Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 115. JUNIO. Año 1973.
0. SUMARIO
HACE DIEZ AÑOS que Juan XXIII decía: «La paz en la tierra, anhelo profundo de los seres humanos de todos los tiempos, puede ser instaurada y consolidada sólo con el pleno respeto del orden establecido por Dios... orden cimentado en la verdad, construido según la justicia, vivificado e integrado por la caridad y puesto en práctica en la libertad». Cualquier apologética, cualquier moral deberán apoyarse siempre en estos cuatro pilares, todavía no aceptados sinceramente por los hombres. Por esto no tienen paz.
UNA VOCACIÓN Y UN GRAN SERVICIO AL MUNDO
DEBER DE LA APOLOGÉTICA EN LA HORA PRESENTE
LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN SOCIAL Y LOS VALORES ESPIRITUALES
ÉTICA Y TRASCENDENCIA
HOMBRES JUSTOS
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1. UNA VOCACIÓN Y UN GRAN SERVICIO AL MUNDO
UNA de las más grandes bendiciones de nuestro tiempo en el progreso tecnológico y el gran avance conseguido en las comunicaciones sociales. Ahora, como nunca había ocurrido, los valores espirituales pueden ser afirmados y difundidos entre los confines de la Tierra. LA maravillosa providencia de Dios ha reservado este prodigio pага nuestrо tiempo.
Pero los hombres de buena voluntad sienten inquietud al ver cómo estos medios de comunicación social son usados, demasiado a menudo. para contradecir o corromper los valores fundamentales de la vida humana y producir la discordia y la maldad («Communio et Progressio», 9).
Los abusos y consiguientes perjuicios que causan son bien conocidos. La difusión de ideologías falsas y la excesiva preocupación por el simple progreso material frecuentemente trastoca lo que concierne a la verdadera sabiduría y a los valores permanentes.
Lo que hoy pedimos es una noción positiva por parte de los católicos. y especialmente de aquellos comprometidos profesionalmente en los medios de comunicación social, para difundir en toda su plenitud los valores del mensaje vivificante de Cristo haciendo resonar el universo con sus convicciones, con la voz de su fe y con la palabra de Dios.
Ésta es una importante vocación y un gran servicio al mundo. Y les llamamos del mismo modo a una completa Asociación con todos los hermanos cristianos y todos los hombres de buena voluntad de cualquier país para afirmar de manera eficaz los principios comunes de los cuales depende la dignidad del hombre. Vamos a pedir a todos los que trabajan en la comunicación social que hagan la crónica del sacrificio y dedicación que se da en el mundo, que den a conocer el bien que abunda, y el dinamismo, entusiasmo y generosidad de tantos, especialmente de los jóvenes.
Así como los medios de comunicación social afirman y promueven los valores espirituales de una humanidad siempre empeñada, también ayudan a preparar el día en que tendrá lugar una nueva creación, en el cual la paternidad de Dios será universalmente reconocida y la fraternidad, justicia y paz prevalecerán.
PABLO VI.
(1 mayo 1973) 2 (86)
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2. DEBER DE LA APOLOGÉTICA EN LA HORA PRESENTE
El P. Lucien Laberthonnière, del Oratorio francés, merecería una más amplia presentación. Intelectual, al corriente de las tendencias filosóficas y pedagógicas de su época, preocupado por la crisis modernista que siguió de cerca, ecumenista, amigo de Blondel, merece ser calificado entre los existencialistas cristianos. Murió a los 72 años, en 1932. El fragmento que traducimos a continuación pertenece a una visión de lo que él llamaba "situación del mundo cristiano", en un artículo publicado en 1905.
LO QUE caracteriza nuestra época, desde el punto de vista religioso, es, sin lugar a dudas, que para la mayor parte de los espíritus el Cristianismo ha perdido su "sentido". Lo cual no es solamente verdadero para la masa que lo ignora, sino que lo es sobre todo y particularmente para los que saben, para los que viven en las Academias, las Universidades, las Escuelas. Y si la masa ya no comprende el Cristianismo y le vuelve la espalda sistemáticamente, es precisamente porque desde los diferentes núcleos donde se elaboran la ciencia y la filosofía, resplandecen en ella, en la masa, por los periódicos, las novelas, los discursos y la legislación, las ideas que la dirigen en sentido contrario.
He aquí el hecho. Un mundo intelectual que se ha edificado fuera del Cristianismo y en contra de él. Y es este mundo el que domina sobre los espíritus, que se hace oír, que escribe, que enseña y que es oído. Hasta aquí nosotros nos hemos complacido pensando que él ocupaba solamente un lugar entre nosotros, que por lo menos nosotros seguíamos siendo un pis católico y que en consecuencia él estaba dentro como un enemigo que nos había invadido. Y desde cate punto de vista nosotros podíamos creer que, establecido dentro de nuestras posiciones, no nos quedaba más remedio que defendernos y preservarnos contra sus invasiones y repeler sus doctrinas para tener los espíritus a salvo de sus embestidas. Pero ha sucedido, mientras tanto, que lo que ocurre, es que somos nosotros los que estamos dentro de él, y hace ya algún tiempo que nos lo ha hecho sentir.
Colocar los espíritus al abrigo de sus ataques ha resultado imposible: lo ha penetrado todo, lo domina todo. Es el mundo mismo en que nos encontramos. Y es de él {3 (87)} de donde emana la atmósfera intelectual que, lo queramos o no, estamos respirando.
No puede ser ya pues cuestión de defendernos, de preservarnos, levantando contra él fronteras protectoras. La ilusión que nos hacía creer que podríamos lograrlo ya no se puede invocar o ya no nos sirve de excusa. Si queremos subsistir, es preciso que intentemos y que nos atrevamos a resistirle desde dentro. Todavía más, es preciso que intentemos y que hoy atrevamos a abordarlo cara a cara y cuerpo a cuerpo:
porque sólo resistir, de cualquier manera que sea, es siempre algo negativo.
Estamos invadidos por él y también, podría decirse, sumergidos en él. ¡Desgraciados de los que no quieran reconocerlo! Y nuestro único remedio es conseguir recuperarnos para hacernos invasores a la vez: se trata de emprender valientemente su conquista, corriendo por nuestra cuenta riesgos y peligros, y jamás sin duda alguna, por la fuerza ni con el auxilio de un César, obligando a que las cabezas se dobleguen, sino por la verdad de Cristo y con nuestra fe en esa verdad, y así levantar y orientar las almas. Se trata, en una palabra, de convertirlo como los primeros cristianos convirtieron el mundo griego y el mundo romano.
Lo cual es totalmente diferente de limitarnos a defendernos ya preservarnos, de refutar sus errores y rechazar sus doctrinas para poder seguir en nuestras posiciones.
He aquí lo que esencialmente conviene que comprendamos en este momento. Con precedencia a preconizar cualquier medio para ponernos en obra, es indispensable, si no queremos lanzarnos a la esterilidad, definir claramente el propósito que se quiere alcanzar, la característica de la tarea a cumplir con el fin de entrar del mejor modo en las disposiciones que exige.
Luchar por la conversión de los espíritus
Lo que es preciso notar desde el principio, es que detrás de la falta de fe, detrás de las doctrinas y de los errores, hay espíritus que las profesan y que, más o menos, los viven. Cuando combatimos las doctrinas y los errores —como con frecuencia sucede— considerados en sí mismos, de manera abstracta y dentro de su concreción lógica, nos entregamos sin dificultad a un triunfo siempre fácil. Así planteadas, no hay doctrinas que no se dejen efectivamente combatir más o menos, por cualquiera; no hay errores contrarios al Cristianismo que los teólogos no hayan triturado varias veces con sus argumentos. Pero un triunfo de la lógica no es un triunfo real; Y, cuando alguien se satisface con tales triunfos en lo abstracto, nada cambia de lo que existe.
Es pues hacia los espíritus, realidades complejas, movientes y modificables, a las que hay que dirigirse. Es en ellos en los que hay que pensar y a los que hay que apuntar para triunfar sobre ellos. Y triunfar sobre los espíritus no es rechazarlos, como se rechazan los enemigos en las luchar a mano armada; tampoco es dominarlos una vez se ha logrado vencerlos; y menos todavía eliminarlos. Es, al contrario, saberlos conducir, ganarlos haciéndose aceptar por ellos y haciendo nacer en ellos la verdad amada por sí misma; es hacerles vivir y hacerles triunfar consigo mismo, en lugar de rechazarlos o destruirlos.
{4 (88)} Ese es el resultado al que hemos de apuntar: ésa es la conquista que hemos de llevar a cabo. Es preciso reconocer que se trata de una cosa particularmente difícil, porque tenemos en realidad todo un mundo que se ha establecido moral e intelectualmente en una actitud contraria a la nuestra; un mundo que dispone de un considerable caudal de ciencia a su servicio, acostumbrado a pensar, entrenado en todas las disciplinas mentales, que establece problema, y remueve ideas con un atrevimiento que nada detiene: un mundo que, al tiempo que se declara doctrinalmente escéptico y pesimista, coloca por encima de todo lo que el llama el derecho de la razón, es decir el derecho a que cada individuo lo pueda juzgar todo.
El Cristianismo no es, para él, un asunto desconocido, sino desfigurado. Pretende que después de haberlo abandonado con pleno conocimiento de causa es capaz de dominarlo completamente por su crítica. Su debilidad, ciertamente, es que no dispone absolutamente de nada que tenga consistencia para apoyarse y atacar. Pero esto le ha causado poco estrago puesto que dispone inconscientemente del beneficio de creencias pasadas subsistentes, más o menos, en los hábitos sociales. Si no mantiene la moral doctrinal de otro tiempo, conserva, a pesar de ello, una moral de opinión como residuo que le sigue protegiendo contra sí mismo. Esto es lo que le permite dedicarse confiadamente a la alegría de sus destrucciones.
He aquí pues lo que constituye la mentalidad real y viva de nuestro tiempo, mentalidad que se afirma y que se extiende bajo todas las formas. Es pues esta mentalidad la que hemos de convertir y no otra.
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3. LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN SOCIAL Y LOS VALORES ESPIRITUALES
NO ES POSIBLE exagerar la importancia de las comunicaciones sociales para la difusión de los valores espirituales. No solamente de los religiosos.
También de los culturales y de todos los que se relacionan con la salvaguarda de la dignidad de la persona humana y de la unidad de los pueblos. Podría decirse que hoy, por primera vez en la historia humana, cuentan los hombres con la posibilidad de hacer que la instrucción y el reconocimiento de los derechos sean patrimonio de la humanidad entera, gracias al progreso tecnológico en las comunicaciones sociales.
MONS. CIRARDA, presidente de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social 6 (90)
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4. ÉTICA TRASCENDENCIA
REZAGADA, una moral casuística, todavía deja percibir su reclamo, de vez en cuando, con denominaciones diversas, pero como un esfuerzo a la vez de radicalización y de simplificación, se experimenta, en la literatura y la filosofía del bien, una predilección por el vocablo "ética", en lugar de "moral", como si éste fuese envejeciendo. En ocasiones se trata de una intención secularizadora, para separar la dinámica humana relacionada con el bien, de in vocaciones trascendentes o metafísicas, que la exijan o fundamenten. Este deseo no excluye necesariamente la aceptación de Dios, porque la afirmación de las capacidades humanas, en sí mismo, no significa una oposición al Ser supremo.
El hecho de que el hombre sea capaz de discernir y de cumplir su tarea vital ordenada al bien, aun sin dirigir su pensamiento a Dios, no es una negación de la divinidad, sino que, para los creyentes, representa más bien una confirmación de las cualidades que el Creador ha depositado en el hombre. Cuando el hombre "se independiza", podríamos decir, no hace más que usar "de la independencia que ha recibido de Dios". Por eso Bonhoeffer ha podido escribir, desde su profunda vida de fe cristiana, que «la honradez exige que vivamos en el mundo como si Dios no estuviera en él». Lo cual tiene algún parecido con estas otras palabras de Ortega: «No es solución apelar de continuo a la intervención divina o explicar lo conocido por lo desconocido, lo empírico por lo trascendente.»
Newman hubiera procedido a la inversa: «Nuestra mente, precisamente por ser algo nuestro, es lo que tiene más autoridad para nosotros, y sus informaciones nos dan la regla por la cual podemos probar, interpretar y corregir lo que se nos presenta para creer, sea a través del testimonio universal de la humanidad o mediante el de la historia del mundo y de la sociedad». Nuestro gran maestro íntimo, afirmaba, es nuestra conciencia.
{7 (91)} En el Cristianismo, desde san Pablo hasta nuestros días, la obligación natural del hombre respecto al bien, no ha sido condicionada por la aceptación de más testimonios. No es blasfema esta expresión de Sartre, a pesar del evidente desenfado: «La justicia es cosa de los hombres y no tengo necesidad de Dios para que me lo enseñe».
De donde la ética filosófica ha surgido como una secularización de la religión, afirma Aranguren, que no solamente es cristiano sino el mejor moralista contemporáneo de habla española.
Pero tampoco nos resignaríamos aceptando que la religión o, más propiamente el Cristianismo, fuese reducible a una moral. Lo cual representaría una atrofia desde tiempo denunciada, aunque no todavía superada suficientemente.
El grande y honesto esfuerzo de Kant por "secularizar" la moral, no ha prescindido —aun proclamando la autonomía de la razón humana— de esa piedra que traba el arco de su filosofía ética, con el triple postulado de la libertad del hombre, de la inmortalidad del alma y de la existencia de Dios.
Otros filósofos posteriores, preocupados, de manera particular, por la ética, han partido de posiciones teóricamente asépticas respecto a la trascendencia —Dewey, Scheler, Joad...— pero finalmente la han incluido de manera explícita o equivalente. En realidad los filósofos que han prescindido de una última referencia a la divinidad o, por lo menos, a la metafísica, han edificado substituciones absolutizadas, o han desembocado en el absurdo.
Ética y santidad
El prestigio creciente que nuestra época dedica, desde las mentes más esclarecidas, a la ética con aparente relegamiento del orden sobrenatural, se debe a un intento de autenticidad para estimular la fidelidad a los valores sociales de justicia, libertad y verdad, para los que el progreso humano se ha hecho más capaz, respondiendo mejor que en épocas anteriores a la naturaleza social del hombre. La afirmación de estos valores naturales y sociales, no perjudicará, finalmente, al Cristianismo, porque son valores cristianos. Precisamente por esta razón podrán ser redimidos, en los ensayos de su expresión y realización, de los desequilibrios que un impulso menos iluminado pueda producir. Las dos tendencias extremas, en cierto modo opuestas, pero en realidad hermanas entre sí por haber sido influidas por la misma teoría hegeliana que ponía al Estado como fuente de moralidad —nos referimos al marxismo y a los fascismos modernos—, representan maneras de realizar o imponer un bien social, y por eso los teóricos que pretenden justificarlas hablan de "ética social", con menoscabo de la personal de los individuos, porque el individuo, como "persona" —substancia intelectual, independiente y libre— no les interesa. Consiguientemente no hay ética personal porque no se admite un fundamento trascendente, divino y eterno, es decir se parte del ateísmo; o, si se admite, es solamente en el campo teórico y domesticado de la utilidad en beneficio de determinado concepto de sociedad o política, que prescinde de la naturaleza y de las exigencias de la persona.
{8 (92)} Los males y los riesgos de nuestra época, mas que en las anteriores, tienen un carácter social, conjurables solamente a partir de una ética que se base en la trascendencia y que apunte a Dios, respetando el orden natural, en nuestro espacio, y en este tiempo. Pero una ética así, acelerada hacia todas sus consecuencias, termina en la santidad. Además la santidad es siempre "personal".
Nuestra época no necesita estadistas, o filósofos, o políticos, o economistas, o científicos... o, por mejor decir, también los necesita; pero más que a ellos, comienza por necesitar hombres honestos, veraces, desprendidos, justos... personas", que sean todo eso, y que lo empleen en beneficio de todos. El progreso de la honradez, de la aceptación de la verdad, de la realización de la justicia, del respeto de la libertad, permitirá la fecundidad de la Gracia —cuya misión no es suplir Tu que el hombre ya tiene, sino añadir impulso sobrenatural a la naturaleza, que no puede estar ausente cuando Dios actúa en el hombre—. El orden sobrenatural no puede ser considerado como una alternativa entre el bien personal y el social, sino como un coronamiento, ya que no un simple desarrollo, del orden natural supuesto.
No se puede ser santo, si antes no se es hombre; ni es compatible afirmación alguna de valores cristianos con la negación, teórica o práctica, de la personalidad humana.
En las épocas de grandes transformaciones históricas —culturales, sociales, políticas— se ha sentido la necesidad de profundas renovaciones e, incluso, se han intentado. Los que se han hecho adelante en su búsqueda y realización han tenido más o menos {9 (93)} éxito, según se hayan apoyado, también más o menos, en la propia personal actitud ética natural, si prescindían de Dios, proyectándola como servicio de los demás hombres; o bien, si eran cristianos —en Occidente, por lo menos—, si han emprendido la tarea de renovación social partiendo de un deseo sincero y comprometido de santificación. Jacques Maritain, que ha tratado en sus libros tales alternativas históricas, resume la que llamamos cristiana de esta manera: «Una renovación social vitalmente cristiana será obra de la santidad de los que la emprenden o no será nada. Y conste que me refiero a una cantidad vuelta a lo temporal, lo secular, lo profano».
Santidad y renovación del mundo
Ortega ha dicho en alguna parte que, en cuanto a las revoluciones, confiaba más en la profundidad y eficacia de las no violentas, que en el ruido de las que han roto, por la fuerza, o por la fuerza han impuesto los cambios renovadores que, en principio, las justificaban. Así, excluida la violencia, Cristo sería el mayor revolucionario y, también resultaría que él habría obrado la mayor renovación en el mundo. Y después de él, los santos, que son, de alguna manera, una extensión suya; que son, todavía, su influjo renovador perdurable...
La fuerza del espíritu es superior a la fuerza física; la máxima fuerza espiritual es la santidad, y es, para un cristiano, desde esta palanca del bien que hay que renovar el mundo, que hay que transformarlo. El recurso a la fuerza física es el recurso de los débiles. La fuerza, en el mundo, comienza con las ideas, se mantiene con la honradez en mantenerlas y se corona, alcanza su punto más elevado, en la cantidad. Por esto el Cristianismo ha sido una fuerza y por esto sigue siéndolo. No para que sea recordado con satisfacción triunfalista, sino para tenerlo en cuenta cuando más urgente parezca la necesidad de seguir transformando el mundo. La fuerza física jamás alcanza un triunfo que dure un siglo; la fuerza del espíritu no cabe en el mundo, ni en el tiempo:
necesita la eternidad.
La Iglesia fiel a su misión de desinteresado servicio, no puede ser indiferente a las justas aspiraciones, que cada día bullen con mayor viveza y conciencia en el espíritu humano, ni permanecer neutral ante los procesos de cambio que se operan en el mundo, en los que están en juego valores fundamentales de orden espiritual y moral, como el amor fraterno, la justicia, la libertad cívica y religiosa. Por eso asume responsablemente el empeño de colaborar al auténtico progreso, tratando de impregnar todo el contexto social con la fuerza vital e inspiradora de su proyección eterna y de su vocación renovadora en medio del mundo.
Mediante la libertad y la independencia en el cumplimiento de esta tarea de servicio, la Iglesia quiere que su voz, desinteresada y convincente, llegue con facilidad y credibilidad a lo más íntimo del alma humana para guiarla en el camino recto de la realización personal y del bien común.
PABLO VI, al embajador de España ante la Santa Sede (5-2-1973).
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5. HOMBRES JUSTOS
HA DE HABER, todavía, hombres justos, herederos de los patriarcas, de todas las generaciones pasadas. Ha de haber hombres justos y buenos, de esos que Dios puede asociar a sus planes, porque le serán fieles y no le suplantarán malgastando en el pueril juego de la vanidad el tesoro de fuerzas y confianza con que Dios los bendice. Hombres que puedan ser guardianes de la bondad y de la justicia; que puedan ser maestros de los que se inician y prudencia de los que vacilan; hombres con fuerza, constancia y valentía tanta como para alentar a los pusilánimes, estimular a los temerosos, a los tristones, a los rezagados y desconfiados, a los débiles e indefensos.
Hombres dispuestos siempre al esfuerzo sereno y entusiasta, pero sencillo, sin que ellos mismos se puedan dar cuenta de su heroísmo mantenido. Hombres siempre al pie de su tarea, sin perder la ilusión, sin medir el tiempo, sin llevar contabilidad del esfuerzo, pródigos en la abnegación raramente comprendida, que los demás suponen, a veces, con ligereza, divertida y fácil o incluso, con dureza egoísta, un "deber" exigible.
Son hombres de fe. De fe en Dios o en algún valor absoluto que un día descubrirán que coincide con Dios. Cuando de verdad es una fe de creyentes que se mantiene presente en todos los actos y viva en el corazón, si la observamos sin desconfianza, ni recelo, ni envidia, podemos darnos cuenta que es una fe, un modo de ver el mundo y la vida "desde Dios", pero que no utiliza a Dios.
En apariencia se muestran, muchas veces, menos activos o como si su actividad no agotara todas sus capacidades, mientras otros que parecen más fuertes y más ágiles son menos generosos. Menos generosos aunque crean que poseen más conocimientos, pero no los comunican: narcisos para mirarse a sí mismos y juzgar, o tolerar a los demás, según el provecho goloso de su seguridad o su comodidad o su vanidad. Sin haberse olvidado de sí mismos ni salir a los caminos del mundo y pisarlos mirando con alegría el horizonte y bendiciendo su luz.
Pero aun éstos —tantos y tan adolescentes en la fe y en el corazón—, o muchos de éstos, un día vencerán los egoísmos, se olvidarán de llevar la cuenta de sus fatigas, imitarán las generosidades ajenas, pensarán más en dar que en recibir y se convertirán en prolongación providencial de los brazos que les ampararon para amparar y alentar y empujar a los demás; a otras generaciones que les seguirán para ser, como otros y como ellos, hombres justos sobre la tierra, llamas sobre la rusticidad de la arcilla seca, señales del aliento de Dios que reverbera en la limpieza de los corazones de buena voluntad, como la de los patriarcas, como la de los justos de todos los tiempos.