Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 109. DICIEMBRE. Año 1972.
0. SUMARIO
DIOS y el hombre, debilidad y fuerza, naturaleza y U gracia, historia y eternidad... Todo se centra en el mensaje de la encarnación del Hijo de Dios. Sólo a través de su significado es posible una interpretación cristiana del hombre, del mundo y de la Iglesia.
EL AÑO LITÚRGICO
LA GUERRA Y LA PAZ
IGLESIA, ENCARNACIÓN, TEMPORALIDAD
EL HOMBRE
EL PAPA
«JESUCRISTO SÍ, PERO IGLESIA NO»
IGLESIA, POLÍTICA Y DIPLOMACIA
MÁS QUE UNA RELIGIÓN Y MÁS QUE UNA ÉTICA
TRABAJAR POR LA PAZ
FORMALIDAD LEGAL.- AVISOS
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1. El año litúrgico
TODA nuestra vida se realiza progresivamente en el tiempo, incluida la vida de Dios en nosotros. Como en la Revelación Dios se ha manifestado al hombre en su propia historia, así también el hombre, a través del tiempo, entra en el Misterio Pascual. Este consiste en el paso" de este mundo a través del misterio de la muerte, en la obediencia del Hijo, al mundo nuevo en el estado de Cristo resucitado. El "paso" realizado ya por Jesús y su Madre, continúa realizándose por los miembros de su Cuerpo (cf. Inter Oecum. n. 6).
«La santa madre Iglesia considera deber suyo celebrar, con un sagrado recuerdo, en días determinados a través del año, la obra salvífica de su divino Esposo. Cada semana en el día que llamó "del Señor", conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua».
Además, en el círculo del año desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectación de la dichosa esperanza y venida del Señor» (SC n. 102).
Después de la celebración de la muerte y resurrección del Señor, la Iglesia nada conmemora con mayor interés que el misterio del nacimiento y primeras manifestaciones del Señor.
Muchas de las costumbres cristianas de estos días se han secularizado en la sociedad contemporánea, perdiendo así su significación. Se impone un discernimiento para celebrar la Navidad en el espíritu de Cristo.
Tiempo de Adviento
El tiempo de Adviento presenta un doble aspecto: por una parte es el tiempo de preparación a las solemnidades de la Navidad en la cual se conmemora la primera venida del Hijo de Dios; y por otra, con este recuerdo, se dirige nuestra atención hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos. Por esta razón el Tiempo de Adviento se presenta como el tiempo de la alegre esperanza (Normas Univ. n. 39).
Las cuatro semanas que preceden a la Navidad están dominadas por la realidad de la venida del Señor entre los hombres.
El Adviento es el tiempo de la esperanza: El Señor vendrá. Pero una esperanza que brota de la fe: El Señor ha venido. Esa fe se alimenta cada día por la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: El Señor está cerca de nosotros.
Al celebrar su venida pasada hacemos presente y adelantamos su glorioso retorno, principalmente en la Eucaristía en la que anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección y decimos: «Ven, Señor, Jesús».
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2. La guerra y la paz
CUANDO se quiere recordar la historia de los pueblos, se coincide con el recuento de sus guerras; cuando se quiere conmemorar sus grandezas, no puede evitarse, a la hora de la sinceridad, el reconocimiento de que, en la mayoría de los casos, han sido el resultado de las opresiones ejercidas sobre pueblos más débiles. Cuando se investiga sobre las razones de tantas guerras y opresiones, se llega siempre a motivos de raza, de religión, de nacionalidad, levantados a nivel ideológico y justificador, que ocultaba con falsos pretextos, el verdadero móvil de codicias materiales, de expoliación violenta, de apropiaciones impuestas. Las envidias de los perezosos, log injusticias de los poderosos, la obcecación de los fanáticos, ha llevado al desprecio de la dignidad del hombre, que no ha sido estimado o respetado en sí mismo, sino desde interesadas miras individuales, en función del provecho reducible o destruible, apropiado o eliminado. Siempre se ha gastado más en armas que en libros, siempre han crecido más las uñas que no han profundizado los pensamientos... Ha prevalecido la razón de la fuerza, a la fuerza de la razón.
Tanto ha sido así que algunos han creído que la guerra era una capacidad saludable en el hombre, era un signo de vitalidad, era una afirmación de su grandeza, como una aplicación inevitable del proceso de selección Animal" aducido por Darwin, cuya teoría, sin él pretenderlo, fue explotada también como justificación del belicismo, de la depredación voluntarista, de la exaltación del "súper-hombre". Todavía en 1942, lord Elton afirmaba: «La guerra, no importa lo mucho que la odiemos, es todavía el agente supremo del proceso evolutivo. Ciega, brutal y destructora, constituye el árbitro final, la prueba que el mundo ha ideado para medir la capacidad de una nación para sobrevivir». Desde Napoleón las guerras se han hecho colosales y. Au máxima exaltación contemporánea pertenece a Hitler: «La guerra es lo más natural. La guerra es eterna». Pero Theodore Roosevelt (¡Premio Nobel de la Paz!) también dijo: «Ningún triunfo de la paz es tan grande como el triunfo {3 (151)} supremo de la guerra». Podríamos completar es disparatada exaltación con palabras de De Gaulle, de Mao Tse Tung. de Mussolini, de Stalin... sin necesidad de regresar a Maquiavelo, a Maraton Hegel, teóricos del recurso glorificador de las guerras como instrumento de cohesión de las naciones y de fortificación del poder.
Nos ha de avergonzar que la mayoría de estos teóricos hayan crecido en el mundo occidental cristiano y que algunos hayan mantenido sus teorías con la pretensión de hacerlas compatibles con la fe de Jesucristo o, por lo menos, con la voluntad de Dios, como John D. Rockefeller, que opina que la «supervivencia del más apto no es más que la aplicación de una ley de la naturaleza y de una ley de Dios».
Afortunadamente no puede demostrar que el hombre haya sido siempre un ser guerrero, ni que en todas partes y todos los pueblos necesiten de las guerras para tener historia. Hay pueblos, como los groenlandeses, como los yanomamitas, que jamás han ensangrentado sus manos matando a otros hombres.
¿GUERRA "JUSTA"?
Pero los cristianos tenemos razones más poderosas basadas en el Evangelio. Apoyándose en ello declaraba el Patriarca Máximos IV en el Concilio: «Todavía se habla de guerra justa. Pero, ¿es que existe una causa razonable para que se pueda justificar, ante una mente equilibrada, una destrucción de la humanidad? ¿Es que se puede destruir a los pueblos con el pretexto de defenderlos? El concepto tradicional de "guerra justa" está completamente superado en nuestro tiempo. La soberanía de las naciones ha de ser limitada en favor de los intereses de la humanidad... No podemos callar, sean las que sean las razones que se quieran pretextar. Como pastores fieles de las Almas de nuestros pueblos, tenemos también el deber de velar por sus vidas. Es preciso hablar, y hablar con audacia: si lo mismo que habló Juan Bautista frente a Herodes, lo mismo que san Ambrosio frente a Teodosio, para condenar los instrumentos diabólicos de destrucción» (10 nov. 1964).
LA PAZ, CREACIÓN DE LA JUSTICIA
Por calo la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo, recordaría que la paz no es la simple ausencia de guerra, ni se reduce meramente a crear un equilibrio de fuerzas, ni es tampoco el resultado de un dominio económico, sino que se ha de llamar, con toda propiedad, una creación de la justicia. (n. 78).
En realidad se trata de «respetar al hombre para construir en el mundo una fraternidad universal», dirá y repetirá Pablo VI continuamente. «Construir un mundo en el cual todo hombre, sin excepción de raza, de religión, de nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana... en la cual la libertad no sea una palabra sin sentido». (P. P. n. 47).
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LA PAZ, OBRA DE TODOS
El sistema moderno de guerras periféricas, de dictaduras económicas, de opresiones culturales, aleja o disimula el drama de las injusticias colectivas, pero no las resuelve. Depende, naturalmente, en gran parte de los que rigen las naciones, de los que en ellos dominan:
pero no solamente de ellos. Depende de todos.
A veces, los que presiden y demoran la Justicia, lo hacen porque están supeditados a la acumulación de intereses que la negligencia de los ciudadanos no han sabido disolver, y por cato les complacen. La paz ha de ser una creación y una conquista de todos; la paz surgirá de la vida justa de todos y no de la delegación o de la abdicación de todos en un poder que la imponga.
Esto. Aunque llevara provisionalmente el nombre de paz, sería solamente una paz precaria e inmerecida.
"FUERZA" FÍSICA Y TIMIDEZ MENTAL
Se ha exagerado, con frecuencia, la importancia del poder decisivo de uno solo, o de un grupo de hombres que, por fuerza, han llevado a todo un pueblo a la guerra. En tales casos, las más de las veces, el valor físico y el poder decisivo de uno o de una minoría sobre los demás, ha coincidido, no solamente con la extrema "timidez mental" de esa minoría o de ese individuo, sino con la de la masa que la ha seguido. Timidez que se ha fabricado los propios mitos para justificación y Autosugestión, sucesivamente creadora de Ideologías Impuestas fanáticamente a las masas que, cuando han sido cristianas, han llegado incluso al olvido de lo que en el Cristianismo es esencial: la fraternidad universal entre todos los hombres.
LA NAVIDAD Y LA PAZ
Porque somos cristianos, no podemos disociar la celebración de la Navidad del pensamiento de la paz. Una Navidad que solamente sirviera de descanso para el sentimiento, sin la urgencia del amor a todos los hombres, con el ansia de hacerlo eficaz para el bien, no podría justificarnos ante Cristo que se acerca, una vez más, a la humanidad para redimirla, para liberarla de los males y del mayor de todos, que es el pecado. Y la guerra es la suma de todos los males temporales y de todos los pecados de los hombres.
«No comprendo cómo hombres que profesan la misma fe pueden cazarse los unos a los otros como si fueran focas y pueden robar gente que jamás habían visto ante. Para nosotros, la lucha por la posesión de la tierra es injustificable. Oh, país mío, qué afortunado eres, ya que Aunque tus rocas posean el oro y la plata que los extranjeros codicias, challan tan bien escondidos por la nieve y el hielo que no pueden ser extraídos. Me sorprende, empero que no hayan tenido mejores modales mientras han vivido con nosotros, y ofrezco con mucho gusto enviar al hombre blanco a nuestros viejos para que aprendan las costumbres pacificas de nuestra vida».
De una carta escrita por un esquimal m 1736 y encontrada por el célebre explorador noruego F. Nansen.
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3. Iglesia • encarnación • temporalidad
P. A. LIEGE:
La Iglesia de la tierra ya ha comenzado a ser lo que será más allá de la historia.
M-D. CHENU:
La adaptación no es para satisfacer una táctica de facilidades, sino una encarnación mental.
E. MERSCH:
Dios, que asiste a su Iglesia para que aquí sea "militante", no la asiste para que sea "triunfante":
la asiste para que luche contra lo que queda de pecado en su parte humana.
J. MARITAIN:
La gran gloria de la Iglesia estriba en que sea santa con miembros pecadores.
H. DE LUBAC:
Para contemplar a la Iglesia sin escándalo, es preciso mirarla con ojos que primero se hayan purificado y transformado ellos mismos.
JUAN XXIII:
Permanecer fieles a la integridad de la doctrina católica, según las enseñanzas del Evangelio, dela Tradición, de los Padres de la Iglesia y Pontífices romanos, es ciertamente una gracia muy grande, y un mérito y un honor. Pero todo esto no basta para cumplir el precepto del Señor: «Id y convertid a todos los pueblos».
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4. EL HOMBRE
TODAVÍA hoy podríamos repetir las palabras de Malebranche para apostrofar a los hombres que admiran las cimas de las montañas, las olas del mar, el movimiento de los astros, pero pasan de largo ante sí mismos, como si hubiesen abdicado de su capacidad de maravillarse sólo al coincidir objeto y sujeto en el punto más cercano para el entusiasmo y para la admiración.
¿Es, acaso, por causa de la propia inmediatez, por falta de perspectiva, que el hombre se ha preocupado más de la investigación de lo que le rodea, que de la identificación de sí mismo? ¿O es que somos demasiado jóvenes en sabiduría, y tributarios, todavía, de la de los griegos, para quienes el hombre, aunque les interesó, no pasaba de ser una parte del universo? Para ellos el hombre era comprendido desde el mundo; el sistema geocéntrico de Aristóteles no llegó al intento de comprender el mundo desde el hombre. El mundo era un cosmos consistente y cerrado, cuyo futuro sólo podía ser variación o repetición modulada de lo que ya había sido: la historia era concebida como un retorno indiferente que no rebasaba el marco cíclico del mito del retorno eterno. Todo cambio, de por sí, se nos describe en la Física de Aristóteles, como demoledor y como destructor, y sólo accidentalmente generador. El hombre estaba en el mundo, pero no podía transformarlo. El «conócete a ti mismo» socrático, tampoco pudo llegar más lejos.
La idea del tiempo humano como camino de esperanza que construye la historia, es bíblica. La fe en las promesas del Antiguo Testamento es el fundamento de la comprensión del futuro como un proceso que conduce a la salvación, a la liberación, a la redención del hombre. El tiempo es un proceso orgánico de maduración continua de creación permanente, que desemboca en la plenitud mesiánica. El Cristo, el Ungido de Dios, acelerará la realización liberadora de la humanidad, y él mismo, desde su aparición en la tierra, es la cima de esta humanidad y, al mismo tiempo, el vértice de Dios con el mundo.
La Biblia nos suministra datos suficientes para entenderlo así, en especial desde el Nuevo Testamento. Es verdad que el lenguaje bíblico no es el nuestro —no puede ser el nuestro—; pero a la imagen divina del hombre como dominador de la creación, por lo tanto como encargado de hacer adelantar el mundo, se le ha añadido la condición sobrenatural de "hijo de Dios", y una moral de esperanza domina la actividad de su vida temporal. Sin esta esperanza, dice san Pablo (1ª Corintios, XV, 19), «seríamos los más desgraciados de los hombres».
Pero el hombre es un ser votado a la esperanza, "desde dentro", desde esta profundidad próxima y misteriosa que maravillaba a san Agustín. Somos {7 (155)} naturaleza y libertad, y caminamos en la esperanza. Y nuestra esperanza, no es sólo la de una liberación interior del hombre, sino que esperamos la liberación personal de todo el hombre, de ese hombre que llamamos "interior" no por reducirlo a un intimismo aislador y enajenador del mundo que le rodea, sino interior" porque tiene raíces, historia, capacidad reflexiva, porque es capaz de tomar decisiones y de actuar de acuerdo con ellas, encarnándolas en la coherencia de una vida que la libertad dinamiza y dilata. Somos naturaleza y libertad; es decir, somos "personas", seres racionales abiertos, que se autoposeen en la libertad de la conciencia, espirituales y fronterizos con el Absoluto y el Eterno, sin que dejemos de estar inscritos, al mismo tiempo, en el tiempo, en el espacio, en la corporeidad, no como en la fatalidad de un límite que sofoca, sino en la transparencia de un cristal por el que atraviesa la proyección hacia la trascendencia.
Cuando decimos que el hombre es capaz de pecado, significamos que puede romper una de estas tres relaciones que le son propias: que es hijo de Dios, que es compañero de sus prójimos y que debe dominar la naturaleza. El pecado es el "no" a estas relaciones. El hombre crece, se realiza, se libera, te redime, en la medida que prospera su fidelidad a estas coordenadas de su grandeza y de su responsabilidad. El hombre se realiza realizando el mundo.
Él no es una cosa" del mundo, sino que es el mundo el que depende de él; el mundo en el que hay otros hombres como él, el mundo que trata y transforma, con entusiasmo y respeto, como hijo de Dios. Ese mundo inacabado.
El cristiano es, ante todo, un hombre, aunque el Cristianismo sea más que un humanismo, porque el cristiano es un hombre con fe y con esperanza. Y, al hablar de fe, es preciso dar razón a Kierkegaard, que se negaba a reconocer fe alguna que no llevara inevitablemente al compromiso, a la transformación medular de la vida, en la que la presencia de la verdad sobrenatural que se acepta determina la actitud esencial del hombre religioso desde la soledad más recóndita —"interior"— hasta la acción pública; hasta que la fe es una relación viva con lo creído. Esa es la grandeza del hombre: hijo de Dios, hermano de sus prójimos, dueño del mundo.
La historia de la humanidad, en realidad, es la historia de cómo el hombre se ha ido descubriendo a sí mismo, desde su naturaleza hasta su grandeza; conocerse a sí mismo en relación con Dios, en relación con los demás, en relación con la naturaleza. Será feliz y será bueno en la medida que sea capaz de admirarse, transformarse e identificarse con la creciente sabiduría que le proporcionen sus descubrimientos. Así es como se acerca y aumenta su semejanza con Dios.
El misterio del hombre solamente queda esclarecido en el misterio del Verbo encarnado.
Igl. y Mun. n. 22
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5. El Papa
ES MUY importante para mí saber que el trabajo de mi diócesis y los mensajes que difundo en mis viajes internacionales están en plena armonía con el apóstol Pedro, viviente en la persona de Pablo VI. Hemos examinado los problemas internacionales. El Papa me ha dado la impresión de una persona muy informada; tiene una visión muy clara de las cosas; conoce muy bien la situación del Brasil y en general me parece que está, como se dice, tres a la page".
Mons. HELDER CAMARA, arzb. de Olinda-Recife (Brazil) SE HABLA de las angustias de nuestro Papa: la palabra no me parece justa, porque es de preocupación, en todo caso, de lo que hay que hablar. El lleva, con una seriedad jamás desmentida, el peso pastoral de la evangelización de todo el mundo.
No hay, en Pablo VI, nada que pueda reputarse "triunfalismo"; más bien al contrario, una humildad evangélica que acoge, oye, busca, comprende, alienta. Al verlo se nota físicamente esa preocupación continua por la salvación de la humanidad, no desde un punto de vista teórico, sino a través de los acontecimientos actuales, por medio de la Iglesia y en la Iglesia.
El Papa valora todo el peso de la misión necesaria de la fe de los sacerdotes en un mundo paradójico, hambriento de paz y tentado por el ateísmo.
Ve perfectamente todos nuestros problemas. Él, antes que todo, vive literalmente con nosotros: ésa es la causa de su "desgaste".
Card. RENARD, arzb. de Lyon LA IGLESIA es la depositaria del misterio de la revelación. Esa es su "verdad", y de ella emerge una constante, profunda, maravillosa capacidad de transformación y de renovación de todo lo creado, incluida la Iglesia, permaneciendo inmutada la verdad misma. Lo que intenta Pablo VI es hacer pasar a la Iglesia y al mundo actual por la puerta estrecha que se abre entre el cielo y la tierra. Esa encrucijada es su cruz y en ella parece que está vencido, como siempre lo parece, a los ojos ciegos del mundo, el cristiano a la hora de la verdad.
ANTONIO GARRIGUES, ex-embajador de España ante la Santa Sede 9 (157)
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6. «Jesucristo sí, pero Iglesia no»
¿Es posible un cristianismo desinstitucionalizado?
«JESUCRISTO sí, pero Iglesia no», es una expresión que se repite en boca de muchos que no quieren renunciar a una calificación cristiana, pero que formulan reservas a la hora de aceptar una institución que se declare depositaria del mensaje de Cristo, o ante la desilusión de maneras o conductas de cristianos encumbrados en su estructura, juzgadas como contradictorias en relación con la fe profesada.
Cuando la opción de un "cristianismo sin Iglesia" sea tomada como un intento de justificación que quiere estar de moda y, consiguientemente, que no procede de ningún esfuerzo de profundización sincera en lo que fácilmente se afirma, no vale la pena de tenerla en cuenta: es la opción de los cómodos. Comodidad y pereza de la inteligencia —en realidad ignorancia vencible—, y, o, comodidad moral —en realidad relajación hacia egoísmos que esquivan amonestaciones y vigilancias ingratas—, Cuando aparezca otra fórmula que consienta mantener, con apariencia elegante, una manera de ser cristiano sin compromiso, se adscribirán a ella, si parece más moderna. Son los que anticipan la crítica hacia fuera, para no dar tiempo a que les alcance la amonestación hacia dentro.
Otras veces puede ser el resultado de haber padecido informaciones tendenciosas, fragmentarias o simplemente falsificaciones de la realidad, que, al carecer invenciblemente de defensas para neutralizar el error o el escándalo, de buena fe les conduzca a ese fideísmo cristiano, vaporoso e inconcreto, que les paraliza para participar en el intento humano y comunitario de encarnarlo en la realidad, que es el marco providencial de la vida, Cuando de buena fe se insista en pro de un cristianismo desinstitucionalizado, probablemente se recurre a la exageración para significar, no más, que un deseo vivo de revisión, de reforma y de purificación de lo que pueda parecer menos conveniente a su estructura, según la evolución de nuestra mentalidad actual y a la luz del Evangelio. En cuyo caso no puede despreciarse la nobleza de la intención inspiradora, aunque sea preciso depurar su precipitación que, al reaccionar ante las contradicciones que cree descubrir, ella misma toma la forma de otra contradicción, aunque opuesta.
En efecto: asistimos ante la paradoja {10 (158)} de muchos cristianos bien intencionados, para quienes no existe dificultad en aceptar a Jesucristo y en ver en él al Dios encarnado, hecho hombre: pero les resulta excesivamente ardua la aceptación de un vehículo humano que tiene la misión de anunciarlo al mundo. No despreciarían el medio, el vehículo: solamente se quejan o se niegan a aceptar la "humanidad" de ese vehículo o medio. El medio nunca es tan perfecto como lo que transmite, cuando resulta que el mensaje es divino. Es verdad que, en la transmisión —en los "medios de transmisión"— de mensajes humanos, hemos de lamentar y padecer que lo que se transmite sea inferior a la bondad o excelencia del mismo medio:
la técnica aparece en ellos como superando el valor del contenido cultural y espiritual simplemente humano, porque la riqueza de lo que el hombre puede ofrecer, de sí mismo, es limitada, y porque su limitación es, además, capaz incluso de restar atractivo a su propia reducida bondad. Con más razón, pues, no puede sorprendernos que exista desproporción, puestos a exigir, entre lo que la Iglesia cree, representa y predica, y la vertiente humana que nos presenta, a pesar de que no podamos negar, a través de toda su historia, el continuo esfuerzo para superar la propia relativa imperfección.
Imperfección que no es ni más ni menos de lo que puede deducirse de su humanidad. No es más imperfecta, ni hay en ella más contradicciones que en las otras estructuras humanas que podemos analizar también de cerca. Lo humano de la Iglesia es lo que son lo que somos los hombres de cada época y de cada lugar; lo humano de la Iglesia es lo que los hombres le ponen, Lo divino es lo que le ha puesto Cristo, y lo divino que nos toca e impresiona, por poca fe que conservemos al contemplarla —aún afeada por las falsificaciones que los poderes del mundo le han colgado andrajosamente sobre la pureza de su origen cristiano— es que, a pesar de todo, nos sigue señalando a Cristo y no traiciona, al repetírnoslas, sus palabras, aunque al decírnoslas ahora sean, ellas mismas, las que podemos usar para acusarla.
Sin la Iglesia, ¿quién nos habría hablado de Cristo? ¿Quién nos habría repetido su Evangelio?
Sí, como repetía Newman, una Iglesia que quiera ser fiel a su entidad original, {11 (159)} debe estar en continuo proceso de reformación. La Iglesia se ha de reformar para que siga siendo siempre la misma, decía. Es el concepto repetido por Juan XXIII y por Pablo VI:
«Ecclesia semper reformanda». La reforma no puede ser de lo divino, sino únicamente de lo humano. Lo divino está acabado y no puede crecer; lo humano se hace y rehace continuamente. ¿O es que todo lo relegamos a una "resurrección final", cómoda y lejana, que incluya la suplencia póstuma de todas las inhibiciones y negligencias de los hombres que ya desde ahora conocen a Cristo? Conocen y conocemos.
Cristo sí, e Iglesia también. Aceptar la encarnación de Cristo es aceptar sus consecuencias. Aceptar sua consecuencias no quiere decir pactar con la imperfección, canonizarla; quiere decir no sorprendernos de que esté en los hombres. No es muy infrecuente que, los más exigentes, desde fuera," respecto a la Iglesia, no hacen otra cosa que proyectar sobre ella el resentimiento de su personal imperfección.
Si se les pidiera cómo debería ser la Iglesia, tampoco nos sabrían dar respuestas concretas y posibles.
La Iglesia es, somos todos los que creamos en Cristo. La Iglesia se hace, la estamos haciendo. Es saludable que no nos guste del todo: pero ese disgusto se ha de traducir en exigencia sobre nosotros mismos. La Iglesia no es algo contemplado, sino para ser vivido. El Cristianismo no es algo que nos ha de llegar porque sale de la perfección del hombre que nos nombra a Cristo, sino que es la irrupción de Cristo en el hombre, a pesar de la desproporción entre mensaje y mensajero, imposible de salvar, es verdad, sin un poco de fe. Pero es que el Cristianismo comienza precisamente ahí: en un acto de fe en Cristo.
Fe, no mucho más que la de los pastores o de los magos. Fe de María y José, de Ana y de Simeón; fe de los discípulos y apóstoles, tan imperfecta y vacilante, en un principio, pero sincera en su misma debilidad, y, finalmente, robustecida por la gracia.
Gracias a esa fuerza que ha atravesado por todas las debilidades de los hombres de veinte siglos, nosotros, ahora, todavía, y en muchos aspectos mejor que ellos, podemos conocer y de hecho conocemos a Cristo.
«Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto sobre ti, confirma a tus hermanos», dijo el Señor a Pedro.
(Lc. 22, 32)
La Iglesia debe introducirse en todos estos grupos (de hombres y pueblos) con el mismo afecto con que Cristo se unió por su encarnación a las determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió.
Mis. n. 10.
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7. Iglesia, política y diplomacia
DÍGASE lo que se diga de Roma, se ha de acabar siempre reconociendo que una permanencia en la ciudad de la sede de Pedro obra una evolución positivamente cristiana en las mentes de aquellos que no se han limitado, en su convivencia en la Ciudad Eterna, a las impresiones superficiales, a los simples restos del espíritu cortesano que los poderes políticos en especial del Renacimiento fueron acarreando allí, cuando y la Iglesia sufría la presión de los poderosos del mundo de entonces. Era aquella época en la que la designación de la jerarquía de la Iglesia, la disciplina interior de la misma y hasta los procesos de canonización se veían afectados por la injerencia o por lo menos por las presiones de los intereses del poder civil, aun cuando no siempre lograran plena satisfacción a sus pretensiones: cuando reyes y emperadores hacían o querían hacer abades, obispos o cardenales a sus bastardos; o cuando se oponían a que el Papa mandara libremente misioneros a las tierras recientemente descubiertas; o cuando establecían la Inquisición como policía del Estado, y por éste designada, aunque manteniendo la apariencia eclesiástica...
Afortunadamente todo esto ha pasado, por lo menos en gran parte. Los restos están a punto de ser definitivamente amortizados. La Iglesia recobra su rostro. No hay que olvidar que, el derecho (?) de veto a la designación de Papa se ha ejercido efectivamente hasta principios de este mismo siglo XX que estamos viviendo, por los reyes gobiernos "cristianos" europeos. E primer Papa que acabó con este abuse sacrílego fue Pio X: él mismo subía la silla de Pedro a causa del veto impuesto a la designación del elegido que lo era el cardenal Rampolla, secretario de Estado de anterior Papa León XIII... No infundid sospechas Pío X los gobiernos, que lo juzgaron de talla mediocre, aldeano y, por lo tanto, menos "peligroso" que la rica personalidad del antiguo secretario y más próximo cooperador del gran León XIII, el Papa de la clarividencia moderna, el Papa de las grandes encíclicas sociales y de las orientaciones de libertad política. Luego ocurrió como con el Papa Juan XXIII: que aquella apariencia de sencillez no impidió la audacia de grandes decisiones, tanto en orden a la liberación de las presiones políticas ejercidas sobre la Iglesia, como de la vigorización de su impulso apostólico.
Desde León XIII y de Pío X lo estructural de la Iglesia ha ido purificándose, liberalizándose. Actualmente los diplomáticos que van a Roma y que permanecen algún tiempo junto a la Santa Sede, saben que será menos la influencia política que sobre ella puedan ejercer, que el influjo espiritual cristiano que recibirán, con tal que permanezcan con una actitud de elemental honradez humana.
Roma, cuando puede ser ella misma, "marca", convierte siempre un poco.
Queda junto a ella, al lado de su significación espiritual, el sacudido polvo {13 (161)} de lo mundano que por allí pasó; pero es solamente polvo que las ventiscas dispersan mientras emerge, recobrada, su pureza.
La supresión de la posibilidad de aceptación de veto alguno en la designación de la más alta jerarquía de la Iglesia ha traído, como consecuencia, las grandes figuras de los últimos Papas, que no por grandes han dejado de serlo también en el dolor, no sólo por la contemplación y participación en los males que la obcecación humana de los más poderosos ha acarreado al mundo con las últimas guerras y las injusticias sociales, sino también por el empeño mantenido en la defensa acrecentamiento de la libertad interna de la Iglesia, para que no sea bastardeada su identidad, y en la proclamación de la verdad del Evangelio, esencialmente irreductible a las categorías de ideología enajenante a que, tantas veces, han pretendido amordazarlo los mismos que han interferido su libertad y la de los hombres.
Cuando pueda hacerse la historia del pontificado de Pablo VI, por ejemplo, será posible comprobar todo el mérito de su esfuerzo mantenido en la fidelidad a la Iglesia que se renueva y al mensaje que ha de transmitir. Aunque lleva nueve años como Papa, su influjo arranca de mucho más lejos: desde antes del Concilio, cuando desde la Secretaría de Estado, en tiempos de Pío XII, ya protagonizaba en la primera línea de su progreso, esa transformación renovadora de la Iglesia del siglo XX que, sin violencias, día a día, solidifica su misión, liberalizándose de influjos extraños, superando ambigüedades sospechosas, incluso a través de las mismas tantas veces discutidas "relaciones diplomáticas", y sin injuriar a los mismos usurpadores, recupera derechos perdidos al paso que "convierte" a embajadores y diplomáticos, incapaces de resistir a su razón evangélica y a su sinceridad sobrenatural.
Por esto la diplomacia al servicio del Evangelio, como recordaba el propio Pablo VI a los alumnos de la Pontificia Academia Eclesiástica, () al principio de su pontificado, es un instrumento de paz para los hombres, un medio para recordar ante los grandes los derechos de los más humildes, y un nivel desde el cual los Estados pueden recibir el influjo del Evangelio y ser defendidos los derechos de la Iglesia, por lo demás coincidentes con los que han de ser reconocidos a todos los hombres, en orden a la verdad, la justicia, la libertad, la paz y el bien.
La diplomacia vaticana no es una política, sino un lenguaje eclesiástico que puedan entender los políticos:
pues también ellos necesitan que se les diga la verdad y también, al decírsela, puede conseguirse que la traduzcan en acción benéfica para el mundo y para el acrecentamiento de la libertad de la Iglesia, indispensable a su misión.
(*) La Pontificia Academia Eclesiástica, que se llamaba antes Academia de los Nobles Eclesiásticos, fue fundada por el Papa Clemente XI, en 1701, con el fin de preparar, con estudios especiales, a los diplomáticos al servicio de la Santa Sede.
{14 (162)} Gracias a la diplomacia la Iglesia ha ido cortando los hilos que la sujetaban, y es de esperar que acabe por libertarse de los que todavía impiden su total independencia.
La diplomacia vaticana, desde principios de este siglo ha estado al servicio de la línea inaugurada por León XIII y por Pío X: por ella han pasado casi todos los Papas contemporáneos (**) y es innegable que a ellos se debe, en conjunto, este gran esfuerzo renovador (**) León XIII era diplomático y, a excepción de su inmediata sucesor san Pio X, lo han vida todos los demás: Benedicto XV. Pio XI. Pio XII, Juan XXIII y el actúa. Pablo VI.
y de purificación de la identidad de la Iglesia de nuestros días. Esfuerzo que no se comprende cuando se la contempla con ojos superficiales; pero que no es tan difícil de reconocer cuando se tienen en cuenta los datos más recientes de la historia y hasta la trayectoria de la misma evolución mental de los diplomáticos que han permanecido largo tiempo en la Ciudad Eterna.
La diplomacia vaticana forma parte del moderno esfuerzo de despolitización eclesiástica entonces vigorosamente iniciada y todavía en curso. Su acción pertenece a una época importante y decisiva de la vida de la Iglesia.
La diplomacia vaticana no es una política, sino un lenguaje eclesiástico que puedan entender los políticos
8. Más que una religión y más que una ética
PODRÍA aplicarse también al Cristianismo la palabra "religión" si, como Cristo, superáramos la idea que de lo religioso existía en su época; si superáramos el escándalo de los que no lo comprendieron, de los que tan fácil les fue vitorearle como maldecirle, de los que lo llevaron a la muerte, de los que pasaron de largo, fríos, apagado el corazón, indiferentes a las grandezas no cuantitativas.
Su mensaje era más que el afianzamiento de una "relación" con la divinidad; o que una "re-elección" mejor ponderada hacia lo sobrenatural; o que un "religamiento" que nos sujeta a Dios. Todo esto podría permanecer válido con tal de desembocar en una cortesía del hombre frente a la grandeza del Absoluto, en el mantenimiento de una tendencia esforzada hacia el más allá, a base de preferencias y temores, de reglamentación de estímulos y castigos, de ordenación poco más que jurídica que defiende y acredita, que asegura y justifica. Pero todo esto, aun con el énfasis de la máxima reverencia, no llegaría hasta la familiaridad, hasta la vida, hasta el amor, hasta la libertad: hasta la Redención.
No se puede confundir no se puede reducir, el Cristianismo a una ética:
lo que el Cristianismo ofrece como "salvación" —como liberación— no se puede concebir como el producto de un esfuerzo personal, moral o jurídico. La salvación significaría, entonces, estar en paz con Dios, pero no compartir con Él la vida.
Para reforzar, simplemente, unos preceptos, para estimular la fidelidad a una {15 (163)} conducta, no hacía falta que Dios se hiciera hombre y habitara en medio de nosotros. Bastaban y sobraban los profetas.
La "salvación" cristiana es, ante todo, un don —"gracia" decimos—: ese don es Jesucristo que se da, que se entrega a los hombres. No se trata, pues, del esfuerzo desesperado hacia la perfección ni de unas purificaciones que justifican, sino de aceptar a ese Alguien que viene al hombre, y de recibirlo allí donde viene, donde quiere, y tal como quiere. No es el hombre el que se justifica porque se arrepiente, sino que es Jesucristo que lo justifica al perdonarle; no es el hombre que se incorpora Cristo porque cree, sino que es Cristo que lo incorpora a sí mismo por la fe y por el Bautismo. Por esto el Cristianismo es una vida, por esto es más que "un estilo de vida". El Cristianismo incluso es más que una "imitación de Cristo", porque, fundamentalmente, es una participación de la vida de Jesucristo. No se trata de vivir de acuerdo con una doctrina, porque entonces sería una sabiduría. Una sabiduría sería difícil para los sencillos, los humildes, los pobres de espíritu. El sermón de las bienaventuranzas habría sobrado al Evangelio; nos habría bastado que de ellas proyectáramos ampliaciones catalogables para la moral, porque ya no habrían sido bienaventuranza de gozo y de vida, de amor y de paz.
El Cristianismo es vida sobrenatural, sacramental, de Cristo; no eticidad, no simple conducta humana. El Cristianismo, diría Xavier Zubiri, «es palpitación de Dios en el seno del espíritu humano», posible porque el hombre es una esencia abierta, susceptible de ser incorporado a Cristo; incorporación que, «más que una elevación del hombre, implica un descenso benevolente por parte de Dios: se trata de una relación de filiación adoptiva, tan real como no debida a las condiciones naturales del hombre».
Cuando esto se olvida es comprensible que se produzca un deterioro del significado y eficacia de la sacramentalidad del Cristianismo; de Cristo y de la Iglesia como "sacramento de la humanidad". ¿Cómo se recibe o se estima la bifurcación sacramental de los signos de gracia? ¿Qué piensan, tantos cristianos, del Bautismo, del Matrimonio, de la Penitencia...?
Con frecuencia el Bautismo queda relegado a una idea entre mágica y simbólica, sin profundización ulterior, consciente y personal con Cristo; también el Matrimonio, después de ser entendido como un signo para legalizar la vida entre hombre y mujer y esperar, a lo sumo la bendición de Dios y la buena suerte para esta vida, no ha conseguido que los contrayentes levanten su pensamiento y su corazón hasta establecer el paralelo entre ellos y la unión misterial de Cristo y la Iglesia. No han tenido tiempo, u ocasión, o interés para enterarse de más; no ha sido un "encuentro" con Cristo. Y el modo de entender el sacramento de la Penitencia, se ha vencido en favor de un empeño moralizador —borrador de pecados"— con olvido o trivialización de lo positivo y nuclear, de la gracia —del "don"— de Cristo; otras veces en paréntesis de consultorio espiritual, a Lo que nada habría que objetar si no relegara a segundo término o mantuviera sólo casi como pretexto, la propia acción sacramental.
Por eso hemos de bendecir el tiempo en que vivimos, cuando en la Iglesia se despiertan y encauzan saludables renovaciones hacia la autenticidad.
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9. TRABAJAR POR LA PAZ
El Concilio había dicho (Decr. MIS. n. 5):
«La misión de la Iglesia se cumple por la operación con la que se hace presente en acto pleno a todos los hombres o pueblos, para llevarlos a la fe, la libertad y la paz de Cristo» PARA que se cumplan los designios de Dios en la historia, el seglar, con arreglo a su vocación y circunstancias, debe asumir la responsabilidad de una acción dirigida al desarrollo integral de la humanidad, que en la encíclica OCTOGESIMA ADVENIENS, Pablo VI, ha detallado en los siguientes puntos que, esquemáticamente, resumimos además de indicar el número paragráfico en que se contienen:
—Promover mayor y mejor justicia (núm. 2).
—Respeto y actuación de las distintas situaciones (núm. 3).
—Profundización en la misión del cristiano y de sus comunidades (núm. 4).
—Profundización en el mensaje específico de la Iglesia y la cuestión social (núm. 5).
—Situar los problemas del cambio actual en el contexto de una situación nueva (núm. 7).
—Atender a los problemas de la urbanización (núm. 8).
—Atender a los problemas de la industrialización (núm. 9).
—Resolver los problemas de la nueva soledad y el nuevo proletariado urbano (núm. 10), y de la familia nuclear (núm. 11).
—Crear nuevos modos de acercamiento entre los hombres y Dios (núm. 12).
—Resolver los problemas reales de los jóvenes: transmisión de valores, creencias, autoridad. Y los de la mujer (núm. 13).
—Resolver los problemas de los trabajadores, sindicatos etc. (núm. 14).
—Atender a las víctimas de los cambios: nuevos pobres, minusválidos, ancianos, marginados, etc. (núm. 15).
—Resolver cristianamente las discriminaciones y procurar la igualdad de oportunidades (núm. 16).
{17 (165)} —Resolver los problemas de la emigración (núm. 17).
—Crear puestos de trabajo (núm. 18).
—Espíritu de imaginación y creatividad para resolver los nuevos problemas (núm. 19).
—Resolver los problemas y aprovechar las virtualidades de la civilización de la imagen (núm. 20).
—Cuidar el ambiente, la ecología, la sanidad de la tierra (núm. 21).
—Fomentar la igualdad y la participación (núm. 22).
—Fomentar un sentido mayor de servicio y de respeto al prójimo (núm. 23).
—Participar en la búsqueda del perfeccionamiento político (núm. 24).
—Participar en la acción política (núm. 25).
—No participar en ideologías contrarias a la fe (núm. 26).
—No convertir las ideologías en ídolos (núm. 27).
—Aceptar lo aceptable del atractivo del socialismo (núms. 31, 32, 33 y 31).
—Aceptar lo aceptable del liberalismo (núms. 35 y 36).
—Evitar las utopías (núm. 37).
—Usar de cautela en la respuesta científica a las cuestiones humanas dudosas (núms. 38, 39 y 40).
—Promover el desarrollo cuantitativo y cualitativo a la par que el desarrollo de la conciencia (núm. 41).
—Mostrar el dinamismo de la Doctrina Social Católica (núm. 42).
—Promover una mayor justicia concreta en la distribución y en el desarrollo de los países pobres (núm. 43).
—Impedir el abuso de las nuevas potencias y de las empresas multinacionales (núm. 44).
—Buscar el cambio de los corazones y de las estructuras (núm. 45).
—Difundir el sentido cristiano de la acción política que decide en definitiva sobre todo lo demás. Tomar en serio la política (núm. 46).
—Participar y promover la participación en todas las estructuras (núm. 47).
—Promover el compromiso en la acción (núms. 48 y 49).
—Promover el pluralismo y organizarlo (núm. 50).
—Concretar las exigencias de la fe cristiana (núm. 51).
—Promover el apostolado en el plano internacional (núm. 52).
Una actitud conservadora, es decir, desinteresada de los problemas y compromisos señalados, a nivel social, por Pablo VI, no reflejaría el espíritu cristiano, no sería propia de un bautizado.
Porque el bautizado tiene la misión de "encarnar" en el mundo los valores cristianos que profesa. No es corto ni vago el programa que el Papa ha trazado en la OCTOGESIMA ADVENIENS. Lo demás depende ya de la sinceridad, de la generosidad y de la imaginación despierta de los cristianos, en los campos de la economía, la política, la cultura, la justicia social y todos los aspectos en que el mundo ha de ser transformado para hacerlo más digno del hombre.
10. FORMALIDAD REQUERIDA POR LA LEY DE PRENSA E IMPRENTA
De acuerdo con el artículo 24 de la vigente Ley de Prensa e Imprenta, respecto a Empresas Periodísticas y los nombres de las personas que constituyen sus órganos rectores, los de los accionistas que posean una participación superior al diez por ciento del patrimonio social, y una nota informativa de su situación financiera, y también a la vista del artículo 21 de la misma referida Ley, declaramos 1. Que el Boletín LAUS pertenece, sin otras participaciones, a la Congregación del Oratorio de san Felipe Neri, como única Empresa propietaria y editora, debidamente inscrita en el Registro de Empresas Periodística.
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