BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 27. NOVIEMBRE. 1962.
1. HACER IGLESIA
Este año, la fiesta de Todos los Santos, no solamente nos trae la conmemoración de la gloria que les envuelve en la eternidad, como fruto de la Redención, cuyos misterios, cíclicamente, hemos seguido y vivido, un año más, a través del calendario litúrgico, sino que la santidad que en ellos admiramos, se convierte en exhortación especial para nosotros, los que asistimos a un momento histórico en que la Iglesia, revitalizada, va a crecer.
Los santos son las piedras vivas (1 P, 2, 5) con que se edifica la Iglesia. Hacer Iglesia, edificar la Iglesia, es hacerse santo.
Edificar la Iglesia y prepararla, con la santidad, para recibir a los hermanos cristianos separados. Ilustrar la fe de los católicos y dotarles de medios que les informen, consoliden y orienten en las verdades eternas; dar autenticidad de vida a su piedad, para que el apostolado parezca más como un exceso rebosante de la misma, que no un esfuerzo de un plan humanamente organizado; valorar la vida de sacramentos (santa Misa, Confesión) y hallar, en la asiduidad de su recepción, el mantenimiento y crecimiento de una vida auténticamente evangélica, providencialista y sobrenatural. Todo esto quería para los católicos de su tiempo y de su país el gran convertido del {1 (25)} anglicanismo, John Henry Newman, a quien reprochaban, muchos católicos de alcance menos profundo, el que no lograra mayor número de conversiones, especialmente de gentes de elevada posición. No sabían comprender el valor de su esfuerzo intelectual, ni se fijaban en los cansancios del antiguo universitario y fervoroso controversista de Oxford, entregado, dentro de la Iglesia, al establecimiento del Oratorio en Inglaterra y a la fundación de la Universidad Católica de Dublín.
Copiamos una página del DIARIO de Newman (1863, 21 enero) en la que se manifiesta claramente su pensamiento:
L# En general, entre los católicos, hacer conversiones es hacer algo, y no hacer conversiones es no hacer nada (...). Según ellos hacen falta brillantes conversiones de grandes hombres, de aristócratas, de sabios, y no limitarse a gente pobre (...). Se imaginan que las conversiones de gente de rango serían el medio instrumental para lograr la conversión en masa de Inglaterra. Para ellos lo son todo lo que gobiernan y figuran (...). Pero yo soy contrario a todo esto; mis objetivos, los principios en que yo baso mi actuación, el alcance de mis posibilidades, se encaminan en otra dirección; dirección que no es comprendida ni vislumbrada (...). Mi objetivo principal no ha sido la conversión de los protestantes, sino más bien la edificación de los católicos. De tal manera me he propuesto esto, que incluso persisten en afirmar que yo recomiendo a los protestantes que no se hagan católicos. Pero es que cuando yo he declarado, sinceramente, que temía hacer conversiones de gente selecta, por miedo que tales hombres no hubiesen calculado aún bastante el precio que les iba a costar su conversión, de modo que luego encontraran dificultades dentro de la Iglesia, yo quería hacer comprender, al mismo tiempo, que es tan necesario que la Iglesia está preparada para recibir a los convertidos, como ellos deben estarlo para entrar en la Iglesia».
Vienen bien, como complemento a las palabras de Newman, esas del Papa Juan XXIII, pronunciadas el pasado 13 de octubre, al saludar a los observadores no católicos del Concilio:
«El veros aquí, la emoción que oprime mi corazón de sacerdote, la de mis colaboradores, y vuestra misma emoción —¡estoy bien seguro!— me invitan a confiar el deseo de mi corazón, que se consume en trabajar y sufrir para que se acerque la hora en que será realidad, para todos, la plegaria de Jesús en la última Cena. Pero la virtud cristiana de la paciencia no debe perjudicar la de la prudencia, que también es fundamental».
Paciencia, prudencia, santidad.
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2. LA SANTIDAD Y EL N. TESTAMENTO
Sería muy triste y desgraciado que un bautizado no hubiese deseado nunca llegar a santo. El mejor de los deseos bendecidos en el evangelio (Mt 5, 6) ni siquiera habría germinado en su alma. ¿Cómo podría amar a Dios en la otra vida, quién no lo hubiese deseado en ésta?
Jesucristo repite el llamamiento de Dios (Lv 19, 2) a la santidad cuando nos dice: «Sed perfectos como vuestro Padre de los cielos es perfecto» (Mt 5, 48).
Para santificarnos hemos de tener la voluntad de guardarnos del mal y de purificarnos (1 Tn 4, 3, 7; 2 Co 7, 1; 2 Tm 2, 21; Tit 2, 14; 1 P 1, 22).
La santidad es indispensable para alcanzar a Dios (Heb 12, 14; 1 Th 3, 13).
El objeto de la santificación es dar al cristiano la posibilidad de transformarse en la imagen de Cristo (2 Co 3, 18), mientras Cristo se prepara un pueblo santo (Eph 5, 26). La santificación del pueblo cristiano constituye el objeto de la oración de Cristo (Jo 19); esta santificación ha de ser la perfección de la obra de Cristo (1 Cor 1, 30).
Esta noción bíblica de la santificación, supone que, en la tierra, revestirá siempre un carácter incompleto y progresivo.
En esta vida temporal, los cristianos, tendrán que combatir siempre contra el pecado (Col 3, 2, 5; 1 Jn 3, 9).
Resumiendo, la santificación real del cristiano consiste en la formación de una personalidad espiritual cada vez más conforme con Cristo. Será el mantenimiento esforzado de una fidelidad que culmina en estas palabras de san Pablo: «Vivo, pero no vivo yo: es Cristo quien vive en mí». (Gal 2, 20).
«Guárdense los jóvenes de los pecados de la carne y los viejos de los de la avaricia y todos seremos santos».