer
hermosa».
Sería posible recoger muchas pa-
labras y recordar gestos de san Fe-
lipe y establecer más paralelismos
con el franciscanismo. Y quedaría
todavía por hacer una considera-
ción sobre las coincidencias de la
experiencia mística en ambos, su-
perior al ámbito moral que suele
ser aquel en el que nos solemos li-
mitar en los esfuerzos por acomo-
dar la vida al Evangelio del Señor.
De san Francisco de Asís habría
que recordar el fenómeno de sus
estigmas, y de san Felipe Neri la
experiencia extraordinaria de la
inhabitación del Espíritu Santo en
la pascua de Pentecostés de 1544.
Sin embargo, como dijo una vez
Santa Teresa del Niño Jesús, lo me-
jor de los santos sólo lo podremos
conocer en el cielo.
No hemos de ser sabios ni prudentes según la carne, sino humil-
des, sencillos y puros. Nunca hemos de desear ocupar puestos que
estén por encima de los demás hombres, sino que, por amor de
Dios, hemos de preferir ser súbditos y servidores de todos. Sobre
los que obran así y perseveran hasta el final descansará el Espíri-
tu del Señor y hará en ellos su mansión.— San Francisco de Asís
12 (128)
Necesidad de la Historia
SE ha consolidado el tópico que
asegura que el conocimiento
sistemático del pasado no sir-
ve para nada. Por ejemplo, los con-
tenidos meramente técnicos y los
planteamientos sociologistas están
substituyendo, en la formación se-
cundaria, lo que debiera ser una
buena base histórica, y así compro-
bamos que los jóvenes llegan a la
universidad con alarmantes cuotas
de ignorancia sobre todo cuanto les
ha precedido. Carecen de perspecti-
va temporal, sin conciencia de que
la realidad presente es resultado
de un proceso complejo y acumula-
tivo; ni siquiera existe suficiente
preocupación para valorar todo
cuanto cae fuera del marco raquí-
tico del mero instante. ¿Cómo pue-
de invocarse el nombre de historia
cuando se prescinde, sin rubor, de
la piedra de toque que permite
encajar e interpretar teorías y expe-
riencias? Sobre el conocimiento his-
tórico es posible asentar la reflexión
y la actitud sanamente crítica. Si
se prescinde de la historia, todo
cuanto podemos aprender no en-
cuentra en ninguna parte posibi-
lidad de arraigo, ni de contraste
esclarecedor. Y el pensamiento se
desarma de forma rápida e indolo-
ra. La trampa de los mensajes de
nuestros días consiste en ofrecer la
ilusión óptica y seductora, presen-
tada precisamente como lo que se
quiere substituir. Para las nuevas
generaciones tal mensaje resulta
ininteligible; para las que conocen
o vivieron el pasado, viene a ser
una burla.
F. M. Álvaro
(AVUI, 27.10.95)
Qué ofrece la Historia.
El presente está cargado de pasado. Podríamos
decir que «los muertos mandan»; nuestra vida no
se entiende sin el pasado, y el presente, que es
la renovación del pasado, determina el futuro.
Miquel Batllori, S. J.,
(Premio Princ. Asturias 1995)
13 (129)
La recepción de Newman
en la Iglesia católica
LA BIENAVENTURANZA del hambre y de la sed
que puede saciarse solamente en Dios ya estaba
en la mente y el corazón de John Henry
Newman cuando, el 9 de octubre de 1845, era
admitido en la Iglesia católica por el religioso
pasionista Domenico Barberi, en Littlemore, cerca de Oxford.
De lo cual acaba de cumplirse el 150 aniversario.
Newman se había retirado de la universidad en la paz
suburbial de aquella aldea, acompañado por algunos amigos
más fieles, después de la tormenta despertada por el llamado
«Movimiento de Oxford», que convulsionó el mundo
universitario de esta ciudad ilustre y se propagó, en seguida,
por toda Inglaterra. En la oración, el ayuno y el estudio,
esperaba que la Providencia le abriera el camino de la fe en
la verdadera Iglesia de Cristo. La austeridad y el
recogimiento observado allí era comparable al orden y rigor
más bien propio de la vida monástica. La única riqueza eran
sus libros, que habían llevado consigo. Y también la
esperanza cada vez más pura, de la que daría testimonio a lo
largo de su vida: «No deseo nada mundano, ni riquezas, ni
poder, ni fama... No te pido ver, ni te pido saber, sino sólo
servirte a ti, oh Senor». Ya anciano, escribía en una carta:
«Siempre he confiado en el Señor, y él nunca me ha olvidado»
14 (130)
(11.3.1878), como si resumiera el pensamiento de un salmo
para recoger lo que constituía la actitud espiritual, frente a
Dios, de toda su vida.
No era una esperanza ociosa, sino la confianza de que el
Señor finalmente mostraría la deseada senda de la luz. El
tiempo de la pequeña comunidad aparece empleado según
este horario: levantarse a las 5 de la mañana y recitar en
común Maitines (el oficio de lectura) y Laudes, a las 6 y
media, el desayuno; a las 7, recitación de la hora menor de
Prima. Después de esta oración, estudio hasta las 10, con el
intervalo del rezo de la hora de Tercia. A las 10, el servicio
O sagrada liturgia anglicana, tras la cual proseguía el estudio
hasta la hora de la comida. Había una hora de recreación de
las 2 hasta las 3 postmeridianas, seguidas del Oficio
anglicano, e inmediatamente el estudio hasta las 6, en que se
recitaba la hora de Nona. A continuación tenía lugar la cena
seguida de un breve recreo. De 7 a 9 y media, estudio. La
jornada terminaba con la recitación de Vísperas y Completas.
El silencio venía observado, con las solas interrupciones de
las recreaciones apuntadas, dedicadas a la conversación
familiar o a la música, y los rezos para alabar juntos a Dios.
La mesa era frugal; en cuaresma aumentaba algo el rigor,
porque en los dos últimos años el ayuno duraba hasta el
15 (131)
mediodía, se tenía una sola comida y era excluida la carne.
Newman se imponía, de vez en cuando, otras mortificaciones,
que no aconsejaba a sus compañeros más jóvenes. Así
transcurrió aquel largo retiro de cuatro años.
Cuando Domenico Barberi, requerido por Newman,
visitó la comunidad de Littlemore, quedó profundamente
impresionado de la seriedad con la cual allí se disponían a
la conversión, a pesar de que él mismo era un hombre
profundamente espiritual. No pudo menos que escribir a su
superior manifestándole lo que había visto en aquel
cenáculo presidido por Newman, de quien escribía que era
«uno de los hombres más humildes y amables que he conocido
en mi vida». Newman también creyó descubrir en Barberi a
un santo «cuyo comportamiento, gestos, serenidad y cortesía
mostraban su santidad y todo él era como una predicación»,
como uno más, en la lista de los santos que había conocido
en las lecturas, la reflexión y las plegarias que habían
precedido dicho encuentro.
Había entrado la noche del día 8 de octubre de 1845
cuando Barberi llegó a Littlemore, donde era esperado en el
improvisado "convento" de Newman y su grupo. Llovía a
cántaros y sus ropas estaban completamente empapadas y
sus pies mojados. Lo explica el mismo Barberi al escribir a
su superior: «Me coloqué junto al fuego para secarme, apenas
me abrieron la puerta y entré. ¡Y qué espectáculo al ver
arrodillado a mis pies a John Henry Newman rogándome que
le oyera en confesión y que le admitiera en el seno de la
Iglesia católica! Allí, junto al fuego, me abrió su corazón, con
humildad y gran devoción...» No bastó aquella velada. Fue
preciso que volviera al día siguiente. Todo transcurrió «con
tal fervor y piedad que no cabía en mí la alegría», escribió
Barberi. Cuando este santo pasionista fue beatificado por →
16 (132)
Pablo VI, se tuvo en cuenta su intervención en la recepción
de Newman en la Iglesia, al tiempo que, por medio de
Newman, no cesa el milagro continuo de innumerables
conversiones a la Iglesia, como lo reconocía, el pasado 9 de
octubre, el cardenal Edward Cassidy, presidente del Consejo
Pontificio para la Unidad de los Cristianos, quien hizo notar,
parafraseando una expresión agustiniana, que en Newman
era más exacto hablar de "recepción" en la Iglesia católica
que de "conversión", porque llegó a la Iglesia a través de un
proceso de madurez más que por el trauma súbito de una
crisis dramática. «En mi conversión ―dirá Newman al
finalizar su Apología―, no soy consciente de haber tenido
ningún cambio intelectual ni moral que se haya impuesto a
mi mente. Tampoco he adquirido una fe más sólida en las
verdades fundamentales de la Revelación, ni un mayor
dominio de mí mismo, ni mayor fervor. Todo ha sido como
llegar al puerto después de atravesar un mar proceloso;
también la felicidad que de ello se derivó permanece sin
interrupción hasta el día de hoy».
En el aniversario que se ha conmemorado en Littlemore,
se han congregado este año más de un centenar de
peregrinos, el mismo día y hora del anochecer en que llegó
allí Domenico Barberi, esperado por Newman, para ser
recibido en la Iglesia de Cristo. Apenas cabían en el
"convento" original de la escena que se recordaba. La
ceremonia para tal ocasión incluía una procesión con cirios
encendidos en manos de todos los asistentes, y, en la iglesia
contigua dedicada al beato Domenico Barberi, se descubrió
una placa de bronce con la escena del venerable Newman y
el beato Barberi, junto a la lumbre, tal como éste describió
en su día. Lumbre que no solamente era calor, sino también
luz que envolvía a ambos en el misterio de la gracia y del
amor de Dios.
17 (133)
El otoño de san Felipe
A LA imagen de san Felipe jo-
ven, en su vida laical, sucedió
la de su sacerdocio. A partir
de este momento, desaparecen las
excursiones piadosas y solitarias a
las catacumbas romanas. La dispo-
nibilidad de su ministerio al servi-
cio de los fieles le obligaba a estar
de continuo en San Jerónimo de la
Caridad, donde en cualquier hora
del día podían encontrarle. Surgen
espontáneamente las reuniones de
los discípulos más adictos, en el
cuarto del padre Felipe. Es eviden-
te que toda su experiencia espiri-
tual, recogida a lo largo de aquellas
peregrinaciones a las catacumbas y
las muchas horas de oración, influ-
yó en el ministerio de Felipe y,
muy particularmente, en esas reu-
niones que iban a dar lugar al Ora-
torio propiamente dicho.
El crecimiento del Oratorio al-
canza plena madurez cuando ya se
dispone de un templo mayor ­―la
«Chiesa Nuova» de la Vallicellay―
y, junto a ella, la magnífica sala
para el Oratorio secular, diseñada
por Borromini. La iglesia se inaugu-
raba con impaciente ilusión, antes
de que concluyeran las obras. Los
mismos padres encontraron aloja-
miento cerca de ella y, en la Val-
licella, primero en habitaciones
compartidas, después ya en cuartos
individuales. Felipe iba y venía de
San Jerónimo a la Vallicella. En
ésta las obras continuaban todo
era nuevo e incluso más cómodo
que el cobijo de Felipe en su pri-
mera morada y los que completa-
ban la comunidad, ya liberada de
San Juan de los Florentinos.
En Felipe se alternaba soledad y
compañía, hasta el punto que la
primera era una parte que Felipe
no habría querido dejar. En San
Jerónimo encontraba más recogido
ambiente para el silencio, «la pic-
cola cainera» y «la loggietta alta»,
«lo spazio apperto», tan amados de
Felipe. No era una evasión, pero sí,
en cierto modo, una recuperación
de sus expansiones contemplativas
18 (134)
de las catacumbas de su ju-
ventud. En éstas, atravesando
la oscuridad del tiempo, Feli-
pe se había adentrado, con
los ojos del alma, en la visión
que a su fervor le sugería el
pensamiento en la gloria es-
condida de los primeros san-
tos que se habían dado a Dios,
y de los mártires cuyo sacrifi-
cio había sido la medida de
su amor total al Señor. Santos
Y mártires, testigos de la Igle-
sia soñada y ejemplo envidia-
do en sus años jóvenes. Felipe que-
ría, ahora, mostrar esta Iglesia a
sus discípulos, en el Oratorio, para
que, como cristianos, se entusias-
maran, y olvidaran la mediocridad
de la Iglesia actual que a ellos les
tocaba vivir, en amplios sectores
politizada y paganizada, y en con-
tradicción con el primer cristianis-
mo. 
El Oratorio, para Felipe, tenía
esta misión. Podemos compren-
der por qué él recomendaba tan
a menudo que había que volver a los ejemplos de los santos y leer
sus vidas, «libros que comiencen
con S». No era la curiosidad, ni
la evocación estética, sino la lec-
ción a retomar. El Oratorio debía
ser un cenáculo para mostrar esa
Iglesia, cuya historia debía fundir-
se con la experiencia de cada fiel,
contemplada con espíritu de ora-
ción. Se trataba de creer en la Igle-
sia de los santos y de amar a Dios
en ella.
19 (135)
Felipe no es moralizador, sino
un místico. Incluso, cuando pensa-
ba en Savonarola, tan admirado
por él, no se detenía en el profeta
riguroso que la Iglesia, necesitada
de verdadera reforma, desoía y
acabó por condenar al tormento de
la hoguera. Más adentro de la voz
amenazante del desdichado fraile
dominico, Felipe reconocía en él el
celo de un gran amor por la Igle-
sia, entonces desfigurada, pero que
en el fondo, estaba seguro que guar-
daba una santidad y belleza recu-
perables, si el amor a Dios renacía
en el corazón de los fieles. En Feli-
pe, llegado a su madurez, se puede
observar una transigencia y una
exigencia que manaba de un gran
equilibrio interior y un profundo
amor hacia sus discípulos, influi-
dos a sabiendas o no de ellos mis-
mos. Alguna literatura que ha pues-
to atención en nuestro santo ha
pasado por alto el dolor que tuvo
que experimentar con unos pocos
que no le comprendieron y que
llegaron a desobedecerle llevados
del error de un falso celo, o inclu-
so de la envidia. Soñaban con efi-
cacias y otros éxitos visibles que
estaban lejos del "espíritu" del san-
to. El Oratorio era hijo de la ora-
ción de Felipe y su mentalidad fra-
guada al contemplar, en espíritu,
la primera Iglesia de los santos. Sus
hijos predilectos, Tarugi y Baronio,
lo afirman claramente. No se trata
de un regreso arqueológico o esté-
tico, sino de revivir a nivel del
propio tiempo, lo que fueron las
primeras comunidades. Por eso de-
cía él que no se consideraba un fun-
dador. ¿Fundar qué? Todo estaba
fundado en los santos y mártires
de la Iglesia, y en el Señor Jesús.
No nos puede extrañar que, des-
pués de las obras de edificación de
la Chiesa Nuova, se pensara en el
modo de estructurar la comunidad
de aquellos que Felipe habría pre-
ferido llamar «Hijos del Espíritu
Santo». Felipe nunca escribió una
regla; la escribieron sus hijos, y
dejaba que la discutieran mante-
niéndose alejado, salvo en algunos
puntos pocos― en los que se
mostró inflexible. Los espacios de
soledad y recogimiento en San Je-
rónimo se conectaban con sus pri-
meras grandes experiencias con-
LAUS
Comunicamos a nuestros amigos y lectores que, con este número
de LAUS, se suspende temporalmente su publicación, en espera
de resolver algunos problemas técnicos de nuestra Imprenta.
20 (138)
templativas y, desde ellas, influía
en los aficionados a escribir reglas
y a discutirlas. En estas discusiones
de los hijos estaba siempre presen-
te la implícita referencia del Padre,
y esto salvó el espíritu original del
Oratorio.
Felipe no iba de la ascética a la
mística. Enamorado de Dios, siem-
pre comenzó por querer enamorar
a los demás. Sólo el amor obra con-
versiones. Hay demasiada gente
llamada cristiana y partidaria de
Cristo, pero todavía no enamorada
de él. Tal vez se mantienen en una
disciplina, siguen un método o se
apegan a lo meramente útil y de-
coroso, pero se resignan con los
mínimos. El amor a Dios lo tienen
por descubrir o, si lo intuyen, les
asusta porque Dios, visto de cerca,
es exigente. Como en la vida, les
basta guardar las formas, pero son
incapaces de entregarse a nada
grande, a romper la propia mez-
quindad de aprovechados, hasta de
Dios, si fuese posible. El riesgo de
fariseísmo es inminente. Tal vez
jueguen a amar a Dios, para con-
vencerse de lo cual les basta un
poco de sentimentalismo o un ra-
malazo de estética o una pequeña
acción simbólica. No han descu-
bierto el amor a Dios, y hasta lo
temen, porque el amor de Dios es
gratuito y, de ser correspondido,
exige el mismo nivel de genero-
sidad. 
Felipe sabía todas éstas, una
vez bañado su pensamiento en la
contemplación de la Iglesia de los
primeros santos, y comparándola
con la de sus días. La soledad y re-
cogimiento de San Jerónimo le per-
mitían volver a contemplar, en es-
pacios de recogimiento, esta visión
paralela a la de su juventud, pere-
grinando a las catacumbas. Aque-
lla morada era como un refugio,
aunque, a diario, iba a la Vallicel-
la y se ofrecía abierto a todos. Pero
sus hijos ya le querían del todo con
ellos y, por fin, tuvieron que inter-
poner los ruegos del papa para que
Felipe, anciano, dejara su "nido"
original de San Jerónimo, casi a pe-
sar suyo. Allí se había remansado
toda la madurez de su fe, su espe-
ranza de bien para Roma, y su amor
a Dios y a la ciudad. Algo parecido
al sentimiento de John Henry New-
man cuando hubo de dejar Little-
more, después de su gran experien-
cia en aquel lugar donde el Señor
le había iluminado y dado respues-
ta a tantas súplicas. Dirá: «No me
conmocionó nada dejar la univer-
sidad de) Oxford o Santa María,
pero me ha afectado hondamente
dejar Littlemore. He tenido que
arrancarme a mí mismo de aquel
lugar... Aunque me encontraba allí
en una situación de espera, era
muy feliz. Allí vi señalado mi ca-
mino». Lo que fue un comienzo pa-
ra Newman era, en Felipe Neri, el
otoño.
21 (137)
EL NUEVO BEATO JOSÉ VAZ
Y LOS JESUITAS
EL 21 de enero de 1995 el papa
Juan Pablo II, en Colombo (Sri
Lanka), declaraba beato al p.
José Vaz (1651-1711) y lo propo-
nía como ejemplo de la nueva evange-
lización, de la formación permanente
del clero, de los religiosos y de los
laicos. Un misionero del tercer mundo
para el tercer mundo y para el tercer
milenio. En enero de 1994 el provin-
cial de Goa, p. Gregory Naik, escribía
en la revista «Jivan» un artículo bajo
el significativo título: «Padre José
Vaz, nosotros los jesuitas estamos or-
gullosos de ti».
De hecho el nuevo beato fue
alumno de los jesuitas del colegio de
Goa. Dirigido por un jesuita, José Vaz
tomó la heroica decisión de afron-
tar toda clase de peligros y pasar
a misionar en el vecino Sri Lanka.
Fue el primer misionero del tercer
mundo que dejó su tierra natal para
irse al extranjero. Allí él solo fundó
una nueva Iglesia con liturgia en la
lengua nacional, viviendo en una po-
breza radical tres siglos antes de que
se hablara de la opción preferencial
por los pobres, poniendo en práctica
con sus misioneros lo que hoy se defi-
ne como formación permanente, reu-
niéndolos a ellos periódicamente para
encuentros de oración y "aggiorna-
mento". 
El primero que lo redescubrió fue
el p. Simón Pereira, primer jesuita de
Sri Lanka, historiador insigne y pri-
mer profesor del tercer mundo que for-
ma parte del cuerpo académico de la
Universidad Gregoriana. Después de
escribir diversos artículos y pronun-
ciar numerosas conferencias sobre la
vida y métodos misionales de José
Vaz, el p. Pereira publicó en 1942 la
Vida del venerable padre José
Vaz. En 1953 otro historiador jesuita,
el p. Vito Perniola, hizo una segun-
da edición de la Vida y en su His-
toria de la Iglesia católica en Sri
Lanka dedicó todo un volumen al
padre Vaz y a sus misioneros orato-
rianos. Así mismo surgieron tres «Se-
cretariados del venerable p. José Vaz»
con la finalidad de darlo a conocer
a nivel popular, hasta que intervinie-
ron los obispos, con lo que se aseguró
la incoación de la causa de beatifica-
ción. 
Apenas pasada una semana de es-
ta feliz incoación, otro bien conocido
jesuita, el p. Parmananda Divarkar,
publicaba en «The Examiner», sema-
22 (138)
nario católico de Bombay, un explo-
sivo artículo en el que proponía un
«plan quinquenal» para su canoniza-
ción sin tener que hacer frente a los
gastos de una nueva causa de canoni-
zación ―el tercer mundo no podría
permitirse este lujo― sugiriendo el
atajo de «una sencilla firma del papa».
La India y Sri Lanka muestran su
agradecimiento al papa Juan Pablo
Il por haber querido beatificarlo en
la tierra de sus fatigas misioneras.
Pero a su agradecimiento añaden una
nueva petición: «Santo padre: Firmad
un escrito que lo nombre patrón del
tercer mundo y del tercer milenio,
porque el tercer milenio pertenece al
tercer mundo».
¿Bastaría esta firma para canoni-
zarlo? El p. Parmananda, con su cul-
tura de historia eclesiástica, aduce un
caso de hace algunos decenios. Pío XI
con solo su firma declaró doctor de la
Iglesia al beato Alberto Magno, maes-
tro de santo Tomás, pero que perma-
neció siglos como simple beato. Esta
declaración suplió el proceso de cano-
nización y desde ese momento se le
consideró santo. Un gesto análogo le
cuadra al juvenil coraje de Juan Pa-
blo II y, si esto llega a suceder, el p.
Parmananda pasará a la historia co-
mo el jesuita que ha contribuido más
que nadie a la canonización del beato
José Vaz.
NOTIZIE DEI GESUITI D'ITALIA,
abril 1995
La verdadera religión
es modesta
Confieso que desconfío de
cualquier religión que se
presenta como la religión de un
pueblo, o como la religión de
una época. Y si hay momentos
de entusiasmo súbito por la
verdad, esa opinión repentina,
que aparece bruscamente,
desaparece también
bruscamente, sin que produzca
un crecimiento gradual ni su
duración permanezca. La
verdad, por su propia
naturaleza, tiene el poder de
obligar a los hombres a
confesarla en sus palabras.
Pero cuando se llega a los
hechos, no se la obedece y se
la reemplaza por algún ídolo.
Por eso, cuando un país hace
mucho caso de la religión y se
congratulan al ver el interés
general que se le tributa,
cualquier espíritu prudente se
sentirá inquieto, temiendo que
se trate de una falsificación y
no de la verdadera religión; de
un sueño humano y no de las
verdades nacidas de la palabra
de Dios.
J. H. Newman, C. O.,
(PS I, 5)
23 (139)
El historiador César Baronio,
verdadero discípulo de san Felipe
EN LA CHIESA Nuova, del Oratorio romano, hay dos sepulcros,
uno junto al otro, así dispuestos por expresa voluntad manifestada
en vida de los interesados, discípulos predilectos de san Felipe,
fielmente hermanados, aunque de temperamento harto distinto uno del
otro: se trata de César Baronio y de Francisco Tarugi. Este superaba en
trece años la edad de Baronio. Era alto, elegante, de modales refinados,
culto, educado en ambiente noble, abierto a las ambiciones cortesanas
en la Roma de entonces, sobre el cual Felipe ejercería, con éxito, un
gran trabajo de conversión. El naciente Oratorio no habría podido
desear una adquisición más brillante, si hubiese bastado tener en
cuenta sólo las cualidades naturales de aquel sujeto que la Providencia
acercó a san Felipe.
Un par de años más tarde de que lo hiciera Tarugi, se uniría a
aquellas reuniones del principio del Oratorio, un joven que no había
cumplido todavía los veinte años, César Baronio, originario de Sora, en
los Abruzos, que llegaba a Roma también con esperanzas de prosperar,
pero con sólo los escasos dineros que le mandaban, no sin sacrificio, sus
parientes, además de que su padre, por principio, le tenía atado corto
en cuanto al dinero, temeroso de que lo empleara en holganza y
vicios, en vez de dedicarse con tesón a los estudios, y disponerse de
este modo a un porvenir mejor. Escribía a sus padres con ingenuidad,
que la comida era menos abundante en Roma y que había adelgazado.
Hubo de completar su economía haciendo de preceptor, como lo
hiciera de joven el mismo san Felipe, a quien pudo conocer apenas
llegado a la ciudad de los papas. Felipe tenía ante si a un tipo de
montaña, fuerte, comilón, ingenuo, a veces torpe, siempre sincero, algo
cabezón... Pero Felipe hizo una obra de arte, de su mismo molde.
Siempre fue directo con él, y consiguió transformarlo en el mejor de
sus discípulos. También Tarugi se dejó moldear por Felipe y le fue
siempre obediente aunque era más diplomático que Baronio. A éste
Felipe le sometió a pruebas y pequeñas humillaciones, que él no las
24 (140)
tomaba como tales, con lo que consiguió pulirlo de todo atisbo de
soberbia.
Baronio fue, en el naciente Oratorio, lo que podríamos llamar, su
"intelectual". Algo que Felipe no impidió, pero que encauzó con sana
prudencia, hasta convertirle en el mejor historiador de la Iglesia, de
renombre en Europa. Sin embargo, nunca le dispensó de los trabajos
manuales y más humildes (limpieza de la casa, cocina, recados...)
Tanto Baronio como los demás jóvenes que frecuentaban el
Oratorio participaban del deseo de ver una Iglesia renovada,
verdaderamente "reformada", aunque sin rebeldías. Parece que Baronio,
que inicialmente no iba desencaminado, se excedía en la predicación
del Oratorio, con demasiadas referencias al juicio de Dios, a los
castigos del infierno, a la necesidad de la reforma personal de cada
cristiano, y se dejaba llevar por la pasión moralizadora, negativa. Felipe
quiso atajarlo y le corrigió mandándole cambiar de tema. La reforma
personal tiene su importancia, aunque sin necesidad de recurrir al
terrorismo apocalíptico, más psicológico que espiritual. La Iglesia
cambiará la sociedad en la medida que ella misma sea santa, y será
santa, además de la asistencia divina, a partir del amor que le tengan
los cristianos, y éstos la amarán si verdaderamente la conocen mejor.
Era, por lo tanto, necesario volver la mirada a los primeros tiempos de
la Iglesia y a su camino por la Historia, y, por este motivo, hizo que
Baronio ―al que creía capacitado para ello― explicara en el Oratorio
la Historia de la Iglesia. De este encargo ampliado y profundizado salió
el sabio que escribió los «Anales Eclesiásticos», que fueron, en lo
histórico, lo que un par de siglos antes había sido la «Suma Teológica»
de santo Tomás, en la ciencia de Dios o Teología. A pesar de su
celebridad, Felipe siempre hizo entender a Baronio, que tenía más
importancia la vida doméstica y el trabajo diario en el apostolado del
Oratorio, que cualquier otra dedicación externa; incluso que era mejor
ser fiel a su vocación oratoriana que angustiarse por la publicación de
los «Anales», por más célebres que fueran.
Fue el hijo espiritual de Felipe más querido por éste. Le sucedió
como Prepósito. Fue creado cardenal, a pesar de la vehemencia y las
lágrimas con que suplicó al papa que le excusara de aceptar la púrpura.
Dos veces rechazó ser papa cuando los demás cardenales le arrastraban
para su investidura...
Felipe lo contemplaría complacido, desde el cielo.
25 (141)
ÍNDICE DEL AÑO 1995
TIEMPO DE ORACIÓN |
La sentencia de las piedras | 118
Los dones del Espíritu Santo (J. H. Newman) | 74
Oración del IV Centenario de san Felipe Neri | 26
Para la unión de las Iglesias (Y. Congar) | 2
Pedid y se os dará (9. Hilario) | 98
Prefacio de san Felipe (Misal ambrosiano) | 50
TEMAS |
El día después | 75
Fe | 3
Historia | 119
Ir o venir | 27
Las manos | 51
Libertad | 99
Los santos no se escandalizan | 64
Mil millones de católicos | 111
SAN FELIPE NERI Y EL ORATORIO |
Año de bendiciones | 33
Conmemoraciones | 93
Cuatro españoles y un santos | 57
Difundir la alegría (Juan Pablo II) | 113
Dos nuevas iglesias dedicadas al beato José Vaz | 76
El franciscanismo y san Felipe Neri | 125
El historiador César Baronio | 140
26 (142)
El nuevo beato José Vaz y los jesuitas | 138
El Oratorio de Goa | 45
EI Oratorio, menos clerical | 89
El otoño de san Felipe | 134
El p. José Vaz (Juan Pablo II) | 43
El p. José Vaz, nuevo beato del Oratorio | 24
El privilegio de los hijos de san Felipe (J. H. Newman) | 53
#El santo de la alegría (Juan Pablo II) | 12
El Santoral del Oratorio | 60
La bendición de Newman para el Oratorio (J. H. Newman) | 34
La bienaventuranza de la libertad y san Felipe Neri | 107
La hora del Espíritu | 85
*La montaña rajada | 101
La primera comunidad cristiana (Const. del Oratorio) | 42
La Providencia en el beato José Vaz | 29
«Las catacumbas» | 121
Los intereses creados y san Felipe Neri | 10
Los nombres del seguimiento de Cristo y el Oratorio | 17 y 36
Oratorios musicales | 77, 101 y 121
Qué se necesita para ser oratoriano | 65
Saber sobriamente. San Felipe Neri y los libros | 82
San Felipe Neri (Juan Pablo II) | 96
Sebastián Valfré | 21
Técnica modo de evangelización (Juan Pablo II) | 87
NEWMAN |
El buen celo | 127
La recepción de Newman en la Iglesia católica | 130
La verdadera religión es modesta | 139
Newman y Congar, hombres de esperanza | 5
TEXTOS |
La tradición (Y. Congar) | 7
Necesidad de la Historia (F. M. Álvaro) | 129
¿Qué es la Iglesia? (Y. Congar) | 100
Qué ofrece la Historia (Miquel Batllori) | 129
Una comunidad plenamente humana (Y. Congar) | 9
27 (143)
Feliz
Navidad
a
todos
nuestros
amigos
y
lectores
LAUS
Director: Ramón Mas Cassanelles. Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Pl. San Felipe Neri, 1 - Apartado 182 - 02080 Albacete - D. L. AB 105/01 - 2.12.95
28 (144)