BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 63. OCTUBRE. 1967.
1. EL ORATORIO
La Congregación del Oratorio es una institución genial, no ciertamente grandiosa, pero si, aún ahora, nueva y admirable, creada por el genio y la santidad de San Felipe Neri que, sin pretenderlo, pero dejándose llevar por Dios, intuyó y plasmó en su obra, un ideal de perfección y apostolado que muy pronto la Iglesia, sin que él lo solicitara, se preocupó de amparar y consagrar con su aprobación.
Se caracteriza, en sus comienzos, por una despreocupación en cuanto a métodos y procedimientos se refiere: todo surgía de la libertad del corazón, jamás fruto del desorden, sino dócil holgura para las iluminaciones de la gracia, que no se ciñe a moldes preconcebidos y conduce, en cambio, por ese camino siempre nuevo, sorprendente y admirable de la fe sin trabas, que descubre, reconoce y siente el contacto de Dios sobre las cosas y sobre las almas, en el mundo y en la Iglesia.
Por todo esto el Oratorio nunca ha sido una entidad grandiosa, ni podía serlo, sin desfigurarse, porque nació purificado, en su mismo origen, de la ampulosidad del Renacimiento, en pleno siglo XVI, de un hombre precisamente un florentino —y en un lugar— la fastuosa Roma de entonces que bien habría podido darnos, más o menos cristianizado, algo que también hubiese sido bueno.
{1 (29)} pero menos puro y evangélico, pero no ciertamente más fiel a la época vivida al temperamento del hombre y santo que lo creaba y al marco histórico loca que lo envolvía. Comparado con otros fundadores de entonces y de después nos damos cuenta que San Felipe fue, entre todos, el que menos pretendió fundar, el que menos se preocupó por reclutar miembros y el que más dificultades puso para que su obra, comenzada en Roma, se extendiera a otros lugares.
Y no porque le faltara el celo para el bien, porque su corazón inflamado contagiaba, sin tregua, el amor y el entusiasmo sobrenatural a todos y en todas partes.
Además, en cuanto a los medios de santificación, presentó la novedad, —después seguida por otros institutos— de prescindir de los votos que se hacían en las religiones aprobadas, por aquello de que, en el cielo, "Dios no nos preguntará qué votos hemos profesado, sino qué virtudes hemos practicado". Pero tuvo siempre y enseñó a tener en gran estima y veneración a cuantos los habían emitido en las órdenes religiosas.
Y cuando observamos cómo hacia el apostolado, vemos que tampoco se valió de técnicas o recursos sistematizados. Su estilo fue siempre sencillo: una unción cristiana difundida en todas sus palabras y presente en todas sus acciones, que humanizaba lo sobrenatural con lo más exquisito de su amor y sobrenaturalizaba todo lo humano, porque sabía descubrir el relieve divino presente en el mundo y en la vida. Todo con buen sentido, con alegría constante, mirando a Dios y sonriendo a los hombres.
Su estilo y su obra, que se ha transmitido a través del Oratorio, sigue siendo nueva y admirable—es decir, genial, precisamente por esto, que le impidió nacer envejecida o condenada a envejecer. No es hija de la esclavitud del método y de las leyes, ni mide los quilates de su bondad y de su excelencia en las cantidades. A todo esto, se le ha dado siempre escasa importancia, porque a obra de San Felipe es hija de la libertad de la gracia; de una libertad que se mantiene inmune del desorden, guardada celosamente como la condición indispensable para el amor, que fue la única medida que aceptaba el Santo.
Que se pueda decir de los hijos, lo mismo que se decía de su bienaventurado Padre: que lo hacen todo CON ALEGRIA.
(De las Reglas del Oratorio)
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2. EN LA CIUDAD
El Oratorio nació en Roma y, a imitación del romano, surgió y prosperó en otros lugares, como una institución ciudadana. Es decir, como una obra apostólica llamada a ejercer su benéfico influjo a toda una ciudad, y no sólo a un sector o parte limitada de la misma, como podría ser un distrito o barrio ciudadano. Seria, por la misma razón, menos propio del Oratorio el establecerse en lugares demasiado pequeños: la ciudad, entendida como un núcleo de población no limitado y generalmente grande, es su lugar adecuado.
San Felipe Neri fue el apóstol de Roma, de la ciudad de Roma, de toda la ciudad de Roma. No es posible imaginarlo de otra manera cuando reproducimos la memoria de los hechos; ni en modo alguno podríamos considerar su obra, el Oratorio, sólo como un aspecto de su vida y de sus actividades, o un testimonio parcial de sus ideales, o una faceta de su apostolado: el Oratorio fue toda su vida, y toda su vida la dedicó a Roma desde el Oratorio.
Hubo entonces, en Roma, otros santos contemporáneos y amigos suyos que llevaron a cabo obras magníficas, de repercusión universal, fecundos de bien y de gran consuelo de la Iglesia; pero ninguno de aquellos santos fue más romano que San Felipe Neri, a pesar de no haber nacido éste en Roma: ninguno conocía mejor que San Felipe los lugares y las iglesias de Roma, ni cruzó más veces sus plazas, ni camino más por sus calles, ni trató con más gente, ni oyó más confesiones, ni convirtió a más pecadores, ni confortó a más almas, ni fue más popular que San Felipe Neri.
Para él, en Roma, no había frontera en ningún lugar, ni puerta en ninguna casa, ni secretos en los corazones. Era el Santo de Roma: él y su obra eran romanos, lo más romano que la Iglesia vio surgir entonces en esta ciudad, que era como su corazón.
La Iglesia ha querido asegurar por medio de las leyes que ha dado al Oratorio, la permanencia de esta cualidad ciudadana, es decir, no ceñida a un perímetro limitado, porque así quedaría desfigurada su genuina finalidad y sofocada su vida, en perjuicio del bien propio del Oratorio y del bien general de la Iglesia.
La misión del Oratorio es trabajar para Dios sobre toda la ciudad y beneficiar así, no solamente a las almas que más de cerca le tratan, sino a las demás organizaciones y obras eclesiásticas inscritas en la crisma ciudad, tanto si éstas ejercen su labor en lugares determinados o sobre definidas clases de personas, como si la ejercen en forma {3 (31)} más amplia, al estilo del Oratorio. Luego, en el Cuerpo Místico, se opera esa misteriosa Ósmosis sobrenatural, que descubre y reconoce todo el que tiene verdadero espíritu de fe, por medio de cuya operación todo se equilibra y compensa y apoya en la edificación del único Cristo total. Y la Iglesia de Dios, "que se adorna con la variedad", como dicen nuestras Constituciones, también necesita obras y apostolados del estilo del Oratorio, como entre los seres vivos los cuerpos necesitan músculos y huesos de diferentes medidas, o les quitaría la vida el que intentara reducirlos todos a una misma dimensión.
En una ciudad, el Oratorio, es ante todo, una casa de Dios, donde sacerdotes, clérigos y laicos hacen corona alrededor de su altar para alabarle y bendecirle, y luego trabajan para extender su gracia y su gloria entre las almas. Es una familia sacerdotal, hermana de los demás sacerdotes de Cristo; es un hogar donde se mantiene encendida la llama de la oración para que prenda en los que pasan su umbral; es un templo donde se reza y se canta y se hace llegar ejemplarmente la unción sobrenatural de los actos litúrgicos al pueblo de Dios; es un centro de cultura y una escuela de formación religiosa donde se forman las almas de todos los que buscan el reino de Dios, su verdad, la fuerza de su palabra y el sentido de Cristo, y a su vera oyen y siguen la voz del Señor y se despiertan vocaciones sacerdotales y religiosas que benefician y consuelan a toda la Iglesia, y se preparan para la vida corazones generosos y alegres que van a rejuvenecer el cristianismo en el mundo y a fundar familias cristianas.
En cada ciudad donde se establece, el Oratorio acaba integrándose tan profundamente en ella que, aun cuando la observancia de las mismas leyes y la fidelidad a un mismo espíritu mantiene los rasgos esenciales comunes entre todos los Oratorios del mundo, como hermanos de una gran familia, cada uno adquiere, sin embargo, los matices inconfundibles de la propia personalidad surgida de ese arraigo ciudadano o encarnación local que le distingue.
Cada una de nuestras Congregaciones del Oratorio de San Felipe Neri —que así se llaman— recibe, además, el nombre de la ciudad donde tiene la sede y, de ley ordinaria, en una misma ciudad, no debe existir más de una Congregación.
Cada diócesis es una Iglesia pequeña; cada ciudad nos recuerda Roma.
Nosotros quisiéramos siempre, donde estamos, recordar a nuestro Padre San Felipe y, aún más, hacer el bien que él haría, si Roma estuviese aquí y si San Felipe fuésemos nosotros.
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3. EL ORDEN DEL AMOR
Cuando las obras de los santos han llamado la atención de la Iglesia, por su eficacia o por su significado en orden a la fidelidad al espíritu del Evangelio, la Iglesia, maternalmente celosa, ha querido hacerlas suyas y darles una forma de vida perdurable, proveyéndolas de leyes propias que aseguraran su institución y se mantuvieran con el espíritu y la fisonomía que les plasmaron sus santos fundadores. Así la Iglesia siente cómo se enriquece y se hace más universal cuando ampara tal variedad de formas creadas bajo la inspiración de la gracia, y reconoce en ellas la indefectible presencia de su divino Esposo, Cristo, que es la vida de los santos y la fuerza de sus obras.
El Oratorio es una de estas obras que llamaron la atención de la Iglesia, tal vez por su gran sencillez, por ese orden buscado casi exclusivamente en la caridad y que, precisamente por esto, podía ser un buen testimonio de la eficacia de lo sobrenatural, que prevalece siempre sobre las previsiones humanas, demasiado apoyadas en la complicación de las leyes y en la fuerza que sugiere o se reconoce en la cantidad. El Oratorio será siempre más bien un "pusillus grex" evangélico, definido y protegido por una breve legislación y depositario de algunas prerrogativas que no tienen otra finalidad que asegurar precisamente esta característica de su sencillez que, sin tal amparo, resultaría endeble y más difícil de mantener.
En la fundación del Oratorio por San Felipe, el cálculo apenas intervino y, esta mínima intervención fue, en todo caso, para suprimir un conjunto de elementos, comunes en otras obras santas, pero que San Felipe estimó que, para él y los suyos, podían servir de tentación a la pereza para el esfuerzo constante que nos pide a cada momento la vida, o que hubieran constituido fácilmente un freno a la libre inspiración de la gracia. No le preocupaba que, para mantener el fervor de ese fervoroso aliento nuevo y espontáneo y siempre mantenido y perseverante, hiciera falta luego una más generosa y celosa fidelidad:
el quería mantener constantemente, como brotando de un manantial inagotable, {5 (33)} todo el auténtico frescor de los valores de la perfección evangélica que le parecía difícil envasar en formas demasiado rígidas.
A San Felipe le bastaba que fuese el orden del amor el que vertebrara la vida de su comunidad, y que fuese este mismo orden el alma de toda la festividad apostólica, enmarcada en "el celo por la casa de Dios" por medio de la sagrada Liturgia, de la que los hijos de San Felipe nos esforzamos en ser celosos cultivadores; animada por la vida de oración, que hace más consciente él tesoro de los sacramentos en el alma cristiana, y extendida a los demás, principalmente a través del Oratorio secular, verdadera razón de la existencia de cada Congregación y síntesis de su vida y de su programa espiritual y apostólico al servicio de la Iglesia.
Si tuviéramos que resumir este orden del amor, en la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, seleccionaríamos estas palabras esenciales sacadas de las mismas santas Reglas que nos ha dado la Iglesia:
FIN GENERAL de la Congregación del Oratorio: la santificación de sus miembros, por estos medios principales:
10) observancia de los consejos evangélicos, sin votos; 20) Vida de comunidad, informada del espíritu de familia y de la más suave caridad; 30) oración, humildad, mortificación; 40) ministerio sacerdotal; 50) siempre y en todo serena paz y alegría interna y externa.
FIN ESPECIAL: cooperar a la salvación y santificación de las almas, principalmente por:
10) la predicación evangélica en nuestras iglesias; 20) formación de las almas para una vida verdaderamente cristiana, en la piedad sólida y filial hacia Dios y una activa caridad, todo principalmente & través del Oratorio secular; 30) el asiduo ministerio de la confesión y dirección espiritual; 40) el culto litúrgico digna y ejemplarmente celebrado en las iglesias propias; 50) el apostolado de la juventud.
Con pocas palabras más, añadidas a este esquema, podría resumirse todo lo que la Iglesia nos manda, para que permanezca garantizada nuestra fidelidad {6 (34)} A la obra y al espíritu de nuestro Santo Padre Felipe. Algo más extenso es lo que se nos dice en el capítulo reservado enteramente al Oratorio secular, para que no olvidemos que:
Entre todas las formas de apostolado filipense, la primera y principalísima, que dio origen y hasta nombre a la misma Congregación, es el Oratorio. Para que se pueda distinguir de la Congregación del Oratorio & éste, su principal instrumento de apostolado, se le ha llamado, apropiadamente, Oratorio secular.
El Oratorio secular, venerada forma del apostolado filipense, es una asociación canónica, en la que se ha procurado mantener la sencillez original que le imprimiera nuestro Santo Padre. Funciona como obra propia y dependiente de la Congregación, tal como está establecido, en las leyes de la Iglesia, para las obras de apostolado de los institutos de perfección, para que puedan cumplir con su finalidad específica y así más eficazmente, sin confusión ni dispersión de energías, cooperar al bien general de la Iglesia.
El Oratorio secular, donde quiera que se ha establecido la Congregación, ha dado copiosos frutos de vida cristiana entre los que se han beneficiado de la filiación filipense que otorga a los que buscan en él la orientación y la formación para su vida de hijos de Dios en el mundo. Estos buenos resultados se han mostrado particularmente eficaces entre los jóvenes, que fueron los predilectos de San Felipe y que siguen siéndolo del Oratorio.
El secreto del apostolado en el Oratorio, está en dar la preferencia a los jóvenes... Y no hay que preocuparse demasiado porque son inconstantes, porque los jóvenes vuelven siempre ...
(Card. Bevilacqua, C. O.)
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4. LOS JÓVENES
Dicen de ahora, de esta época en que vivimos, que es la era de la juventud, porque los que están en esta edad, hacen valer sus derechos con más insistencia que nunca, y porque los que no lo son tanto, también quieren disimularlo más que nunca. Esa vocación a la vida que convierte en impaciente a la juventud, no es nueva: los nuevos", en realidad, somos nosotros. La verdad es que en cada época, con más o menos vigor, se ha manifestado la urgencia de los que empujan hacia adelante, y que cada hombre, en un momento de su vida, ha experimentado ese crecer de fuerzas que el mundo que le rodea esperaba para ser dominado y mejorado por ellas. Gozo y dolor; ilusión, esperanza y angustia... Toda una suma y confusión de sentimientos agitan al hombre en esta crisis que le ha de hacer crecer, que es providencial, pero que no le ahorran en medio de algunos no demasiados consuelos, los riesgos que la aventura de la vida, con ser maravillosa, representa para el que ha de avanzar y desconoce el camino.
Si en este trance aparece un hombre que conoce el camino y conoce al caminante, y además le ama...; y si además, este hombre es santo y nos acompaña en este camino hasta alcanzar a Dios, no cabe mayor bendición para el inexperto y vacilante que se asoma a la madurez de la vida y que no sabía cómo alcanzarla, San Felipe Neri fue este hombre, este guía y este santo.
No se propuso, en su apostolado, hacer selección de personas sobre las que consagrara una dedicación especial y, de hecho, una gran variedad de almas recibieron, muy de cerca, el beneficio de su acción apostólica. Pero, a pesar de ser esto verdad, no pudo menos que dejarse llevar por ciertas predilecciones que, de la misma forma, luego han pasado y se han mantenido en el programa apostólico del Oratorio. La predilección de San Felipe, eran los jóvenes.
No disimulaba su desconfianza sobre los arrebatos fervorosos, aunque pasajeros, de la juventud. "Fuochi di Paglia", fuegos de paja, los llamaba.
Pero tampoco esperaba nada de bueno de los que, a pesar de contar pocos años, aparecían habitualmente demasiado formales o tristones y melancólicos, como si todo esto pudiera ser el síntoma de una lograda prudencia o la precoz gravedad de la virtud. De los tales, como de los que, aún en cosas de {8 (36)} poca monta, solían mentir, afirmaba que nada podrían hacer en el camino de Dios, porque eran envejecidos de corazón, incapaces de ilusiones de bien y de nada grande.
Él amaba a los jóvenes...
A éstos los comprendía y ellos se sentían{1} siempre comprendidos por el Santo. Sus bromas, sus ironías y agudezas que descubrían los pensamientos del corazón, sus avisos raramente severos, su tiempo y su amor siempre dispuestos, sobre todo, para ellos, les tenia siempre pendientes de él, y muchos llegaban a no poder pasar ni un día sin verle, aunque fuese solamente un entrar y salir y decirle y escucharle una palabra, o agradecer una sonrisa... o recibir un estirón de orejas o ser saludados con la agudeza chispeante de una broma que valía por un sermón, y recibir una bendición ancha y cariñosa de aquella mano que besaban, que les alejaba las tentaciones y disipaba las tristezas y hacía más nueva y más bella aún la vida de cada día.
Una casa de San Felipe es, en todas partes, una casa de la juventud, donde siempre resuena el bullicio y la alegría juvenil de los años primaverales, abiertos a la esperanza, de los que se inician a vivir responsablemente los caminos que les abre el mundo. Una casa de San Felipe es una colmena de corazones alegres, optimistas y enamorados de Dios y de la vida, y el espíritu de San Felipe atraviesa las paredes de estas casas y entra en las almas de los que allí acuden y, sobre todo a los jóvenes, les sigue sonriendo y bendiciendo. Y amándoles y guiándoles.
Jóvenes católicos: dad vuestra adhesión a las manifestaciones de desinterés, de valentía, de servicio, de espíritu cristiano que a menudo brotan con espontaneidad y resplandor heroico y humano entre la juventud, y sabed conquistarlos y promoverlos vosotros mismos, desafiando las dificultades y prescindiendo de las críticas de los tímidos y de los perezosos, y que sea vuestra limpieza moral, vuestra alegría, vuestra comprensión y vuestra fe la que se encargue de dar estilo y de representar la verdadera vida juvenil de nuestro tiempo.
(Pablo VI).
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5. LA LITURGIA Y EL ORATORIO
San Felipe Neri bien merece, con toda Justicia, ser contado entre los pioneros de la renovación litúrgica de su tempo. Fue un apóstol de la misa y comunión frecuente y aún diaria (cosa rarísima entonces): apóstol de la confesión, de la oración en común, de la lectura del Evangelio, de la predicación sencilla y familiar, en contraste con la predicación ampulosa de su tempo; a él se debe también un gran impulso dado a la música sagrada, que quiso purificarla, renovando el estilo, de los resabios paganos que la profanaban, para que contribuyera mejor a la vivencia de la liturgia.
San Felipe ha pasado a la Historia como el apóstol de Roma. Y podríamos decir que reformó y cambió Roma desde la Liturgia. Los que se acercaban a él, se aficionaban en seguida a la recepción de los sacramentos y esto sólo ya causaba en ellos la transformación total de sus vidas, renovadas con el sabor sobrenatural de la gracia que nada de la sagrada liturgia.
Para él mismo, la santa misa y el oficio divino eran la fuente de donde surgía todo el inmenso bien que hacía a los demás.
La preocupación del Santo por la Liturgia ha quedado luego reflejada en varios lugares de las Constituciones del Oratorio, especialmente cuando se ocupan del Oratorio secular, del que dicen que "debe promover en todos sus miembros una piedad sincera y verdadera, así privada e individual, como pública, que se manifieste en el amor y fiel ejercicio del culto litúrgico".
Fiel a sus fines, el Oratorio, donde quiera que se ha establecido, ha promovido en los fieles la vida litúrgica en su línea más pura y auténtica, en la línea que podríamos llamar pastoral o del espíritu.
Podríamos hacer un resumen de la beneficiosa influencia que las Congregaciones del Oratorio han ejercido en los lugares donde se han establecido, en lo que a apostolado litúrgico entre el pueblo de Dios se refiere; o hacer una lista de las figuras cimeras que en libros o en Congresos internacionales sobre sagrada liturgia, han resumido en libros o importantes estudios que han constituido preciosas aportaciones, sobre todo en estas últimas décadas, & la renovación litúrgica que se experimenta por doquier. Sería igualmente de destacar la colaboración de los oratorianos, en esta materia, en el reciente Concilio Vaticano II. Pero bástenos por todo, una palabra del presidente del Consilium para la Liturgia, el cardenal Lercaro, al recordar la muerte reciente de nuestro entrañable padre Julio Bevilacqua, del Oratorio de Brescia, y también cardenal, al que no dudó en llamar "apóstol inolvidable de la renovación litúrgica".
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6. SAN FELIPE NERI, FUNDADOR DEL ORATORIO
Allá por el año 1590, se veía pasar por las calles de Roma, a aquel hombre lleno de bondad, de frente clara, barba frondosa, alto, desgarbado, que se movía con amplios gestos y hablaba y reía con todo el mundo. Se llama Felipe Neri. Nada le agrada tanto como decir una agudeza, mezcla chispeante de inteligencia, picardía bondadosa, conocimiento de los hombres y optimismo cristiano, que provoca la risa a quien le oye, pero que, a flor de un nivel que parece simplemente humano, ofrece siempre una lección simpática de las cosas del espíritu y un irresistible estímulo para el bien obrar. A veces se diría que se propone no decir nada en serio. Pero no es más que una forma de ejercitarse en la humildad; humildad y desenvoltura, mezcladas de gentileza, que atraen irresistiblemente a las almas.
Camina por las calles, más bien deprisa: siempre le aguarda, más cerca o más lejos, una obra de caridad o de celo apostólico. De todas maneras, si encuentra a un conocido, no deja de saludarle y, en la mayoría de las ocasiones, se une a él, deteniéndose si le sobra un poquito de tiempo, o arrastrándolo a paso largo, y riendo, mientras dice algo que pueda ser beneficioso al acompañante, cautivado por las maneras del Padre Felipe, que se fija en todo y habla y mira al interlocutor, no se sabe si en broma o leyendo en el alma lo que Dios le revela. Siempre descubre algo de que reírse y algo bueno que decir: envuelve las sentencias serias con una sonrisa y, cuando reprende, parece que acaricia el corazón; pero no le gustan las dulzonerías pseudo-piadosas.
Es compasivo, eso sí, y muy humano, y sonríe siempre y, sin dejar de hacerlo, alienta y empuja a todos en el cumplimiento sencillo y abnegado del deber de cada día y de cada instante.
Tiene muchos adeptos, porque todos quieren ser amigos suyos. Sus discípulos forman una alegre brigata, que toda Roma conoce. Parece como si en ella sólo se buscase el jolgorio, y no pasa día sin que el Padre Felipe gaste una broma a alguien o varios de los que se acercan. Su continua festividad de espíritu es contagiosa, y el sentido del humor del que nunca se desprende, es el punto de confluencia de la ternura con la ironía, del consejo moral y de la broma: es la encrucijada donde la libertad del espíritu cristiano estalla en alegría clara y limpia.
{11 (39)} Pero, al mismo tiempo, este personaje tan curioso y desconcertante, es un hombre de maravillosa pureza de espíritu y un gran místico, a quien el cielo colma de gracias visibles y de carismas espirituales. Cuéntase que, el mismo Jesucristo, lo ha marcado con una señal, en un misterioso cara a cara del cual Felipe no habla jamás. También se dice que, en uno de sus largos ratos de oración, fue tal la vehemencia de sus anhelos, que se sentía morir; sobre todo cuando, aun antes de ser sacerdote, en vísperas de la fiesta del Espíritu Santo, vio descender un globo de fuego que le entró en el corazón, hinchándolo hasta arquearle las costillas, que cedieron a la turgencia milagrosa del órgano dilatado, Incapaz de contener la inmensidad de su amor sobrenatural.
La dulce angustia de aquel momento pasará, pero ya para siempre experimentará un vivo calor sobrenatural y se repetirán las fuertes palpitaciones que él teme porque le anuncian los frecuentes éxtasis que no puede evitar, y que lucha inútilmente para disimularlos, hasta que le obligan a decir misa en su habitación, porque ya le es imposible celebrarla sin estos arrobamientos habituales, que le avergüenzan y confunden y que, ni las bromas ni las agudezas, de las que es pródigo su hablar, alcanzan a encubrir con el disimulo, mientras mezcla sus sonrisas con lágrimas...
Su deseo de hacer el bien, no tiene límites, ni pretende fines especiales, con tal que puedan inscribirse en la órbita inmensa de la caridad. No pretende apoyarse, ni establecer una espiritualidad propia; pero los que se acercan a él y siguen sus consejos, se dan cuenta de que se les simplifica su vida espiritual, que cada vez se parece más a la de los cristianos de la primera generación de la Iglesia. No inventa métodos, ni le preocupa demasiado la organización, ni confía mucho en los sistemas. Dice siempre, cuando le hablan o proponen algo difícil, que, si le dejan un poco de tiempo para orar, no le preocupa ni le asusta nada y se siente con fuerzas para todo.
Vive en una época convulsa, agitada, cuando el protestantismo ha causado profundas heridas en el cuerpo de la Iglesia. En tal coyuntura no faltan los que se preocupan organizando, estudiando, planificando obras y emprendiendo santas batallas para el triunfo del bien. Todo esto Felipe lo aplaude y hasta lo secunda con generosidad; pero él se apoya y confía en motivos aún más {12 (40)} sobrenaturales y, por lo tanto, más sencillos, más universales también, y más duraderos. Son la oración, los sacramentos, la liturgia, la caridad: esto es todo y todo está en esto.
Respeta la fisonomía espiritual de cada alma, y conduce a cada una según el particular modo de ser de ella y lo especial que Dios le pide. Acuden a su confesonario y recogen lecciones santas, más bien breves, pero siempre certeras, que les orientan hacia el trato con Dios por la oración y los sacramentos, y el ejercicio vivido de la caridad. Y todo hecho con alegría, con sinceridad, con sencillez y constancia que, poco a poco, transforma la vida de la entera ciudad de Roma, porque acuden a sus plantas los pobres y los ricos, los sencillos y los sabios, los criados, los empleados, los médicos, los hombres de leyes, los sacerdotes y religiosos, los obispos, los cardenales y el mismo Papa, en demanda de luz y de oraciones.
A veces no es necesario que los penitentes abran sus corazones: el Padre les adivina los pecados, especialmente aquellos que estaban tentados de no declarar o que se les olvidaban... Si el penitente le pregunta, entonces, cómo ha podido conocer el estado y los pecados de su alma, le responde con una clara sonrisa y le dice: "Por el color de tu pelo". Y, dándole un tirón de orejas, que sabe más a caricia que a reprensión, le impone la penitencia y lo despide en paz.
Así era San Felipe, que Florencia había visto nacer en 1515—venturoso año en que también había nacido Santa Teresa en Ávila— de una familia de la burguesía, lindando con la nobleza, pero pobre; que de pequeño habíase mostrado tan encantador, hasta merecer el sobrenombre de "Pippo buono" —el buen Felipín—, y que a los diecisiete años, en lugar de aprender los secretos del negocio, junto a uno de sus tíos sin hijos, que quería hacerle rico, lo había abandonado todo, súbitamente, para entregarse del todo al servicio de Cristo.
APOSTOL SEGLAR
Durante años, viviendo a la buena de Dios, durmiendo en los pórticos de las iglesias si, después de larga oración, se le echaba encima la noche, o en su cuarto pobrísimo y limpísimo, que un amigo florentino le cedía a cambio de cuidar de la instrucción de sus hijos, había sido el joven Felipe en Roma, uno de aquellos apóstoles seglares, testimonios sencillos de la palabra de Cristo, {13 (41)} eran tan extraños en aquellos tiempos y en aquella Roma. En todos los barrios, aún en los de peor fama, predicaba al aire libre, a un auditorio benévolo, y alcanzaba sorprendentes conversaciones.
Hacía excursiones por la campiña que rodea la Ciudad Santa y se detenía en los lugares que favorecían la oración, por la vía Appia, o emprendía el peregrinaje a las "siete iglesias", las más célebres y santas basílicas de Roma.
La Cofradía de la Caridad, que entonces contaba con miembros de todas las clases sociales, no tenía servidor más abnegado que este raro seglar de labios llenos de Dios, dispuesto siempre a ofrecerse al prójimo.
Poco a poco se constituye, en torno suyo, un grupo de fieles, reclutados entre aquellas gentes que interpelaba por las calles, con su exclamación famosa: "Y bien, hermano, ¿no es hoy que nos disponemos a practicar el bien?" Es curioso ver cómo vivía totalmente entregado a Dios; pero sin que se le ocurriera hacerse sacerdote, por más que había seguido los estudios de filosofía y teología con laudable provecho. Pero solamente había estudiado para mejor conocer a Dios, poder amarle más y poder hablar de Él en todo lugar y ocasión. Se gozaba en su condición de seglar, que le permitía penetrar en todas partes donde se pudiera hacer el bien, llevando la luz de la verdad y el calor del amor cristiano: calles, plazas, tiendas, bancos, amigos por todos los sitios, a quienes el sacerdote habría retraído, pero que, en cambio, recibían con simpatía las palabras de Felipe y hasta le seguían en sus buenas obras.
EN LA CELDA DEL SACERDOTE
No obstante, el sacerdote que le confesaba, Persiano Rosa, mitad padre espiritual y mitad compañero de sus hazañas, le convenció, finalmente, de que su total consagración al bien de las almas resultaría híbrida sin el sacerdocio y, puesto que preparación no le faltaba, en poco tiempo se dispuso para recibir las órdenes sagradas. Tenía entonces San Felipe treinta y seis años. En su cuarto de san Girolamo della caritá, cuya iglesia servía junto con otros sacerdotes, se reunían algunos de sus discípulos, sin are formal alguno, para tratar de las cosas de Dios, tomando, tal vez, al comenzar, un pasaje de {14 (42)} un buen libro y lanzándose en seguida al comentario familiar y espontáneo, en el que participan todos, si bien el terminar, el Padre Felipe resume ya es preciso corrige y puntualiza, en pocas palabras lo más importante.
Pronto el cuarto del Santo fue incapaz y se le unió la habitación contigua: pero ni aún con el derribo de un tabique se resolvía la angostura del lugar, por lo cual tuvieron que invadir el desván de la Iglesia, al que llamaron el Oratorio, porque era menos que iglesia y más que cuarto... Allí, mayor número de asistentes pueden participar en las reuniones, que siguen conservando las mismas características con que se iniciaron, y terminan con un poco de oración en común.
Más adelante se pasa a la iglesia, en busca de un espacio mayor; pero sigue llamándose Oratorio, Do ya por razón del lugar, sino de las prácticas que integran las originales reuniones. Los que a ellas asisten son los hijos espirituales del Padre Felipe, los del Oratorio.
Aun así siguen los seglares participando en los comentarios, que versan sobre la vida de Cristo y de los Santos más imitables y sobre la historia de la Iglesia, en especial de los primeros tiempos, sobre las virtudes cristianas, y cabe también la música, de la que Felipe es un enamorado original y exigente: no quiere que siga la costumbre de cantar en la iglesia melodías dulzonas y afeminadas, por más que tal fuera el estilo de entonces, y encarga a alguno de sus hijos espirituales, que son músicos, la composición de melodías en las que se conjuguen la unción religiosa con la sencillez y la dignidad artística.
Estos músicos son Palestrina, Animuccia, Soto... Para ocasiones especiales les encarga composiciones más largas, pero no tanto que la ejecución dure más de una hora, en las que se glosa un paisaje bíblico, o se escenifica un misterio cristiano, dando lugar a las piezas musicales conocidas con el nombre de Oratorios, que más tarde cultivarán otros músicos, también famosos, como Bach, Händel, Perosi...
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CRECIMIENTO Y PRUEBAS
Aquellas peregrinaciones y visitas a lugares sagrados que, de seglar, realizaba él solo, ahora las repite acompañado de esta pléyade de asistentes al Oratorio, cada vez más numerosos, No falta quien tilde a Felipe de innovador y que sospeche de sus buenas Intenciones; otros le censuran porque prescinde de ciertos formalismos tradicionales que considera Inactuales y accidentales y, por lo tanto, un obstáculo para el apostolado. Le echan en cara, en especial, el que admita a seglares pare pronunciar los sermones que se hacen en la iglesia, durante el Oratorio. El contesta que está siempre presente para evitar las posibles desviaciones de la sana doctrina y hacer las correcciones, si llegara el caso, si bien tiene cuidado de que los que hablen lo hagan con la debida preparación, si es que no se limitan simplemente a interrogar para aprender, sino que exponen algún punto de doctrina o de la vida de Cristo y de la Iglesia. Dice que así el auditorio atiende más, especialmente si se evita que los sermones sean demasiado largos, para lo cual él ha decidido que los que allí se predican tengan una cuarta parte de la extensión que habitualmente se les concede en otros lugares. Las acusaciones llegan al mismo Papa, por boca de espíritus mezquinos y envidiosos. A Felipe se le presenta una dolorosa prueba, que supera con la gracia de Dios, y que al fin redunda en bien de su misma obra, que prospera y acoge a muchas más almas, hasta convertirse en el medio principal de que se vale la Providencia para restaurar las costumbres y devolver el esplendor de la virtud eclesiástica a la corrompida sociedad romana de aquellos tiempos.
CONSOLIDACION E INFLUJO DEL ORATORIO
Entre los que participan cotidianamente en los ejercicios del Oratorio, ha nacido una hermandad. Algunos toman en ella un papel relevante: el sastrecillo florentino Parigi, que sirve durante treinta años a Felipe en San Jerónimo; el antiguo comerciante Cacciaguerra, que se ha convertido en un místico exaltado; el elegante Tarugi, camarero secreto del Papa, a quien sus bellas vestiduras de terciopelo no le impiden mezclarse con la fiel brigata; el rústico estudiante de los Abruzzi, Baronio, que será un gran historiador y finalmente exaltado a la púrpura cardenalicia.
Desde ahora, el Oratorio celebra sus reuniones en la nueva iglesia, mas vasta, de Santa María in Vallicella y multitudes enteras solicitan tomar parte {16 (44)} en ellas. Pero el grupo que dirige todo eso sigue siendo pequeño, acaso no llega a quince miembros. Cierto que, en otras partes, y a pesar de las dudas y resistencias del Santo, surgen imitaciones de su apostolado. No obstante, el sigue sin preocuparse por organizarlo, confiando más en la espontaneidad progresiva de los sucesos, impulsados por el celo y la rectitud de intención, que por el compromiso respaldado por las leyes.
No es hasta 1575, y bajo la orden expresa del Papa, que Felipe aceptará que su libre movimiento se convierta jurídicamente en una nueva Congregación. Pero será una Congregación de tipo muy singular, en la que, sus miembros, sometidos a una regla muy sencilla, vivirían en unión de plegaria y de acción, donde la observancia se regiría más por el amor a la Casa y a los hermanos, que por la rigidez de una reglamentación. Un discípulo del Santo no tardaría en afirmar que aquello era, simplemente, "una república ordenada por el amor"... El único lazo proclamado y reconocido que existe es "el que nace del afecto recíproco, del trato cotidiano", y cuando se pide a San Felipe el alfa y omega de su Regla, que consigue un orden tan admirable y tan eficiente, responde sencillamente, grave y sonriente a la vez: "Solamente la Caridad".
A pesar de todo, este primer Oratorio, tan original, tan rudimentario en sus leyes, tan poco organizado, ejercerá una influencia considerable y formará al servicio de la Iglesia, un grupo de selección que le prestará insignes servicios. La idea proliferará más aún que la institución misma: tanto irradiaba de ella el poder espiritual.
En cuanto al Santo fundador, recluido finalmente en su celda por la enfermedad y la vejez, tendrá un fin digno de su vida. Flaco, vuelto semejante a un bello cirio que se consume ardiendo, estará siempre y hasta el fin abrasado por la misma fiebre gozosa, por la misma llama sobrenatural. A los que acuden a visitarle, repetirá incansablemente el precepto que ha hecho suyo desde su adolescencia: "Vivir siempre en Dios y morir asimismo"... Después, en el momento en que los médicos, solemnes, anunciarán que su salud es perfecta y que, octogenario, llegará a los noventa años, un día, como si hiciera su última jugarreta, descansará dulcemente en el Señor, mientras ante los escasos testigos de su tránsito, levanta, para bendecir, una mano muy pálida, y un murmullo, apenas perceptible, fluye de sus labios. Era la Festividad del Corpus Christi, el 26 de mayo de 1595.
DANIEL ROPS.
De la Academia Francesa.
Si me dieran diez hombres verdaderamente desprendidos, me vería en ánimo de cambiar el mundo.
(San Felipe).
Los jóvenes son la esperanza de la Iglesia.
(Gaudium et Spes, 2).
Que los jóvenes sean castos, y que los mayores se libren de la avaricia, y todos seremos santos.
(San Felipe).
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7. EN FAMILIA
Todos los que se han acercado al Oratorio con curiosidad, para estudiar su estructura jurídica, o para analizar su espíritu, a pesar de que todo les hubiera sido muy sencillo, han solido tropezar con el inevitable escollo de la excesiva simplificación o de la superficialidad. La existencia —sobre todo después del Concilio de Trento, y también en nuestra época— de grandes y beneméritas organizaciones apostólicas, ha hecho más fácil la confusión, hasta reducir, por inercia, todas las obras de perfección y apostolado A un común denominador, con poco diferencia en los espíritus, pero con mucho más parecido en las estructuraciones. Hay, también, en los que miran estas obras desde fuera, con prejuicios de inconsciente naturalismo, una como obsesión por la eficiencia y practicidad funcional de la entidad, a costa del espíritu.
A las obras de apostolado que Dios las ha llamado a ser grandes organizaciones, Dios mismo las amparara para liberarlas de este peligro; pero a otras, ya las ha situado la Providencia en el lugar donde la tentación, también podría existir, pero tendría que ser buscada. Entre estas obras está el Oratorio.
Los que han juzgado el Oratorio superficialmente, han dudado muchas veces de su eficacia. No entienden que cada casa o Congregación sea autónoma; no entienden que no deba haber un Superior General; no entienden, por qué durante cuatro siglos, se ha mantenido con leyes tan sencillas.
San Felipe no quiso edificar su primera comunidad, sobre las leyes, sino sobre el afecto fraternal, hasta lograr un espíritu de familia, que todo lo informara. Si se prescinde de este espíritu de familia es cuando no se comprende por qué San Felipe no quería la dispersión de muchas fundaciones; no se entiende por qué él mismo nunca abandonó Roma; no se entiende por qué dudaba tanto de los lazos jurídicos. Incluso no se entiende por qué la Iglesia ha dado algunos privilegios al Oratorio, si no es para que pudieran serle de garantía que le ayudaran a mantener su peculiar espíritu, precisamente de familia.
Cada casa nuestra es como una familia de hermanos, que vivirán siempre más juntos bajo el mismo techo, domésticamente, en el mismo lugar. El superior que tendrán, no les será nombrado desde fuera, sino que ha de ser elegido por los mismos de la casa. Este superior tiene el nombre de Prepósito, que sólo quiere decir "puesto delante" {18 (46)} en realidad, dentro de la misma, se le nombra siempre por el Padre, sin ni siquiera añadir el nombre, como en las familias.
En las relaciones con las demás casas, existe el mismo amor de familia, de hermanos. Todos se quieren, se tratan, se ayudan; pero cada uno respeta a la casa ajena, como entre los hermanos de una misma familia, cuando de un mismo tronco surgen varios hogares, que se quieren y se auxilian, pero que no se cambian los hijos unos con otros...
Hay una base de naturaleza y de finalidad, que a todos nos hermana y que la misma Santa Sede se encarga de custodiar, pero Ella misma es la que nos exhorta a la fidelidad en nuestro peculiar modo de ser, porque lo considera útil a las almas.
Nuestros lazos legales son sencillos; sólo existen los esenciales para mantener la estructura familiar. Nos caracteriza la falta de grandiosidad: los Padres más antiguos, por ejemplo, Aconsejaban que nuestras comunidades no fuesen demasiado grandes para que no se perdiese el espíritu de familia y se trocara por el de empresa; y así surgieron otras fundaciones, ramas de un mismo tronco, hijos que parten a formar un hogar joven... que mantendrá los lazos de amor con los otros, pero que será independiente, como todos los hogares deben ser, para realizar su pequeña, pero necesaria vocación social.
Todo esto es hermoso, pero difícil, objetará alguno. Pero lo cierto es que llevamos cuatro siglos así. Y hasta creemos que, dentro de la Iglesia, la falta de grandiosidad que nos caracteriza, cumple una misión, si nos ayuda a custodiar ese espíritu de familia con un mínimo de leyes que exige un máximo de amor, para que los que tienen más leyes que nosotros y, sobre todo nosotros, no nos olvidemos del amor.
El amor de unos a otros, el amor al Oratorio como a nuestro hogar doméstico, es una de las principales características de nuestro espíritu y uno de nuestros lazos más fuertes. Cada una de nuestras casas es una «familia», y el superior «el Padre».
(Car. Newman, C. O.)