Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 133. JUNIO. Año 1975.
0. SUMARIO
LA IGLESIA, como espiga de hombres que va creciendo en el campo del mundo, zarandeada por los vientos, pero con el oro en sus granos, como la gracia de Dios en las almas. La lluvia y el aire limpian los tallos cimbreantes, y crecen bendecidos por la claridad estival que se aproxima. Los apóstoles están aquí, presididos por el primero de la lista que nombra el Señor, cuando busca "trabajadores" para su campo: es Pedro.
"IGLESIA Y MUNDO"
EL DERECHO A LA LIBERTAD
SÓLO LA LIBERTAD
INDISPENSABLES CRITERIOS CRISTIANOS
LOS DERECHOS HUMANOS
LOS ESTATUTOS DEL HOMBRE
LIBERTAD, RESPETO, PLURALISMO
DESDE CONSTANTINO
IGLESIA-ESTADO SEGÚN EL VATICANO
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1. IGLESIA Y MUNDO ("Gaudium el spes" - n. 76)
ES de gran importancia, sobre todo donde rige la sociedad pluralista, que se tenga la visión apropiada de la relación entre la comunidad política y la Iglesia, y que claramente se distinta entre lo que obran los cristianos, individual o asociadamente, en su propio nombre como ciudadanos guiados por la conciencia cristiana y entre lo que llevan a cabo en nombre de la Iglesia, juntamente con sus pastores.
La Iglesia, que no se confunde de ninguna manera con la comunidad política, por razón de su oficio y competencia y que no se liga a ningún sistema político, es signo y juntamente defensa de la trascendencia de la persona humana.
La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas una de otra en el propio campo de cada una. Ambas, con todo, aunque por título diverso, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. Este servicio lo ejercitarán tanto más eficazmente cuanto más procuren las dos una sana cooperación entre sí, teniendo en cuenta las circunstancias de los lugares y los tiempos. En efecto, el hombre no está limitado al solo orden temporal, sino que viviendo en la historia humana, conserva íntegramente su vocación eterna. La Iglesia a su vez, fundada en el amor del Redentor contribuye a que la justicia y la caridad florezcan cada vez más dentro de una misma nación y entre las naciones; reverencia y promueve la libertad política de los ciudadanos y su responsabilidad, predicando la verdad evangélica e iluminando todos los campos de la actividad humana por medio de su doctrina y través el testimonio de los cristianos.
Los Apóstoles y sus sucesores, así como los cooperadores de éstos, se apoyan para el ejercicio de su apostolado en el poder de Dios, al ser enviados para anunciar a los hombres a Cristo Salvador del mundo, el cual manifiesta bien a menudo la fuerza del Evangelio en la misma debilidad de sus testigos. Todos los que se dedican al ministerio de la palabra de Dios, es necesario que utilicen los caminos y medios propios del Evangelio, que son diversos en muchas cosas de los medios que usa la ciudad terrena.
Las cosas terrenas y aquellas que superan este mundo en la condición humana están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia usa las realidades temporales cuanto lo pide su propia misión. No pone sin embargo su esperanza en privilegios ofrecidos por la autoridad civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos, allí donde con su uso se ponga en duda la sinceridad de su testimonio o donde las nuevas condiciones de vida exijan otra ordenación. Pero siempre y en todas partes, se le ha de permitir que predique la fe con auténtica libertad, que enseñe su doctrina sobre la sociedad, que ejerza su oficio entre los hombres de manera expedita y que proclame su juicio moral aun de cosas que tocan al orden político, cuando lo exijan así los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, poniendo en juego todos y solo, los recursos que están conformes con el Evangelio y con el bien universal según la diversidad de los tiempos y la variedad de las condiciones.
Adhiriéndose fielmente al Evangelio y ejercitando su misión en el mundo, la Iglesia a quien pertenece fomentar y elevar todo lo verdadero, bueno y bello que se encuentra en la comunidad humana (1), fortalece la paz entre los hombres para gloria de Dios (2).
(1) Cfr. Conc. Vat. II, Lumen gentium, n. 13.
(2) Lucas, 2, 14.
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2. El derecho a la libertad
EL CONCEPTO de libertad es humano y es cristiano. Después de Cristo, aun las formulaciones históricas que no lo han nombrado, no obstante lo han supuesto.
El Cristianismo suprimió la clasificación de los hombres entre libres y esclavos: no existe, para él, más esclavitud que el pecado, ni más libertad que la fe. La fe, nos recordará el evangelista san Juan (8, 32), es la verdad que hace libres.
En nuestra época existe una sensibilidad más despierta por la libertad del hombre, talvez porque concurren las mayores posibilidades tanto en el sentido de asegurar su progreso, como en el de manipular al hombre en sentido opuesto.
Después de engancharse el mundo, después de las "guerras de religión", después de las "revoluciones" convulsionantes, los hombres han comenzado A hacer proclamas, sin duda bien intencionadas, en pro de esa libertad esencial y necesaria para que el ser humano conserve su dignidad y la desarrolle.
Hay un concepto liberal de la libertad y de su derecho, que podemos encontrar en la DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO, de la Revolución Francesa de 1789, y, más recientemente, en la DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE, de las Naciones Unidas, de 1048, y la CONVENCIÓN EUROPEA SOBRE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y LAS LIBERTADES FUNDAMENTALES, del Tratado de Roma de 1950.
La Iglesia ha mostrado respeto y estima a estas formulaciones; pero a partir de Juan XXIII, ha añadido su reflexión teológica, ante la necesidad de aplicar la noción y el derecho a la libertad a la necesidad de {3 (103)} vivir en una sociedad pluralista, en la que es preciso superar la intransigencia y facilitar el dialogo. LA Verdad no se puede imponer: como el alimento ―ella lo es de la inteligencia, dice san Agustin― ha de ser Asimilado, no tragado a la fuerza.
Es significativa la actitud del papa León XIII respecto a los católicos franceses reacios a aceptar la amortización del antiguo régimen y negándose colaborar con el liberal.
A poco menos de un siglo, todavía sería útil a católicos de países menos evolucionados, la lectura de sus encíclicas Immortale Dei y Libertas. De todos modos, hasta Pio XII, ha prevalecido en la mayoría de 4ectores católicos, la posición que defendía el derecho a la libertad fundándolo en el que tiene la "verdad" en si misma, a ser proclamada por encima de todo error. Puesto que la verdad necesita y exige la libertad por imperio de su mismo Valor objetivo.
Juan XXIII no niega el valor y el derecho objetivo de la verdad. Pero esta verdad es para el hombre. No basta la simple proclamación dogmática. Ha de ser protegido el buscador honesto y el destinatario de esta verdad, para que pueda ser una verdad viva, humana. El hombre mismo en una verdad: es una criatura de Dios, que lo ha hecho libre y que, por eso, conoce y quiere. Esta capacidad humana, recibida del Creador, ha de ser amparada por los derechos del hombre.
La verdad es para el hombre; el hombre en el sujeto de esta libertad.
El objeto es la verdad buscada, aceptada, creída, profesada, proclamada, vivida, transmitida a la sociedad en lo que influye.
El fundamento de Can libertad está en la exigencia de la dignidad de la persona humana: Todos los hombres deben estar inmunes de coacción tanto de personas particulares, como de cualquier potestad humana, conforme a su dignidad, impulsados a buscar la verdad, sobre todo lo que se refiere a la religión.
A este respecto es interesante leer la declaración conciliar Dignitatis humanæ, sobre la libertad religiosa, en especial los números 2 El límite de esta libertad está en el justo orden público. Que es la tutela eficaz, en favor de todos los ciudadanos, de estos derechos como parte fundamental del bien común, que es el conjunto de condiciones de la vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir su propia perfección y desarrollo. Por lo demás, se debe conservar la regla de entera libertad en la sociedad, según la cual, debe reconocerse al hombre el máximo de libertad.
Las limitaciones deben ser iguales para todos los hombres, y el derecho a la libertad ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que se llegue a convertir en un derecho civil.
El derecho a la libertad es, desde Juan XXIII, no sólo el derecho de la verdad especulativamente considerada; sino el derecho de la verdad para la vida, y para la vida precisamente del hombre. Es un derecho del hombre. La documentación contemporánea de la Iglesia a este respecto es abundante y retener que principios para relacionarlos con las situaciones actuales de convivencia resulta indispensable al cristiano medianamente formado.
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3. Sólo la libertad pide la Iglesia a las potencias de la tierra para llevar a los hombres su mensaje de vida
LA FUERZA espiritual que, por primera vez en la Historia, se enfrenta con los poderes temporales para exigir una distinción entre política y religión, es el Cristianismo.
En la vida de los hombres, el origen del poder político y las primeras formas de su organización, van confundidos con el concepto de lo sagrado.
Los reyes son dioses.
Los primeros cristianos pagaron el tributo de tres siglos de persecuciones, de suplicios, cárceles, torturas, difamaciones y muertes, porque se negaban a ofrecer incienso al César, y «no podían dar al César lo que era de Dios»). En un principio las calumnias difundidas desde el poder, pudieron impresionar a los ciudadanos paganos, desconocedores de la realidad de las vidas de los bautizados y del sentido de las actividades de los ministros del Señor, empleados en la caridad indiscriminada, en la defensa de los esclavos, en el socorro de los pobres...
Si por el contrario los cristianos más significados, obispos y presbíteros, se hubiesen ofrecido como policías del César, en vez de perseguidos, hubieran sido glorificados, recompensados y enaltecidos frente a todos.
Hemos de agradecer, las generaciones posteriores, la integridad y entereza de los primeros cristianos. Ellos salvaron el espíritu que tenían que transmitir a los demás hombres, porque, recordando la promesa de Cristo, no temieron a «los que pueden quitar la vida del cuerpo, pero no la del alma».
Y fue a costa de esta valentía que consiguieron el primer paso en la liberación del hombre. Hemos de decir "el primer paso", porque el proceso sigue todavía. Este primer paso consiste en el reconocimiento, por lo menos teórico, de la independencia de la Iglesia.
La práctica, que pertenece al andar histórico, tiene sus más y sus menos, entre épocas más pacíficas y otras conflictivas. La Iglesia, en este mundo, sigue sometida al zarandeo que el Señor pronosticó a Pedro, el primer Papa, refiriéndose precisamente a sus angustias y al martirio que le aguardaba.
Y mártires fueron la serie de los primeros papas que iniciaron la era cristiana.
Con el correr de los siglos, si por lo menos en muchas ocasiones no se ha podido negar este derecho a la propia independencia, la práctica de los reyes y gobiernos seculares, difícilmente se {5 (105)} han mostrado limpios de injerencias indebidas en lo espiritual, y ha habido y sigue habiendo ejemplos de rechazo total y el no menos frecuente de teórica aceptación y hasta de proclamación de esta independencia, pero desmentida con procedimientos de presiones e intromisiones tendentes a convertir la religión en un agregado político, domesticado y utilizado con el evidente escándalo de las masas que ven confundidos los planos espiritual y temporal.
Otras veces el escándalo no es menor cuando, en el intento, por otra parte de la Iglesia, precisamente de mantenerse en su independencia política, como es su deber, es hostigada por negar una docilidad a ultranza que no puede dar sin traicionar la presentación de su mensaje, desvinculado de todo monopolio político. En no pocas ocasiones se la acusa de "hacer política", y de "políticos" se acusan, para desprestigiarlos, a sus obispos y a sus sacerdotes, precisamente porque se niegan a secundar la política que se les impone, o, simplemente, porque se muestran demasiado neutrales ante bandos opuestos sobre cuestiones que son opinables, o porque auxilian a perseguidos o socorren a pobres víctimas de cualquier forma de opresión.
En un mundo donde todavía existe la tortura, la represión violenta, y la razón de la fuerza, no es extraño que la Iglesia, pacificadora sin armas y predicadora de la verdad y de la justicia, que no puede permanecer en silencio porque es, como dice el Vaticano II (IM, 76), «signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana», cause irritación cuando predica su verdad y recuerda las exigencias de la justicia.
Por esta razón, en el Concilio Vaticano II, cuando los obispos de todo el mundo se dirigieron a los gobiernos de las naciones, lo único que les pidieron fue la libertad para predicar la verdad cristiana ―entera, evidentemente―. Es cierto que la Iglesia no puede prestarse a refrendar un determinado régimen político o a hacer propaganda de un partido; ella sirve al pueblo, el bien común, que son, por otra parte, lo que puede justificar a un régimen en particular o a los partidos políticos.
Decían a este propósito los Padres conciliares:
«¿La Iglesia, después de casi dos mil años de vicisitudes de todas clases en relaciones con vosotros, las potencias de la tierra, qué os pide hoy?... No os pide más que libertad: la libertad de creer y predicar su fe; la libertad de amar a su Dios y servirlo: la libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida. No la temáis: es la imagen de su Maestro, cuya acción misteriosa no usurpa vuestras prerrogativas, pero que salva a todo lo humano de su fatal caducidad, lo transfigura, lo llena de esperanza, de verdad, de belleza.
Dejad que Cristo ejerza esa acción purificante sobre la sociedad. No lo crucifiquéis de nuevo; eso sería sacrilegio, porque es Hijo de Dios; sería un suicidio, porque es Hijo del hombre. Y a nosotros, sus humildes ministros, dejadnos extender por todas partes sin trabas la buena nueva del evangelio de la paz, que hemos meditado en este Concilio. Vuestros pueblos serán los primeros beneficiarios, porque la Iglesia forma para vosotros ciudadanos leales, amigos de la paz social y del progreso» (Mensaje, 4, 5).
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4. Indispensables criterios cristianos
PARA un gano criterio cristiano en la interpretación del mundo actual, no basta la fidelidad implícita y genérica a la Iglesia, sino que, cuando es posible a un nivel medio de inteligencia, es indispensable ilustrar las ideas cristianas fundamentales con la más reciente y actual doctrina magistral de la Iglesia. Es un contrasentido, por desgracia harto frecuente, que todavía se den casos de cristianos de buena fe, relativamente cultos por haber recibido una instrucción media o superior, pero que, en lo que se refiere al cultivo de sus ideas cristianas, no han sobrepasado el estrato del nivel sentimental de la infancia o el incompleto y crítico de la adolescencia.
No hay mala voluntad, pero sí algo de pereza o falta de orden en la organización y desarrollo de sus curiosidades o inquietudes intelectuales, cuando del Cristianismo se trata.
Todos hablamos del Concilio, de las directrices sociales de la Iglesia, o invocamos los principios en que ella basa los derechos y deberes políticos de los ciudadanos; todos queremos renovar, como se dice, las estructuras, hacer un mundo mejor, organizar más justamente la convivencia; todos queremos una Iglesia más cerca del hombre, más concreta en la aplicación de la verdad cristiana a la vida, no sólo individual, sino social y colectiva de los hombres...
Y mientras pensamos, decimos o deseamos tales cosas ―muy nobles por cierto― no dejará de haber algunos hombres que, en verdad, se preocupen y estudien y reflexionen, con verdadera dedicación, sobre todos estos aspectos y problemas. ¡Menos mal!
Pero es de lamentar que muchos hombres y mujeres podrían más de cerca estar informados, y conociendo mejor, ellos mismos sentirse más seguros en la posesión de la verdad cristiana y más generosos en la extensión de esta verdad, donde quiera que estén. Por otra parte, todos los cambios que se desean, no se producirán porque una minoría entusiasta estudie, predique o escriba, y obre y se comprometa de acuerdo con lo que descubre que la Iglesia le propone y el mundo necesita, sino que será preciso, para un efectivo cambio y transformación, no sólo aparente, que todos cuantos seamos capaces de saber y de entender, no cerremos nuestras mentes y nos ilustremos, siquiera moderadamente, en el mayor conocimiento de estos principios renovadores que podemos encontrar en los últimos documentos de la Iglesia.
Es indispensable a un cristiano que haya cultivado su inteligencia en otros campos, conocer, además, los últimos documentos de la Iglesia. No bastan la fe, el Credo, las prácticas habituales de {7 (107)} piedad y el ajustarse a un moralismo más o menos admitido como cristiano.
La vida, múltiple y variada constantemente, nos reta a una interpretación nueva e inmediata para la que necesitamos, además del contenido que podemos llamar tradicional de la fe, el conocimiento de los planteamientos y directrices más recientes de la Iglesia, en el campo doctrinal. No se trata de que todos seamos teólogos; pero sí que se trata de adquirir el hábito de referir a las directrices más actuales de la Iglesia, los sucesos que contemplamos, cuya realidad fluyente está tan cerca de nosotros y que hasta, en ocasiones, nos atañe en nuestras propias responsabilidades de profesión o de ciudadanía, tanto a nivel personal como en el compartido en la sociedad.
El Cristianismo es comunitario, 90cial, universal. Ni la Iglesia ni, por lo tanto, el cristiano, pueden desentenderse de «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo... » porque «la Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (IM, 1).
Todo cristiano medianamente instruido debe tener, entre los libros de su pequeña o grande biblioteca, además de la Biblia y un buen Catecismo, los Documentos del último Concilio y alguna colección de los escritos pontificios que más directamente se refieren a la vida social, política y económica, desde una perspectiva cristiana, en orden a la interpretación de nuestra contemporaneidad.
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5. Los derechos humanos.
La Iglesia proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. (IM, 41).
Es necesario que se facilite al hombre todo lo que este necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son:
el alimento, el vestido, la vivienda,
el derecho a la elección de estado y a fundar una familia,
a la educación,
al trabajo,
a la buena fama,
al respeto,
a una adecuada información,
a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia.
a la protección de la vida privada y
a la justa libertad también en materia religiosa. (IM, 26).
La conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que en diversas regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden político-jurídico que proteja mejor en la vida pública los derechos de la persona, como son:
el derecho de libre reunión,
de libre asociación,
de expresar las propias opiniones
y de profesar privada y públicamente la religión. (IM, 73).
Es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de la persona o de los grupos sociales. (IM, 75).
Les es lícito a los ciudadanos defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica. (IM, 74).
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6. LOS ESTATUTOS DEL HOMBRE (Del joven poeta brasileño Tiago de Mello)
ARTICULO 1
Se decreta: que, a partir de este momento, la verdad es un valor; que de ahora en adelante, la vida es un valor.
ARTICULO 2
Se decreta: que todos los días de la semana, comprendidos los miércoles de ceniza más oscuros, tienen el derecho de convertirse en mañana de domingo.
ARTICULO 3
Se decreta: que, a partir de este momento, habrá girasoles en todas las ventanas, y que todos ellos tendrán derecho de abrirse en la sombra, y que todas las ventanas, durante todo el día, permanecerán abiertas al verdor de la esperanza.
ARTICULO 4
Se decreta: que, a partir de este momento, el hombre ya no tendrá más necesidad de dudar de sus semejantes; que el hombre tendrá confianza en el hombre como la palmera pone sus brazos en el viento, como el viento pone sus alas en el aire, como el aire en la luz y el canto del cielo.
ARTICULO 5
Queda establecido: que ya no será jamás necesario usar de la coraza del silencio ni de la armadura de las palabras.
Todo hombre se sentará a la mesa con la mirada pura, porque la verdad será servida antes que el cubierto.          10 (110)
ARTICULO 6
Se decreta: que el más grande sufrimiento, ha sido y será, siempre jamás, no poder dar amor a quien se ama y no saber que es el agua quien da a la planta el gran milagro de la flor.
ARTICULO 7
Se establece, por definición:
que el hombre es un animal que ama, y que en ello hay más hermosura que en la primera luz de las estrellas de la mañana.
ARTICULO .8
Se decreta: que nada será ni mandado ni prohibido.
Todo estará permitido, incluso jugar con los rinocerontes y el pasearse, al atardecer, con una begonia inmensa en el ojal.
ARTICULO 9
Se decreta: que el dinero guardado en el gran cofre del miedo, se transformará en arma fraternal para defender el derecho a cantar y a la fiesta del día que nace.
ARTICULO FINAL Declaramos: está prohibido el uso de la palabra "Libertad".
Además, esta palabra será suprimida de los diccionarios y de la maceración engañosa de las bocas.
Desde este momento, la libertad será algo vivo y transparente, y permanecerá y permanecerá, para siempre, en el corazón del hombre.
PARRAFO UNICO: «Una sola cosa queda prohibida:
amar sin amor».
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7. Libertad, respeto, pluralismo
Merece alabanza la conducta de aquellas naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida política. (IM, 31).
El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver.
Los partidos políticos deben promover todo lo que a su juicio exige el bien común; nunca, sin embargo, está permitido anteponer intereses propios al bien común. (IM, 75).
Son muchos y diferentes los hombres que se encuentran en una comunidad política, y pueden con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes. (IM, 74).
Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. (IM, 28).
La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia, no se confunde en modo alguno con la comunidad política, ni está atada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguarda del carácter trascendente de la persona humana. (IM, 76).
La Iglesia nada desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del bien común. (IM, 42).
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8. Desde Constantino
LA IGLESIA iba creciendo, al margen del Estado, y perseguida intermitentemente por éste, en los primeros siglos de muestra era.
Los recursos a la legislación profana que protegía las fundaciones funeraticias ―las catacumbas― y la interposición de particulares que ofrecían sus casas para el culto eran, en un principio, el único apoyo externo, aunque precario, en que la creciente sociedad podía apoyarse. Finalmente se había convertido en una realidad innegable y el mismo poder político hubo de reconocerlo.
Prescindiendo de leyendas, el primer emperador que reconoció a la Iglesia como sociedad organizada, excusándola de rendir el culto divino a su persona, fue Constantino. Con alguna precipitación se habla a veces de la "conversión" de este emperador, la cual, en todo caso, fue muy tardía ...
En realidad, por el Edicto de Milán, de 313, aunque era el Cristianismo el que quedaba favorecido por la libertad que se le reconocía lo cierto es que esta libertad se concedía para toda religión, cristiana o no, para que cada uno encuentre aquella religión que él mismo considera que le conviene.
Lactancio escribirá que «al fin Dios ha suscitado un gobernante que ha roto los perversos y sangrientos edictos de los potentados y se ha compadecido del humanu linaje».
La tentación constantiniana
Constantino siguió recibiendo homenajes de reconocimiento divino por parte de sus súbditos, sólo que no los exigía de los cristianos. De cómo él entendió y de cómo trató a la Iglesia, a la que daba la paz y concedía libertad, es difícil formarse criterios más allá de lo que los mismos hechos manifiestan.
Para algunos Constantino encadenó a la Iglesia al poder político y la concibió subordinada a él, como un recurso de cohesión espiritual en un momento crítico de desintegración política y de peligro de desmoronamiento imperial; otros, en cambio, edifican toda una leyenda de visiones y milagros, y casi le canonizarían.
Es verdad que, en el primer concilio de Nicea, el año 325, cuando Constantino ofreció una comida a los obispos, muchos de los cuales habían sufrido el zarpazo de recientes persecuciones, éstos ―cuenta el historiador Eusebio― «creían hallarse en el Paraíso». Era el descanso y el reconocimiento del triunfo de la fe, después de persecuciones, cárceles, martirios y calumnias que el mismo poder secular que ahora les agasajaba, antes les había infligido.
No debemos acusar de debilidad a estos obispos; ni tampoco llevar al extremo de la astucia la táctica de Constantino. Éste, como político, creyó {13 (113)} que una fe única y universal, por otra parte probada y acreditada con la ejemplaridad de quienes la profesaban, le sería ciertamente útil desde el punto de vista político. Y por esto quiso protegerla.
El ideal hubiera sido ni protección, ni persecución; sino simple y leal reconocimiento. Toda la historia posterior de la Iglesia encontrará las horas de su dolor más amargo y humillante, en las desfiguraciones a que la sometan sus "protectores" y en las persecuciones de aquellos (¡a veces los mismos!) que sin fe, no pueden comprenderla «porque su reino no es de este mundo».
El cesaropapismo
Fue Teodosio el Grande quien, en el año 380 declaró el Cristianismo religión oficial del Estado. Tanto la Iglesia, como su doctrina y su derecho, pasan a formar parte del derecho público romano. El emperador pretenderá, para sí, el poder de decidir tanto sobre cuestiones disciplinares como dogmáticas: convoca concilios, toma parte en ellos, confirma sus decisiones, promulga leyes contra la herejía y el cisma.
Puede decirse que es una vuelta al criterio clásico imperial romano, sólo que ahora el emperador no tiene honores de divinidad y que, también, se ha arrinconado el politeísmo; pero, como entonces, el emperador monopoliza lo sagrado y los sacerdotes dependen de él.
La Iglesia no permanece pasiva.
Ambrosio de Milán reacciona: «El emperador está dentro de la Iglesia, pero no encima de ella. Un buen emperador busca favorecer a la Iglesia, no combatirla».
El riesgo es evidente: en vez de cristianizar lo civil, se había civilizado (politizado) lo sagrado, otra vez.
El cesaropapismo tuvo dos evoluciones debidas a la crisis del imperio romano: el reparto de la herencia de Teodosio, que lo dividió en dos ―oriental y occidental―, desembocó en la cristalización del cesaropapismo acogido y desarrollado en Constantinopla, del que es ejemplo la Iglesia ortodoxa griega, dependiente del poder civil, y la prevalencia, sembrada de luchas, de la independencia de los Papas, en Occidente.
Cuando Odoacro remitió a Constantinopla las insignias del imperio romano, que cede a la avalancha de los pueblos del Norte europeo, en el caos de Occidente, permanece una sola fuerza real, aunque no física, que es la Iglesia, no solamente capaz de sostener todo un siglo de invasiones bárbaras, sino de hacerse reconocer por los recién llegados. Es el papa León I, el que se enfrenta a Atila, y amansa a sus huestes evitando, así, la destrucción de Roma.
Los pueblos tribales venidos del Norte tampoco están preparados para suceder al imperio romano. Hay un vacío de poder que, en principio moralmente suple el Papado. Pronto, apenas sea posible porque el orden político se vaya consolidando, el Papa pondrá la corona de emperador a un rey cristiano, Carlomagno, para que cuide de defender a la Cristiandad. El Papa es Pedro, y envaina la espada.
Las dos espadas
La resurrección de estos títulos imperiales era una ficción: había sucedido {14 (114)} al mundo antiguo la idea de la "Cristiandad", la convergencia religiosa y estatal del reino de Dios en la tierra.
El papa Gelasio, a finales del siglo V, se refiere a dos poderes, a "dos capadas" para gobernar el mundo: la de los sumos pontífices y la de los re- Parecía una idea equilibradora y perdurable; pero de la teoría a la realidad los tiempos se movieron, durante la Edad Media, en pro de una u otra prevalencia. Había una razón para la prevalencia moral de la autoridad de los jerarcas eclesiásticos, y era que representaban la única autoridad con suficiente prestigio y continuidad en el mundo occidental, la que reunía a hombres más cultos, la que asumía la atención de la beneficencia, y, en especial durante los siglos XII y XIII con papas como Gregorio VII, Inocencio III. Bonifacio VIII, el desarrollo de la vida monástica y su influjo civilizador, la irradiación cultural de las universidades, hacía que fueran, además de los mejores servidores del pueblo, los asesores en toda empresa cultural o en cualquier problema jurídico, en el que los reyes se vieran implicados.
Estos, más por acumular fuerzas con que oponerse a sus rivales, que por absorber a la Iglesia, procuraban influir en ella y tenerla a su disposición, o castigarla si no correspondía a sus pretensiones.
No podemos olvidar que la Sociedad de Naciones, y su resurrección en la O.N.U. actual son creación de nuestros días, y que, de alguna manera, ese poder mediador, pacificador y de cohesión, correspondió, en el Medioevo, por inercia de los tiempos, a la Iglesia y de manera muy decisiva. El concepto de "Cristiandad" que hoy ya no nos vale - porque supondría un error de {15 (115)} perspectiva en los actuales planteamientos del mundo que amanece, jugaba un papel indispensable en las relaciones entre los pueblos tenidos por cristianos.
Se reconocía que todo poder viene de Dios y que, por lo mismo, debe servir a Dios. La Iglesia no ejercía el poder secular, pero, indirectamente, lo alcanzaba: un rey excomulgado no podía exigir obediencia de sus súbditos.
Situaciones que hoy no admitiríamos, entonces eran aceptadas. El mismo poder temporal del Papa en los Estados Pontificios, que sería ahora un lastre impertinente y absurdo, ha sido, no obstante, recogido en la mínima y simbólica expresión del Estado de la Ciudad del Vaticano, como garantía de independencia política del Papa, como Jefe de la Iglesia. Menos afinado que esta actual situación -los tiempos cambian y cambian las ideas de los hombres, algo de ello tuvieron los poderes políticos de los pontífices medievales.
El protestantismo y los regalismos
La consolidación de la revolución protestante se debió, especialmente, al apoyo político, cediendo a convertirse en "iglesias nacionales" de sus respectivos reyes, e independientes de Roma.
Es la aplicación de las ideas cesaristas la de que el súbdito debe seguir la religión del rey, como reza el principio consagrado finalmente en Westfalia, al buscar el equilibrio religioso europeo (1648).
Pero, si por una parte los príncipes protestantes piensan tener a su disposición una fuerza moral complementaria para su política interior, en tiempos en que la idea de imperio también entra en crisis ("el rey es emperador dentro de su reino"), no quieren ser menos los soberanos católicos: pronuncian siempre la palabra de Dios" y se profesan devotos y cristianos, pero exigen prerrogativas "nacionalizadoras" y tienden a convertir a la jerarquía en burocracia estatal, interviniendo en su designación, imponiendo el "plácet" a los documentos pontificios, y si bien suelen premiar con dádivas a la Iglesia, no son más que asignaciones por servicios desempeñados en la enseñanza y beneficencia que complementan las limosnas de los fieles.
El daño de esta injerencia atávica ha sido grande para la Iglesia, porque le ha proporcionado una jerarquía dócil a los reyes, con frecuencia ambiciosa de escalar grados que ellos les concedieran, y menos fiel a la sede Romana. Los peligros de cismas, y los verdaderos cismas habidos (arrianismo, protestantismo, ortodoxos orientales...), no se podrían explicar sin la injerencia de lo secular en la Iglesia.
Los reyes tenían un complemento espiritual que reforzara su prestigio frente al pueblo.
La misma elección del Sumo Pontífice estaba sometida al veto de los reyes, hasta principios de nuestro actual siglo XX, y por cierto ejercido.
Las diversas manifestaciones regalistas merecerían un esclarecimiento aparte. De ellos no estuvo inmune ningún príncipe "católico" y constituyen el último capítulo de las servidumbres de las que la Iglesia intenta deshacerse.
Quienes son, o pueden llegar a ser, capaces de ejercer ese arte tan difícil y tan noble que es la política, prepárense para ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal. Luchen con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos.- (IM, 75).
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9. Principios fundamentales que deben regular las relaciones Iglesia-Estado según el Vaticano II
EL CONCILIO Vaticano II, en varios de sus documentos, se refiere a las relaciones Iglesia-Estado. Tomamos solamente algunos de sus párrafos más significativos: en concreto el número 76 de la constitución Gaudium et spes, que trata de la Iglesia y el mundo (IM) actual; el número 13 de la declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa (LR), y el número 7 del decreto Apostólicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares (AS). Todos ellos son puntos básicos de referencia que permiten establecer los siguientes principios:
Libertad de la Iglesia. Es el principio más importante. Libertad no solamente proclamada, ni sólo sancionada con las leyes, sino también practicada con sinceridad. Y debe haber concordancia entre libertad de la Iglesia y libertad religiosa reconocida como un derecho a todos los hombres y a todas las comunidades, cualesquiera que sean sus creencias. Son exigencias de esta libertad:
―regirse por sus propias normas;
―honrar a la Divinidad con culto público;
―ayudar a sus miembros en el ejercicio de la vida religiosa y sostenerlos y orientarlos mediante su doctrina;
―promover instituciones adecuadas a estos fines;
—derecho (por supuesto) de reunión;
―nombrar, con entera libertad, ministros y jerarquías propias, sin injerencia del poder político; lo contrario desfiguraría a la sociedad religiosa y la convertiría en "sección" de la administración y los jefes religiosos en "funcionarios estatales":
―comunicarse libremente con las autoridades y comunidades religiosas con sede en otros países; ―erigir edificios, adquirir y disfrutar bienes convenientes a su misión;
―enseñar, profesar públicamente, de palabra y por escrito, la fe;
―manifestar el valor de la doctrina para la ordenación de la sociedad y beneficio de toda actividad humana.
{17 (117)} Autonomía del Estado y de la Iglesia. Ambas comunidades, «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre», como dice la const. Gaudium el spes (76, c). Esta autonomía recíproca responde a la voluntad del Creador (id. 36, b).
Cooperación para el bien social. Puesto que tanto la comunidad política como la Iglesia están al servicio de la vocación personal y social del hombre, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, mejor realizarán este servicio. La Iglesia, al predicar la verdad evangélica e iluminar todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano y consolida la paz en la humanidad para gloria de Dios (IM, 76, c, e).
Distinción, no confusión, con todo poder político. En virtud de su misión y de su competencia, y porque es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. Máxime cuando la reconocida libertad del hombre se manifiesta en la sociedad pluralista, en la que caben variadas opciones políticas y soluciones técnicas, que son de la competencia de la comunidad política y de los individuos personalmente considerados. Por eso, la recta concepción de las relaciones entre Estado e Iglesia, debe evitar cualquier confusión y distinguir netamente, además, la actuación personal o asociada de los cristianos como ciudadanos, de la que lleven a cabo en nombre de la Iglesia y en comunión con sus pastores (IM, 76, a).
Discernimiento moral de inspiración cristiana. La exigencia de la distinción entre Iglesia y Estado y partidos políticos, no puede considerarse como una inhibición del deber que la Iglesia tiene y que, para ser fiel a la predicación de la fe, le lleva a reclamar el que, en todo momento y en todas partes pueda predicar esta fe con auténtica libertad, y enseñar su doctrina social, ejerciendo su misión entre los hombres sin traba alguna y dando su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando juzgue que lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas. Precisamente la libertad y el no poderse confundir con ideologías políticas ni estados temporales, la capacita para esta función de discernimiento cristiano sobre toda la realidad de la actuación humana.
Los medios. Como las realidades temporales y las realidades sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí, la Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión lo exige. Aunque no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil, e incluso renuncia {18 (118)} al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos cuando comprende que su uso puede empanar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición. La Iglesia utiliza todos los medios con tal que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y de situaciones. Por esta razón los medios que convienen al Evangelio se diferencian en muchas cosas de los medios que la ciudad terrena utiliza.
Todo lo cual, que responde al pie de la letra de cuanto la Iglesia sostiene a este respecto, no significa que sea ella enemiga ni del Estado ni de las relaciones que para el bien de los hombres convenga que mantenga con él. Pero señala continuamente cuál es su posición y reclama sin cesar esta independencia y libertad como premisa indispensable de su propia vida y de la misión y servicio que ha de prestar a la ciudad secular.
No otro significado tiene el voto manifestado en el Concilii Vaticani II, por la reunión de todos los obispos del mundo, cuando en el n. 20 del decreto Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los obispos, se pide que en lo sucesivo no se concedan a las autoridades civiles más derechos o privilegios de elección, nombramiento, presentación o designación para el cargo del episcopado y se meta para la conveniente liquidación de los existentes, por pacto o costumbre.
: El mismo espíritu reflejan los párrafos finales del Mensaje del Concilio a la humanidad, en el cual, al dirigirse a los gobernantes de los pueblos, les piden, una vez más, la libertad.
Sobre las bases de esta auténtica y sincera libertad se puede edificar la sana y constructiva relación entre la Iglesia y cualquier Estado o sistema político que no sea contrario al Derecho natural y, por lo mismo, a los derechos de los hombres, y se evita el mal de la persecución, o el opuesto y equívoco de la confusión o absorción pretendida por las tentaciones totalitaristas, que pueden, tal vez, salvar apariencias de bien a corto plazo, pero que acaban desfigurando la verdadera faz de la Iglesia, o se transforman en persecución, tan pronto ella reacciona, aunque sea pacíficamente, y muestra los primeros signos de que se resiste a ser manipulada.