Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 103. MARZO. Año 1972.
0. SUMARIO
CUARESMA, Semana Santa, Pascua: tiempo de revisar nuestro Bautismo, tiempo de purificación, de aproximación al misterio de Cristo; tiempo de agradecer su sacerdocio y todas las formas de consagración que le siguen, de cerca, en la vida, en el dolor y en la esperanza de su Reino, como la Virgen, la primera cristiana.
Este número contiene además de los horarios de las Conferencias Cuaresmales y de los cultos de Semana Santa.
¿ENTRETENER EL OCIO, O CONVERTIRSE?
ESPÍRITU Y SENTIDO DE LA PENITENCIA
JUEVES SANTO
LA IGLESIA EN EL MUNDO
LOS MINISTERIOS DE LA MUJER EN LA IGLESIA
PROBLEMA CULTURAL, NO DOGMÁTICO
TAMBIÉN AQUÍ Y AHORA
LA MUJER EN EL MUNDO Y EN LA IGLESIA
TIME, NEWSWEEK, LIFE, PLAY-BOY...
EN EL LLANTO, de León Felipe
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1. ¿Entretener el ocio o convertirse?
PARA entretener el ocio y ofrecer descanso a los que nunca se cansan, las agencias de viajes se cuidan de anunciar cruceros turísticos y excursiones, superando programas de años pasados, para la próxima Semana Santa. Antes, a los distraídos, ya les habían enterado de la inmediatez de la Cuaresma con la publicidad de itinerarios y precios para acudir a los carnavales más famosos del mundo, por su fasto o excentricidad —Niza, Livorno, Berlín, Rio...—. Es posible que todo ello, más que como una profanación, deba ser entendido como una señal de la elevación del nivel de vida generalizado, que ya no se resigna, en muchos casos, para estas fechas, con cortejos folklórico-religiosos, con manifestaciones populares ambiguas, con ciertos aspectos algazariles que habían sido, a bajo precio, una parte de la vertiente cuaresmal y semanasantera, en la que, las celebraciones de los misterios pascuales, servían de vacaciones primaverales.
Pero, para un cristiano, Cuaresma y Semana Santa, han de verse y han de vivirse de otra manera. Son tiempos de gracia, por los que nos conduce la Iglesia para que, con alma limpia, orientados especialmente por la liturgia, prestemos atención a la Palabra, y la rumiemos en el corazón, y se haga tema de nuestro trato con Dios y se nos convierta en vida, como si reestrenáramos el Bautismo.
Fuera de esto, con pretexto o sin él de cosas o fechas santas, seguirán los ruidos del carnaval del mundo, que no acaba. Pero no puede interesarnos.
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2. Espíritu y sentido de la penitencia
EL autor americano de una versión teatral del evangelio de san Mateo, no hace mucho, decía que él había pretendido llevar a la escena un cristianismo sin mortificación, sin la obsesión de la penitencia. Puede ser que alguna vez, o muchas veces, los cristianos hayamos dado la impresión de predicadores de tristezas, pero el cristianismo no es una escuela de penitencia y de dolor, sino de amor; el Dios cristiano es «un Dios de vivos, no es un Dios de muertos». Lo que ocurre es que igual que hay que limpiar los huertos de maleza y podar los árboles de ramas inútiles para que den más fruto", también el hombre ha de purificarse el alma y ha de arrancar de sí excrecencias inútiles —en el Evangelio el mal y lo inútil coinciden— para que no le resten vida, y hasta para que no la sofoquen, como aquellos abrojos que impidieron el crecimiento de la semilla germinada, pero no caída en tierra buena.
La Iglesia nos habla de penitencia, porque es realista. A pesar de que su exhortación —por otro lado como la de Cristo— pone el énfasis en el modo y en el espíritu de la penitencia. La penitencia cristiana no es solamente observar esas pocas reglas que, como símbolo recordatorio, siguen vigentes entre el pueblo cristiano. La penitencia cristiana es dilatar la apertura del alma para la conversión; es reconsiderar nuestra fe, revisar nuestro Bautismo, arrepentirnos de nuestro olvido y de nuestras desviaciones, analizar, examinar nuestras actitudes todavía más que nuestros actos, y llegar hasta la raíz de nuestros egoísmos, de nuestra ligereza, de nuestra trasposición de valores frente a Dios y la vida.
Inevitablemente, porque ni todo lo bueno está terminado en nosotros, ni limpios todavía de todo lo malo, ni siquiera el que pueda aparecer más santo se librará de tarea después de una sincera autocrítica. Inevitablemente descubriremos que estamos apegados a muchas esclavitudes, que la sensualidad socava nuestra voluntad, que Dios nos parece un ser demasiado lejano, o le tratamos como tal. Y entonces comprenderemos por qué la Iglesia nos predica la mortificación, el desprendimiento, el ayuno, la limosna, la oración.
Cuando es posible que a nivel social y colectivo se cometan despilfarros enormes, gastos escandalosos, olvido {3 (35)} de valores esenciales, es preciso admitir que ello se debe a que los hombres, a nivel individual, son capaces de hacer algo parecido reducido a su escala. En el pasado Sínodo, el cardenal Kroll, declaraba a los reunidos que el mundo había gastado, en 1970, más de doscientos mil millones de dólares en armas, y que esta cifra representa el rédito de media humanidad, precisamente de la mitad más pobre. Y añadía que los Estados Unidos destinan anualmente ochenta mil millones —la tercera parte de la totalidad mundial— de dólares a gastos militares; cuarenta mil millones, a educación; veinte mil millones, a la salud, y cuatro mil millones a ayudar a los países poco desarrollados, es decir, la veintava parte de lo destinado al presupuesto militar...
Estamos, por lo tanto, en un mundo, en el que todo eso parece a muchos normal, cuando en realidad es un síntoma de la anormalidad, de la falta de equilibrio moral de la humanidad, porque en las alturas y en los que rigen el mundo se refleja el desajuste, Fumado, de todas las aberraciones individuales.
Nuestra humanidad es una humanidad pecadora, necesitada de penitencia, de desprendimiento, de justicia.
No hay escasez de dinero, sólo que se emplea mal: el hambre de los pobres, la cultura de las jóvenes generaciones, la atención de los débiles, tiene menos importancia que la defensa, por la fuerza, de las situaciones privilegiadas y, por lo tanto, injustas. Y es a partir del hombre, de cada hombre, que se ha de proceder a la reforma. Reforma que, en cristiano, se llama conversión, penitencia, limosna, justicia y amor.
Reforma difícil, imposible, sin podar las ramas de las pasiones, sin quemar las zarzas sofocantes del egoísmo que desafía a Dios, si es preciso, y se convierte en soberbia que no soporta su aviso.
Pero Dios nos avisa y la Iglesia abre otro tiempo de invitación a la austeridad, para que purificada, se renueve la vida de sus hijos, y en los sacramentos y en la oración encuentren la fuerza y la alegría de su amistad y de su gracia.
Ayudar, con desprendimiento y generosidad, para que se perfeccionen y difundan todos aquellos medios y estímulos que, respetando la libertad de los hombres, les muestran el deber y la posibilidad de realizarse en el bien, de conocer a Dios, de trabajar por su Reino, es limosna.
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3. Jueves Santo: recuerdo vivo del Señor
LOS pintores más famosos que han llevado la figura de Cristo a sus lienzos, han iluminado de colores su nacimiento, han rodeado de triste penumbra su muerte y han compuesto este grupo, dulce y dramático al mismo tiempo, de la mesa de Jueves Santo, donde Cristo se hace muerte y nacimiento, misterio y vida, pan y sacramento; donde Cristo se despide y permanece, se va al Padre pero nos deja a los Apóstoles, cierra el Antiguo Testamento y establece el sacerdocio del Nuevo.
Jueves Santo es el día, por encima de todo, del Sacerdocio. Y la Iglesia se viste de blanco para partir el Pan, para dar el perdón y para recordar, recostada en su pecho, al Señor. Que mientras parte el pan del cuerpo dice el de la Palabra, en un discurso que oyen, emocionados y sin entender, los doce del Cenáculo, a los que el Señor habla contemplando, en lontananza, a todos los que se han de acercar a su Redención, con la esperanza abierta a los hombres, hasta que todos se hagan uno con él, como él es uno con el Padre. Alimenta con la gracia y manda lejos a éstos que tiene cerca, adictos, {5 (37)} aunque sin acabar de entender todo su misterio: un misterio que se les revelará poco a poco, en la comezón del alma, a la claridad creciente de la fe, caminando por el mundo, anunciando a su Señor.
Jueves Santo en el día del Sacerdocio, era presencia de Cristo, esa luz en lámpara de barro, que perdura, y se hace llama y lengua repitiendo sus palabras, recordando sus gestos, reproduciéndolos y extendiendo su vida.
Que no nos falten estos sacerdotes. No para delegar en ellos, mitificándola, la santidad que no tenemos o que todavía no nos interesa porque Dios nos parece lejano, sino que no nos falten para que, voceros de la Palabra del Maestro, la hagan resonar en nuestros oídos y se haga llama del pensamiento y fuerza y luz para nuestro camino.
Los mejores pintores del mundo han pintado a Cristo partiendo el Pan en la mesa del Cenáculo; pero solamente uno ha puesto en él, además de los apóstoles, a la Madre del Señor, del Sacerdote de sacerdotes. Ese pintor era, a diferencia de los demás, un hombre de claustro, un hombre de oración, consagrado a Dios en el convento de San Marcos, de Florencia: era Fray Angélico. No es que se tratara de un feminista; simplemente, era más cristiano que los otros pintores y, por amor y por justicia, no pudo prescindir de la que dio la vida a Cristo y le comprendió y siguió, con fidelidad única, compenetrada en su misión y su misterio, hasta la muerte y, por lo tanto, hasta su cima sacerdotal.
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4. La Iglesia en el mundo: cristianos • católicos • vida evangélica
EL número de cristianos en el mundo representa algo más de una tercera parte del total de la población del planeta; de estos cerca de mil millones de fieles bautizados en el nombre de Cristo, son católicos seiscientos noventa millones (la cifra es del año 1970). Por sí solas, estas cantidades, no pueden dejar de impresionar, aun cuando no sirven para medir el grado de santidad y de auténtica evangelización de la humanidad, porque éstas son realidades espirituales difíciles de evidenciar a través de la ambigüedad de los cálculos humanos. Pero a la Iglesia, inmediatamente, no le interesa compulsar tales medidas: el tiempo es precioso porque es escaso, y su preocupación, más que por mirar lo hecho o por registrar resultados, está en la fidelidad de cada día y de cada hora para cumplir el anuncio del Evangelio a los hombres, en su contemporaneidad, e interpretar, con su actitud, a través de la fe y de la gracia, la misión extensiva de Cristo, prolongado en el tiempo por los que lo han incorporado en el Bautismo. Por otra parte, incorporación siempre imperfecta, inacabada, que impone continuas conversiones —un estado peregrinante de conversión— a la par que se hace voz en el mundo para proclamar a Cristo a los que todavía no lo conocen. Así el apostolado, purificado de intenciones por el reconocimiento de la propia pobreza que impone la necesidad de la humildad, puede seguir llamando a los "pobres de corazón", como algo que les llega de Dios y no de la imperfección de los hombres, y todo apóstol, hasta por sus propias limitaciones, es hermano de todos los hombres, además de que reconozca que Dios es Padre de todos, tanto si le conocen como si no creen en Él.
Reforzar el Bautismo
Incorporar a Cristo y anunciarlo a los demás, es la pasión y la acción, en la que se dilata, crece y purifica la vida de todo cristiano. Pero algunos han querido reforzar, incluso con la ordenación externa de esta vida, el propio Bautismo: es lo que antiguamente se conocía con el nombre de vida apostólica", ese dejarlo todo para seguir a Cristo, acentuando el reflejo de su pensamiento y de su voluntad, tal como se desprende del Evangelio, hasta hacer de éste la sobrenatural "profesión" de toda la existencia, a imitación de los apóstoles y de los primeros discípulos que, incondicionalmente y desprendidos, se pusieron al servicio del Reino de Dios, inaugurado por el Señor.
{7 (39)} Los nombres que se han aplicado a esta entrega, han variado y tienen en realidad un valor convencional: *vida apostólica", "vida religiosa", "vida de perfección", "vida evangélica"... En la actualidad la Iglesia cuenta con algo más de un millón y medio de hombres y mujeres así consagrados al Reino de Dios (dos tercios de ellos son mujeres; un tercio hombres). Repartidos en una gran variedad de Ordenes, Congregaciones e Institutos, responden a diversas necesidades espirituales de los cristianos que las integran y de las actividades apostólicas de la Iglesia.
El grupo evangélico
En su vida de comunidad o de grupo encuentran el estímulo y la moral para su desarrollo personal en Cristo y el poder integrador y aglutinante que mantiene vivo el interés por los proyectos y objetivos inspirados en la vida evangélica. No se trata de ampararse en un simple "refugio" ante las condiciones neutras o adversas de un ambiente social externo preocupado por otros intereses que los primordialmente cristianos, sino de aplicar, por una parte, el principio sociológico de la vida grupal, sin el cual la persona no puede alcanzar su propia madurez, como no cesa de reconocer la Sociología moderna, y aportar la propia vida para vivirla en "iglesia" —en comunidad—, como una anticipación escatológica o de "signo" de cielo, en creciente aproximación a la santidad de la Iglesia, a cuya esencia pertenece.
El individuo, por sí solo, no podría improvisar su formación ni su crecimiento, en el proceso continuo hacia la madurez humana y sobrenatural, y por eso encuentra en el grupo religioso donde se integra, los valores, las normas, las ideas y los criterios que puede asimilar; encuentra la porción precisa de trabajo, el cobijo afectivo y hasta una seguridad emocional que satisfacer sus anhelos espirituales y apostólicos, medidos más como fidelidad de una entrega al Señor, que como una eficacia terrena, sin que ello excluya la satisfacción pura y agradecida del bien realizado. Veinte siglos de existencia de la Iglesia y de esa constelación siempre creciente de hombres y mujeres más entregados y más disponibles a su misión, demuestran que también han sido útiles al progreso de los pueblos, al bien de la humanidad, además de haber ocupado siempre los puestos más difíciles en el anuncio y el testimonio del Evangelio.
El Cristianismo no es reducible a simples consolaciones piadosas individuales, sino que debe consistir, como dice Bonhoeffer, en participar en la pasión de Dios en la vida del mundo..
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5. Los ministerios de la mujer en la Iglesia
De la intervención del cardenal George Bernard Flahiff, arzobispo de Winnipeg, en el Sínodo de 1971.
HACE una veintena de años, cuando alguien ponía la cuestión de si los ministerios de la Iglesia debían reservarse exclusivamente a los hombres, la respuesta clásica era:
a) Cristo fue un hombre, no una mujer.
b) Eligió a doce hombres para que fueran sus primeros pastores, y a ninguna mujer.
c) San Pablo claramente dijo que las mujeres deben guardar silencio en la Iglesia, y por lo tanto no pueden ser ministros de la Palabra (1" Cor 14, 31-35).
d) Pablo también ha dicho que fue la mujer quien primeramente pecó y por esto no podía tener autoridad sobre el hombre (1" Tm 2, 12-15).
e) Es verdad que la Iglesia primitiva ha tenido ministros femeninos, en particular en Oriente y especialmente hasta el s. VI; pero tales mujeres no habían sido ordenadas.
La conclusión, pues, era que el ministerio eclesiástico era oficio propio del hombre; que las mujeres debían contentarse con ser fieles y devotas servidoras, a semejanza de la Virgen y de otras piadosas mujeres que rodearon a Jesús.
Pero esta demostración histórica hoy no puede ya ser tenida por válida.
Sabemos que el sacerdocio del Antiguo Testamento era únicamente masculino por reacción contra los cultos cananeos de la fertilidad, cuyos sacerdotes eran principalmente mujeres. Sabemos que Jesús no podía cambiar tan radicalmente y tan rápidamente la imagen social de la mujer en la sociedad en que vivía, a {9 (41)} pesar de que Pablo pudiera proclamar que ya no hay diferencia entre hombre y mujer delante de Dios (Gal 3, 28). Sabemos también que gran parte de las disposiciones disciplinares de Pablo tienen solamente un alcance sociológico, y no doctrinal, como por ejemplo cuando ordena que las mujeres se cubran el rostro en la asamblea cristiana (1a Cor 11, 3-16). Creo, por lo tanto, que no existe ningún obstáculo dogmático que pueda impedir la revisión de toda esta cuestión.
La evolución de la situación de la mujer en la sociedad moderna, que es un cambio debido en parte a influencias cristianas, hace que nosotros debamos actuar sincera y seriamente a este respecto... La cuestión que planteo es la de la posibilidad de un lugar para la mujer en el ministerio, o mejor en los ministerios, de la Iglesia.
Si consideramos cuanto se ha dicho sobre la creciente diversificación de tales ministerios, no veo cómo podemos evitar el estudio del papel que en ellos corresponda a la mujer. Faltaríamos a nuestro deber para con algo más de la mitad de los miembros que componen la Iglesia si soslayáramos este punto concreto.
Personalmente pienso que, en la actualidad, es un asunto demasiado serio para que el Sínodo guarde silencio respecto al mismo. Por otra parte, un estudio rápido y superficial sería decepcionante, e incluso podría ser interpretado como una manifestación más de la dominación de los hombres.
Después de una consulta no oficial de diversos meses, los obispos de Canadá, el pasado abril, reunimos un grupo de representantes altamente cualificados de asociaciones de mujeres católicas provenientes de diversas partes de nuestro país. Estas mujeres expresaron de manera clara, firme y modesta sus anhelos.
En la Asamblea general subsiguiente, que tuvo lugar hace tres semanas, los obispos adoptaron casi por unanimidad esta proposición que, en su nombre, someto a vuestro juicio:
«Los representantes de la conferencia católica canadiense piden a sus delegados que recomienden al santo Padre la formación inmediata de una comisión mixta —es decir, formada por obispos, sacerdotes, laicos de uno y otro sexo, religiosas y religiosos— con objeto de estudiar fondo la cuestión de los ministerios de la mujer en la Iglesia».
No queremos prejuzgar la cuestión... Pero, a pesar de una antigua tradición de muchos siglos contraria a los ministerios femeninos, creemos que los signos de los tiempos —y no es el más pequeño el hecho de que ya existen mujeres que ejercen con acierto tareas apostólicas y pastorales— nos acucian para emprender con diligencia el estudio de la situación actual y de las posibilidades futuras.
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6. Problema cultural antes que problema dogmático
CUANDO en el año 1967 se suscitó, de manera abierta, en el III Congreso para el Apostolado de los Laicos celebrado en Roma, que «se emprendiera, con toda seriedad, un estudio doctrinal acerca del lugar que corresponde a la mujer en el orden sacramental y en la Iglesia», muy diversas reacciones siguieron a este voto. El hecho de que figurara entre las conclusiones, ya significa que la mayoría más destacada del apostolado mundial seglar estaba en favor. En cuanto a las oposiciones, silencios, reticencias o estratégicas ambigüedades, no pensamos hacer comentario. Nos parece más constructivo un breve análisis de las actitudes positivas, en particular de aquella que se funda, para dar participación a la mujer en los ministerios de la Iglesia, en la actual escasez de vocaciones masculinas.
Es posible que obre más convicciones la fuerza de las situaciones que la razón de los principios. Pero, en nuestro caso, si esto ocurriera, significaría que los hombres, una vez más, que han reservado para sí el dominio y la organización de la sociedad, recurren a la mujer de manera supletoria.
La enajenación de la mujer
El hecho de que ella misma se avenga, muchas veces, a la comodidad o inhibición en que le ha colocado el fariseísmo humano por medio de la mística de la feminidad, no quiere decir que no exista: precisamente la forma más profunda de enajenación es la que se insinúa, se acepta y permanece inconsciente. Un ser enajenado se convierte en cosa, en objeto despersonalizado.
Podría ser todo un capítulo, y no breve, el de la cosificación de la mujer en la sociedad, que la ha reducido a objeto erótico en favor del hombre, en círculo tan persistente y cerrado que, la que no se resigna a ceder ni a costa de las gratificaciones que ello le proporcione cómodamente, no puede emplear sus fuerzas y su talento en realizarse a sí misma, sino en neutralizar, hasta donde {11 (43)} sea posible, la presión de los obstáculos que se le oponen todavía. La mayoría se resignan a ser "cosa", y cultivan, como recurso para conquistar seguridades, o mantenerlas, la propia cosificación.
Tardíamente, el estatuto jurídico de la mujer se va nivelando con el del hombre; pero sigue todavía en las alturas de la teoría, es cierto que cada vez menos combatida, aunque en la realidad la mujer continúe ocupando un lugar secundario y supletorio en la sociedad masculinizada. Masculinizada por falta de mayor evolución racional del hombre arrastrado por los impulsos primarios de la fuerza física y de su ingenio en utilizarla, que le ha llevado a fundamentar la prevalencia sobre el universo y sobre la mujer. La antropólogo Margaret Mead ha podido demostrar que, en grupos humanos no influenciados por conductas y convencionalismos de otras civilizaciones, se observaban comportamientos en el hombre y en la mujer, totalmente distintos de los que atribuiríamos, en nuestra sociedad, como rasgos de masculinidad en el hombre o de feminidad en la mujer. Distintos y hasta contrarios.
Pero no se trata ni de masculinizar a la mujer, ni de feminizar al hombre, sino de humanizar la sociedad. Cualquier desequilibrio la lleva a la deformación, y esa de la enajenación de la mujer, es una parte solamente, de la falta de madurez de la humanidad. A la que, ni humana, ni menos cristianamente, podemos resignarnos.
¿Es llegado el momento?
No se puede actuar sin saber lo que se quiere, lo que se puede y lo que se debe hacer. El pensamiento precede siempre a la acción humana; solamente que el hombre, para no ser esclavo de sí mismo, ha de proceder con honradez y no demorar su obra con el achaque de pensarla más de lo debido. Muchas veces la humanidad ha sido poco honrada en este sentido, y han sido las presiones de los acontecimientos las que la han forzado a proceder más racionalmente, en una suplencia providencial —no milagrera— colaboradora del orden establecido por Dios. Ya decíamos, más arriba, que la escasez de vocaciones en los hombres, inclinaba o convencía a algunos para la oportuna inclusión de la mujer en los ministerios de la Iglesia. Pero hacerlo por sólo este motivo o principalmente por él, sería cometer un abuso más.
Hace unos meses, la M. María Agudelo, de la Compañía de María, que está al frente de la Sección de Religiosas de la Confederación Latinoamericana de Religiosos, decía: «Pienso que teológicamente no hay nada que se oponga a la ordenación de las mujeres, pero culturalmente me parece que falta mucho tiempo para que la mujer pueda serlo de una manera eficaz y que el mundo acepte a la mujer sacerdote».
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Una cuestión cultural
He aquí la clave principal: motivos culturales, es decir, ideas y mentalidad que han de penetrar, para transformarla, una sociedad todavía demasiado injusta. Cultura no quiere decir solamente títulos académicos para selectos, sino madurez racional, responsabilidad abierta, purificación de fariseísmos, liberación y respeto de las personas, justicia en todas las relaciones, comprensión del orden del mundo, administración generosa para el bien de todo el acervo siempre fluyente de la naturaleza, salida buena de las manos de Dios.
Existen formas de subdesarrollo mental y humano, compatible con apariencias convencionales de madurez, que hacen imposible la adultez cristiana, y de ellas partirá siempre la incomprensión o la reticencia para todo avance en el mundo y en la Iglesia. A lo sumo, como en tantas otras ocasiones, se pactará con el símbolo exhibido, decorador, pero ineficaz, aunque logre acallar urgencias comprometedoras, pronto relegadas al olvido para ceder el paso a la presencia de otra novedad. Es una tentación que la Iglesia quiere evitar. El sacerdocio de la mujer no puede ser una novedad; no puede ser tratado ni como cesión oportunista, ni como llegada tardía que pretende justificarse con símbolos que han de apagarse más tarde.
El cristianismo ha hecho mucho para la liberación del hombre. El cristianismo es liberación, es redención; ésa de la mujer es solamente un aspecto de todo lo que queda por redimir en el mundo. Queda mucho por hacer. En la medida en que se avance hacia esa liberación general, que ha de serlo de cada persona humana y de la sociedad, irán cayendo barreras y oposiciones al clamor de esta justicia y de otras. Y ello será cada vez más posible en la medida en que, en nuestras ideas y conductas, en nuestros ambientes e influencias, trabajemos para comunicar ideas, responsabilizar personas y liberalizar conciencias.
Porque todavía existen diferencias; todavía no se puede, de cuajo, prescindir de todas; todavía los egoísmos se disfrazan de justicia, la debilidad de bondad, la astucia de prudencia, el placer de amor, la altivez académica de cultura, las apariencias de realidad... Pero nada de esto justifica la parálisis o el regreso, sino más bien la insistencia, para lograr un mundo renovado, más digno de Dios. De Dios que hizo, de hombre y mujer, «una sola cosa»; de Dios que promete "una bienaventuranza en la que no se diferencian hombre y mujer"; de Dios que hizo a una mujer Madre suya.
«Había allí —junto a la cruz de Jesús— varias mujeres... que cuando estaba en Galilea le seguían y le asistían con sus bienes, y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén».
Marcos, 15, 40-41
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7. También aquí, ahora
LA evangelización es la misión específica de la Iglesia, y todos aquellos que han atendido al llamamiento de Cristo y le han consagrado las fuerzas y la vida, lo han hecho para convertirse en voz de este Evangelio y para encarnarlo, hasta donde consintiera la flaqueza humana, en su propia existencia. Además, la Iglesia ha ejercido una misión cultural y benéfica, o para facilitar la proclamación del Evangelio o como una derivación de la generosidad que inspira. Pero las alabanzas que por ello se le tributaran en el pasado hoy ya no pueden ser exclusivas para ella, porque la cultura ya no es privativa de los monasterios, como en el Medioevo, ni la beneficencia, en nuestros tiempos, de la profesión evangélica. Gracias, en parte, a la labor precedente de la Iglesia y de sus instituciones, el mundo moderno está mejor organizado y evolucionado.
Lo cual no anula el campo específico de la misión evangelizadora que a la Iglesia corresponde: también aquí y también ahora el mensaje de Cristo ha de seguir siendo transmitido a los hombres; también aquí y también ahora el Señor sigue llamando a muchos para que "dejándolo todo le sigan" y continúen el anuncio del Evangelio y se esfuercen por encarnarlo en la propia vida, con el propósito de una fidelidad exclusiva para el Señor. Y a nadie debe de extrañar que, el que tanto amo a la humanidad, siga encontrando respuestas generosas a tal amor. San Juan escribía: «Nosotros creemos en el amor»; hay hombres y mujeres que creen en este amor y le entregan la vida. También hoy.
Pero en nuestra época, cada vez más, los que sigan este llamamiento "en espíritu y de verdad", deberán purificar su intención respecto a gratificaciones de promoción humana, o de aprobación y halago social, y disponerse a un mayor desprendimiento porque el mundo —que nunca fue totalmente desinteresado en los halagos o consideraciones—, ya no prestará atención ni reconocimiento por las actividades —menos necesarias porque menos exclusivas— marginales o derivadas de aquella misión. El seguimiento del Señor ganará en pureza.
En adelante, todo hombre y toda mujer que siga a Cristo hasta las últimas exigencias del Evangelio, ha de saber que el Señor le espera en una Iglesia que parecerá menos organizada, desprovista de privilegios, pobre, virgen, más ágil por lo tanto y espiritualmente más fuerte, si bien en las apariencias humanas más débil e insegura —según el concepto que el mundo tiene de la seguridad—, y será necesario insistir en la referencia a los primeros seguidores de Cristo, como si el Evangelio volviera a ser nuevo y comenzara otra vez su anuncio en la palabra y en la vida de los que respondan con prontitud al llamamiento de Cristo, cuya voz vuelve a resonar ahora y aquí, y dice:
«¡Sígueme!».
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8. El lugar de la mujer en el mundo y en la Iglesia
Por el arzobispo Leo Christopher Byrne, de Saint Paul y Minneapolis.
E propongo tratar de la influencia que las mujeres pueden ejercer en la Iglesia y en el mundo influencia sobre la justicia, la paz y el progreso en el mundo; influencia sobre la misión eclesial de salvación, de santificación, de transformación de la vida; influencia que, hasta ahora, ha sido dolorosamente olvidada y despreciada. Tomo la palabra para pedir justicia en favor de esta mitad de la humanidad, tanto en el mundo profano como en el mundo de la Iglesia.
1. LOS DERECHOS DE LA MUJER EN LA SOCIEDAD CIVIL.
En la Pacem in terris, el papa Juan XXIII, vio uno de los signos de los tiempos en el hecho que la mujer tomara cada vez más conciencia de sí misma y en su aspiración a la autonomía: «Cada vez más consciente de su dignidad, la mujer ya no admite ser considerada como un instrumento; exige que se la trate como una persona, tanto en el hogar como en la vida pública» (n. 41).
En ciertos países la lucha de la mujer por obtener el reconocimiento de sus derechos fundamentales ha conseguido progresos considerables. Pero en otras sociedades, ya sea por razón de las leyes o de las costumbres, la mujer sigue ocupando, sistemáticamente, una situación de inferioridad. Aun teniendo en cuenta las divergencias legítimas en las tradiciones sociales, es preciso insistir sobre el principio fundamental cristiano: la mujer es igual al hombre, y toda ley o costumbre que se oponga a ello es una injusticia.
Incluso en países "avanzados" que suscriben el principio de igualdad, la mujer ocupa de hecho un lugar inferior: es explotada. No es raro, por ejemplo, que reciba un salario inferior al del hombre a pesar de realizar un mismo trabajo. Del mismo modo, la explotación sexual de la mujer por el hombre está muy extendida en muchos países occidentales y hasta adquiere el aspecto de un comercio organizado. Fuera de las consideraciones éticas, hay que protestar {15 (47)} contra este hecho, ya que reduce a la mujer a la función de objeto utilizado y explotado por el hombre.
Es con razón que la mujer moderna rehúsa definirse como "inferior" con respecto a un hombre "superior". Se define como "ser íntegramente humano", entero, como una única persona humana, con derechos propios. Esta es una visión sana, eminentemente cristiana. Es una "liberación" en el sentido auténtico de la palabra. Leemos en la Biblia: «Dios creó al hombre a imagen suya...
Hombre y mujer los creo» (Gn. 1, 27).
Iguales, siendo una sola cosa en la semejanza a Dios, hombre y mujer están destinados a ser hijos de Dios, en plenitud de participación con su vida. Todas las diferencias humanas han sido ya rebasadas en la igualdad en Jesucristo; esta igualdad que concede los mismos medios y las mismas posibilidades para ir al encuentro del Señor para vivir la plenitud de su vida, para responder a su llamamiento y vivir como miembros de la Iglesia.
Los recientes descubrimientos psicológicos destacan las diferencias radicales de actitudes entre el hombre y la mujer. Pero aun así es preciso insistir, una vez más, que no se trata de una cuestión de "inferioridad" o de "superioridad".
La mujer debe afirmar el valor irreemplazable de su feminidad; cometería un grave error si se contentase con apropiarse de todos los aspectos, incluso de los peores, de la cultura y de las normas masculinas.
Es necesario desarraigar todas las formas de injusticia, asentadas en el derecho o en la práctica, que imponen a la mujer un lugar inferior. Es incontestable que todos los derechos contenidos en la Declaración universal de los derechos del hombre, aprobada por las Naciones Unidas en el año 1949, han de ser reconocidos a la mujer en todo el mundo:
II. LOS DERECHOS DE LA MUJER EN LA IGLESIA.
¿Qué puede hacer la Iglesia en la cuestión de los derechos de la mujer?
Quisiera pasar directamente a algunas proposiciones:
1. Las Conferencias episcopales deberían emprender estudios serios respecto a sus culturas nacionales, así como sobre la ley y la práctica de la Iglesia, con el fin de eliminar cualquier discriminación que afecte a la mujer en la vida civil y eclesial.
Estos estudios deberían profundizar la posibilidad de promover mujeres cualificadas en el servicio de la Iglesia. Las mujeres no deben ser excluidas de ningún servicio, en la Iglesia, siempre que tal exclusión se ampare en interpretaciones discutibles de la Escritura, en prejuicios masculinos, o en un ciego apego a tradiciones meramente humanas que tienen seguramente su origen en la situación social de las mujeres en otras épocas.
2. La Iglesia ha de velar por reconocer la dignidad de la mujer y por la visión cristiana que ella tiene de sí misma, cada vez que toma posición sobre la sexualidad, el matrimonio, la familia, etc.
3. La Iglesia —universal, nacional, local— ha de buscar los medios que permitan a las mujeres una representación y participación más importante y más efectiva en la liturgia, en las actividades y en las organizaciones eclesiales.
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9. TIME, NEWSWEEK, LIFE PLAY-BOY…
EN Estados Unidos de América la H, prensa tiene más importancia que en muchos otros países:
después de Inglaterra, que va a la cabeza del mundo, y unos cuantos países más, ocupa el duodécimo lugar entre aproximadamente unos ciento y treinta de los que es posible obtener cifras sobre ediciones periódicas. Por esta razón no nos puede extrañar demasiado que, en las páginas de su prensa, no sólo como noticia, sino como publicidad, aparezcan mezclados, sin sorpresa para nadie —allí—, o con menos sorpresa, temas diversísimos.
Hace muy poco, una congregación religiosa —no hace al caso su identificación ahora—, preocupada por el escaso número de candidatos al sacerdocio, publicó, a toda plana, un anuncio en una de las revistas mundiales más frívolas, dedicadas a la juventud, Play Boy, recordando a sus lectores la posibilidad de un llamamiento sobrenatural para entregarse enteramente a Dios, al servicio de la Iglesia y de las almas. Los resultados, al decir del Padre encargado de recibir las consultas y correspondencia suscitada por el anuncio, han sido "abrumadores", se estaban recibiendo "infinidad de cartas" y, a pesar de las críticas que ha provocado el anuncio en algunos medios católicos, "la congregación estaba muy contenta del experimento." Añadió que con anterioridad, pero sin resultado, había hecho idéntico anuncio en las también famosas revistas Time, Newstveek, Life y en los periódicos más importantes. Estas revistas tienen, respectivamente, una tirada de 4 millones, 2,3 millones y 8 millones de ejemplares; Play Boy, 5,5 millones). Los anuncios en estas revistas no fueron criticados, aunque ineficaces; si bien no hemos de suponer que las censuras puedan venir del pesar de la eficacia. Millones de ojos pasearon por el anuncio su mirada sin sorpresa o sin atención: eran los ojos de los que ni buscan ni necesitan ni apuestan nada en la vida, más allá de lo que sirva estrictamente para consolidar su posición, su "establishment" —como dirían allí—, decorado tal vez por creencias de buen acabado moral, pero sin riesgos. Ojos de satisfechos y de egoístas, para quienes, incluso Dios, puede ser considerado, en último término, como una dimensión más, ultraterrena —por si acaso existe "algo" más allá de la muerte...— de egoísmo o de seguridad; un Dios que no pida demasiado. Un Dios del que ya seremos partidarios, al que ya ayudaremos … con tal que no pida lo principal, que no profundice en sus exigencias: el Evangelio, el dejarlo todo y seguir a Dios, ya pasó; pasó hermosamente, consoladoramente; se ha convertido en evocación o recuerdo. Solamente desde lejos parece despedir un resplandor acariciante; si se acerca, si se comete la ingenuidad de preguntarle, {17 (49)} se repite la escena —¡y la tristeza!— del joven rico del Evangelio, que perdió, para siempre, la ocasión de ser apóstol. Por eso no preguntan nunca, no se preguntan nunca: "¿Qué más he de hacer?. Esta pregunta, cuando es simple cortesía y tropieza con la Verdad, exige la conversión y lo entrega todo, o se repliega en la penumbra confusa de la tristeza. Por eso vale más no preguntar, y limitarse a sólo ser "partidarios", pero desde lejos.
Los jóvenes de Play Boy que han abrumado con cartas y preguntas a estos sacerdotes temerarios en publicidad, también tienen sus pecados; pecados incluso mejor clasificados que los de Time, o los papás que leen Time o Newsweek, aunque dudamos que sean pecados más profundos, porque son menos egoístas. Su frivolidad, su inconformismo, seguramente su rebeldía, en muchísimos de ellos, frente a un mundo que no les gusta, pero que desean renovado y que —lo demuestran— no descartan su entrega para emplearse en esta renovación, aunque esta entrega deba suponer la purificación de vicios y una disciplina de energías para un trabajo sacrificado, digan lo que digan los que criticar a los consagrados a Dios, pero no dan un paso para seguir a Cristo...
Sí, en muchos de ellos, a pesar de un generoso arranque inicial, o de una curiosidad hacia lo absoluto y espiritual, seguirá el agostamiento de un anhelo que no ha encontrado, tal vez, tierra bastante propicia para radicarse y crecer perseverantemente. Pero el solo hecho de mirar a Cristo cara a cara, de preguntar con sinceridad y no encubrir con falsa cortesía su encuentro con Él, es algo que forzosamente se ha de valorar y que demuestra que la juventud, aun la frívola y la inconformista —tal vez por ser inconformista— es capaz de contemplar, y en muchos casos seguir, un ideal de bien en el mundo, no solamente aunque cueste, sino precisamente porque cuesta, si adivina in horizonte de esperanza no solamente para él, sino para los demás hombres.
Muchos jóvenes disipan energías, tiempo e ilusiones en ideales vanos, en bondades ficticias, en evasiones aplazadoras del gran problema que tiene planeado todo hombre para descubrir el sentido y el valor de la vida, que se les oculta, unas veces por el propia culpa, pero otras porque tampoco los demás les dejan ver o se lo muestran. A un joven egoísta es inútil hacerle ver: la preocupación avarienta de sí mismo le impide abrirse a la generosidad. Pero al que es generoso, ni la frivolidad, ni los pecados —si quiere— le han de impedir el gran descubrimiento de un ideal que pide toda la vida, pero que vale más que la vida.
LIMOSNA VIVA.
Se puede hacer limosna, y puede uno mismo convertirse en limosna y darse enteramente a Dios para el servicio de su Reino.
Es una limosna viva.
{18 (50)}
10. EN EL LLANTO
NADIE ha pasado por aquí.
Lo primero fue el llanto
y estamos en el llanto.
Porque aún no ha dicho el Verbo:
Que el llanto se haga luz.
—¿Lo dirá?
—Lo dirá, porque, si no,
¿Para qué sirve el mar?
(Nuestros llantos son los ríos
que van a dar a la mar...)
no puede ser la vida eternamente
un lamento encerrado en una cueva?
Dios es el mar,
Dios es el llanto de los hombres.
Y el Verbo se hizo llanto
para levantar la vida.
El Verbo está en la carne
dolorida del mundo...
¡Miradlo aquí en mis ojos!
Mis ojos son las fuentes
del llanto y de la luz...
Y estamos en el llanto...
Seguimos en la era de las sombras.
¿Quién ha ido más allá?
¿Quién ha abierto otra puerta?
Toda la luz de la Tierra
la verá un día el hombre
por la ventana de una lágrima...
Pero aún no ha dicho el Verbo... :
¡Que el llanto se haga luz!