BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 48. FEBRERO. 1965.
1. EL CARDENAL BEVILACQUA
Apenas subido al solio de Pedro, Pablo VI, no faltaron rumores, no carentes de fundamento, para suponer que elevaría al cardenalato al P. Giulio Bevilacqua, del Oratorio de Brescia; pero pensábamos, sinceramente, que tal honor sería evitado por él misto, y sabíamos que, no ha mucho, daba tal riesgo por salvado, pues decía, atajando la más leve insinuación, que, si era para poder servir al papa, de ninguna manera le podría ser más útil que manteniéndole, en todo caso, de simple sacerdote filipense.
Pero esta vez, Juan Bautista Montini, que nunca tuvo secretos, en más de cincuenta años, para su padre espiritual, le ha guardado éste.
Nuestro Padre san Felipe también tuvo que porfiar para evitar el cardenalato; y se salió con la suya. En cambio, nuestro venerado P. Bevilacqua, ha sido vencido; precisamente por su hijo espiritual, como antaño lo fuera el primer cardenal oratoriano, César Baronio, que tuvo que plegarse ante la firme decisión del papa Clemente VIII, como ahora el P. Bevilacqua, a la de Paulo VI.
¿Qué razones ha tenido el papa para no complacer, esta vez, a este hombre venerable? Lo diremos en las páginas que siguen.
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2. TRES AMORES
1. LA IGLESIA El P. Giulio Bevilacqua, no sólo ha sido discutido y ha sufrido por la Iglesia, sino que, positivamente, se ha gastado toda la vida «edificando» para la Iglesia, con el estilo, con el ansia apostólica, con la fidelidad que merece la Esposa de Cristo.
Durante medio siglo, desde el Oratorio y con el Oratorio de Brescia, ha sido y ha mantenido la levadura cristiana de la ciudad, de tal modo que ya no sería posible borrar los rasgos religiosos y sociales que le ha impreso. Él ha sido allí el hombre eclesiástico más influyente, la mente cristiana más abierta, el sacerdote más padre. Con su generosidad y su esfuerzo ha dado, a las últimas generaciones, una mentalidad y un estilo verdaderamente católicos, en el más riguroso sentido de la palabra, salvando el escollo en que suelen naufragar incluso las obras buenas, en ese tipo de poblaciones, fácilmente anquilosables en un provincianismo de «pueblo grande» aun para lo universal, como es la religión y su actualidad siempre presente y siempre avanzada, porque mira a Dios, que es eterno e infinito. Intelectuales y obreros, jóvenes (especialmente jóvenes!) y mayores, seglares y eclesiásticos, todos, de algún modo, han recibido su influjo; influjo que ha trascendido {2 (10)} los límites locales y se ha hecho diocesano y regional y ha dado lugar a movimientos culturales, espirituales y sociales derivados del Oratorio: escuelas para obreros, construcción de cuatro barrios enteros de casas, de cinco templos parroquiales, editoriales, revistas, movimiento diocesano de liturgia... etc.
Y este servicio insigne: haber forjado la personalidad de un hombre que ha llegado a Papa.
II LOS JOVENES El amor a la juventud, la gran predilección del P. Bevilacqua, a quien los años no dejan envejecer el corazón. «Los jóvenes siempre vuelven, y vuelven agradecidos del bien que se se les hizo, aun que nos parecieran superficiales; sólo que hay que preferirles, hay que amarles: ellos han de ser la vida de las casas del Oratorio», ha dicho más de una vez.
Ese rumor juvenil, claro, vivo, limpio, del atardecer de cada día y, sobre todo, de sábados y domingos, en el Oratorio de Brescia, nos parece consubstancial con el recuerdo de aquella casa donde, ciertamente, habita el espíritu de san Felipe. ¿Es que hay algún joven de Brescia que no haya recibido algún bien de los Padres del Oratorio? 20 alguno que pueda olvidar, sin emoción y gratitud, que, cuando en la última guerra se hizo desierta de bullicio juvenil aquella casa y silenciosos aquellos patios y vacía {3 (11)} aquella iglesia, el P. Bevilacqua, ya sexagenario, se fue voluntario a los lugares de combate, para seguir cerca de las almas de los jóvenes?
No lo han olvidado, sobre todo el papa, porque, en otro tiempo, también él, y también allí, fue un joven del Oratorio, bajo los ojos de este padre venerable, que es capaz de ayudarle a hacer joven a la Iglesia.
III. SAN FELIPE Este es el amor de sus amores, es decir: el amor que le ha enseñado a amar a la Iglesia y a preferir a los jóvenes; el amor que explica lo demás, que ha hecho de marco a los demás, que ha mantenido vivos los otros. Ha sido buen hijo de san Felipe; ha encontrado en nuestro santo Padre, la fórmula de su sacerdocio y en el Oratorio, la del apostolado; dilatando el impulso del corazón, ha resumido, en un solo amor, Dios y las almas; iluminando la mirada con la intuición de la fe, ha comprendido el mundo y ha servido la Iglesia, como le ocurrió a san Felipe. Precisamente por haber sido tan fiel a san Felipe, ha servido tan bien a la Iglesia y ha amado tanto a los jóvenes.
El papa que, desde la misma infancia tanto ha recibido y aprendido del Oratorio; que tanto lo ha amado y distinguido, ahora que preside la Iglesia, no sólo ha querido agradecer, en el padre Bevilacqua, todo lo bueno que san Felipe {4 (12)} dejó institucionalmente a la Iglesia, por medio del Oratorio, sino exaltar, ante el mundo y acercar más a sí mismo, a este hombre venerable que, como san Felipe y junto con otros, le ayuden a hacer la Iglesia más fiel a la mentalidad de Cristo, más joven para pisar los caminos nuevos que se le abren y más santa para llevar los hombres a Dios.
3. LA IGLESIA DE LOS POBRES
En la periferia de todas las ciudades, como una excrecencia comprometedora, suele haber, casi siempre, esos barrios negligentes, inconfortables, pobres, distantes, en más de un sentido, del centro y del nivel general de la ciudad.
También en Brescia ocurre así. Pero desde hace algunos años, nuestros padres han levantado allí, en la orilla suburbana y no demasiado lejos de donde tenemos la casa y la iglesia de la Congregación, una iglesia con su complejo cristiano, social y formativo, que bajo la forma de vida parroquial comunitaria, ha constituido la solución apostólica precisa.
En realidad, el trabajo y atención ministerial que reclama de nuestra Congregación, es solamente marginal, en comparación de todas las obras y actividades propias del Oratorio {5 (13)} bresciano; pero el P. Bevilacqua, desde un principio, ha querido ser el párroco de aquella iglesia. Allí mismo ha sido donde, no hace tanto, el entonces cardenal Montini, acudía con frecuencia, en un coche pequeño, desde Milán, a buscar más paz y luz para su conciencia.
Aquellas buenas gentes ya se habían acostumbrado a ver al cardenal, y hasta pensaban que era un poco suyo: por eso, cuando el cardenal se convirtió en papa, con el gozo les entró una pizca de tristeza: ya no vendría más por allí; ahora sería el P. Bevilacqua que tendría que ir, a menudo, a ver al papa. Pero en fin: ellos se confesaban con su párroco y el papa también.
No todos los feligreses o penitentes, aún ricos, pueden decir lo mismo.
Pero he aquí que ahora el papa hace cardenal a su párroco. Ni que decir que el primer impulso ha sido de alborozada e inmensa alegría. Pero enseguida surgió ya más que una simple pizca de tristeza: lo que, tal vez, ganaran con honor, lo perderían en consuelo, porque el P. Bevilacqua, cardenal, tendría que irse, esta vez para siempre, a Roma...
Con las palabras del Señor ―«No temas, pequeño rebaño...» (Lucas, 12, 32)—, el padre les ha dicho: «No tengáis miedo, que aunque sea cardenal, seguiré vestido con mi sotana negra y continuaré en medio de vosotros como vuestro párroco».
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4. EL CARDENAL CÉSAR BARONIO
Puede decirse que fue el primer cardenal del Oratorio.
Representa, en cierto modo, para la historia de la Iglesia, con su obra los Anales, lo que santo Tomás con la Suma, para la teología.
Era Baronio el confesor del papa Clemente VIII, que lo estimaba mucho, por su sabiduría, su virtud y su gran sencillez.
Un día le habló de que quería hacerle cardenal; mas Baronio dio argumentos al papa, que pareció aceptar, cuando le dijo que más valiera, de hacer un cardenal filipense, dar el honor al padre Tarugi, a la sazón arzobispo de Aviñón. El papa pareció satisfecho.
Al regresar a casa, Baronio, contento, refirió a los padres la conversación habida con el papa y como, afortunadamente, había podido disuadirle de hacerle cardenal.
Pero, al poco rato, recibió recado, el padre Baronio, que no se ausentara de la casa porque, al día siguiente, tendría que acudir a palacio para recibir los hábitos cardenalicios.
El terror cayó sobre su pobre corazón, y pensó en huir de Roma, lo que no pareció bien a la comunidad reunida para estudiar el caso. Creyeron todos los padres, que, lo mejor, sería ver directamente al papa, en todo caso, e intentar convencerle.
Consiguió Baronio, al día siguiente, ser recibido por el papa, antes de ceremonia alguna; pero éste se mantuvo inflexible. Baronio le insistía en esta razón que reputaba decisiva:
había estado treinta años consecutivos hablando y predicando contra los clérigos afanosos por conseguir cargos y escalar dignidades en la Iglesia; había hecho, además, personalmente, voto de no aceptar ninguna dignidad; los enemigos de la Iglesia creerían que todo cuando él había dicho y escrito, había sido pura comedia y no amor a la verdad, y el escándalo sería tan grande como para echar por tierra todo el bien que él hubiese hecho a la Iglesia. Estaba convencido que san Felipe habría pensado igualmente. Y lloraba, tendido en el suelo, a los pies {7 (15)} del papa, pidiéndole, por misericordia, que cambiara de parecer.
El papa terminó diciendo que todas aquellas razones y argumentos ya los había sopesado antes de tomar decisión alguna; que aceptara el cardenalato o, de lo contrario, le excomulgaría.
Y salió de la sala.
El cardenal Aldobrandino, que lo presenció todo, dijo luego: «El padre Baronio ha entrado verdaderamente por la puerta a los honores que se le confieren, y no por la ventana, como hacen los ladrones».
Fue el 4 de junio de 1596. Le vistieron la sotana roja y nunca jamás se hizo otra de este color: remendada hasta lo inverosímil, hubo de durarle hasta la muerte, que acaeció en 1607.
Cuando volvió a la Vallicella, vestido de cardenal, emocionado, triste y vencido, dijo a los padres que él quería seguir siendo corregido como uno de ellos y que quería vivir, desde entonces, y más que nunca, como un simple sacerdote del Oratorio.