Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 105. MAYO. Año 1972.
0. SUMARIO
FRUTO de la Redención son los santos; aquellos que están más cerca de nosotros nos los propone Dios por su fidelidad a la Gracia y por su ejemplo en la Iglesia, como estímulo que hemos de recoger y seguir con agradecimiento y amor. Somos familia de santos, dentro de la gran familia de los hijos de Dios.
PAGANISMO Y SANTIDAD
CONSTELACIONES
COSTUMBRES, ANTES QUE LEYES
PRIORIDAD PARA LA TIERRA Y PARA EL
HOMBRE
EL ESPÍRITU, PARA SIEMPRE
UN LIBRO DE VEZ EN CUANDO
DE CÓMO EL CARDENAL NEWMAN FUE
ATRAÍDO POR SAN FELIPE
EN LAS FUENTES VIVAS DEL EVANGELIO
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1. Paganismo y santidad
LA incredulidad es respetable, si no es una huida de Dios. No se puede juzgar al que, en su conciencia, piensa no haber recogido jamás el reflejo positivo del Absoluto.
Pero hay maneras deformadas, perezosas, inmaturas o interesadas de creer, de las que sí puede decirse que coinciden o difieren muy poco de formas todavía paganas de entender la vida y de comportarse frente a ella. Dios les interesa muy poco; menos la santidad, y nada el bien de lo bueno.
Dios es un concepto que recoge la transferencia de reminiscencias mágicas evolucionadas, y se le respeta para defenderse del castigo de la ira divina o para conseguir que colabore con las codicias terrenas del que se dice creyente. Se desea conocer unos cuantos deberes en los que se concrete el límite de las exigencias de lo sagrado, más allá de las cuales Dios no intervenga ni fiscalice opción alguna. Ese más allá es toda la realidad de la vida verdadera, lo único que verdaderamente interesa, el becerro de oro, el "dios fabricado" por el pseudo-creyente.
En cuanto a la santidad, al pagano, no le interesa ni personalmente para él ni para los suyos. Pero no es contrario a ella en tanto que concepto relativamente alejado ―es decir, para "otros"― en tanto que se mantenga muda ―es decir, que no ponga en evidencia reclamaciones divinas frente a las injusticias humanas―; en tanto que renuncie a toda eficacia transformadora del mundo ―es decir, somnífera, de mansedumbre híbrida, carente de testimonio―. Si rebasa estos convencionalismos, será combatida, calumniada, desprestigiada.
Si se mantiene en ellos, se la dejará en la paz de su ineficacia. Se la alabará si, además de convencional, es una santidad que recluta adeptos utilizables para tareas demasiado ingratas para las costumbres de los paganos, y, si a cambio de intermitentes adulaciones, se presta a decorar, ribeteada con el adorno de la fe exhibida pero no vivida, a una sociedad que, delegando y exigiendo en unos pocos lo que ella ni desea ni quiere hacer, no renuncia a presumir de lo que precisamente le falta: una fe vivida en sinceridad y profundidad.
Una fe interiorizada en el trato personal con Dios; una fe respirada en el diálogo con Dios, en la oración de un hijo al Padre, de un amigo al Amigo, de una criatura enamorada de Quien es fuente de toda vida, ha de ser relegada al mundo legendario de la poesía, o de las abstracciones ideales, como un divertimento teórico para exquisitos intelectuales... Lejos, y lo más deprisa posible: no sea que ablande sentimientos o venga a responder a la clandestina rectitud resucitada de la conciencia, y obligue a derribar egoísmos y a la urgencia de la revisión integral de la vida, como para no tener que temer nada a la mirada directa de Dios, que viene a pedirnos, de una vez, que le amemos. Y no porque él lo necesite, sino porque lo necesita sentido recto, la paz y la madurez de la vida del hombre. Los santos no huyeron de Dios, ni fingieron encontrarle para disimular el temor de ser perseguidos por El, sino que, sencillamente, le amaron y, este amor, fue toda su vida.
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2. Constelaciones
ES verdad, cuando luce el sol no se ven las estrellas, absorbidas en la luz del astro rey, sumadas a su claridad única. El paralelo debiera ser matizado, pero de algún modo sucede algo parecido entre los santos y Dios. Resplandor de Dios, en traducción humana, es la bondad de los santos. Dios se manifiesta por ellos, su bondad nos transparenta la de la gracia de Dios; pero ellos no son Dios, que es la fuente y suma de la bondad de todos.
La Iglesia se complace en proponernos su ejemplo y su estímulo, no para que les adoremos ni, en rigor, para que les reproduzcamos, sino para que les imitemos en su elevación, en su acercamiento a Dios, porque estamos en el mismo camino de gracia que ellos siguieron, cuando tenían todavía los pies en este mundo, antes de alcanzar definitivamente a Dios, hacia quien nosotros, por la fe, nos acercamos.
¿En qué nos hemos de fijar, cuando recordemos a los santos?
{3 (75)} Ante todo, en su vida de fe, en esa iluminación que penetró y dio sentido a toda su vida, que sobrenaturalizó su pensamiento, que transformó, elevándola, su mente, según los criterios del Evangelio.
Y, en seguida, en la abnegación que los consagraba a lo grato a Dios, no como un peso soportado, no como un agobio indeclinable, sino con el entusiasmo generoso de la predilección constante, gozosa, incondicional y pura, para gastar su vida con todas sus fuerzas para el advenimiento de su Reino.
Reino de vida y de esperanzas ―Reino vivido y esperado al mismo tiempo―, que se inicia en el corazón en el trato con Dios, en la oración ―respirar del alma― que les compenetra con el Señor, a quien aman, y por quien aman a todos y todas las cosas. El amor les hace incandescente la fe y les comunica una comprensión del mundo, de la propia vida y de los demás, de la Iglesia y de su misión, hasta aparecer en su tiempo y lugar, entre sus semejantes, como una extensión de Cristo, que por ellos se vuelve a revelar a los hombres, como una de las maneras que, según El, «seguiría estando siempre con nosotros».
Son una revivencia del Evangelio, una prolongación del misterio de amor y de dolor de Cristo, y del anuncio vivido de su verdad que no puede extinguirse, y que se reproduce incesantemente en la Iglesia, en sintonía con las características de cada época, de cada coyuntura de la humanidad, como si por ellos se nos quisiera indicar lo que Cristo habría sido en su lugar y en su tiempo y en las demás circunstancias personales o ambientales de su existencia. Como Cristo, no estuvieron solos y, unas veces más, otras menos, convivieron con otros que recibieron su influjo o participaron en sus empresas ―grandes o pequeñas, pero siempre señaladas, marcadas por una especial oportunidad inspirada en el Evangelio―, formando como una constelación espiritual en el cielo de la Iglesia, y Dios en el centro. En algunos, ese agrupamiento sobrenatural, no se extinguió con su vida, sino que perduró en el tiempo, como una transmisión duradera a través de una familia espiritual, con rasgos identificables, aunque generalmente difíciles de describir, que la Iglesia ha bendecido y ha considerado como parte ejemplar de su vida militante por los caminos del mundo.
San Felipe, por ejemplo, fue uno de estos santos y el Oratorio su familia que perdura con el deseo de ser fiel al espíritu que le dio origen.
Nosotros amamos a san Felipe porque nos recuerda a Cristo; porque nos enseña, con su vida, el amor a la Iglesia; porque, con su obra, nos ofrece el medio de servir a las almas, porque con su estilo, se facilita la actualización del Evangelio. Y porque creyó que su época ―hace cuatro siglos― era como el amanecer de un tiempo nuevo digno de ser amado, y un momento feliz para enseñar a los hombres a buscar a Dios con sinceridad, gozo y sencillez.
San Felipe es, para nosotros, como una estrella envuelta en el resplandor inmenso de la santidad de Dios; es también una transparencia de Cristo. Y un Padre espiritual que nos constela en su amor.
El grabado de la página anterior reproduce la figura en bronce de san Felipe Neri, obra del escultor Francesco Messina, en la iglesia romana de son Eugenio, construida durante el pontificado de Pio XI.
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3. Costumbres, antes que leyes
CONSTITUCIONES y leyes no eran del genio de san Felipe. Si regresáramos al siglo XVI para detenernos en las primeras estructuras jurídicas del Oratorio, no podríamos pasar por alto una significativa anécdota, que chocaría a más de uno, y que tuvo lugar en 1575, una veintena de años más tarde de que hubiera comenzado a funcionar el Oratorio regido por san Felipe.
El, que había rehusado constantemente fundar o ser tenido por fundador de una orden o congregación religiosa, reluctante siempre a la redacción de cualesquiera Constituciones para su comunidad, protestó cuando el papa Gregorio XIII impuso en la Bula de fundación del Oratorio, la condición de someter posteriormente a la Santa Sede unas constituciones que debían de ser redactadas para dar estabilidad y trabazón jurídica a aquel acto fundacional. San Felipe nunca las escribió, y cuando sus discípulos le mostraban los esbozos, elaborados entre discusiones e ilusiones de hijos espirituales del Santo, cuyo pensamiento querían interpretar fielmente, y por otra parte de lealtad al papa, que también deseaban complacer, san Felipe jamás manifestó entusiasmo por ninguna de sus estipulaciones, cuya elaboración siguió casi con indiferencia. Las poquísimas palabras suyas que pueden considerarse como enmienda y que él puso marginalmente al texto proyectado, llevan el sello inconfundible de su criterio opuesto a lo que solía ser soporte jurídico de una congregación u orden religiosa, tal como entonces se entendía por todos los estamentos eclesiásticos.
LA LEY Y LA CARIDAD
De aquel tiempo viene la frase a él atribuida de que «sin la caridad son inútiles todas las leyes y, con la caridad, no hace falta ley alguna». Y también decía: «Existen en la Iglesia de Dios bastantes órdenes religiosas: el que quiera que vaya a una de ellas, que las hay buenas, pero que no siga en el Oratorio».
No era, sin embargo, enemigo de la vida religiosa, como fácilmente podría demostrarse por la amistad que tuvo con religiosos insignes, miembros tanto de antiguos como de recientes contemporáneos institutos. Pero la vida religiosa como tal no entraba en la del estilo que había ensayado con sus primeros espontáneos seguidores, prescindiendo de las acostumbradas formalidades o de las {5 (77)} entonces introducidas en los grupos de vida evangélica de la Iglesia. Esta singularidad explica no sólo las incomprensiones y dificultades que rodearon los orígenes del Oratorio, sino todas las que ha tenido que atravesar, en sus cuatro siglos de existencia, debido a la estandarización "religiosante" que ha caracterizado a las comunidades todas en la Iglesia, que si por una parte ha facilitado una centralización en muchos aspectos útil para la organización del apostolado a escala mundial, en otras ha diluido en la generalización, las peculiaridades con que, "en la diversidad" enriquecían a la Iglesia, ciertamente única, pero multiforme según la variedad carismática que la adorna, cuando el Espíritu sopla donde quiere y su aliento no es extinguido por encorsetamientos jurídicos humanos. Ha existido siempre una simplificación cómoda, fruto del desconocimiento práctico de la misma vida en común, al que ha sido difícil comprender el ideal de san Felipe, especialmente en situaciones donde este ideal no ha sido posible cubrirlo del ropaje estadístico o cuantitativo que, según las miras humanas, es el que impresiona a primera vista a los superficiales. La eficiencia del Oratorio no es cuantificable, aun cuando, después de cuatro siglos no sería nada difícil hacer listas de personas ilustres por su virtud, por su ciencia, por su influencia positiva en la Iglesia y, todavía más, un conjunto de repercusiones importantísimas, sobre personas y sobre instituciones, que han tenido su raíz, su sentido y su impulso merced al Oratorio, hasta dar lugar a congregaciones de vida evangélica y a los mismos novísimos institutos seculares, como explanación de un impulso que el Oratorio se ha alegrado en favorecer y contemplar, pero sin afán de apropiarse paternidades. Las mismas casas del Oratorio, conservan, desde siempre, su recíproca independencia, sin superior general que las aglutine, y sin que se impida el amor mutuo y la colaboración fraterna cuando ocurre.
Sin leyes o, por lo menos, sin demasiadas leyes, porque algunas, finalmente, se hubieron de aceptar.
COMO HERMANOS
Los hermanos de una misma familia, cuando salen de su casa para formar un hogar, tampoco están atados por leyes, y siguen queriéndose y ayudándose.
Una familia que necesitara de leyes entre padres e hijos y entre hermanos, resultaría ciertamente algo sumamente chocante; en cambio nadie se sorprende de su independencia y su, no obstante, continua vinculación.
La Iglesia fue buena madre con el Oratorio y le consintió la máxima sencillez jurídica, con escándalo de no pocos a los que costaba admitir un contenido evangélico fuera de los vasos arcillosos heredados ya no del Evangelio sino de la cultura romana, que vio muchas veces en la ley más bien el alma que la estructura de la sociedad.
Para san Felipe la ley no era ni siquiera una estructura; era menos que un esqueleto que soporta músculos vivos: era algo tal vez todavía imprescindible por el modo cómo los hombres tenían organizadas sus vidas y sus relaciones, pero desde su punto de vista algo que le tenía bastante indiferente, más bien {6 (78)} soportado, y no por desprecio, sino por falta de fe en su validez a nivel espiritual. ¿Por ventura no había dicho Cristo que «el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado» (Marcos, 2, 27), o lo que es lo mismo, que la ley es para el hombre, pero no el hombre para la ley?
LIBERTAD, FLUIDEZ DE VIDA
Ha habido hombres, e incluso santos, que se han sentido inspirados y han concebido fórmulas renovadoras, o han codificado maneras de vida, y luego han comenzado a poner en práctica sus creaciones geniales. En san Felipe eso sería absurdo: no solamente no quiso escribir leyes, sino que las que sus discípulos compusieron luego por imperativo de las circunstancias, más que leyes, fueron una recolección de experiencias, una lista de costumbres de la comunidad; costumbres y experiencias queridas, en verdad, pero respecto de las cuales se sentía reluctancia a convertir en la inmovilidad de la ley, porque se preferían capaces de evolucionar, según la inspiración y la fluidez impuesta por la misma vida del Evangelio, no envasable. La ley convierte, por su naturaleza estable, en inmóviles las normas de conducta y los métodos; san Felipe era, en cambio, un corazón libre ―que no es lo mismo que antojadizo―, y pensaba que precisaba de esta libertad, él y los suyos, y él con los suyos, para poder seguir más ágilmente los impulsos del Espíritu, que no puede ser reinventado por ningún poder legislador, ni custodiado por ninguna devoción juridicista.
LAS PRIMERAS "CONSTITUCIONES"
Por esto, cuando diecisiete años después de la muerte de san Felipe, se promulgó lo que podríamos llamar primeras constituciones", bajo el título de Instituta Congregationis Oratorii de Urbe, no encontramos otra cosa que una lista de costumbres desprovistas de aparato jurídico, por las que más que imponer se relata la forma de vida de aquella comunidad espiritual y familiar «a s. Patre Philippo moribus potius erudita quam legibus astricta», es decir, fruto más bien de una enseñanza dada por san Felipe a través de costumbres, que no trabada por leyes. Dos son, únicamente, las formulaciones que tienen la solemnidad expresiva de las leyes, concretas, breves y tajantes, y se encuentran en el cap. IV, en forma categóricamente negativa: la primera es para excluir absolutamente cualquier clase de ataduras en forma de votos; la segunda contraria a cualquier forma de subordinación de una casa, o Congregación, respecto a otra.
| El papa Gregorio XIII, que había sido maestro de derecho en la Universidad de Bolonia, pero que también amaba y quería defender y asegurar la pervivencia de la obra de san Felipe, si es cierto que le impuso una forma de reconocimiento cuasi-religiosa, respetó estos puntos esenciales y, si nos fijamos en la introducción aprobatoria del documento o Instituta de referencia, nos podemos dar cuenta con qué matiz interpretaba cualquier apariencia jurídica en él contenida. {7 (79)} Respecto a sus estipulaciones decía que, «incluso después de su promulgación, podrán y deberán ser ulteriormente renovadas, limitadas, transformadas, reelaboradas, con toda libertad y licitud, si así parece conveniente a los miembros y lo creen de utilidad, en consideración de la diversa situación real y de las exigencias de los tiempos». Excluida, solamente, de esa posibilidad de variación, las fórmulas ya citadas del cap. IV, relativas a los votos y a la independencia entre las Congregaciones.
Gregorio XIII quiso zanjar las sospechas y acusaciones que se venían haciendo contra la experiencia del incipiente grupo de san Felipe que, sin pretenderlo, pasó a ser una forma típica de vida común, de sacerdotes y laicos que inauguraba, precisamente por su simplicidad, una manera nueva de vida de profesión evangélica.
¿QUÉ ES LA SANTIDAD?.
Es la vivencia axiológica de la divinidad. Pero como ocurre con todos los valores, no puede ser definida, sino evocada. Es la conciencia de la proximidad de lo Absoluto; es decir, de una presencia misteriosa e inexpresable, a un tiempo cercana e infinitamente inasequible, tremenda y atrayente, que exige del hombre una entrega incondicional y completa. La experiencia de la santidad provoca, recíprocamente, la experiencia de la limitación, de la inanidad de todo lo mundano y todo lo humano. Delante de lo santo, el hombre se ve a sí mismo como insignificante y como profano. Y en consecuencia, experimenta una culpabilidad radical (la posibilidad del pecado) anterior a toda culpa concreta.
Ejemplo típico de lo santo es la visión de Isaías en 6, 1-8.
La experiencia de lo santo lleva consigo necesariamente una correspondiente vivencia de la radical finitud de todo lo humano. Ante la presencia de Dios, todo cuanto en el mundo ocurra, y todo cuanto el hombre sea o haga, resulta de importancia lejana y remota.
Frente a la absoluta perfección divina, toda bondad humana aparece insignificante, y toda empresa terrena, banal. La experiencia religiosa es una experiencia última, terminal, puesto que es vivida como la meta de toda búsqueda y todo deseo.
MANUEL BENZO en MORAL PARA UNIVERSITARIOS
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4. Prioridad para la Tierra y para el hombre
NO puede negarse que ha bajado el interés manifestado por la opinión internacional en relación con la última excursión americana a la Luna.
Pero al margen de la trivialización a que están sometidos los mismos sucesos sensacionales cuando se repiten varias veces, no han faltado hombres, tanto hoy como ayer, para preguntarse sobre la oportunidad de esta clase de investigaciones, y por qué se han de preferir a otras, consideradas como más urgentes en lo referente a las necesidades del mundo actual, que no admiten demora. No faltan los que, a pesar de admirar los esfuerzos de titanes lanzados a la conquista del espacio, preferirían mucho más asistir a una carrera entre las grandes potencias encaminada a combatir el hambre, la ignorancia y la enfermedad, que afligen todavía a una gran parte de la humanidad. Algunos desearían, en conclusión, que se vieran los esfuerzos de los sabios y de los técnicos convergiendo más acertadamente hacia objetivos como la paz, la justicia social y el progreso de los pueblos). Hasta aquí la Radio Vaticana, en un comentario recientemente emitido.
La Iglesia no es enemiga del progreso; se trata, solamente, de no pasar por alto las debidas prioridades y proceder ordenadamente para que no sea a costa del olvido y del sacrificio de los más pobres de la humanidad, ni de la promoción de todos a la dignidad humana, que se emprendan gestas cuyo ingenio y cuyo dispendio pudieran bastar a la solución de verdaderos y apremiantes problemas y calamidades.
Todo progreso técnico contribuye positiva y legítimamente al crecimiento cultural de la humanidad, sólo en la medida en que pueda ser referido «al integro perfeccionamiento de la persona humana, al bien de toda la comunidad y de toda la sociedad humana» (Gaudium et spes, 59).
Prioridad para la Tierra y, en la Tierra, prioridad para el hombre. Y todavía, en el hombre, prioridad para el reconocimiento, fomento y promoción de su dignidad: cultura, espiritualidad, trascendencia... «La dignidad humana se fundamenta y perfecciona en Dios mismo, ya que el hombre ha sido constituido inteligente y libre en la sociedad por Dios creador, y, sobre todo, es llamado, como a hijo, a la misma comunión con Dios y a participar en su felicidad...
Cuando falta este fundamento y esta esperanza de la vida eterna, la dignidad del hombre queda gravemente herida, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, permanecen de tal manera sin solución, que, en no pocas ocasiones, el hombre cae en la desesperanza (Gaudium et spes, 21).
Hacer que el hombre, que todo hombre pueda existir; liberarlo de la ignorancia y, hasta donde sea posible, de todas las miserias que le turban y limitan, es respetar la obra de Dios, es permitirle reconocerse y ser libre, es prepararle para que, como a hijo, entre en la comunión con Dios y participe en su felicidad».
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5. EL ESPÍRITU, PARA SIEMPRE
¿Es la Iglesia sólo lo que parece ser: una miserable institución humana, impotente y despreciada; despreciada por los ricos, saqueada por los violentos, refutada por los sofistas y tratada con lástima por los grandes?...
El Espíritu de verdad vino a la Iglesia pura siempre. Vino a las almas de todos los que creen. Toma posesión de ellas, El que es uno, para juntarlas a todas en la unidad.
Cuando Cristo se encarnó, formó una unidad exterior y aparente, parecida a la que había existido bajo la ley. Agrupó a sus apóstoles en una sociedad visible. Pero cuando vino de nuevo en la persona de su Espíritu, los hizo a todos uno, no solamente de nombre sino en realidad. Ya que no estaban dispuestos en la unidad de un cuerpo como pueden estarlo los miembros de un cadáver, sino que eran los elementos y los órganos de un poder invisible; dependían de ella realmente, eran los brotes de la unidad.
Sus diferentes perdonas se hallaban misteriosamente unidas a lo invisible, injertadas y asimiladas al cuerpo espiritual de Cristo que es Uno, precisamente por el Espíritu Santo, en quien Cristo vuelve a nosotros.
Cristo ha venido para morir por nosotros:
el Espíritu Santo para unirnos en Aquél que, estando muerto, recobró la vida, es decir, para formar la Iglesia. La gloria especial de la Iglesia cristiana consiste, por tanto, en que sus miembros no dependan tan sólo de lo visible: no son únicamente piedra de un edificio, superpuestas unas a otras y lisas por el exterior, sino principios y manifestaciones del único y minuto principio o poder, alas piedras vivase (1 Pedro 2,5), unidas en el interior como las ramas de un árbol y no como los diferentes elementos de un amontonamiento.
Son los miembros del cuerpo de Cristo. Este ser divino Y adorable que los Apóstoles vieron y palparon, se convierte, después de penetrar el cielo, en principio de vida, en origen escondido de existencia para todos los creyentes.
Es la vita fecunda, es el rico olivo al que acuden todos los santos ―aunque salvajes y estériles por naturaleza―, para poder fructificar en obras de Dios. Si bien puede decirse, en verdad, que desde Pentecostés hasta ahora no ha habido en la Iglesia más que un solo Santo, el Rey {10 (82)} de reyes y el Señor de los señores en persona, que está presente en todos los creyentes y por quien estos son lo que son, puesto que los fieles no son otra cosa que desarrollos, receptáculos, instrumentos y obras diversas del Dios invisible. Antes, los servidores de Dios eran parecidos a las osamentas disecadas de la visión del profeta Ezequiel (cap. 37), religadas por la adscripción a una fe, pero no por un principio interior, pero después son todos como los órganos de un alma que gobierna invisiblemente, las manos, los pies, la lengua o los ojos de un mismo Pensamiento director, las imágenes, los testigos, los principios y los reflejos fugitivos del Hijo eterno de Dios...
La Iglesia cristiana es, por tanto, un cuerpo viviente y único, y no un armazón artificialmente dispuesto para lograr una apariencia de unidad. El hecho de que esté viva la convierte en un ser unido y coherente.
Si solo se considera a la Iglesia compuesta por personas Vivas actualmente en el mundo es ―claro está― una sociedad visible; pero bajo su aspecto más noble y verdadero, ella es un cuerpo invisible o casi invisible, ya que está compuesta, no solo por el pequeño número de los que todavía están sometidos a prueba, sino de cuantos se han dormido en el Señor... Ya medida que transcurren los anos, la proporción de esta Asamblea espiritual cuya perfección es ya realidad, aumenta sin cesar respecto a ese cuerpo militante del que es complemento mientras se va realizando la nueva creación de Dios.
L09 YITOS, en este momento, no formamos más que una sola generación entre muchísimas otras que, desde su fundación, han sido regeneradas y dotada: de vida espiritual y de la esperanza de sil glorificación... Podemos calificar perfectamente a la Iglesia de invisible, no sólo en razón de su principio vital, sino también por sus miembros. «Lo que nace del Espíritu es espíritu» (Juan 3, 6).
Este cuerpo invisible en la verdadera Iglesia, ya que no cambia, aunque crezca sin cesar. Lo alcanzado lo conserva para no perderlo jamás; mientras que lo visible permanece fugaz y transitorio, ya se dispone a pasar incesantemente a lo invisible.
Sería poseer una fe muy pequeña la de suponer que la Iglesia es solo lo que parece per: una miserable institución humana, impotente y despreciada, despreciada por los ricos, saqueada por los violentos, refutada por los sofistas, tratada con lastima por los grandes... Todos los esfuerzo de los hijos de los hombres no pueden poner limite a la Ciudad de Dios viviente.
John Henry Card. Newman, C.O.
Parochial and Main Sermons, IV, II. 1870 11 (83)
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6. Un libro de vez en cuando
NEWMAN Y EL MUNDO MODERNO, de Christopher Hollis, editado por Herder, {1} Barcelona 1972.
OS puntos de vista de Newman sobre la promoción del laicado, sobre el desarrollo del dogma, sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, no pudieron ser admitidos sin discusión en tiempos de Pío IX, por lo que tanto su vida como su obra fue piedra de escándalo lo mismo para anglicanos que para católicos. León XIII al final lo elevó al cardenalato para deshacer toda posible sospecha: efectivamente, Newman se había anticipado con clarividencia a lo que otros eran capaces de comprender en el propio contexto histórico. Su huella marcó la evolución tanto del Anglicanismo, que abandonaba para hacerse católico, como del Catolicismo, que abrazaba, aunque no faltaron significados católicos que dudaban de la sinceridad de su conversión y, por tanto, de la ortodoxia de sus planteamientos. Más tarde, el Concilio Vaticano Il y la apertura católica de Juan XXIII, han demostrado que Newman fue un precedente inequívoco de la actual renovación.
Pablo VI ha dicho de Newman que «guiado solamente por amor a la verdad y la fidelidad a Cristo, trazó el itinerario más laborioso, pero también el más grande, el más lleno de sentido, el más convincente que ha recorrido el pensamiento humano durante el siglo pasado y, podemos decir, durante la edad moderna, para llegar a la plenitud de la sabiduría y de la paz».
Christopher Hollis nos ofrece en su libro un estudio de la vida y del pensamiento de Newman, pero con proyección y aplicación a nuestro tiempo. Libro en verdad interesante porque, a pesar de existir en castellano las traducciones de la APOLOGIA y de los ESCRITOS AUTOBIOGRĀFICOS del insigne cardenal, el que no tenga acceso a la rica bibliografía inglesa o francesa sobre Newman, dispone, desde ahora, de este apreciable estudio que actualiza, en una buena síntesis, el significado y el pensamiento de la figura más importante convertida al Catolicismo después de la Reforma.
Esta obra, aparecida en inglés bajo el título de NEWMAN AND THE MODERN WORLD, en Londres, y rápidamente traducida a las lenguas europeas más cultas, ha sido ahora vertida al castellano por el padre Aurelio Boix, C.O. y editada por Herder, que ya había publicado con anterioridad la versión de GRAMMAR OF ASSENT con el título de EL ASENTIMIENTO RELIGIOSO.
Lo mismo que el libro de Jean Guitton, L'ÉGLISE ET LES LAICS, la obra de Christopher Hollis, facilitará el conocimiento de Newman en esa modernidad que conserva, después de un siglo, en la visión apasionante y lúcida de la realidad, del sentido, de los problemas y de las esperanzas de la Iglesia.
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7. De cómo el cardenal Newman fue atraído por san Felipe
Fragmentos del sermón predicado en el Oratorio de Londres, el día de san Felipe de 1971, por el padre Ch. Stephen Dessain, Prepósito del Oratorio de Birmingham, y profundo conocedor de Newman.
SAN Felipe hacía el bien según el fluir de las ocasiones, sin partir de planes preestablecidos, sin ni siquiera ocurrírsele, en principio, hacerse sacerdote; pero atraía hacia sí toda clase de personas. Es una demostración de cuánto más importante es ser que hacer. Una gran actividad puede realizarse en un período determinado de tiempo, pero los que están llenos del Espíritu de Dios hacen continuamente el bien, incluso con una pequeña palabra, y su influjo es duradero...La atracción de san Felipe fue más allá de su muerte: entre otros él atrajo a la gran figura de la literatura alemana, W. Goethe, al solemne intelectual francés cardenal de Bérulle, y, en fin, conquistó a nuestro cardenal Newman, que llevaría el Oratorio de san Felipe a Inglaterra.
Muchos de los expertos en la materia se han preguntado, no sin maravilla, qué podía ser lo que atrajera a Newman hacia san Felipe. La formación, la educación y el ambiente de cada cual eran bien diversos: el Londres de principios del siglo XIX y la Florencia de los Médicis, Oxford y la Roma del siglo XVI; ambos fueron autores de grandes cambios, de grandes movimientos espirituales, pero cuán diferentes eran la reforma de los católicos del Renacimiento romano y el resurgir de ideales católicos en una Inglaterra protestante.
El particular tipo de santidad de san Felipe
En un artículo escrito en las páginas del The Guardian, con ocasión de la muerte de Newman, su gran amigo, el Decano anglicano de la Iglesia de san Pablo, Church, hizo para él la conmemoración fúnebre. La tarea no era fácil porque tenía que explicar por qué Newman había dejado la Iglesia de Inglaterra para hacerse católico. Y lo explicó de este modo: Newman, cuando era todavía joven de una quincena de años, se había enamorado del ideal cristiano de santidad, de la entrega total de una vida para Dios, tal como la inspira el Evangelio; y por ello miraba a todas partes en busca del ejemplo práctico de este ideal, sin descansar hasta su descubrimiento. No lo encontró en la Iglesia de {13 (85)} Inglaterra, dijo el Decano, con sus Pastores de vida confortable, paseando en coches con sus mujeres e hijos: le pareció que la religión había cedido al humanismo. A pesar de toda clase de impedimentos, él encontró este ideal realizado en la Iglesia Católica: devoción y sacrificio, oración y abnegación, esencia del Evangelio. En la Iglesia Romana se encontraban los estímulos para todo eso; en ella miles de personas habían aceptado el celibato como una cosa normal, como una condición que les asemejaba a Cristo y les capacitaba para mejor servir a las almas, fuese como Sacerdotes, o como Hermanos o Hermanas.
Porque la Iglesia Romana no solamente ha perseverado, sino que ha mantenido intacto a través de los siglos la devoción y abnegación de que está lleno el Evangelio. Por esta razón Newman se dirigió a ella, a pesar de las desventajas que le iba a ocasionar. Y concluía el Decano Church con estas precisas palabras:
«En san Felipe Neri pudo él encontrar ensamblados el Evangelio y el mundo moderno: y san Felipe ―tan moderno y, al mismo tiempo, tan evangélico― no lo pudo encontrar, cuando lo había buscado en su propia casa».
Un ejemplo de santidad «tan nueva y, al mismo tiempo, tan evangélica» fue lo que atrajo a Newman. Quería una santidad adaptada a la época moderna, a nuestra época: algo que fuese posible poner en práctica realmente y genuinamente, no una imitación artificiosa de piedad superada, aunque debía ser por fuerza la santidad del Evangelio: algo capaz de absorber completamente a la persona y de conducirla a una entrega total a Dios. Newman pensó que había encontrado todo esto en san Felipe.
San Felipe, en medio de sus contemporáneos ―Ignacio, Teresa, Francisco de Sales― permanece como maestro de espiritualidad moderna, equilibrada, sensible, que carga la fuerza especialmente en la interiorización, en la mortificación de la voluntad y de la inteligencia antes que en la mortificación física y corporal. Él había podido comprender bien todo lo positivo que contenía el momento cultural que inundaba el mundo renacentista: la música, el arte, la ciencia, la política. Era un torrente no para detener, sino para encauzar. San Felipe, lleno de actividad apostólica optimista y gozosa aceptaba el mundo moderno tal como lo encontraba, al paso que, siguiendo la inspiración del Evangelio, abandona casa, patria y familia, sin preocuparse del pan del día de mañana, y busca el lugar humilde, abnegado y generoso para servir a los demás, a los impulsos del Espíritu, perseverando en la oración, fija su conducta en la presencia del Señor que moraba en su alma, y deja que el Evangelio, de nuevo, se haga vivo en él.
Además, la oración de Felipe en las Catacumbas, la simplicidad de su vida, en la cual quería ser solamente cristiano y nada más; ni sacerdote, ni religioso atado con votos, sino solamente comprometido y atado por el amor de Dios.
¡Cuán conforme era con el Evangelio este tipo de santidad! Los santos por los cuales Felipe sentía particular simpatía eran también los de los primeros tiempos: san Pablo, san Juan Evangelista, santa María Magdalena, san Juan Bautista, y sus patronos eran Felipe y Santiago. Las reuniones del Oratorio eran como una renovación de las de los tiempos apostólicos, y a ello se añadía su insistencia por el estudio de la vida de la Iglesia, en especial de sus primeros años y de la época de los mártires.
{14 (86)} Newman tenía que sentirse forzosamente atraído por todo esto, él que tanto amaba la Iglesia de san Ignacio de Antioquia, de san Cipriano y de san Atanasio:
precisamente su conversión se produjo cuando se dio cuenta que la Iglesia Católica del siglo XIX era la misma sociedad a la que habrían reconocido como propia aquellos santos...
El carácter de san Felipe
En el primer libro que Newman publicó una vez convertido al catolicismo, declara que cuando era todavía protestante ya la figura de san Felipe le había conquistado el alma. A propósito del proyecto de establecer comunidades de pastores anglicanos célibes, «para resucitar el espíritu religioso en las ciudades», en aquella época en que la revolución industrial estaba en pleno auge, los dirigentes del Movimiento de Oxford, a la cabeza del cual militaba Newman, se sintieron atraídos por la experiencia católica de san Felipe. Una vez convertido, antes de fundar el Oratorio, Newman escribiría a su hermana: «en muchas cosas este gran santo me recuerda a Keble, y puedo imaginar lo que Keble hubiera sido de haber nacido en otro lugar y en otra época: el desprecio por la hipocresía, el espíritu de alegría, una cierta original extravagancia, el amor, la paz: esos fueron los rasgos de Keble». Keble era, por decir de algún modo, entre los protestantes, como el "santo" del Movimiento de Oxford y encarnaba moralmente su ideal.
Vale la pena notar ―lo semejante se atrae recíprocamente― que lo que Newman admiraba en Keble y en san Felipe, tuvo buena ocasión de revivirlo en su personal experiencia. El Decano Church, ya citado antes, escribió que la "naturaleza" del cardenal Newman se identificaba con la aversión a cualquier pomposidad y a las falsedades. Como san Felipe, todo el bien que hacía permanecía oculto bajo la apariencia de su incontenible jovialidad.
Newman amaba la jovialidad de san Felipe porque él mismo era alegre, como así lo testifican todos sus amigos y los que más de cerca lo trataron:
«Causaba gozo donde estaba, como el rayo de luz da su claridad incontenible», dice uno de ellos.
La vida de san Felipe
De Newman como de san Felipe se puede decir que ambos preferían trabajar por medio del influjo personal, más bien que bajo sistemas organizativos. Atraían por su poder de polarización que no estaba basado en la disciplina o en los preceptos, sino en la caridad, en el amor sobrenatural. Ninguno de ellos habría podido combatir con las armaduras de Saúl, con las reglas monásticas, o con enseñanzas magistrales y solemnes. Newman, en este sentido, elaboraba un famoso paralelo entre la obra de Atenas, llevada a cabo por medio de la persuasión democrática, y la de Roma, producto de una rígida organización.
{15 (87)} Atenas dominó sobre el mundo con sus ideas, con la comunicación de persona a persona, con el intercambio de las mentes y los corazones. El imperio romano, en cambio, se asentó sobre un gran aparato militar, y dependía de la organización, de las leyes y de técnicas de aplicación universal. Y no cabe la menor duda respecto a la alineación de san Felipe y del Oratorio. Los hombres se sentían y se sienten atraídos al Oratorio por el carácter amable de su fundador: amor y libertad: sin votos, pero con la diaria renovación de una ofrenda personal hecha a Dios. Con pocos reglamentos, con muy poca organización; cada casa es como una columna griega que sigue su propia misión y cumple su propio cometido...
Hoy tenemos necesidad de recordar el espíritu de san Felipe y de Newman, cuando vemos a tanta gente que habla y escribe como si todo fuese cuestión de organización. La Iglesia es más que un ejército; es el cuerpo vivo de Cristo, vivificado por el Espíritu Santo, y debe actuar de acuerdo con el Espíritu. Organización, sistemas y leyes, tienen su lugar y su propia importancia, pero se trata de una importancia subordinada, de modo que no impida la acción del Espíritu Santo en nosotros.
San Felipe hacía su apostolado con la luz, el fervor y la elocuencia convincente que fluía de su carácter personal. Newman, igualmente, siempre sintió que a él también le ocurría que debía proceder, en la acción del bien, a través de su estilo personal: «Puedo asegurar en verdad que, si soy capaz de hacer algo, ha de ser a la manera de san Felipe; de lo contrario me siento inútil para todo».
San Felipe nos muestra que no hay atajos, no existe una mecánica especial para la santidad, a no ser, como en san Felipe, la de seguir dócilmente la inspiración del Espíritu Santo que habla a cada alma. Nos gustaría una receta, un sistema, un método, pero no hay otro que el de dejarse conducir por el Espíritu que obra en nosotros.
VERDAD, AMOR, ALEGRÍA...
¿Qué otras cosas puede desear el alma humana con más fuerza?
El Papa Pio XII, con ocasión del Centenario de la fundación del Oratorio de Londres, decía a nuestros Padres ingleses, completando una frase del evangelio de san Juan (8, 32), en una parte del mensaje que les envió, estas palabras, síntesis de algo muy destacado de la espiritualidad oratoriana, como es la sencillez de la verdad, el espíritu de libertad, el amor y disposición de servicio, y la alegría en todas las cosas:
«La verdad os hará libres;
el amor, servidores,
y, ambas cosas, alegres».
{16 (88)}
8. En las fuentes vivas del Evangelio
Oscar Cullmann mandó un Mensaje al Coloquio de Intelectuales Católicos, celebrado el pasado año en Estrasburgo, el 6 de noviembre.
Oscar Cullmann es profesor de teología protestante en Basilea y París y sus puntos de vista ofrecen un fuerte atractivo sobre ciertos sectores de la teología católica-romana; es también uno de los espíritus más preocupados por la intencionalidad ecuménica de toda renovación cristiana de las Iglesias. Nos ha parecido interesante seleccionar estos párrafos dedicados a la oración ―agradarían a san Felipe― y al constante retorno a las fuentes del Evangelio, al que ha exhortado tantas veces Pablo VI.
NANTO en el Catolicismo como en el Protestantismo estamos de acuerdo en el abandono del culto por parte de muchos y en la indiferencia del mundo respecto a las Iglesias.
Desvalorización de la oración
Al analizar la situación actual, sería preciso enumerar una larga serie de elementos. Pero me contentaré con referirme a un par de ellos.
En muchos ambientes llamados cristianos existe una desvalorización de la oración. Con el pretexto de que es preciso combatir cualquier falsa plegaria y sobre todo la hipocresía farisaica tal como Cristo la ha denunciado, se abandona a menudo toda oración en tanto que diálogo con Dios, o bien se designa como oración ―lo cual me parece que es precisamente una hipocresía― a algo muy diferente de lo que Cristo piensa cuando nos enseña a dirigirnos confiadamente a Dios como Padre, por más que Él ya conoce lo que nos falta cuando acudimos a suplicarle.
Hoy se habla tanto de "diálogo", que esta palabra se ha convertido en uno de tantos eslogan modernos, pero ya no se acepta el diálogo con Dios que nos es ofrecido por El mismo en el Evangelio. Porque, según san Pablo (Romanos 8:15, 26) es el mismo Espíritu de Dios que nos empuja a rogar, Dios «viene en auxilio de nuestra flaqueza» y nos interpela cuando hacemos oración. La falta de oración denota la ausencia del Espíritu Santo.
{17 (89)} Los simplificadores oponen hoy en día la acción a la plegaria, como si las grandes obras no se hubiesen llevado a cabo por cristianos que fundamentaron su actividad en la oración.
Una degradación de la fe
Desconfía de una teología que pueda derivar en psicología o sociología, con descuido de su objeto primario, que es la revelación de Dios que llega al hombre por la fe y el Espíritu Santo. El recurso a las ciencias profanas con olvido de este objetivo esencial, conduce a la crisis de fe, que se hace más grave a medida que se busca en otras razones fuera de este objetivo. Y prosigue:
Así resulta que unos culpan a la secularización del mundo moderno y a su transformación por los prestigiosos procesos técnicos; otros a la vejez de las estructuras de la fe y de la Iglesia, que ya carecerían de aptitud para responder a las exigencias de este mundo que ahora vivimos.
Por lo que se refiere al mundo secularizado y a los progresos técnicos, es cierto que el cristiano no puede dejar de tenerlo en cuenta. Es igualmente cierto que la evolución, en este aspecto, ha dado un salto extraordinario en los últimos decenios. Pero sin desechar este hecho, no puedo dejar de pensar que nuestra época, como se podría observar en algunos períodos de los siglos pasados, exagera el cambio obrado en la medida en que permanece implicada la predicación evangélica. Nuestra situación no resulta tan excepcional como se pretende y no justifica una modificación de la predicación incluso en su misma esencia.
Es preciso recordar, una vez más, que la predicación de la cruz ha sido siempre un escándalo" para el mundo. Lo fue en tiempos del apóstol Pablo al predicar en el Areópago de Atenas, donde suscitó la burla de sus oyentes (Actos, 17, 32). Se ignoraban entonces los progresos de la técnica y, no obstante, existía ya un choque inevitable entre el Evangelio y el mundo greco-romano.
Se da una crisis necesaria y saludable provocada por la predicación cristiana en medio de un mundo que le es extraño. Es una crisis de todos los tiempos y no bastaría, ahora, por sí sola, para explicar la crisis actual de la fe.
Entonces, ¿se ha de atribuir a las estructuras de la fe y de la Iglesia cual, si como tales carecieran de aptitud ante las nuevas necesidades?... En todas las épocas el Evangelio se ha adaptado y ha sido adaptado a las transformaciones del mundo. San Pablo se hizo «judío con los judíos» y «griego con los griegos».
También en nuestros días, tanto del lado católico como protestante, se producen adaptaciones legitimas en lo que se refiere a la forma de predicación; pero la substancia del Evangelio no fue jamás modificada por el apóstol Pablo y tampoco las Iglesias tienen por qué modificarla con la intención de prevenir las burlas de los atenienses...
En cuanto a las estructuras de la Iglesia, ¿son siempre formas exteriores capaces de adaptarse, o que deban adaptarse a nuevas situaciones? Es una simplificación inadmisible pasar por alto las debidas distinciones en esta materia.
{18 (90)} Ciertas estructuras, a causa de su carácter y de su origen, pueden y deben ser cambiadas, y ello constituye un deber cuando son un obstáculo para la acción del Espíritu Santo. Pero hay estructuras que el propio Espíritu Santo ha creado desde los mismos orígenes del cristianismo... Cuando sin discernimiento alguno se suprime radicalmente y sin respeto todo lo que nos ha sido transmitido, no es el Espíritu Santo, sino otros espíritus los que están en acción. Lo nuevo, no sólo por ser nuevo es necesariamente obra del Espíritu Santo. Lo que se crea siguiendo el espíritu del mundo, al margen del aliento evangélico, nace ya esclerosado desde el principio, aunque sea nuevo.
Remedios
Si he de apuntar remedios, puedo ser muy breve.
La crisis de fe se manifiesta y se ha agravado por la capitulación de los cristianos frente al mundo; los cristianos han de recuperar la valentía y la alegría de predicar lo que el mundo considera "locura", es decir, la fe en aquello que se ha cumplido en otro, por Jesucristo. El Apóstol no se ha querido conformar con el mundo («no os adaptéis al modelo de este mundo, sino transformaros mediante la renovación del espíritu», Romanos, 12, 2); sino que precisamente predicando el escándalo ha finalizado ganando el mundo para el Evangelio. Ofrecer al mundo aquello que él, por sí mismo, no puede alcanzar, pero que Dios nos revela en Jesucristo, y que cumple en Jesucristo.
Hi Es concentrándonos en las fuentes del Evangelio que podremos realizar la verdadera renovación. Solamente entonces dispondremos de algo para anunciar al mundo, de algo que él no conoce mejor que nosotros. Y entonces nos hará caso...
En vez de decir a los jóvenes que pidan prestadas al mundo nuevas normas para la Iglesia ―que les llevaría al abandono del cristianismo―, comuniquémosles la alegría de formar parte, bien que trabajando en el mundo y para el mundo, de una comunidad que se esfuerza para vivir según las normas del Evangelio.
Estoy convencido que llegará un día en que el Evangelio triunfará en virtud de la misma fuerza que le es inherente.
He aquí una dedicación ejemplar para descubrir los caminos y las características de la fe en el mundo moderno: ¿Qué posibilidades hay de escuchar con sentido el Evangelio de Cristo detrás del ateísmo moderno, de la lucha por la justicia, de la rebelión juvenil, de la sufrida sumisión al trabajo de tantos millones de hombres, del clamor por la paz?......
Paul Tillich
Paul Tillich {>T}