Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 120. FEBRERO. Año 1974.
0. SUMARIO
N ARECE que vamos a Dios; pero Dios ya está aquí:
sólo falta descubrirlo desde lo concreto, no para reducirlo a este mundo, ni para suplantar nuestra vida, sino para ser nuestra vida y para proclamar el sentido del mundo. Sin destruir nada, pero transformándolo Lodo. No lejos, no luego, no al lado; sino ahora y desde dentro.
PREDICAR EL EVANGELIO
COMO LOS DEMÁS
EL PROCESO DE LA SECULARIZACIÓN
¿QUÉ CLASE DE FE TENEMOS?
AYUDAR A LOS JÓVENES
INJURIAS
UNA MISA PARA LOS NIÑOS
ELOGIOS DE LOS MÉDICOS
EL DERECHO Y LA PAZ
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1. Predicar el Evangelio ante las injusticias evidentes
LA MISIÓN de predicar el Evangelio en el tiempo presente requiere que nos empeñemos en la liberación integral del hombre, ya desde ahora en su existencia terrena (citaba el Sínodo). Ciertamente, no se agota la misión de la Iglesia en la promoción de la justicia aquí en la tierra, pero esa promoción es uno de sus elementos constitutivos. El Dios de la Biblia es el Dios libertador de los pobres y de los oprimidos ya en este mundo. El pacto de Yahvé con su Pueblo elegido tiene romo contenido básico el ejercicio de la justicia.
El Mesías prometido y esperado sigue siendo todavía un libertador que hará justicia a los pobres y a los oprimidos.
La pertenencia o exclusión del Reino anunciado por Jesús se deciden en la actitud del hombre ante los pobres y oprimidos. La gran novedad está en que Jesús hace de esos hombres despreciados y marginados "sus hermanos"; se solidariza personalmente con todos los pobres y desvalidos, con todos los que padecen hambre y la miseria.
La jerarquía, como tal, no está llamada a proponer autoritariamente soluciones a los problemas concretos de orden temporal, su tarea principal en este campo es proclamar, de palabra y de obra, el mensaje evangélico de amor y de justicia, denunciar las injusticias que han sido probadas como tales, recordar los principios y normas éticas que deben gobernar la implantación de un orden social justo; inspirar, apoyar, orientar a los que luchan contra la injusticia, y también ayudar —a la luz de la concepción cristiana del hombre y de la sociedad— a todos aquellos que tienen responsabilidad y competencia en el campo social, para que puedan llegar a soluciones prácticas de los problemas de justicia.
Existen hoy injusticias evidentes, frente a las cuales la Iglesia jerárquica no puede permanecer en silencio, no puede tomar una postura neutral. Con frecuencia, no intervenir y ser neutral significa, de hecho, estar de parte de la injusticia.
(Del discurso del padre Arrupe, en el Congreso de Exalumnos de los Colegios jesuitas, celebrado en Valencia) 2 (22)
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2. COMO LOS DEMÁS
COMO los demás hombres y mujeres de su pueblo, acuden al templo María y José, llevando en brazos al niño Jesús, a cumplir lo prescrito para todos los judíos en la ley de Moisés, para la purificación de María y para presentar al Señor y entregar la oblación por el primogénito.
Pasamos demasiado deprisa por la consideración de que este gesto es un acto de humildad, porque no había razón para someterse, precisamente ellos, a tales prescripciones legales. No hace falta excluir la humildad ni la devoción ejemplar por la Ley. Pero esto no es lo principal.
Si Cristo tenía que parecerse en todo a sus hermanos, los hombres, porque la humanidad entera, con él, teníamos que formar una familia, ya que los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y por esto participó él de nuestra carne y nuestra sangre —como remacha san Pablo (Hebreos, 2, 14-17)—, podemos comprender, con más sencillez, porque Cristo y los que más directamente aparecen asociados 1 su misión ya su misterio, se distinguen lo menos posible de los demás hombres y mujeres vecinos y coetáneos. Estos, como única calificación que podemos recoger atribuida a Cristo, es que le llamaron «el hijo del carpintero», y los discípulos le llamaron «Maestro». A pesar de que, en las últimas horas de la vida no tuvo inconveniente de reconocerse verdadero «Rey» ante el representante del poder temporal que le interrogaba, y en confesar que era, en efecto, «el Hijo de Dios», al Sumo Sacerdote que representaba la máxima autoridad religiosa. Pero éste le condenó por blasfemo, y Pilato lo tomó por loco.
Cristo no se tomó ninguna molestia en exhibir, ante estos dos poderes, sus credenciales divinas para que le trataran como algo más que un hombre cualquiera. Nosotros solemos acentuar mucho el pecado de "deicidio" (?) cometido por las autoridades que condenaron a Cristo a muerte. Pero aparte de que Dios "no puede ser matado", el pecado fue que no le respetaron ni siquiera como a un hombre como los demás. Cristo se movió, se comportó, se sometió humanamente. Como un seglar, como un laico, como los demás, sin privilegios. Los que le trataron mal, le trataron como habrían tratado a otro hombre, como trataban a los otros hombres, como trataban a los demás.
Este fue su pecado. De lo contrario no habría sido verdad lo que el mismo había dicho:
«Lo que hacéis al más pequeño, al más pobre, a mí me lo hacéis».
Cristo no quiso aparecer ni como sacerdote de la antigua Ley.
Secularismo no es destrucción o abandono de la fe, de la referencia a Dios. Como la naturaleza humana de Cristo fue, dicen los teólogos, la «causa instrumental» de la {3 (23)} liberación de los hombres —san Pablo dice que «vino a tender la mano a los hombres, non los ángeles...»–, no sometida, como instrumento, a ningún poder humano, sino a la sola divinidad, si, el contemporáneo secularismo cristiano, busca que la Iglesia —extensión instrumental de Cristo— sea depurada de injerencias o estilos que la confundan con poderes mundanos, cualquier que sea el revestimiento que adopten.
El secularismo cristiano contemporáneo parte de la meditación sobre el aspecto secular de Cristo. El cristiano debe ser un hombre como los demás y es desde ese nivel desde el que ha de santificarse y santificar el mundo. No olvidando lo humano, sino desde lo humano.
ORACIÓN POR LO ESENCIAL.
Señor…
dame no demasiada inteligencia,
sino la suficiente para comprender la vida
y a los hombres que encuentro.
Dame no demasiada fuerza,
sino la suficiente para trabajar.
Dame no demasiado trabajo,
sino el suficiente para que construyamos tu ciudad.
Dame no demasiado éxito,
sino el suficiente para vivir y para ayudar.
No me des tampoco el ser demasiado bondadoso,
sino el ser bastante generoso para cumplir mi deber,
bastante valiente para comprometerme por lo bueno.
Señor…
la mezcla de felicidad y de penas
que quieres darme, la dejo a tu decisión
con tal que Tú me ayudes a mantenerme alegre hoy.
Una cosa, Señor,
pido sin condición ni medida:
dame siempre un amor más grande, por Ti y por todos,
en unión con Jesús, tu Hijo,
nuestro compañero y Señor,
por los siglos de los siglos. Amén.
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3. El proceso de la secularización
HAY dos maneras de considerar el cristianismo: como una cuestión cerrada, completada ya, inmobilizable, para defenderla a toda costa, porque, a la vez, ella nos defiende; o como algo cuya esencia precisamente dinámica le lleva paso a paso hacia posibilidades todavía inéditas. En esta segunda hipótesis es posible una consideración del proceso de secularización que conmueve nuestro mundo, que nos lleve a la visión optimista del futuro, aunque el mismo optimismo no nos pueda evitar los riesgos que acompañan todo aquello en lo que interviene el hombre.
No es necesario identificar el concepto de "secularización" con el de impiedad o de desprecio por todo lo sagrado; en cuyo caso nos encontraríamos con una nueva ideología suplantadora de las mismas actitudes que intenta neutralizar. La palabra "secularización" hay que entenderla de manera positiva, en el sentido de mentalidad y organización científico-técnica de la sociedad, sin necesidad de una referencia explícita a valoraciones religiosas o —en nuestro caso— cristianas.
La movilidad, la provisionalidad en que el mismo pueblo hebreo se preparaba para los tiempos del reino de Dios", nos dan un fundamento bíblico para la justificación del proceso de secularización de la humanidad, camino de Dios. Las prisas, el afán institucionalizador y, sucesivamente, sacralizador, de las cosas provisionales y humanas, parte de los hombres y es frenado por Dios.
Bastaría, como ejemplo, la meditación de lo relatado en el capítulo octavo del primer libro de Samuel y, en el Nuevo Testamento, la conducta de Jesús. La sacralización ha conducido a la idolatría, ha cultivado supersticiones, ha divinizado los poderes de los hombres, ha bendecido las violencias colectivas de las guerras, ha recargado de peso institucional lo evangélico, ha prescindido de lo sobrenatural, ha sofocado el Espíritu... Y no lo ha hecho, por lo menos siempre, de mala fe, sino por debilidad de la fe, por el deseo de apoyar o defender lo bueno y santo con medios y garantías que no se avenían con el Evangelio.
En ocasiones, del modo como san Pedro sacó la espada en el huerto...
Y diremos que no solamente por debilidad de la fe, sino por debilidad de la misma razón, por falta de evolución de la inteligencia humana, por carecer de un conocimiento más perfecto del mundo. Las razones que los paganos substituían con sus mitologías, los cristianos a veces hemos pretendido suplirlas con ideologizaciones sacralizantes, sobre todo cuando los poderosos del mundo han {5 (25)} podido invadir el campo de la Iglesia e intervenir proporcionándole modelos de organización y controlándola. No hay posibilidad de oposición entre un César justo y la santidad de Dios: pero no es buen camino, para evitar toda posible rivalidad, establecer la amalgama de una confusión, luego siempre difícil y dolorosa de desenmalgamar. No existe contradicción entre ciencia y fe, pero resulta igualmente absurdo el apriorismo ateo o la negación de la trascendencia, como el oscurantismo dogmatizador que se atreve a negar la autonomía y la prioridad humana de la inteligencia y la libertad.
Los errores de los hombres y el apasionamiento interesado de los egoísmos —es decir, el pecado" del mundo— hace difícil una actitud de constante apertura y conversión de espíritu para que, a la vez que se auxilia de los progresos de la mente humana, sin necesidad de referencias sobrenaturales que ahorren el trabajo de la investigación y el esfuerzo del pensamiento, vaya adelantando en la interpretación de la vida y del mundo que camina hacia Dios.
Copérnico, Newton, Laplace. Darwin, Pasteur... Einstein, han cambiado el concepto de la organización física del mundo, desde su esfuerzo inteligente, desde su libertad y su razón, sin necesidad de despreciar a Dios. Cabalmente, esas fuerzas con que han trabajado, el tesón de que han dado prueba en sus investigaciones, lo habían recibido de Dios. No es necesario negar a Dios para usar noblemente las fuerzas de la razón y administrar respetuosamente la naturaleza. Tampoco es honesto recurrir, a sabiendas y abusivamente, a Dios, para que, libres del esfuerzo, premie nuestras perezas, con su atribución y sus milagros.
No es lícito —y generalmente resulta injusto— condenar el pasado histórico, cuando sabemos que carecía de datos que ahora están a nuestra disposición.
Igualmente sería una injusticia negar la realidad de los progresos actuales y cerrarnos a mayores adelantos, para continuar interpretando, desde lo esencial de la fe, el inundo en que nos movemos y el sentido de su camino.
El Cristianismo no es una oposición con lo secular; menos una confusión con lo que domina el mundo; tampoco puede realizarse huyendo de este mundo... Ni oposición, ni confusión, ni evasión; sino «levadura en el mundo», verdad de Dios para la vida de los hombres.
También ahora, desde aquí, en este momento histórico marcado por un profundo cambio social que coincide con la corriente secularizadora, propia de la era técnica en que vivimos.
No sirve de gran cosa entretenerse en investigar sobre las faltas de los demás, porque es buena señal de tener poca vergüenza preferir el papel de critico que censura al de poeta que crea.
COPÉRNICO
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4. ¿Qué clase de fe tenemos?
CON MUCHA frecuencia, y como consecuencia de la vaguedad en que permanecen relegados los contenidos implícitos de lo que llamamos nuestra fe, se puede comprobar un gran desconocimiento de lo que es el cristianismo, no solamente entre personas que, por sus limitaciones culturales han tenido menos ocasión de profundizar en las formulaciones de sus convicciones, sino incluso en personas cultas, entre las que suelen darse desniveles sorprendentes entre lo que han reflexionado sobre el contenido de lo que aceptan como creencia suya y lo que su nivel cultural requeriría.
Gran parte de las críticas que se dirigen a la Iglesia no pueden ser eficaces por proceder, aunque de posible buena fe, de niveles sorprendentemente desconocedores de lo que es más esencial al cristianismo; por lo cual las críticas se reducen a repeticiones moduladas de tópicos inútilmente resucitados. Una sana crítica también le es útil y necesaria a la Iglesia, si procede de reflexiones serias, informadas, y si se establece al nivel objetivo de la autenticidad, de la búsqueda honesta de la verdad. Diversas veces el papa ha hecho referencia a esta clase de crítica lúcida, y no como el lenitivo de una tolerancia del desahogo para calmar impaciencias, sino como elemento que ayuda positivamente al acercamiento de esa sinceridad que la Iglesia persigue, caminando por el mismo camino y pisando el mismo polvo que los hombres, y ni siquiera para honrarse o defenderse a sí misma, sino para poder mejor transmitir su mensaje sobrenatural y universal a la humanidad.
No queremos referirnos a las críticas de mala fe apoyada en la ignorancia vencible e interesada; a las críticas farisaicas, con énfasis de fingido escándalo que denuncia aspectos accesorios y poco importantes, o que incluso tiende a interpretar como malos los detalles que, todo bien considerado, son más bien señales de espíritu renovador y sincero de fidelidad evangélica. Son los profesionales de la denuncia, los propagandistas del miedo, los disciplinaritas sin fe, los cristianos sin caridad, los utilizadores del nombre de Dios en vano...
Queremos, sí, referirnos a las críticas y a los comportamientos procedentes de la ligereza y de la ignorancia; a los juicios sin conocimiento, a los razonamientos ambiguos de tantos que, sin ni siquiera definirse de si están o no dentro de la Iglesia, de si aceptan o no el contenido de la fe que ella les propone, {7 (27)} se refieren a contradicciones cristianas sin caer en la cuenta de la continua ambigüedad, en el mejor de los casos, en que ellos inconscientemente se debaten... porque, en realidad, ocurre que se critican a sí mismos.
Es uno de los resultados, a largo plazo, de un cristianismo de tipo sociológico que no ha sabido o podido superar, en su círculo, la pervivencia de los restos de la mentalidad de cristiandad. Por eso nos encontramos con cristianos que han recibido, o les han inscrito o se han adscrito, a una fe heredada y no por conversión espiritual. El cristianismo comienza siempre por una verdadera conversión, y se sigue y prospera en la medida en que esa actitud de conversión permanece abierta, desde la vida y cara a Dios.
La herencia de unas ideas, aunque sean religiosas, puede lograr muy poco más por encima de convertirse en factor cultural. Todo lo más, y sin mala:
intenciones, puede llevar a confundir fácilmente lo espiritual con el sentimentalismo. Algunas veces puede dar lugar a derivaciones éticas tranquilizadoras en lo íntimo, conformadoras en lo social. Lo social —el "parecer"— adquiere mucha importancia, cuando lo religioso es valorado como decoro y hasta patente de honestidad. Más allá de este reconocimiento asegurador y confortante, la fe se deforma hasta categorías de ideología enajenadora y colabora con el espíritu del inundo, en vez de transformar a los hombres y las estructuras en que se mueven para la preparación del «Reino de Dios». Este queda bloqueado.
Tales reducciones, deformaciones y errores pertenecen a los hombres. Es de admirar la acción de la Providencia que, a pesar de la proclividad humana hacia estas confusiones, ha mantenido la integridad del Evangelio en las manos de la Iglesia, hasta nosotros, a pesar de que estas manos han sido las nuestras; es decir, las de todos los bautizados, convertidos o no convertidos...
Por esto, los mismos hombres, en la medida en que precisamente ellos recapaciten y se esfuercen en purificar su fe, en ilustrarse con el contenido y el sentido espiritual y universal, a todos los niveles, del Evangelio, conseguirán elevar a convicción lo que no puede ser imaginación o prevalencia sentimental, para que, como levadura en la masa, no se impida la proyección y el influjo de la integridad salvadora de la Redención cristiana auténtica.
La verdadera alternativa a una religión opio del pueblo no es un ateísmo positivista, porque el positivismo no es solamente un mundo sin Dios, sino también un mundo sin el hombre. La verdadera alternativa es una fe militante y creadora para la cual lo real no es sólo lo dado. sino todo lo posible acerca de un porvenir que aparece siempre como imposible a quien no tiene el poder de la esperanza.
Roger Garaudy
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5. jóvenes: Ayudar a los jóvenes
NOS sorprendemos, algunas veces, de las tremendas exigencias con que los jóvenes se plantan frente a los mayores y, al mismo tiempo, de cómo, los mismos jóvenes. Sin tardar mucho, se sienten inseguros, hasta reclamar la ayuda de los adultos. Radicalismo e inseguridad se alternan, con frecuencia, en la actitud juvenil. No faltan aquellos que fundamentan esta oscilación como característica de nuestra época.
Posiblemente no hace falta suponer tanto. Nuestra época se significa, es verdad, por la proclamación de lo juvenil:
el alargamiento de la vida media del hombre, la extensión de la promoción cultural, la masificación relacional del hombre, han contribuido poderosamente a derribar fronteras y clasificaciones y ha dilatado el espacio de este paréntesis para la agilidad y el descubrimiento, para la sorpresa y el ansia de vivir, como si alargara la adolescencia falta de espacio para asimilar la multiplicación de perspectivas que preparan a la vida.
Todo ello, sin duda, ha contribuido, por una parte a un empuje más fuerte hacia adelante para conquistar la autonomía de vivir, pero, al mismo tiempo, sin haber podido lograr, con el debido equilibrio, el proceso de asimilación que convierte en serenidad la posesión de la apetecida autonomía.
La juventud no es la madurez y la independencia, sino el despegue hacia esas dos cualidades humanas, intuidas, deseadas, buscadas, casi estrenadas, pero todavía no acabadas de alcanzar.
La madurez es la capacidad de autonomía humana: capacidad no de prestado, sino construida noblemente y personalmente". La capacidad de autonomía no puede ser rompimiento por envidia de no tener, ni desprecio cristalizado en la mezquindad, ni ingratitud esclava del propio complejo; sino culminación normal de un paciente esfuerzo gozoso y perseverante. La autonomía surge de la creatividad, lo mismo que esta precisa de la iniciativa.
Los valores psicológicos de la madurez, del hombre adulto, son pues la autonomía personal creada y creativa, con la iniciativa lúcida, imaginativa y rica. Está claro que no podemos exigir al joven el equilibrio de estos tres importantes rasgos. Vemos que él quiere "ser diferente de los demás", aunque no lo especifique: pero en ello se descubre su capacidad de afirmación. Vemos que quiere participar en la totalidad de la realidad humana: Dios le ha hecho sociable y esta apertura, alternando entre riesgos y timideces, le prepara a la integración con los demás hombres para construir el orden de la providencia, comunitario y múltiple. La presencia de los mayores, junto a él, que, a pesar de todo, espera sin pedir —o espera... "criticando"— le librará de los miedos propios al disponerse a seguir adelante, hacia la madurez.
Nuestra época no cambia el modo de ser de los jóvenes, ni sus problemas:
los acelera y multiplica. Ayudar a resolverlos, comprenderlos, es multiplicar la calidad del hombre futuro. 3 9 (29)
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6. INJURIAS
EL CONCILIO recuerda que «como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres»; por ello, cuando en la Iglesia —Obispos, sacerdotes, religiosos y militantes— conscientemente se han comprometido a la tarea de anunciar el Evangelio con el testimonio de sus vidas y de su palabra, saben bien que no les han de faltar en su tarea hondas amarguras y constantes incomprensiones.
«No es el siervo mejor que su señor —nos dijo Cristo—; si me persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros» (Jn., 15, 20).
SIN EMBARGO, nuestra seguridad en estas convicciones no puede eliminar el legítimo dolor cuando vemos injustamente injuriados a nuestros hermanos, y la humildad y paciente resignación de los ofendidos no nos eximen de nuestros deberes de necesaria solidaridad, debida reparación y justa defensa pública. Porque desde hace meses —como es bien sabido—, con períodos de mayor o menor insistencia, se han producido manifestaciones graves y públicas de reprobable hostilidad contra la Iglesia y contra los obispos, pastores y padres del pueblo de Dios, hacia los cuales hemos de tener no sólo sentimientos de respeto y veneración, sino verdadera piedad filial.
LAS VOCES denigratorias no han respetado ni la persona ni el honor del Cardenal presidente de la Conferencia Episcopal Española, en quien, sin duda, han visto significativamente representado al Episcopado y toda la línea de renovación posconciliar de la Iglesia española.
Han sido, evidentemente, voces minoritarias, en cierto modo aisladas y, tal vez, fruto directo del nerviosismo y apasionamiento del momento. Manifestaciones que han lesionado tanto el prestigio de un venerable prelado, como el inviolable derecho a la fama y al respeto debido a toda persona humana, inexplicablemente toleradas. El hecho de que afloren estos sentimientos tan fácilmente muestra la existencia en las conciencias de un mal, por desgracia, más hondo y mucho más grave.
{10 (30)} ¿DONDE se encuentra este mal? Muchos creerán descubrir el problema en las dificultades de asimilar y poner en práctica el Concilio Vaticano II. Y es verdad que las reformas y el espíritu conciliares todavía no han sido comprendidos, ni aceptados por algunos sectores, sin que en ello dejen de tener parte de culpa las exageraciones y las interpretaciones unilaterales de otras posturas posconciliares. No obstante, estas deformaciones, que el magisterio de la Iglesia ha deplorado abiertamente, a ningún católico le eximen del deber de fidelidad al Concilio, ni de la obligación de esforzarse por vivirlo plenamente y de no poner obstáculos a su realización concreta, superando con caridad y firmeza las desviaciones, pero colaborando positivamente a la necesaria y urgente renovación.
A los obispos, unánimes y concordes con el Papa, les corresponde guiar y promover esta renovación, nacida del impulso fecundo del Espíritu Santo, que —como ha dicho recientemente Pablo VI— «ha venido a despertar en la Iglesia energías adormecidas y a suscitar carismas durmientes».
PERO, de toda la dinámica posconciliar, lo que parece provocar mayores incomprensiones y rechazos es la dimensión social de la acción pastoral de la Iglesia; su decidido compromiso en favor de la justicia, de los derechos de la persona humana y de la promoción integral del hombre. Dicha dimensión social no es una invención del Vaticano II, que en este punto ha reafirmado la permanente doctrina de la Iglesia, desarrollándola y aplicándola según las necesidades de nuestro tiempo, dado que la dimensión social del cristianismo es inherente al anuncio del Evangelio.
EN ESTE sentido, los pastores de la Iglesia siempre han tenido que elevar su voz contra la injusticia, las situaciones de opresión y violencia y los pecados individuales y colectivos. Esta aportación suya de incalculable valor para el mejoramiento y transformación de la convivencia ciudadana no es siempre, ni por todos, comprendida y aceptada. Más aún, sectores política o religiosamente radicalizados, cuando el magisterio moral de la Iglesia toca cuestiones sociales que afectan sus intereses y sus situaciones, recelan de está obligada intervención pastoral, la califican injustamente de injerencia política y la atacan como si fuese una extralimitación clerical.
NO SON nuevas, sin embargo, estas posturas, ni han nacido principalmente con ocasión del Concilio, como pudiera parecer. Hace casi un siglo que comenzaron y las de hoy son herederas de viejas {11 (31)} actitudes anticlericales que esgrimieron similares argumentos contra las enseñanzas de la Rerum novarum y la figura venerable de León XIII.
Entonces —recuerda Pío XI en la «Quadragesimo anno»—, no faltaron quienes mostraron cierta inquietud; de lo que resultó que una tan noble y tan elevada doctrina como la de León XIII fuera considerada sospechosa para algunos, incluso católicos, y otros la vieron hasta peligrosa... los tardos de corazón tuvieron a menos aceptar esta nueva filosofía social y los cortos de espíritu temieron remontarse a tales alturas. Las injurias, por esta causa, contra aquel insigne pontífice fueron también numerosas y públicas.
EL FENÓMENO de incomprensión y recelo perdura. Pío XII lo analizó certeramente con estas palabras: «So pretexto de defender a la Iglesia contra el riesgo de haberse extraviado en la esfera de "lo temporal", una consigna, lanzada ya hace decenas de años, continúa ganando terreno en el mundo:
el retorno a lo puramente "espiritual".
Y, con ello, se entiende el confinarla estrictamente al terreno de la enseñanza exclusivamente dogmática, a la ofrenda del santo sacrificio, a la administración de los sacramentos, al prohibirle toda intervención, incluso todo derecho de observación, en el terreno de la vida pública, toda intervención en el orden civil o social. ¡Como si el dogma nada tuviera que ver en todos los campos de la vida humana; como si los misterios de la fe con sus riquezas sobrenaturales debieran abstenerse de mantener y tonificar la vida de los individuos y, por lógica consecuencia, de armonizar la vida pública con la ley de Dios y de impregnarla con el espíritu de Cristo! Esta vivisección es totalmente anticatólica».
POR TANTO, las manifestaciones de recelo y las injurias, que han afectado a nuestros prelados, expresan algo más que un apasionamiento personal, están señalando desgraciadamente la falta de conocimiento, inconsciente o voluntario, que algunos católicos tienen de la misión de la Iglesia, en toda su plenitud y autenticidad. Ello exige a la Iglesia y a sus pastores intensificar los medios de una más perfecta educación en la fe de todos sus hijos y a nosotros un serio y progresivo compromiso de formación. Sin olvidar jamás que la Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que venga. Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo su esplendor al final de los tiempos.
«No es el siervo mejor que su señor —nos dijo Cristo—, si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán».
(Juan, 15, 20)
Muchos invocan revoluciones para cambiar el mundo; pero pocos se atreven a poner su colaboración.
Sólo el que acepta sufrir para salvar a sus hermanos en peligro conseguirá hacer algo que pueda cambiar el mundo.
Cardenal LÉGER
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7. liturgia: UNA MISA PARA LOS NIÑOS
PARA referirnos con la debida propiedad a la santa Misa, no podemos hacerlo sin precisar que esta celebración litúrgica de la Iglesia católica es un acto en el cual, por encargo de Cristo, se realiza la confección —no encontramos traducción más exacta que exprese el concepto técnico de los teólogos— del sacramento de la Eucaristía, en renovación y aplicación de la misma ofrenda de Cristo —Cena y Calvario— para ser participada por los fieles.
En ella lo ritual no está ordenado a presentar un espectáculo —es decir, a que los fieles "vean lo que la Iglesia hace"—, sino, esencialmente, a disponer a la verdadera y personal participación, por medio de la lectura y aceptación (comprensión) de la Palabra y por medio de la recepción (comunión) del Sacramento.
Este sacramento de la Eucaristía tiene, como cada uno de los sacramentos, su propio "sujeto", que ha de ser capaz de "comprender" y capaz de "recibir" el don sagrado que contiene. No puede haber sujeto de la Eucaristía sin la debida capacidad en la inteligencia para una actitud atenta y consciente de verdadera "participación", ni el mínimo de dignidad sin la rectitud de intención con el deseo de acercarse a Dios en estado de gracia. Todo lo cual se recuerda en los formularios catequísticos de siempre. Los más curiosos pueden encontrar en las leyes positivas de la Iglesia (cánones nn. 12 y 854, párrafos 1 y 5) una prueba más de este celo encargado de velar por la dignidad de los que participan en el sacramento eucarístico.
"Cumplo" y "miento
El hecho de que muchas personas tomen la celebración de la santa Misa por un acto social, por un espectáculo piadoso, o por una costumbre ritual, sin relación personal con la debida participación en la Eucaristía, constituye una deformación, en muchas partes generalizada, que ha dado lugar a las misas ya de tiempo llamadas de "cumplimiento" —de "cumplo" y "miento", como precisaba el cardenal Tabera—. Ir a Misa, para muchos, es un signo externo de cristianismo —a veces el único...—, o un modo de "defenderse" del pecado de no santificar la fiesta, y tampoco faltan padres inconscientes que imaginan que educan cristianamente a sus hijos porque les acostumbran a asistir, aburriéndose, a actos de culto que les resultan incomprensibles. En la adolescencia de {13 (33)} liberarán de lo que tan absurdamente se les hace soportar; a no ser que, al llegar a la conciencia, conversión a tiempo les vuelva indulgentes con sus pub.es padres que no supieron educarles... O que emperezados de alma les quede, de cristianismo, esa versión de "costumbre" o de matiz social, para seguir *cumpliendo" y, más o menos, mintiendo, y nada más.
«Dejad que los niños se acerquen a mí»
Para los que, en su ignorancia, toman la Misa y la simple asistencia pasiva y hasta inconsciente, como manifestación válida y suficiente de cristianismo, no puede extrañarnos que, para llevar los niños a Cristo los lleven... a Misa, aunque —como ellos mismos— tampoco la entiendan.
Los niños han de ser llevados a Cristo, pero preparados para ello. Y, una vez conseguida esta preparación, todavía es conveniente ver cómo prácticamente se les introduce en la participación de la santa Misa.
Con esta preocupación la Sagrada Congregación para el Culto Divino ha publicado un Directorio compuesto con la colaboración de especialistas en psicología infantil y expertos en la organización de celebraciones para niños ya despiertos de conciencia pero todavía en edad preadolescente. Oraciones, cánticos, gestos, plasticidad ambiental, oportunidad de tiempo, manera de participación y otros aspectos son considerados con atención.
Aun cuando son «los padres los que se habían obligado a adecuar religiosamente a sus hijos, cuando pidieron para ellos el bautismo», la Iglesia les quiere ayudar.
El Documento reconoce que, a pesar de la facilidad que representa la liturgia en lengua vernácula, «no se han eliminado todas las dificultades que impiden a los niños la plena comprensión de la liturgia» y aunque, como tendencia, los niños disfrutan cuando imitan en su comportamiento, a los adultos, una aplicación indiscriminada de este principio «comportaría el peligro de hacer experimentar a los niños, durante años, unas realidades no bien comprendidas por ellos».
Otro principio es: «que la celebración eucarística, con los niños no se considera como un punto de partida para su educación religiosa, sino como la meta a la que se ha de llegar».
Es de esperar que, al aliento de las directrices de la Santa Sede, la pastoral eucarística de los preadolescentes ocupe, en adelante, una atención todavía mayor en todas partes.
Por descontado que el Documento de referencia nada tiene que ver con esos padres cómodos que llevan niños a Misa como si los llevaran a paseo y que, en su ignorancia, creen que las palabras de Cristo — «Dejad que los niños se acerquen a mí»— fueron pronunciadas en la última Cena, o en el Calvario. E 14 (34)
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8. elogios: De los médicos
LA PROFESIONALIDAD, o el profesionalismo, si se prefiere, puede desvirtuar, en apariencia, los aspectos humanos de las actividades que especifica. La tecnificación es deshumanizadora, se ha dicho. Y puede ser cierto si se piensa que tiende a convertirlo todo en datos, funciones, problemas y soluciones mecanizadas, cuantificables. En cuyo caso los valores, la calidad moral, son posteriores a los resultados que se buscan inmediatamente o con independencia de su calidad humana. Pero entonces hay que olvidar que, el buen profesional, es un técnico superhumanizado, un especialista que ha de aplicar —que ha de saber" aplicar— sus conocimientos, su ciencia, para servir a los demás.
No tengamos escrúpulo en admitir la distinción que Lutero hacía entre "vocación" y "profesión" al referirse a la actividad de los hombres: ésta tenía una exigencia y proyección inmediatamente social, hacia los hombres; aquélla era esencialmente espiritual y una respuesta a Dios, que es el que llama.
Servir a los demás —no "servirse de los demás"— resulta imposible si, a la capacidad técnica requerida, no se le añade el entusiasmo, la generosidad, la iniciativa, la imaginación y hasta el arte por todo buen hacer humano. Un buen hacer y gusto espiritual no ya como elegancia, sino como dedicación:
la elegancia muchas veces es mirarse, la dedicación siempre es entregarse.
Cuando este buen espíritu falta, aunque el saber exista, se reduce a mercancía comerciable, y lo que debería ser servicio no pasa de miserable explotación.
Hay profesiones, sin embargo, que por su especial y más evidente carácter humanitario, ofrecen a los que las ejercen mayores ocasiones para la nobleza y fidelidad profesional. No vamos a citarlas, pero sí nombrar la de los médicos al detenernos en una noticia que acaba de recorrer el mundo entero por los rincones de las páginas de los periódicos de estos días.
Se trata de un médico argentino que, mientras volaba a dos mil metros de altura, acompañando en el avión a un enfermo que había sido sometido a una traqueotomía y era conducido a un hospital especializado, del modo más rápido, para un tratamiento a vida o muerte, comprobó a mitad de camino que se había agotado el oxígeno que se administraba al enfermo. Rápido, sin dudarlo, el médico le practicó la respiración boca a tráquea hasta que, después de enorme fatiga, el avión aterrizo en el aeródromo de La Plata.
Allí una ambulancia, perfectamente equipada, recogió al enfermo, que fue conducido al Instituto del Tórax de la ciudad donde, con todos los medios convencionales, se logró la recuperación del enfermo.
Ciertamente admirable la pericia, la imaginación y, en fin, el comportamiento ético de este médico ejemplar.
Pero, no hace tanto, en una de nuestras playas cercanas, cuando yacía sobre la {15 (35)} arena, amoratado y tenido por ahogado, el cuerpo de un niño rodeado de mirones inactivos, como testigos inútiles de la fatalidad, un hombre en traje de baño se abrió paso, se echó sobre el niño ahogado —como el profeta bíblico— le aplicó la respiración boca a boca y logró reanimarle. El bañista era un médico.
Curiosamente, nadie le dio las gracias ni, perdidos en el gozo de verle renacer, los mismos padres del niño "resucitado". Cuando más tarde alguien le alabó la acción, el médico respondió con sinceridad y sencillez: «¡Oh, esto lo habría hecho del mismo modo cualquiera que lo hubiese sabido hacer y se encontrara con un caso parecido, sobre todo si era médico!» Nos admiró profundamente: por su gesto noble, eficaz y oportuno, recompensado por una alegría intima sin precio y sin vanidad. Nos admiró por sus palabras sobrias y verdaderas, y porque, pensándolo bien, como buen profesional, llevaba toda la razón.
«La Iglesia no puede ser el instrumento de aquellos que extienden el temor al comunismo para conservar sus privilegios».
A últimos del pasado mes de enero se ha celebrado, en Río de Janeiro, el congreso de la Confederación Anticomunista Latinoamericana, en el que fue designada una comisión especial para el estudio de la pretendida infiltración comunista en la Iglesia, considerada, por algunos, como «uno de los mayores problemas actuales de América Latina».
El cardenal Araujo Sales, arzobispo de Río Janeiro, salió al paso de las afirmaciones del congreso:
«Sólo abogar por el reforzamiento de los sindicatos, por la libertad o el cambio de las estructuras sociales injustas, o por el respeto a los seres humanos y el desarrollo de la comunidad, es motivo suficiente para que uno sea acusado de someterse a los comunistas».
«No podemos ser el instrumento de aquellos que extienden el temor de la amenaza comunista y su oposición radical a la Iglesia como medio de conservar sus privilegios injustos y desiguales».
Y pidió a los cristianos que permanecieran firmes en su doctrina aun cuando «fueran acusados injustamente de comunistas».
El diario «The New York Times» concede especial importancia a las palabras del cardenal Araujo Sales, precisamente porque es bien conocido por su actitud moderada.
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9. EL DERECHO Y LA PAZ
La Declaración Universal de los Derechos del Hombre necesita de aplicación concreta
Con motivo del XXV aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, Pablo VI hizo llegar al presidente de la XXVIII Asamblea General de las Naciones Unidas, excelentísimo señor don Leopoldo Benítez, los párrafos de este mensaje:
EGÚN afirmamos en otra circunstancia, la Declaración de los Derechos del Hombre «sigue siendo ante nuestros ojos uno de los más hermosos títulos de gloria» de vuestra Organización, especialmente cuando se piensa en la importancia que se le atribuye como camino cierto de paz. En realidad, la paz y el derecho son dos bienes en relación directa y recíproca de causa y efecto: no puede existir paz verdadera donde no hay respeto, defensa y promoción de los derechos del hombre. Si una tal promoción de los derechos de la persona conduce a la paz, al mismo tiempo la paz favorece su realización.
Nos no podemos, permanecer indiferente ante la urgencia de construir una comunidad de vida humana, que garantice en todas partes al individuo, a los grupos y particularmente a las minorías el derecho a la vida, a la dignidad personal y social, al desarrollo en un ambiente protegido y mejorado, y a la distribución equitativa de las riquezas de la naturaleza y de los frutos de la civilización.
La Iglesia, interesada en la promoción de los derechos
«La Iglesia, preocupada, en primer lugar, por los derechos de Dios —dijimos el año pasado al secretario general, Mr. Kurt Waldheim— jamás podrá desinteresarse de los derechos del hombre, creado a imagen y semejanza de su Creador, ella se siente herida cuando los derechos del hombre, cualquiera que sea y dondequiera que esté, son despreciados y violados».
Por esta causa, la Santa Sede da su pleno apoyo moral al ideal común contenido en la Declaración Universal, como igualmente a la profundización progresiva de los Derechos del Hombre que allí se expresan.
La Declaración y la comunidad de los pueblos
Los derechos del hombre están fundados sobre la dignidad reconocida de todos los seres humanos, sobre su igualdad y su fraternidad. El deber de respetar estos derechos es un deber de carácter universal. La promoción de {17 (37)} estos derechos es un factor de paz; su violación es una causa de tensiones y agitaciones, incluso a nivel internacional.
Si los Estados tienen interés por cooperar en los campos de la economía, de la ciencia, de la tecnología de la ecología, deben tenerlo todavía más en colaborar —la Carta de la Organización de las Naciones Unidas los invita a ello expresamente— para proteger y promover los derechos del hombre.
Se objeta a veces que esta colaboración de todos los Estados para promover los derechos del hombre constituye una injerencia en los asuntos internos. Pero ¿no es verdad que el medio más seguro para un Estado de evitar injerencias del exterior es precisamente reconocer y asegurar, por su parte, sobre los territorios de su jurisdicción el respeto a los derechos y a las libertades fundamentales?
Sin querer entrar en el detalle de cada una de las fórmulas de la célebre Declaración, pero considerando la altura de su inspiración y la totalidad de su redacción. Nos podemos decir que dicho documento sigue siendo la expresión de una conciencia más madura y concreta de los derechos de la persona humana, y continúa representando el fundamento seguro del reconocimiento, para todo hombre, de un derecho de ciudadanía honorable en la comunidad de los pueblos.
Necesidad de colaboración por parte de todos
Pero sería verdaderamente deplorable para la humanidad que una proclamación tan solemne se redujese a un vano reconocimiento de valores o a un principio doctrinal abstracto, sin recibir una aplicación concreta y cada vez más coherente en el mundo contemporáneo, como usted lo puso justamente de relieve al asumir la presidencia de la Asamblea.
Sabemos perfectamente que, en lo que concierne a los poderes públicos, la aplicación no se realiza sin dificultades; pero es necesario, al mismo tiempo, poner en marcha todos los resortes para garantizar el respeto y la promoción de estos derechos, por parte de los que tienen el poder y el deber de hacerlo, y, simultáneamente, para desarrollar cada vez más, en los pueblos, la conciencia de los derechos y de las libertades fundamentales del hombre. Es necesario recurrir a la colaboración de todos a fin de que estos principios se respeten por todos, en todas partes y para todos. ¿Es verdaderamente posible, sin grave peligro para la paz y la armonía de los pueblos, permanecer insensible frente a tantas violaciones graves y con frecuencia sistemáticas de los derechos del hombre, tan claramente proclamados en la Declaración como universales, inviolables e inalienables?
Preocupaciones
Nos no podemos ocultar nuestras graves preocupaciones ante la persistencia o la agravación de situaciones que deploramos en gran medida, tales como, por ejemplo, la discriminación racial o étnica, los obstáculos para la autodeterminación de los pueblos, las violaciones repetidas del sagrado derecho de la libertad religiosa bajo sus diversos aspectos y la ausencia de un acuerdo internacional {18 (38)} que la apoye y matice sus consecuencias, la represión de la libertad de expresar las opiniones sanas, los tratamientos inhumanos con los prisioneros, la eliminación violenta y sistemática de los adversarios políticos, las demás formas de violencia, y los atentados contra la vida humana, particularmente en el seno materno. A todas las víctimas silenciosas de la injusticia, Nos prestamos nuestra voz para protestar y suplicar. No basta, sin embargo, con denunciar, por otra parte frecuentemente demasiado tarde y de forma ineficaz; es necesario también analizar las causas profundas de las situaciones y comprometerse decididamente a enfrentarse con ellas y resolverlas correctamente.
Signos de esperanza
Es alentador, sin embargo, observar hasta qué punto los hombres de nuestro tiempo se muestran sensibles ante los valores fundamentales contenidos en la Declaración universal. La multiplicación de denuncias y de reivindicaciones ¿no es, en efecto, síntoma significativo de esta sensibilidad creciente frente a la multiplicación de los atentados contra las libertades inalienables del hombre y de las colectividades?
Con gran interés y viva satisfacción, Nos hemos enterado de que la Asamblea General celebrará, con ocasión del XXV aniversario de la Declaración universal, una especial sesión durante la cual será proclamado el Decenio de la lucha contra el racismo y la discriminación racial. Esta empresa, eminentemente humana, encontrará, una vez más, codo con codo, a la Santa Sede y a las Naciones Unidas —si bien a niveles distintos y con medios diferentes— en un esfuerzo común para defender y proteger la libertad y la dignidad de todo hombre y de todo grupo, sin distinción alguna de raza, color, idioma, religión o condiciones sociales.
Nos, queremos subrayar también en este mensaje, el valor y la importancia de otros documentos ya aprobados por las Naciones Unidas y relativos a los derechos del hombre. Inspirados por el espíritu y los principios de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, dichos documentos representan un paso adelante en la promoción y la protección concreta de muchos de estos derechos cuya cuidadosa aplicación y fidelidad quieren garantizar. La ratificación de los mismos asegurará su eficacia a nivel nacional e internacional. La Santa Sede, por su parte, da su adhesión moral a los mismos y ofrece su apoyo a las aspiraciones laudables y legítimas que los inspiran.
Si los derechos fundamentales del hombre representan un bien común de toda la humanidad en marcha hacia la conquista de la paz, es necesario que todos los hombres, al tomar conciencia cada vez más perfecta de esta realidad, sepan también que, en este campo, hablar de derechos supone enunciar deberes.
Nos, renovamos nuestros votos a vuestra noble e ilustre Asamblea, confiando en que continuará incansablemente promoviendo entre las naciones el respeto y la aplicación de los principios solemnemente enunciados en la Declaración universal, en un esfuerzo sincero por transformar a la familia humana en una comunidad mundial fraternal, en la que todos los hijos de los hombres puedan llevar una vida digna como corresponde a los hijos de Dios.
Un mundo que se está haciendo cristiano.
El valor del mundo cristiano, en un determinado momento histórico, no se puede medir por los éxitos de sus heraldos, o la genialidad de sus intelectuales.
y menos todavía por las concesiones que pudieran haberse logrado de los Césares, sino que se mide, por encima de todo, según el grado de tensión que empuja a las almas hacia la meta suprema.
Gusta a los hombres hablar de épocas cristianas, identifican lolas con períodos de grandes éxitos exteriores. Esto son ilusiones de ciego, son cálculos que pretenden solidarizar los propios frágiles egoísmos con la seguridad eterna del mundo de Cristo.
El mundo de hoy no es un mundo que se descristianiza, sino, quizás, un mundo que, por caminos más dolorosos y misteriosos, se está haciendo cristiano.
Card. Giulio Bevilacqua, C. O.