BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 21. ENERO. 1962.
1. EL AÑO DEL CONCILIO
El año 1962 es el año del Concilio. Aunque no se haya precisado la fecha, sabemos ya que comenzará en él. Se reaviva y concreta la expectación que despertó su 'anuncio, cuando la ingente labor preparatoria está en vísperas de concluir.
Pero hay una parte, en esta preparación, que no corresponde sólo a la jerarquía y a los técnicos ocupados en las diversas comisiones preparatorias, sino que se extiende a todos los católicos. El mismo Papa, a través de las palabras que ha pronunciado cuando se ha referido al futuro Concilio, ha dado la pauta de cuál debe ser la actitud cristiana con que debemos prepararnos para tan gran suceso.
En primer lugar, interés, porque es, ante todo, un suceso extraordinario y beneficioso que nos afecta a todos los católicos, y porque, además de constituir, esencialmente, un hecho interno de la Iglesia, no dejará de tener repercusión benéfica fuera de la misma.
Interés informado. Es decir, conocimiento adecuado de cuanto en él se trata en orden «al incremento de la fe católica, a la saludable renovación de las costumbres y a la adaptación actual de la disciplina eclesiástica».
Interés sobrenatural. La curiosidad simplemente humana, el sensacionalismo y cierta expectación de tipo simplemente natural o político, como está en boga en los que «observan» {1} a la Iglesia o en algunos que se sienten forasteros dentro de ella, estaría en contra de la alteza de miras y del espíritu auténticamente cristiano.
Y, por lo tanto, oración. El mismo Papa ha dicho, textualmente, que «el feliz éxito del futuro Concilio Ecuménico, aún más que de la actividad y de la diligencia humana, depende de las fervientes oraciones y continuas súplicas de todos».
Santidad. «Toda nuestra diligencia y nuestros estudios para que el Concilio llegue a constituir un gran suceso, podrían resultar inútiles sin un colectivo esfuerzo de santificación. Nada mejor puede contribuir al éxito que la santidad sinceramente buscada y lograda».
Y, por último, una vida coherente, de acuerdo con nuestra te, para que sea un claro testimonio de cristianismo en el ámbito de la actividad específica de cada uno Con la llegada de Navidad, terminó un adviento; pero nos queda otro —extraordinario, episódico, cuya ascética también domina la esperanza, que solicita el interés de la inteligencia y el entusiasmo de la voluntad y, sobre todo, una mayor santidad y ejemplaridad de vida cristiana.
2. EL MISAL Y LA BIBLIA
El Misal y la Biblia son los dos libros del cristiano. Todos los demás serán más o menos buenos para la vida espiritual, en la medida en que nos ayuden a comprender éstos y a basar (ft ellos la íntima actividad de la oración y la saludable recepción de los sacramentos, que constituyen los dos polos de la vida sobrenatural.
Prescindir del Misal y de la Biblia es resignarse a un cristianismo demasiado implícito, sobre todo cuando seamos capaces de usarlos y leerlos. Pero la verdad es que muchos cristianos, que se tienen por fervorosos, no se interesan bastante por estos dos libros que constituyen la asignatura perpetua y siempre nueva de nuestra santa Religión. En cuanto a la Biblia, por lo menos, nadie debiera dejar de leer a menudo el Nuevo Testamento. ¡Cuántas iluminaciones recibiríamos para hacer cada vez más auténtico nuestro cristianismo!
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3. LA FE EN EL N. TESTAMENTO
Epifanía significa «manifestación»; manifestación que recibe sólo el que tiene fe. Dios se hace hombre, para manifestarse a los hombres, pero «los suyos no le recibieron» (Juan, 1, 11)). No obstante, recogieron las primicias de su manifestación 1a Virgen María, José, los pastores, los Magos, Ana, Simeón..
Si abrimos el Evangelio podemos ver que es por su fe que fueron capaces de recibir a su Señor y Salvador. No nos ha de ser difícil encontrar en sus páginas la lección ejemplar de los primeros que esperaron y recibieron, que conocieron y creyeron, que buscaron y encontraron a Cristo. Pero, además, repasemos, por encima, en todo el N. Testamento, lo más saliente sobre la doctrina cristiana de la fe.
La fe significa asentimiento de la inteligencia por el cual creemos lo que se nos promete, o que lo que se nos dice es verdad, apoyados en la autoridad del que nos habla o hace la promesa (Mateo, 9, 28).
Es una virtud sobrenatural —a primera de las teologales— por la que nos adherimos firmemente a las verdades reveladas por Dios y enseñadas por la Iglesia (Hebreos, 11, 1). En este sentido, la fe es un don de Dios (Efesios, 2, 8), una virtud infusa (I Corintios, 13, 13); Efesios, 1, 17; Colosenses, 1, 23).
Con o sin fe habitual, el hombre, por medio de la gracia actual, puede hacer actos u obras de fe, llevar «vida de fe» (Romanos, 1, 17; Gálatas, 3, 11).
Si pasamos de lo subjetivo a lo objetivo, la palabra «fe» designa el conjunto de verdades reveladas por Dios y que nos es preciso creer para poder salvarnos. (Apocalipsis, 2, 13). Dios mismo es el objeto formal y principal de la fe (Marcos, 11, 22; Juan, 14, 1. Efesios, 4, 5; 1 Tesalonicenses, 1, 8; Hebreos, 6, 1; {11,6) y también Jesucristo (Juan, 11, 25-44; 14, 1-2; Romanos,} 3, 22-26; Gálatas, 2, 16).
La fe se ha de manifestar en actos externos (II Corintios, {4, 13; Romanos, 10, 9, en obras santas (1 Corintios, 13, 2;} Santiago, 2, 14-26).
{3} Como la sabiduría de Dios, la fe está por encima de las doctrinas de los hombres (I Corintios, 2, 5. Le es indispensable al hombre para poder agradar a Dios en esta vida (Hebreos, {11, 6), y en el cielo será sustituida por la visión (1 Corintios,} {13, 10-12). El que crea no será condenado (Marcos, 16, 16;} Juan, 5, 38, 45; Tito, 3, 10-11; Apocalipsis, 21, 8). San Pablo la llama escudo (Efesios, 6, 16), porque con ella se resisten victoriosamente los asaltos del demonio (1 Pedro, 5, 9) y del mundo (Juan, 5, 4).