BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 52. OCTUBRE. 1965.
1. SIGNOS DE DIOS
Los «signos de los tiempos» son, también, los signos de Dios.
Dios está dentro —y la fe y la caridad nos lo han de descubrir— de esta agitación, de esta efervescencia de hechos, de situaciones, tendencias y corrientes que caracterizan la época en que vivimos, el mundo que nos envuelve, los hombres que tratamos. Mundo, tiempo y vida que juzgábamos, resignadamente, otoñal, pero que ahora descubrimos como una primavera urgente.
Primavera de la humanidad, grande y miserable; primavera del mundo, ya sin puertas; primavera de la Iglesia, con su esfuerzo colosal, al cual, maravillosamente, el tiempo añade juventud, para aumentar las energías con que llevar el mundo este mundo, ―mundo cambiante―, a Dios, y Dios ―que no cambia―, al mundo. Primavera, porque una necesidad, un esfuerzo, una urgencia de renovación en los hombres, en las instituciones y en la Iglesia, lo conmueve todo.
Hay un crujir en el mundo: de vallas que se derriban, de males que se expían, hasta de pecados que se cometen... Pero todo se hace cercano, y Dios está cerca de todo.
Hay un crujir en el mundo; un crujir de crecimiento, no de ruina y de muerte, y Dios está en la Iglesia, la Iglesia está en el mundo, y el mundo va hacia Dios.
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2. EL CAMBIAR DE LA IGLESIA
No cambia la Iglesia; camina. Lo que ocurre es que la Iglesia es un misterio y, el que la mira sin tenerlo bien en cuenta, ja más podrá comprenderla: será injusto si la discute y tendrá para con ella exigencias de perseguidor; o, si la defiende, será un fanático capaz de comprometer su apostolado con abusos y atropellos de degeneración sectaria.
La Iglesia es un misterio: misterio de levadura que fermenta, de semilla que germina, de luz que se difunde. Misterio contenido y transmitido en y a través de un dinamismo sobrenatural que invade lo humano y lo penetra e informa, para aglutinarlo, consagrarlo y conducirlo a Dios.
La levadura, si no se mueve, si no fermenta, no puede transformar la masa; la semilla, si no revienta, no germina en tallo, ni el tallo crece en planta; la luz, si no se difunde, no invade el espacio, ni envuelve la superficie de los cuerpos.
De nada servirían si congelábamos, si deteníamos su dinamismo esencial.
La Iglesia también sería inútil a los hombres e infiel a Dios, si no se moviera como Dios quiere, como los hombres necesitan. El misterio de la Iglesia no es, o fue, un suceso histórico, que consta y que se archiva y hasta se admira, pero nada más; sino que la Iglesia se inició y ha de seguir y ha de crecer con el mundo y buscar a los hombres de este mundo en cada tiempo, como son y donde están) (Paulo VI).
Como la esposa ideal tiene siempre un amor {2 (42)} nuevo para el esposo, así la Iglesia se mantiene siempre nueva y joven en su fidelidad a Dios.
Y como la madre sigue siempre con el corazón a su hijo, así la Iglesia se mantiene solicita para los hombres y los busca, en cada edad del mundo y se esfuerza en hacerse entender, como las madres que se acomodan a la capacidad de los hijos.
Hay dos clases de personas, en el mundo de hoy, que dicen que la Iglesia cambia): unos son los incapaces de entender el amor y que por esto niegan que sea posible, incluso en la Iglesia. El amor siempre parece nuevo, y por esto la acusan de «cambio». Ellos no quieren «cambiar»... porque no saben amar.
Los otros son, no los que la Iglesia ha amado por primera vez, ahora, sino los que, ahora, por primera vez, han descubierto que eran amados y, como el amor siempre sabe a nuevo, han estrenado, al abrirle paso, el amor que Dios les tiene y que pasa por la Iglesia. También a éstos hay que decirles que la Iglesia «no ha cambiado», que sólo ha forzado el modo de hacer entender el mismo amor de siempre, como las madres que tienen un solo corazón y un sólo amor para todos los hijos y para todas las edades de los hijos, aunque cambien el lenguaje.
La Iglesia, pues, no cambia: sólo camina.
Ama y camina: camina por el mundo y ama el camino. Y camina al lado de los hombres, con los hombres, hacia Dios.
Las injusticias son la causa de las guerras.
PABLO VI.
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3. PARALIZANTES
En el orden de nuestra capacidad y de nuestro deber, respecto al bien, que es la vocación común del hombre, debemos hasta donde podemos, y podemos hasta donde sabemos.
Pero una vez sabemos lo que podemos y debemos hacer, el problema ya no se limita a la zona del conocimiento, sino que pasa a la disposición de la voluntad. No basta conocer una verdad: Dios no nos ha dado la inteligencia para que sea archivo de verdades, sino luz de la vida. Hacer vida la verdad, «hacerse verdad» en la vida.
Es necesario, para ello, una dedicación que implica toda la generosidad de las fuerzas de que disponemos. La vida es esto; la vida es para esto, y no para otra cosa nos la ha dado Dios.
Caben, ante la dificultad para el esfuerzo, dos reacciones igualmente paralizantes, que suelen enlazarse y hasta confundirse y ser origen y resumen de muchas posturas, con las que se disfraza la cobardía para el bien y de las que surgen mil manantiales secretos de tristeza intima y de insatisfacción, cada vez que nos impiden iniciar o proseguir el verdadero camino de nuestro crecimiento, de nuestra maturación en el bien. Estas dos reacciones paralizantes son la pereza y el orgullo: éste se resiste a admitir su pobreza de bien, y desprecia el que se le {4 (44)} ofrece, o finge que ya lo tiene (¡hay apariencias de crecimiento, que son simple hinchazón!); la pereza, aplaza o distrae el esfuerzo que le apremia y, si le dedica algún trabajo, no se cansa más allá de lo que le permite convertir la tarea de buscar el bien en jugar y divertirse con él.
Es claro que, estas reacciones, tan posibles y frecuentes, son las que comprometen o retardan, por lo menos, que el hombre y el cristiano alcancen aquella madurez para lo cual Dios los ha proyectado, a fin de que su imagen resplandezca en ellos y sea, así, reveladora de la perfección divina que, desde la eternidad, empuja por manifestarse en todas las obras y en todos los seres.
Cada vez que cedemos a las tentaciones paralizantes, es que aún no hemos acabado de comprender ―o, tal vez, no hemos querido comprender―, que no solamente contrariamos la voluntad de Dios, sino que nos disminuimos y caricaturizamos a nosotros mismos.
...Y hay, por estos mundos, tanto hombre, tanto cristiano disminuido, atrofiado, caricaturizado!...
«¿Qué hacia la Iglesia, en este punto culminante y crítico de su existencia?» se preguntará el historiador futuro. «¡Amaba!» será la repuesta.
PABLO VI.
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4. NO SOMOS LIBRES
El cristiano no es libre para elegir, él mismo, el programa de su deber. Este le ha sido ya trazado de antemano: es y está en su situación concreta, en la hora que marca el reloj de la Historia que él vive.
El hará, tendrá la obligación de hacer frente a esta tarea, de una manera distinta a como lo haría un pagano. Pero su deber es éste y no otro, y de tal manera, que cuando en un lugar del mundo y en un determinado momento de la Historia, alguien esquiva este deber para refugiarse en un mundo ya pasado, un mundo de fantasía, un ángulo muerto de la Historia, un mundo de una capa social que ya no tiene ni vigencia ni influjo, no solamente falta a sus deberes terrenales, sino que es el mismo cristianismo que padece y sufre este pecado, y toma una existencia artificial y cae en la falta de autenticidad propia de lo que es irreal.
P. Karl Rahner, S. J.
Cristo nos invita a que vayamos a Él; nos invita a la fe.
A esta responsabilidad que es la mayor de todas, se puede corresponder de una sola manera:
es decir, libremente. Lo cual significa: por amor, con amor, y no por la fuerza.
Porque, el cristianismo, es amor.
PABLO VI
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5. LA LIBERTAD RELIGIOSA
Traducimos un fragmento de un artículo aparecido, en junio de este año, en la «Revista del Clero», italiana, y firmado por el obispo y eminente teólogo, Carlos Colombo.
El medio propio para afirmar socialmente la verdad, es exponerla, argumentarla y discutirla, y no el usar de la fuerza o de los medios coercitivos de la política. En lo que se refiere a la verdad religiosa sobrenatural, el medio de su difusión, de su afirmación, de su penetración en las almas, es decir su verdadero poder dominador, es la gracia, el buen ejemplo de la vida de los que creen, y no la limitación de la libertad de los que no creen.
En su oración al Padre, la noche antes de su muerte, Jesús rogó así: «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos sean una misma cosa, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Juan 15, 21). Cualquiera que, en vez de recurrir a este método, se valiera del poder político para propagar la fe en Jesucristo y en la Iglesia, daría a entender que no ha comprendido la misma verdad que pretende enseñar a otros. El camino para la plena y perfecta difusión de la verdad divina no puede ser otro que un más perfecto testimonio de caridad por parte de los que creen.
Se trata, en realidad, de plantearnos esta alternativa: ¿para la difusión y la conservación {7 (47)} de la verdad divina y católica, es preciso fiarnos de la fuerza de la verdad por sí misma y en el resplandor del espíritu de la verdad, o bien hay que poner la confianza en los reyes, los parlamentos, los ministros, los senadores y los diputados, las leyes humanas, con los hombres y los medios que los hombres aplican?.
La elección no puede ser muy difícil.