BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 17. MAYO. 1961.
1. EL ORATORIO
Después de su fructífero apostolado seglar, cuando S. Felipe, en 1552 fue ordenado sacerdote, tuvo mayores posibilidades de profundizar su apostolado.
No obstante, comenzó con un estilo silencioso, con serenidad y confianza, poco a poco: «cuatro, seis, ocho personas....», como referirá un testigo presencial, fueron, durante algún tiempo, los que constituyeron las primeras reuniones íntimas de adictos, que solían tener lugar por las tardes y acababan con la visita a algún lugar piadoso o con las oraciones del Padre, que luego quedaba a confesar hasta tarde.
Aunque estas reuniones se celebraran de vez en cuando, en algún paraje o lugar abierto, por lo común tuvieron lugar en la misma celda de S. Felipe. Luego hubo que pensar en ampliaciones, porque aumentó el número de los asistentes, pero se mantuvo siempre el mismo espíritu de sencillez, y casi improvisación, que daba un aire de espontaneidad verdaderamente simpático y familiar, favorecedor del espíritu evangélico, que era la base de todo el apostolado de Felipe.
{1 (17)} La espontaneidad que dominaba el espíritu de tales reuniones, atraía innumerables almas a las mismas que, si bien llegaban a ellas a veces incluso por curiosidad, acababan por acercarse a Dios, por recibir los sacramentos, confesándose con el Padre, el cual, por otra parte, usaba siempre de gran tacto y delicadeza y era enemigo de violencias e imposiciones, ya que la experiencia le demostraba que se ganaban más almas con la persuasión y la dulzura, que no por la imposición.
Cuando las reuniones se hacían al aire libre, que era en días de fiesta, el programa solía ser algo más completo: después de una merienda frugal se hacía un círculo y luego de una lectura que ofreciera tema para la conversación espiritual, seguían algunas charlas, breves, pronunciadas improvisadamente por alguno de los asistentes. No faltaba algún cántico, incluso instrumentado, de modo que, alternando lo formativo con lo deleitable, se pasaba el día y se llegaba a la hora de regresar a la ciudad, serenamente alegres.
El hecho de conceder el uso de la palabra a los seglares, pasa como un elemento integrante de las reuniones del Oratorio, y constituyó sin duda una atrevida novedad —como notan los historiadores—, y preocupó incluso a las autoridades. Pero la prudencia de Felipe, que estaba siempre a punto para corregir caritativamente y aclarar lo conveniente, salvaban todos los escollos que cabría imaginar. Más adelante, algunos de los que más a menudo hablaban pudieron ayudarle uniéndose a él en el sacerdocio, y constituyeron sus primeros discípulos. Y, por otra parte, cabe a S. Felipe, el mérito de haber revalorizado el papel de los seglares en el apostolado, y el haberlos acercado al sacerdote, suprimiendo distancias perjudiciales, y aumentando la veneración y el prestigio del sacerdote frente al seglar.
Se podría achacar a desorden el método empleado por S. Felipe, pero los resultados demostraron lo contrario, porque, poco a poco, los que le seguían, se fueron transformando en cristianos prácticos, convencidos, sinceros y fervorosos, tanto como para influir decisivamente en el cambio de la sociedad romana de su tiempo.
{2 (18)} Ei P. Carlo Gasbarri resume así las características del Oratorio: espontaneidad, libertad y naturalidad, para preparar y formar espiritualmente a los seglares, uno a uno, pero integrándose en estas reuniones que venían a ser, además, no sólo cenáculos de formación cristiana, sino un medio de dirección espiritual colectiva, destinada al grupo de seglares que: poco a poco, se hacía homogéneo, y cuya alma la constituía el sacerdote.
Verdadero ejemplo de lo que, más adelante, serían las obras destinadas al apostolado seglar en la Iglesia, de las cuales S. Felipe es uno de los más gloriosos precursores.
Refiriéndose a nuestro Santo, el historiador inglés Philip Hughes, dice que San Felipe, de manera casi oculta, pero con tanta fuerza y vitalidad como San Ignacio con su Compañía, consiguió en cuarenta años de ininterrumpido ministerio sacerdotal en la ciudad de Roma, que las decisiones reformadoras del Concilio de Trento alcanzaran a transformar toda la curia romana, gracias al influjo ejercido en un sinnúmero de almas, a las que constantemente, sin ostentación, casi en broma, forjó un espíritu nuevo: seglares, clérigos escogidos que dieron luego días de gloria a la Iglesia, maltrecha por la escisión protestante y el mal ejemplo de muchos de sus miembros.
Y al mismo tiempo, escribe Hughes, en la obra del Oratorio romano fundado por Felipe, se conservó lo mejor de la vieja tradición humanista y se abrió un refugio para los espíritus que no pudieron sentirse captados por otras formas de vida religiosa más rígida, como los teatinos y los jesuitas, todos ellos con tantos méritos, pero menos de acuerdo con la sencillez y suavidad de espíritu, del santo, dinámico y amable Felipe Neri.