BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 16. ABRIL. 1961.
1. ESPÍRITU DE PASCUA
Las semanas que van desde Pascua a Pentecostés, constituyen el tiempo pascual; comprenden los cincuenta días durante los cuales la Iglesia celebra gozosa y alegre el triunfo pascual.
Triunfo de Cristo: puesto que resucita vencedor de la muerte y del mundo; y vive, lleno de gloria, sentado a la diestra del Padre. Triunfo, además, del pueblo cristiano, unido a Cristo, porque el sacramento pascual —el bautismo— le ha renovado la vida, y la participación en la mesa eucarística, le ha enriquecido de gracias; como nuevo Israel, liberado de la esclavitud de Satanás, es el heredero de la Tierra Prometida, y constituye *una reza de elegidos, revestida del sacerdocio real, y una nación santa»; la Iglesia se llena del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, de la riqueza de la gracia de Cristo, de la luz y de la gloria de Cristo, y se convierte en paraíso de paz por la plenitud de la caridad de Cristo.
Presencia de Cristo
Si hay que destacar una nota, en este tiempo pascual, es la presencia de Cristo en medio de los suyos. Bien entendido, después de haber vencido al mundo, con el triunfo de su Resurrección, {1 (13)} Él deja al mundo y va al Padre. Pero no quiere abandonar a los suyos, y permanece en medio de ellos de una manera espiritual y con un influjo poderoso, hasta el fin de los siglos.
Esta permanencia espiritual (¡que quiere significar mucho más que permanecer en la imaginación, en el pensamiento o en el simple deseo!) tiene un contacto vital con El, por la gracia, y por ésta podemos afirmar que vivimos con El, ante el Padre, más allá de este mundo, aunque sea cierto que nosotros, a pesar de tenernos ligados de modo que, donde está El, estemos también sus siervos, podríamos romper este lazo. Podemos decir que Cristo nos ha hecho entrar dentro de su mundo, en el mundo de «lo celestial», «allí donde Él está sentado a la diestra del Padre».
Moral de resucitados
Para serle fieles, hemos de mirar, el otro mundo que no es de Cristo, con la perspectiva que nos da el mundo de Cristo, el celestial, el glorioso, cuya raíz llevamos ya en el alma. Esta perspectiva ha de darnos otra mentalidad para la vida; y de esta mentalidad debe surgir una conducta, un modo de entender el tiempo y las cosas, un estilo nuevo de tomar la vida y de vivirla.
Del misterio pascual deriva nuestra moral; ya que, muertos al mundo con Cristo, hemos resucitado con El a nueva vida, vida que hay que vivir con una moral de resucitados.
Los textos litúrgicos de las semanas de Pascua a Pentecostés, no cesan de recordar, a los bautizados, las exigencias de su bautismo, que son, con la fe y la esperanza, el amor fraterno, la pureza, la sinceridad y la novedad de vida o juventud espiritual. Unidos a Cristo, caminamos siguiendo sus huellas); #viajeros y extranjeros aquí en la tierra, dominamos y nos abstenemos de los deseos carnales»; con nuestra conducta irreprochable, nos sometemos, por amor al Señor, a toda autoridad humana; practicamos «la piedad auténtica y sincera ante Dios:
que es ayudar, en sus necesidades, a los huérfanos y a las viudas y mantenerse limpio de las impurezas de este mundo».
{2 (14)} Basta leer las epístolas del tiempo pascual para encontrar estas recomendaciones.
Testimonio cristiano
Si, espiritualmente, Cristo se nos ha aparecido, si lo hemos reconocido con la fe, tenemos la obligación de publicar hacia fuera las maravillas de Dios. Los textos litúrgicos no cesan de hablar, como de algo evidente, de este testimonio que debemos dar de Cristo: testimonio de generosidad, de fe, de palabras y, sobre todo, de vida que es fruto de una mentalidad, de una visión de todas las cosas con una perspectiva sobrenatural.
2. ORACIÓN A CRISTO RESUCITADO
Oh Cristo Jesús, estás aún, todos los días, entre nosotros. Y estarás con nosotros perpetuamente.
Vives entre nosotros, a nuestro lado, sobre la tierra, que es tuya y nuestra, sobre esta tierra que, niño, te acogió entre los niños y, acusado, te crucificó entre ladrones; vives con los vivos, sobre la tierra de los vivientes, de la que te agradaste y a la que amas; vives con vida sobrehumana en la tierra de los hombres, Invisible aún para los que te buscan, quizá bajo las apariencias de un pobre que mendiga su pan y a quien nadie mira.
Pero ha llegado un tiempo en que es fuerza que te muestres de nuevo a todos nosotros y des una nueva señal perentoria e irrecusable a esta generación.
Tenemos necesidad de ti, de ti solo y de nadie más.
No clamamos a ti por la vanidad de poderte ver como te vieron Galileos y Judíos, ni por el placer de contemplar una vez tus ojos, ni por el loco orgullo de vencerte con nuestra súplica. No pedimos el gran descendimiento en la gloria de los cielos. Te queremos únicamente a ti, tu persona, tu pobre cuerpo taladrado y herido, con su pobre túnica de obrero pobre; {3 (15)} queremos ver esos ojos que pasan la pared del pecho y la carne del corazón, y curan cuando hieren con ira, y hacen sangre cuando miran con ternura. Y queremos oír tu voz, tan suave, que espanta a los demonios, y tan fuerte, que encanta a los niños.
Más de una vez, después de la resurrección, te has aparecido a los vivos, les has mostrado tu rostro y hablado con tu voz.
Los ascetas, los monjes, los santos...; Pablo, Francisco, Teresa...
Si para uno de éstos volviste, ¿por qué no vuelves, una vez, para todos? Si ellos merecieron verte, con el derecho de su apasionada esperanza, nosotros podemos invocar los derechos de nuestro yermo desaliento. ¿No dijiste haber venido para los enfermos más que para los sanos, por el que se perdió más que por los que se quedaron?
Los hombres, alejándose del Evangelio, han encontrado la desolación y la muerte.
Pero nosotros, los últimos, te esperamos todos los días, a pesar de nuestra indignidad y de todo imposible. Y todo el amor que podamos obtener de nuestros corazones devastados, será para ti, ¡oh Crucificado glorioso!, que fuiste atormentado por amor nuestro y ahora nos atormentas con toda la fuerza de tu implacable amor.