BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 49. MARZO. 1965.
1. RENOVACIÓN
Hay una tendencia a saturar la capacidad de gozo, que no sería tan nefasta, si no se detuviera, rastreramente, en el solo gozo sensible, cada vez más incompleto, cuando deja de ser elemental.
Ser felices, si: pero pararnos en el camino que puede llevarnos, que debe llevarnos a la felicidad, no. Y la felicidad supone ese ejercicio equilibrado de todas nuestras fuerzas, sin estragarlas. Y, para el cristiano, supone más; supone dedicar todas estas fuerzas a secundar la súper-vida de la gracia, que nos vincula, ya, a Dios, con un dinamismo cuya meta y cuya cima será Dios mismo, en la vida eterna.
Para afinar la orientación de toda nuestra vida de aquí hacia tal meta y de esta manera, hemos de dominar todas nuestras tendencias, reinos de imponer equilibrio a nuestras inclinaciones, corporales y espirituales. A tal esfuerzo se le llama notificación.
La mortificación es necesaria siempre, en todo el curso del camino de la vida terrena: pero la Iglesia nos recuerda tal necesidad, especialmente en el tiempo cuaresmal, propicio para la renovación interior, sin la cual colapsaríamos la vida del alma, que necesita primaveras, como la naturaleza.
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2. LOS CARDENALES DEL ORATORIO
Con la reciente elevación al cardenalato, del eminentísimo padre Julio Bevilacqua, son ya quince los hijos de san Felipe, que han sido investidos de la sagrada púrpura. Valga esta breve enumeración:
César Baronio, al que nos hemos referido otras veces, en este mismo Boletín, nació en Sora, el 31 de octubre de 1538; después de estudiar en Nápoles, fue a Roma, donde se doctoró en derecho, el 1557. Conoció a San Felipe y, bajo su guía, abandonó otros caminos y se ordenó de sacerdote en 1564. Fue su discípulo predilecto, impulsado, por el Santo, a la redacción de los famosos «Annales ecclesiastici». Muerto san Felipe, le sucedió en el gobierno de la Congregación. Clemente VIII le hizo cardenal a la fuerza. Estuvo a punto de ser elegido papa en el Conclave de 1605, pero lo impidió el veto de Felipe II, de España, que lo consideraba excesivo en la defensa de los derechos de la Iglesia. En acción de gracias, Baronio le dedicó un volumen de sus «Annales». Compuso diferentes obras histórico-jurídicas y los sumos pontífices le encargaron tareas importantes. Depuró de leyendas la historia de la Iglesia y de los santos, y murió santamente el 30 de junio de 1607. Está introducido su proceso de beatificación.
Francisco María Tarugi, hijo espiritual de san Felipe, como Baronio. Nació en Montepulciano, en 1525. Pariente de papas y cortesanos, conoció a san Felipe en 1556 y frecuentó el Oratorio, eligiendo la vida santa en vez de los triunfos mundanos que sus relaciones y cualidades personales parecían ofrecerle. Fue ordenado sacerdote en 1565. A él se debe, principalmente, la fundación del Oratorio de Nápoles.
En 1582, fue destinado a la sede arzobispal de Aviñón, donde se empleó en la aplicación de los acuerdos del Concilio de Trento y en la reforma del clero. En 1596 era nombrado cardenal y pasaba a ocupar la sede de Siena. Pero pronto quiso retirarse al Oratorio romano, su casa, donde murió en 1608.
{2 (18)} Alfonso Visconti, milanés, ayudante del entonces Secretario de Estado, card. Carlos Borromeo. Ya sacerdote, entró en 1577 en el Oratorio romano. Los sumos pontífices le encomendaron diferentes misiones. En reconocimiento de sus servicios insignes a la Iglesia, fue creado cardenal, en 1598. Murió diez años más tarde.
Horacio Giustiniani, de Génova, nacido en 1580.
Entró en el Oratorio de Roma en 1604. Tuvo diferentes cargos y ocupó las sedes episcopales de Montalto y Nocera Umbra.
Cardenal en 1645 y Prefecto de la Biblioteca Vaticana, se ocupó, especialmente, en trabajar en pro de la reunión de los orientales disidentes. Murió en 1649.
Leandro Colloredo, de Colloredo de Goricia, nacido en 1639. Hombre de gran cultura, entró en el Oratorio en 1675. Después de haber rehusado repetidamente el episcopado, fue obligado a aceptar la púrpura. Austero y caritativo, de gran celo apostólico, murió en 1709 y fue enterrado en el presbiterio de la Vallicella.
Pedro Mateo Petrucci, nació en Jesi en 1636. Se hizo oratoriano en 1661, y elegido Prepósito en 1678. Hombre muy rico, dio todos sus bienes a los pobres y se consagró infatigablemente al apostolado. Ya obispo del mismo Jesi, se dedicó a la reforma del clero, Cardenal en 1686. Consciente de haber dejado pasar algunos errores molinistas en sus obras, se apresuró a retractarse y quemarlas todas, y renunció al cardelanato; pero el Papa no aceptó la ejemplar renuncia. Acabó sus días en 1701, ocupado en obras de celo y caridad.
Luis Belluga y Moncada, nacido en Motril en {1662. Entró en el Oratorio de Cartagena (hoy extinguido), de} cuya ciudad fue obispo, en 1705. Amigo y hasta colaborador del rey Felipe V, cayó finalmente en desgracia suya, al adoptar el rey una actitud contraria al Papa. Hizo lo posible por pacificar {3 (19)} la turbulencia política de su época y para reformar el clero, y a él se debe, principalmente, la emanación de la bula pontificia «Apostolici ministeril», llamada también «Bula bellugana». Cardenal en 1724, se retiró a Roma y renunció al episcopado. Murió el 22 de febrero de 1743.
Felipe Giudice Caroololo, nació en Nápoles en 1785. Entró en aquel Oratorio en 1802. Obispo de varias sedes, se distinguió, especialmente, por su gran caridad y valentía en la epidemia de cólera que asoló a Nápoles, de donde a la sazón era arzobispo y cardenal, desde 1833. Murió en 1844.
Juan Enrique Newman, nació en Londres en 1801. Profesor de la universidad de Oxford, se hizo pastor anglicano, en 1824. Es el máximo exponente del llamado «Movimiento de Oxford», que representaba, en el siglo pasado, una reacción contra el liberalismo teológico y una vuelta a las fuentes originales de Cristianismo. Hombre sincero y profundo, hubo de sufrir mucho a través de su camino, que desembocó en la entrada en el Catolicismo, en 1845. A las penas e incomprensiones que hubo de padecer como anglicano, le sucedieron y se sumaron las que le ocasionaron, muy a menudo, sus nuevos compañeros de fe, incapaces de seguir y comprender un alma tan grande. Pero el siguió escribiendo multitud de obras y sus ideas resultan, hoy, profecías; su espíritu está presente en este Concilio. León XIII, en 1879, lo creaba cardenal, para deshacer toda sospecha y premiar su tesón, su virtud y su clara y auténtica visión cristiana de la Iglesia, El, sin embargo, siguió en la Congregación, como los demás padres, hasta su ejemplar muerte, en 1890. Pío XII afirmó que no hemos de tardar en verle santo y doctor de la Iglesia.
Sebastián Herrera y Espinosa de los Monteros, de Jerez de la Frontera, nacido en 1823. Magistrado y hombre de gran cultura, entró en el Oratorio de Sevilla en 1856. En 1875 fue elevado a la sede episcopal de Vitoria, {4 (20)} luego pasó a Oviedo, Córdoba y finalmente Valencia, en cuya catedral fue sepultado en 1903.
Alfonso Capecelatro, nació en Marsella, en 1824.
En 1840, ya miembro del Oratorio de Nápoles, fue ordenado sacerdote. Hombre de gran cultura, escritor elegantísimo, historiador insigne. Fue creado cardenal en 1887 y arzobispo de Cápua. Tiene muchas obras y le somos gratos, en particular, de sus trabajos sobre san Felipe y el card. Newman. Murió en Cápua el 14 de noviembre de 1912.
Pedro de Bérulie, Adolfo Perraud y Enrique Braudillart, del Oratorio de Francia, son tres nombres que es preciso añadir. El primero (1575-1629), adaptó la idea de s. Felipe a las exigencias de su nación; escribió numerosas obras teológicas y místicas; amigo de Tarugi y de s. Vicente de Paul, ejerció un influjo decisivo en las almas más selectas, e incluso en la vida política de su época. El cardenal Perraud (1828-1901), buen teólogo e historiador, obispo de Autun, miembro de la Academia Francesa, gran orador, etc.
El cardenal Braudillart, nacido en 1878, dejó temporalmente sus tareas docentes, para entrar en el Oratorio; luego se ocupó en escribir, fundó revistas, colaboró en el gran Diccionario de Teología Católica, gloria de la literatura eclesiástica francesa, y conocía y estimaba mucho España.
San Felipe Neri decía siempre que «había que desear poseer las virtudes de los cardenales, pero no sus honores». Sin embargo, podemos asegurar que, en la lista de sus hijos que tuvieron que asumir incluso el honor, en general fueron, no solamente muy dignos del mismo, sino que en ellos la virtud superó la gloria exterior, que tan fácilmente aplauden los hombres. Más cosas podrían decirse o, tal vez, deberían decirse de todos ellos; pero la tarea superaría la capacidad de estas modestas páginas. La simple enumeración basta para asegurarnos que, el Oratorio, ha sido útil a la Iglesia.
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3. HACER EL BIEN
Profanan la dulzura, la pureza y el vigor divino del nombre sencillo y grande de «bien», el orgullo, la lacrimonería y la mezquindad beatil.
Ser pobre de corazón es agradecer los dones de Dios, y usarlos sin abuso, mientras se goza repartiéndolos entre los más posible; es tener la mentalidad de administrador y no de propietario, en todos los órdenes y en todas las cosas.
¿Te has dado cuenta que necesitas hacer el bien?...
Si regateas, excusas, aplazas, huyes... es que no te fías de Dios; o no lo entiendes.
Vamos a ver: «si te proponían lo que se dice con buen negocio», seguro, grande, te excusarías lo más posible, o pedirías, aunque fuese prestado, para poder participar lo más posible en él?
La vida es un gran negocio, si te sirve para llegar a Dios.
Ea: date prisa, que la vida es corta y peligras de llegar tarde; o ―lo que sería peor― de no llegar nunca.
Lo que con más frecuencia compromete la elegancia moral del hombre, es esa tendencia {6 (22)} impenitente de orientar su vida real y las aspiraciones profundas de todo su ser, precisamente con un signo contrario a la pobreza de corazón.
Los católicos alemanes, cada año, en Cuaresma, de sus ayunos y privaciones penitenciales, recaudan más de 1.000.000.000 de pesetas, que reparten luego, entre los países más pobres del mundo.
Alguien, posiblemente, diría: «Si, pero es que son más ricos que nosotros».
La objeción no vale, porque no hace tantos años ―podemos recordarlo―, que eran más pobres que nosotros. Deberíamos reconocer que no dan el dinero de su riqueza, sino el dinero de su trabajo que, en realidad, vale inmensamente más.
Has de hacer el bien a los demás, no sólo para remediar su necesidad material y espiritual, sino, principalmente, para curar tu propia alma, enferma de orgullo, de avaricia, de sensualidad.
Mira cuántos hambrientos, cuántos enfermos miserables, cuántos males repugnantes hay en el mundo! Pues bien: lo más triste, lo más digno de lástima, lo más desgraciado de esta vida, no son estas miserias, sino la miseria moral de los duros, de los satisfechos de corazón.
El dolor limpio siempre será menos desgracia que la limpieza podrida por dentro.