BOLETIN DEL ORATORIO DE ALBACETE.
N.º 79. MAYO. 1969.
1. EL SANTO DEL ESPÍRITU
Todos los santos lo son del Espíritu, por el Espíritu, en el Espíritu de Dios, el único que obra y consuma la santidad. Pero séanos permitido, cuando recordamos a san Felipe, nuestro Fundador, una filial complacencia en esta verdad que en d tuvo rasgos tan significativos.
No vamos a repetir la historia de su vida, ni detenernos en sucesos extraordinarios. También creemos que lo más grande de los santos no son estos relatos, sino el conjunto de su docilidad profunda el Espíritu de Dios y que su personalidad sobrenatural resultó de la sinceridad radical de esta correspondencia.
El orden del Espíritu, la fuerza de amor, la oración que es latido, la espontaneidad gozosa —¡la alegría!— la libertad impenitente de bien, la exquisitez por lo sencillo y auténtico, la juventud de corazón, la ironía acariciante de la sinceridad, el sentido común de lo divino, la intuición de Iglesia... y más, muchas cosas más podrían ponerse como título al estilo de san Felipe: él, que no quería tener estilo de apostolado, ni método registrado de oración, ni programas de reforma. Cuando muchos se preocupaban, en aquel siglo XVI, en que fer organizar al mundo para salvar a las almas, él, sin pretenderlo, organizaba" desde dentro a las almas, para salvar al mundo. Necesito siempre mucho tiempo para estar con Dios y mucho tiempo para estar con los hombres: en Roma fue "el santo de la calle". Tenía siempre muchas cosas qué hacer y qué hacer hacer a los demás. Pero sabía "scherzare" para evitar rigideces que pudieran condicionar o entorpecer los caminos de Dios; respetaba el hacer de Dios. Después  de mucha experiencia en las obras de bien, tan cerca del centro organizador de la Iglesia, ni siquiera se le ocurría que debería fundar una nueva Congregación; no lo pretendía. ¿Para qué fundar más congregaciones, si había ya muchas y buenas? Pero el Papa Gregorio XI se empeñó, para que no le fueran, los envidiosos, con más murmuraciones de que Felipe obraba a lo clandestino. Que no lo era.
{1 (61)} Difícil para san Felipe eso de fundar una Congregación... En todo caso tendría que ser sin leyes, o con muy pocas leyes; y si eran imprescindibles las leyes, que no fuesen un peso, como tantas leyes de los hombres; y si habían de obligar, que fuese sólo por la fuerza del amor. ¿Votos? ¿Y por qué votos? "Dios nos interrogará sobre nuestras virtudes, y no sobre nuestros votos; pero el que los necesite, vaya donde los hacen muy santamente".
Y resultó —siempre sin pretenderlo, sin poner ninguna prisa en la "invención"— que todo esto era nuevo. Y nuevo el modo, el estilo con que iba cuajando. Sin estorbar a Dios, al Espíritu de Dios y que haga.
**Nos llaman del Oratorio. Bien. Pero si yo tuviera que poner un nombre, diría del Espíritu Santo".
Luego, como una semilla, la obra de san Felipe, el Oratorio, se ha esparcido por el mundo. Pero sin llegar a ser muy grande: ha crecido, en todo caso, no por eficacia de la organización, sino por espontaneidad de familia: familia seglar y sacerdotal. De vez en cuando han surgido figuras relevantes—Baronio, Tarugi, Bérulle, Newman, Bevilacqua... —; pero, por encima de lo que de bien digan todos los que las contemplen, hace falta referirlas siempre al Espíritu de Dios; sino no se entienden, o se olvida lo principal.
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1. M. González-Ruiz
Es la primera vez que viene a Albacete.
Nació hace medio siglo, en Sevilla, y estrenó su apostolado sacerdotal en el popular barrio de Triana, durante los difíciles años de la postguerra.
Luego es profesor en el Seminario de Málaga y maestro de varias generaciones de jóvenes sacerdotes. Doctor en Teología y Licenciado en Sagradas Escrituras por el Instituto Bíblico de Roma, es reconocido mundialmente como especialista en San Pablo. Le acreditan estas obras: "El Evangelio de Pablo". "La dignidad de la persona humana, según San Pablo". "Dimensiones cósmicas de la soteriología paulina".
Durante el Concilio realiza una destacada labor en Roma, especialmente a través del DO-C, "Oficina de Documentación holandesa conciliar". Su "Teología del mundo" fue especialmente tenida en cuenta en la redacción definitiva del discutido Esquema XIII —la Constitución Gaudium el spes, sobre la Iglesia y el mundo de hoy―, y en la Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa.
Otras obras suyas son: "El cristianismo no es un humanismo", "Hacia una teología de la pobreza". "Marxismo y cristianismo frente al hombre nuevo". "Creer es comprometerse", y una serie numerosa de conferencias y artículos en revistas nacionales y extranjeras.
Ha participado en varios Congresos de Teología y colaborado en el diálogo abierto con los no-creyentes.
Nos hablará de la "ESPIRITUALIDAD DEL CONFLICTO ECLESIAL, SEGUN SAN PABLO".
E. Miret Magdalena
¿Hace falta presentar a don Enrique Miret Magdalena, entre nosotros?
En España es esperada su palabra escrita, semana tras semana, por numerosos lectores, para recoger su pensamiento incisivo, luminoso de esa intuición cristiana que le hace mirar, realística y esperanzadamente, el mundo y la Iglesia, sin vértigos, con valentía.
Los que le leen descubren, con gozosa sorpresa, sus propios pensamientos, esa esperanza con que se resuelve la inquietud del hombre ante el mundo que se hace, que nos hace... y que hacemos.
En Albacete—en el Oratorianos acordamos, como si fuese ayer, de aquella magnifica conferencia, transparente y mansa (casi franciscana), pero viva, lúcida y profunda, sobre la fe, que nos dio el año pasado.
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2. CUANDO MORÍA EL CARDENAL BEVILACQUA
Hace cuatro años, el 6 de mayo, moría el Padre Bevilacqua, del Oratorio de Brescia, recién creado cardenal. La muerte no le sorprendía: tenía el corazón muy joven de tanto mirar a la eternidad.
No quiso que nadie fuese impedido de subir a verle en el lecho de muerte. Los días inmediatos a su tránsito, fueron un continuo desfilar: los de cerca y los de lejos, en el tiempo y en el espacio. "No me lo impidáis, que es el último acto de caridad que puedo hacer, porque dinero no tengo...".
Subió el zapatero del barrio, bien entendido en el arte de remendar zapatos...
y de hacerlos, porque al P. Bevilacqua, cuya horma conocía, le había hecho un par de zapatos rojos: era su regalo. El Padre se los devolvió: "Ahora son mi regalo para ti, y mira que no los he roto. Estoy contento de haberte visto todos los domingos en misa y cantar". Y el buen hombre acariciaba la frente del Padre, rogándole que no se cansase hablando.
Y fue un general, de las tropas alpinas, en las que el P. Bevilacqua le había tocado servir, tantos años atrás... El Padre hablaba con todos de su muerte, ya tan próxima. El general, acertando o sin acertar le dijo que, a su muerte, escoltarían el féretro los bravos soldados alpinos. Pero el Padre repuso a su viejo amigo: "¡Oh, no! Conozco bien a esos chicos... Cuando me muera mandarles a beber un vaso de vino en memoria mía. Estarán más contentos".
Y un obispo: "¿Cómo está, Padre?" Respondió: "Muy bien, vamos bien".
El obispo no podía disimular un tanto su extrañeza. El Padre explicó: "Sí, vamos bien, porque vamos al encuentro del Señor".
"Sé adónde voy, y voy de buena gana".
Al profesor de Liturgia del Seminario: "Esta es la verdadera Liturgia: encontrarnos con Cristo... no el rubricismo".
Abajo, en el patio, gritaban, jugando, los chiquillos: "Cuando llegue la agonía, no les hagáis callar, porque me gusta oírles debajo de mi ventana... La vida es un ciclo: ellos caminan hacia la madurez, yo camino hacia la eternidad".
"Cuando llegue el momento ―decía al Prepósito― decirme muy despacio las oraciones para los moribundos, que las entienda, que las siga". Y añadía: "Algunas jaculatorias, también, por ejemplo la del buen ladrón, o las tradicionales...; finalmente leedme los últimos versículos del Apocalipsis: el "¡Venio cito!".
"Es hermoso morir así: en tiempo pascual", decía.
La fe no es una pregunta que el hombre hace a Dios, sino una pregunta que Dios hace al hombre.
Jose Mª. GONZALEZ-RUIZ.
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3. LA SANTIDAD
Lo importante, en orden a la santidad, no es solamente admirarse de que hayan existido estos hermanos nuestros, verdaderos "signos del Espíritu de Dios en medio del mundo", sino intentar recomponer la imagen de la santidad, acomodándola a nuestro tempo, porque también nuestra época es pródiga en figuras, todavía desconocidas, pero que estar y actúan como "signos del Espíritu". No en vano la constitución conciliar Lumen gentium ha consagrado todo un capitulo a "la vocación Universal a la santidad". Este llamamiento de la Iglesia de hoy es también un verdadero "signo de los tiempos". La santidad no solamente consagra la unidad interna, sino que la vincula inseparablemente con el destino de los hombres, porque es la vida del hombre tal como Dios la quiere, v tal como Cristo la ha querido encamar "para gloria de Dios y al servicio del prójimo".
Las desviaciones que hayan existido y que perdurar todavía, como una herencia no superada de residuos paganos, en modo alguno desvirtuar el verdadero concepto que la Iglesia tiene de la santidad y sobre los santos.
La Iglesia tiene un mensaje para el mundo que, también, resulta ser la mejor solución para todos sus problemas, pero la Iglesia no ofrece programas técnicos, sociales, políticos, económicos o científicos, porque lo que transmite a la humanidad incide en el vértice mismo de cada personalidad, enriqueciendo su libertad, elevando su dinamismo y, desde ahí, repercutiendo en toda la vida del hombre, con una trascendencia que por fuerza también supone el tiempo y se inicia ya en este orden temporal, pero que lo trasciende.
Comienzan las dificultades para la Iglesia cuando los hombres, que en principio la aceptan, intentan supeditar lo eterno a lo temporal, lo trascendente a lo contingente, para convertir a la Iglesia en algo utilizable. O cuando, pecando de angelismo, la proclamación de la primacía del espíritu sirve para desertar de las urgencias impuestas por el Creador a la criatura entera, el hombre.
La santidad es el Amor. La santidad  es una pasión de bien. Amar es hacer, buscar, comunicar el bien. La bondad es realizarse según los planes de Dios, que son los únicos que 120 mutilar todo lo que positivamente se contiene en cada una de sus obras. El hombre, entre las que nos son evidentes, es la mayor de todas.
La santidad es parecerse a Dios, que es Amor. La santidad o suprime los límites de la condición humana, ET cada uno de nosotros, con todas las repercusiones que puedan tener estas limitaciones, pero consiste, para cada uno, en amar lo más posible, a pesar de todo, a Dios y a los demás.
Con todo lo que un tal dinamismo de Amor supone, es difícil identificar la santidad con el estado: es más bien una búsqueda de Dios, una tensión hacia Dios, sin lo cual sería posible encontrarnos con El.
Difícil también cifrarla en un ideal de perfección moral. Consiste, más bien, en una actitud de escucha y de atención a la palabra de Dios. Por eso esta palabra no la percibe el que no está liberado de intimas esclavitudes, y no la sigue si no está educado en la generosidad. Para la santidad no existen {5 (65)} recetas: es oír, dejarse penetrar por el llamamiento divino, comprometerse y seguir.
Cierto que la frivolidad, la dispersión, la disipación, la agitación, la precipitación que se percibe entorno a nosotros y que nos envuelve o por la que nos dejamos arrastrar, constituye el principal escollo para estar atentas al Mandamiento de Dios o para mantenernos fieles a la llamada. Por eso la ausencia del sentido de la mortificación, si de por sí ya constituye un grave inconveniente a un nivel simplemente natural para cualquier actividad temporal y terrena, resulta Incompatible cuando se contrasta con el espíritu del Evangelio. Sin mortificación permanece la anarquía de nuestras tendencias, y es imposible tener educada muestra voluntad y Ser verdaderamente hombre. Sin libertad no se puede amar y la santidad —lo hemos dicho— es amor.
Buscar la santidad es ir en pos de una vida plenamente conseguida, tan plenamente lograda que sea "eternizable": un amor cada día más grande v total, posible porque Dios Los lo comunica. En realidad, es algo que todo hombre desea en lo más profundo de su querer, si bien no siempre sabe identificarlo. Amor y santidad son palabras a menudo no comprendidas y muchas veces deformadas. Todo hombre arde en deseos de esta vida divina, a pesar de que tantas veces no se atreva a enfrentarse sinceramente con la profunda exigencia de este deseo. Tal vez porque duda, a la hora de creer, que un tal deseo pueda en verdad realizarse. Pero, en este momento, ya el problema deriva hacia la je: cuestión de fe, más que de santidad: y cuestión a je para creer en la presencia amarte v actuante de Dios, que llama y responde a nuestra libertad Tal vez por eso, para que nos ayuden a creer en eso, es por lo que nos convierte que la Iglesia nos vaya recordando que ha habido hombres, que han creído en este amor de Dios, que han estado atentos a su llamada, v que la han correspondido.
Oír, consentir al don del Amor de Dios y abandonarse tanto como exige ese consentimiento comprometedor, para hacer vida de su verdad, para proclamarla y para transmitirla, como una fe que se hace llama.
También hoy nos hace falta creer en la santidad. En el pasado los santos nos han mostrado su realidad: en el presente, los cristianos, hemos de dar al mundo el signo de lo que es realizable: el bien del hombre, de todo el hombre, como dice el Concilio, "para gloria de Dios y al servicio del prójimo".
Existe una fuerza de amor que no cesa de influir sobre los hombres transformándolos y construyendo su historia. Es necesario creer en ello. San Juan y nos lo dijo: "Nosotros hemos creído en el Amor". Esta es la primera y la última palabra sobre la santidad.
En el culto de los santos debe aparecer de modo destacado y evidente el lazo inseparable que vincula a cada santo con "el solo Santo, el solo Señor, el solo Altísimo". En el culto de los santos, la falta de claridad ha dado pie a graves desequilibrios en el culto, causando escándalo a los intelectuales, aumentando las diferencias y la aversión con los hermanos de las iglesias separadas.
P. JULIO BEVILACQUA, C. O.
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4. EL SANTO DE MAÑANA
¿Cuáles son las formas de la santidad para el futuro? He aquí algo que escapa a toda previsión incluso profética. "Cada vida de santo —dice Bernanos— es como un florecimiento nuevo, como la efusión de una milagrosa y paradisíaca ingenuidad". Porque la santidad es obra del Espíritu Santo, y el Santo Espíritu sopla donde quiere, cuando quiere, como quiere. Es la plena libertad. Algo que se identifica con la Novedad misma, la eterna e inalcanzable Novedad de Dios.
Pero no se trata de tener en cuenta, solamente, lo imprevisible de las invenciones del Espíritu Santo; sino que se trata de especular, también, sobre las características y las necesidades de una época cuya situación futura se nos oculta.
De todas formas, será bueno que nos prevengamos persuadiéndonos de que el santo que esperamos no se avendrá demasiado a nuestras concepciones, a nuestros pronósticos, a nuestros deseos. Cuando se nos presente, es probable que nos choque; 0, por lo menos, que nos desconcierte. Si Dios lo suscita en medio de nosotros, pasaremos por la tentación de rechazarlo, a no ser que estemos cerca de él sin darnos cuenta, sin verle...
Hablo del futuro, naturalmente. Pero lo que acabo de decir pertenece a la historia que se repite y comienza cada día. Es la parte del hombre viejo que no ha cambiado. Dentro de su doble novedad, el santo que nosotros esperamos será también él, pero en un sentido del todo diverso, un santo de siempre. Manifestación doblemente nueva de este único HOMBRE NUEVO que, puesto que no pertenece al tiempo, jamás repite el pasado y es de siempre puesto que, a través de las singularidades del tiempo, es un reflejo de lo eterno.
Este hombre nuevo, este santo, aunque deba ser tan diferente de sus numerosos predecesores, reproducirá, sin embargo, sus rasgos esenciales, y son los únicos que podemos nosotros enumerar sin equivocarnos. Será pobre, humilde, desposeído. Tendrá el espíritu de las Bienaventuranzas. Ni maldecir, ni halagará a nadie. Amara. Tomará el Evangelio al pie de la letra, es decir, en todo su rigor. Una ascética dura lo habrá liberado de sí mismo. Habrá heredado toda la fe de Israel, pero dándose cuenta de que ha pasado por Jesús. Tomará sobre sus espaldas la cruz de su Salvador y se esforzará por seguirle. A su manera, ciertamente imprevisible, nos volverá a decir lo que a los hombres de su tiempo había anunciado Clemente de Alejandría: "Ved que una luz ha brillado en nuestro cielo, más luminosa que el sol y más dulce que la vida que conocemos en la tierra", y hará penetrar un rayo de esta luz en la penumbra de nuestra noche.
{7 (67)} Sin duda Inteligente, Incomparablemente humano, tal vez sea de cultura simple o refinada... Será, de todos modos, un ser excepcional, y su existencia constituirá un ejemplo y un estímulo para nuestra humanidad mediana. Falible como todo hombre, pero dócil al Espíritu, participará en el discernimiento prometido a la Esposa, y ni se asustará por las renovaciones más radicales ni se dejará seducir por las novedades falsificantes. Como tantos de sus predecesores, por medio de gestos nuevos que correspondan a nuevas situaciones, él será el defensor y el apoyo de los oprimidos. Tal vez, Incluso, un conductor de hombres. Tal vez un fundador, sin haberlo pretendido deliberadamente, y dará lugar a un Instituto de un estilo capaz de sorprendernos 2 primera vista. Quién sabe si jugará un papel importante en la ciudad y las mil trompetas de la opinión pública se ocuparán de él. Quién sabe si, al contrario, permanecerá aislado, desapercibido de la masa, y hasta de otra masa, menos voluminosa pero también más espesa y pesada, de las "élites". A lo mejor pensarán de él que es un anacrónico. O será un desconocido, traicionado, abandonado por los suyos:
la simple verdad humana del Evangelio, también ella, es siempre la misma...
Bajo formas y en ocasiones que no nos es posible prever, él se esforzará para progresar en el misterio del sufrimiento, en el abandono, en la soledad intima, en la náusea del pecado. Será, al mismo tiempo, otro Cristo: no porque quiera sobrepasar o superar a Cristo, sino porque todo su ideal y toda su vida real consistirá en configurarse con él.
Entonces por medio de este santo, lo mismo que a través de su Maestro, y en total dependencia de su Maestro, se transparentará la Faz de Dios. Si, lo digo bien: la. Faz de Dios.
(HENRI DE LUBAC, S J)
5. ESTO QUE LLAMAMOS «EL CATOLICISMO»
En cuanto a esto que llamamos "el catolicismo" (palabra aparecida, si no me engaño, en el siglo XVID, si entendemos por ello el sistema artificial forjado por la Contrarreforma, endurecido por la represión contundente del modernismo, no importa ya que se muera. Existen, incluso, varios indicios de que ya se ha muerto, a pesar de que nosotros no nos hayamos apercibido. La Iglesia una, santa, católica y apostólica, donde Pedro y sus sucesores "presiden en la caridad", ella sola, tiene la promesa de la vida y su fe no será confundida.
P. LOUIS BOUYER, del Oratorio.
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6. ¿Juan XXIII "imprudente"?
El aspecto bondadoso, sencillo, benigno, de la figura del Papa Juan XXIII, era suficiente para desarmar cualquier acusación que hubiera pretendido poner en duda la rectitud de su proceder y la limpieza de su alma.
Por eso cuando se ha querido, por lo menos, oscurecer el mérito de su valentía por convocar el Concilio, se ha recurrido, en alguna parte, al calificativo de "imprudente", que parece menos irrespetuoso y, al mismo tiempo, mis fácil de difundir.
¿Quiénes lo han difundido? Los "prudentes" según la carne, como diría San Pablo. Estos, mientras pudieron suponer que el Concilio no pasaría de simple acontecimiento recapitulador y conmemorativo, no se sintieron demasiado preocupados. La inquietud comenzó cuando se iba viendo que el Concilio modulaba hacia un examen del mundo actual y de la misma Iglesia, y que este examen proseguía con sinceridad y honradez. Pero cuando comenzaron a formularse conclusiones cada vez más difíciles de aplazar en su aplicación concreta, la inquietud colmó su recelo y se hizo dura, y es de esta dureza que se ha alimentado la oposición que el Concilio y todo cuanto lo represente, ha despertado en esas zonas de Intereses pre-establecidos, cristalizados, cuyos errores pone en evidencia el movimiento "irreversible" suscitado por el Concilio. No importa hacia quien vayan dirigidos los ataques ni las formas que revista la oposición.
El fanatismo o los intereses perecederos del reino de este mundo, la hará impenitente en su obcecación.
Y es lástima. Es lástima, porque no se ha tratado de una reserva instintiva ante un cambio inesperado, que resultaría explicable sin necesidad de relacionarla con las complicidades de resentimientos maligno: porque así ha habido muchos que comenzaron siendo "conservadores", pero como a ello les decidía el recto deseo de servir a la verdad, apenas descubrieron la dirección de su dinamismo, se abrieron a la evolución y al impulso siempre joven del Espíritu de Dios que se hacía patente, con insistencia, en su Iglesia.
Mas cuando el conservadurismo, o "prudencia", se ha inspirado, no en el celo por la verdad ni por el amor a la Iglesia, sino que, fijados en su posición, los que la profesaban, solamente habrían admitido como verdad lo que consolidara sus intereses antecedentes y solamente tolerarían sin reservas a la Iglesia si podía ser utilizada como una fuerza más en provecho propio, entonces todo un remolino de desconfianza y de acritud ha ido acumulando, con mal disimulada desesperanza, esa reacción negativa, de tan variados modos manifestada, Imposible de ocultar tras las efímeras razones que sucesivamente se Inventen, que pueden, en un primer momento, entretener o desconcertar a los ingenuos, pero que, inexorablemente, la perspectiva histórica más cercana se encargará de dilucidar. Tal espíritu no podía dejar indemne, como es obvio, al primer responsable del Concilio; si bien era preciso hallar una palabra que no desacreditara a sus inventores y pudiera ser fácilmente introducida: la "bondad" de Juan XXIII sugirió la palabra "Imprudente".
En su número de 1 de marzo de 1969, la prestigiosa revista Informations Catholiques Internationales, reproduce unas manifestaciones de monseñor {9 (69)} Loris Capovilla, antiguo secretario del Papa Juan XXIII, en las que explica cómo la convocación del Concilio Vaticano II, no fue producto de un arranque irreflexivo de un Papa solamente "bueno", sino el resultado de una ponderada reflexión, concebida y madurada al calor sobrenatural de la prudencia, de la esperanza en Dios y del celo por el bien de los hombres que la Iglesia ha de iluminar con el Evangelio recibido de Cristo.
Monseñor Loris Capovilla refiere, por ejemplo, que, cinco días después de ser elegido Papa, Juan XXIII ya le había manifestado la intención de convocar un Concilio. A los que le acusan de haber convocado el Concilio de una manera intempestiva, responde que tampoco habrían podido demostrar que estaban maduros los tiempos cuando Cristo nació en Belén. "Para poder acusar de imprudente al Papa Juan, habría que hacer antes un proceso a Jesús por haber, no ya permitido, sino mandado a Pedro, que echara las redes al mar para la pesca".
El Papa Juan se esforzó siempre por mantener una fidelidad profética al mensaje del Evangelio. Esta fidelidad no fue siempre comprendida por ciertos espíritus de propensión sectaria, que le criticaron abierta o solapadamente.
Después del viaje de Gronchi Rusia, se habló de la posibilidad de un viaje de Khruixtxev a Italia para corresponder a la visita de Gronchi, y alguien sugirió la conveniencia de que el Papa se retirara a Castelgandolfo, para no recibirle. Pero el Papa Juan replico:
"Me quedo en casa porque no veo razón alguna para ausentarme". Y si este buen señor desea hacerme una visita, le recibiré. Comenzaré por oír lo que él me quiera decir y luego, con amabilidad, le expondré mi punto de vista.
Porque, en este momento, la Iglesia no busca ninguna clase de proteccionismo, sino libertad para anunciar el Evangelio". Evidentemente, los que soñaban con la repetición de anatemas, no podían comprender el espíritu de Juan XXIII, como tampoco habrían comprendido a Cristo, que "no vino a condenar, sino a salvar". Por otra parte, el Papa, desde sus jóvenes años de sacerdote, conocía los estragos que el fascismo había causado a la Iglesia en Italia y comprendía que, ante cualquier dictadura, comunista o fascista, el problema, para la Iglesia, era siempre el mismo: intentar salvar la 11bertad para la predicación del Evangelio.
Su encíclica "Pacem in terris" despertó una fuerte polémica y fueron muchas las críticas, de una y otra parte, que se levantaron para acusarle, unos de reticente y otros de político.
Su fiel secretario dice: "En aquella ocasión le vi más de una vez profundamente afligido hasta derramar lágrimas, pero sin que jamás pudiera suponer que se alterara su paz interior.
Poco antes de morir, me decía: "Hemos trabajado, hemos servido a la Iglesia. Sin detenernos a recoger las piedras que nos han lanzado de una y otra parte: sin devolverlas a nadie".
Prudencia... imprudencia... La de los hombres es locura para Dios; In de Dios lo es para los hombres que no tienen su espíritu. El Papa Juan tenia el espíritu de Dios y por esto era prudente su "imprudencia".
El catolicismo, como fuerza de transformación del mundo, no lo es por su doctrina abstracta, sino por los hechos concretos de los católicos.
ENRIQUE MIRET MAGDALENA.
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7. MEDIOCRIDAD O SANTIDAD
En este tiempo de la historia de los hombres, en el que nadie está protegido de todo lo que nos penetra a través de las imágenes, las ideas, los medios de comunicación audiovisual, se hace más precisa la opción entre mediocridad y santidad. Los tibios o los inútiles se excluyen por ellos mismos, porque son incapaces de mantener y reanimar, desde dentro, el medio humano donde se encuentran.
Desde las profundidades de la miseria y de la aflicción de los hombres se eleva como un llamamiento. En nuestra vida cuotidiana y en nuestro trabajo, nos comportamos como seres ordinarios; lo extraordinario permanece oculto.
Y el mundo tiene necesidad de seres extraordinarios, más por el peso de su caridad, que por el de sus cualidades naturales.
UN SIGNO ENTRE LOS HOMBRES
Lo que nos urge, como cristianos, es comunicar a Cristo al hombre. Lo que profundamente nos conmueve es el hombre, su promoción hacia Dios, su promoción espiritual al mismo tiempo que su promoción humana. Y, más que nunca, lo que nos mueve y empuja es el deseo de encontrar la verdadera relación con el hombre de hoy.
Se dice que hoy, para conocer a Dios es preciso tener en cuenta y conocer al hombre, y estamos resueltos a ello.
Pero si, a causa de nuestra generosa apertura hacia el hombre, desaparecieran de nuestra vocación común los signos de lo intemporal, nos habríamos limitado a adquirir solamente una capacidad particular de participación en el mundo contemporáneo: nos habríamos detenido en una dimensión horizontal, la misma que alcanzan los no creyentes. Y seriamos incapaces de descubrir al hombre a Dios, la trascendencia, la irrupción vertical de Dios.
Nuestra vida y nuestra misma oración comunitaria carecerían de sentido si, desvinculados de lo que es continuo en la Iglesia, prescindiéramos de esa continuidad por la que se deja presentir lo intemporal, a lo cual, tal vez, prestan más atención los no creyentes que los mismos cristianos. Porque, ¿cuántas veces no hemos sido descubiertos y reconocidos por muchos agnósticos, precisamente a través de la oración litúrgica?
Dentro de un mundo pluralista y secularizado, se imponen más que nunca las zonas donde la trascendencia sea más sensible, lugares donde la ciudad de Dios se encuentre con la ciudad de los hombres. Es decir, el punto donde la vertical de Dios incide en la comunidad de los hombres, que es el lugar donde se quiere situar el cristiano de hoy.
Una vida contemplativa que no sea integrada, no puede captarla el hombre {11 (71)} contemporáneo. Pero tampoco es reconocido el cristiano que se ha dejado absorber por el medio humano.
DIÁLOGO CON DIOS
El diálogo con Cristo tiene sus alternativas: la oración debe tenernos siempre en su presencia, con o sin diálogo. .
No falta quien vive, hoy en día, como en aquel sábado santo, con un sentimiento subjetivo de ausencia de Dios, ante un Dios que calla, como si se hubiese muerto. Pero, aún sin diálogo, él nos mira y nos tiene en cuenta. Él nos compromete, no a hacer la economía de la fe, sino a caminar sin ver, gozosos de creer sin haber visto. Nos compromete a estar ante Cristo, en medio de los hombres y por los hombres.
¿Es que estamos todavía en las vigilias de la Pascua, en espera de nuevo paso para la Iglesia? —Pascua significa "paso"— Del mismo modo que el sábado santo Cristo descendió a las regiones inferiores de la tierra, hemos de aprovechar la calma de este tiempo para dejar que también descienda en las profundidades de nosotros mismos.
A través de los sucesos, como a través de cada época, él penetra y se hunde en nosotros para alcanzar las profundidades y destruir las raíces de amargura, para renovarnos.
Dejemos que Cristo descienda hasta las profundidades de nosotros mismos, en estas regiones de nuestra persona que aún no están habitadas y que todavía rehúsan adherirse a Cristo. El penetrará en las regiones de la inteligencia y del corazón y penetrará nuestros sentidos y nuestro ser.
Porque hasta nuestro último día, tendremos siempre, en nosotros, algún rincón por penetrar, alguna zona de incredulidad cuyo descubrimiento nos sorprenderá. Nadie puede decir "yo creo", sin que deba añadir inmediatamente, pero ayuda, Señor, mi incredulidad". Pero, poco a poco, las zonas refractarias, las tierras secas, pero sedientas, se aclararán, se iluminarán por la certidumbre de una presencia, la presencia del Resucitado.
Mantenernos ante el Señor, no excede a nuestras posibilidades de hombres.
La presencia objetiva de Dios no está condicionada a nuestra sensibilidad. El permanece a pesar de que desaparezca de nosotros el fervor de la resonancia sensible de Cristo.
Confirmados otra vez, y siempre de nuevo confirmados por la amistad de Dios, por su amparo, llega el momento en el que domina en nosotros la certidumbre de una presencia.
ROGER CHUTZ.
Prior de Taizé.
Para entender a San Pablo es necesario sufrir un poco JOSE ANGEL UBIETA.
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8. DESVIACIONES EN EL CULTO DE LOS SANTOS
De una carta pastoral de Monseñor Aurelio Sorrentino, obispo de Potenza (Italia), publicada el pasado mes de marzo de este año, extraemos los siguientes párrafos:
Nos referimos, al tratar de las fiestas religiosas, a un punto muy sensible, y es preciso preguntarse: ¿perdura, todavía, en estas celebraciones, un verdadero residuo de religiosidad, o se reducen para el pueblo, a explosiones de fanatismo, o a pretextos para malgastar dinero y para divertirse? Y lo que resulta más grave es que no se percibe, en muchas ocasiones, el contraste entre ciertas desviaciones y el verdadero espíritu cristiano; en tales casos, cualquier voz de disentimiento es obligada en seguida al silencio.
Muchas veces, los mismos organizadores son personas de fe dudosa y hasta de poca o ninguna moralidad, y se confeccionan programas con dispendiosas manifestaciones a base de fuegos artificiales y tracas, charangas y orquestas, jazz o canciones. En nombre de la Virgen María y de los Santos se emplea dinero en diversiones fatuas e Incluso ilícitas.
No pretendemos abolir las fiestas; pero resulta de todo punto intolerable que, bajo pretendidos motivos religiosos, se cometan despilfarros, mientras se agudiza la urgencia ―en las dimensiones mundiales que hoy dramáticamente han adquirido―, los graves deberes de solidaridad humana y de caridad cristiana.
Ante ciertas multitudes que acuden a los santuarios, salvando graves incomodidades, nos preguntamos: ¿con qué sentimientos llegan hasta allí? ¿Se trata de un verdadero espíritu de fe o es a causa de un temor ancestral? ¿Acuden para rogar y dar gracias o para conjurar epidemias y desgracias?
Se nos ocurren las palabras del profeta Amós (5, 21-24): "Odio, detesto vuestras fiestas, me asquean vuestras solemnidades; no miro con favor vuestras ofrendas, ni los sacrificios que me ofrecéis. No quiero oír el ruido de vuestros cantos ni el sonido de vuestras arpas. Pero dejad que el derecho corra como el agua, y la justicia como un torrente perenne".
Con lo cual no queremos negar el bien que se hace en los santuarios, las conversiones saludables que en ellos se obran, las confesiones para empezar vida santa. Lo que denunciamos son las formas de fanatismo religioso, ciertas tradiciones ya desplazadas, y algunas prácticas que no pueden agradar a Dios ni honrar a los Santos.
No Ignoramos que la Iglesia Practica y recomienda el culto a los Santos, pero también sabemos que "el verdadero culto de los Santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores como en la intensidad de nuestro amor {13 (73)} activo, con el cual, para mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los Santos el ejemplo de su vida, el calor de su amistad y el auxilio de su intercesión" (L G. 51). Incluso al hablar de la Virgen también nos exhorta el Concilio "2 abstenemos de toda falsa hipérbole", y añade: "recuerden los fieles que In verdadera devoción no consiste en un afecto estéril y pasajero, ni en una cierta vana credulidad, sino que procede de una fe auténtica" (núm. 67). En otro lugar, la misma constitución Lumen gentium núm. 51) "exhorta con solicitud pastoral a todos los que corresponda, para que se tomen medidas para corregir los abusos introducidos y se consiga, de este modo, una más plena alabanza de Dios y de Cristo".
En la actualidad tenemos muchos abusos, excesos y defectos en nuestro culto. Basta, para citar algunos, entrar en nuestras iglesias y darse cuenta de esa exposición exagerada de estatuas, que recuerdan un muestrario: estatuas de toda clase, vestidas o no, grandes y pequeñas, artísticas o vulgares (en una sola Iglesia tuve ocasión de contar hasta cinco estatuas de la Virgen María, además de otras de varios santos). Luego hay que añadir las oleografías, los cuadros y cuadritos, las hornacinas: donde quiera que se ofrece un espacio libre, se corre a poner un cuadro...
Existen, además, los Santos que "dan" más, hacia los cuales se encamina con preferencia el pietismo de ciertas categorías de fieles. Y con las estatuas e Imágenes, luces, aureolas e Inscripciones, y una hilera de altares, cada uno con su tabernáculo (vacío, por supuesto), con candeleros, que por fuerza dan al templo un aspecto de cementerio.
No digamos nada de los abusos con ocasión de los casamientos, cuando los altares adquieren el aspecto de tienda de flores. Y otras celebraciones...
¿Nos hemos preguntado, alguna vez, como son juzgados, por los "alejados", éstos y otros abusos? ¿Y si todas estas cosas atraen o repelen 1 los débiles en la fe?
BUENOS MODALES EN EL TEMPLO
Es contrario al buen gusto y a los buenos modales, acudir a los actos del culto, o a recibir los sacramentos, con prendas de vestir echadas al hombro. Los padres y educadores harán muy bien en avisar a los más jóvenes, si cometieran esa falta de respeto.
También es una falta de educación llegar tarde a la Santa Misa o hablar en el templo.
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9. PALABRAS DE HONOR DE MONS. CIRARDA
No he tratado de defender a mi vicario: he querido que los que pudieran acercarse a él, como todos los que se acerquen a un sacerdote para hacerle alguna consulta de orden moral, se para que el abrir la propia conciencia ante un sacerdote, aunque no sea en confesión sacramental, tiene la garantía del secreto, siempre y en todo, aun ante tribunales de justicia, como exige el mismo Concordato.
(HOMILIA DEL DOMINGO 27 DE ABRIL).
Es deber mío, sin embargo, y urgente, el afirmar que el clero de Vizcaya, en general es un clero lleno de virtudes, piadoso, trabajador, desprendido, fiel a su obispo, amante de su tierra, pero abierto en catolicidad, como lo demuestra su desvivirse en Vizcaya por los inmigrantes venidos de toda España y el número crecidísimo de sacerdotes vizcaínos que trabajan en Madrid y en Andalucía y en las misiones de África y América.
Es un deber mío proclamarlo hoy para reparar en alguna manera las noticias turbadoras de posibles delitos de algunos, que han sido tan inconsideradamente difundidos en informaciones al menos tendenciosas.
(EXHORTACION PASTORAL, 3 MAYO 1969.)
10. EL P. LOUIS BOUYER, del Oratorio, en la Comisión Teológica de la Congregación para la Doctrina de la Fe
En la nueva Comisión que ha nombrado Pablo VI, para que, como ha dicho el mismo Papa, pueda beneficiarse la Santa Sede con el concurso especial de teólogos expertos, escogidos de las diversas partes del mundo y aprovecharse así de contactos más amplios y de experiencias más variadas, siempre para la profundización y la custodia de la fe", figura el oratoriano francés. Padre Louis Bouyer, entre los treinta nombres de dieciocho naciones.
Toda persona medianamente enterada en cuestiones de espiritualidad habrá tropezado, más de una vez, con el nombre del P. Louis Bouyer: tiene muchos libros publicados, sobre patrística, liturgia, espiritualidad, ecumenismo, teología... Algunas de sus obras (Diccionario de Teología, Introducción a la vida espiritual, El Misterio Pascual...) están traducidas a nuestra lengua. Profesor en el Institut Catholic de Paris, miembro de comisiones conciliares, autor de trabajos profundos, ha demostrado, sin embargo, una marcada predilección por la liturgia, ya desde mucho antes del Concilio Vaticano II, entendida y predicada como fuente y coronamiento de la vida y de la espiritualidad del cristiano.
Pero nosotros, los oratorianos, le agradecemos, de manera muy singular, no solamente su aportación destacada en las ediciones francesas de las obras de Newman, sino el que haya escrito y publicado, en 1952, la mejor biografía, indiscutiblemente, del gran convertido de Oxford y fundador del Oratorio en Inglaterra.