Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 107. OCTUBRE. Año 1972.
0. SUMARIO
DEL trigo el pan, de la uva el vino, el verano ha dado al hombre el premio de su trabajo. Cultivar lo creado Y ―para el creyente­― elevar lo natural es tarea. Y esperanza que convierte en obra de gracia el trabajo, el conocimiento y el perfeccionamiento de los hombres y de las cosas. Tarea y esperanza que no se acaba y que otoño señala otra vez.
OTRA VEZ, A SEMBRAR
DE GRECIA A NOSOTROS
CULTURA Y PRETEXTOS INMORALES
ESTE TIEMPO QUE ES LA HORA DE NUESTRA VIDA
RECIBIR, SOSTENER, CULTIVAR Y TRANSMITIR EL TESORO DE LA VIDA
«LA UNIVERSIDAD NOS HA HECHO CATÓLICOS»
LA PALABRA "CULTURA" EN EL CONCILIO
UN DESAFÍO AL HOMBRE
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1. Otra vez, a sembrar
OTRA vez, a sembrar, a hacer un acto de fe en la vida de cada hombre, además de hacerlo en Dios y en nosotros mismos; a creer que es un campo parecido al de la esperanza que dan los surcos abiertos de la tierra generosa ―siempre más constante, a la gratitud, que los hombres―, que guarda y devuelve multiplicada la semilla que le damos.
A sembrar el bien, principalmente la verdad. Verdad del trabajo y de las ideas; verdad que custodia, aumenta y transmite el acervo ―otros dirán la cultura― en materia y en espíritu transfigurador de lo sensible, mientras nos desarrolla como personas y como hijos de Dios, y lo pasamos a los demás, mejorado. Solamente guardado se nos pudriría.
Es tarea y es deber de siempre; pero cuando llega el fin del verano, cuando la fuerza del calor estival cede al primer aire fresco de otoño y se hace oblicua la luz, las energías se interiorizan para organizar su proyección reactivadora y los impulsos se vuelven rítmicos y generosos, como la esperanza del labrado, que abre nuevos surcos a la tierra, como la del joven estudiante que comienza el curso, como en las demás actividades humanas que concentran fuerzas ―se acabaron las ferias y las fiestas― en lo bueno y lo útil que las determina y ocupa, para custodiarlo o transformarlo, y mejorarlo, multiplicarlo, distribuirlo, darlo.
En realidad es el ritmo de lo bueno, o el ritmo del bien, al que guarda fidelidad ciega la tierra, como racionalmente debiera también observarla el hombre respecto al tesoro de vida, experiencias y valores que Dios le ha dado, por medio de otros, para que los comparta con los demás hombres.
Recomencemos otra vez, en el campo que es nuestra vida y la vida de todos.
Otra vez, a sembrar. No nos falta el ejemplo de estos hombres austeros y sencillos, de tez enjuta, pegados a la tierra en la que todavía confiar, y de la que sacarán el pan para todos.
Cultivarnos, roturar rastrojos de indolencias, remover la tierra profunda de la conciencia, informar entendimientos, iluminar inteligencias, rectificar y robustecer voluntades, sembrar la verdad, y crecer en el bien. Ni la tierra ha agotado su capacidad de dar frutos, ni la vida de los hombres ―con todas sus miserias― su capacidad de generosidad.
Volverá a la espiga y el racimo. Volverán ―crecidos― el bien y la verdad.
A pesar del invierno. Por eso, otra vez, a sembrar.
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2. DE GRECIA A NOSOTROS
DURANTE doce siglos, desde la siega a la vendimia, en la luna llena que sigue al solsticio de verano, los griegos celebraban los Juegos Olímpicos, no sabemos si como una tregua para descansar de las batallas, o como adiestramiento para posibles luchas futuras; pero lo cierto es que la "paz olímpica" ha sido evocada al ser resucitadas aquellas celebraciones en nuestra época. La idea de que los modernos Juegos Olímpicos pudieran contribuir al fomento de nobles emulaciones que superaran y substituyeran las guerras y rivalidades nacionales, ocupó un lugar importante en sus restauradores.
Se pensó en la exaltación del deporte como una contribución a la paz mundial; pensamiento que subsiste, aunque su nobleza no haya podido ser confirmada, desgraciadamente, por la experiencia. La restauración conseguida por Pierre de Coubertin, a principios de este siglo, no ha logrado evitar las dos últimas colosales guerras mundiales, y ya hemos visto como recientemente, tanto los Juegos de México como los de Munich han sido mancillados con la violencia y la muerte. Además, con o sin sangre, la historia de sus celebraciones delata que no ha sido posible evitar su politización y su utilización como plataforma de propaganda nacionalista o, por lo menos, comercial.
Aquella espiritualización de la vida sonada por Platón quedó truncada en la antigüedad y no ha logrado todavía enderezarse. Platón preconizaba el cultivo del alma y del cuerpo, suponiendo que este último sólo indirectamente salía beneficiado, y puntualizando que todo el esfuerzo debía dirigirse a «cultivar el alma sola y perfeccionar en ella el valor y la sabiduría». Pero el hombre no ha sido bastante valiente para vivir en paz, o no ha sido bastante sabio para edificarla y prudente para mantenerla. Los solos buenos deseos naturales no han bastado, y si el hombre se ha burlado de Dios tampoco puede sorprendernos que haya escarnecido la naturaleza.
Pero ésta sigue siendo obra de Dios y, por ello, sigue mereciendo su cultivo.
Son recientes las palabras conciliares (IM n° 61) de que los ejercicios y manifestaciones deportivas ayudan a conservar el equilibrio espiritual, incluso en la comunidad, y a establecer relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones y razas porque enriquecen y afinan el espíritu humano.
La cultura física, no obstante, debe ser completada con el cultivo del espíritu, a partir del mismo nivel natural. Y entonces incidimos en lo que llamamos, genéricamente, "cultura". Porque la Gracia se asienta en la naturaleza, disponer esta mejor, es preparar la eficacia de aquélla.
Seguramente por eso, los que de manera atenta se han fijado en las principales ideas latentes en toda la pastoral de Pablo VI, han podido seguir {3 (115)} su constante preocupación por la cultura, no solamente entendida como riqueza tradicional, sino en su dinamismo humanizador, capaz de multiplicarse, hoy, por los medios que ofrece el estado de la civilización actual. A Pablo VI le viene esta preocupación desde los lejanos años de su apostolado entre jóvenes universitarios. En el Concilio Vaticano II, dominado por su pontificado, no faltan repetidas formulaciones que tienen por objeto esa preocupación cultural.
En realidad, las respuestas provechosas que toda religión pueda ofrecer a los grandes interrogantes vitales del hombre, surten efecto en la medida con que toman contacto con el progreso de la cultura humana; de lo contrario pueden convertirse en respuestas desvirtuadas por pietismos intelectualmente perezosos, o en paliativo de miedos ultraterrenos, o en fanatismo presuntuoso y estéril.
El cristianismo predicó la humildad, pero no despreció la cultura. Es preciso tenerlo en cuenta para no caer, bajo pretexto de espiritualismo, en el orgullo de "despreciar cuanto se ignora":
arrogancia cómoda, simplista, pero pueblerina, alejada de la universidad, de la apertura cristiana a todo bien, del "catolicismo" que decimos profesar, y que sigue siendo, entendido correctamente, la mejor respuesta a todos los interrogantes y provisionalidades de este mundo en transformación que nos toca vivir.
La mayor corrupción.
Cualesquiera que sean los errores doctrinales que hayan existido en diferentes épocas y en distintos lugares, ninguna corrupción ha sido tan grande como la que se ha dado prácticamente casi en todo tiempo y lugar, y que consiste en servir a Dios por el amor del Dinero y en amar la religión por el amor del mundo... No quiero decir que tales personas no amen a la Iglesia, sino que aman aún más la prosperidad temporal. Su amor por la Iglesia depende de su amor al mundo, de modo que si la paz de este mundo y el bienestar de la Iglesia llegaran a estar en contradicción, se verían inducidos a ponerse en favor del mundo y en contra de la Iglesia.
J. H. Newman
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3. Cultura y pretextos inmorales
NO hace falta que resucite Platón para recordarnos, traduciendo el sentido de sus ideas, que la sola obtención de certificaciones académicas o de títulos universitarios no bastan para hacer al hombre culto, porque no bastan a hacerlo bueno. A los conocimientos que se pueden acreditar después de haber acudido a las aulas, habría que añadir, todavía, todo el conjunto de creencias, costumbres, leyes, valores artísticos y morales y demás capacidades o hábitos recibidos en la sociedad, por el individuo, y aceptados como un elemento que da forma a su personalidad.
Si nos detuviéramos a considerar la sola actitud moral con que se accede o se es impulsado por los demás ―grupo, familia― a emprender tales estudios, nos daríamos cuenta del ínfimo grado de cultura espiritual que han inspirado las motivaciones de un número elevadísimo de aspirantes a las titulaciones académicas.
No hay que excluir, como es natural, el que se prepare el futuro del hombre por medio de la adquisición de conocimientos e ideas que le puedan dar cierta seguridad y dominio. Pero es inmoral ir a por los títulos, excluida o relegada la responsabilidad social, movidos por el egoísmo y la codicia de conseguir empleos descansados y bien pagados o posiciones de influjo monopolizado, donde existe enorme diferencia entre el provecho individual de quien las ocupa y la exigua o meramente simbólica carga de deberes anejos. Es inmoral porque perpetúa los escándalos de los desniveles humanos, impiden su remedio y convierten en cáncer las injusticias que, entre los males de la humanidad, constituyen el primer pecado de los hombres, pero el último en reconocer cuando se comete.
La sociedad está, en general, organizada de tal modo, que es éste todavía el abuso más común que pueden cometer y cometen con frecuencia, los que se procuran o aspiran a un mayor nivel "cultural": a una capacitación no para mejor servir, sino para mejor servirse de la sociedad, jungla de apetencias y vanidades ―ganar, ascender, dominar, excluir, aprovecharse...
Pero hay otro pecado, que no consiste ni siquiera en ese sacrificar algunos años de la juventud, para asegurarse un futuro cómodo y elegantemente perezoso o de fácil enriquecimiento. Es el pecado de pereza y de despecho frente al hecho cultural, en el que los cristianos tenemos también una gran tarea purificadora, tanto para que, al estar presentes en ella, la impregnemos de sentido evangélico, como para que demostremos a los que, llevados de una exclusiva visión naturalista de la vida, no podrían, sin nuestro testimonio, descubrir que la fe, no solamente no coarta ni se contradice con el hecho cultural ―consubstancial con el desarrollo de la vida humana: naturaleza, civilización, Sociedad― sino que potencia su desenvolvimiento.
{5 (117)} Es positivamente posible hacer la apología de la Iglesia como agente de desarrollo y promoción cultural de la humanidad: pero no podemos eludir, por otra parte, las acusaciones de oscurantismo que contra ella, a causa de la actitud de algunos de sus hijos, se han formulado. La tentación de entender la fe como un alejamiento de lo temporal, despreciándolo, es posible, y es un error. Pero recortar las exigencias de la fe, despose yéndola, interesadamente, de su penetración dinámica en la vida tomada enteramente, e un pecado. No obstante e verdad que algunos cristianos, separando la fe de la ración de egoísmo que jamás quisieron renunciar, la han dejado como un complemento sentimental o como un añadido de efectos meramente ultra-terrenos: les bastaba un Dios que les ayudara a hacerse esta vida según el gusto que ellos mismo: le proponían en sus rezos, o que en todo caso les dejara libres a sí mismos en esta vida, pero que luego, en la de más allá, les diera otra, como un segundo egoísmo .
No puede extrañarnos que suponiendo, con motivo o sin él, que el cristianismo pudiera fomentar o legitimar esta actitud, hombres como Ortega, Unamuno, Ganivet, Machado (por citar algunos entre los nuestros). reservaran su adhesión o vacilaran frente al mensaje sobrenatural que el cristianismo les presentaba.
Por pereza y por despecho se peca contra la cultura cuando, apoyados en la seguridad trascendente de la fe, nos creemos equivocadamente relevados de los esfuerzos naturales para desarrollar la: potencialidades que, también como creaturas, hemos recibido de Dios. O porque la excelencia de las cosas divinas que la fe nos hace conocer, nos ensoberbece, identificándolas con nosotros hasta el desprecio de lo natural; bien que lo verdadero suele ser que despreciemos lo que ignoramos" por pereza.
A esa indolencia ―disimulada a veces con falsa mística― somos propensos los pueblos latinos (sin que ello niegue otras cualidades igualmente caracteristicas, pero en cuya complacencia somos viciosamente inmoderados). Lain Entralgo, por ejemplo, nos ha hecho buenos servicios en libros y artículos, al ayudarnos en este diagnóstico. También nos valen, para una meditación cristiana y social, estas palabras de Paulino Garagorri: «Los males de España proceden, en buena parte, de que somos un pueblo, en conjunto, todavía primitivo: algunos defectos del español: la pereza, la insolidaridad incluso consigo mismo, la charlatanería, la bravura intempestiva y, en definitiva, el adanismo, es decir, la irresponsable inclinación a echarlo todo a rodar y empezar de nuevo, perdiendo la experiencia de lo pasado, son defectos arraigados por una insuficiente cultura».
La cultura es como ese cofre del Evangelio, al que alude Jesús, con provisión de lo viejo y de lo nuevo para crecer en la vida. Y es más que la riqueza de un cofre, del que se pueden sacar joyas o vestidos, para cubrirse o adornarse.
La cultura no es ni un recubrimiento ni un adorno; es una segunda naturaleza.
No es un vestido que disimula desnudeces, ni una joya que presumimos. Es como una piel que nos contiene y nos da forma. Como una piel del espíritu, y un resplandor que de él dimana.
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4. Este tiempo que es la hora de nuestra vida
EL proceso de transformación de la humanidad, acelerado en nuestros días por los avances técnicos principalmente de las comunicaciones, es, en realidad, un proceso de transformación cultural.
Hay una configuración del mundo, una herencia acumulada con la que nos encontramos que influye sobre nosotros más deprisa que en otras épocas y que, aceptada o repelida, merced a la interacción humana producida en la sociedad, da lugar a eso que llamamos crisis o cambios de nuestro tiempo. Tiempo de transformación, de crecimiento.
Los moldes de estos influjos se generalizan y propagan y desembocan en lo denominado "cultura de masas".
Cultura y masificación son datos indispensables para enjuiciar los fenómenos colectivos de nuestros días; necesariamente vehiculantes de cultura. Más claramente que en épocas pasadas, se hace patente que la cultura ni es ni puede ser simple almacenaje memorístico de datos y destreza de habilidades, ni el cultivo selecto del saber reducido a minorías, sino que abarca todas las circunstancias del ser en su ambiente y situación histórica y lo incorpora, con reciprocidad de influjos, en esta integración condicionada y condicionadora.
Cada vez más son todos los hombres y es todo el hombre que cae bajo su influjo. Se acortan distancias y cómputos de tiempos, espacios y personas. Y, a pesar de todas las contradicciones y desgarros causados por el crujimiento de esta colosal transformación del mundo, con un poco de fe es posible entrever una tendencia que se afina, en todas partes, apuntando hacia una compenetración o comunión universal de la humanidad. Convergencias en extremismos ―sólo en apariencia contrarios― que son ese resabio de vejez de corazón que no sabe mirar hacia adelante, siembran temores, o amenazan o arañan con desespero, el mapa de la Providencia que no saben leer. Aunque quepa la actitud de los que no piensan, o se resignan, para abandonarse, como la hoja a la corriente del río, y se dejan llevar sin querer saber adónde se les lleva, abdicando de sí mismos.
Lo razonable, sin embargo, y lo cristiano, es esforzarse por descubrir el sentido de este fenómeno e integrarlo en las propias posibilidades, con lucidez y responsabilidad, para colaborar a su encauzamiento. Es la hora de aplicar la frase evangélica recordada por Juan XXIII: «¡Estad atentos a los signos de los tiempos!» No para huir, no para detener impulsos, no para romper, o para maldecir o para condenar ―serían reacciones del miedo, del egoísmo, de la falta de fe―; sino para comprender, para encauzar, para trabajar, {7 (119)} para construir. Todo lo cual, enumerado genéricamente ofrece pocas dificultades y hasta suscita pacifica atracción, porque responde a ese optimismo profundo, al clamor de vida, a la vocación de inmortalidad que Dios ha sembrado en lo recóndito de cada espíritu, y que nadie puede extirpar de su ser; pero que se hace problema porque, tomado en serio, exige desprendimiento, docilidad, cansancios, constancia y el ejercicio de una indeficiente esperanza, tensa, pero siempre a punto de sonreír al bien y al amor, que se sabe cercano, a pesar de la dureza imponente del esfuerzo, a veces oscuro y dramático, de la hora de la vida.
Que se hace problema porque la fe y la esperanza, es el problema del creyente, nunca acabado de resolver, aunque le vayan ayudando a descifrar todos los demás.
CULTURA: INSTRUCCIÓN Y EDUCACIÓN.
Nadie podría, con razón, acusar al Padre Lacordaire de conservadurismo.
El famoso predicador de las Conférences de N-D de Paris llegó en sus actitudes, a la hora de interpretar la sociedad de su tiempo, hasta los ex/renos consentidos por la ortodoxia. Por eso, en nuestra época, es que también queremos ser avanzados, pueden valernos unas palabras suyas respecto a la educación, pronunciadas en una de aquellas famosas conferencias:
¡Desgraciado el que confunda la instrucción con la educación; que crea que el bien surge de la ciencia y de la literatura, sean como sean, y que basta con saber retener en la mente conceptos importantes para preparar el alma del hombre y del ciudadano!
La perfección espontánea no se da, y la moral menos. El niño y el joven, por sí mismos, no pueden alcanzar el nivel de educación necesario con sólo el impulso desordenado, individualista, de afirmarse en la vida, sin caer en la contradicción anárquica del propio egoísmo. Ideas, comportamiento recto, modales, han de ser recibidos; de lo contrario podríamos, tal vez, conseguir hombres doctos, pero mal educados. Por eso continuaba Lacordaire:
La educación consiste en transmitir al alma que se rebela y se halla llena de egoísmo, el sentido de la obediencia, del respeto y de la abnegación: legado sublime cuya ausencia nada puede sustituir.
(Conf. núm. 01, 1950)
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5. Recibir, sostener, cultivar y transmitir el tesoro de la vida
LO más importante de la vida humana, dice Ortega, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo algo para sostenerse en la existencia. La vida nos es dada, puesto que no nos la damos nosotros mismos, sino que nos encontramos en ella de pronto y sin saber cómo. Pero la vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros, cada cual la suya. Comprender, interpretar esta verdad de nuestra vida y nuestro quehacer en ella, tal vez sea lo que podemos llamar, en el mejor sentido, cultura.
Porque entender la cultura como un depósito de logros, cualquiera que sea la descripción que de ellos hagamos, o el orden con que los enumeremos, permaneciendo estáticos, puede ser decoración archivable en la memoria, pero no influye en la vida. La memoria ha de estar al servicio de la inteligencia, tal orden al de la actividad.
Pero entender la cultura por simple actividad, como simple moverse para demostrar que se está vivo, como hacer equilibrios para no caerse, sería la ridiculización de la misma vida, sin exceder la importancia caricaturesca de una ficción inútil.
Cultura es cultivarse. La importancia del descubrimiento de nuestro i quehacer vital, está en hacerlo, en llevarlo a cabo, con el material recibido, comunicando nuestra aportación al don que nos precede, para transmitirlo enriquecido. Enriquecerlo es enriquecernos, es realizarnos sacando a superficie nuestras posibilidades.
Hacen falta tres cosas: creer en lo que hemos recibido, creer en nuestras posibilidades y creer y preparar su entrega. Solamente así no se malogra, sino que se agradece, la sorpresa del don de esta vida que late en cada uno, con todo el bagaje que la acompaña; solamente así no paralizamos, sino que crecemos y aumentamos su plenitud; solamente así nos disponemos al amor, a la entrega del bien, del que somos agentes después de haber sido objeto del mismo. Solamente así somos justos, porque custodiamos y devolvemos lo recibido; solamente así somos libres, porque hemos elegido el bien.
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6. «La Universidad nos ha hecho católicos» «Oxford made us Catholics» J. H. Newman.
YA, desde tiempos de Disraeli, se decía que Inglaterra conseguía sus victorias militares, diplomáticas y económicas, no en los campos de batalla, o en las cancillerías o en los mercados, sino sobre el césped de los campos y las aulas de Oxford. Se quería significar que la pujanza del imperio británico no se apoyaba ni en el azar, ni en la fuerza, ni en el tesón salvaje de una raza, ni en la simple tiránica acumulación de medios para organizar e imponer un dominio, sino en la calidad humana de las generaciones formadas en la Universidad.
Las universidades inglesas eran lugares donde el estudiante, por supuesto, no era valorado por su capacidad memorística, sino por su inteligencia y por la completez de una formación integral, en la que la ciencia y el arte, la cultura clásica y las curiosidades de los descubrimientos modernos, la capacidad asimiladora y creativa, debían compaginarse con los ejercicios deportivos, con los buenos modales, con el afinamiento espiritual y el gobierno de sí mismo y la aptitud para la responsabilidad personal y la convivencia. Todo lo cual debía ser llevado a cabo, y era posible, con un mínimo aparente de rigidez, gracias a la buena educación, por lo común recibida o asimilada antes de llegar a las aulas de la Universidad. Hoy tal vez podrían disgustarnos algunos de los criterios entonces empleados para la selección de candidatos a la Universidad; pero nos costaría mucho trabajo idear otros medios al comprobar que, pasado el tiempo y convertida casi en masiva la posibilidad de frecuentar la Universidad, aquel espíritu de Oxford, de Cambridge, e incluso de Eaton, siguen influyendo en eso que se ha venido en llamar la gentemanlikeness universitaria inglesa.
Newman procedía plenamente de este ambiente, fue siempre un universitario:
toda la simpatía precedente por san Felipe Neri (*) no habría bastado para decidirle a fundar el Oratorio en Inglaterra, si no hubiese descubierto en el Oratorio, como institución, una providencial correspondencia típica entre la vida sacerdotal que inauguraba al hacerse católico ―pero que era como el término de una evolución no retractada, originada en la Universidad― y su vida de fellow en Oxford.
Intelectual auténtico, él no creyó jamás que la fe o el sacerdocio católico pudieran exigirle renuncias en esa actitud radical y sincera. Sin tenerlo en cuenta no podríamos aproximarnos a la comprensión de su misión, ni menos explicarnos la mayor parte de penas y contradicciones que, si es verdad que purificaron su alma y acrisolaron su virtud, recortaron notablemente el alcance y la eficacia de las obras que emprendió, entre las cuales, la menos importante no fue precisamente la de (*) LAUS, mayo 1972, p. 13 (85) y s6.
{10 (122)} la Universidad Católica de Dublín y el proyecto de un Oratorio en Oxford. Las envidias, las incomprensiones de mentes cortas, aunque encumbradas, los pietismos disimuladores de ignorancias, la falta de colaboración en una visión más amplia sobre la Iglesia y lo que ésta debía intentar, o debía proyectar en aquella época en Inglaterra, hicieron que no pudiera ser comprendido o aceptado por la cortedad de inteligencia o por la fe inmatura de los que ponían su seguridad en la allí, de todos modos, lejana, aunque imponente grandeza del Papado, en las definiciones o directrices magistrales, legítimas que, sin embargo, a algunos les evitaba aportar el esfuerzo de la propia inteligencia satisfecha y perezosa ―se acababa de definir el dogma de la infalibilidad pontificia―, o en la efectiva universalidad del catolicismo, el cual, aunque reducido y minoritario en Inglaterra, gozaba, estadísticamente, de una extensión mundial.
Newman, convertido al catolicismo, fue siempre buen hijo de la Iglesia, ortodoxa su fe, y si, aun creyendo en la infalibilidad pontificia, por ejemplo, le parecía inoportuna o innecesaria su formulación dogmática, no lo exteriorizaba por oponerse al Papado, sino por la honradez de dar su pensamiento, antes de procederse a aquella definición que, como todas las cosas, no debía suprimir la aportación racional y bien intencionada de los verdaderos fieles y por lo mismo amantes de la Iglesia. Se debería conceder tiempo y tratar con consideración a los que encuentran dificultades en nuevas formulaciones dogmáticas, decía. Y añadía: «La adhesión inmediata a un artículo tal puede ser reflejo de una fe vigorosa, pero también puede ser causa de que un hombre crea cualquier cosa porque no cree en nada, ya que está dispuesto a reconocer cuanto su partido religioso (en realidad, su partido político) le exige...
Hay demasiados prelados que hablan como si no supieran lo que es un acto de fe».
Evidentemente esto escandalizaba a los que esperaban una conversión del mundo más milagrosa que misionera, o desconocían o despreciaban la realidad; esa realidad que es el campo donde la inteligencia cristiana ha de introducir el Evangelio, para no ser como los que aprenden a nadar ―la imagen es suya― para salvar a los que se ahogan... y nunca se han mojado ni han visto el agua siquiera. El deseaba, diría, que «el hombre seglar e intelectual fuese devoto, y que el eclesiástico devoto, fuese intelectual».
Recién convertido, su opción por el Oratorio no fue tomada sin un examen prolongado y profundo, en orden a su propia capacidad y la de sus compañeros, y a la misión que les esperaba. Hecha la decisión, consubstanció su vida con ella hasta la muerte y veremos cómo, al ser creado cardenal por León XIII, pedirá al {11 (123)} Papa que le deje continuar en el Oratorio de Birmingham, en su nido", como un Padre más.
En sus escritos y en los esquemas de las exhortaciones que dirigía a la comunidad, descubriríamos el paralelo que establece entre un college de la Universidad y un Oratorio de san Felipe Neri. Basta cambiar el régimen, introducir el celibato, establecer un cuerpo de fellotes con la misión no simplemente intelectual, sino sacerdotal y apostólica, y poner a uno de los hermanos que haga de cabeza en el trabajo pastoral y evangélico y «ya tenéis ante vuestros ojos a una Congregación de san Felipe».
Pero recordará incesantemente, aunque no siempre lo mencione de forma explícita, toda aquella segunda naturaleza que es producto de la buena educación, largamente ejercitada por él como universitario, que es fruto del cultivo de la mente junto con todo lo que constituye la personalidad, en ese equilibrio de nobleza, de corrección, de franqueza de compañero, sin avasallar ni romper la intimidad ajena; ese señorío que no es distancia, sino respeto y obsequio; esa urbanidad sin hipocresía; esa laboriosidad constante, silenciosa, selectiva, desprendida y generosa; esa apertura de mente a una vida que espera el esfuerzo gozoso de todos para ser mejorada; esa incesante renovación sin rompimientos, sino alimentada por la fluidez interior...
«Nosotros, dirá, los del Oratorio, somos más atenienses que espartanos»; una austeridad más del pensamiento, del señorío del espíritu, de la constancia y de la templanza de la voluntad, que de las estrategias o las organizaciones del cálculo y de la fuerza. Y no por negligencia o descuido; no por abdicación pueblerina, pseudo-mística, o inhibitoria; sino por la más profunda y superior finura espiritual, ciertamente más rara, más difícil de descubrir y mantener, pero más exigente precisamente por ser más libre.
Él llama a todo eso "base cardinal", Kozne de la vida comunitaria del Oratorio, lo que no evitó diferir de los que, menos conocimiento del Oratorio y sin haber asistido a sus mismos orígenes, primero estudiándolo en Roma y luego iniciándolo en Inglaterra, se inclinaban por una interpretación menos profundizada y menos matizada.
Todo esto, decía él, no son valores simplemente naturales, sino que caen dentro del orden de la gracia desde el momento que se persiguen y se mantienen con mentalidad de cristiano.
«No se trata de un refinamiento demente contemplado en sí mismo, sino como un suplemento de una más alta perfección religiosa».
Cuando habla de nobleza o caballerosidad, puntualiza que no ha de coincidir necesariamente con el "rango" social de donde se procede, sino del rango del espíritu, el único que da {12 (124)} esa nobleza y capacidad sin la cual se carece de aptitud para la vida común y para un verdadero y positivo influjo apostólico.
Su insistencia se veía impulsada por dos razones principales: en primer lugar porque se daba cuenta del momento de transformación cultural, y de reactivación del saber humano, que se obraba en su mundo, con lo cual, sin renunciar al bien que al mundo hay que hacer, había que contar necesariamente; y, en segundo lugar, porque juzgaba que la Iglesia ―o más exactamente los eclesiásticos y muchos católicos influyentes― confiados en la verdad divina que seguros custodiaban, cerraban sus ojos ante los progresos que se hacían en el campo de la historia, la filosofía, la psicología, las matemáticas, la biología, la sociología y la política, más atentos a condenar los errores posibles en que la novedad incurriera, que a alegrarse y bendecir todo lo positivo que, sin duda y en mayor abundancia que los errores, también se contenía. Era, en parte, por lo menos, el miedo sistemático a lo nuevo, cuando no el despecho de despreciar lo que se ignora.
El mundo atravesaba por un segundo Renacimiento, parecido al que sirvió de marco a la fundación de san Felipe en Roma. Romanticismo, revolución industrial, transformaciones sociales y políticas con el desplomamiento de los absolutismos, descubrimientos científicos insospechados, comunicaciones relativamente aceleradas... Y un punto neurálgico de todo ello era Inglaterra. Por esto tuvo la idea y emprendió el gigantesco esfuerzo de la Universidad Católica de Dublín donde, en zona próxima y católica sería posible dar una buena formación cristiana a sacerdotes y seglares por esto pensó en un Oratorio junto a la Universidad más acreditada, que era precisamente la suya, Oxford; por esto fundó un colegio católico junto a la Congregación de Birmingham; por esto tendió una mano y se comprometió por los laicos católicos impacientes y asumió la dirección de The Rambler...
La perspectiva del tiempo, finalmente, {13 (125)} daría la razón a Newman. Sobre todo a partir de un Papa, León XIII, un intelectual equipado con la experiencia de varios años de observación de la vida europea, desde su mismo centro, cuando desde Bruselas, como nuncio apostólico, observaba las transformaciones que se obraban en Alemania , en Inglaterra, en Francia, en silencio. Silencio que se rompió al llegar a la silla de Pedro, nombrando su primer cardenal en la persona de Newman, respondiendo a los problemas sociales que había ―¡hacía medio siglo!― aventado Carlos Marx, estimulando la ciencia, reformando los seminarios y afrontando los problemas del liberalismo y la democracia, no solamente con principios doctrinales, sino frenando la escalada dictatorial de Bismarck frente a la Iglesia y aconsejando sabiamente a los católicos de Francia, cuyo conservadurismo a ultranza les alejaba de sus deberes ciudadanos.
Finalmente, un testimonio reciente, el de Pablo VI, así sintetiza la personalidad y la vocación del gran convertido de Oxford:
«Newman fue el promotor y representante del Movimiento de Oxford, que suscitó tantas cuestiones religiosas y estimuló tan grandes energías espirituales, quien, plenamente consciente de su misión ―«tengo una tarea que realizar»― y guiado solamente por el amor a la verdad y a la fidelidad a Cristo, trazó el itinerario más laborioso, pero también el más grande, el más lleno de sentido, el más convincente que ha recorrido el pensamiento humano durante el siglo pasado y, podemos decir, durante la edad moderna, para llegar a la plenitud de la sabiduría y de la paz».
Necesitamos más seminarios que sedes episcopales. Necesitamos educación, perspectiva, ensamblamiento organización:
por encima de todo perspectiva de conjunto. Es lamentable que tantos hombres capaces estén rindiendo tan poco.
J. H. Newman
Mi opinión siempre ha sido responder a lo erróneo y no suprimirlo: y esto aunque sólo fuera por cuestión de conveniencia para la causa de la verdad, por lo menos en esta época. Suprimir me parece una mala política. La verdad tiene fuerza por sí misma y se abre camino; es más fuerte que el error.
J. H. Newman
JESÚS Y LA CULTURA.
JESÚS, como hombre, fue uno de los mayores activadores de la cultura de la humanidad, aunque no se dedicó ni a la ciencia ni al arte, ni dio directrices sobre el particular.
Lo único que le absorbió fue el Reino de Dios, el fermento que en el mundo ha de contribuir a su paz.
De tal modo aceptó la preferencia de Dios por la pobreza y el servicio, que a ello consagró toda su vida. Ésta fue la belleza y la bondad más grande que pudo encontrar. Y es una vocación y un privilegio poder participar de la simplicidad de tal perspectiva que, con frecuencia, coincide con una vida ceñida a la observancia de los consejos evangélicos.
Catecismo Holandés
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7. LA PALABRA "CULTURA" EN EL CONCILIO
Sin apurar los textos, porque un rastreo exhaustivo ocuparía demasiado espacio y el lector interesado en ello puede fácilmente hacerlo por su propia cuenta yendo directamente a las mejores ediciones de los Documentos Conciliares del Vaticano II, nuestra selección se ha detenido, especialmente, en la Const. Iglesia y Mundo (IM), y algunos puntos de la Decl. sobre la Educación Cristiana (Ed), Const. dogmática sobre la Iglesia (1), la Decl.
Sobre Religiones no Cristianas (Rn C), el Decr. sobre el Apostolado de los Seglares (AS), y el Decr. sobre los Medios de Comunicación Social (MCS), cuyas siglas y numeración remiten al lector al contexto correspondiente.
CONCEPTO GENERAL DE CULTURA
IM 53. Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva, en sus obras, grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano.
LA CULTURA Y LA FE
IM 58. La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado.
Ed 8 La escuela católica persigue, en no menor grado que las demás escuelas, los fines culturales y la formación humana de la juventud. Su nota distintiva es ordenar finalmente toda la cultura humana según el mensaje de la salvación, de suerte que quede iluminado por la fe el conocimiento que los alumnos van adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre.
IM 58. Múltiples son los vínculos que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana. Dios, el efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena {15 (127)} manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, habló según los tipos de cultura propios de cada época.
PLURALIDAD DE CULTURAS
IN 53 La palabra cultura asume con frecuencia un sentido sociológico etnológico. En este sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y escalas de valor diferentes encuentran su origen en la distinta manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar la religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad humana.
IM 54. Una forma más universal de cultura, tanto más promueve y expresa la unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las particularidades de las diversas culturas.
IM 58. La Iglesia ha empleado los hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo en su predicación a todas las gentes.
NUEVAS FORMAS DE CULTURA
IM 54. La industrialización, la urbanización y los demás agentes que promueven la vida comunitaria crean nuevas formas de cultura ―cultura de masas―, de las que nacen nuevos modos de sentir, actuar descansar.
IM 55. Somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia.
IM 51. Las circunstancias de vida del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado profundamente, tanto que puede hablarse con razón de una nueva época de la historia humana.
VALORES POSITIVOS DE LA CULTURA ACTUAL
IM 51. Ciertas notas características de la cultura actual: las ciencias exactas cultivan al máximo el juicio crítico; los más recientes estudios de la psicología explican con mayor profundidad la actividad humana; las ciencias históricas contribuyen mucho a que las cosas se vean bajo el aspecto de su mutabilidad y evolución; los hábitos de vida y las costumbres tienden a uniformarse más y más.
IM 57. Entre los valores de la cultura actual se cuentan: el estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las investigaciones científicas, la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de solidaridad internacional, la conciencia cada vez más intensa de la responsabilidad de los peritos para la ayuda y la protección de los hombres, la voluntad de {16 (128)} lograr condiciones de vida más aceptables, para todos, singularmente para los que padecen privación de responsabilidad o indigencia cultural.
ALCANCE HUMANO DE LA CULTURA
IM 59. Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes los valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallan estrechamente unidas.
IM 44. Los tesoros escondidos en las diversas culturas permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia.
IM 57. El misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos y ayudas para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera vocación del hombre.
I 36 Los cristianos deben contribuir eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción.
PROGRESO CULTURAL
IM 73. Con el desarrollo cultural, económico y social se consolida en la mayoría el deseo de participar más plenamente en la ordenación de la comunidad política.
IM 60. Con la promoción cultural y social podrán todos los hombres y todos los grupos sociales de cada pueblo alcanzar el pleno desarrollo de su vida cultural de acuerdo con sus cualidades y sus propias tradiciones.
RnC 2. Las religiones, al tomar contacto con el progreso de la cultura, se esfuerzan por responder a los interrogantes vitales del hombre con nociones más precisas y con lenguaje más elaborado.
ESCUELAS
Ed 6. El monopolio escolar es contrario a los derechos naturales de la persona humana, al progreso y a la divulgación de la propia cultura.
Ed 8. El ejercicio de este derecho de la Iglesia a tener sus escuelas contribuye en gran manera a la libertad de la conciencia, a la protección de los derechos de los padres y al progreso de la misma cultura.
Ed 5. La escuela constituye como un centro de cuya laboriosidad y de cuyos beneficios deben participar juntamente las familias, los maestros, las diversas asociaciones que promueven la vida cultural, cívica y religiosa, así como la sociedad civil y toda la comunidad humana.
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IGLESIA Y CULTURA
IM 58. La Iglesia puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y a las diferentes culturas.
IM 58. La Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye a la cultura humana y la impulsa, y con su acción, incluida la liturgia, educa al hombre en la libertad interior.
IM 61. Cooperen los cristianos para que las manifestaciones y actividades culturales colectivas, propias de nuestro tiempo, se humanicen y se impregnen de espíritu cristiano.
AS 7. Entre las obras de apostolado de instauración del orden temporal sobresale la acción social cristiana, la cual desea el santo Concilio que se extienda hoy día a todo el ámbito temporal, incluida la cultura.
ESTADO Y CULTURA
IM 59. A la autoridad pública compete no el determinar el carácter propio de cada cultura, sino el fomentar las condiciones y los medios para promover la vida cultural entre todos, aun dentro de las minorías de alguna nación.
Ed 6 El Estado ha de prever que a todos los ciudadanos sea accesible la conveniente participación en la cultura y que se preparen debidamente para el cumplimiento de sus obligaciones y derechos civiles.
LIBERTAD DE LA CULTURA
IM 59. La cultura, por dimanar inmediatamente de la naturaleza racional y social del hombre, tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar según sus propios principios.
IM 59. La Iglesia no prohíbe que las artes y las disciplinas humanas gocen de sus propios principios y de su propio método, cada una en su propio campo; por lo cual, reconociendo esta justa libertad, la Iglesia afirma la autonomía de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias.
IM 59. Sobre todo hay que insistir en que la cultura, apartada de su propio fin, no sea forzada a servir al poder político o económico.
DERECHO A LA CULTURA
IM 60. Es preciso hacer todo lo posible para que cada cual adquiera conciencia del derecho que tiene a la cultura y del deber que sobre él pesa de cultivarse a sí mismo y de ayudar a los demás.
IM 60. Es preciso procurar a todos una cantidad suficiente de bienes culturales, a fin de evitar que un gran número de hombres se vea impedido, por su ignorancia y por su falta de iniciativa, de prestar su cooperación auténticamente humana al bien común.
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8. Un desafío al hombre
EL género humano se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con quienes convive. Tan esto es así, que se puede hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa.
Como ocurre en todas las crisis de crecimiento, esta transformación trae consigo no leves dificultades. Así, mientras el hombre amplía extraordinariamente su poder, no siempre consigue someterlo a su servicio. Quiere conocer con profundidad creciente su intimidad espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca de sí mismo. Descubre paulatinamente las leyes de la vida social, y duda sobre la orientación que a ésta se debe dar.
Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre los que no saben leer ni escribir.
Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su libertad, y entre tanto surgir nuevas formas de esclavitud social y psicológica.
Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad, se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten, en efecto, todavía agudas tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni siquiera falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo.
Se aumenta la comunicación de las ideas; sin embargo, aun las palabras definidoras de los conceptos más fundamentales revisten sentidos harto diversos en las distintas ideologías.
Por último, se busca con insistencia un orden temporal más perfecto, sin que avance paralelamente el mejoramiento de los espíritus.
Afectados por tan compleja situación, muchos de nuestros contemporáneos difícilmente llegan a conocer los valores permanentes y a compaginarlos con exactitud al mismo tiempo con los nuevos descubrimientos. La inquietud los atormenta, y se preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo.
El curso de la historia presente es un desafío al hombre que le obliga a responder.