Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 130. MARZO. Año 1975.
0. SUMARIO
MÁS ALLÁ del dolor, de la muerte; más allá de las mentiras y de los pecados de los hombres, está la verdad y la vida nueva que Cristo estrena y ofrece a los hombres, asociados a su misterio. Desde el tiempo, pero más allá del tiempo; desde lo humano, pero más allá del hombre; en el mundo, pero más allá de la creación.
El misterio cristiano no es una oscuridad, sino un amanecer. Tal vez nos falte comprender por qué y cómo el Bautismo es un nacimiento.
MEJOR QUE ANTAÑO
EL GOZO PASCUAL
LA FE DIFÍCIL
EN LA VERDAD, EN LA BELLEZA
DERECHOS HUMANOS Y LIBERTAD RELIGIOSA
LA VIDA SIGUE Y EL MUNDO SE TRANSFORMA
CATOLICISMO "DE CONSUMO"
"EL SACERDOTE Y LA POLÍTICA"
LA FE EN EL DIABLO
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1. MEJOR QUE ANTAÑO
HAY QUIEN siente reluctancia a las estadísticas, a los sondeos de opinión, a los estudios sociológicos... No son más que técnicas auxiliares de la capacidad humana, prolongación, en cierto modo, de su alcance natural, recurso inteligente al servicio de su talento observador, de su laboriosidad analítica, previos a juicios y decisiones. Sabemos que los juicios del hombre son aproximados, que valen más por su honestidad que por su matemático acierto, sabemos que sus decisiones, necesitan de continuos afinamientos, precisamente para no abdicar de su perfeccionamiento inagotable. Por eso, cuando se nos habla de cifras en función de la fe o de otros valores espirituales, no podemos darles valores absolutos ni exactos, sino tomarlos como aproximación de la realidad que se describe.
En nuestra época no faltan los que, a propósito del cristianismo, creen asistir a un descenso de su vigor, a una disminución de sus fieles, a vacilaciones que lo inhiben de la realidad que lo reclama...
Si tomamos, por ejemplo, la proporción entre sacerdotes y fieles, en los dos últimos siglos, en España, cierto que asistimos a un descenso relativo de reducción a la décima parte: hace doscientos años que había, en España, un sacerdote por cada ciento cuarenta habitantes, mientras que en la actualidad a un sacerdote le corresponde una cantidad casi diez veces superior de fieles. Pero ¿puede ello tomarse como un descenso de la fe del pueblo cristiano español? ¿Hace dos siglos, la fe de los españoles, tenía la vitalidad de hoy en día? ¿Cuál era la calidad de aquella fe? ¿Qué proyección en la cultura, el compromiso social, la promoción de la justicia, la defensa de la libertad, el respeto de la dignidad humana, que superara, con todas sus deficiencias, la situación actual?
No se trata de desdeñar lo positivo de épocas pasadas, puesto que también aquellos valores han influido en la revitalización y concienciamiento actual.
Lento renacimiento tenemos hoy, pero renacimiento al fin. Se puede objetar que la Iglesia es criticada, incomprendida, que la misma autoridad del Papa es mirada recelosamente o discutida.
Pero no se debe olvidar, por ejemplo, que en el siglo pasado, se tachaba de marxista y socialista a León XIII por haber publicado una encíclica social, óptima en su tiempo, pero de planteamientos débiles si los comparamos con las exigencias de Juan XXIII y de Pablo VI.
Lo que ocurre es que imaginamos que el cristianismo es algo que se alcanza y tiene como un dato que ya no varía. Lo que ocurre es que, entonces como ahora, teníamos y tenemos un catolicismo de adscripción sociológica, heredado, supuesto, sin bastante base reflexiva para un compromiso vital. Y pasa que hoy, al urgir más vivamente este aspecto, se nos cae toda la teatralidad de apariencias que sirven cada vez menos. Si algo se pierde hoy, no se pierde nada, porque se pierde lo que no vale. Por lo tanto, progresamos.
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2. El gozo pascual
EL GOZO de nacer, el gozo de renacer. Porque el gozo es la vida.
Frente a nuestras limitaciones, a nuestros errores, a nuestros males, los hombres reaccionamos con el apresuramiento de remedios provisionales, pero no de curaciones, ni de soluciones totales. No buscamos sentido, solución o remedio de la vida, sino simplemente remedios y correcciones de Aspectos parciales, accidentales, de la vida. Nos cuesta centrar en lo sustantivo la razón, el sentido, la fuerza del todo de la vida: la misma eternidad la dimensionamos y la concebimos como un añadido, como una sucesión de la vida temporal.
Por esto nuestros gozos —también nuestras tristezas, es verdad— son igualmente parciales, efímeros, accidentales. Para que vuestro gozo sea colmados, dijo el Señor; pero nosotros no lo entendemos, a no ser a través de la imaginación de una suma o colección reunido de pequeñas alegrías.
Y Cristo no dijo "gozosos", "alegrías": sino "gozo completo", "alegría total".
Lo dividimos todo y nos dividimos a nosotros mismos. También Dios paso a ocupar una parte, una sección de 1090tros mismos; no dejamos que nos invada, que actúe desde el todo de nuestra personalidad.
Por esta razón, posiblemente, no acabamos de comprender el por qué de la grandeza del gozo pascual, que tiene dos nombres, pero un solo sentido: la vida en Cristo. Vida que se adquiere en el Bautismo, vida que se recupera o restaura en la Penitencia reconciliadora.
La Pascua, quo está en la cúspide, es el centro de todo el culto de la Iglesia, que contiene la plenitud de todo su mensaje cristiano, era la celebración {3 (43)} de la Resurrección del Señor, no solamente en el recuerdo conmemorador de su triunfo sobre la muerte, sino de su eficacia en los hombres.
La alegría por la victoria de Cristo se unía al pozo de ver crecer la vida de la Iglesia por el nacimiento de nuevos hijos suyos, en el Bautismo de la noche pascual. Pero antes, en el mismo orden, recibía, el Jueves Santo, la consolación de la reintegración de los pródigos, de los penitentes que volvían a la casa del Padre. Recuperados éstos, nacidos los bautizados, tras In catequesis que a partir de la Biblia, seguida de espacios de oración, se había llevado a cabo durante toda la Cuaresma. Porque ésta era el tiempo especialmente destinado a la instrucción y preparación de los que iban a ser bautizados en Pascua Y. Además, el tiempo en que serían reconciliados los pecadores públicos. Quedan todavía, en nuestro actual Miércoles de Ceniza, el rito simplificado ―extendido ahora a todos los fieles― por el cual estos pecadores eran excluidos de la comunidad y destinados a la penitencia, hasta su readmisión si daban pruebas de haberse convertido. El Pontifical Romano conserva todavía los vestigios y el carácter colectivo de esta reconciliación, que tenía lugar el Jueves Santo, que era como una Pascua anticipada.
No eran estos simples ritos místico-folklóricos. Una mezcla de legalismo, moralismo y rito de cumplimiento "prêt à porter", con el que hemos trivializado las cosas santas, nos puede dificultar la comprensión de aquellas prácticas, que no desembocan en la curación de remordimientos, sino en el gozo de la conversión y la vida en Cristo: que no corregían un aspecto o añadían una carencia a lo perfectible, sino que contemplaban la totalidad del hombre: que sobrepasaban el individualismo, el privatismo egoísta, porque se pertenecía a la comunidad, y era incompatible la idea de pecado sin entenderla como separación de ella, como traición a ella, como daño causado a los hermanos.
En el siglo IV podemos contemplar a san Ambrosio que obliga al emperador Teodosio a hacer pública penitencia, y el emperador se postra ante la asamblea de los cristianos, como otro pecador, mientras rezan los fieles para que le sea perdonado su pecado. El pecado era que, a raíz de haber sido asesinados algunos funcionarios imperiales en Tesalónica, 61 ordenó una brutal represión. «David ora rey y también fue pecador», decía al obispo excusándose Teodosio: pero Ambrosio le replicó: «Pues si le has imitado siendo pecador, imítale haciéndote penitente». San Ambrosio no temió ser acusado de injerencia indebida en asuntos de orden público; el emperador pudo percatarse que la conversión al Cristianismo le obligaba a algo más que a ostentar el nombre de cristiano, y la Iglesia se gozó de recuperar a un pecador que se reconciliaba con ella.
Ello nos puede dar una idea de la seriedad con que se valoraba tanto el Bautismo como la necesidad de una conversión si éste era conculcado, fuese quien fuese. Ese respeto, esa seriedad, desembocaban en el gozo pascual: algo más, mucho más, que el sosiego y consolación privada y provisional a lo que reducimos, tantas veces, la "paz del alma".
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3. La fe difícil
RETRASAR una adhesión puede ser egoísmo, debilidad, pereza, miedo; pero precipitarla puede ser irreflexión y ligereza. Cierto que los hombres somos capaces de lo uno y de lo otro; pero conviene que sepamos distinguir entre sí ambos extremos, y más particularmente cuando sea para referirnos a los problemas de la fe.
No se trata de hacer la apología de las reticencias, pero no es menos cierto que, quien fácilmente lo cree todo, en la mayoría de los casos lo que ocurre es que no cree nada.
Hay espíritus que van despacio a abrazar la integridad de la fe que se les propone, no por cobardía, sino precisamente por la seriedad con que proceden y por el respeto que Dios les merece. Puede ser, incluso, que yendo más allá de la materialidad del simple anuncio que de Dios les llega, sientan la necesidad de tomar perspectivas que dilaten el marco de la original visión que se les descubre y ahonden en la misma primera verdad que les pone en contacto con el problema de Dios. La fe no resulta de un silogismo, no entra a empujones en el alma, aunque sí debe apoyarse en una profunda y sobrenatural convicción, que ni se improvisa cuando se inicia ni en sus sucesivos desarrollos.
A Newman, después de haberse convertido, le achacaban algunos católicos el que "no hiciera más conversiones" entre sus amigos de la Universidad, y no se daban cuenta que se comportaba de acuerdo con el doble respeto que Dios le merecía y que le merecía la conciencia y la libertad de sus amigos. La Iglesia no aumenta ni se hace más santa porque tenga más partidarios, sino porque tenga más fieles que llegan a la fe y secundan la gracia con y desde la libertad que Dios ha sido el primero en darles y, por igual razón, respetarles. Apostolado no es proselitismo.
Cristo mandó que su Evangelio fuese anunciado a todos los hombres; en Cristo, decía san Pablo, se ha de conjugar y ha de converger todo, porque Dios quiere que todos los hombres lleguen a él; la Iglesia ha estereotipado, desde los escolásticos, la frase de que los sacramentos han de alcanzar y son para los hombres — «sacramenta propter homines». Pero no debemos de olvidar que, cada vez que se dice "hombre" se connota un ser racional y libre, al que destruiríamos con el intento de reducirlo o no dejarle que reaccione y nos responda de acuerdo con sus características esenciales. Sólo las propagandas despiertan reacciones interesadamente dirigidas a obtener la respuesta de la sugestión, sin dar tiempo a la reacción reflexiva y verdaderamente humana. Pero evangelizar no es hacer propaganda.
{5 (45)} En nuestros días se habla mucho —¿demasiado?— de "crisis de fe". Se tiene la impresión, en ocasiones, que la expresión se utiliza para englobar cualquier otra clase de problema o para justificar, entrándola en la corriente de la moda, Dios sabe qué estupidez o ignorancia. Pero no puede negarse que las transformaciones profundas de la vida que nos toca protagonizar, imponen replanteamientos igualmente profundos y decisivos. Esta exigencia, no exenta de riesgos y de dramatismo, es sin embargo saludable en lo que tiene de purificadora, en la autenticidad que reclama ante la asunción de Dios.
Algunas veces, los problemas de las conciencias que buscan y no están lejos del Reino de Dios", no se refieren al núcleo mismo de la fe, sino a derivaciones de su interpretación sobre las más inmediatas responsabilidades que no podemos dejar de asumir ni de relacionar con Dios: sacramentos, oración, deberes profesionales y cívicos, amor, educación, política, justicia social, veracidad... Otro problema, no indiferente, e igualmente compatible con la integridad de la fe, está en la inserción teórica y teológicamente descrita del cristiano en la Iglesia, pero en la práctica tan diluida en la vaguedad comunitaria, anónima, despersonalizada, de una adscripción sociológica no fácilmente superable, para la mayoría de los cristianos. Todo lo cual no hace fácil la fe, si se toma seriamente.
No abogamos por un quietismo fatalista o resignado, que niegue el apostolado, ni por una dejación descuidada en los que acusen los aldabonazos de la fe. Se trata de purificar la actividad, se trata de hacer como hace Dios, sin abdicar de todo lo que somos y podemos, sin deformaciones ni olvidos, humilde, respetuosamente.
Porque Dios es grande, y nunca acaba de conocerse completamente.
Podemos ayudar a conocer a Dios —somos imagen suya—, pero no podemos imponer ni su aceptación, ni todas las consecuencias de su aceptación.
Podemos completar su actividad, pero no podemos suplir la personal de quien ha de aceptarle. Podemos comprender, sin embargo, ―y debemos respetar― a los que sinceramente le buscan, en la medida en que también nosotros le busquemos. Y le buscaremos con tanta mayor sinceridad, como nos respetemos ―también― a nosotros mismos.
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4. Liturgia: En la verdad, en la belleza
NOS QUEJAMOS con frecuencia del devocionismo que todavía padecemos, en amplias zonas, y que sacrifica el valor de la liturgia en aras de concesiones anquilosantes, que se camuflan como tradición venerable cuando, en realidad, no pasan de posticerías para entretener, aunque se llamen actos de piedad. Pero afortunadamente estamos en una situación que parecía envidiable a los que deseaban un reencauzamiento del culto y de la verdadera piedad hace apenas un siglo o siglo y medio.
El Renacimiento había asustado a los cristianos: menos a esos santos que emprendieron una renovación cuyo impulso todavía nos alcanza, a través de las obras que institucionalizaron. La Revolución Francesa fue apenas comprendida, y a ella se unió rápidamente el fenómeno napoleónico que removió toda Europa y, enseguida, la revolución industrial que cambiaba profundamente los emplazamientos y las relaciones de los hombres. Al fatalismo milenarista medieval le sucedía, ahora, el pesimismo o el fanatismo milagrista que se endurecía en intransigencias monolíticas mientras se esperaba una extraordinaria intervención de Dios que restaurara el orden que se creía roto. Es la hora del romanticismo, de los que miran hacia atrás ―historicistas― o se repliegan hacia adentro ―sentimentales―. Pero también es la hora de los que superan cualquier evasión y sacan de la Historia, de la conciencia y de la mirada puesta en el mundo que les circunda, un aliento de verdad, de belleza, de intuición que se proyecta al futuro y que señala caminos de renovación.
Es en este momento que aparece el gran impulso del renacimiento litúrgico de la Iglesia, y su hombre es el benedictino Próspero Pascual Guéranger. Su figura pertenece a una colección de hombres de mente clara, de corazón valiente y enamorados de la Iglesia, que señalan el principio de la renovación contemporánea del Cristianismo en Occidente.
Comienza la renovación litúrgica en Francia, con Dom Guéranger, y sus "Instituciones Litúrgicas" y el más divulgado "Año Litúrgico". De Francia pasa u Europa y, en España, a principios de este siglo, entra y se mantiene en Montserrat. No más ni menos lento aquí que en otras partes. Persiste la cerrazón de un tradicionalismo mal entendido, que se opone o resiste, por lo menos, al "movimiento litúrgico", el cual, a pesar de todo, trabajosamente es verdad, avanza por toda Europa y logra, casi ya en nuestros días, algunas reformas, hasta que {7 (47)} se celebra el II Concilio Vaticano, cuyo primer documento será dedicado, precisamente, a la renovación de la Sagrada Liturgia.
La renovación litúrgica que, en un principio se apoyaba en la revisión histórica y la restauración del canto gregoriano, llega a nuestros momentos en log que se plantea la invención de formas nuevas, más adecuadas al hombre y a las circunstancias actuales.
Llegaremos a ver algunas de estas reformas. Pero lo importante será que sepamos recoger el espíritu de los pioneros que las hicieron posibles, tanto tiempo atrás. Que amemos a la Iglesia, que venzamos las turbaciones del vaivén que conmueve nuestra época, que seamos sabios, que ―como ellos― sintamos un gran respeto a la originalidad cristiana y una gran valentía frente a la novedad entusiasmadora de cada instante, para que, con unción, con sentido y cultivo de la belleza, recojamos, inventemos y ofrezcamos signos de conjunción que nos reúnan y hermanen en el culto que hay que dar a Dios. Esos pioneros no fueron ni arqueologistas románticos, ni gentes que jugaban a estrenar novedades, o "'a ponerse reformas" porque creyeran que se les había hecho viejo el último juguete estrenado. Lo que ellos nos dieron no se hizo viejo, sino que se fue desarrollando, a pesar de las oposiciones y las incomprensiones de los timoratos, de los cerriles o de los ignorantes, hasta provocar el actual clima de apertura, indudablemente prometedor ante el futuro.
En este año se cumple el primer centenario de la muerte de este gran hombre que fue Dom Guéranger, abad de Solesmes. No podemos olvidarnos, más cerca de nosotros mismos, de los primeros que aquí recibieron e impulsaron aquella renovación: Marcet, Gomá, Cirera, Carreres, Clascar, Gubianas, Sunyol...
Y, precisamente fallecido en estos días, no podemos olvidarnos del benemérito escolapio padre Miguel Altisent, ese gran apóstol del canto gregoriano, sabio, trabajador, optimista, generoso, de labor fecunda no solamente en la dirección y magisterio en el Pontificio Instituto de Música Sagrada de Milán, en tiempos del cardenal Schuster, sino también del Conservatorio Municipal de Música y del Seminario Conciliar de Barcelona.
Ellos supieron edificar el culto a Dios en la verdad, la unción, el gozo, la belleza, y darle la elocuencia sobrenatural del signo que, sin beaterías ni falsificaciones, reúne junto a la mesa del Señor, como retoños de olivo, a los hijos de la Iglesia.
Donde la Iglesia obtuviera una zona de "libertad" para ella sola, no pasaría, a lo sumo, de conseguir "otra' esclavitud que le impediría ser universal.
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5. DERECHOS Y LIBERTAD
CUANDO la Iglesia defiende los derechos fundamentales humanos frente a instancias internacionales o nacionales, frente a grupos o individuos, trátese de derechos sociales, políticos, culturales o cualesquiera otros, está defendiendo la libertad religiosa, y no puede defender a ésta sin defender a aquellos porque nacen de la misma raíz teológica. El que arranque un derecho, extirpa el manojo entero.
Cuando la Iglesia defiende la libertad religiosa de los católicos está defendiendo la de todos los hombres, y no puede defender la de aquéllos sin la de éstos: si algo ha quedado, además, claro en el Concilio es que la Iglesia renuncia a situaciones de privilegio que sean exclusivamente tales: se contenta con ejercer los derechos humanos también en el campo de la libertad religiosa. (Y, cuidado con batir palmas antes de tiempo, no exige poco.) Podrá llamar la atención que en un país donde la situación histórica de la Iglesia ha parecido (y en muchos aspectos ha sido) privilegiada, afirmemos que es preciso aplicarle en adelante todos los corolarios prácticos del principio de libertad religiosa.
En efecto, habrá que vencer muchas rutinas en la mentalidad de los ciudadanos, muchas resistencias en la de algunos políticos, muchos malentendidos sistemáticamente cultivados contra el Concilio.
La Iglesia quiere libertad para organizarse internamente. Comienza por querer decidir sin intromisión exterior alguna el nombramiento de los sucesores de los apóstoles (es problema interno de la Iglesia si estos obispos van a ser auxiliares, coadjutores, arzobispos o cardenales, cuántos y con qué tareas).
Es la Iglesia la única a quien toca decidir si va a organizar conferencias episcopales, nacionales, o internacionales (para la Iglesia, lo internacional es sólo regional) y qué atribuciones van a tener. La resistencia a reconocer la personalidad de la Conferencia Episcopal o de comisiones episcopales especializadas es poco realista: la Iglesia se presenta ante el Estado tal como ella quiere ser y es. De la misma manera, si el Concilio ordena establecer consejos presbiterales y pastorales, las diócesis los establecerán, y las relaciones del Estado con las diócesis tendrán en cuenta la estructura que las diócesis se habrán dado a sí mismas.
Hasta con diáconos permanentes si los obispos se han decidido a ordenarlos.
Las circunstancias territoriales de la Iglesia son cosa suya tanto si se trata de archidiócesis, diócesis, arciprestazgos o parroquias, como de los nombramientos de sus curas de almas. Por ejemplo, dentro de las fronteras de un Estado no pueden ser criterios políticos los que determinen la distribución de archidiócesis, sino precisamente pastorales, que eviten que nadie considere a la Iglesia como instrumento para la realización de otros objetivos que los del espíritu, por legítimos que en sí sean.
Jesús Iribarren, en el diario "YA", 22-1-75.
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6. La vida sigue Y el mundo Se transforma.
POR LOS DATOS que tenemos los hombres actuales, nos es imposible reconocer una transformación en las ideas y un cambio en la visión del mundo y sus relaciones con los demás hombre que haya sido más profundo y extenso que el que Jesucristo nos traja con su mensaje, con el ejemplo de su vida, con la perpetuación de su influjo a través de la Iglesia, que quiso formada de hombres, a los que prometió no abandonar, pero aseguró, igualmente, que irían creciendo en el conocimiento de la verdad que, recibida del Padre, les transmitió a ellos, hasta que se acabara la construcción del Reino que el iniciaba y cimentaba en su sacrificio, en la entrega de todo su amor a la Humanidad.
{10 (50)} La vida sigue. Él lo confirma con su resurrección, a la que asocia, por la fe y la gracia, a todos los que creen en él.
Desde Pascua, la vida es diferente por el mundo. Los que solamente buscan seguridades, vacilan, dudan y posiblemente acaben por abandonar a Cristo. Los que buscan una verdad creciente, los que encuentran en él al Hombre divino, al Dios humano, ya no Le abandonan jamás; él es el nudo entre contingencia y transcendencia y desde él, es posible el camino de una progresiva a inocente liberación.
Terrena para un solo hombre y para todos los hombres.
Cristo no pide la parte de nada de lo nuestro: nos deja libres y por eso lo pide todo. No es el consuelo, o la razón, o el remedio, o la recompensa de nada:
es el principio y el fin de todo: es la Vida. No cabe abrir paréntesis al tiempo, a las fuerzas, al amor: Cristo suma y resume todo, Cristo abraza al hombre entero: no le da nada el que sólo le dé pedazos, recortes o sobras de su ser, de su trabajo, de su Ilusión, de su esperanza, de la razón de todo su existir.
Cristo no completa la Humanidad, sino que in salva, la libera, la redime, Cristo no añade, sino que transforma.
{11 (51)} Cristo ha entrado en la Historia y ha tomado gestos nuestros: ha andado por nuestros caminos, y su voz se ha hecho eco en las manos del aire, Y su mirada luz en los rostros de los hombres, y su gracia ha limpiado de tristezas los corazones afligidos y ha liberado de angustias a los pecadores.
¡Ya es posible ser buenos y recoger las fuerzas enardecidas para seguir adelante y hacer un mundo nuevo, como nueva es la vida que él estrena y comparte con nosotros!
En él, el misterio de esta transformación se llevó a cabo de una vez para siempre; pero en cada hombre, luego, se está haciendo siempre, indefinidamente, porque no cabe, ni acaba en un momento, mientras la vida sigue para cada mortal y para el mundo.
Por esta razón no entiende a Cristo el que confunde la fe con una adhesión estática, supuesta implícitamente perdurable. Hasta en el seno de la Iglesia la vida de fe está sin cesar sometida a sacudimientos que la estimulan y disponen a una mejor interpretación del mundo y de los hombres a la luz de Cristo.
Siempre está amaneciendo; siempre aparecen luces nuevas en los caminos del mundo y Cristo andando por ellos, al encuentro de los que creen en él, aun mezclando la fe con confusiones y temores, mientras les dice todos los días, como a los discípulos: «¡No tengáis miedo; yo os precedo; id a todos los hombres y anunciad mi Evangelio!...».
San Pablo añadirá: «¡Cristo ya no muere más!» Nos falta, solamente, comprender, inscribir en la suya nuestras muertes, las contradicciones de los límites humanos, de los errores y malicias no redimidas todavía, y surgirán de estos dolores "cristianos" la fuerza liberadora de la Humanidad, la construcción del Reino de Dios.
CRISTO va llegando a su plenitud, por nuestra colaboración, suscitada por el mismo, a partir de todas las creaturas. Nos lo enseña san Pablo. Hay quien se imagina que la creación ha sido terminada hace mucho tiempo, lo cual es erróneo, ya que la prosigue en las zonas más bellas y profundas del mundo.
Hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de alumbramiento (Rom 8,22). Y nosotros colaboramos a continuar la creación, aunque sea con el trabajo más humilde de nuestras manos. Este es, en definitiva, el sentido y el premio de nuestros actos. Por medio de cada una de nuestras obras, trabajamos, atómicamente, pero realmente, en la construcción del Pléroma o, por mejor decir, contribuimos a completar la perfección de Cristo.
TEILHARD DE CHARDIN en milieu divin.
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7. Catolicismo «de consumo»
A CIERTA actualización o pervivencia de deformaciones pasadas, se le podría llamar hoy "catolicismo de consumo". No puede tener su origen en la verdadera y misma Iglesia, porque se lo impide, afortunadamente, la Escritura siempre abierta, la Palabra de Dios que es viva y cortante, el ejemplo de los santos, la historia de dos milenios, las actitudes y las voces de los profetas de nuestros días, la asistencia del Espíritu prometido. Allí donde callaran los hombres, hablarían las piedras. ¿O es sólo dulce y lejana poesía el Evangelio del Señor?
El consumo
El consumismo, por lo menos en Occidente nos sitúa en una sociedad en la cual, bienes y servicios se producen y se consumen, de forma creciente, por los miembros que se integran en el sistema, con igual creciente satisfacción; es un modo de igualar al hombre no transformándole, sino añadiéndole más cosas Y más necesidades; es pretender servirle decírselo, por lo menos, no a base de ofrecerle lo que necesita, sino fomentándole necesidades para que esté pendiente, deseoso, de lo que interesa —desde los polos de la economía, del poder— darle. No se colman necesidades, sino que se crean, se artificializan, se manejan, excitan y dirigen, para que solicite precisamente lo que se le quiere dar o vender. El consumismo tiende, especulativamente, a satisfacer necesidades que sólo él crea, por imposición o sugestión activa; no a desarrollar, respetándolo, al hombre como es. El hombre como persona interesa poco; valen en cambio, las cantidades, el número y la cifra. Cuando lo que se trata es reducible a cantidad, se hace manejable, utilizable. La cantidad es el alma, lo demás es papel fino de fantasía que lo envuelve, adorna y disimula la rudeza o la dureza, fría, intrascendente.
El consumismo, si por una parte tiende a una cierta integración de las clases sociales, aunque sin producir la hermandad entre los hombres, por otra crea hábitos y moldea mentalidades igualmente despersonalizadas: incapaces de pensar", imprudentes para elegir, impotentes para bastarse. Sus alegrías no serán las de estrenar el gozo de algo que acaban de crear, sino de llegar a tocar o tener lo que se ilumina en los escaparates. No inventan, sino que compran y gastan; 110 aprenden, sino que se divierten; no se alimentan, sino que mascan o paladean; no aman, sino que se consuelan y detienen en el placer; no se preparan para la vida, sino que se equipan para mejor aprovecharse de los demás.
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Consumo y espíritu
El consumismo materializa al hombre; sofoca su desarrollo espiritual y, apenas adquiere una pseudo-adultez, agudiza su egoísmo y canaliza por el cualquier valor espiritual que se le presente. Con tal que se tenga en cuenta ese egoísmo, que se fomente discretamente, que se responda a su estimulación de manera adecuada, sin ofender vanidades, es posible endosar productos espirituales (?) con la seguridad de su aceptación. Es posible vender cuadros para decorar paredes, y metros de libros para llenar estanterías de bibliotecas sin que el adquirente entienda de pintura o lea libro alguno; es posible encontrar quien patrocine una obra cultural, no por amor a la cultura, sino porque el precio de la protección resulta proporcionado y ventajoso —todo considerado— para el prestigio del protector...
Y, cuando lo espiritual no sólo es arte, literatura o cultura en general, sino que incluye a Dios, también es posible etiquetar productos preparados para consumir. Pero entonces nos encontramos que lo espiritual se nos reduce a psicológico porque descendemos al terreno del sentimiento y de las sugestiones, con el nombre de Dios al fondo.
Catolicismo "de consumo"
Sería posible, por ejemplo, despertar miedos, cultivar escrúpulos, o levantar ilusiones cuya respuesta posterior estuviera en el contenido de una religión que ofrecemos. Como se ofrece un calmante para una dolencia física, podríamos hablar de un tranquilizador para las conciencias; en vez de proponer un ideal verdadero, podríamos entretener los sentimentalismos... En el caso del Cristianismo bastaría que silenciáramos toda la fuerza de su carga positiva, compensándola o frenándola con respuestas a invenciones o exageradas necesidades espirituales (por no decir individualistas), a partir de parcialismos y deformaciones de lo que es auténtico cristianismo.
i No faltan los que, en moral, en liturgia, en disciplina de sacramentos y en alguna otra materia, silencian o tardan en declarar el valor de lo estrictamente preceptivo y presentan como preceptos lo simplemente directivo; los que pretenden crear incompatibilidades entre el significado del Evangelio y el orden de la Iglesia; los que se pegan a las letras y sofocan el espíritu... Los que hablan hasta la saciedad de lo que es "conveniente" como si se tratara de lo verdaderamente necesario" y silencian lo realmente "necesario"... como si no fuera conveniente.
Claro: un catolicismo que se entendiera así no impondría radicalizaciones ni exigencias totales. Y por eso resulta más cómodo dar la vuelta y hacer excursiones consumiendo accidentalidades que nos eviten el compromiso de lo auténtico y válido. Por ejemplo: nos gustan más los espectáculos litúrgicos que decidirnos a hacer y mantener comunidades eucarísticas; preferimos que nos hablen de la confesión "de devoción" que de la conversión de los pecados y, si nos hablan de pecados, que sea dándonos enseguida la fórmula automática {14 (54)} que nos tranquilice, a nivel íntimo, anónimo, descomprometido e individualista, a que nos encaren con la verdadera significación del pecado en lo social y nos digan y señalen qué son y dónde están estos pecados.
Un catolicismo reducido a artículo de consumo psicológico, como gastronómico lo sea una receta de cocina, en la indumentaria y la elegancia, una prenda de vestir, o en lo estético una propaganda para adelgazar sin pasar hambre, está a pique de no tener más importancia ni trascendencia que lo que convenga, en su orden, al paladar, a la moda o a la buena salud.
El consumismo ha traído los supermercados, cuyo éxito parece que está en que, además de que constituye un permanente espectáculo-feria, ofrece despersonalizadamente lo que la aparentemente libre sugestión del visitante al fin elige... y paga.
No faltan los que imaginan una Iglesia como un gran y universal supermercado de gracias, en la que uno entra y permanece anónimamente y utiliza los mecanismos sacramentales para tranquilizarse o consolarse entre paréntesis vitales de evasión del mundo de la realidad para subir a fantasías momentáneas en las que parece que se está cerca de Dios, porque se está lejos de todo. Un Dios consumido por el sentimiento, o que justifica tras los resquemores del remordimiento; pero del que no se quiere que nos pida nada, más allá del silencio.
Hay catolicismo de consumo allí donde funciona la alternativa miedo— consuelo, acomplejadora, y generadora de mansedumbres fingidas, de sonrisas sin amor, de virtudes adquiridas o construidas como las colecciones de los álbumes. Hay catolicismo de consumo {15 (55)} allí donde el medio justifica el fin o, por lo menos, preocupa más que el fin; allí donde la organización substituiría al Espíritu y el sentido de empresa la vida fraternal. Se aleja, en cambio, esta tentación, allí donde se entiende principalmente como positivo, constructivo, proyectado y compartido, en el mundo, en la vida, el Evangelio del Señor.
El peligro de un catolicismo de consumo se aleja en la medida que vayamos haciendo más presente y total en nuestros actos, esa Iglesia en la que nos incorporamos a Cristo, y, por supuesto, en la medida en que nos respetemos y respetemos al hombre. Si no partiéramos de esa actitud y esa honradez no podríamos entender jamás por qué razón Cristo dijo a Pedro y a sus compañeros:
«Os haré pescadores de hombres», y, en cambio, no dijo a Mateo o a los del Templo: «Os haré mercaderes de hombres».
¡SEÑOR JESÚS!
Mi Fuerza y mi Fracaso eres Tú.
Mi Herencia y mi Pobreza.
Tú mi Justicia, Jesús.
Mi Guerra y mi Paz.
¡Mi libre Libertad!
Mi Muerte y Vida, Tú.
Palabra de mis gritos,
Silencio de mi espera,
Testigo de mis sueños,
¡Cruz de mi cruz!
Causa de mi Amargura,
Perdón de mi egoísmo,
Crimen de mi proceso,
Juez de mi pobre llanto,
Razón de Mi Esperanza,
¡Tú!
Mi Tierra Prometida
eres Tú...
La Pascua de mi Pascua,
¡nuestra Gloria
por siempre
Señor Jesús!
Mons. Pedro M. Casaldáliga, C.M.F.
No podemos suponer lo que no existe.
Suponemos tener una fe que nos falta.
Suponemos un cristianismo, en la sociedad, que todavía está por desarrollarse.
Suponemos unos éxitos que sólo están en la fantasía de los hombres que pretenden protagonizarlos.
Suponemos demasiadas cosas, cuando nos referimos a Dios; en último término, suponemos que él cuidará de suplirnos en todo.
Cuando cunde la tristeza, o el desaliento por parecernos que se derrumban logros, o que se niegan triunfos, en realidad deberíamos creer que sólo se desvelan verdades: desaparecen los sueños.
Dejemos de soñar, y construyamos. Desde la verdad, buscada, recogida, vivida, proclamada.
Lo demás no lleva a Dios.
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8. «Cartas cristianas» del cardenal Enrique y Tarancón sobre "El sacerdote y la política"
«Son muchos los que acusan a la Iglesia de hacer política desde el momento en que ella deja de hacer su política». En el semanario diocesano "Iglesia de Madrid", tiene costumbre de publicar cada semana una colaboración el cardenal y obispo de aquella archidiócesis, bajo la rubrica general de "Cartas cristianas". El pasado 17 de febrero aparecía la primera de una serie, sobre el mismo tema, que reproducimos a continuación.
LA OPINIÓN pública está francamente desorientada. Se dice y se repite con machacona insistencia que la Iglesia "hace política".
Que muchos sacerdotes se olvidan frecuentemente de su sagrada misión y abordan temas y toman posturas que no les corresponde, porque son de marcado carácter temporal.
Algunos han llegado a afirmar que el Concilio Vaticano II y varios Sínodos de los obispos, particularmente los dos últimos, han querido dar a la misión de la Iglesia una proyección más quo temporal, especialmente política, que está fuera del encargo que hizo a la Iglesia Jesucristo y que no se compagina con el Evangelio.
Creo que es indispensable hacer un poco de luz sobre esta cuestión, en beneficio de todos. Y aún juzgo indispensable anteponer unos "prenotandos" que nos ayuden a centrar el tema.
1.° Es necesario advertir, en primer lugar, que esta acusación no es nueva.
Se va repitiendo desde el principio a lo largo de toda la historia de la Iglesia.
Las acusaciones que los escribas y fariseos presentan ante Pilato contra Jesucristo son acusaciones políticas:
«Prohíbe pagar el tributo al César».
«Solivianta al pueblo». Por eso le presentan el dilema con toda claridad en el plano político: «Si sueltas a éste, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César».
2. ° Los que hemos vivido en España en tiempos de la segunda República, somos testigos de que también entonces la persecución del Gobierno contra la Iglesia, la quema de conventos, las leyes discriminatorias contra los católicos se querían justificar por razones políticas: «La Iglesia es enemiga del {17 (57)} régimen». «Los frailes son enemigos del pueblo, que ha dado a sí mismo la República».
3. ° Es evidente, además, que en otras épocas relativamente recientes, el clero español estaba enormemente "politizado". Había curas "carlistas", "conservadores", "liberales". Y nadie se extrañaba demasiado de ello, aunque, en no pocas ocasiones, Bu postura política casi les enfrentase con sus obispos y hasta con el Papa.
4.° Tampoco extraña ahora, en algunos ambientes ―en aquellos, precisamente, en los que más se protesta por la supuesta politización de eclesiásticos― que existan curas plenamente identificados con tendencias o movimientos políticos de signo extremista conservador.
Todos estos hechos nos demuestran que el problema no es tan sencillo ni tan claro como quieren hacernos ver los que se rasgan públicamente las vestiduras ante cualquier afirmación de un sacerdote que no les resulta grata o ante cualquier postura sacerdotal que choque con su postura política.
Y que las acusaciones que se formulan contra la Iglesia en general o contra obispos o sacerdotes en particular, no siempre son desinteresadas ni obedecen a motivos exclusivamente religiosos. [1] 5.° Es un hecho constante, además, que todos los gobiernos de todos los tiempos y de todos los pueblos han querido "utilizar" la fuerza moral de la Iglesia.
Con rectitud de intención muchas veces ―la Iglesia puede ayudarles para mantener el orden y la paz de la sociedad―, con intención menos recta, otras ―quisieran "servirse" de la Iglesia para apoyar sus propias convicciones o posturas políticas―, lo cierto es que es esa una constante en la Historia.
Las mismas persecuciones contra la Iglesia obedecen, la mayor parte de las veces al hecho de que no puedan conseguir ese servicio que ellos le piden.
La Iglesia, entonces, hace política, según ellos, precisamente porque se niega a hacer "su" política.
6° La postura del Concilio ha pretendido clarificar ese aspecto que en demasiadas ocasiones estaba confusa.
Ha querido concretar la acción de la Iglesia —también en ese campo— para evitar los perjuicios que el anterior estado de cosas había producido a la Iglesia.
En teoría, ya casi todos aceptan el planteamiento del Concilio.
La "independencia" de las dos sociedades Iglesia-Estado, y de las dos autoridades dentro de una correcta y leal colaboración en beneficio del hombre a cuyo servicio están tanto la Iglesia como el Estado.
Pero no parece fácil hacer entender que la colaboración se puede prestar y consintiendo o disintiendo, alabando o criticando, siempre que la crítica sea justa, razonable, correcta y respetuosa.
Ni es fácil conseguir que las ideas encaucen y moderen las apetencias particulares, sobre todo cuando una práctica de muchos años y unas ideas aceptadas como permanentes han hecho cristalizar una actitud mental muy arraigada.
Es necesario tener en cuenta esos "prenotandos" para poder hablar del tema "El sacerdote y la política" con serenidad y para que se haga la luz en esa confusión en que nos vemos envueltos.
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9. La fe en el diablo
Resulta cómodo echar las culpas al diablo. Es el recurso pobre del que quiere excusarse de los propios yerros: como si la vida fuese un concurso de tensiones que nos sujetan opuestamente, Dios hacia el bien, y el diablo hacia el mal; como una lucha entre dos poderes, de resultado incierto; como si Dios pudiera "perder". Reproducimos unas palabras del teólogo Peter Knauer, de la Facultad de Teología de Frankfurt, sobre el diablo.
PIENSO que un católico ni tiene que creer, ni necesita creer, ni puede crear en el diablo. Sencillamente: porque la fe de los cristianos se refiere sólo a Dios... En la fe se trata de nuestra unión con Dios y de nada más; se trata de nuestra participación en la relación divina de Jesús, y por eso la existencia de seres creados nunca puede ser objeto de fe.
Si se me preguntara sobre la existencia del demonio, yo respondería lapidariamente con san Pablo: «Los ídolos no son nada». Y puesto que se habla tanto del diablo, se podría decir en todo caso: con este nombre se alude a toda forma de divinización del mundo, en contraposición a la fe como unión con Dios: cuando uno se hace un dios a su medida, cuando uno se adhiere absolutamente a cualquier cosa de este mundo, cuando uno tiene una mentalidad humana". Es una manera simbólica de querer tener a Dios de otra manera, a querer alcanzarlo de forma distinta que en la fe.
Con frecuencia se habla del diablo como si fuera una naturaleza personal y no meramente un símbolo. Pero si es que tiene una personalidad, es en todo caso una personalidad que recibe prestada de Dios, en cuanto que uno pervierte en cierto sentido la relación personal que mantenemos con Dios en la fe, orientándola hacia algo del mundo.
La fe en Jesucristo me libera de la necesidad de creer en un demonio. Ella hace innecesario el imaginar un mundo poblado de toda clase de espíritu y me sitúa en el mundo real.
Cabe preguntar si hay espíritus puros, ángeles o demonios. Pero esa cuestión ya no pertenece al ámbito de la fe, si es que bajo la fe se entiende una relación exclusiva con Dios.
{19 (59)} LAUS LAUS