Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 108. NOVIEMBRE. Año 1972.
0. SUMARIO
LA inflexión misteriosa del dolor y la muerte es el tributo que la sensibilidad paga a la Vida, con la Inmortalidad sembrada en el espíritu y en todo lo que el espíritu levanta, más fuerte, más ágil, más alto.
Mientras la esperanza se hace camino que va de la fe al amor.
"VIVIR A DIOS"
LA MUERTE Y LA VIDA
LA MÚSICA, SIGNO DE COMUNIÓN
LAS CORRUPCIONES
SACAR FRUTO DE LAS REFORMAS
IR A MISA
DIGNIDAD DEL DEPORTE
EDDY MERCKX, CAMPEÓN TOTAL
ELOGIO DE LA BICICLETA
JUVENTUD Y DEPORTE
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1. "VIVIR A DIOS"
DE san Ireneo son estas lapidarias frases: «Alejamiento de Dios, muerte; apartamiento de luz, tinieblas; y aislamiento de Dios, pérdida de todos los bienes que hay en Él». El pecado es lo que aleja de Dios, es lo que da la muerte. En los primeros siglos de la Iglesia el nombre de "muerte" se aplica generalmente al pecado. A los cristianos les preocupaba más, como dice el mismo santo, "vivir a Dios", que la muerte considerada en su aspecto físico.
Las predicaciones apostólicas, las persecuciones y el riesgo del martirio favorecían la pureza del ideal cristiano. Orígenes diría que, en realidad, «el alma humana no puede decirse ni mortal, ni inmortal: si está asida a la vida será inmortal, si se aleja de la vida será mortal... Si elegimos la vida, siempre viviremos, y la muerte no nos dominará (cf. Romanos 6, 9), y se cumplirá en nosotros la sentencia del Señor que dijo (Juan 11, 25): 'el que crea en mí, aunque haya muerto, vive'. Elijamos pues la vida».
Vivir es, por lo tanto, elegir la vida. Existen hombres, en el mundo, de los que se dice que "se juegan la vida" por un ideal. No sabemos de todos ellos si explícitamente creen en Dios; pero nos consta que creen en algo que para ellos es absoluto, como lo es Dios para el fiel. Y aun cuando no podamos, sin distinciones, aceptar como buenas todas sus maneras de "jugarse la vida", el gesto de su generosidad que la pone toda entera al servicio y a la entrega por un ideal, nos admira porque es el testimonio de una gran capacidad de amor: nadie —dijo Cristo, tiene un amor más grande que el que da la vida por lo que aman. Si su amor, aunque pudiera tenerse por equivocado objetivamente, ha procedido de una total buena fe, les alcanzará la bendición de Dios a quien, en realidad, se entregaban al amar, aunque no le conocieran. Su entrega a lo Absoluto, era una entrega a Dios, que es el único Absoluto. Su entrega era su vida, daba sentido de plenitud a su vida y por eso les llevaba a la Vida, cuya fuente está en Dios.
Vivir es entregarse a la Vida. No es estar en el mundo, dejarse llevar por la corriente de la existencia, sin entrar conscientemente en el dinamismo que mueve el mundo en el que Dios nos ha colocado, y que es suyo.
El Bautismo e, para el cristiano, esa entrega, esa elección, por la que se configura con Cristo para correr su misma suerte, hasta llegar al Padre, de quien procede toda vida, "Dios de vivos y no de muertos". Vivir, entendido como algo más que el "estar", o el aprovecharse de "estar" en el mundo, es vivir a Dios". Esa vida no tiene fin, no tiene muerte.
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2. La muerte y la vida
MIENTRAS lo sigan permitiendo los espacios libres que circundan las ciudades y pueblos, tendremos cementerios. Y en los cementerios, como vigilantes de sus puertas o guardianes de sus recintos, no faltarán las agujas colosales de los cipreses, que muchos, erróneamente, toman como símbolo de la muerte", pero que en realidad lo son de la vida y de la inmortalidad. En efecto, la más antigua piedad cristiana se complació en plantarlos junto a los sepulcros de los bautizados, no solamente porque parecen fechas que apuntan hacia arriba, al infinito, sino porque su tronco es de madera incorruptible y su agilizada copa de hoja perenne. Tampoco la vida del cristiano, parece que quieren decir, se pudre con la "muerte" ni acaba con ella su existencia que se hace, precisamente, más elevada y ágil gracias a la participación en el misterio de la de Cristo.
La muerte pues, como fatalidad, como fin aniquilador, no tiene sentido a los ojos de la fe. La muerte no es fin de la vida, sino modulación misteriosa de la verdadera Vida, un renovado ritmo de la existencia que no acaba, una transfiguración de la misma vida que poseemos, incorruptible, indivisible, inmortal, hasta más allá del tiempo, como la de Cristo, que anunciaba su propia muerte con la comparación del grano de trigo que muere para dar más fruto, para transformarse en espiga; como la de Cristo que no podemos disociar de su resurrección —su transfiguración—, su glorificación y exaltación. Su muerte y su resurrección transfigurante son modelo y fundamento de la nuestra.
La muerte —la transfiguración, del hombre es un misterio inefable, en el que intervienen un dolor humano inmenso— muerte y alumbramiento, y un gozo todavía mayor:
«Ven muerte tan escondida:
que no te sienta venir
porque el placer de morir
no me torne a dar la vida».
Gozo que no puede ser imaginado, porque es el gozo de "una nueva creación, de un cielo nuevo, de una tierra nueva". Es un ocaso y un amanecer, todo al mismo tiempo.
San Felipe Neri decía que la muerte jamás sorprende al buen cristiano —como a él no le sorprendió— no solamente porque Dios, providencial y {3 (135)} oportuno en todo, lo es, si cabe, todavía más en esa hora de la muerte, sino porque el fiel que vive la fe que profesa hace del existir un entrenamiento que le mantiene —diría hoy— "en forma" para el gran salto a lo definitivo, a la Vida en Dios y, como atleta precavido, no toma el ejercicio de su camino y carrera hacia Dios como una tentativa relegada al capricho de la suerte, sino como la culminación de un proceso mantenido que le aproxima constantemente a Él y cuya inmediatez, cuando le alcanza, presiente profundamente y gozosamente, más allá y por encima del rechinar doloroso que la sensibilidad pega al cambio mortal que se abre a la transfiguración para la inmortalidad.
Por eso, vivir, ser consciente, para un ser personal, consiste en saber hacer la síntesis de toda la vida en cada momento de la vida. Se trata de aprender a vivir sin improvisaciones para que toda la existencia sea entrenamiento para el supremo acto de la vida, que llamamos, todavía, "muerte". La "muerte" es solamente la fijación de la calidad de esa síntesis que hemos debido aprender a hacer. Una síntesis que ha de contener la madurez del bien: es decir, un proceso de libertad creciente que culmina en el amor.
O ¿qué sentido puede tener para el fiel, la Creación, la Redención —liberación—, la Gracia, el Reino de Dios...?
Fuera de esta óptica es absurda la vida y es absurda la muerte. No repetiremos el proceso del ateísmo existencialista frente a la vida. Y nos bastan, frente a la absurdidad de la muerte, estas palabras de Epicuro, en la Epístola a Menecio, donde dice que «la muerte nada tiene que ver ni con los vivos ni con los muertos: porque mientras vivimos no hay muerte y, cuando la muerte llega, ya no vivimos».
Para nosotros no hay muerte. Todo es Vida. Todo es Vida, aunque nos quede por desprender el oropel fúnebre y tétrico del fatalismo pagano que ha llegado a ensombrecer el mismo contorno del pensamiento y de la celebración cristiana de la muerte, en la liturgia funeral, en los entierros y condolencias, cuando en realidad debía tratarse de una evocación más de la resurrección de Cristo, sin los negros crespones del luto, porque Cristo es nuestra paz, nuestro gozo y nuestra Vida.
Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo.
Romanos, 14, 7-9
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3. La música, signo de comunión
LA evocación de santa Cecilia como patrona de la música sagrada es posible que sea del todo arbitraria, si se renuncia al recurso de razones simbólicas, más o menos forzadas que, por lo demás, podrían atribuirse a otros cristianos significados con el ejemplo de la santidad. Pero su nombre, desde tiempo, ha servido para conjurar a los amantes de la música en general y, más concretamente, de la música como parte de las formas del culto sagrado. Con las cosas indudablemente buenas que nos ha traído la reforma iniciada en la liturgia católica, hemos de lamentar el descenso del cultivo del canto gregoriano, música oficial del culto católico, pero tan vinculada a la lengua latina a la que sirvió de soporte desde sus orígenes que, en general, resulta de difícil adaptación a las lenguas vernáculas a las que se han vertido los textos litúrgicos.
De todas formas, esta dificultad se ha exagerado muchas veces, como puede revelarlo sintomáticamente que la esgrimían con tanta más fuerza los menos conocedores de la música gregoriana. También es curioso tener en cuenta, que la mayoría de las innovaciones en otros estilos musicales, que han logrado una mejor expresión espiritualizadora de la palabra religiosa musicada, proceden de los conocedores y cultivadores del gregoriano anterior. Y no han sido pocos los ejemplos en los que, sin extorsiones, se ha demostrado la posibilidad de musicar en gregoriano fórmulas y cánticos escritos en lenguas vernáculas (en especial por lo que se refiere a las neolatinas) cuando la experiencia la ha llevado a cabo, prescindiendo de improvisaciones, un autor competente, espiritual y respetuoso, como puede serlo, por ejemplo, el célebre escolapio Miguel Altisent.
El canto gregoriano tuvo origen, según parece, por los siglos IV y V, cuando los cristianos pudieron manifestar su fe y creencias fuera de las Catacumbas.
San Gregorio, de quien recibió la denominación, sólo hizo, en el siglo VI, la compilación y dio orden, sentido y armonía a la tradición musical que acababa de iniciarse en la liturgia. No puede decirse de las melodías gregorianas que pertenezcan a un determinado autor: fueron obra de muchos años y fueron muchos los artistas desconocidos que contribuyeron al enriquecimiento del número y calidad de tales melodías. No constituían la música de un autor, sino que su autor, puede decirse, era la misma Iglesia. Todas las composiciones son anónimas y los textos están tomados de los Libros Sagrados, de sus salmos y de sus versículos y de los himnos que se introducían en la Sagrada Liturgia y que generalmente eran compuestos por monjes.
Es una música, la gregoriana, diatónica y de ritmo libre. La melodía se destaca por su belleza propia y su línea amplia, poderosa, extraordinariamente {5 (137)} flexible y equilibrada, se eleva y mantiene, sin rigideces de cuadraturas, como el vuelo de un ave que se adentra en un horizonte de luz, como si traspasara la materialidad que le sirve ágilmente de soporte, hacia las zonas de la mística y de la fe. Por eso puede decirse que, el canto gregoriano, si bien exige un mínimo de facultades para su interpretación, requiere, todavía más, un afinamiento de sensibilidad y una actitud espiritual en la que se avengan el gusto por lo bello y por la pureza de lo santo. De ninguna otra música se podría decir con más razón, lo que san Agustín aseguraba de la oración convertida en canto: «El que canta, reza dos veces».
No apuntamos estas palabras como llevados de la nostalgia de algo que se nota decrecer, a pesar de que siga siendo "el canto oficial de la liturgia católica".
Más bien nuestra reflexión quisiera expresar, no sin modestia, estas dos ideas:
en primer lugar, que la belleza, la depuración del buen gusto, es la primera condición para encontrar signos que sirvan a una comunidad que se reúne para orar o para las celebraciones litúrgicas. No ayudan a la belleza la ñoñez, los amaneramientos o improvisaciones zarzueleras, fácilmente generalizables por el mismo hecho de que tienen poca dificultad y se hacen pegadizas. Carecen de fuerza y les falta el vigor expresivo de lo profundo, de lo comunitario y de lo santo.
En segundo lugar, que el espíritu del que ora y del que canta debe sintonizar con este anhelo elevador, que haga compatible el vigor y la verdad de lo que se expresa con la agilidad sobrenatural que, como signo religioso, debe poseer.
Cultura, buen gusto, espíritu sobrenatural: todo debe contribuir en el canto para Dios. Un canto que debiera ser el de todos, sin posibilidad de presencias pasivas en las celebraciones; un canto que fuese comunidad y comunión de voz, con pocos, con apenas "solistas", sin posibilidad de oír a los demás porque —como en el gregoriano bien cantado— las voces se funden en comunión y lo que parece ser oído es mi misma voz magnificada por la de todos los fieles conmigo formando pueblo, que está en mi como estoy en él.
La invocación de santa Cecilia mantuvo, entre los buenos gregorianitas, estos ideales, antes de la introducción del vernáculo en la Liturgia; que esos mismos ideales tomen cuerpo en la renovación en cuyo proceso nos encontramos.
Ari-tas Dé- i • diffú - sa est in cordibus
nó-stris. per inhabi-tán- -tem Spi- ri-tum é-jus in
nó- bis. T. P. Alle- lú- ia, al-le- lú- ia. Ps. Bé-.
nedic ánima mé-a Dómi-no : • et ómni- a quae intra
me sunt, nómini sáncto é-jus. Glo-ri- a Pátri.
Eu o o a e.
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4. LAS CORRUPCIONES
LA moralidad de muchas personas sería mejor si no aplazaran la hora de la acción para cuando se dieran las "condiciones óptimas". Otras justifican su colaboración o pasividad con lo que es difícil de aceptar como bueno y hasta de lo que puede reconocerse, más allá de las ambigüedades, como malo, alegando que las circunstancias no permiten hacer nada para evitar o remediar lo que una conciencia recta no puede admitir. Todo esto ocurre principalmente con los pecados y con las actitudes y colaboraciones amorales o sencillamente inmorales frente a la sociedad, frente a la comunidad que nos envuelve y que, en cristiano, —y aun a nivel simplemente humano— no podemos despreciar ni olvidar, sin participar en el juego de las corrupciones.
No importa que, con malabarismos de fingidas excusas, pretendan justificaciones, si la práctica desmiente lo reconocido teóricamente. Señalar, en teoría, lo que es mejor, no pide más que un poco de inteligencia y de serenidad de ánimo, por lo común general en todos los seres humanos. Hacer lo que es mejor, y a veces simplemente lo que es bueno, ya exige algo más. La teoría es aséptica; la práctica, comprometida. No faltan personas que nunca cometen errores porque, en realidad, nunca hacen" nada; se contentan con saber y presumir de sabios, y cuando alguien se les acerca para que, además, traduzcan en realidades lo que profesan saber, siempre nos aplazan la hora alegando la esperanza de circunstancias mejores que todavía no han llegado. "Ahora no se puede". Ellos podrán cuando ya no hará falta. O podrán cuando se les invite a presidir lo que los abnegados "imprudentes", los arriesgados comprometidos, hayan logrado con la generosidad de su sacrificio. Ellos se reservan, no se comprometen:
presiden. O esperan presidir. Representan, por lo menos, el estadio de las corrupciones implícitas.
Pero hay corrupciones abiertas, no muy difíciles de detectar. ¡A cuántos de los que más protestaban en su juventud ha bastado, por ejemplo, una pequeña gratificación para el primer pacto con lo criticado, y hemos visto inmediatamente amansadas sus protestas mientras, sin tiempo para la vergüenza, ingresaban en el sistema otrora despreciado y maldito! Al que le diera motivo, para justificar bu última resignación, alegarían inmediatamente que "las circunstancias no permitieron otra cosa, que cuando cambien, que el ideal se mantiene, pero...
etcétera".
Lo curioso es que, precisamente las circunstancias que les envuelven y que alegan como obstáculo para la realización de sus pretendidos ideales, ellos {7 (139)} mismos las han elegido. Han abdicado de sus ideales, si es que antes los tenían y no decoraban con ellos su fantasía o presumían irresponsablemente. Falta pues sinceridad.
Puede ocurrir, sin embargo, que alguien, realmente, se encuentre en circunstancias que en verdad él no ha elegido y así se halle desempeñando un papel, un empleo o cargo, una responsabilidad o tarea a la que sea objetable, en parte o en todo, la relativa moralidad. ¿Qué hacer, entonces? La respuesta no es difícil: puede seguir allí con tal que, precisamente por estar allí, trabaje mejor, con todas sus fuerzas y con su compromiso, en orden a cambiar la injusticia en justicia, la mentira en verdad, la corrupción en integridad. De lo contrario es reo de complicidad, tanto más posible si el silencio y la pasividad le proporcionan ventajas materiales, buen sueldo, renombre, perspectivas de ascenso, etc. Y no hace falta decir que no podría, sin pecado, continuar en su lugar, cuando su presencia consolidara el mal o lo prestigiara, por la confusión y el escándalo a que ello daría lugar. Hay una serie de pecados y males para el individuo y para la sociedad, que no figuran en las listas convencionales y censuradas de la moralidad estandarizada, pero que la recta y honesta conciencia humana y cristiana no pueden fingir ignorar, sin renunciar a la dignidad de hombres y sin renegar del cristianismo.
Es cierto que la sociedad ejerce presiones tales que para librarse de las ventajas materiales y del halago de la corrupción hay que estar dispuestos a afrontar verdaderas renuncias o, por lo menos, notables austeridades; pero éstas, si abrimos el Evangelio, no pueden sorprendernos, puesto que Jesucristo ya nos avisó de la imposibilidad de "servir a dos señores". En resumidas cuentas, se trata siempre de esto.
A la hora de elegir —cuando se puede— profesión; a la hora de aconsejar a los jóvenes en ese camino que llamamos "porvenir"; a la hora de responder a opciones que se nos formulan frente a responsabilidades profesionales o públicas, un cristiano ha de hacer un esfuerzo de honradez para purificar sus intenciones al máximo, en especial si la perspectiva que se le abre ofrece, como compensación, algo más que "el pan de cada día". Porque esto nos lo suele dar Dios; lo que sea más de esto, muchas veces lo da el diablo, el gran corruptor, "el padre de la mentira".
EL JOVEN RICO.
(Mateo 19, 16... 22) —Maestro, ¿qué bien he de hacer para obtener la vida eterna?
—Guarda los mandamientos.
—Todas estas cosas ya las he guardado. ¿Qué me falta?
—Si quieres ser perfecto, ve, vende tus bienes y da a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Ven y sígueme.
Cuando el joven oyó la respuesta, se marchó muy triste. Porque poseía mucho, bienes.
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5. SACAR FRUTO DE LAS REFORMAS
EL pasado mes de octubre ha señalado el décimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. No han faltado los intentos de balance: de los que creen —en España quedan todavía muchos— que el Concilio no ha reportado bienes, sino que ha desatado el confusionismo, y de los que creen que en realidad las reformas suscitadas por el Concilio han sido más bien modestas y que habría sido de desear ir todavía más lejos en esa respuesta que Iglesia se proponía dar al mundo moderno por medio de aquella gran Asamblea.
Insistir en el esfuerzo para que el mundo pueda entender y aceptar y quiera vivir según el mensaje evangélico, nunca será ningún exceso, y constituye, precisamente, la misión esencial de la Iglesia de Jesucristo, predicadora, apostólica, anunciadora de la buena nueva de Dios. Pero nosotros, aquí, no haremos nuestro balance: nos limitaremos a una observación en uno de los aspectos que el pueblo ha notado más de cerca, como reforma debida al Concilio: la liturgia, y de la liturgia, la santa Misa.
Se trata de analizar si habrían podido ser más las reformas, porque nos parecen todavía pocas y, hasta cierto punto, tímidas. Pero no vamos a ocuparnos de ello porque toda reforma entraña, dada la estructura tan centralizada de la Iglesia, muchas dificultades, y no precisamente por culpa de los jefes de la Iglesia. Sobre ellos descarga un peso que no es ya el que proviene de la responsabilidad recibida de Cristo, sino amontonado por la inveterada costumbre hecha de perezosas abdicaciones de tantos hijos de la Iglesia, que encuentran más cómodo relegar a instancias superiores la solución de lo que, con un poco de esfuerzo inmediato, ellos mismos podrían hacer, con lo cual se sobrecarga la ya grave responsabilidad de los que presiden y que, como hombres, cercados por su misma limitada capacidad práctica y hasta técnica, soportan la desproporcionada exigencia de tener que entender y resolver los problemas de manera universal con dificultades de agilidad y de tiempo, que la enorme abnegación no alcanza siempre a resolver, como es natural. Pero en la actualidad la Iglesia, ella misma en su jerarquía, se esfuerza en resolver o aminorar esa clase de dificultades, por otra parte, hasta cierto punto, inevitables porque se inscriben en el marco temporal del mundo en que vivimos y de la condición humana. Dios mismo no ha inmunizado a su Iglesia de tales escollos, porque también estas dificultades nos ayudan en el ejercicio de la fe, ya que nos recuerdan incesantemente la necesidad de superación, y nos estimulan en la búsqueda incesante de maneras y de estilos que la vayan liberando de aquellos pesos estructurales que resulten inútiles a su misión y a la eficacia del Evangelio.
{9 (141)} Puede que nos parezca que hayan sido pocas las reformas y puede que llevemos razón. Pero puede todavía ser más cierto que no hemos sacado todo el fruto posible de las que ya se han iniciado. Es ley de la vida que la imperfección siempre nos acompañará, y es precisamente desde la imperfección que hemos de actuar porque desde ella es precisamente desde donde se ejercita la fe y se va demostrando la fuerza de Dios. No hace falta que, para confirmarlo, repitamos las palabras paulinas. La imperfección, la incompletez también acompaña a la Iglesia, y el mejor modo de ir superándola para aproximarla al ideal deseado, es ir apurando al máximo lo indudablemente bueno que ya tenemos y que, por lo tanto, debemos utilizar.
Nos referíamos, decíamos, a la liturgia, y a la misa. No se trata de recordar que, en toda renovación, en toda reforma, debe anteponerse el espíritu que la inspira. No sacaremos aquí una antología de textos conciliares que nos lo apoyen, porque es patente a todos. Pues bien, si algo deberíamos lamentar, en lo que a reforma litúrgica se refiere, es la preocupación, a veces prevalente, de las rúbricas o ritualismos —en sí mismos— que han podido dar, con harta frecuencia, más bien un cambio de ritualismo, que una prevalencia del espíritu sobre lo ritual. Con lo cual hemos traducido, por decirlo así, al vernáculo lo que lamentábamos del latín. Unas cuantas novelerías que nos sugestionen de modernidad no pueden convencernos de que se trate de una gran renovación.
No obstante, en el perviviente apego al rito que mantiene rasgos artificiales de buena fe mantenidos, es preciso reconocer una reverencia bien intencionada por lo sagrado, que no ha sabido encontrar el debido equilibrio entre valentía y respeto de lo santo. Y así continúan las celebraciones con menos elocuencia expresiva de lo que se realiza en ellos de lo que sería de desear, sin gran superación de lo pasado. Nos hace falta, pues, espiritualizar y hacer más espontánea, sin caer en la trivialización, la renovación de la Cena del Señor. Y esto compete a todos, como es natural: al ministro que preside la celebración y a los fieles en ella congregados.
No ayudaría poco a este propósito si se estimara más en lo que vale la liturgia de la Palabra.
De la gran ventaja de que se celebre en lengua vernácula, es evidente que no nos aprovechamos lo suficiente. La liturgia de la Palabra es para el alimento de la fe de los fieles. Prescindir de esta fe y de la necesidad de su actualización a la luz de la palabra bíblica, hace inútil toda pretensión de llamarse cristianos. El mismo sentimiento difuso de reverencia como cosa sagrada que se pueda tener para el resto de la celebración eucarística, 110 pasa de una superstición de buena fe y de un lamentable desnivel de ignorancia entre el saber cristiano y el que las personas medianamente cultas suelen tener en otras materias. El día que fuese posible tomar más en serio, la inteligencia y la aplicación de las lecturas de la misa veríamos cómo cambia todo en el templo y cómo se facilitan progresivas renovaciones que dejarían atrás todo el esoterismo que sofoca lo auténticamente espiritual y que, sin necesidad de teatralizaciones ni artificios de modas, se lograría sensibilizar esa reunión de hijo de Dios en torno a la Mesa de la Iglesia, alimentados, en la fe, por el pan de la Palabra, y en la vida de gracia, por la Eucaristía.
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6. IR A MISA
SE da, todavía, la banalización de celebraciones eucarística: oficializadas o sociales, como rito decorativo o detalle programa, sin atención para la Palabra de Dios, sin actualización por lo tanto del Evangelio, in participación sacramental. Existen celebraciones —funerales, bodas...— en las que la presencia de la mayoría de los asistentes no llega, como intención y como disposición, a superar la superficialidad de un espíritu ajeno a la significación sobrenatural de lo presenciado.
Se da, también, en muchos de los fieles de Misa dominical y festiva, una no superación de la idea de "obligación". No quiere decir esto que se trata de reducir al capricho o al sentimentalismo la iniciativa personal de acudir a las celebraciones, sino, por el contrario, de preparar mejor su asistencia y procurar, además, participar en otras celebraciones eucarísticas hasta hacer, en ellas, de la Palabra de Dios el alimento cotidiano y de la recepción de la Eucaristía fuerza para la vida, compenetrados con Cristo.
Todos deseamos la reforma del mundo y todos necesitamos la nuestra. No sería poco, para lograrlo, comenzar por atender tal como se nos ofrece en la celebración de la Eucaristía, a la Palabra de Dios y a la participación sacramental. Descubriríamos, día tras día, un bien creciente que enardece y que compromete, si acudíamos abriendo el alma a la mentalización que la lectura de la Biblia, meditada y asimilada para adentrarla a nuestra propia vida y proyectarla a todo lo que a ella se relaciona; si tomábamos la Eucaristía, no como evasión sentimental aunque pura, ni como medio para hacer al Señor propicio con el encerramiento de nuestros humanos anhelos, sino como compenetración con Él, recogiendo el vigor de la Gracia, entendiéndola no como ventaja individualista, sino como extensión de la acción de Cristo, que pasa por nosotros y que va, generosamente, hasta más allá de nosotros mismos. Para ver y para hacer e influir en todo, como Cristo haría si estuviera en nuestro lugar.
Muchos cristianos lo han comprendido así y con este deseo acuden, incluso a diario, a la santa Misa. Quedan ya pocos que separan la Misa de la comunión —ni comunión sin Misa, debe ser, ni Misa sin comunión—. Las misas "recortadas" —dígase lo que se quiera— son las que se quieren compaginar con la pereza o con un no vencido desorden, como si nos inclináramos a tratar con menos atención a Dios que a cualquier cosa profana que verdaderamente nos interesara...
Sólo residuos de beatería apoyada en fideísmos talismánicos o en contabilidades meritorias (1) pueden explicar que perdure, en algunos, esa ilógica conducta.
Si el fervor de los cristianos que quieren serlo de verdad se encauzara en revalorizar lo que les ofrece la Misa debidamente oída y participada, no haría falta echar de menos muchas de las reuniones y apostolados en que, sin negar la conveniencia instructiva y formativa de su contenido, ha pervivido con frecuencia en muchos de los asistentes, un espíritu de curiosidad o de novelería que otra novelería o curiosidad de carácter religioso o profano, no importaba suplantado sucesivamente, hacia una especie de turismo espiritual, vago, a veces elegante, pero siempre descomprometido.
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7. DIGNIDAD DEL DEPORTE
TODO lo que dignifica al hombre, es digno de Dios, porque el hombre es de Dios. Y el deporte dignifica al hombre.
Robustece su cuerpo, da flexibilidad a sus miembros, comunica armonía a la figura humana. Y si todo ello se persigue con ejercicios adecuados, sin excesos físicos que puedan perjudicar, ni caer en la ceguera de la pasión, tiende evidentemente a mejorar lo que en el hombre hay de material y sensible, para hacerlo más dócil al espíritu, que es el verdadero asiento de toda grandeza o nobleza humana.
Porque la dignidad mayor del deporte no consiste en que pueda proporcionarnos una musculatura hercúlea, sino en hacer el cuerpo más útil al alma.
De esta manera, lo que sería solamente fuerza muscular, exaltación racial o belleza física, se convierte en instrumento espiritual, en fuerza del alma, et disciplina, caballerosidad y educación, que encuentra en la observancia de la moral profesional del deportista, la expresión de los valores humanos y cristianos capaces de comunicarle la máxima nobleza y dignidad: lealtad a las reglas de juego, respeto al adversario, valentía para competir con empeño; pero sin animosidad ni deseo de dañar al contrario, dominio de sí mismo, constancia, entusiasmo por un ideal bueno, orden justo y subordinación racional de valores, para que, al mismo tiempo que nos vigoriza la salud corporal, acere las fuerzas para las empresas de la vida diaria y, en cierta medida, hasta de facilidad para mantener en equilibrio el alma.
Si el deporte hace mejor al cuerpo, y el cuerpo obedece al alma, es natural que el deporte es beneficioso para la misma vida espiritual. La ascética cristiana no es otra cosa que el deporte de la santidad, la vida presente su estadio, y la victoria la misma santidad.
La Iglesia lo ha entendido siempre así, y por esto resultan tan bellas y elocuentes las palabras de un papa moderno —Pío XI—, buen deportista que, en su juventud, fue el primero en escalar el lado italiano del monte Rosa, de 4.673 m., cuando en una audiencia, y al reconocer a algunos de sus antiguos compañeros de equipo, les decía: «Ahora nos resta la última escalada, la del Cielo, en la que Cristo ocupa el primer puesto de la cuerda».
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8. Eddy Merckx, campeón total
LA admiración que sentimos por los campeones forma parte, seguramente, de ese mecanismo psicoanalítico que se llama "transferencia positiva":
amamos lo que admiramos, y admiramos lo que queremos o quisiéramos ser; es como una anticipación o substitución de nuestro propio aplauso y forma parte, de algún modo, de nuestra personal afirmación... Por esto, a nivel social, resulta fácil la manipulación de las multitudes proponiéndoles —generalmente para enajenarlas— la adhesión a los nuevos ídolos del espectáculo prefabricado —a veces también se llama "deporte"— con objeto de que se olviden de más importantes y comprometidas exigencias humanas que perjudicarían los privilegios de las minorías rectoras. Existen campeones y personajes estelares perfectamente artificiales, cuya excelencia, artística o deportiva, real o discutible, está supeditada instrumentalmente a otros intereses. No obstante, de vez en cuando surgen los verdaderos campeones, o aparecen los que con su voz o su estilo, dejan huellas indelebles de belleza en el camino histórico de la humanidad, hayan o no tenido, en su día, el altavoz de la propaganda, imparcial o interesada.
Parece ser que Eddy Merckx entra en el número de tales excepciones: que es un verdadero campeón o, como dicen estos días los que siguen muy el deporte en el mundo, un "campeón total". Por nuestra parte renunciamos a resumir la escalada de sus éxitos, tras la constante ascesis impuesta a sí mismo y la superación de dificultades que le eran ajenas y que formaban parte, en ocasiones, más que de la competencia de sus rivales, de la política deportivera de los manejadores de resultados previos, negociantes de siempre.
Sobre todo a partir del Tour del 69, se tendría que reconocer, en Eddy Merckx, al corredor que subiría más veces al pódium de los vencedores de toda la historia de la Vuelta a Francia: fue el primero en la general, en la montaña, por equipos, por puntos, primero en la combinada, en la combatividad... El año siguiente, superaría su propio record de victorias. Ahora acaba de batir el mundial de la hora acortándolo en 755 m., en el velódromo de la capital mejicana.
Jacques Anquetil, que presenció la prueba, dijo al final: «Nadie será capaz de batir este record en mucho tiempo». Era el juicio de un campeón sobre otro campeón.
Pero nosotros, cuando oímos, en estos días, que de tantas partes se llama a Merckx "campeón total", pensamos en su fe de cristiano y recordamos estas palabras suyas: «Cristo está continuamente presente en toda mi vida. Creo profundamente en él, en su historicidad, en su divinidad». Y retenemos estas cuatro: "en toda mi vida", porque el cristianismo o es total o no es nada.
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9. Elogio de la bicicleta
YO, que no soy crítico deportivo, me atreví a decir una palabra sobre la bicicleta, un día, cuando acababan de abandonar nuestra ciudad, enjambre, los ciclistas de la vuelta a Levante.
Una palabra de alabanza, no solamente porque cabe en la bienaventuranza de los pobres, ya que incluso éstos pueden poseerla; ni sólo por su prodigiosa simplicidad que hasta un muchacho puede repararla y un niño manejarla sin grandes riesgos, sino por razones más altas y más bellas, aunque se deduzca de la metáfora.
Me gusta la bicicleta, porque me recuerda muchas cosas para el alma. Casi en espíritu como ella, aunque se apoye en un mínimo de material —rasgo humano al fin— para poder ser útil. Cuando se mueve se hace casi invisible y roza tan poco el camino, que parece un ángel que inicia el vuelo.
Es silenciosa: puede haber oración donde ella esté y, cuando avanza intrépida y veloz, corta el viento con rumor de plegaria, de letanía que se funde y se pierde.
Es ejemplo de la constancia en la virtud: ella nos demuestra que, para mantenerse, hay que avanzar; que quien cede a la pereza y no le da a los pedales, cae fatalmente una vez agotado el relativo y limitado impulso de la inercia, que viene a ser un poco como la misericordia del Señor, que no nos abandona hasta después de que le hemos abandonado... En una palabra: que perseverar no quiere decir solamente mantenerse y sostener la posición conquistada o recibida, sino luchar para mejorarla, porque quien renuncia al trabajo y esquiva el esfuerzo, no ha de tardar en ver cómo cae lo mismo que llevaba adelantado, cómo se hunde lo que llevaba edificado...
Amo la bicicleta porque me predica y me da ejemplo en lo que es, en lo que hace y en lo que sirve. La admiro tan discreta, silenciosa, sencilla, ingrávida, fácil, modesta y oportuna. Me entusiasma porque es símbolo de la fidelidad:
acompaña sin estorbar, ayuda sin quejarse, sirve sin gastar, nos soporta, cabe en todas partes y lleva a todas partes...; porque, aunque la traten rudamente como vulgar herramienta, conserva intacta su actitud de novia y su discreción de ángel, limpia y pura, fiel y constante, hermana y amiga, útil y dulce, simple y fuerte, segura y ágil, siempre dispuesta para acompañarnos en todos lo caminos de la vida y hacernos fáciles los que serían difíciles o aumentarnos el placer de los ya agradables.
Y también para decirnos, además, que pasemos por ella mirando siempre hacia adelante, apuntando al infinito, con los pies veloces y los brazos tensos, inmunes, casi, del polvo y del barro de la tierra para hacernos, como ella, un poco ángeles. R. M.
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10. Juventud y deporte
JUVENTUD sana, fuerte, ágil y bella: juventud rediviva de la antigua forma del humanismo clásico, insuperable por su elegancia y por su energía; juventud embriagada por el propio juego en el afecto de una actividad que es fin en sí misma, liberada de las avaras y severas leyes utilitarias del trabajo profesional habitual; juventud que ofrece la imagen y despierta la esperanza de un mundo nuevo e ideal, en el cual el sentimiento de la fraternidad y del orden nos revela finalmente la paz, no solamente como algo posible, sino como un contenido efectivo y operante, en el respeto común y en la emulación concorde en afirmaciones cada vez mejores.
¡Juventud, salve!...
Juventud, ¿eres feliz? Percibíamos la respuesta: sí, porque están en un camino que asciende. ¡Ánimo pues, y adelante! El cuerpo se encuentra en su plena eficiencia, aunque domesticado por la energía y por la virtud del espíritu. Y el espíritu ¿hacia dónde va? Hacia lo más alto.
El deporte ha de ser un estímulo encauzado hacia la plenitud del hombre; ha de tender a superarse para alcanzar los niveles trascendentales de la misma estatura humana a la cual él ha conferido no una perfección estática y casi estatuaria, sino una tendencia hacia la perfección total de la que el deporte tal vez ha despertado el deseo.
De acuerdo con que esto, tal vez, no lo es todo en la vida; no es una realidad suficiente; no es una religión.
Pero sí es una ascensión que puede llegar hasta ella. Y a ella aspira, seguramente, sin percibirlo.
PABLO VI.
DICHOSOS.
los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la Tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán "los Hijos de Dios". Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos vosotros, cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa: estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.