Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 132. MAYO. Año 1975
0. SUMARIO
La verdad hace libres; la libertad facilita el entusiasmo espontáneo del bien; la actividad llevada con el gozo de Dios en el alma es el mejor apostolado y, seguramente, el único verdadero apostolado. Y el apostolado resume todo el amor a la Iglesia y todo lo que puede hacer un ser humano que se consagra a Dios. Dedicamos este número a nuestro Santo Padre Felipe Neri, que es ejemplo de libertad en el amor, de fidelidad en el bien, de entusiasmo por la Iglesia, a la que amó y sirvió, de una manera original y al mismo tiempo sencilla, en una época que se parecía mucho a nuestros tiempos.
LLEGAR A ROMA
DE SUS DÍAS Y DE NUESTROS DÍAS
SE TRATA DE SER, O DE RENUNCIAR A SER
«DE LOS CARDENALES, EL ROJO...»
EL TEMPLO, UN SIGNO
LO INSTITUCIONAL EN EL ORATORIO
ROMA, VOCACIÓN DE SAN FELIPE
{1 (81)} Director: Ramón Mas Casanelles
Edita e imprime: Congregación del Oratorio
Placeta de S. Felipe Neri, 1
Apartado 182 - Albacete
Depósito Legal AB 103-62
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1. LLEGAR A ROMA
EN ITALIA y especialmente en Roma, existe una expresión ―que tiene sin duda sus equivalencias en otras partes― para designar a aquellos que, de alguna parte, llegan a la Ciudad Eterna, con el propósito de alcanzar un puesto lo más digno posible, en la escala de las promociones humanas, porque no se han resignado con la suerte de su origen llegaban a Roma los llamados, llegaban los que se hacían llamar, y "llegaban" los que, metidos en la ciudad, se adscribían a personajes influyentes, o emprendían estudios que les dieran notoriedad:
para que, destacándose, finalmente fueran "colocados" o "Ascendidos".
Algo tiene que ver con ello el refrán de que «todos los caminos van a Roma», si bien no era menos cierto que eran más bien los caminantes quienes pensaban ir a Roma, porque era llegar a algo. Por esto les llamaban ―y la expresión no se ha perdido del todo― "gli arrivati", es decir los que, finalmente, han llegado a coronar una ambición.
Alrededor de la estructura administrativa eclesiástica se arremolinaban los mendigos de las calles y los ambiciosos de los palacios. Provenientes, unos, y huyendo de su origen miserable, acudían atraídos por el relativo esplendor de cuyas migajas les alcanzara algo para subsistir Y así remediar su verdadero pobreza o, en no pocos casos también, usarla como disimulo de la holganza y de In pereza, con el disfraz picaresco de la mendicidad. Otros, en cambio, y quién sabe si más pobres", se introducían en el laberinto de una diplomacia interesada en el cultivo de las propias "ambiciones cortesanas", y raro era que de tal insistencia no se lograra, al fin, algún éxito.
Roma, de alguna manera capital de Occidente y centro visible de una sociedad ―la Iglesia― universal, era como la meta y el punto de partida, a la vez, de todos los caminos. Desde todas partes se iba a Roma, y desde Roma se podía alcanzar a todas partes. Piedad o ambición, miseria o sabiduría, podían recorrer el mismo camino.
De donde el sentido peyorativo dado a la expresión de "gli arrivati" en busca de situación, así que la obtenían, disimulada o no con la piedad, el celo o la sabiduría. Por esto, en las primeras Reglas del Oratorio, se establecía que sus miembros uno pueden pedir ni aceptar cargos… ni frecuentar curias, ni solicitar para sí o para otros oficios o beneficios..
A pesar de que, también entonces, en amplios sectores de la gente simple y pueblerina, no eran mal vistos los ascensos de aquellos que veían encumbrarse, porque aquellas prosperidades se consideraban, a veces, como algo en lo que participaban, {3 (83)} dado que el hombre siempre ha propendido a extraer de si mismo o a aproximar a sí mismo sus héroes o sus ídolos.
Las ideas de san Felipe, en cambio, eran totalmente diversas. Ni para si mismo, ni para los suyos quiso jamás ninguna dignidad, y sabemos por la historia cómo fueron recibidas las primeras impuestos por la autoridad del propio Pontífice, a algunos del Oratorio, que huyeron para no ser alcanzados y obligados a aceptar.
o cedieron sólo ante el categórico mandato que ofrecía, como alternativa, la misma excomunión.
Cuando san Felipe llegó a Roma, no lo hizo ni como candidato a la profesión de la mendicidad, ni para "hacer carrera en las promociones tentadoras que, sin duda, habría podido alcanzar'.
San Felipe llegó a Roma atraído por la idea de poder vivir en ella cerca de todo lo que le podía satisfacer en sus ideales de santidad: Dios, la Iglesia, los Santos ...
No acudía a Roma huyendo de la pobreza material, sino, más seguramente, buscándola: no acudía allí añorando grandezas, porque en Florencia, menos grandilocuentes, pero mejor armonizadas, las podía conservar en la tradición renacentista, de arte, saber y letras, que entonces la mantenían, todavía, como la "Atenas" de Europa.
San Felipe llegó a Roma y sintió renacerse a si mismo: allí, de un modo sencillo y original al mismo tiempo, podría entregarse a Dios enteramente. Lo comprendió así, lo creyó posible y se quedó.
RASGOS ESENCIALES DEL ORATORIO.
―Prevalencia de la caridad sobre la ley.
―Espíritu de fe y oración, y de caridad y servicio, estimulado y alimentado por el estudio familiar de la Palabra de Dios y el trato espiritual.
―La Eucaristía como centro de toda la vida.
―Dedicación al bien y al progreso de la Iglesia, por la peculiar vinculación del Espíritu a su misterio.
―Entrega a la Congregación, de sus miembros, por la libre voluntad de permanecer siempre en ella hasta la muerte. Sin votos, juramentos o promesas. Libertad que concuerde al máximo con el espíritu del Evangelio.
Su fuerza, como en las primeras comunidades cristianas, debe consistir más en el mutuo conocimiento, en el respeto y en el verdadero amor a la convivencia familiar, que en la multitud de miembros.
(De las Constituciones)
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2. De sus días y de nuestros días
LOS MÁS recientes historiadores de san Felipe no han dejado de notar la semejanza de su tiempo con el nuestro y, en apoyo de este paralelo, afirman que sería un santo de nuestros días.
Pero los santos lo son, precisamente, porque alcanzan esa posibilidad valoradora que les universaliza. La Iglesia, cuando los proclama y propone sus ejemplos, más que medir la grandeza de sus méritos ―otros cristianos no proclamados santos, pueden también tenerlos a cuales. O incluso mayores― lo que reconoce es la aptitud para que puedan proponerse a todos los fieles.
El mismo hecho de la reducción del calendario, hecha recientemente, obedece, no a una revisión por la que se desvaloriza los santos excluidos del calendario universal, sino que se estima que su ejemplo no es tan extensivo; a algunos, en efecto, sin cancelarlos de la lista, los reduce a la veneración de sólo una parte de la Iglesia (nación, diócesis...) Por esto puede decirse que los tantos del calendario universal, son de todos los tiempos y son para todos los hombres. Al menos en la intención de la Iglesia al proponerlos como ejemplo, de manera oficial y litúrgica, a todos los fieles.
Por otra parte, en el caso de san Felipe Neri, es verdad que su tiempo y el nuestro están en profunda relación; y también es cierto que, su estilo, sería adecuado especialmente para nuestra época.
No estamos tan distantes, en el tiempo, porque todavía nos movemos, históricamente, al impulso que tomó el mundo del Renacimiento. De aquella época a la nuestra, no registramos ―O no "acabamos" de detectar― fuerzas transformadoras de tan decisivo influjo. Fue una época en que el mundo se rompió y se duplicó al mismo tiempo; pero esto que ocurría fuera, se producía igualmente dentro del hombre mismo. Por una parte la escisión protestante y la inesperada perspectiva de un Mundo nuevo, más allá de los mares; por otra y desde las fuertes corrientes humanísticas del siglo XIV, al redescubrimiento del hombre mismo que podría resumirse, sin necesidad de oponerlo a Dios, en la idea de "secularismo". No era crisis de la Iglesia, sino crisis del mundo, lo mismo que ahora. Era también el momento en que la Iglesia se esforzaba por buscar como ofrecer a los hombres el Evangelio. No era una oposición de la Iglesia al mundo. Era una época para santos, también como ahora.
Se terminaba un período en el que ya no cabía la idea de una Cristiandad cerrada, de un mundo contenido en el círculo de un orden presidido por Dios, con sólo el contraste de la infidelidad anti-cristiana, imagen del infierno, {5 (85)} donde termina la tierra o donde termina la fe, y que por ello había que temer o había que combatir. Los que no están en la Iglesia no son, por necesidad, tenidos por enemigos de Dios. Mientras que en Europa Lepanto actúa de nivelación compensatoria en la balanza del descalabro protestante, más lejos de estas miras del triunfalismo "cruzado" y mundano de una fe utilizada como complemento político, se abren las perspectivas de una porción innumerable, todavía no medida, de Humanidad, inocente e ingenua, en pro de la cual no faltarán, enseguida, hombres de Iglesia sabios y honestos ―Vitoria, Bartolomé de las Casas... ― que los defenderán no solamente desde el reconocimiento de su derecho a la independencia, y a no ser "conquistados", ni expoliados, sino a ser instruidos pacíficamente en las verdades cristianas, sin imposiciones armadas, sin "cruzadas" y sin guerras.
No importa que, todavía hoy, haya mentes rezagadas al siglo XIII. No es culpa de la Iglesia. No importa que los rezagados "se llamen" cristianos, Es el polvo del camino que levanta nubes contra la luz. Y es señal de que nos movemos en el camino. Seguimos, todavía, desde el Renacimiento, con la necesidad de no confundir el camino con la meta, ni el orden de los destinos entre Iglesia peregrina y Reino de Dios. Y estamos todavía en la necesidad de purificarnos en esta distinción, precisamente frente a la resistencia por mantenerla.
La época de san Felipe, y en general todo el Renacimiento, para la Iglesia, representó que el mundo no podía contemplarse como una tarea concluida, sino, todo lo más, a medio hacer.
Las guerras ya, jamás, podían defender los peligros contra la fe. La fe no se conquista, ni se defiende. La fe nace de la conversión y crece con la santidad. La fe no se añade a nada, sino que lo ha de transformar todo.
Y, cuando lo que se creía seguro, de algún modo falla, es que no había sido penetrado totalmente, en profundidad por la fe. El mundo no estaba hecho, ni en lo que ya se tenía, ni en lo nuevo que aparecía rin haber sido esperado.
No se podía perder el tiempo en conmemorar triunfos, o celebrar triunfos de triunfos. Quedaba un gran camino, una tarea siempre nueva, mucho por hacer y por hacerlo santamente.
La simplicidad de los medios que fan Felipe pone en esta tarea, es un estilo también adecuado para hoy: lo institucional queda reducido a lo mínimo, para que lo espiritual se manifieste más libremente y, por lo mismo, más eficaz y sinceramente.
Si encontrara a diez hombres verdaderamente desprendidos, me vería con ánimo de convertir el mundo.
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3. Se trata de ser o de renunciar a ser
SER, y más allá de la apariencia del ser. Ser profundamente, ésa es la cuestión.
No fue Shakespeare, con la formulación terminante de su conocida alternativa; ni siquiera los griegos y Aristóteles, preocupado por las dos primeras causas del ser ―la "materia", la forma"―; no fueron las meditaciones de los hombres, sino el Dios de la Biblia que dio lugar a que éstos hermanaran ontología y trascendencia, desde que Él proclamaba su aseidad y su santidad. Ser y ser santos, es la "semejanza" de naturaleza y de gracia, real y vocacional, de cada hombre, cuando se detiene a pensar, en profundidad, sobre las raíces y el alcance de su propia vida.
"El hombre vale lo que descubre y afirma de sí mismo. Y el hombre es santo en la medida en que toma conciencia de que esta afirmación le remite a Dios y se halla dispuesto, sinceramente, a adoptar actitudes congruentes con esta radical convicción.
El hombre es un ser racional que se afirma sincera y modestamente; el santo es un hombre convencido de que Dios le ha llamado, y va hacia ÉI.
Su vida tiene la paz de un encuentro y la inquietud de una búsqueda, leal, sostenida, apasionada y clarividente.
Parece contradecirse mientras se aproxima más de cerca a la armonía de lo sobrenatural, porque va acertando a conciliar lo que la vulgaridad es incapaz de entender. Por esta razón a veces no son comprendidos los santos, a pesar de la simplicidad con que se comportan y se expresan.
El santo es un ser convencido y sencillo. Un convencido ―un creyente― que va a Dios por los atajos de la verdad.
Estamos acostumbrados a buscar en los santos los detalles accidentales, los gestos periféricos de su personalidad, y damos rodeos a su verdadero ser, más miedosos que reverentes ―como hacemos, a veces, con Dios―, como si temiéramos que, de adivinar o enfrentarnos, cara a cara, con lo más auténtico de su ser, pudiera comprometer nuestros prejuicios, nuestros intereses, que protegemos más con apariencias que con realidades, y nos obligara ―O denunciara, de no hacerlo, de no acceder― a transformarnos como y desde donde no quisiéramos.
Nos gustan santos con "milagros", con gestas heroicas que permitan fáciles transferencias fantásticas, para alejarnos de la realidad de la vida y de la necesidad de revisar nuestras actitudes frente a ella.
Los santos eran gentes como nosotros. Lo más importante para la Iglesia y ante Dios, en sus vidas, no suele ser lo que parece, a nuestros ojos, como {7 (87)} muy extraordinario. Nos sucede que, lo mejor de ellos mismos, nos queda, por lo común, desconocido, porque no acertamos a entender, o porque ellos no saben cómo explicar. Pero lo mejor de ellos está en su vida ordinaria y corriente.
Nosotros, incluso cuando decimos "actitudes," corremos el riesgo de entenderlas como apariencias". Preocupados, en demasía, por salvar el exterior; guiados de la vanidad que adopta gestos benignos para ocultar las rudezas del egoísmo hasta el orgullo; que despreciamos lo que nos cuesta aprender, nos quedamos en modelaciones externas sin que nos quede apenas tiempo para cultivar, además del "parecer", lo único que realmente interesa, es decir, el "ser".
Se trata de ser, de ser totalmente; de asumir la plena conciencia del existir y de abrirse al entender de la relación hacia Dios, que nos trasciende. Es una convicción profunda y sencilla, de correspondencia a Dios, desde la fe. Se trata de "ser" desde la fe. Se trata de una afirmación que se traduce en la vida, pero que no es, precisamente, poner a Dios en la vida, sino, más bien, poner la vida en Dios.
No se trata de reducir a Dios, de modelar a Dios, de meter a Dios, porque correríamos el riesgo de transformarlo en ídolo. No se trata de modelar, de adornar a los santos, de detenernos en lo que en ellos no9 parece espectacular y extraordinario, porque los reduciríamos a héroes mitológicos, a pesar de que les llamáramos cristianos.
No se trata de colocarnos, de parecer, de aparentar, porque sería fatiga inútil y falsa virtud.
Ser, ser de verdad; no parecer, porque parecer equivale a no ser. Un ídolo que parece Dios, no es Dios; un santo que parece un héroe, no es un hermano nuestro; un cristiano que no quiera ser y comportarse como hijo de Dios, Lo entiende qué es ser cristiano. Y no lo es.
El Cristianismo es una vocación a la santidad. Los santos tomaron en serio esta verdad, se convencieron de ella. Eran como nosotros; tal vez, sólo más sinceros que nosotros. Y fueron derechos a Dios, desde la profunda verdad de su ser, sencillos y constantes. Se preocuparon de "ser" sin mirarse a sí mismos (sin preocuparse de parecer"), sino mirando a Dios. No pensaron nunca lo que parecían; no tuvieron tiempo porque les faltaba para mirar más lejos de sí mismos, trascendiéndose, hacia Dios.
Preocupado por la sencillez y la sinceridad, decía con frecuencia san Felipe a los suyos, para librarlos de las más sutiles desviaciones de la vanidad, que carcome tantas veces el mismo valor de lo que podría ser bueno y virtuoso: «Ser, ser, y no parecer».
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4. «De los cardenales, el rojo…»
LOS historiadores del Madrid del s. XIX cuentan que las diligencias llegaban a diario con gentes que ponían pie en la corte, por lo menos para colocarse" y, si era posible, hacer, además "carrera". Puede que esto se deba decir de todas las ciudades que eran y son corte, por lo menos en el sentido temporal y político. No nos extraña que la Roma del s. XVI, en pleno esplendor renacentista, llamara la atención de los ambiciosos que también acudían allí, revueltos entre los peregrinos o simples visitantes piadosos. Por otra parte, ese vacío de poder debido al desmembramiento del viejo imperio romano, había impelido al Papado a organizar el dominio de las tierras que le eran inmediatas y sirvió de apoyo a la independencia de su misión, multiplicando cargos y empleos. Aunque hoy sería impensable tanto aquella situación, como la pretensión de repetir el influjo que indiscutiblemente ejerció en Europa.
Llegaban cada día a Roma, hombres que, por huir de la pobreza de su origen, o por probar fortuna para su ambición de grandeza ―y tal vez sin dejar de ser de alguna manera creyentes― tomaban como perfectamente compatible decirse cristianos y deseosos del bien de la Iglesia, a la par que acudían y buscaban relaciones con personajes de la curia romana, con el afán de hacer notar sus cualidades y, mediante la recomendación, el trato, la relación personal, la táctica exhibición de méritos, tal vez el porte ambiciosamente estudiado de aparente virtud, consiguieran algún empleo, cargo, prelatura... La meta era el episcopado, el cardenalato, tal vez, ¡el mismo papado!
Cuando vemos que san Felipe parece resistirse y retarda su misma ordenación sacerdotal puede que hubiera, en este gesto abstentivo, un querer permanecer al margen de los que él veía con prisas para recibir las órdenes sagradas y, lo antes posible, disponerse a "far carriera".
Lo cierto es que san Felipe fustigó siempre cualquier afán o estudio para escalar puestos honoríficos en la Iglesia y que, tan bien lo había imbuido a sus discípulos, que cuando el papa quiso elevar al cardenalato a César Baronio, el discípulo más querido de san Felipe, hubo de ser vencida su resistencia a aceptar la púrpura, bajo pena de excomunión. «Siempre he predicado y he escrito contra los que esperan ser promovidos a obispos y a cardenales ―decía llorando Baronio― y ahora me obligáis a dar ese mal ejemplo ante todo el mundo».
San Felipe Neri solía decir: «De los cardenales solamente el rojo: para dar, si conviene, la sangre por Cristo».
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5. EL TEMPLO, UN SIGNO: RESONANCIA DE LA PRESENCIA DE DIOS
CUANDO hace doce años, echamos los cimientos a nuestra iglesia, pensamos, por un momento, en darle una forma elevada, con agilidad de alturas que pudieran significar mejor la aspiración sublimadora que el culto, las súplicas y el acercamiento a la trascendencia confieren a un lugar sagrado.
Pensábamos en un conjunto de formas resumido en una verticalidad emergente por encima de los pinos que por dos lados envuelven ―y envolvían, todavía mejor― el emplazamiento del Oratorio. Pero para ajustarnos a las vigentes disposiciones municipales relativas a esta zona circundante al Parque, que no consienten mayor elevación arquitectónica que la de dos plantas, buscamos el resultado de una plasticidad, para nuestro templo, que ni causara ni padeciera la brutalidad de contrastes antiestéticos junto a las previsibles futuras construcciones en el espacio todavía edificable en esta inmediatez, como, del mismo modo, hemos visto que se ha tenido en cuenta, con justicia, en el nuevo edificio, frente a la iglesia, para el Museo Arqueológico Provincial.
Ello no obstante, al por una parte obligó a aguzar más el ingenio a nuestros arquitectos, y exigió mayor esfuerzo para todos, por otra no supuso una renuncia ni para la estética, ni para la búsqueda de la síntesis simbólica que acompaña siempre a la expresión sensible y significativa de lo sagrado.
{10 (90)} No vamos a describir, en estas líneas, todos los detalles convergentes en la idea paulina de la coedificación en Cristo.
Aunque la elección de la piedra supuso una novedad en los estilos dominantes en la ciudad, y aunque esta novedad luego ha sido reproducida o imitada, no fueron solamente las razones estéticas las que motivaron la elección del material, sino el poder significativo de la conjugación ordenada de lo diverso y originario en la mística simbólica del templo de Dios.
A nuestro templo no le faltas imágenes que representen a santos: las piedras, y Como "piedras vivas" en el templo de Dios, en la edificación del cuerpo de Cristo", representan las que están, bien puestas, en sus paredes, hermosas y sólidas. No es la masa informe ―el montón sino el orden construido, la diversidad integrada― la pared que alberga en el centro de la luz, la piedra clave, el altar, Cristo, como corazón en el cuerpo, que sostiene y difunde la vida.
Construimos nuestra iglesia como el que hace una señal, como el que edifica un símbolo, como el que graba una expresión para que se haga permanente una intención y una búsqueda de Dios y el deseo de encontrarlo siempre y mejor en este espacio simbólico, que llamamos "lugar sagrado", no para excluir o negar la presencia de Dios en las demás cosas, sino porque nos sirve como de atalaya para, desde aquí, llevar la mirada al mundo y ver mejor su estar en todas las cosas.
Un templo cristiano no es para separarnos del mundo, sino para interpretarlo mejor. Necesitamos todavía señales, todavía lugar desde donde tomar perspectivas, para interpretar cristianamente la vida:
por eso es legítimo que hagamos y tengamos templos, y que tomemos pretexto de la conveniencia de limitar un espacio para el culto, para la palabra y para la oración, con el fin de hacer, de este mismo esfuerzo constructor y delimitador, un signo plástico, fruto de la inteligencia, {11 (91)} del arte y del trabajo; fruto de la imaginación, del amor y la generosidad; fruto, en definitiva, de la creatividad de la fe, y convertirlo en un signo más que nos recuerde y señale a Dios.
Un templo es también material; pero significativo. Un templo que hacen los hombres, tiene el significado que le ponen los hombres o que refuerzan los hombres.
En el mundo vale, es, lo que también significa, lo que de alguna manera señala algo que está más allá de su mismo contenido. No hay absolutamente nada que no nos remita más allá de su mismo limite sensible. La razón de ser de las cosas materiales, nos diría Teilhard, es su aptitud para que se transformen en incandescencia espiritual; y esto no es panteísmo, sino restitución al orden de Dios de las cosas creadas, transfiguración espiritual del cosmos, donde todo, en Dios, tendrá su sentido de liberación, porque expresará su gloria.
Vivimos y nos movemos entre significados; todo contiene algún significado, cuando sabemos, desde la fe, leer" en el mundo. San Ireneo decía, mirando el mundo creado, que «todo es signo».
Por esta misma razón, Cristo cuando instituyó los sacramentos, no tuvo que inventar signos: los encontró hechos, y sólo tuvo que recoger, de la significación de las cosas, algunas que acotó y tradujo en sacramento, para que no solamente remitiera a Dios, sino contuviera un contacto, un encuentro con él.
Nosotros quisiéramos también, que nuestra iglesia fuese siempre este lugar sacramentalizador del encuentro de los cristianos con el Señor: palabra, plegaria, liturgia. Que lo sensible se hiciera entender como expresión que remite más allá de su misma histórica elocuencia, cruzada de tiempo y espacio, vestida de orden y formas, como una caracola enorme que nos acerca al mar, como una resonancia de la presencia de Dios.
Estoy convencido de que san Felipe, al fundar el Oratorio, tuvo muy presentes en su espíritu, la sociedad cristiana en toda la fe, la sencillez y el amor de los primeros tiempos de la Iglesia.
Card. CAPECELATRO
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6. Lo institucional en el Oratorio
NO SERÍA nada difícil poder demostrar que san Felipe Neri, habría preferido no fundar ningún nuevo instituto. Tampoco podría afirmarse que despreciaba lo institucional de la Iglesia, porque fue siempre respetuoso con lo que ella organizaba y hasta llevó muchas vocaciones a Órdenes e institutos y hasta animó a algunos a fundarlos, por ejemplo en el caso de su penitente san Camilo de Lelis, o de san Carlos Borromeo. Respetaba a los demás, pero no lo quería para él ni siquiera para aquellos que más de cerca reunía y se compenetraban con sus propósitos.
Tampoco resultaba que su tiempo contemplara una crisis de las instituciones, aunque se operaran profundas transformaciones en las existentes y surgieron las nuevas que, en la apariencia de entonces, resultaban casi revolucionarias. Amigo de san Ignacio, muy amigo de los dominicos, agradecidísimo de los benedictinos y alabador de los hijos de san Francisco, nadie habría podido tacharle de iconoclasta de la vida religiosa institucional. Pero no la quería para él, ni para los suyos.
Lo cual no solamente le llevó a contrariedades en su vida, sino muchas a sus sucesores que, a través de cuatro siglos de existencia de la obra del Oratorio, todavía causa sorpresa a no pocas gentes de Iglesia, esa peculiaridad introducida, casi sin pretenderlo, por san Felipe Neri, en la historia de los llamados estados de perfección", a base de vida, en grupos más bien no muy numerosos, sin vínculo alguno de votos o promesas "religiosas", pero con observancia de la vida evangélica o, más bien, ―como llamaban las primeras generaciones cristianas― "apostólica", de entrega libre, pero mantenida, de práctica consagración a Dios y servicio de la Iglesia.
El Oratorio, esa convivencia apostólico-sacerdotal, familiar y evangélica, libre y perseverante, abnegada y gozosa, respetuosa de las personalidades de sus miembros, pero espontáneamente convergente en el influjo apostólico, donde la ley es la costumbre y la costumbre surge de la libertad, y la libertad del gozo en el trabajo, y el trabajo de la fuerza del amor, es difícil de encasillarla en los moldes técnicos de los "estados" clásicos de perfección, sistematizados con precisión en las leyes eclesiásticas. El Oratorio es asistemático, pero no desordenado.
Glosadores y postglosadores de los siglos XII y XIII, que creyeron descubrir la sabiduría ordenada del Derecho romano, llevaron los principios de éste a no pocos aspectos de la vida eclesiástica, {13 (93)} y seguramente con innegable provecho, si bien se produjeron algunos excesos por precipitación al adaptar leyes pasadas a tiempos presentes. En el Oratorio también se miró a la Historia, pero no para buscar fórmulas legales, sino el espíritu de las primeras generaciones cristianas, las vidas de los santos y el mismo proceso de la Iglesia a través del tiempo. En esto fue Baronio un ejemplar discípulo de san Felipe. Decía el Santo: «En el cielo no se os preguntará qué votos habéis hecho, sino qué virtudes habéis practicado». Pero sabemos que no despreciaba los votos y que alentaba a formularlos a quien se sintiera con inclinación a ellos; pero no en el Oratorio.
Pocas leyes quería, aunque sabemos cuán exigente era con lo que juzgaba esencial y cómo, a los que más amaba, más exigía en la prontitud gozosa de estar siempre dispuestos a obedecer, a ser desprendidos, a ser leales y sinceros, respetuosos y abnegados, ordenados y generosos. En cierta ocasión, el mismo Baronio pudo darse cuenta de que no habría dudado el Santo de despedirlo, si, por un momento más, hubiese porfiado en reservar para un bien a su antojo, una posibilidad ―la primera― con que podía colaborar a las evidentes necesidades del apostolado de la casa.
No despreciaba las leyes, pero sabía y recordaba que las leyes valen bien poco, sin el amor, y que éste las contiene y supera todas, porque hace más de lo que puede mandar la ley: ésta resulta como el reducto último del mínimo al que no alcanza la caridad; pero no suple la caridad, cuando la caridad es más que un simple nombre y más que un solo sentimiento; cuando no es una debilidad, sino una verdadera fuerza para seguir adelante con el bien, urgente y hermoso, que lleva a Dios, que une a Dios y descubre su presencia en el mundo.
El Oratorio no tiene apenas leyes:
sus miembros no hacen votos, pero aspiran con libertad y perseverancia a la vida del Evangelio. Tal vez sea posible achacar a la falta de una fuerte legislación o de una estructuración organizada centralmente, el hecho de que, después de cuatro siglos de vida, no haya tenido una expansión o crecimiento cuantitativo mayor. Pero tampoco lo pretendía san Felipe. Quería que cada casa fuese autónoma, como lo son las familias, incluso de la misma sangre, sin que ello les dispense de quererse, relacionarse y ayudarse.
Por otra parte, otros institutos más próximos al molde "religioso" lo han imitado y, en cierto modo, se puede decir que el Oratorio ha crecido en ellos, aunque sin su nombre. Sería, por ejemplo, impensable el actual movimiento de los institutos seculares" sin el precedente del Oratorio de San Felipe en las formas históricas de vida de consagración a Dios.
Pero el Oratorio, en san Felipe, que le resultaba más bien de una recomendación del Papa, que quería dar estabilidad a su obra, que no de un propósito de "fundador" tradicional, no aspiraba a la grandeza de las fundaciones clásicas. «La Iglesia se adorna con la variedad», decía, parafraseando al salmista, y también convenía que, en esta diversa floración apostólica del campo de la Iglesia, hubiera la modesta aportación de la singular manera de entender con su peculiar sencillez y ausencia de complicación, el camino del Evangelio y el amor por servir a la Iglesia.
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7. Roma, vocación de san Felipe
EN NUESTROS TIEMPOS ha sido el también florentino Giovanni Papini quien ha puesto de relieve la profunda florentinidad de san Felipe Neri. Cuando se destaca la originalidad de su vida en la ciudad de Roma, su modo de comportarse en algunos aspectos decisivos de sus actividades, hay que acudir, de algún modo, a su florentinidad, a su "genialidad" toscana y florentina.
Un momento de tristezas No hacía mucho que san Felipe, de camino hacia sus parientes ricos de san Germano, cerca de Montecassino, había cruzado la ciudad de Roma, que, a buen seguro, no le habría sido indiferente. Cabe pensar, incluso, que esta primera impresión de transeúnte por la ciudad de los Papas pudo ser la semilla de un pensamiento que luego llegaría a madurez y se convertiría en propósito, tras la breve experiencia que hizo en el negocio de su tío, que quería prohijarlo y hacerle heredero, ya que carecía de descendencia y, tanto él como su esposa, tenían cariño al joven Felipe.
No sin tristeza había dejado Florencia y con algún pesar se despediría de sus parientes ahora, en san Germano, para ir a Roma y detenerse en ella.
Pero Roma, especialmente aquel año (1534) era una ciudad triste: se añadía a la ruptura luterana el cisma de Inglaterra. Y tampoco ofrecía la confortación de una paz interior, entre los mismos que se llamaban o tenían por cristianos: Roma conservaba los estigmas del saqueo de las tropas cierto que reclutadas entre los protestantes, para mejor asegurar la eficacia del ataque, del emperador católico Carlos V, mandadas contra el Papa, y que habían convertido las basílicas en cuadras para caballos y cuarteles de la soldadesca.
Roma era una ciudad triste, entonces. Escenario, Italia ―los "grandes" siempre hacen sus guerras lejos de su propio territorio y a costa del de los demás...― de las rivalidades de dos soberanos jóvenes y ambiciosos ―Carlos V y Francisco I―, había sido recorrida sin reparar en destrozar su arte o profanar lo sagrado. Si bien la Paz de Barcelona (1529) concedía la garantía de un respiro recuperador: en ella el emperador se comprometía a respetar Florencia a cambio de ser coronado emperador en Bolonia por el Papa, y éste no sería de nuevo molestado. El Papa accedió a este precio por la paz.
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Roma y Florencia
Más importante que haber dado Florencia a Roma papas florentinos, era que le había dado los artistas que la habían embellecido. Un florentino no se podía sentir extraño en la ciudad del Tíber. Con independencia del aspecto clerical, que después de un pasado influjo español había vuelto a los italianos y, particularmente, a los fiorentinos, con los Médicis, había en la ciudad del Tíber una extensa y dinámica colonia florentina, dedicada al comercio, y no desentendida ni de la cultura ni del arte. En particular la vía Giulia ―todavía subsistente― parecía un alargamiento de un "viale" de la ciudad del Arno: comercios, bancos, "botteghe di artigiani", que hablaban el italiano más puro, que deambulaban, sin sobrecarga de ampulosidad, con la elegante sencillez de los toscanos. Entre ellos fue a parar nuestro joven. No tenía necesidad de proseguir hasta Florencia, porque aquello era una "borgata fiorentina" y, además, soldada a la Roma de los santos. No importaba que ésta presentara el aspecto maltrecho de desastres o pesimismos todavía no superados del todo. También de Florencia podía recordar san Felipe, aunque él mismo no hubiera sido testigo de aquellas desdichas, los días amargos de la confrontación entre Savonarola, el íntegro defensor espiritual de la ciudad de las flores, de los poetas y la cuna del Renacimiento, enfrentada al desconcertante rigor de Alejandro VI. El padre de san Felipe sí había sido testigo de aquellos días aciagos, en que se perdía el ideal de un pueblo cuyo error había sido la democracia y el haber empleado más energías su el cultivo de la belleza y en el trabajo artesano, que en tas intrigas y el arte de la guerra. Si hubiesen sido menos comerciantes, menos artistas y más guerreros habrían superado aquellos fracasos. Ellos, idealistas, creyeron que bastaba con no querer dominar a los demás y se olvidaron de que los demás se les iban a echar encima, codiciosos del fruto de su trabajo, suplantadores del esplendor de sus méritos, secuestradores de sus artistas, que luego llamarían "italianos", pero que eran "florentinos".
Seglar en Roma
Curiosamente sucedería que Felipe, jamás dejaría de ser florentino, pero arraigaría en Roma hasta convertirse en el sacerdote más popular de la ciudad santa; tanto, que luego sería Patrón de la ciudad, junto a los Apóstoles Pedro y Pablo.
No obstante, Felipe, no pensó en hacerse sacerdote. El ideal de su vida parecía colmado a través de su vida de seglar. Llega allí cuando cuenta diecinueve años. Había recibido la buena educación que correspondía a su edad, pero proseguirá estudiando en la Sapienza, y proveerá a su subsistencia aceptando la preceptoría de unos niños de un florentino amigo suyo. El tiempo libre lo dedicará a la oración y al apostolado.
De este modo pasó una buena quincena de años. Los historiadores nos lo describen como dado a la predicación sin haber recibido ningún mandato para ello, y dedicado a la profesión de una perfección cristiana sin regla. Una vida ocupada y libre al mismo tiempo, hasta cierto punto sorprendente, por lo insólito de que un seglar, aunque buen conocedor de la filosofía y teología, con sencillez y convicción tratara {16 (96)} de las cosas de Dios. Aunque independiente, atraía a otros compañeros para dedicarse, con ellos, a obras asistenciales, en aquella época en que los hospitales eran albergues de enfermos sin personal asistente regular y estaban a merced de la espontaneidad de gente de bien, siempre escasa o escrupulosa; y en la atención de peregrinos que acudían a Ruma, bien por devoción, bien para añadirse a la mendicidad ciudadana.
El amor a la independencia
Podríamos pensar que se trataba de una especie de "bohemia santa" la de Felipe. Hasta cierto punto lo fue. No era sólo en ese estilo libre de vida, aunque sí diferenciado un tanto del de otros parecidos.
Por aquellos tiempos existían en Roma unos tipos independientes y libres, mezcla de mendicidad peregrinante y de santón profesional, extravagantes e inofensivos a la vez, entre los que, sin duda, habría sido posible descubrir algún óptimo cristiano sencillo y desconocido, pero también algún vividor de la mendicidad profesional. Les llamaban "eremitas".
San Felipe habría podido ser incluido en esta categoría de personas: sus largas horas de soledad por la campiña romana, donde buscaba la paz para la meditación en las cosas de Dios, alternadas con jornadas de intensa actividad y trato con las personas, de forma abierta y espontánea, animando a todos a la santidad y a las buenas obras, podían{1} haber sido la mejor versión de este tipo de "gente de Dios" que abundaba por las iglesias, murmurando oraciones o pordioseando en los pórticos, piadosos e inofensivos. Sólo que san Felipe, a pesar de la radical modestia de su vestir y comportarse, ni era un mendigo, ni un devoto ignorante y, a pesar de la libertad de su proceder, no era, toda su actividad y entusiasmo contagioso para el bien, un antojo improvisado de celo arrebatado más o menos pintoresco, impertinente o fanático.
San Felipe revelaba una personalidad seriamente dedicada a unos propósitos de bien, en todo compatibles con su carácter alegre, con su jovialidad incitante y comunicativa, muy diferente del pintoresquismo santón que a veces envolvía aquellas figuras parecidas. Limpio, aseado, sencillo y distinguido a la vez, mantenía el sentido de delicadeza y distinción, nada ostentosa, de buen florentino; sus palabras, gestos, mirada y porte revelaban, sin pretenderlo y sin darse cuenta, la nobleza desteatralizada y sincera que, lo mismo que la inteligencia y la bondad, impedían ser pedante y salvaban de la fatuidad pretenciosa de los ambiciosos.
El mejor tiempo de su vida
Esa Roma con aspecto de corte no le inquietaba, pero prescindía de ella hasta lograr organizarse a si mismo, con libertad entera de movimiento, tanto en el aspecto de su piedad y trato con Dios, como en el correlativo de una actividad apostólica. Era un auténtico florentino, para quien los centralismos absorbentes despertaban alergias en el ánimo. Es posible que su misma intención primera de no hacerse sacerdote obedeciera a ese deseo de mantenerse libre. Cabía la humildad, pero también {17 (97)} la táctica; así nadie se metía con él, y el bien es libre o, por lo menos, era relativamente libre en Roma y entonces.
Conservaba el recuerdo de Savonarola, plantado en su ánimo, 110 ya por lo que oyera contar a su propio padre, en la infancia, sino porque había aprendido las primeras letras del amor a Dios entre los dominicos del convento de san Marco, en Florencia, donde tan vivo era el recuerdo del mártir que ardió en la hoguera por su ciudad. Los florentinos habían sido siempre libres; la grandeza de sus hombres, de sus artistas y de sus santos, creció en la autonomía de una civilidad ilustrada y honesta, sin envidia de lo ajeno, ni ostentación de lo propio. El talante florentino acompañaba a san Felipe, también en Roma, donde podía ser prueba evidente el trato especial que mantuvo siempre con los dominicos romanos de la Minerva, en especial cuando los integristas de aquella época ―cada una tiene los suyos― intentaban a toda costa, obtener la condenación de Savonarola como hereje, sin conseguirlo...
«Lo mejor que he aprendido en mi vida — solía decir Felipe – lo he aprendido en los dominicos de san Marco de Florencia».
La orden dominicana se distinguía, en su estructura, por el cultivo de un respeto a la autonomía de sus casas y de sus miembros, en mayor grado que en otras órdenes de la Iglesia.
Los años de la juventud romana de san Felipe, no fueron pues de desordenarla bohemia espiritual, sino que, en libertad es cierto, pero con el uso racional que correspondía a un compromiso cui la santidad, representaron el crecer y expansionarse de su personalidad, piadosa e intelectualmente bien equipada, para una tarea de bien a la que prestó todo su entusiasmo de joven.
¿Para qué ordenarse, pues?...
Hubiera seguido siempre así.
Pero en la vida de san Felipe hay dos momentos en los que esa máxima libertad para el bien que la caracteriza, admite la intervención de un consejo que la modifica. Estos dos momentos se representan por la intervención, primero, del sacerdote Persiano Rosa y, después, por la del papa Gregorio ХІІІ.
Este buen sacerdote era amigo de san Felipe, a quien solía confesar y al que además acompañaba en sus empresas de celo. Algún influjo tendría en Felipe cuando, en poco tiempo le convenció para que recibiera el sacerdocio.
Las razones de Persiano Rosa necesitan poca indagación, puesto que Felipe reunía todas las condiciones que se pudieran requerir para esperar lo mejor de su sacerdocio. Pero había, además, otras razones que seguramente influirían en el buen amigo de Felipe.
La Iglesia, después de la crisis protestante, se mostraba cada vez más vigilante y no le faltaban motivos cuando menudeaban desviaciones de iluminismo que la mano de la Inquisición trataba enseguida de atajar. Cierto que era en Italia, la Inquisición, menos temible que en otras partes, donde, como en España, el matiz político la convertía en instrumento de policía dependiente del poder secular. San Ignacio, llegado por aquellos tiempos a Roma, casi en todas partes por donde, decía él, "había peregrinado", tuvo {18 (98)} siempre algo que ver con el famoso Tribunal; el mismo celo de Felipe quedaba mejor garantizado si lo ejercía desde el sacerdocio. Persiano Rosa en persona podía serle ejemplo de cómo era posible moverse en la práctica del bien, con holgura y cierta independencia, en la Roma clerical de entonces. Y a Felipe no le faltaba ni preparación espiritual, ni estudios. Tomose pues la decisión en el Año Santo de 1550, y al siguiente fue sacerdote: san Felipe contaba, a la sazón, treinta y cinco años.
Los que conocían a Felipe y a Persiano Rosa, solían decir que san Felipe se había ordenado a la fuerza y que hubiera preferido mantenerse siempre seglar y bien lejos de tener que ver ni siquiera con la dignidad sacerdotal o cualquier forma de jerarquía eclesiástica.
Luego se demostraría cómo el sacerdocio, lejos de frenar o encasillar el celo de Felipe, lo aseguró, lo multiplicó y preparó su consolidación para el futuro.
El sentido de la libertad en san Felipe
Pensamos que no hace falta destacar la legítima singularidad del estilo de nuestro Santo. No era la libertad para huir de nada, ni para sacudirse nada, sino la libertad para hacer más, y para hacer mejor. En el momento en que se le lleva a convencerle de que, el mismo bien que quiere hacer saldrá ganando, accede sin réplicas de ningún género. Luego la Providencia confirma la prudencia de la decisión tomada.
Bastantes años más tarde, después de una larga vida sacerdotal pródiga en frutos de santidad y de apostolado, otra intervención decisiva le convencerá, esta vez, de la conveniencia de erigir en Congregación aquella obra de hecho que se aglutinaba en su persona, y por razones de alguna manera parecidas a las que le llevaron al sacerdocio.
Esta vez era el propio Papa, conocedor y deseoso de hacer bien a aquel sacerdote, que estimaba tan sinceramente, del que ya se habían dicho inconveniencias y contra el que la envidia se había cebado, sólo por la adhesión popular que alcanzaba entre el pueblo romano, por otra parte cada vez más fervoroso y más alejado de la mundanidad cortesana de otras épocas. Gregorio XIII quiso atajar, de una vez, todas sospecha, y creyó que al dar un respaldo oficial a toda la obra de san Felipe, alejaba sospechas de los mal informados y desautorizaba, implícitamente, a malévolos y calumniadores.
Persiano Rosa nos dio un sacerdote; Gregorio XIII nos dio la Congregación del Oratorio. Ambos, buenos y prudentes, intervienen en la vida de san Felipe, modificando su posición y convenciéndole para alterar, de algún modo, la excesiva simplicidad del primer planteamiento de Felipe.
Esta simplicidad no fue arrinconada, sino más bien garantizada y protegida, para que luego pudiera reconocerse al ser transmitida a través de la Iglesia.
La Iglesia que san Felipe amaba y que por eso le atrajo a Roma y, una vez allí, en ella se quedó para siempre. Luego la Iglesia devolvió a san Felipe su amor, y lo merecía porque él había cambiado la faz de aquella Roma entristecida por las desdichas de otros tiempos, y la había rejuvenecido con el ejemplo de sus virtudes.