Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 129. FEBRERO. Año 1975.
0. SUMARIO
LA CUARESMA, entendida sólo como austeridad, coincide, este año, con el principio de una época crítica que afecta a todo el mundo. Pero para el Cristianismo la austeridad no es solamente privación y ayuno, sino, principalmente, tiempo de reforma, de conversión. Podemos, en el mundo, en nuestro mundo, tomarlo y tratarlo desde nuestra reforma personal y social y, desde esta asunción, no tendremos más remedio que ayunar, que desprendernos. No llegaremos a ser "buenos" porque ayunamos, sino que haremos bueno y generoso nuestro ayuno si nos convertimos.
BUENO, MEJOR, ÓPTIMO
DIOS, MÁS GRANDE
LA RECOMENDACIÓN
«LOS CURAS... QUE TRABAJEN»
FALTA LIBERTAD
CREER EN DIOS, EN JESUCRISTO, EN EL AMOR
LAS "RIQUEZAS" DE LA IGLESIA
HACIA ADELANTE
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1. Bueno, mejor, óptimo
EL PRINCIPIO de la Cuaresma de este año 1975 coincidirá, en España, con la entrada en vigor del nuevo Ritual de la Penitencia, tal como ha decidido la última Asamblea de la Conferencia Episcopal española.
No vamos a dar aquí un resumen de su contenido, cuya introducción y comentario —puesto que se trata de una reforma calificada de importante— necesitaría ser precedida de una suficiente ilustración histórica en relación con este sacramento y su observancia y uso en la Iglesia. El solo hecho de la actual reforma da por descontado que la disciplina hasta ahora vigente no era satisfactoria. Ahora se tratará de apreciar cómo la reforma que se introduce remedia lo que parecía ya inadecuado Se admiten tres modos de celebrar la reconciliación: confesión y absolución individual; en segundo lugar, y en el marco del templo con varios penitentes, pero manteniendo también la confesión y absolución individual para cada uno de ellos; en tercer lugar, para casos o situaciones verdaderamente especiales y extraordinarios, la confesión y absolución general. Todo lo cual no altera, sino que más bien recoge y ordena, con leves variaciones, lo observado hasta el presente, desde la reforma tridentina, en el siglo XVI, salvo la novedad de introducir la lectura de la Palabra de Dios y alguna modificación en cuanto al lugar y sede de la celebración, que acabarán de ser precisadas en la atendida reforma del Código de Derecho Canónico.
Tal como ocurre en casos parecidos, los que esperaban una reforma profunda, creen escasa en posibilidades la lograda, y, opuestamente, parece muy grande y hasta exagerada, a aquellos que imaginan que la disciplina sacramental del Concilio de Trento se limitó a canonizar módulos sacramentales que habían llegado invariados hasta el desde los orígenes del Cristianismo. En el centro, sin opinar, está la gran masa de imparciales o, mejor, de indiferentes, que ni les preocupa demasiado el rito que desaparece, ni el que modestamente lo reforma.
Cualquier parecer o juicio se plantea siempre del mismo modo, frente a la masa de bautizados: cómo resolver la alternativa entre primacía de la evangelización o de la sacramentalización; opciones a oponer y conciliar, en el más noble esfuerzo pastoral, pero siempre problemáticas. Desde Trento son cuatro siglos; hasta Trento fueron dieciséis, entroncados, precisamente, con las primeras generaciones cristianas.
A los decepcionados les diríamos que no se puede pasar por alto el significado de una reforma, siquiera sea pequeña, en una materia que parecía intocable. La experiencia posterior puede sugerir otras. Las soluciones óptimas no pertenecen al orden de este mundo; las buenas" merecen llamarse buenas si están abiertas a la superación, a mejorarse. Y, hoy en día, nadie puede negar a la Iglesia, tomada en conjunto, esa apertura.
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2. Dios, más grande
TAL VEZ se llame en el futuro, nuestra época, la de la secularidad. Será, en todo caso, en un sentido más profundo que el que pueda darle la moda de cierta superficialidad acomodaticia que, en el juego de las inevitables variaciones de la fluidez de la vida, adopta posiciones y usa vocablos que se introducen sin preocuparse demasiado de lo que significan y, por lo tanto, de aquello a lo que comprometen. Nuestra época será, seguramente, la de la secularidad: entendida no como disolución de cristianismo, sino como universalización de su influjo, penetración de su fuerza en el mundo, aunque a veces ese influjo no vaya etiquetado con su nombre.
En los albores de la humanidad, cuando el hombre establecía los primeros contactos con el Absoluto, al margen de la misma revelación, creía descubrir la voz de Dios en el fragor de los ríos caudalosos, en la fuerza impetuosa del viento, en la altura imponente de las montañas, en la claridad vivificadora del Bol... Más tarde, el hombre logra abstracciones personalizadas y construye con ellas mitologías, y acude a Dios o a los dioses en busca de la última explicación de los misterios de la naturaleza; o de una justificación sacralizadora del poder de unos sobre otros para imponer o mantener una jerarquía en las relaciones humanas; o para colmar el déficit de tantas debilidades e insuficiencias mediante la complementariedad implícita de lo divino. En conjunto era un camino hacia la universalización de la relación del hombre con Dios. Sabemos que el pueblo que mejor se dispuso a lograrla fue el que el mismo Dios se fue cuidando y en medio del cual apareció, históricamente, hecho Hombre.
Pero esa fuerza universalizadora de la relación divino-humana que Cristo representaba, era tan enorme que, este pueblo, el mejor preparado y, a fin de cuentas, el que "mejor" le recibió (los primeros colaboradores, los primeros cristianos, fueron judíos...), no alcanzó, unánimemente, a comprender el significado universal de esa entrada de Dios en la Historia. Cristo fue sacrificado; las primeras dificultades que tuvieron los apóstoles les vinieron de sus mismos hermanos de raza.
{3 (23)} El concepto de "raza" será substituido, luego, en veinte siglos, por otros que se irán relevando, pero con efectos equivalentes: las dificultades que va a encontrar el Evangelio serán las surgidas de no resistirse a ser limitado, exclusivizado, controlado, sometido... Los hombres le ofrecerán recompensas, le pagarán precios, si se resigna a servir de "complemento" a sus intereses con tal que no los trascienda. Las pompas, las grandezas, los honores, aunque se digan para honra de Dios, no serán nunca desinteresados.
Pero la Historia, que Dios empuja, va haciendo su camino y, con o sin etiqueta divina, se prolonga en dilatación universalizadora, abriendo más cómodo marco para la autenticidad del Evangelio. Algunos, sin embargo, llamarán y llaman crisis, peligro, pérdida, a lo que no es ni más ni menos que acercamiento a los designios de Dios, siempre positivos.
Resultará siempre más difícil abrirse y aceptar y comprender esta perspectiva secularizadora, en la medida que, desinteresados en mayor o menor grado del resto de los hombres que Dios quiere transformar en hijos de su reino, la idea que tuviéramos de Dios fuese reducible a la pagana o pre-cristiana de un Dios capaz de ser aprovechado" por nosotros, de un Dios que tenemos al lado, de un Dios "importante" y propicio, que nos complemente, "que nos dé" como nos puede dar un amigo rico, temido y reverenciado, junto al cual podemos ser pobres sin incomodidad, porque él es rico por nosotros y, junto al cual, conservamos ficticiamente el honor de la pobreza y las ventajas de la riqueza.
Una carga de paganismo y judaísmo, no mal intencionado, pero favorecido por inercias que nada tienen a ver con la virtud en ninguno de sus verdaderos sentidos, puede, con frecuencia, colocarnos en semejantes actitudes. No pasamos de admitir y "adorar" a un Dios a nuestra disposición: consolador, talismánico, legitimador. Y rebajamos insensiblemente —y trivializamos— los sacramentos a facilidades consoladoras o tranquilizantes, y la ampulosidad o artificialidad de los ritos en moldes culturales de valor social, más que de significado sobrenatural.
La secularización desmonta los errores individuales y la teatralidad social del Evangelio así utilizado, de la Iglesia así entendida, así profanizada, reducida, emparejada con lo que le es ajeno y que, por ello mismo, la disipa, esclaviza y falsifica.
Nuestros días representan un capítulo más en este andar de la Iglesia mezclada en la historia de los hombres. Es un tiempo bendito, en el cual, con claridades y dolores, se dan pasos hacia el bien de la verdad evangélica que libera, que espiritualiza, que universaliza el mensaje del Señor.
No es que Cristo vino al mundo, hubo unas cuantas persecuciones de los malos y se hizo la calma y todo quedó bien y hecho definitivamente, salvo el surgir esporádico de uno que otro subversivo que dijo algo impertinente o molesto. No. La Iglesia sigue comenzando, como Cristo, frente a la Sinagoga y frente al mundo. Ni puede ser continuación de la Sinagoga, ni puede ser un poder más entre los poderes. A diferencia de la calidad de éstos, el de ella es espiritual, es, por lo tanto, universal en extensión y profundidad, es... "diferente". Secularidad quiere decir, para ella, bien entendido, esa diferencia que universaliza su eficacia.
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3. moral colectiva: La recomendación
LA PRÁCTICA de la "recomendación" es un síntoma de ausencia de sentido moral, o de deformación social con la que nos tropezamos una y otra vez. Personas de las que se podría esperar un amor a la justicia y una rectitud humana en las actitudes en que basan sus relaciones con los demás, nos ofrecen, una y otra vez, el triste ejemplo, en el que alternan o se mezclan la ignorancia, la ligereza, la picardía, la vanidad o el egoísmo, que hacen imposible cualquier mejoramiento para una justa convivencia basada, como ha de ser, en la honestidad. No digamos nada de los que abiertamente prescinden, por principio, de cualquier base para una ética social.
Aunque no la hayamos incluido en la lista que nos hemos confeccionado de nuestras cosas malas, la "recomendación" es, a secas, inmoral. La práctica de la recomendación inutiliza la eficacia de las buenas leyes, relegándolas a la categoría de decoración o espantajo sólo para pobres e ignorantes; los listos, los pillos, se hacen, entre ellos, cada vez que les conviene, privilegios a medida.
Desprecian el Derecho y desprecian, si no los utilizan, a los demás.
Pero, para la inmoralidad de la recomendación, no hace falta que ella constituya una excepción clandestina del orden legal; basta que incida contra cualquier norma en la que se base la convivencia humana. La recomendación siempre es para colar o para colarse, por encima del orden que deben observar los demás —los honestos o los pobres—; es no querer esperar lo que debe compartirse o repartirse entre todos; la recomendación está siempre en favor del encumbrado, del colocado en el puesto clave, del que ofrece o del que se esperan "favores a cambio", igualmente al margen del orden y, por lo tanto, de la justicia escrita o no escrita.
Cuando a un ordenamiento social supuestamente justo se le hacen continuas excepciones o se le opone un sistema relacional o de soluciones basadas en la recomendación", dejamos que un cáncer corroa el sentido general de justicia, cultivando el desaliento de los buenos, el resentimiento impotente de los desfavorecidos y el desprecio de los más inteligentes hacia las instituciones en las que el orden y la justicia se suelen representar.
Algunos de escandalizan por la inmoralidad de la recomendación frente a situaciones de verdadera entidad cuantitativa o de significación institucional social, económica o política, pero la practican en su esfera más reducida con absoluto espíritu de despreocupación y ligereza, sin apercibirse que, proporcionalmente, incurren en la misma clase de responsabilidad que censurarían en instancias superiores.
{5 (25)} Tal ligereza, compartida en amplios sectores, lleva al error irreflexivo de aceptar fácilmente como si el hacer una "recomendación" equivaliera a hacer una "obra buena". No se dan cuenta, o pretenden no darse cuenta que, al recomendar a alguien para que obtenga sin merecer, o pase sin deber, o consiga anteponiéndose a otro, lo que hacen es actuar como si tuvieran autoridad para sentenciar con peor suerte a los que carecen de recomendación o, simplemente, no recurren a su sistema.
Hasta cierto punto puede decirse que os peor un hábito social de esta índole que una ley injusta: ésta puede corregirse al ser descubierta o denunciada en una sociedad sana; en cambio, un medio social saturado de repetidas y minúsculas corrupciones, se hace prácticamente indiferente a las leyes injustas y sabe prescindir de las justas que no le acomodan.
Cuando pretendiendo justificar la "recomendación se invoca la injusticia de la norma o la insuficiencia o dificultad de alcanzar lo pretendido por cauces normales o según el orden establecido, el remedio estará en cambiar, o en crear las situaciones que permitan cambiar la realidad general injusta, más que mantener la viciosa táctica de perpetuar con excepciones repetidas la absurdidad de una normativa o la ausencia de una autoridad frente a lo injusto. Cuando se pueda alegar que el que pretende conseguir un favor o ejercitar un derecho os incapaz por sí mismo de hacerlo y que por esto se le "recomienda", no puede llamarse a esto recomendación, sino gestión o intercesión —que es muy diferente—, pero aun así, y salvando la emergencia de cada situación, lo correcto es instruir y formar al interesado para que, capacitado, cuando sea posible, por sí mismo obtenga lo que pretende. También es lícita la intercesión o mediación cuando tiende a corregir o neutralizar la manifiesta injusticia del que debe conceder lo que se pide, pero sabemos que actúa por favoritismo o "acepción de personas". Pero tal juicio es muy arriesgado.
No es "recomendación" hacer un favor que no perjudica a nadie, que no antepone ni cuela a nadie, sino que facilita y amplía a más el beneficio compartido de lo bueno y de lo útil.
No es recomendación interceder en favor del pobre, del oprimido, del marginado. Pero éstos, por desgracia, no tienen quien les recomiende, y muy pocos que intercedan o medien por ellos.
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4. «LOS CURAS... ¡QUE TRABAJEN!»
ES VERDAD que se ha asimilado la actividad de los ministros de la Iglesia a la de ciertas profesiones liberales o intelectuales y que, cuando se evoca el concepto "trabajo" se quiere significar, con frecuencia, el pico, la pala, el martillo, la máquina... Pero, curiosamente, los que en principio aplaudirían que los sacerdotes fueran mandados a ese trabajo, no mandan al mismo a los abogados, médicos, maestros o ingenieros. Se puede y se debe suponer, legítimamente, que si éstos han de llevar a cabo con la debida dedicación y competencia el ejercicio de su profesión específica, no les quede demasiado tiempo para otros trabajos o que, si les sobrara algún momento, tal vez no conseguirían demostrar peculiar habilidad precisamente en el trabajo mecánico. ¿Será que no se atreven a exigirles talos fatigas complementarias porque la justa norma de pagar por sus servicios y consultas ha acostumbrado a sus clientes a estimar cuantitativamente —¡somos tan materialistas los humanos! — el valor de sus respectivas profesiones?
Pero al sacerdote no le exigimos, en su orden, menos "capacitación profesional", aunque no paguemos las consultas. Olvidamos, contra cualquier leyenda edificada por la vulgaridad, por la ignorancia o por la envidia, que el sacerdote ha tenido que adquirir una cultura humana y teológica por lo común con medios más austeros que los de las personas que se han dedicado a estudios civiles y que el esfuerzo posterior para mantener un nivel cultural de acuerdo con las exigencias de su vocación en servicio de los hombres no han podido ser menores. Los fieles exigen, del sacerdote, ciencia y experiencia que no se obtiene por infusión, sino con trabajo y estudio y sin expectativas de gratificaciones. La posibilidad y la capacidad para mantener ese nivel en servicio de los demás es necesariamente variable. Pero en general, en la Iglesia, no tenemos menos de lo que nos merecemos y de lo que, entre todos los fieles, hemos sido capaces de posibilitar:
Si en este aspecto alguien encuentra faltas, que dé un paso adelante, que estudio y rece, que se entregue a Dios, que venga y que nos ayude a servir mejor a los hermanos: en el supuesto, naturalmente, de que sea creyente. Pero si no tiene fe y nos juzga, que compare la Iglesia —fieles y {7 (27)} pastores— con otras instituciones y con las que mejor conoce por ser parte de ellas y vea si, en proporción, se hacen más cosas: asistencia sanitaria, docencia, trabajo editorial, arte...
¿Negocios en todo esto?... En cualquier caso, para el que no creyera y no pudiera ver en dicho trabajo un medio apostólico, debiera de reconocer el justo precio de un servicio prestado. Pero es sintomático que no se den demasiadas imitaciones privadas de sistemas parecidos. Si fuera realmente "negocio", las habría. Solamente puede hacerlo el Estado con el respaldo del contribuyente, como es lógico. Y lo normal es que al Estado le cueste una cama en el hospital o una plaza en una clase, algo más de lo que, para un mismo servicio, todo considerado, logre la economía en una casa asistencial religiosa o en una escuela de la Iglesia.
Pero ¡ya tenemos al cura que trabaja!...
Si se dedica a un trabajo manual no le faltarán críticos que piensen y digan que es lástima congelar, en aquellas horas de trabajo, la posibilidad de rendimiento cultural que sus estudios podrían ofrecer, en vez de paralizarse en cansancios musculares. De todas formas, es posible que el propio interesado supere tales juicios materialistas y piense que el Señor también trabajó manualmente.
Si la ocupación a que se dedica es menos humilde, de acuerdo con su capacidad profesional o científica complementaria, entonces las críticas también existirán para censurar, por lo menos, el que «ocupe un puesto que haría más falta a un padre de familia... etc.» Tal vez la explicación de todo esté en la enorme superficialidad y falta de conocimiento con que suele hablarse de estas cosas por los profanos, aunque se llamen creyentes a sí mismos, o cristianos...
Daría ganas de decir a los que critican de esta manera: «¡Vengan aquí, no sigan fuera: entréguense a Dios, pónganse a nuestro lado, ayúdennos, enséñennos y hagamos, entre todos, las cosas mejor: el Cristianismo no es un espectáculo para ver, o un ágora para discutir simplemente, sino una vida para vivir, y para vivirla entre muchos. Vengan, vengan más cerca: no para criticar sin compromiso, sino para prometer y comprometer la vida!» Pero no vendrán; lo más fácil es que no vengan, o que vengan muy pocos. Muy pocos son, entre los que critican así, que saben lo que es trabajo o que han ganado, alguna vez, el pan que se comen, anualmente.
Como quiera que no puede edificarse comunidad cristiana alguna que no tenga como raíz la Santa Eucaristía y en torno a su celebración se desenvuelva, los miembros de la Congregación del Oratorio la consideran como el centro de toda su vida y unidad.
(Const. del Oratorio, n. 10)
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5. Falta libertad
SE TRATE de Chile o de Checoslovaquia, los totalitarismos no se resignan a dominar los cuerpos, sino que quieren controlar las inteligencias y, desde ellas, gobernar el hombre o reducirlo por la coacción o el miedo.
En Checoslovaquia tropieza la Iglesia con continuas dificultades, aunque no puede, el Estado, erradicar la fe de sus súbditos. Pero la coacciona, la asusta y la discrimina. Cuando un obrero checoslovaco solicita un puesto de trabajo, debe rellenar un cuestionario, en el que se encuentran, entre otras, las siguientes preguntas: «¿Es usted defensor de la ideología científica marxista, y desde cuando? ¿Frecuenta usted las ceremonias religiosas? En caso afirmativo, ¿desde cuándo? ¿Qué necesidad tiene usted de asistir a esos ritos? ¿Sus hijos están inscritos en los cursos de instrucción religiosa? ¿Van a la iglesia?» Naturalmente el candidato al puesto de trabajo será admitido o excluido, no solamente según la necesidad que haya para ocuparlo, sino teniendo en cuenta el sentido dado a las preguntas que se le han formulado.
Si dejamos el signo marxista checoslovaco y pasamos al neofascismo chileno, vemos que la dictadura del general Pinochet toma sus medidas de represión contra una Iglesia que no le es dócil, ni silenciosa, que no se limita al modelo de una Iglesia apartada de los problemas de los hombres, preocupada de la gloria de Dios", y callada aunque se violen los derechos fundamentales de la persona humana, se mantengan encarcelamientos sin proceso y se torture a los detenidos. En efecto, el cardenal de Santiago, Silva Henríquez, y el obispo de Valdivia, Santos Ascarza, fueron elegidos regularmente para representar a la Conferencia Episcopal chilena en el pasado Sínodo de Obispos tenido en Roma:
pero el dictador lee prohibió salir de Chile para ir a Roma, temeroso de que dieran una imagen no aprobatoria de la política del país frente a los demás obispo y que acudieron de todas las partes del mundo, a la Ciudad Eterna.
Aunque, sin necesidad de que los dos prelados viajaran ni abrieran la boca, In imagen de aprobatoria la daba el mismo general Pinochet con su gesto de prohibición. Desde un principio no le ha perdonado al cardenal que no se prestara a moldear una Iglesia nacional domesticada, aduladora, o simplemente silenciosa, y se mantuviera, en cambio, respetuoso e inflexible, recordando las exigencias del Evangelio en orden a la justicia y a la verdadera paz.
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6. Creer en Dios, creer en Jesucristo, creer en el amor y en la vida
«Quien cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios..." Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe». (I Juan, 5, 1-4)
SABEMOS que las "profesiones de fe" no agotan el contenido de la misma.
El conjunto de conceptos que enuncia tienen un valor de creencia colectiva modélica, paradigmática, simbólica: de donde "símbolo de la fe". La Iglesia no duda en adoptar esa denominación.
Las verdades que son contenido de la fe, no se crean; a veces se descubren, se desarrollan, se explicitan. En esa explicitación y desarrollo intervienen factores de capacidad y madurez cultural humana.
No sería difícil comprobarlo al examinar las sucesivas fórmulas o símbolos de la fe que la historia de la Iglesia ha producido.
El cardenal Newman en el siglo pasado, el padre Arintero, cerca de nosotros, en el presente, se ocuparon de este fenómeno; por otra parte, el anuncio implícito en las palabras de Cristo, cuando hablaba a los apóstoles asegurándoles que irían siendo guiados hacia la completez de la verdad, sucesivamente, se refería a la asistencia divina, conduciendo al hombre hacia la total liberación —"total "redención"— de la Verdad de Dios aceptada como vida.
El hombre es para la verdad, y el hombre es para Dios. Busca, se acerca. A veces no importa demasiado cómo se denomine esta dinámica. Es una parábola misteriosa, pero verdadera, en cuyo sentido se mueve y avanza toda la humanidad, según leyes finalmente convergentes, como san Pablo proclamaba en su carta a los Romanos.
Dios, Jesucristo, el mundo, el amor, la existencia... son la respuesta colectiva a una serie de preguntas que una revista francesa hace poco ha formulado a sus lectores. Respuestas reveladoras de una mentalidad fiel contemporánea, incompleta seguramente, pero significativa porque pertenece a nuestro tiempo y lo armoniza con la trascendencia.
En realidad ésta es la tarea de la fe, que es siempre "en el tiempo", fuera del cual ya no cabe.
{10 (30)} Con las numerosas respuestas obtenidas por dicha revista —"Informations Catholiques Internationales"— sería posible confeccionar un "credo" o, si se prefiere, un "símbolo de la fe" de nuestro tiempo.
Nosotros ofrecemos algunas muestras, a continuación, a modo de florilegio.
«Creo en Jesucristo, el único porvenir del hombre y de la humanidad».
«Creo en Dios Creador, el cual, teniendo en cuenta a la creatura hecha a su imagen, ha encarnado su Amor infinito en la humanidad de Jesús, su Hijo, que se ha manifestado por su Espíritu».
«Creo en el Espíritu que, lo mismo hoy como siempre, permite que nos reconozcamos como hijos de un mismo Padre y como hermanos de Jesucristo y también hermanos entre nosotros».
«Creo en Dios, en su amor revelado por Jesucristo, y lo amo por su Espíritu. Creo que permanece en nosotros, si nosotros creemos en Él».
«Creo en Dios Padre, que nos ha manifestado su amor mandándonos a su Hijo, Jesucristo, el cual, por su pasión, su muerte y su resurrección, nos ha obtenido el Espíritu Santo, prenda de nuestra filiación divina y garantía de la esperanza de nuestra resurrección gloriosa por los méritos de Jesucristo».
«Creo en Jesucristo, Dios y hombre, resucitado y viviente, que nos ha revelado el amor del Padre que lo ha enviado en medio de nosotros, que por medio del Espíritu Santo, nos ha agrupado como hermanos».
«Creo en el Amor que se comunica en y por Jesús, el Cristo».
«Creo en Jesucristo, el Hijo de Dios, que nos ha mandado el Espíritu para hacernos vivir en Iglesia».
«Creo en Dios que nos ha enviado a su Hijo para enseñarnos el Amor, y el Espíritu para conducirnos a la unión».
{11 (31)} «Creo en Dios, el solo capaz de dar un sentido a la vida. Creo que es un padre que nos ama como nos lo ha demostrado al entregarnos a su Hijo. Creo en el Hijo de Dios que me ha amado y se ha entregado por mí; en quién y por quién poseo Ta la vida eterna. Creo en el Espíritu Santo que me conduce y hace de mí un hijo de Dios, un miembro del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia».
«Creo en Jesucristo, que nos ha revelado el amor del Padre y que nos lo sigue revelando hoy en día, por su Evangelio siempre actual, por su Espíritu vivificador, por su Iglesia que lo escucha y por el mundo, lazo de Su Presencia».
«Creo en un Dios de amor único que ha creado el Mundo, y enseguida lo ha rescatado y le ha revelado el Amor y el Camino hacia una Salvación en la cual la humanidad reconocerá su verdadera faz».
«Creo en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios viro, Tenido a la tierra para comunicarnos su Palabra de Vida y su Espíritu de Amor, para que la humanidad se pueda reunir definitivamente en la Alegría y en la gloria del Padre».
«Creo en Jesucristo, como revelación concreta del Amor de Dios para mí, para nosotros. Creo en el Espíritu que me permite perdonar».
«Creo en Dios, "Aquel que Es", manifestado en cada uno de los hombres por medio de su Espíritu. Jesucristo es la más elevada realización de lo que el hombre ha sido llamado "a ser"».
«Creo, ante todo, en la plenitud de una vida que no puede sacar sus fuerzas ni desembocar en otra cosa que en el amor, y en Jesucristo que me lo ha hecho descubrir».
«Creo en Dios que su Amor y luz de log hombres; en Jesucristo su hijo que nos ha revelado este Amor y en el Espíritu que tanto hoy como ayer permite que nos reconozcamos conjuntamente como hijos de un mismo padre».
La predicación sacerdotal, especialmente difícil en las circunstancias actuales...no debe exponer la Palabra de Dios de modo general y abstracto, sino aplicando la perenne verdad del Evangelio a las circunstancias concretas de la vida.
(P. O. n. 4)
Lo que modo de exhortación dice el Concilio a los sacerdotes en su deber de instruir al pueblo en las cosas de Dios al comentar la divina Palabra, vale también para todos los cristianos cuando abren la Escritura Santa y convierten su lectura en oración iluminadora y estimulante para la vida concreta de cada día y cada circunstancia.
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7. Las "riquezas" de la Iglesia
NO HACE mucho, con el fin de puntualizar algunos extremos aireados por la ligereza periodística de cierta prensa sensacionalista y mal informada —o mal informadora—, que había hecho incursiones en el sensacionalismo fácil e impune de las finanzas vaticanas, el diario de la Ciudad del Vaticano. "L'OSSERVATORE ROMANO", publicó unas sencillas y serenas palabras en sus páginas. Decía, entre otras cosas que omitimos por amor a la brevedad:
«Los medios financieros de la Iglesia no se nutren de tributos o impuestos.
Existe la espontánea generosidad de los fieles y, al mismo tiempo el sentido de responsabilidad de quien debe administrar los bienes que provienen de la caridad y a la caridad vuelven, después de haber cumplido su misión de justicia. Existen, además, severos controles que, según la estructura de la Iglesia, son ejercidos por aquellos que, en virtud de su autoridad, corresponde responsablemente. Indagaciones extrañas son, por lo menos, indiscretas; y es descortés, por no decir ofensivo, que se pretenda indagar y prejuzgar desde la incompetencia o, peor todavía, desde posiciones de menos garantía de honestidad en comparación de los responsables en la materia».
A veces cabe pensar que, como la Iglesia no tiene cárceles, ni policía, ni ejército para hacer valer por la fuerza sus derechos, por esta razón, los hombres materialistas, a los que impresiona solamente la fuerza, no temen ser imprudentes e injustos con ella, seguros de la impunidad, pues los deberes de la conciencia cuentan poco para ellos. Como replicaba Napoleón a las razones objetivas de la Iglesia, indócil a sus pretensiones: Pero... ¿cuántas divisiones tiene el Papa? Y arremetió contra él.
Cómo surgió el patrimonio eclesiástico
Es obvio que la misión de la Iglesia necesita algún apoyo material: la evangelización, el culto, las obras de misericordia por ella emprendidas y sostenidas fueron posibles y crecieron merced a los dones espontáneos de los fieles. Especialmente en la Edad Media, mientras la ciudad secular se organizaba y atendía a sus gastos por los impuestos obligatorios que los reyes exigían de sus súbditos, {13 (33)} la Iglesia se diferenciaba por la libertad que respetaba en éstos y se dedicaba al bien y al trabajo, mientras los jefes de los pueblos empalmaban unas guerras con otras, debatiendo en ellas ambiciones, predominios y rivalidades, que diezmaban a sus súbditos y agotaban las arcas reales. La Iglesia, mientras tanto, representaba la paz laboriosa, la cultura, la beneficencia. Las limosnas, las propiedades acumuladas, la austeridad y buena administración —por lo menos mejor que las de los seculares— permitía la dedicación, además del culto y la predicación que le eran esenciales, a multitud de obras de asistencia totalmente relegadas a su solicitud: asilos, hospitales, colegios. Las Universidades, las bibliotecas, los centros de cultura, nacieron y estuvieron largo tiempo bajo el único amparo de la Iglesia.
La Iglesia cuidaba los cuerpos enfermos; la Iglesia enseñaba, incluso, el mejoramiento de los cultivos; la Iglesia copiaba los libros sagrados y las obras clásicas de la antigüedad; la Iglesia estimaba el arte: la Iglesia formulaba el Derecho y discutía el absolutismo de los príncipes, no sólo en su defensa, sino todavía con mayor énfasis para proteger a los más abandonados e incapaces de hacerse oír por ellos mismos —Vitoria, Suárez, Bartolomé de las Casas... — aunque le acarreara la represión de los reyes que se llamaban "cristianos", y tal vez creían serlo, pero a su modo, y a base de un Evangelio previamente censurado.
En la Edad Media y entrada la Moderna, los hombres fuertes y emprendedores, pero materialistas, preferían dedicarse a la guerra, que les diera gloria y botín afortunado, o establecerse en lugares donde el comercio pudiera enriquecerlos fácilmente, o partir a países lejanos para conquistas de tesoros fabulosos.
Mientras, los hombres de Iglesia —"ora et labora"— se dedicaban al culto y al estudio y predicaban el amor cristiano y civilizaban la rudeza de costumbres todavía bárbaras de hombres para los que el nombre de Dios representaba algo, aunque no bastante para que les sirviera más para esta vida que como remedio de los miedos de la otra.
Las discusiones con los reyes
La Iglesia, no se podía negar, era un "poder", pero esencialmente un poder popular: que no descendía de arriba, sino que subía del pueblo. Y era a ella a quien el pueblo acudía cuando se sentía amenazado por cualquier forma de despotismo. En el asentamiento de su influencia social valía el reconocimiento popular de una misión espiritual; valía, también, la confianza de su bondad y doctrina, y valía, finalmente, el apoyo que le daba su independencia económica, obtenida por acumulación espontánea, austera y generosa del cumplimiento de misiones espirituales y humanitarias que todos podían reconocer.
Pero los reyes, salvo excepciones, no se entusiasmaban demasiado con las doctas sabidurías, ni les inquietaban las verdades eternas si no se creían en el mismo borde de la eternidad... En cambio, si codiciaban las posesiones eclesiásticas, por lo cual las relaciones con la Iglesia no pudieron, en razón de esto, {14 (34)} ser siempre pacíficas. Reclamaban a la Iglesia tributos para sostener las campañas militares, del mismo modo que exigían la contribución de todos los demás súbditos; pero la Iglesia se resistía a que unos bienes que debían atender a obras de misericordia espiritual o corporal, se utilizaran para los presupuestos de guerra. Ella prefería la paz a la guerra, los libros a las espadas, las universidades y los monasterios a los cuarteles y a los palacios.
El mantenimiento del poder, transmitido incluso como herencia familiar, y la satisfacción de la gloria y la fama eran las preocupaciones de los reyes.
Si la sabiduría y la virtud eran invitadas al final, se hacía, en todo caso, para prestigiar lo consumado que si, por añadidura, se acompañaba con algún honor sagrado, tanto mejor completaba el adorno y la justificación ante el pueblo de buena fe que, a la postre, era el único que sufría y pagaba las guerras y las absurdas emulaciones de príncipes rivales codiciosos.
La Iglesia defendía su independencia, con más éxito o con menos; y con más o menos acierto. A la hora de emitir cualquier juicio sobre sus actitudes, no puede hacerse sin contemplar el conjunto de su relación con el mundo donde se hallaba situada y se verá, como constante, la porfía por mantener una independencia con medios pacíficos para anunciar libremente el Evangelio, no siempre perseguido, pero muchas veces temido por los situados en el poder.
Si la verdad que ella ha de decir no incidiera en este mundo real en que vivimos, no molestaría jamás. Y si incidiera, pero no rozara en absoluto la justicia y las realidades económicas, tampoco le pasaría nada.
El primer anticlericalismo
No hace mucho que Pablo VI, en uno de sus discursos, y a propósito de la moda del anticlericalismo, ya observaba que no surgió, el primero, de las clases populares. Estas se hacen hostiles o críticas de la Iglesia, cuando, abusando de su ignorancia, los más poderosos y astutos las incitan demagógicamente para engañarlas y, así, distraerlas de otros problemas que los situados no podían resolver con su poder y su fuerza, ni con su astucia y saber. Así, por ejemplo, aunque la "Semana Trágica" de Barcelona, en 1909, se achacara a Francisco Ferrer y Guardia y se pretendiera hacer justicia mediante su precipitada condena a muerte y ejecución consiguiente, lo más interesante —nunca aclarado— sería saber quién o quiénes, con qué dinero y de dónde, mandaron a Alejandro Lerroux a aquella ciudad —que, como otras, tenía sus problemas, pero no principalmente religiosos— para que incitara a la violencia y al incendio sanguinario, soliviantando a las masas, que de este modo desviaban, pero no resolvían ningún problema. ¿Qué tenían que ver los conventos incendiados con todo aquel haz de problemas político-sociales? O, en 1834, ¿qué tenían que ver los cien frailes asesinados en Madrid, con la epidemia del cólera, y cómo explicar la pasividad de las autoridades para no atajar los asesinatos?
Si España era pobre, si la sanidad era mala, si el pan era caro, si los mendigos muchos, resultaba, segura y principalmente, de que no había podido, o no {15 (35)} {16 (36)} había sabido, o no le habían dejado, o no había querido administrar mejor un imperio que se le caía de las manos entre algaradas zarzueleras y codicias exageradas de los encumbrados; pero la culpa no era de la Iglesia. Ésta, no dudará en prestar su inteligencia y rectitud —Balmes, o la bondad excesivamente crédula de un hombre piadoso San Antonio M. Claret— para tratar de salvar a España de sus males; pero no lee harán caso.
La desamortización de 1837
En realidad fue un bien para la Iglesia, una purificación; aunque sus autores no pretendieran esto precisamente. Lo lamentable fue que los bienes del expolio no fueran empleados en remediar ningún mal. O lo que es lo mismo:
que fueran a parar a las arcas de los codiciosos de siempre, que nada tocara a los pobres, que la pregonada "reforma agraria" ni se hiciera entonces ni nunca jamás.
No habría inconveniente en traspasar al Estado el cuidado de aquellas obras que la Iglesia atendía, en orden a la cultura y a la asistencia y que, en tal supuesto, pudieran ayudar aquellos bienes —¡y no sólo aquéllos! — a misión tan noble. Pero sabemos que no fue ese su destino, que las pretendidas reformas sociales partiendo de la base económica que ofrecieran aquellos bienes inmovilizados, no llegó nunca; que no revirtió en los pobres, cuyos nuevos amos —cuando se trató de tierras de cultivo— fueron más exigentes y menos generosos que los anteriores; que fue un engaño para el pueblo y un beneficio sólo para los ya establecidos en el poder, para mejorar títulos nobiliarios o constituir la base fácil de otros nuevos. No importa que luego, para "hacer la paz" con la Iglesia, y para no hacerse de mal-ver del todo por los gobernados, se accediera a una mínima compensación que representaba, simbólicamente, la restitución de lo usurpado. Restitución que se llamó, en los presupuestos estatales, "dotación para el clero" o, más vulgarmente, "paga" de los curas, porque sólo la percibían los que tenían, en la Iglesia, "cura de almas".
La Iglesia, cuando se resistía al expolio, no lo hacía con menos derecho, aunque sí con menos fuerza, que la que hubiera opuesto cualquier otra entidad.
La Iglesia no tiene cárceles, ni policía, ni ejército para hacer valer sus derechos con la exigencia de la coerción física. Tiene solamente su razón. En aquella ocasión le faltaban las garantías de que sus bienes se iban a destinar a los fines, aunque no religiosos, de mejoramiento social que se decía. La experiencia no se hizo esperar para confirmar los motivos de esta sospecha. Luego, en todas partes, se ha podido demostrar que nadie ha hecho mejor ni más económicamente, en cultura y en beneficencia, lo que ella ha sido capaz de hacer.
Para qué necesita dinero la Iglesia
En esencia, la misión de la Iglesia, podría bastar en la celebración del culto a Dios y la predicación en libertad del Evangelio. Necesita pues, en esencia, {17 (37)} lo que de soporte material y económico sea preciso para esto: necesita poder formar a sus ministros, necesita poder hacer llegar su doctrina a los hombres, necesita poder celebrar el culto para sus fieles.
Tiene derecho, además, a los derechos que no se pueden negar a nadie: a hacer el bien, toda clase de bien a los hombres. Y derecho a todas las actividades que, en justicia, no se pueden negar a las personas físicas o jurídicas. Los derechos que a ella se le reconozcan dependerá del concepto más o menos exacto que se tenga de la justicia. Tiene derecho a la propiedad, a la libertad, al respeto, a la comunicación. Puede dar y aceptar, decidir, vender, comprar cosas materiales en relación con sus fines esenciales y con sus actividades secundarias, pero siempre benéficas y de las que tomó la iniciativa y el cargo, generosamente, cuando la sociedad más atrasada, era lanzada a las guerras y los poderes no se preocupaban de la asistencia misericordiosa de los cuerpos y de la instrucción de los espíritus.
Hoy, más evolucionada la sociedad, los poderes públicos asumen el deber de la asistencia y la seguridad social, de la cultura, de multitud de servicios indispensables a la convivencia, y la Iglesia se alegra de que sea así. Pero ella, aun en el supuesto del secularismo más exigente, tiene, como otro ente, perfecto derecho a elegir y regular sus actividades, esenciales o secundarias, y a ser respetada. Nadie puede monopolizar el derecho a hacer el bien.
Si todavía es blanco de críticas, éstas proceden de espíritus malévolos y desagradecidos de todo y tanto bien como ella ha hecho a través de los siglos, cuando otros más poderosos económicamente, y más obligados, malversaron riquezas que poco o nada beneficiaron a la humanidad. Y todavía hoy en día, ella acompaña su evangelización, en todas partes, con esa multitud de obras buenas y generosas cuyo valor, económicamente estimable, no se debe criticar, sino reconocer y alabar, como un ejemplo que perdura, impenitente en hacer el bien, a pesar de las pasadas expoliaciones, de las pasadas y presentes envidias y de las ligerezas de siempre, de los que la juzgan sin conocerla, o le exigen sin exigirse.
La edad de las naciones ha pasado: ahora se trata, si no queremos perecer, de sacudir los viejos prejuicios y de construir la tierra.
Teilhard de Chardin
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8. Hacia adelante
CONSTANTEMENTE el pasado del hombre le empuja hacia atrás.
Pero Dios, sin cesar, lo impulsa hacia adelante, hacia el porvenir que le abre.
Cuando el hombre imagina a Dios, se lo representa como dotado de un cuerpo inconmensurable: tanto, que no cabe imaginar un porvenir que pueda ser otra cosa que la pura y simple prolongación de este pasado inmenso.
Pero el Dios bíblico, el que aparece y se muestra en la Sagrada Escritura, vemos que no cesa de recordarle la urgencia de disponerse a construir lo nuevo, totalmente nuevo, y que quiere hacer entender que su eternidad ha de ser para sus creaturas, una desbordante sorpresa, manifestada y crecida poco a poco, hacia horizontes adonde las conduce.
El hombre, en cambio, al pensar en la felicidad y en el paraíso, siente que su corazón se funde de nostalgia, y se vuelca hacia paraísos perdidos. Pero el Dios bíblico intenta, todavía, llevarlo adelante, hacia la Jerusalén celestial, ciudad universal cimentada en el amor de Cristo, que se construye día a día con las piedras vivas que somos nosotros.
El hombre se da cuenta de su miseria, tiene conciencia de su pecado y se siente aprisionado por la fatalidad de sus propios actos:
cae una y otra vez sobre sus propios errores, vuelve rencorosamente mal por mal, y desespera de encontrar una salida a su desgracia.
El Dios bíblico solicita su conversión, lo invita a volver su rostro hacia la esperanza. Concediéndole su perdón, quiere que suprima de su mente la pesadilla de la culpabilidad y le propone ser su amigo.
Desde esta amistad podrá entrar en comunicación con el mundo y con los hermanos: así, el horizonte se ilumina, el porvenir se abre...
Es lo que decía el patriarca Atenágoras: «Si nos abrimos al Dios- Hombre que todo lo hace nuevo, desaparece el pasado, él mismo lo borra y nos brinda un tiempo nuevo en el que todo es ya posible»).
(Del libro de A-M Besnard, titulado "Pour Dieu il n'est jamais trop tard") {19 (39)} LAUS LAUS