Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 135. NOVIEMBRE. Año 1975.
0. SUMARIO
SI el silencio que imponen los primeros fríos sirviera para recoger nuestro pensamiento, para encontrarnos a nosotros mismos y abrirnos al ámbito sincero de la fe, podríamos hacer la vida más hermosa y fecunda, aunque veamos ahora caer las hojas de los árboles.
No importa, no es la muerte: cuando las ramas se hacen rugosos brazos desnudos e, inmisericorde, el leñador tala el mudo ademán tendido al cielo invocando la ultima luz, no obstante, debajo tierra, silenciosamente, permanecen intactas las raíces y crecen más deprisa, para que el árbol tenga, cuando vuelvan las hojas y las flores y los frutos, el tronco más recio.
No hay muerte, no hay dolor infinito, no hay fracaso.
Todo es esperanza, dolorosa y humilde, pero inmortal.
«MYSELF AND MY CREATOR»
MIRAR HACIA DIOS Y MIRAR EL MUNDO
HISTORIA DE LA IGLESIA
LA ÚNICA ESPADA: LA PALABRA
LOS OBISPOS ARRIANOS
LOS PRIMEROS EMPERADORES CRISTIANOS"
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El Cristo aburrido de los aburridos cristianos
El Cristo aburrido de los aburridos, el de quienes, porque creemos que ya tenemos fe, nos hemos olvidado de Él.
Si uno saliera hoy a nuestras calles para preguntar a los transeúntes qué saben de Cristo, qué conviven de Cristo, ¿qué respuesta recibiríamos?
Somos como aquel hombre que nació a la sombra de la catedral y jugó y creció en sus atrios, y nunca se ha molestado en mirarla.
¿Cristo? Ah, sí. Sabemos que nació en Belén, que estuvo un montón de años en Nazaret, que luego predicó unos meses, que al final lo mataron.
Sabemos también que era Dios, pero ¿qué significa eso para nosotros?
Vivimos al lado de esta verdad como junto a esa catedral que ni miramos.
Dios hizo al hombre semejante a sí mismo, y el aburrido hombre ha terminado por creer que Dios es semejante a ese aburrimiento.
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1. «Myself and my Creator»
UNAMUNO, ese gran preocupado por la muerte, pensador, buceador de su misterio, había dicho: «La vida es la continua revelación de nosotros mismos; cada día nos descubrimos; sólo con la muerte se completa esta revelación» y nuestra propia vida.
Vamos a la muerte, los creyentes, para descubrir, para encontrar a Dios.
Ese Dios que imaginamos lejano, pero que llevamos dentro, tan cerca, haciéndose claridad en el cielo interior de nuestra conciencia, limpia, silenciosamente, como en un cielo estrellado en espera del gran amanecer, en la soledad clamorosa del gran PRESENTE.
Descubrirnos a nosotros, poco a poco, es ir descubriendo a Dios. Descubrimiento que Newman experimentó ―myself and my Creator― cuando nos confiesa que fue arrebatado por el pensamiento de esa doble realidad, absoluta y luminosamente evidente, equivalente, como vivencia, a algo más que a una conversión.
Superando los existencialismos, no es que nuestro destino cobra sentido o se manifiesta absurdo según la alternativa de cómo lo refiramos a la muerte. Para el cristiano la muerte es un hito ―el más decisivo, después de nacer― en el que se acumula, resume y polariza, como experiencia y como latido, el nacer y el vivir, descubriendo definitivamente a Dios: «yo, yo solo, y Dios, mi Creador».
Que la vida sea no solamente preparar este descubrimiento, este encuentro; pero que prepararlo resulte de haber comenzado a experimentar su evidencia, mientras se hace creciente. Solamente de este modo se supera toda fatalidad y, como nos diría Marcel, «el pasado y el porvenir se unen en el seno de lo profundo» para hacernos «permeables a las infiltraciones de lo invisible, para que, a partir de este momento, nosotros, que quizá no éramos al principio más que solistas no ejercitados y, por eso mismo, pretenciosos, tendamos a convertirnos poco a poco en miembros fraternales y maravillados de una orquesta en que aquéllos a quienes indecentemente llamamos los muertos, estén sin duda mucho más cerca que nosotros de Aquél del que quizá no se debe decir que dirige la sinfonía, sino que ES la sinfonía en su unidad profunda e inteligible; una unidad a la que no {3 (143)} podemos esperar acercarnos más que insensiblemente, a través de las pruebas individuales, cuyo conjunto, imprevisible para cada uno de nosotros, es, sin embargo, inseparable de la vocación propia».
La idea de la muerte interviene como acto de comunión' que participa en un orden de ámbito divino, alcanzable solamente a través del amor.
De todas formas es preciso superar, también aquí, el simple platonismo.
Es a partir de myself and my Creator, es a partir de la convergencia viviente del 'yo y Dios" que se mira a lo demás, a los demás, y que nos Vamos abriendo, comunicando, abrazando, descubriendo el bien, haciendo el bien, haciendo bueno lo que descubrimos, haciéndonos buenos mientras hallamos. Esa es la gran 'comunión' cristiana, hasta que, en la muerte, nos abriremos a lo que hemos vivido en la tierras concluye también un personaje marceliano en La soif.
Por lo tanto, es necesario 'vivir" intensamente, vivir 'yo y Dios', mantener, partir siempre y llegar siempre a esta experiencia que ya hemos dicho, Newman expresó condensando el tacto de Dios dentro del alma, en sí mismo: myself and my Creator. Porque es la vida, y todo lo que hay más allá de la vida, convertido en vida desde «el instante en que todo quedará sepultado en el amor».
El pensamiento de la muerte acompaña constantemente el camino del hombre lúcido. Los más sensibles (Jorge Manrique, Quevedo, Machado, Unamuno, Miguel Hernández ...) y sinceros no han eludido enfrentarse con él. Nuestro mundo, a pesar de todas las euforias o manipulaciones experimenta también su amenaza, y lleva las heridas, nunca acabadas de restañar, de sus últimos zarpazos. Y sigue con miedos que le acobardan mientras le imponen silencios y falsedades en sus actitudes. Se llama 'vivir" A lo que es sólo actividad vital falsificada. Harían falta valientes, para encontrarse a sí mismos y encontrar a Dios. Y con Dios en el corazón, mirarlo todo, descubrirlo ―re-descubrirlo― todo, y VIVIR, hasta que la muerte ―lo que llamamos 'muerte'― fuese alcanzada como el marco más amplio, definitivo, de la plenitud de plenitudes: de nosotros en Dios, y de Dios en todo.
San Pablo ya había dicho: «Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios». Más amplio o, por lo menos, más explícito que la "plenitud de plenitudes" de la redundante y Angustiada intuición unamuniana.
La muerte, tu esclava, está a mi puerta. Ha cruzado el mar desconocido y llama, en tu nombre, a mi casa.
Está oscura la noche y tiene miedo mi corazón. Pero yo cogeré mi lámpara, abriré la puerta de mi casa, y le daré, rendido, la bienvenida; porque es mensajera tuya la que está en mi puerta.
La saludaré, llorando, con las manos juntas. La saludaré mientras pongo a sus pies el tesoro de mi corazón.
Rabindranath Tagore
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2. Mirar hacia Dios y mirar el mundo
MIRAR HACIA Dios, mirar la propia conciencia, mirar el mundo.
Cristo nos abrió los ojos a un modo nuevo de dirigirlos a esa triple contemplación de la vida, que por él sabemos que no es sólo movimiento, que no es sólo pensamiento, que no es sólo temporalidad.
Hay que mirar afuera desde dentro; hay que mirar hacia dentro hasta llegar a Dios y hay que contemplar a Dios, desde la fe, situándonos nosotros y comprendiendo el mundo. Pensar, creer, mirar. Triple visión que "se traduce" en novedad de vida: todo es diferente; todo queda agilizado, trascendido, transformado.
«Para que los ciegos vean...» La peor de todas no es la ceguera del cuerpo; la mayor claridad no es la luz cósmica. Concretas, cuantificables, quedan como trampolín de analogías para verdades más altas, para vida más plena, desde que Cristo vino a abrirnos los ojos a otra "luz" que ninguna tiniebla puede sofocar, mientras sube más alto, inalcanzable a los vientos. El huracán que pretendiera extinguir su llama, por el contrario la aventaría, provocando la incandescencia del residuo de humo que se resintiera a la ignición, secando las ramas verdes para que puedan ser ofrenda abrasada en el fuego, acelerando así y purificando la transformación del proyecto evangelizador que se va haciendo realidad y anuncio del auténtico Reino de Dios.
«No tengáis miedo de los que sólo pueden matar el cuerpo... » El Señor da ánimos porque el miedo es la forma de dolor más escondida en el alma humana y la más extendida entre los mortales. Sólo puede ocurrir que el resplandor sea más grande, si el dolor persiste. Se nos puede consentir que demos para el cristiano y, por supuesto, para la Iglesia, un significado más que antropológico a la conocida frase de Freud: «tanto como dure su sufrimiento, puede todavía el hombre superarse un poco, alcanzar algo más» («So lange der Mensch leidet, kann er noch etwas bringen»).
Estamos en camino y es preciso andar con los ojos abiertos: ver, contemplar, entender, juzgar, interpretar desde la propia conciencia unida a Dios, la realidad circundante, que nunca se da como una cosa definitivamente hecha, sino fluyente, inacabada, necesitada incluso de un sentido superior que, sin negligencia de lo evidente y natural, lo eleva activamente a la integración universalizadora, espiritualizadora y trascendente del Reino de Dios, todavía en trance de hacerse, {5 (145)} iniciado solamente y necesitado, por lo tanto, todavía, del esfuerzo paciente y perseverante, para ser llevado al óptimo no alcanzado, aunque sabemos que es vocación suya y nuestra, porque somos hijos de Dios.
No sólo la humanidad, en sus más vivas y profundas aspiraciones, sino, dirá san Pablo, "la creación entera está como gimiendo mientras espera esta transformación" iniciada por Cristo, Señor del mundo, y destinada a ser completada por la Iglesia, extensión y crecimiento misterioso de Cristo en el mundo que él mismo ha conquistado y destinado a la suprema libertad de hijos de Dios. Libertad que será merecida y participada, si se acepta por la fe y se intenta realizar generosamente con la vida: mirando a Dios desde la propia conciencia, mientras contemplamos este mundo que, gozosamente, restituimos a Dios.
Debe ser desterrada la concepción de hacer compatible "mundo" y "Evangelio" porque conduce a un moralismo glotón y cicatero, cualesquiera que sean los disimulos tranquilizadores. Es, en todo caso, el compromiso de una empresa por transformar el mundo en Reino de Dios, desde la fe, que no es ni un añadido, ni un adorno, sino una visión totalizadora y transformante, fecundada por la experiencia agradecida del don de Dios, Gracia, amistad y vida de Dios en el hombre, que por fuerza ha de ver las cosas y tratarlas y realizarse a sí mismo, de un modo "diferente" al simplemente natural. El que mire o juzgue al cristiano o a la Iglesia desde el ángulo de esta sola visión, jamás lo comprenderá, o los combatirá como un regreso, o como un exceso, igualmente absurdos.
Ha sido preciso esperar hasta nuestros días para que los hombres puedan tener', si quieren, el pensamiento y el corazón más libres para Dios. Ha sido preciso llegar a esta época para que caiga el velo de los enigmas que recubrían este mundo. En adelante el hombre puede contemplar el mundo tal como es y, por lo tanto, ya no puede confundirlo con Dios.
Ha sido preciso que llegáramos a esta época en la cual existe una historia total en la que todos participamos.
Acaban de comenzar las verdaderas oportunidades para el Cristianismo.
Karl Rahner
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3. HISTORIA DE LA IGLESIA
SE HA DICHO que la historia de los Concilios de la Iglesia, es la historia de los cismas y herejías cristianas. Pero esto equivaldría a lo que, paralelamente, también podría decirse de la historia profana, si la consideráramos como la narración ordenada de las guerras y batallas de los pueblos y series de reyes que las protagonizaron. Lo cual, con razón, se rechaza, como igualmente rechazamos, por simplista, la primera hipótesis. El romanticismo descubrió que la Historia no la hacen los reyes, sino los pueblos, y que hay una alternancia dialéctica hacia el progreso, cuyos momentos críticos o dramáticos, son síntomas o efectos de procesos más profundos que hay que investigar, recoger y construir, con ellos, síntesis provisionales a partir de las cuales nos abramos a una superior evolución, incesante como la sucesión del tiempo, y varia como la extensión múltiple de fenómenos paralelos interrelacionados que influyen en el caminar de la humanidad.
No vamos a hacer filosofía de la Historia, ni de la Historia de la Iglesia, pero sí que debiéramos referirnos siempre a ella, no como quien mira desde el exterior y se detiene en algún hecho o suceso señalado, sino añadiendo a nuestra contemplación el presupuesto de la fe para que, lo que nos atrae o aquello en lo que nos detenemos, pueda ser juzgado en función de ella, y nos sirva, de este modo, para nuestra misma vida de fe.
Es inútil, para el fiel, hacer referencia alguna a la herejía, si el caso concreto que analiza no lo considera como integrante del riesgo que entraña la búsqueda de la verdad revelada, del esfuerzo por desarrollar esta verdad, estimulado, tal vez, por buscar en ella una respuesta al reto que plantean unas determinadas circunstancias históricas. Sin lo cual, todo lo que pudiéramos pensar de una desviación doctrinal, pongamos por caso, podría con facilidad parecernos un dato más de una serie de disparates teológicos producidos por la estupidez del heresiarca de turno, que inventó otra aberración.
No hay que querer pensar en una verdad divina para poder llegar a la invención de nuevas herejías; pero si que es cierto que jamás comete error alguno el que, siquiera sea por pereza mental, tampoco usa su inteligencia para aplicarla, reflexivamente, a verdad alguna.
Ello explica que, cada vez que pongamos nuestra mirada cristiana en la vida de la Iglesia, no podemos hacerlo {7 (147)} sin acompañarla de la reflexión del creyente. En cuyo caso, tanto de lo que ―según una mirada asépticamente natural― pudiera resultar positivo (éxitos de la Iglesia), como negativo (fracasos, problemas), siempre redundaría en ejercicio de la fe y, por consiguiente, en desarrollo y crecimiento de ella.
Solamente los enfermizos, débiles o infantilizados, son los que necesitan de continuos estímulos y alientos (propagandas, estadísticas optimistas, insinceridad triunfalista, disimulación cobarde de las realidades, estrategias deformadoras, ocultaciones, exageraciones...). Cuando la verdad es que la Providencia nos suministra, mezcladas y alternadas, confortaciones y pruebas; cuando también es verdad que, al mirar el caminar de la Iglesia en su viaje temporal, encontramos igualmente momentos de confortante crecimiento o purificación y otros de oscuridad y zarandeo crítico.
Pero... ¡no pasa nada! Para los primeros cristianos las persecuciones y el martirio no suponían una catástrofe aunque sí la habría considerado tal cualquier mentalidad pagana, mientras, desde lejos, nosotros mismos, consideramos que aquella experiencia fue gloriosa para la Iglesia y a ella con evidente fruto podemos referirnos cada vez que, circunstancias parecidas, han proporcionado nuevos dolores a los cristianos o a nosotros mismos.
Además, Cristo fue el primer mártir:
«el que quiera seguirme que se despreocupe de defender su vida, que tome su propia cruz y que me siga, y donde yo esté también estará él».
Las herejías a las que, desde nuestra óptica, aplicamos esquemas seguramente demasiado sencillos, sabemos que fueron el chisporroteo perdido de un fuego de verdad que se hizo, poco a poco, luz de la Iglesia. Como sin persecuciones no habríamos tenido mártires, sin errores que discutir, sin búsqueda afanosa, inacabada, de una verdad que la fe necesita como alimento, no habríamos tenido Doctores para sistematizar, de alguna manera, el tesoro de la verdad que la Iglesia quería legar a los hombres presentes y a las generaciones que siguen.
Incluso el dolor de los cismas, separaciones y rupturas de obediencia, dispersiones en el rebaño del que debía ser único bajo un solo Pastor, sirvieron para precisar la calidad y alcance del orden que debe reunirnos en el camino hacia Dios a través del tiempo, qué clase de autoridad o poder es el de la Iglesia, cuáles son los puntos críticos de su estructura, probablemente todavía demasiado parecida a las temporales, pero sin duda relativamente mejor que ellas, a las que ha sobrevivido mientras, con medios muchísimo más débiles, ha conseguido mayor eficacia, habida cuenta de la debilidad de los hombres, que es la constante de cualquier institución humana y temporal.
La mirada sobre la Iglesia, tanto en el pasado como en el presente, debe limpiarse de derrotismos fatalistas lo mismo que de apologías triunfalistas y soberbias, para dar lugar a una mirada serena y ferviente, desde la fe.
El cristiano no mira la Iglesia desde fuera, sino que se siente y está dentro de ella, y se alegra del bien que recibe, y descubre el bien que le falta, y entiende los caminos por donde Dios la conduce, y vive ―convive― su misma vida. En cualquier caso, el pasado es lección, el presente reto.
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4. La única espada: la Palabra
CUENTAN de Clodoveo, el rey franco, que mientras escuchaba el relato de la Pasión de Cristo, llevado con indudable buena fe y típico fervor de neófito, exclamo: «¡Ah, si yo hubiese estado allí con mis francos!...»
Comprensible, perdonable. Pero del mismo modo que el Señor no aceptó el magnífico proyecto que le ofreció el diablo, cuando fue tentado en el desierto, habría renunciado al recurso a la fuerza, a la seguridad del poder y a la presión del prestigio y habría preferido, otra vez, un cristianismo crucificado. Incomprendido especialmente por los poderosos, y crucificado por ellos.
El mensaje cristiano ha de ser fuerza de Dios, no imposición de los hombres.
Entre los judíos, la exclusividad de Dios en toda obra verdaderamente santa, ya la indicó Gamaliel, cuando los otros grandes sacerdotes pedían la muerte de los primeros predicadores de la Palabra: «¡Israelitas, tened cuidado con lo que vais a hacer con estos hombres!» Y les recuerda el triste fracaso de dos agitadores ―Theudas y Judas el Galileo― que, parada la racha efímera de algunos éxitos, su influjo quedó en el fracaso. Y continuó: «Este es mi parecer: no os ocupéis de esta gente y dejadla en paz. Si su idea y su obra vienen de Dios, por mucho que hicierais no las podréis dominar y os estáis exponiendo a combatir contra el mismo Dios».
Esta advertencia vale solamente para el perseguidor que cree en la Divinidad; mas no en el caso del incrédulo.
Aunque es difícil de admitir que la persecución ―toda persecución― no lleve emparejada la incredulidad, o la pretextación de un concepto de Dios que equivale al ateísmo. Porque quien de veras admite y respeta a Dios, respeta igualmente su obra.
El que persigue no es de Dios, sino que tiene el espíritu de la carne, diría san Pablo: «El hijo de la carne perseguía al hijo del espíritu y así ocurre todavía hoy» (Gálatas, 4, 29). Por el contrario, sucede que «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo, sufrirán persecución» (2 Timoteo, 3, 12).
El evangelista san Juan, en el Apocalipsis ve a la Iglesia en figura de mujer que huye de la persecución, y simboliza a los perseguidores en la gran prostituta que persigue a los santos.
Así establecido parece como si quedara en completo desamparo la misión del Evangelio, puesto que san Pablo ni siquiera para imponer la verdad admite que sea forzada o violentada la conciencia de nadie, porque ejercer tal tipo de presión, no sería solamente herir la conciencia del débil, sino pecar contra Cristo (2 Corintios, 20). Y afirma, seguidamente, que «las armas de nuestro combate no son carnales».
De modo más tajante establecerá en la carta a los Efesios (6, 17) que el arma única, «la única espada del predicador de Cristo es la Palabra ―el derecho a predicar―, porque la palabra es la espada del espíritu».
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5. Los Obispos arrianos
«Los pastores se han comportado como unos insensatos, porque, salvo un pequeño número que ha sido olvidado a causa de su insignificancia, o que ha resistido a causa de su virtud, y que debía permanecer como semilla y raíz de donde brotaría la Iglesia, renacida bajo el influjo del Espíritu Santo, todos han cedido a las circunstancias, con la sola diferencia de que algunos se han alineado entre los que triunfan como campeones y caudillos de la impiedad, y otros han quedado como simples soldados, semi derrotados por el miedo, pero egoístas y aduladores o, lo que tiene menos excusa, vencidos por su propia ignorancia».
ERA SAN GREGORIO Nacianceno quien, con las palabras que preceden, en el año 360, resumía (Orat. XXI, 24) lo que había ocurrido con la crisis arriana. Por el mismo tiempo (a. 363) no le iba a la zaga san Jerónimo, que escribía: Casi todas las Iglesias ―es decir, diócesis― del mundo entero, bajo pretexto de paz y de sumisión al emperador, se han contaminado de arrianismos. Y son de entonces las célebres palabras que resonaron en el concilio de Rimini:
«Ingemuit totus orbis et se te Arianum miratus est»; que era como decir:
«los fieles de la cristiandad se han dado cuenta, con sobrecogedora sorpresa, que sus jefes los han hecho arrianos».
Fue aquélla la mayor crisis que jamás haya padecido la Iglesia, recién salida, casi, de las catacumbas, cuando ya, en el marco del reconocimiento oficial de su derecho a evangelizar, el ser obispo no equivalía a una candidatura para el martirio, sino que se Comenzaba a convertir en promoción honorable, paralela y hasta dependiente de los cargos de responsabilidad política. De perseguida la Iglesia pasaba a reconocida y a protegida. Y fue entonces cuando comenzó la atrocidad de una confusión político-eclesiástica, como jamás se haya repetido en época alguna, puesto que incurrieron en la herejía la inmensa mayoría de los obispos.
{10 (150)} Suceso irrepetible, pero que es preciso tener en cuenta cuando se quiera comprender cualquier otra crisis posterior: el cisma de Oriente, el complejo problema de las investiduras en el Medioevo, la escisión protestante que inaugura la Edad Moderna, log regalismos contemporáneos...por citar los hitos más importantes, fueron y son de algún modo, siempre, reviviscencias de aquella tremenda original experiencia, prototípica de los dolores y pruebas de la Iglesia sometida al zarandeo de la Historia. Como si las palabras del Señor a Pedro –*... y te llevarán adonde tú no querrá se cumplieran, en cada ciclo histórico, para que el esfuerzo por superar la contradicción del conformismo mundano, resurja, rejuvenecida de eternidad y purificada de incrustaciones espúreas de triunfalismos anticipados, la que todavía ha de actuar redimiendo ―liberando― a los hombres, des arrollando ella misma, cada vez más, su libertad, su autenticidad, John Henry Newman precisamente iba en busca de esa "autenticidad" de la Iglesia, hace siglo y medio cumplido, cuando dio con el filón de este período histórico decisivo. Se detuvo en él, lo estudió a fondo, y nos legó su obra decisiva sobre THE ARIANS OF THE FOURTH CENTURY; ella representa la premisa intelectual que le dispuso a la gracia de su conversión al Catolicismo: llegó al convencimiento de una coincidencia de situaciones entre la época arriana y el estado de la Iglesia anglicana, en la que había sido educado y de la que era ministro. Su reflexión fue consciente, dilatada y profunda: terminó de escribir THE ARIANS en diciembre de 1832 y entro en la Iglesia católica el 9 de octubre de 1815.
Los manuales de historia eclesiástica al uso, demasiado esquemáticamente, ordenan y sitúan la sucesión de cismas y herejías, como crisis que atañen, respectivamente, a la obediencia o vinculación en la única Iglesia de Cristo, o como negación de verdades dogmáticas. En determinados casos en difícil no sólo deslindar, en un mismo conflicto, la parte que corresponde a cada uno de tales aspectos, sino el grado en que uno interviene en función del otro. Eu el caso concreto del arrianismo, por más que se insista en la cuestión conceptual o dogmática, lo decisivo fue la intervención del poder imperial y el juego de ambiciones, para obtener o mantenerse en sedes {11 (151)} episcopales unos, o, desde el interés imperial, por premiarlos para asegurarse fieles colaboradores políticos. La momentánea prosperidad del error se debió o la intervención política en la designación y remoción de los pastores de la Iglesia, liberada de las catacumbas, pero no todavía de los poderes de este mundo que veían en su intervención una continuidad con lo que se había observado anteriormente al regular, desde el poder imperial, el culto a los dioses paganos y hasta a la arrogada "divinidad" del emperador. Era pedir demasiado, en tan poco tiempo, más allá de esta "utilidad" en la nueva fe, que simplificaba en una sola el maremágnum de divinidades anteriores, pero que no conseguía, tan rápidamente, el deslinde entre poder temporal y libertad espiritual.
Los que critican o se lamentan ―¡y tantas veces con sobrada razón!― del poder temporal en los asuntos de la Iglesia, no deberían de olvidar que la escisión protestante pudo prosperar merced al apoyo que buscaron en los reyes los disidentes del Catolicismo, cediendo, naturalmente, a cambio de la protección, una parte sustancial de lo que debieran haber sido sus poderes espirituales y su disciplina interna. Los regalismos católicos posteriores surgirán, desgraciadamente, como una imitación de la invención protestante, y, en general, serán de menor intensidad, aunque las tensiones que produzcan puedan alcanzar momentos verdaderamente dramáticos para la Iglesia, siempre celosa de su libertad, pero inerme, por principio, para defenderla frente al aparato temporal.
Newman se dio cuenta que la Iglesia anglicana, con una jerarquía nombrada y dependiente del poder real, con una estructura nacional, no cumplía los ideales de universalidad y libertad que Cristo dejó a Pedro y, desde la contemplación de la gran confusión arriana, pudo comprender todas las demás y, singularmente, la que tenía tan cerca.
Y se hizo católico.
El vidrio, el sol, aquel verde sembrado, ante la luz, de trigo transparente, y la Verdad, no tienen más que un lado:
el silencio de Dios, más elocuente que todo el idioma con que doro tanta verdad como la lengua miente.
Miguel Hernández
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6. HISTORIA DE LA IGLESIA: Los primeros emperadores "cristianos"
EN LA EVOLUCIÓN de la vida de la Iglesia tuvieron singular importancia los detentadores del poder temporal, en el momento en que ella pasa de la clandestinidad de las catacumbas al público reconocimiento institucional y jurídico. No nos puede sorprender, ni escandalizar el inicial entusiasmo y el agradecimiento de los cristianos hacia los emperadores ―en especial Constantino― que les concedieron la libertad para profesar públicamente la fe en Cristo. Los consideraron como instrumentos providenciales al servicio de Dios, y en realidad ―consciente o inconscientemente― lo eran, aunque ello no eliminaba su posición de políticos, ni alteraba la substancia de su mentalidad pragmática y temporalista. Lo contrario hubiera sido un milagro, equivalente al final triunfal de la Iglesia.
Ésta, en su caminar por el mundo, no perecerá; pero será siempre peregrina; cualquier triunfo que pareciera definitivo, o cualquier instalación en la seguridad, le serán siempre ajenos, en su faz auténtica de fidelidad a Cristo.
Las persecuciones habían exigido la pureza de una fe a prueba de la propia vida. El Cristianismo no era un honor, sino más bien una infamia; el sacerdocio no era una dignidad, sino más bien una candidatura al martirio. Las calumnias de los perseguidores habían conseguido mantener, durante largo tiempo, la hostilidad de las gentes contra el naciente Cristianismo, presentado como enemigo de la sociedad y del Estado. Por otra parte, los cristianos no disponían de ninguna voz para defenderse, ni de poder alguno para exigir que {13 (153)} pudieran ser oídos. Sólo la paciencia, el derramamiento abnegado de la propia sangre, y la infamia que les reducía al silencio y a la clandestinidad: allí la fe era la llama de su vida, y la vida enamoramiento desinteresado y generoso de Cristo.
Tantos y tan grandes fueron aquellos dolores que, al conseguir la primera libertad, la sorpresa del alivio pudo traducirse en tentación de que toda posterior dificultad había cesado para siempre. No todos, ni siempre supieron mirar más alto y vencer la tentación; tentación "constantiniana".
Constantino
Ello explica el mito con que se ha exagerado la figura y la misma intervención de Constantino, al que sólo muy hipotéticamente podemos llamar emperador "cristiano".
Fue en verdad el primero que permitió al Cristianismo salir de la clandestinidad; pero todavía ahora nos sigue resultando difícil descifrar hasta qué punto aceptó la fe cristiana o cuáles fueran sus convicciones religiosas.
Los historiadores actuales ven en él a un político de gran estilo, y fue precisamente su buen sentido político que le llevó a reconocer para los cristianos el derecho a profesar la propia religión. No otro es el significado del Edicto de Milán, de 313:
«Hemos tomado esta resolución inspirados por la sana y noble convicción de que nadie ha de ser privado de la libertad de elegir y obedecer las costumbres y el culto de los cristianos. Y por ello con viene que a cada cual se le de la facultad de encontrar la religión que él mismo considere que le conviene».
Con ello Constantino dejaba de postergar a una parte, aunque minoritaria, de sus súbditos, cuando se había demostrado la falsedad de las calumnias que durante más de dos siglos se habían fomentado y, por otra parte, junto a la risibilidad con que el mismo Cicerón se había referido a las divinidades del Olimpo (si bien juzgaba indispensable fomentar su culto por el bien del Estado), la probada lealtad ciudadana de los cristianos les hacía acreedores de ese mínimo respeto a su libertad de conciencia. Constantino al concederles este reconocimiento aseguraba la paz y la convivencia ciudadana. Fue un pragmático que obedecía a razones de Estado ―observa {14 (154)} Duchésne― cuando obsequiaba a los obispos, lo mismo que lo había sido Diocleciano cuando los encarcelaba.
El Cristianismo sucedía, en cierto modo, al decadente, diverso y disperso culto pagano. El Cristianismo representaba una semilla de cohesión, universalizadora, que prosperaba y se introducía sin renunciar a la mansedumbre; no sólo no había que temerle, sino que podía ayudar, moralmente, a la unidad, desde la Iglesia, y por reflejo, al mismo imperio.
Cuando con ocasión de la crisis arriana Constantino toma la iniciativa ―¡no era ni siquiera bautizado!― de convocar el concilio de Nicea, para zanjarla, lo que le preocupa es la unidad manifiestamente política; en cambio considera «cuestiones de poca importancia, juegos de estudiantes inexpertos, materias en las cuales cada uno puede pensar lo que le acomode» los más trascendentales problemas teológicos, como entonces y en aquellos debates eran las grandes cuestiones trinitarias. Y escribía, en efecto, al papa san Melquiades:
«Vuestra solicitud no ignora mi respeto por la Iglesia católica auténtica, y no permitiré que seáis negligentes o consintáis cualquier inicio de cisma o división».
Del pre-cristianismo al Cristianismo
El Estado romano puede considerarse, al aparecer no el Cristianismo, como la última evolución del Estado pre-cristiano, o típicamente pagano: Toma la religión ―hecho común en la antigüedad― por su propia cuenta:
sacramentaliza el concepto de Estado, socializa lo divino y deifica la política. El Estado romano representa la evolución más elaborada de la convergencia que se u descubre, en las más remotas formas de civilización, entre poder político y poder sagrado, entre "divinidad" y "realeza".
Constantino, tributario del concepto pagano del Estado, dio libertad a la Iglesia, pero no comprendió el Cristianismo. Esa falta de comprensión no procedía de la malicia del emperador, sino de la mentalidad de la que no se había desprendido. Mentalidad, por lo menos errónea, que seguiremos encontrando en muchos "protectores" de la Iglesia. El cardenal Charles Journet, que ha reflexionado principalmente ―antes del Concilio... ― sobre la teología de la Iglesia, llega a la conclusión de que la dificultad que el Cristianismo encontraba en el {15 (155)} Estado pagano, no era el que éste negara la divinidad, sitio el haber socializado la religión y convertido en idolatría el poder temporal. Es el error en que reincidirán los regalismos, a pesar de llamarse sospechosa y contradictoriamente "católicos" cuando en realidad repiten la paganización del Cristianismo; es decir, cuando lo reducen, como los emperadores romanos con sus divinidades, a un factor complementario, útil y saludable, instrumentalizado al servicio de sus miras temporales.
Reducción pagana
El Estado pre-cristiano persiguió, primero, el Cristianismo; más tarde lo permitió; finalmente se declaró cristiano. Pero el Cristianismo oficialmente aceptado, si bien superaba a las desacreditadas divinidades paganas, les "sucedía" sin lograr operar, por automatismo histórico, el cambio de mentalidad de los gobernantes, para quienes, más que por el Reino de Dios (sólo indiscutido si coincidía con el concepto e interés de sus propios reinos terrenos), se movían por razones de táctica política o preocupaciones de orden público. Cualquier situación posterior en la que se repitiera el predominio de las mismas razones, será un Estado igualmente pre-cristiano, sin que valga el énfasis con que se recargue la confesionalidad que quiera acreditar. Y, cuando decimos pre-cristiano, decimos, por supuesto, pagano.
La Historia es pródiga en confesionalidades, en aceptaciones del Cristianismo que no equivalen más que a una reducción pagana del mismo. A un superficialismo que no sobrepasa, a lo sumo, las categorías culturales, pero que no profundiza en las radicales exigencias evangélicas. Se ha aceptado el Cristianismo sin comprenderlo; se ha aceptado precisamente porque no se ha comprendido. Se ha aceptado un cristianismo pomposo, sólo parcialmente moralizante y, por consiguiente, mudo o enmudecido, reducible a "magia" sin Palabra, o a palabra sin Verdad, o a verdad sin Vida.
No es el fracaso del Cristianismo, porque no es el Cristianismo.
El historiador Eusebio refiere cómo, en Nicea, concluidas las sesiones del concilio, el emperador Constantino que celebraba entonces el vigésimo aniversario de su imperio, invitó a los obispos a un banquete suntuoso.
Los obispos, algunos de los cuales llevaban en sus cuerpos {16 (156)} los estigmas de las torturas padecidas en las cárceles y detenciones ordenadas por los precedentes emperadores, no salían de su asombro y creían encontrarse en la antesala del Paraíso, como en un sueño. Aquello era como el refrendo de una paz alcanzada ya, merecida después de tantos sufrimientos, martirios, infamias y contratiempos.
Después de Constantino, la purificación en la fe
No podemos reprochar a aquellos pastores la ingenuidad de su confianza en los poderes imperiales tan benevolentemente exteriorizados; ni podemos tampoco criticar sin más la táctica de Constantino y exigirle actitudes sobrenaturales de las que era incapaz. Proporcionó un sosiego a la Iglesia, que ésta se apresuró a agradecer; si bien, más que inaugurar una época de paz, sería el punto de partida de una serie de violentas luchas que ocuparían la historia de la Iglesia durante medio siglo. Antes, en las persecuciones, habían padecido los cuerpos; ahora padecerían las inteligencias.
Las heridas y la purificación no sería en la carne, sino en la fe.
Ello vendría a confirmar que la paz del mundo no es el ambiente donde se fragua la paz de Cristo, y que la verdad del Evangelio será, perpetuamente, como un signo de contradicción. La Iglesia no se establece, sino que peregrina por el mundo. No se alcanza la rotundidad de un triunfo para vivir, luego, de la ventaja de su conquista, sino que se progresa y desarrolla de una etapa a otra, en continua superación de un desarrollo que no puede hacerse definitivo en el solo marco del tiempo.
El primer obispo "cortesano" y Constancio
Constantino muere en 337, tras haber aceptado el bautismo cristiano en el lecho de muerte y de manos de un obispo hereje, Eusebio de Nicomedia, que desplazó al mismo Arrio en el progreso de la herejía, merced a aventajar a éste en el arte de la ambigüedad y la intriga política. Consiguió aparecer, con puntual oportunismo, como enmendado de sus desviaciones arrianas, debido a la intervención de la hermana del emperador y ver realizada su ambición de ser nombrado obispo de la capital del Imperio, Constantinopla. A partir de lo cual {17 (157)} jugaría un importante papel apenas desapareciera el emperador Constantino.
«Es, este obispo, el primer ejemplo de esa desagradable clase de teólogos y prelados cortesanos ―escribe el historiador Ludwig Hertling―, dúctiles y aduladores que en lo sucesivo apenas faltaron nunca allí donde hubo soberanos que ambicionaran influir sobre los destinos de la Iglesia».
Constancio, al suceder a su padre, en 337, no se limitó a salvaguardar la paz y la unidad de la Iglesia, sino que aspiró a imponer en ella su voluntad y sus convicciones, que eran las arrianas. Su mentor era el obispo Eusebio.
Pero Constancio, astuto, procedió, en un principio, con cautela, no sólo para asegurar las posiciones que iba tomando, sino en consideración de su hermano, Constante, que gobernaba Occidente y era contrario al arrianismo y seguidor estricto, por tanto, de las definiciones de Nicea. Pero una vez muerto Constante, desató su severidad contra los católicos, y dedicose a toda clase de presiones, deportaciones, nombramientos, hasta querer imponerse al mismo papa Liberio, a quien sometió a toda clase de vejámenes, de forma parecida a como Napoleón haría para coaccionar a Pío VII, siglos más tarde.
La voz indómita de la ortodoxia: san Atanasio
La Iglesia no permanecía muda: las voces de san Atanasio de Alejandría y de san Hilario de Poitiers, fueron vigías permanentes y certeros, a quienes ni las amenazas, ni destierros, ni infamias hicieron callar jamás.
Desde la esfera política, se instalaba o se deportaba a obispos, o se les hacía huir con amenazas de muerte, o se esparcían infamias tendentes a neutralizar su influjo en la Iglesia. Lo inás importante ya no era la defensa de la verdad, o la clarificación de la doctrina: ambiciosos, los expectantes aduladores buscaban la ocasión de "merecer" el apoyo imperial para ocupar o ascender a sedes honorables; por parte del poder imperial, la de seleccionar colaboradores adictos a sus miras políticas, descuidada la fe.
En 361 murió el emperador Constancio, harto diferente de su padre Constantino. Solamente parecido a él en que también fue bautizado en el lecho de muerte.
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La máxima confusión
Los que escriben la Historia suelen definir a Juliano el Apóstata, primo y sucesor de Constancio, como hábil general en la guerra, pero mal político en la paz, por fanático, presuntuoso, rayano en la neurosis.
Juliano el Apóstata no quiso ser ni católico, ni arriano. Deberíamos calificarle de neopagano. Hasta llegar al poder se había fingido cristiano; pero apenas convertido en emperador, se declaró filósofo, revistiéndose de la máscara de la imparcialidad y la justicia, y ordenando su política respecto a la religión, en dos frentes por una parte intentando enfrentar a católicos y arrianos para que ellos mismos se destruyeran en recíproca lucha, y creando indirectas persecuciones legales, incruentas, pero decisivas, que obligaban al silencio toda auténtica predicación de la Palabra de Dios.
La cristiandad fue presa de indecible pánico y ya creían que se encontraban a las puertas de las persecuciones de un nuevo Decio o un nuevo Diocleciano.
Juliano no quiso atacar directamente a nadie, pero sí confundir a todos, preparar el desprestigio del Cristianismo e iniciar un regreso a las instituciones paganas del viejo imperio, más dúctiles.
Pero su obra destructora se detuvo cuando moría en el campo de batalla al cabo de guerrear dos años escasos contra los persas.
Graciano: la abolición del paganismo
Constantino y los emperadores "cristianos" que le sucedieron retuvieron, sin embargo, el título y ministerio de "sumo pontífice", lo cual, por sí solo, ya demostraba la ambigüedad de su posición respecto al Cristianismo.
El primer emperador que rehusó estas prerrogativas paganas fue Graciano, que prohibió todos los sacrificios de divinización, clausuró los templos paganos y suprimió este culto. Con su gesto se desdivinizaba el poder (hoy diríamos que se "secularizaba"). «A Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar».
No obstante, en el futuro y hasta casi nuestros días, en Occidente, la teoría de los orígenes y fuentes del poder político, intentará reconstrucciones más o menos filosóficas para reconducirlo a esta sacralización, especialmente los absolutismos teóricamente confesionales, que buscarán en Dios su autojustificación. Ello contribuirá {19 (159)} a desfiguraciones lamentables de la Iglesia y, en definitiva, a un retraso del Evangelio.
Pero el Reino de Dios, aun siendo "de Dios", no puede hacerse sin los hombres. Pacientemente, a través de dolores, de incomprensiones sin cuento, de nuevas persecuciones, pero sin agotar jamás la esperanza, la Iglesia camina arrastrando el polvo de los siglos y los errores y los pecados de los hombres, aguzando la fe, purificándose en el mismo dolor surgido del esfuerzo por ser fiel a su Maestro: en el mundo, sirviendo así al mundo, pero sin ser del mundo.
HAY acusadores exigentes que se dirigen a la Iglesia: «Decir, anunciar solamente, no basta», le reprochan.
Pero deberían reconocer que no es poco decir con sinceridad, decir con totalidad, decir con oportunidad.
Decir así, es más que decir: es hacer.
Decir así es el quehacer esencial y primario de la Iglesia.
Cristo murió por decir así la misma verdad que la Iglesia transmite, también con dolores, dificultades e incomprensiones, a los hombres de todos los tiempos.