Boletín del Oratorio de Albacete.
Núm. 123. MAYO. Año 1974.
0. SUMARIO
TODOS somos deudores de Dios. En el orden de la Providencia, además, somos deudores de aquéllos que Dios nos ha puesto en el camino para conocerle mejor, para mejor caminar hacia Él. La veneración a los Santos responde a esa necesidad de gratitud, a Dios ya ellos, por la gracia de los ejemplos, de los estímulos, de los descubrimientos, de la mediación con que acompañan el camino de la Iglesia. Dentro de ella, todos nos debemos algo, unos a otros, respecto de Dios. Además, con frecuencia sentimos que somos deudores de algo especial en relación con algunos que nos han acogido en su Casa, como si les sucediéramos en la amistad y en la familia y en los propósitos de apostolado y en el esfuerzo por continuar, en la Iglesia, y en el mundo, su estilo y su obra. Por eso nos alegramos al recordar a san Felipe Neri, que estimamos como Padre espiritual y como maestro, en este intento de caminar, con alegría y venciendo flaquezas, por los caminos del Evangelio y del amor a la Iglesia, también en esta hora, tan parecida a la que él vivió.
MÁS O MENOS SANTOS
«AMO A SAN FELIPE», decía Juan XXIII
CREO EN DIOS
SAN FELIPE NERI
JOHN HENRY NEWMAN
Prefacio de N. P. San Felipe.
Realmente es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias,
siempre y en todo lugar,
Señor, Padre Santo,
Dios todopoderoso y eterno:
que llenaste con los dones de tu gracia
al bienaventurado Felipe
y lo abrasaste en amoroso fuego.
El cual, inflamado por esta caridad inefable,
una nueva Congregación instituía
para el bien de las almas,
y completó con el ejemplo de sus obras
las enseñanzas de salvación que a los otros daba.
Rogamos, pues, a tu clemencia,
que al celebrar su fiesta nos llenes
de santa alegría,
nos muevas a seguir el ejemplo de su vida,
con su palabra nos instruyas
y con su intercesión a ti tan grata
nos protejas.
Por eso,
con los ángeles y los arcángeles
y con todos los coros celestiales,
cantamos sin cesar
el himno de tu gloria.
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1. Más o menos santos
UNA de las consecuencias renovadoras posconciliares, se ha manifestado en la reducción del Santoral, que ha tenido por efecto la limitación del número de los santos 11 los que se les dedica un culto general en toda la Iglesia, dejando a los demás, o a la veneración particular de instituciones, lugares 0 países, 06 sencillamente cancelando su nombre en los casos en que solamente se apoyaba en la leyenda.
Es curioso que la primera expurgación o reducción de este género, la llevó a cabo un oratoriano, el Padre Cesare Baronio, segundo Prepósito del Oratorio fundado por 50 Felipe, predilecto y fiel discípulo de nuestro Santo Padre. El papa Gregorio XIII, en 1580, le encargó la reforma del Martirologio que Baronio llevó a cabo después de laboriosa expurgación do cuanto pudo suponer contrario a los datos históricos a su alcance.
En substancia, el elenco del Santoral vigente hasta nuestros días, ha sido el de la revisión baroniana.
Tal vez de aquellos esfuerzos por restituir a la fidelidad histórica 1r lista de los héroes del Evangelio, 50 originó el frecuente dicho, entre los primeros miembros del Oratorio romano, de que «un hijo de san Felipe debía pretender más bien ser santo del Cielo que no del calendario». Lo cual tampoco debía entender e como un desprecio por los ejemplos y virtudes de los mejores entre los seguidores de Cristo, pues nos consta explícitamente cómo nuestro santo Padre Felipe recomendaba además de la lectura y meditación de la vida y las palabras del Señor, la de los «libros comenzados por S», es decir, los escritos por los puntos y los que trataban de sus vidas con seriedad y edificación.
Pero es verdad que en el Oratorio se ha producido un fenómeno parecido al que se da también en la Cartuja: que no tenemos más santo que el de nuestro fundador en la Cartuja sólo san Bruno, en el Oratorio san Felipe. Existe, después de cuatro siglos de vida de la obra de san Felipe, una verdadera estima por los beatos y venerables propios del Oratorio, pero no han sido los mismos oratorianos los que han tomado con mayor fuerza la iniciativa por llevar a delante las causas de beatificación y de sucesiva canonización de los más esclarecidos en lo referente a la virtud, que han seguido a san Felipe. En la actualidad, la activación de la causa de beatificación del cardenal Newman, aunque el Oratorio ha colaborado sustancialmente —era indispensable— en los testimonios y documentación newmaniana, ha sido la curia diocesana de Birmingham la que más energías ha dedicado y dedica para el reconocimiento oficial de las extraordinarias virtudes y significación ejemplar del gran convertido John Henry Newman, a quien el cardenalato —lo mismo que había ocurrido con Baronio, promovido cardenal por Clemente VIII, a pesar suyo: o, recientemente, con Bevilacqua, promovido por Pablo VI…— no supuso un alejamiento de su comunidad, sino una confirmación de su apostolado desde ella. León XIII consintió a los deseos de Newman, {3 (83)} de seguir en el Oratorio de Birmingham: Pablo VI A Bevilacqua de continuar en Brescia, y Baronio no abandonó su celda de la Vallicella, cuya llave celosamente siempre llevaba consigo, lamentando en todo momento lag Ausencias que, por apostolado, estudio o servicio especial de la Iglesia, ocasionalmente lo eran inevitables.
En los Padres más antiguos había dos cosas especialmente temidas:
las dignidades eclesiásticas y la separación de la comunidad.
Y había también, sin que en ningún momento se pudiera calificar de desprecio o de crítica de los demás, un cierto "descuido" —un no cuidar, no preocuparse, no dedicar atención especial...— ni a canonizaciones de los propios miembros —San Felipe casi lo fue por aclamación popular de los romanos—, ni a leyes estructuradoras de la forma de la vida comunitaria que se inició con san Felipe. Este les enseñó a amar al Papa, a servir a la Iglesia, A respetar a la jerarquía, pero no menos a huir de las dignidades, de las "esperanzas cortesanas" de las honorificencias inevitables en cualquier ordenación humana; del mismo modo que ponía tan poca confianza en las leyes y estructuras constitucionales que los hombres suelen poner a las obras do Dios, apostolados, extensión del influjo cristiano, si bien recomendaba siempre recoger los ejemplos de los religiosos —él no se consideraba tal ni los suyos tampoco— y de venerarlos como espirituales. Sin votos, sin Apenas reglas; pero con un fervor siempre en renovación, espontáneo y constante, hacia una forma de santidad no catalogable, aparentemente desestructurada, realmente sincera, libre, simpática, total, «como del mundo sin ser del mundo».
Porque aunque fuese una manera de santidad más o menos coincidente, más o menos diferente de los módulos generalmente suministrados o admitidos, convenía también A la Iglesia que, como solía repetir cato propósito, «se adorna con la variedad».
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2. En Roma, al caer la tarde: «Amo a san Felipe, de modo particular» decía el joven Ángelo Roncalli, futuro Juan XXIII.
ROMA tiene ese trasiego de gentes forasteras —hombres de negocios, turistas, personajes del arte o del espectáculo mundial, diplomáticos y políticos del momento— que ofrecen a diario titulares para los acontecimientos que relata la prensa y fotos de escalerillas de avión o secuencias televisadas informativas; tiene la gran masa ciudadana con el peculiar matiz occidental y latino que le caracteriza, diligente, a veces incluso señorial con una exquisitez que no empaña la democracia; tiene los arrivali, como en todas las capitales importantes, políticas, comerciales o culturales: son los que, allí finalmente, alcanzan la suspirada meta de ambiciones tras esfuerzos, alguna vez nobles, otras más de superación mezquina y envidiosa de complejos de inferioridad pueblerina o provinciana, algunos de los cuales como promoción no han podido pasar la que les permite vestir un uniforme impecable con casco de plumas y sable brillante e inservible, pero decorativo... Y tiene esos barrios de todas las grandes urbes, que son casi pueblos dentro de la misma ciudad, con personalidad propia, como Anniéres de París, o San Andrés de Barcelona, o Vallecas de Madrid: la Garbatella romana, por ejemplo. Y luego, como si se olvidara del correr de los tiempos, tiene Roma ese Transtevere que se puede llamar en cierto modo pagano todavía, devoto y supersticioso, de mercados en las calles y de ropa tendida en las ventanas, de chiquillos medio desnudos, por espontaneidad más que por pobreza, de talleres casi al aire libre, de canto del agua en las fuentes sin llave y ruido de motores acelerados, de los que no podemos saber si es por prisa que toman velocidad, o por malabarismo deportivo del conductor joven que lo cabalga: es allí donde la Roma de ahora conserva, en sus gentes, algunos rasgos de aquellas que la habitaron, tal vez, antes del cristianismo, cuando el Transtevere era el extranjero" de la Roma clásica, donde huían los infames, o donde eran vendidos los esclavos: como si los más humildes de la Roma de la decadencia hubiesen huido allí empujados por los bárbaros, al fin progresistas, que los desplazaron del otro lado del río.
{5 (85)} Pero, sobre todo desde el Renacimiento, Roma adquiere una relevancia clerical, en parte por el afianzamiento universal de la Iglesia, que desde allí va organizando su extensión por el mundo, y en parte, también, porque el Papado llena de alguna manera el vacío producido por la dejación política del imperio romano, tras su decrepitud y fragmentación. Las sucesivas transformaciones y el surgimiento de Italia en 1870 y el establecimiento de su capitalidad en la ciudad del Tíber, no hi quitado a Roma su significación y su colorido clerical.
Por eso, una mirada, una observación de la ciudad no puede prescindir, desde el primer momento, de la presencia de esta parte notable de la población constituida por sacerdotes, religiosos y jóvenes estudiantes en inmensa proporción extranjeros junto a los muchos italianos que matizan por su porte e indumentaria el aspecto de las gentes que transitan por las calles. De manera especial los atardeceres.
Tramonto romano
Todavía en nuestro tiempo, en que desaparece o, por lo menos, decrece el uso exterior de hábitos y sotanas, en las calles romanas todavía perduran las salpicaduras de la indumentaria clerical, hasta constituir una nota peculiar, por su abundancia, especialmente en los atardeceres —un poco antes del tramonto Bolar— en medio del bullicio y la prisa de toda ciudad moderna, abunda por las aceras y calles romanas, un destacado porcentaje de sotanas, vestidos Oscuros, hábitos, "becas"... también caminando deprisa. No sólo el breve e {6 (86)} higiénico paseo, en busca de alguna distención, por el Gianicolo o el Lungotevere, sino también sobre las anchas aceras, donde las haya, o el ennegrecido y acerado adoquinado de vía Giulia, Piazza Farnese, la Minerra o las cien callejuelas de artigiani y tiendas de todo.
Son el pequeño enjambre clerical, salido de las colmenas.
La mayoría de ellos han madrugado bastante, celebrada u oída la santa Misa y, muchos luego han ido a ocupar sus puestos en las diversas oficinas curiales vaticanas o religiosas, o en la docencia —Roma es el centro nervioso en la organización y la inteligencia de la Iglesia—, mientras la casi totalidad de los jóvenes levitas (de alguna diócesis del norte o del sud de Italia, de un país europeo, o de Oceanía o América...) han asistido a las clases de las universidades eclesiásticas.
Por la tarde, después de un tiempo de estudio o de acabar algunas tareas otros, justo antes de que se cierren tiendas y comercios, es, para casi todos ellos, la hora de la passeggiata: un poco de aire y de descanso antes de la cena —siempre temprana... en Europa—, y dar due passi, tal vez aprovechando para echar una carta a los amigos o parientes lejanos, o para, por lo menos, entrar en una librería y "ver" libros, y, sin entretenerse mucho más, antes de recogerse donde se resida, entrar en alguna iglesia —¡en la Ciudad Santa hay quinientas! — y acercarse un momenlino a los pies del Sagrario y, muy a menudo también al sepulcro de un santo de predilecta veneración.
El fervor de Ángelo Roncalli
El papa Roncalli, de joven, había sido uno de estos estudiantes sonrientes, apresurados, bulliciosos. Como otros, había transitado muchos pomeriggi por esas calles y plazas romanas y visitado sus iglesias haciéndose, al fin, asiduo a las visitas breves de las que espiritualmente le atraían con preferencia. Monseñor, cardenal y finalmente papa, cuando volvía a la Chiesa Nuora, para arrodillarse una vez más ante el sepulcro de san Felipe, en la capilla lateral decorada con la pintura de Guido Reni, recordaba sus años de estudiante y aquellos atardeceres fervorosos y esperanzados —de gracias, no de dignidades— de poco antes de su sacerdocio. Algo de sus sentimientos podemos adivinarlos si abrimos su Giornale dell'anima, desde un par de años antes de estrenar sacerdocio. Después de un retiro nos dice, por ejemplo, en una de sus páginas:
Visité a san Felipe, san Ignacio, san Juan Bautista de Rossi, san Luis, san Juan Berchmans, santa Catalina de Siena, san Camilo de Lelis...
Y no nos cuesta nada imaginar ese cruzar calles, plazas y callejuelas para alcanzar las no demasiado distantes iglesias de la Vallicella, el Gesú, Sant Ignazio, la Minerva..., en uno de sus atardeceres fervorosos, cuando se apaga, despacio, la luz del sol, y se enciende la del alma.
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San Felipe de 1903
Pero a nosotros nos ha llamado especialmente la atención la nota espiritual que el mismo día de san Felipe, del año 1903, cuando acababa de ser ordenado subdiácono en la basílica de san Juan de Letrán. Recuerda haber asistido a la fiesta del Santo en la Chiesa Nuova:
«Hoy el pensamiento de san Felipe me ha sostenido suavemente todo el día. Desde una tribuna de la iglesia he asistido cómodamente a las solemnísimas funciones en la Vallicella, he saboreado la música de Capocci, he visitado con piedad las habitaciones del santo, y también lag tan históricas y preciosas de san Girolamo della Carita; pero más que todo he vuelto mis ojos, mi pensamiento, mi corazón a la gloriosa tumba, y he rezado mucho.
¿Por qué no tengo ni tiempo ni una pluma tan fácil para escribir de este santo como quisiera como el corazón me dictaría? San Felipe es uno de los santos que me es más familiar, a cuyo nombre se unen tantos dulces recuerdos de mi historia íntima. Siento que amo a san Felipe de un modo particular, y me encomiendo a él con gran confianza.
¡Oh mi buen padre Felipe!, me entendéis sin hablaros. Se acerca el tiempo; ¿dónde está en mí el tomar vuestra imagen? ¿dónde el espejo de vuestras virtudes? 1Ayl ojalá entienda yo los principios de vuestra escuela mística para el cultivo del espíritu, y me aproveche de ellos:
humildad y amor. Seriedad, seriedad, bendito Felipe, y alegría sana, purísima, y entusiasmo fecundo de grandes obras.
En esta novena del divino Espíritu, vuestra novena de otro tiempo, volveré de nuevo a vos con frecuencia. Bendito Felipe, ayudadme a preparar la casa; acerco mi pecho helado al vuestro abrasado de amor, de Espíritu Santo: ¡Fac ut ardeat cor meum!» Aquel 26 de Mayo de 1903 peregrinó holgadamente por los lugares romanos de san Felipe —en Roma, el día de san Felipe, era festivo ya que es co-patrón de la ciudad junto con los apóstoles san Pedro y san Pablo— y visitó, después de san Juan de los Florentinos, la iglesia —más bien el "nido" del Oratorio— de san Jerónimo de la Caridad, que casi por fuerza el santo dejó para trasladarse a la nueva iglesia de la Vallicella. Pero aquí es donde san Felipe vivió los últimos tiempos, celebró sus últimas memorables misas y descansa en el sepulcro que todo romano conoce y venera.
El 26 de mayo de 1963, el papa Roncalli yacía lúcido, en el umbral de la muerte, y recordaría el tránsito, día por día, de su amado san Felipe.
Nosotros aquí, en Albacete, colocábamos la primera piedra a nuestra iglesia con esperanza y con el amor a nuestro Santo y al Papa: el papa Juan, cuyo dolor nos parecía semilla en los cimientos de lo que nos atrevíamos a iniciar.
El poco tiempo de que disponemos en nuestra vida, hemos de emplearlo obrando.
No nos preocupemos en buscar y saber cuál pueda ser el estado futuro de nuestra vida, ni lo que hará Dios con nosotros más adelante; sino consagrémonos enteramente en el empleo de todos los medios posibles que nos ofrecen las gracias del momento presente y depositemos toda nuestra confianza, en lo que nos concierne, en la Providencia de Dios, siguiéndole con sencillez.
Buscar otra cosa es, con frecuencia, no buscar a Dios, sino buscarnos a nosotros mismos.
Car. Pierre Bérulle, C. O.
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3. Creo en Dios y creo en el hombre, imagen de Dios
Creo en los hombres,
en su pensamiento,
en su trabajo agotador
que los ha hecho ser lo que son.
Creo en la vida 1
como alegría y como duración:
no préstamo efímero dominado por la muerte,
sino como un don definitivo.
Creo en la vida
como posibilidad ilimitada
de elevación y sublimación.
Creo en la alegría
y la gloria de cada estación,
de cada etapa,
de cada Aurora,
de cada ocaso,
de cada rostro,
de cada rayo de luz,
que parte del cerebro,
de los sentidos,
del corazón.
Creo en la posibilidad de una gran familia humana
como Cristo la quiere:
intercambio de todos los bienes del espíritu
y de las manos
en la paz.
Creo en mí mismo,
en la capacidad que Dios me ha conferido,
para que pueda experimentar la mayor de las alegrías,
que es la alegría de dar y de darse.
Card. Giulio Bevilacqua, C.O.
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4. «No me da miedo nada, si antes tengo un poco de tiempo para tratar con Dios» SAN FELIPE NERI, fundador, sin pretenderlo, de la CONGREGACIÓN DEL ORATORIO
POR LAS calles de Roma, allá por cl año 1590, se veía pasar a aquel hombre lleno de bondad, de frente clara, barba frondosa, alto, desgarbado, que se movía con amplios gestos y reía y hablaba con todo el mundo. Se llamaba Felipe Neri. Nada le agrada tanto como decir una agudeza, mezcla chispeante de inteligencia, picardía bondadosa, conocimiento de los hombres y optimismo cristiano, que provoca la risa a quien le oye, pero que, a flor de un nivel que parece simplemente humano, siempre ofrece una lección simpática de las cosas del espíritu y un irresistible estímulo para el bien obrar. A veces se diría que se propone no decir nada en serio. Pero no es más que una forma de ejercer la humildad; humildad y desenvoltura, mezcladas de gentileza, que atraen infaliblemente a las almas.
ALGO MÁS QUE "DON DE GENTES"
Camina por las calles, más bien de prisa; siempre le aguarda, más cerca o más lejos, un deber de caridad, de celo apostólico. De todas maneras, ti encuentra a un conocido, no deja de saludarle y, en la mayoría de las ocasiones, se une a él, deteniéndose, si le sobra tiempo, o arrastrándolo a paso largo, y riendo, mientras dice algo que pueda ser beneficioso al acompañante, difícilmente indemne a la observación del Padre Felipe, que se fija en todo y habla y mira al interlocutor, no se sabe si en broma o leyendo en el alma lo que Dios le revela.
Siempre descubre algo de que reírse y algo bueno que decir: envuelve las sentencias serias con una sonrisa y, cuando reprende, parece que acaricia el corazón; pero no le gustan las dulzonerías pseudopiadosas. Es compasivo, humano; sonríe siempre y, sin dejar de hacerlo, alienta y empuja a todos en el cumplimiento sencillo y abnegado del deber de cada día y de cada instante.
{10 (90)} Tiene muchos adeptos, porque todos quieren ser amigos suyos. Sus discípulos forman una alegre brigata, que todos conocen en Roma. Diríase que en ella sólo se busca el jolgorio, y no pasa día sin que el Padre Felipe gaste una broma a alguien, o a varios de los que se le acercan. Su continua hilaridad de espíritu es comunicativa, y el sentido del humor del cual nunca se desprende, es el punto de confluencia de la ternura con la ironía, del consejo moral y de la broma, la encrucijada en que, la libertad del espíritu cristiano, estalla en alegría clara y limpia.
UN MÍSTICO QUE NO LO PARECE
Pero, al mismo tiempo, este personaje tan curioso y desconcertante, es un hombre de maravillosa pureza de espíritu y un gran místico, a quien el cielo colma de gracias visibles y de carismas espirituales. Cuéntase que, el mismo Jesucristo, lo ha marcado con una señal, en un misterioso cara a cara del cual Felipe no habla jamás; se dice que, en uno de sus largos ratos de oración, fue tal la vehemencia de sus suspiros, que se sentía morir; sobre todo cuando, aun antes de ser sacerdote, en vísperas de la fiesta del Espíritu Santo, vio descender un globo de fuego que le entró en el corazón, hinchándolo hasta arquearle las costillas, que cedieron a la turgencia milagrosa del órgano dilatado, incapaz de contener la inmensidad de su amor sobrenatural. La dulce angustia de aquel momento pasará, pero ya para siempre sentirá un calor sobrenatural y unas palpitaciones anunciadoras de los éxtasis que lucha por evitar y que acabarán por obligarle a decir misa en su habitación, porque ya le es imposible celebrarla sin esos arrobamientos habituales, {11 (91)} que le confunden y que, ni las bromas ni las agudezas, de que es pródigo su hablar, son capaces de disimular mientras mezcla sus sonrisas con lágrimas...
APÓSTOL SIN MÉTODO
Su deseo de hacer el bien, no tiene límites, ni pretende fines especiales, con tal que puedan inscribirse en la órbita inmensa de la caridad. No 1 pretende apoyarse, ni establecer una espiritualidad propia; pero los que se acercan a él y siguen sus consejos, se dan cuenta cómo se les simplifica la vida espiritual, que cada vez se parece más a la de los cristianos de la primera generación de la Iglesia. No inventa métodos, ni le preocupa demasiado la organización, ni confía mucho en los sistemas. Dice siempre que, si le dejan tiempo para orar, no le preocupa ni le asusta nada y se siente con fuerzas para todo. Vive en una época agitada, convulsa, cuando el protestantismo ha causado profundas heridas en el cuerpo de la Iglesia. No faltan los que se preocupan organizando, estudiando, planeando obras y emprendiendo santas batallas para el triunfo del bien: él aplaude y hasta ayuda generosamente todas estas empresas; pero se apoya y confía en motivos aún más sobrenaturales y, por lo tanto, más sencillos, más universales, más duraderos. Oración, sacramentos, liturgia, caridad:
eso es todo y todo está en eso.
CAMBIA A LOS HOMBES, Y CAMBIA ROMA
Respeta la fisonomía espiritual de cada alma, y conduce a cada una según el particular modo de ser de ella y lo especial que Dios le pide. Acuden a su confesonario y recogen lecciones santas, más bien breves; pero siempre certeras, que les orientan hacia el trato con Dios, por la oración y los sacramentos, y al ejercicio vital de la caridad. Y todo con sinceridad, con alegría, con sencillez y constancia que, poco a poco, transforma la vida de la ciudad de Roma, porque acuden a sus plantas los pobres y los ricos, los sencillos y los sabios, los criados, los empleados, los médicos, los hombres de leyes, los sacerdotes y religiosos, los obispos, los cardenales y el mismo Papa, en demanda de oraciones y de luz. A veces no es preciso que los penitentes abran su corazón: el Padre Felipe les adivina los pecados, especialmente aquellos que no dirían o que se olvidaban... Si el penitente le pregunta cómo ha podido conocer las faltas y el estado del alma, el Padre Felipe responde con una clara sonrisa y dice: «por el color de tu pelo» y, dándole un tirón de orejas, que sabe más a caricia que a reprensión, le impone la penitencia y le despide.
Así era ese Felipe Neri, que Florencia había visto nacer en 1515 —año fasto en que santa Teresa también había venido al mundo en Ávila—, de una familia de la burguesía, lindando con la nobleza, pero pobre; que de pequeño habíase mostrado tan encantador, hasta merecer el sobrenombre de "Pippo buono" —el buen Felipín— y que a los diecisiete años, en lugar de aprender los secretos del negocio, junto a uno de sus tíos, se había entregado súbitamente al servicio de Cristo.
COMENZÓ COMO APÓSTOL SEGLAR
Durante años, viviendo a la buena de Dios, durmiendo en los pórticos de las iglesias si, después de larga oración, {12 (92)} se le echaba encima la noche, o en su cuarto pobrísimo y limpísimo, que un amigo florentino le cedía a cambio de cuidar de la instrucción de sus hijos, había sido el joven Felipe en Roma, uno de aquellos apóstoles seglares, testimonios sencillos de la palabra de Cristo, inconcebibles hoy día, pero no tan extraños en aquellos tiempos y en aquella Roma. En todos los barrios, aun en los de peor fama, predicaba al aire libre, a un auditorio benévolo, y alcanzaba sorprendentes conversiones.
Hacía excursiones por la campiña que rodea la Ciudad Santa y se detenía largamente en los lugares que favorecían la oración, por la vía Appia, o emprendía el peregrinaje a las "siete iglesias", las más célebres y santas basílicas de la ciudad.
La Cofradía de la Caridad, que entonces contaba con miembros de todas las clases sociales, no tenía servidor más abnegado, que este raro seglar de labios llenos de Dios, dispuesto siempre a ofrecerse al prójimo.
Poco a poco se constituye, en torno suyo, un grupo de fieles, reclutado entre aquellas gentes que interpelaba por las calles, con el grito famoso: «Y bien hermano, ¿no es hoy que nos disponemos a practicar el bien?». Es curioso ver cómo vivía totalmente entregado a Dios, pero no se le ocurría hacerse sacerdote, por más que había seguido los estudios de filosofía y de teología. Había estudiado para mejor conocer a Dios, y poder amarle más y poder hablar de él en todo lugar y ocasión, sin embargo se gozaba en su condición de seglar, que le permitía penetrar en todas partes donde se pudiera hacer el bien, llevando la luz de la verdad y el calor del amor cristiano: calles, plazas, tiendas, bancos, amigos por todos los sitios, a los que el sacerdote habría retraído, pero que, en cambio, recibían con simpatía las palabras de Felipe y hasta le seguían en sus buenas obras.
EL PRINCIPIO DEL ORATORIO
No obstante, el sacerdote que le confesaba, Persiano Rosa, mitad padre espiritual y mitad compañero de sus hazañas, le convenció, finalmente, de que su total consagración al bien de las almas resultaría híbrida sin el sacerdocio y, puesto que preparación no le faltaba, en poco tiempo se dispuso para recibir las órdenes sagradas.
Tenía entonces, san Felipe, treinta y seis años. En su cuarto de s. Girolamo della Caritá, cuya iglesia servía junto con otros sacerdotes, se reunían algunos de sus discípulos, sin aire formal alguno, para tratar de las cosas de Dios, tomando tal vez, al comenzar, un pasaje de un buen libro y lanzándose en seguida al comentario familiar y espontáneo, en el que participan todos, si bien al terminar, el Padre Felipe resume y, si es preciso, corrige y puntualiza en pocas palabras lo más importante.
Pronto el cuarto del Santo fue incapaz y se le unió la habitación contigua; pero ni aun con el derribo de un tabique se resolvía la angostura del lugar, por lo cual tuvieron que invadir el desván de la iglesia, al que llamaron el Oratorio, porque era menos que iglesia y más que cuarto... Allí, mayor número de asistentes, pueden participar en las reuniones, que siguen conservando las mismas características con que se iniciaron y terminan con un poco de oración en común. Más adelante se pasa a la iglesia, buscando {13 (93)} un espacio mayor, sin embargo sigue llamándose el Oratorio, no ya por razón del lugar, sino de las prácticas que integran las originales reuniones.
Los que a ellas asisten son los hijos espirituales del Padre Felipe, los del Oratorio. Aun así siguen los seglares participando en los comentarios, que versan sobre la vida de Cristo y de los Santos más imitables y sobre la historia de la Iglesia, en especial de los primeros tiempos, sobre las virtudes cristianas, y cabe también la música, de la que Felipe es un enamorado original y exigente: no quiere que siga la costumbre de cantar en la Iglesia melodías dulzonas y afeminadas, por más que tal fuera el estilo de entonces, y encarga a alguno de sus hijos espirituales, que son músicos, la composición de melodías en las que se emparejen la unción religiosa, con la sencillez y la dignidad artística. Esos músicos son Palestrina, Aminuccia, Soto... Para ocasiones especiales, les encarga composiciones más largas, pero no tanto que su ejecución dure más de una hora, en las que se glosa un paisaje bíblico, o se escenifica un misterio cristiano, dando lugar a las piezas musicales conocidas con el nombre de Oratorios, que más tarde cultivarán otros músicos, también famosos, como Bach, Haendel, Perosi...
CRECIMIENTO Y PRUEBAS
Aquellas peregrinaciones y visitas a lugares sagrados que, de seglar, realizaba él solo, ahora las repite acompañado de esta pléyade de asistentes al Oratorio, cada vez más numerosos.
No falta quien tilde a Felipe de innovador y que sospeche de sus buenas intenciones; otros le censuran porque prescinde de ciertos formalismos tradicionales que considera inactuales y accidentales y, por ello, un obstáculo para su labor apostólica. En especial le echan en cara el que admita a seglares en los sermones que se hacen en la iglesia, durante el Oratorio: él contesta que está siempre presente para evitar que se desvíe la sana doctrina y para corregir si se errara, aun cuando cuida que los que hablan no lo hagan sin preparación, cuando no se limitan a interrogar para aprender, sino que exponen algún punto razonado de doctrina o de la vida de Cristo y de la Iglesia; dice que así la gente entiende más, en especial si se evita que los sermones sean demasiado largos, para lo cual él ha decidido que los que se predican allí tengan una cuarta parte de la extensión que habitualmente se les concede en otros lugares. Las acusaciones llegan al mismo Papa, por boca de espíritus mezquinos y envidiosos. Se le presenta a Felipe una dolorosa prueba, que supera con la gracia de Dios, y que sirve para que enseguida su Obra prospere y acoja a muchas más almas, hasta convertirse en el medio principal que tiene la Providencia para restaurar las costumbres y devolver el esplendor de la virtud eclesiástica a la corrompida sociedad romana de aquellos tiempos.
Obrando así, ¿pensaba Felipe Neri crear una Orden? Ciertamente no, y se habría sorprendido si alguien le hubiese dicho que, sin saberlo, fundaba una.
Incluso hubiese respondido, con su risa abierta, que ya había bastantes con las antiguas, que estaban en trance de reformarse, y con todas las que habían sido creadas en los últimos treinta años:
los Padres Teatinos, los Barnabitas...
y los Oblatos de Monseñor Carlos Borroneo, sin olvidar los más activos de todos, los del Padre Ignacio, a los que su nuevo General conducía a la gloria...
No había necesidad de una nueva Congregación. {14 (94)} Y, aunque no lo había pretendido, tal va a ser el resultado del espontáneo esfuerzo del buen Santo.
CONSOLIDACIÓN
Entre todos los que cotidianamente participan en los ejercicios del Oratorio, ha nacido una hermandad. Algunos toman en ella un papel relevante: el sastrecillo florentino Parigi, que sirve durante treinta años a Felipe en san Jerónimo; el antiguo comerciante Cacciaguerra, que se ha convertido en un místico exaltado; el elegante Tarugi, camarero secreto del Papa a quien sus bellas vestiduras de terciopelo no le impiden mezclarse con la fiel brigata; el rústico estudiante de los Abruzzi, Baronio, que será cardenal y un gran investigador.
Desde ahora, el Oratorio celebra sus reuniones en la nueva iglesia, más vasta, de Santa María in Vallicella, y multitudes enteras solicitan tomar parte en ellas. Pero el grupo que dirige todo eso sigue siendo pequeño, acaso no llegue a quince miembros. Cierto que, en otras partes, a pesar de las dudas y resistencias del Santo, surgen imitaciones de su apostolado. No obstante, él sigue sin preocuparse de organizarlo, confiando más en la espontaneidad progresiva de los sucesos, impulsados por el celo y la rectitud de intención, que por el compromiso de las leyes. No es hasta 1575, por orden expresa del Papa, que Felipe aceptará que su libre movimiento jurídicamente se convierta en una nueva Congregación. Pero será una Congregación de tipo muy singular cuyos miembros, sometidos a una regla simple, vivirían en unión de plegaria y de acción, donde la observancia se regiría más por el amor a la Casa y a los hermanos que por una reglamentación rígida.
INFLUJO DEL ORATORIO
Y con todo, este primer Oratorio, tan original, tan poco organizado, ejercerá una influencia considerable y formará al servicio de la Iglesia un grupo de selección para las grandes luchas de su tiempo. La idea proliferará, más que la institución misma: tanto irradiaba de ella el poder espiritual. En el siguiente siglo la recogerá en Francia el cardenal de Bérule, para formar un Oratorio poderoso, sólido, muy distinto en sus apariencias, pero muy próximo en el espíritu, al del sublime vagabundo de las calles de Roma. En su tiempo y en su propio país, el ejemplo del Oratorio actuó sobre el clero: a esta «escuela de santidad y alegría cristiana», los clérigos de Italia, deben quizá ciertos rasgos característicos de simplicidad y de gentileza que aún conservan.
En cuanto al Santo fundador, recluido en su celda por la enfermedad y la vejez, tendrá un fin digno de su vida.
Flaco, vuelto semejante a un bello cirio o a un pergamino gastado, estará siempre y hasta el fin, abrasado por la misma fiebre gozosa, por la misma llama sobrenatural. A todos los que acuden a visitarle, repetirá incansablemente el precepto que ha hecho suyo desde su adolescencia: «Vivir siempre en Dios y morir a sí mismo...» Después, en el momento que los médicos, solemnes, anunciarán que su salud es perfecta, y que octogenario, llegará a nonagenario, un día, como si fuera su última jugarreta, dulcemente descansará en el Señor, mientras ante los escasos testigos de su tránsito, alza, para bendecir, una mano muy pálida, y un murmullo, apenas perceptible, fluye de sus labios. Era la Festividad del Corpus, el 26 de mayo de 1595.
Daniel Rops, de la Academia Francesa 15 (95)
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5. John Henry Newman
Varias veces nos hemos ocupado de Newman, y lo haremos de nuevo. Pero en estas semanas, en los medios católicos su nombre ha resonado con mayor relieve.
Una síntesis de su actualidad dentro del marco general de la Iglesia que podemos llamar "conciliar", dada la repercusión que ha tenido el Vaticano II, nos la ofrece el académico francés Jean Guitton, buen conocedor y estudioso del célebre oratoriano inglés, que hace algún tiempo dio una conferencia magistral en el Oratorio Romano, que resumimos a continuación.
CUANDO en 1879, el papa León XIII creaba cardenal al P. John Henry Newman, del Oratorio de Birmingham, este gran apologeta de la Iglesia elegía para su escudo una línea quebrada, símbolo del devenir de la historia, y tres corazones, que significaban estas tres facetas del amor: amor eterno, comunicación intima del amor y el amor a Dios. Su lema fue: Cor ad cor loquitur: el corazón habla al corazón.
Es preciso penetrar con el corazón en el corazón de Newman para vislumbrar su genio y su Santidad, e interpretarlos, en esta hora del Concilio, con toda actualidad.
¿Quién era Newman?
Sin duda alguna, junto con Pascal, es uno de los mayores genios del catolicismo; tal vez el mayor de todos, en los tiempos modernos.
Se da una relación de reciprocidad entre los grandes genios y los sucesos extraordinarios de la historia: aquéllos los anuncian con reclamo profético, mientras que éstos, con claridades de luz retrospectiva, confirman las profecías de los primeros.
Asimismo Newman nos aclara el suceso del Concilio, y el Concilio viene a justificar a Newman. Porque el problema de hoy es el problema que Newman ya se había planteado: la humanidad se desenvuelve en un mundo nuevo, descubierto después del siglo XVI, en sus dimensiones de historia y conciencia. Ahora bien, para recorrer, explorar y definir este mundo, carecemos de instrumental o, mejor dicho, no nos lo han suministrado los pensadores católicos, sino los reformados o incluso los mismos ateos (Hegel, Nietzsche, Marx, Freud, Sartre, Bultmann, Kierkegaard, Barth). Pero hay una sola excepción, en el siglo XIX, y ésta es Newman, que ha querido dar a la Iglesia un nuevo método, {16 (96)} adaptado a las nuevas dimensiones del mundo, a la problemática nueva, no para destruir, sino para salvar el catolicismo.
De donde hay que considerara Newman como un genio verdaderamente excepcional, fascinador, por su estilo —prosa o poesía—, por su ansiedad abnegada, por su confianza sin límite.
Esto explica su encuentro con la mentalidad oratoriana, con el genial san Felipe Neri, el santo de espiritualidad intima, maestro de almas, por la mentalidad —la razionale—, al estilo, a su modo, de san Agustín, de santo Tomás.
Es de notar que los grandes espíritus raramente hablan de sí mismos; sin embargo Newman, como san Agustín, no oculta la propia personalidad y nos la descubre revelando un profundo conocimiento de la propia intimidad.
Tres aspectos del genio de Newman
Camino, verdad, vida: he aquí los tres aspectos con que se nos presenta Newman, porque su genio es todo eso.
Seguir su camino significa penetrar en la esencia de su predestinación, si examinamos, una vez más, la parábola de su existencia.
Nacido en 1801, en el seno de una familia rígidamente calvinista, que odiaba todo lo que tuviera el más lejano sabor de "papismo", profundamente sensible y dotado de una aguda inteligencia, más bien tímido, pero ansioso, atormentado por el ansia de verdad, a los dieciséis años descubre la experiencia espiritual de la soledad absoluta de su existencia.
Cuenta treinta y tres años cuando llega por primera vez a Roma, donde se mezclan en él sentimientos de admiración y de horror ante el espectáculo de la Ciudad Eterna, vista desde el ángulo de sus prejuicios. Baja hasta Sicilia y la enfermedad lo pone al borde de la muerte. Regresa a Inglaterra; pretende restaurar el sacerdocio anglicano depurando su Iglesia. Se dedica ansiosamente a la historia de la Iglesia, ávido de verdad, y comienza a comprobar que, en la Iglesia católica, el laico ocupa un lugar eminente. Más adelante dirá que el laico debe ser consultado incluso en materia de fe, y se entretendrá en demostrar que, varias veces, los laicos han salvado a la Iglesia, por la fidelidad a sus dogmas, incluso frente a defecciones masivas de los obispos (en el Arrianismo, por ejemplo).
La verdad, la filosofía
El segundo aspecto, la verdad.
Para Newman filosofar es buscar la verdad, pensando, como los clásicos y, además, rogando.
{17 (97)} Los problemas de Dios, de la realidad histórica de Cristo, de la Iglesia, le acucian constantemente en su red de verdad. Y Newman, sincerísimo, se plantea un problema fundamental, encarándose con la hipótesis de la verdad de la Iglesia católica, para aclarar, de una vez, si se trata de la verdadera Iglesia de Cristo o de una traición al Evangelio.
Es éste un problema ecuménico por excelencia.
Newman repasa la liturgia, examina toda la edificación dogmática, el Papado, el culto a María, y se pregunta qué relación tienen con las verdades reveladas. ¿Se trata de una corrupción o de una identidad? En busca de una respuesta escruta los concilios, observa lo que ha dado origen a las herejías...
Finalmente, en el recogimiento de Littlemore, llega a la conclusión de esta certidumbre luminosa: la Iglesia católica es la continuadora de la Iglesia fundada por Cristo, que crece como planta grandísima surgida de la humildad de la simiente.
Medita entonces sobre la historia de esta Iglesia, la verdadera; revisa ideas, formas, estructuras, tiempos, cambios; reconoce el desarrollo de la verdad, sin caer en el evolucionismo. Definitivamente: encuentra en la Iglesia el solo eje en el que permanece la idea original de Dios, la permanencia del tipo, la conservación del pasado, la consideración esperanzada de lo por venir.
Es entonces cuando, a pesar de todo —su propia Iglesia (anglicana), sus parientes, sus amigos, su ambiente—, penetra en la que él llama "plenitud católica". Esto ocurría en 1815: en el mismo año en el que Renan perdía la fe, Newman entraba en la Iglesia católica.
La vida: alma y tiempo
Los grandes evolucionistas desembocan en la inmanencia; sin embargo Newman, que descubre la verdad y la vida en el desarrollo del pensamiento, reafirma la trascendencia de Dios, creador del tiempo y activo a través del mismo. Descubre la verdad en la identidad, cuando se le evidencia el solo lugar —la Iglesia católica— en el cual permanece la verdad, y desarrolla, entonces, el misterio metafísico más profundo: el de la presencia de la verdad en el tiempo, «imagen móvil de la eternidad».
Newman, con su vida, nos transporta hasta el campo de la inteligencia y de la piedad: desde la intimidad del Ser por excelencia —myself and my Creator—, hasta el encuentro con san Felipe Neri, tan diferente de él, aunque tan unido a él también, precisamente en virtud del lema elegido por el futuro, cardenal: cor ad cor loquitur.
El amor lo lleva a buscar y a encontrar, en el espíritu de san Felipe, la tranquilidad de ánimo, la alegría, el gozo de sentirse a un tiempo ciudadano del cielo y de la tierra. Cual «explorador de un mundo invisible», Newman penetra en la historia y nos inicia en la espiritualidad del amor, a través de una experiencia personal vivida profundamente, en intimidad y pureza.
Newman ahonda en los conceptos de alma y tiempo. Nos advierte que el presente tiene sus obscuridades, pero que, sin embargo, adquiere relieve con el recuerdo de Cristo, mientras que el pasado se revive y la memoria se santifica. Un desarrollo purificador nos lleva desde el tiempo hasta la eternidad...
{18 (98)} En conclusión: el Concilio ha venido dar vida a cuanto Newman había vaticinado, en cuanto a la liturgia, 80bre el pueblo de Dios, sobre la tradición viva, sobre la libertad religiosa, sobre el primado de Pedro. El proceder de los Papas Juan XXIII y Pablo VI, que se abren al mundo para atraerlo con las armas de la luz y no para condenarlo con anatemas, coincide con la idea newmaniana sobre el desarrollo de la Iglesia; y lo mismo el interés por hallar fórmulas nuevas para hacer penetrar ideas inmutables y eternas.
El misterio de Newman —que ya Pío XII había presentido como un futuro doctor de la Iglesia— nos lleva hasta san Agustín, que se nos revela en sus Confesiones y que contempla a la Iglesia en su Civitas Dei.
Agustín y Newman, dos genios, dos doctores de la Iglesia. Newman se destaca y crece como un gigante, en nuestra época: es Grecia, es el Ático que se hacen cristianos a través de las brumas británicas y a través de la meditación gálica y céltica.
En la hora actual es necesario situar el pensamiento moderno de la historia y de la conciencia, más allá del ateísmo que amenaza dominarlo, porque —tal como Agustín y Newman han demostrado— la conciencia humana y el devenir de las cosas conducen a la Iglesia.
Algunos consejos de s. Felipe.
• No quiero escrúpulos ni melancolías entre los de mi casa.
• No hurtéis el hombro a la cruz que el Señor os envía porque os exponéis a tropezar con otra mayor.
• Que los jóvenes se mantengan castos y los mayores no se dejen dominar por la avaricia y todos seremos santos.
• Nunca hará progreso alguno en la virtud quien, de algún modo, se deja llevar de la avaricia.
• Si encontrara a diez hombres verdaderamente desprendidos, me vería con ánimo de convertir el mundo.
• No dejéis nunca la oración para ir en pos de lo que os divierta: primero la oración, después la diversión.