Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 137. ENERO. Año 1976.
0. SUMARIO
NO NUEVO, y más nuevo que otras veces. Ojalá.
Para los cristianos, sin embargo, esa novedad está siempre presente; el tiempo es siempre una novedad que amanece para ser colmada de crecimiento. Balances y expectativas, para recomenzar siempre, sin repetir, Inventando.
REFERENCIAS DE UNA HOMILÍA
EL BALANCE DE LA PAZ
CRISTO, PARADOJA ABSOLUTA
NUESTRA GLORIA Y NUESTRA VERGÜENZA
SIN PROBLEMAS
GUERRAS MATERIALISMO PLACER
RESCOLDO DE LIBERTAD
DEL DICHO AL HECHO
UN MAPA PARA MEDITAR
DOS POEMAS
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1. El cardenal Tarancón publica el texto de su homilía ante el Rey, con las referencias de las fuentes empleadas.
EL ÚLTIMO número del Boletín oficial de la Archidiócesis de Madrid-Alcalá, que corresponde al mes de diciembre de 1975, publica la homilía pronunciada por el cardenal Tarancón en la misa del Espíritu Santo, que se celebró en la mañana del 27 de noviembre pasado, con motivo de la exaltación del Rey don Juan Carlos I al trono de España.
La novedad de esta nueva visión consiste en que ahora aparece acompañada de un cúmulo de citas bíblicas, de referencias al Concilio Vaticano II, al Sínodo de obispos en Roma (año 1971) y de los documentos de la propia Conferencia Episcopal Española. Es decir, que refiere el conjunto de las fuentes a partir de las cuales se redactó la ya famosa homilía.
Prescindiendo de las citas bíblicas, relativamente identificables por el lector asiduo de las Sagradas Escrituras, vamos a enumerar sucintamente las de los documentos eclesiales utilizados en la homilía.
Así, del Vaticano II cita:
―"GAUDIUM ET SPES" en sus números 43, 76, 27 y 35;
• números 11 y 18;
• Del Sínodo de los obispos, celebrado en Roma el año 1971, dos veces se refiere al documento sobre "La justicia en el mundo".
• De Pablo VI, cita la "Octogésima adveniens" número 51.
• De la Conferencia Episcopal Española cita los siguientes documentos:
―"ORIENTACIONES DOCTRINALES Y PASTORALES SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA", del 22 de enero de 1968;
―WALGUNOS PRINCIPIOS CRISTIANOS RELATIVOS AL SINDICALISMO", del 21 de julio de 1968;
―"LA VIDA MORAL DE NUESTRO PUEBLO", del 16 de junio de 1971;
―"LA IGLESIA Y LA COMUNIDAD POLÍTICA", de 17 de abril de 1975 en sus números 20, 46, 42 y 62:
―"LA RECONCILIACIÓN EN LA IGLESIA Y EN LA SOCIEDAD", número 28.
Es evidente que un cristiano al corriente de las enseñanzas del magisterio eclesiástico no podía sorprenderse de ningún extremo del contenido de aquella homilía, síntesis transparente y elemental de la posición de la Iglesia y de cuáles deban ser sus relaciones con los poderes de este mundo.
OMISIÓN.- Nuestros lectores habrán podido comprobar la falta de referencia al texto titulado "LAS RELACIONES CIVILES", que ocupaba las página 15-18 del Boletín del pisado mes de Diciembre. Fue una omisión involuntaria: pertenece a la Encíclica "PACEM IN TERRIS", de Juan XXII, en un números del 9 al 34, ambos inclusive.
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2. El balance de la paz
LOS BALANCES. Todo el mundo hace balances al fin y comienzo del año. Columnas de números o listas de sucesos. Y todo clasificado:
lo positivo, lo negativo; pequeño juicio final de lo bueno y de lo malo.
Junto a la lamentación de los fracasos, la ilusión de las esperanzas, de las expectativas de resarcimiento, del tesón que, aleccionado por la experiencia en uno y otro sentido, afianza los aciertos y corrige las desviaciones. El "debe" y el "haber", lo que se carga o acredita en la cuenta de cada persona, de cada entidad, de cada tarea, de cada ideal, de cada propósito que ha sido intentado. Números rojos y números negros, y comenzar de nuevo.
Pero en nuestra época casi que no se pueden llevar cuentas separadas de nada. Todo se influye y condiciona, todo se relaciona, todo es interdependiente. Cuando queremos elegir un nivel positivo que lo abarca todo, y volvemos la vista al año transcurrido y miramos luego adelante, hacia el porvenir que nos espera, lo que lamentamos de lo pasado y lo que más deseamos del futuro gira en torno al tema de la paz, ese balance siempre negativo, de desaciertos, tristezas, crímenes, injusticias, que sigue avergonzando al hombre, capaz de progreso técnico, pero todavía incapaz de organizar la convivencia justa y pacífica.
En apariencia no hay en estos días, grandes guerras: ni Alejandro, ni Aníbal, ni las guerras medievales, ni la bota de Napoleón, ni la locura de Hitler son escándalo presente. Pero de las experiencias de las pasadas crueldades el hombre ha extraído no siempre una lección de buena voluntad, constructiva y pacífica, sino el refinamiento de un egoísmo cultivado a costa de injusticias todavía vigentes.
Se explotan las rivalidades y los rencores de la infancia de los pueblos para que gasten sus escasos ahorros en el juguete cruel de las armas, {3} única mercancía cuyo precio jamás se regatea; se utilizan los más pobres como colchón bélico de los intereses de los más ricos; se ocupan de acuerdo o por fuerza, los puntos neurálgicos y estratégicos del origen y de las rutas de las materias primas, controladas monopolísticamente por una selección cooptada del poder mundial, para que pueda vivir espléndidamente ―el rico Epulón de la parábola evangélica―, mientras los más pobres, que son la mayoría, forman la pirámide de dolores y de sangre en que se apoyan los astutos fratricidas.
Caín anda todavía suelto.
Es verdad que se habla de justicia, pero si la palabra la pronuncia el débil se le llama subversivo; si el poderoso que quiere ser honrado, le ridiculizan sus amigos ricos. Y queda abierto el reto a la desesperación y a la violencia. Las guerras no las hacen los pobres ―¿con qué?― para implantar su justicia, sino los poderosos para detenerla.
El progreso de la justicia no es fruto de la convicción de los que suelen acumular el poder de decisión en el mundo, sino solamente la transigencia medida e indispensable, para evitar la paralización de los mecanismos sociales que permiten continuar utilizando a los que reclaman, mientras se estudia una compensación para resarcirse, sin que lo adviertan los perjudicados, por si más adelante osaran volver a exigir un poco más. Y no hay guerra mientras por este procedimiento se continúa asegurando lo que, de otro modo, se exigiría por la fuerza.
El hombre no es amado, sino utilizado. Todavía son muy pocos los que de verdad desearían un mundo, en el que ya no sólo todos tuvieran más, sino que todos fuéramos mejores. Da más miedo un hombre que quiera ser hombre, que quiera ser libre, que no un glotón o un vanidoso. Por eso se sacrifica una parte considerable de la humanidad a pasar hambre y persistir en su pobreza, para poder aquietar o distraer a los mediocres cuyo ideal está en el estómago y cuya gloria se exhibe en los escaparates para consumistas, La paz es la obra de la justicia; la justicia es el fruto de la verdad, y la verdad está en el orden que Dios ha puesto en las cosas.
Pero a Dios lo dejamos lejos, y, si se nos dice que se hizo hombre y que, todos somos hermanos suyos y hermanos entre nosotros, le cantamos un villancico... pero volvemos a lo nuestro. Es decir, al egoísmo, a la lucha por las seguridades, por la eliminación de rivales, por el atrincheramiento en la fuerza acumulada. Y decimos que los demás son malos, para que Dios tenga el deber de complacernos solamente a nosotros, y le exigimos y le dictamos lo que ha de hacer para nuestro bien. No nos convertimos a él, sino que lo convertimos a nosotros.
Así, el balance de la paz continúa siendo miserable, pobrísimo. El hombre, la vida del hombre, la dignidad del hombre, valen poco; valen las cosas, aunque sea a costa del hombre. Y por esto no hay paz, verdadera paz, paz cristiana.
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3. CRISTO, PARADOJA ABSOLUTA
NACIÓ pobre en un mundo que interpretaba los bienes de la tierra como señal de bendición divina. Desde el principio es perseguido: la huida, el exilio; viene a salvar y da lugar a la muerte de los inocentes.
Los pastores han podido admirarse de la luz milagrosa, los magos se han postrado en su presencia: pero son, solamente, signos esporádicos, anticipación de la mañana pascual. Lo cierto es que, desde su infancia, su vida aparece como un comentario a la palabra de Juan, después de la curación del ciego de nacimiento: «he venido a este mundo para que los ciegos recobren la vista, y los que vean se vuelvan ciegos» (9,39).
La vida sigue. Un día entra en una ciudad e invita a Levi (que será Mateo) a que le siga. Es un cobrador de impuestos, un colaboracionista del dominador que tiene el país ocupado. ¡Qué discípulos escoge el Mesías que viene a liberar a su pueblo, sometido ahora al yugo romano! Los demás discípulos no son ni doctores ni maestros. Los doctores y los maestros son los calificados de ciegos y conductores de ciegos. Desde hace tiempo, ellos han administrado la salvación como una empresa capitalista, y, atentos a los conceptos y a las leyes, se han olvidado de la libertad y del amor, sin los cuales la obediencia a Dios es pura vanidad.
El escándalo va en aumento: anuncia a Leví que va a comer con él. "¿Por qué come con los publicanos y pecadores? (Mateo, 9, 9). Y hará lo mismo con Zaqueo; y en esta misma línea no tendrá inconveniente en hablar con las mujeres, incluso pecadoras, y que una de ellas derrame perfume sobre sus pies.
Su obra evangelizadora es otra paradoja. ¿No estará perdiendo el tiempo?
¿No podría procurarse medios más eficaces? ¿Visitar a los poderosos? Pero ni siquiera les pide permiso para anunciar su mensaje y hacer milagros.
¿No hubiera sido lo normal que se apoyara en las personas significadas y rectora, de la sociedad? No las cree capaces de buena voluntad.
Por otra parte, este hombre habla de Dios como nadie jamás lo ha hecho, y todos están de acuerdo en reconocer en él una elevación moral que no es común. Para los fariseos, lo común, lo normal, es concordar con su sociedad.
Los propios familiares de Jesús dudan de él: «intentaron, Bus parientes, llevárselo, porque decían: ha perdido la cabeza» (Marcos, 3, 2/). Con todo, {5} los fariseos quedan sorprendidos ante las réplicas irónicas y certeras, de la habilidad con que se deshace de sus intrigas, hasta el día en que Jesús cederá voluntariamente porque habrá llegado la hora del Padre... Pero incluso en este día, intentarán mantener la ficción de locura. El manto real con que Herodes lo cubrirá, el cetro y la corona expresarán esta impostura ante el mundo.
La paradoja central, origen de todas las demás, la que convierte a Cristo en signo de contradicción, en piedra de escándalo, se realiza en la Cruz. Allí se expresa que, en un mismo ser, cabe que sea amado de Dios y tenido por malhechor. Paralelamente, el misterio insondable de Jesús, amado del Padre, y al mismo tiempo sufriente: ¿puede quedar espacio al dolor en un ser totalmente invadido por el amor sin límite?
En diversas ocasiones, el evangelio de san Juan, nos presenta a Jesús en una sorprendente ambigüedad: habla de su "elevación" sin precisar si se trata de la Cruz o de la glorificación.
Es el mismo camino el de la Cruz que el de la glorificación. Todas las teologías y todas las espiritualidades profesan lo mismo: conviene morir para vivir. De este modo Jesús ha sido el primero en cumplir el mensaje de las bienaventuranzas. Con su ejemplo ha quedado claro cuál sea el camino a seguir. Desde este momento, la fe en Cristo, no sirve para sufrir menos, sino para seguirlo mejor.
El tema es todavía más amplio.
Podemos limitarnos a una simple consideración: ¿Dónde está la sociedad dispuesta a aceptar las bienaventuranzas como norma para el desarrollo?...
No hay que temer. La sociedad sabe protegerse contra pensamientos demasiado elevados que puedan poner en contingencia un orden cuyas raíces están en la injusticia. A los iluminados, como máximo, les deja hablar; incluso utiliza sus palabras para convertirlas en verdades de exhibición.
Pero es preciso reconocer que el orden de las sociedades no es el orden de las personas. A las personas se les puede predicar las bienaventuranzas; las personas pueden aceptarlas. Y no solamente pueden aceptarlas, sino que deben aceptarlas cuando pretendan salir de la mediocridad vital, y seguir conscientemente a Cristo.
A veces se compara la crueldad del hombre con la de las fieras; pero esto es injuriar a las fieras.
Dostoievski.
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4. Nuestra gloria y nuestra vergüenza
TERTULIANO había exclamado: «¡Cuánto debería valer para Dios el hombre, que Dios también se hizo hombre!».
El hombre valía y vale lo que Dios le ha hecho y le ha dado. Es creación suya, reflejo suyo, espejo y semejanza de su Inteligencia y de su Libertad.
Nosotros, los cristianos, vemos la grandeza del misterio de la encarnación de Dios, de su entrada en nuestra vida, por el nacimiento de Cristo, desde Dios. Admitimos un plan que incluye a "Dios con nosotros": las discusiones de si esa inclusión funciona como cima apoteósica que cierra todo el misterio de Dios con la Creación, o de si viene como precondicionada por la necesidad de restauración del orden que el hombre altera, dejado solo y libre, puede interesarnos menos a la hora en que la especulación es posterior al hecho, cuando Cristo es parte de nuestra Historia. No cabe ya alternativa entre gloria y liberación, porque la redención es gloria y gozo, y el gozo y la gloria es "libertad de hijos de Dios", y porque Cristo ha querido "que nuestro gozo sea pleno".
Estamos todavía discutiendo, los humanos, sobre nuestros derechos naturales, escribiendo o exigiendo declaraciones solemnes, o leyes reformadas que incluyan de forma explícita y aseguren de manera eficaz el respeto de la dignidad humana. Y todavía no lo hemos conseguido, porque no nos sentimos aún depositarios de la calidad natural que nos enriquece, porque nos desconocemos en lo mismo que somos, porque desconfiamos de nosotros mismos, porque el pesimismo nos hace maniqueos impenitentes... Pero debería de haber bastado, si tenemos fe, si nos atrevemos a llamarnos "cristianos", admitir que somos hermanos de Cristo". ¡Esa es nuestra dignidad, nuestra libertad, nuestra riqueza y nuestro gozo!
No es una dignidad sin gozo, ni es un gozo si no procede de la gratitud humilde y limpia; si no nos admira, al margen de toda utilitarista mecanización salvadora" o aseguradora de negocios eternos". Dios no se hace hermano nuestro para quitarnos miedos, sino para darnos alegría y gozo; luego "el gozo nos hará fuertes" y esa "fuerza de Dios" alejará los miedos.
La vergüenza de llamarnos cristianos está en que, ni como humanos, nos respetamos a la hora de buscar cómo organizar nuestras relaciones y el reconocimiento y respeto físico y espiritual de nuestra simple condición creada. ¡Esa es nuestra vergüenza!
Como hombres, reconocer y respetar; corno cristianos, amar y liberar al hombre, para preparar el "reino de Dios". Es inútil hablar de "amor" y {7} anunciar "libertad" sin partir de la indispensable sinceridad en el respeto del hombre como ser natural. Pronunciar estas palabras no tiene ningún sentido, más allá de la declamación huera, decorativa o ignorante.
Es sorprendente oír las voces de los que ni siquiera son cristianos, pero se sienten hombres y claman por la defensa de la dignidad humana, y luchan en busca de fórmulas concretas con las que, además de los principios teóricos (cada vez, sincera o hipócritamente, menos atacados), se den las condiciones reales y prácticas en las que no se menoscabe la eficacia de tales principios, sin rupturas, violencias ni excepciones que los desmientan.
El hombre vale por lo que es, por lo que Dios le ha hecho y le ha dado.
Constituye la maravilla mayor, para el hombre mismo, su propio ser, en el orden puramente sensible. Cuando se le atropella, siempre es sin razón y por no querer admitir o buscar la verdadera razón, incluso solamente natural, de su dignidad y excelencia.
Pero, además, Dios se ha hecho hermano del hombre. Cuando nos juzgue de cómo hemos aceptado y agradecido esta hermandad, nos medirá de cómo lo hemos sabido encontrar, descubrir y respetar ―¡y amar!― en el pobre, en el hambriento, en el forastero, en el encarcelado. Y es que Cristo fue pobre en su tierra, y mirado como extraño allí mismo ―no sólo en Egipto, como un emigrado más...— y fue detenido, y ejecutado, como un subversivo, como un criminal más.
Nació en la miseria, y murió en un patíbulo. De lejos, lo bendecimos con la comodidad que da la distancia. De cerca, no estamos seguros de diferenciarnos demasiado de aquellos mismos que lo vieron: de los pocos que lo amaron y de los muchos que lo maldijeron.
La miseria... El patíbulo... Todavía son posibles entre los hombres que nos llamamos cristianos. Ni hemos descubierto nuestra propia dignidad, ni hemos agradecido la fraternidad de Dios. Todavía.
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5. SIN PROBLEMAS
QUISIERAN algunos, un mundo sin problemas o, por lo menos, su propia vida a salvo de cualquier contratiempo, dolor o conflicto. Dios mismo es admitido si se les presenta como "complemento" (además gratuito) de las insatisfacciones temporales. Como si se tratara de un Dios "arrepentido" de haber creado al hombre endeble e incompleto y por eso, comprometido, de alguna maniera, a reparar sus deficiencias.
La hipótesis de un hombre no totalmente completo, puede admitirse pero no como consecuencia de un fallo creador, sino precisamente como una condición que reta, al mismo hombre, a una constante superación de la que еѕ сараz, у сuya capacidad ha recibido de Dios.
Dios lo da todo; pero la creatura racional no puede ser, respecto de Dios, el "aprovechado" que se arrima a la fuente de soluciones. Dios no debe suplir las capacidades que ya ha anticipado en el hombre y que éste, sin perezas, debe poner y mantener en movimiento.
Lo malo de lo que se recibe sin esfuerzo propio, no es ya que no se suele agradecer, sino que ni siquiera se estima y acaba, fatalmente, malogrado.
Los espíritus egoístas, o los apocados pero que se miran siempre a sí mismos, en el espejo de una vanidad y un sentimiento que no abandona el marco de la propia figura, los que necesitan de la protección ajena, los que necesitan más mimos que ideas, más sensiblerías que convicciones, los perezosos cuya única excepción diligente es la del cultivo de la picaresca del "aprovechamiento", tendrán hartas dificultades para aceptar a un Dios no falsificado, no reducido a complemento vital, más o menos hipotético, pero a fin de cuentas gratuito.
Una vida sin dudas, sin cansancios, sin angustias, sin dolores, es imposible. Sin la poda del dolor, del esfuerzo, de la abnegación, el hombre no se desarrolla, no pone a flote todo lo bueno que Dios le ha dado. Cualquier bondad superpuesta al hombre, no sería ni comprendida ni valorada ni agradecida ni estimada por él, si él mismo no trabaja" y descubre, por esa colaboración con el don que recibe y el fruto que crea, el valor y la hermosura de su propio crecimiento.
No basta la simple y pasiva receptividad; ni basta pedir y lloriquear. Hay que hacer, y hacer bien, sin envidiar ni suplantar a nadie. Sino mirando a Dios y acabando, en nosotros, lo que él ha comenzado.
No hay problemas. El problema, si acaso, es pensar demasiado en nosotros mismos; es la falta de abnegación.
jóvenes.
SOIS vosotros, los jóvenes en cuya generación se ha descubierto casi con espíritu subversivo el desengaño de la capciosa o al menos insuficiente sabiduría de las generaciones que os precedieron las que os inculcaron la locura de la guerra por el poder del materialismo como única justicia del placer como turbia ceguera por encima de los deberes y superiores destinos de la vida.
Jóvenes, el vacío os ha devastado y un afán íntimo y poderoso os ha vuelto a colocar casi inconscientemente en la corriente de una invitación que no se puede rechazar:
«Venid a Mi todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré».
PABLO VI, Navidad de 1975
6. GUERRAS MATERIALISMO PLACER
HABRÍA que invertir el orden: no es que las guerras nos hayan podido hacer materialistas y que el materialismo nos haya conducido al placer. Más bien es, en todo caso, a partir de éste, desde la glotonería enervante de toda sensualidad que se degenera hacia la miopía del materialismo: y es el materialismo que desata el egoísmo febril, desconfiado y avariento, que origina las guerras, esas violencias colectivas cuyo substrato profundo siempre es económico. No importa que los ideólogos {10} deformadores del pensamiento y conculcadores de la libertad humana, hayan construido justificaciones posteriores para pretender legitimarlas.
Ni la verdadera justicia, aun humana, ni ningún derecho, aun divino, pueden triunfar con ninguna guerra.
Avergonzados de sus propios crímenes, los manipuladores de la humanidad, han pretendido excitar el fanatismo de los ignorantes presentándoles las guerras como venganza de Dios, cuya ejecución delegaba en los mortales, y se ha hablado de "guerras santas", de "cruzadas", de "luchas de religión". Pero resulta, aun históricamente, que la "Guerra Santa" (1) de log musulmanes lo mismo que las "Cruzadas" de los cristianos (1) son, respectivamente, espúreas sacralizaciones posteriores, respectivamente, a Mahoma y a Cristo.
Es un escándalo, para las generaciones jóvenes de hoy, que puedan asistir al espectáculo mundial que pretende simultanear el prestigio de los pueblos civilizados con su paralelo activo Comercio de armas. La explicación está en el "dinero inicuo", no en otras razones. Las guerras son sagradas sólo en la medida en que el "dios" es el dinero", es decir, se llaman "sagradas" [1] ―tomando "en vano" lo sagrado― cuando resulta que son solamente idolátricas.
Cierto que la idolatría, que es sólo una falsificación del verdadero Dios ―no importa que usen el nombre del {11} Dios verdadero si designan a un dios falso―, sirve para absolutizar exigencias que ningún poder simplemente humano, podría imponer.
Es, una vez más, el pecado de tomar el nombre de Dios en vano; de falsificarlo para mejor aprovecharse del prestigio de lo verdadero para que prospere la falsedad.
Guerras, materialismo, placer...Se impone un regreso a la austeridad.
La felicidad del hombre no está en el estrago de los sentidos: éstos no pueden substituir ni sofocar la llama del espíritu, sino que deben ser lenguaje e instrumento de su vigor.
La materia, ni su dominio, ni su reparto, pueden, por sí solos, ser el fundamento de ninguna justicia.
El único triunfo posible y válido, en este mundo, no puede ser el de la fuerza, ni el de la razón mantenida por la violencia. Porque el medio destruiría, contradictoriamente, cualquier afirmación de razón y de verdad.
Langostinos con cáscara Invitado a una boda relativamente distinguida, y en el banquete, le sirvieron a un amigo de los novios, lo mismo que a los demás comensales, un plato de langostinos. Algo inexperto en exquisiteces, le resultaba una novedad y, sobre todo, una complicación la de averiguar el modo correcto de comerlos sin llamar la atención.
Turbado y perplejo y sin ni siquiera esperar a ver cómo se despachaban los demás, cogió tenedor y cuchillo y consiguió seccionar las articulaciones y anillos y se los comió con cáscara.
Cuando luego, campechano, contaba su aventura, añadía que no pudo hacer otra cosa, ya que carecía de libertad para decir allí, y para ahorrarse el tremendo experimento, que no le gustaban". Antes, cierto que había comido marisco; pero en los bares, sin etiqueta.
En la vida hay muchas cosas ―y no sólo "de comer"― que cuando afrontarlas pide algún esfuerzo al que no se está acostumbrado o, simplemente, un esfuerzo que no se quiere hacer, surge la misma alternativa:
si se permite la reacción con libertad, se desprecia o rechaza con alguna conveniencia o calificación vana: no me gusta", "no es importante", "es perder el tiempo"... (lo de Machado: altivez «que desprecia cuanto ignora»).
Pero si no hay libertad... Se come o se traga con cáscara. La indigestión o la nausea es posterior, pero se ha salido del paso, si bien encontrando disgusto en lo que debía haber sido agradable, u obscuro lo que debía haber sido claro, o malo lo que era realmente bueno.
El problema de si la libertad depende de uno mismo o de los demás, ya es otra cuestión.
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7. Rescoldo de libertad
EN un artículo de Henri Fresquet, sacerdote y periodista católico, publicado en el diario independiente Le Monde, a principios del pasado verano, se hacía referencia al aumento progresivo de la asistencia a los cultos que ―dentro de lo que cabe― es dado registrar en los países de la órbita marxista; tampoco faltan allí vocaciones al sacerdocio y a la vida evangélica.
¿Es posible buscar razones a este fenómeno? ¿Es que allí "eran" más cristianos que nosotros? ¿Es que se produce la reacción del indómito ser humano, que desprecia lo que es fácil, afirma lo que se niega, o reclama lo que se le prohíbe?...
Una explicación extremando estas hipótesis reduciría al capricho la seriedad del fenómeno. Cabe un examen más razonable acercándonos a la realidad de lo sucedido y acercándonos al indeclinable valor del espíritu humano, inextinguible en las exigencias de su inteligencia y de su libertad.
Allí, la Iglesia, al principio de las restricciones y difamaciones padecidas a causa de los impedimentos y castigos "legales" del sistema policíaco estatal, pasó por la humillación de no poder contrarrestar la propaganda de desprestigio, cómodamente organizada desde el poder, con miras a sembrar el desconcierto y la confusión de la masa creyente, cuyo sector más débil y desorientable pasaría enseguida a la duda y, desde sus primeras vacilaciones, optaría por el abandono; al mismo tiempo se producirían las deserciones ―solapadas primero, acomodaticias o incluso descaradas al fin― de los oportunistas de todas partes que, desde la ambigüedad o la hipocresía, so apuntan al último vencedor para hacer méritos ante las nuevas situaciones.
Cuando las situaciones de poder basculan hacia un polo exclusivo y monopolista que se radicaliza y discrimina y trata como enemigos a los disidentes o no colaboradores, la cobardía y el miedo sugieren mil formas de huida del propio deber, de deserción de la misma fe y hasta de traición. Luego, si se puede, se buscan o inventan razones o motivos que den apariencia de justificación al abandono o a la infidelidad.
Pero basta que quede, de la Iglesia, un rescoldo de autenticidad. «No tengas miedo, pequeño rebaño» había dicho el Señor a la minoría sencilla y fiel. Aunque la fe y la perseverancia de los pocos no les suprime el dolor.
El dolor es la apuesta cristiana para toda fecundidad espiritual. El dolor ayuda, en primer lugar, a volver a la verdad, a la realidad, al "des-engaño".
El dolor, desde la fe, también es penitencia, por las veces en que, colectivamente, los cristianos se hubieran resignado ―¿y complacido?― con las apariencias de triunfos paralelos a los {13} mundanos, o comparsas de los mundanos.
Pero el dolor o, más claramente, la persecución, era infligida a la Iglesia por los tiranos, no por crueldad caprichosa, sino porque, si bien intencionados, pensaban que ella era enemiga de la que creían verdadera justicia que intentaban implantar y hasta imponer ―y el fallo estaba en los medios injustos de hacerlo―, o, si mal intencionados, la indignación resentida de tener que reconocer que la Iglesia, precisamente por su esencia espiritual, constituía el último y principal baluarte donde se afirmaban y defendían ―o se podían afirmar y defender― los derechos naturales del hombre, criatura de Dios, y esto constituía para ellos un estorbo. Desde Juliano el Apóstata hasta los apóstatas de los derechos de Dios en el hombre, en cualquier lugar, en cualquier tiempo y bajo cualquier signo, verán siempre en la Iglesia, cuando no sea domesticable, una resistencia que hay que eliminar, suprimiéndola o, cuando ello no sea posible, neutralizar su influjo con el metódico desprestigio.
Pero la más artera técnica es al fin siempre vulnerable porque se ha de enfrentar con algo que no puede, de modo absoluto, ni suprimir ni indefinidamente sofocar, y que el mismo intento persistente pone de manifiesto sus terribles contradicciones. El valor de la esencia del hombre es una constante indestructible. Al hombre se le puede momentáneamente engañar, se le puede desviar, se le puede utilizar y manipular, y es capaz de corrupciones; pero jamás de modo absoluto. La obra de Dios permanece, y todo cuanto se opone a ella y a sus leyes, todo cuanto pueda parecer que momentáneamente la detiene y falsifica, se traduce, al fin y en conjunto, como un superior reto que la estimula a la afirmación y al crecimiento. Al fin y en conjunto no es sólo al final de los tiempos, sino también ahora y aquí, sin aplazamiento. Es absurdo cruzarse de brazos y esperar, dice José Agustin Goytisolo, porque «no existe un solo fin del Mundo, sino pequeños fines de pequeños mundos». Y, ante Dios, no hay mundo más pequeño, ni más frágil que el de las tiranías.
Allí donde las tiranías han agredido la libertad de los hombres y, por lo mismo, la libertad también de la Iglesia, ésta ha conocido el anuncio de su dolorosa purificación, pero también de su paciente crecimiento. Crecimiento, que no hinchazón; realidad, que no apariencias; espíritu, y libertad y verdad, que no ideologías pseudojustificadoras de egoísmos pluralizados o soberbias sacralizadas. Cuando esto ocurre, frente a toda idolatría, la Iglesia repite al hombre la unicidad de Dios, y esta verdad es la libertad del hombre. Sólo ella; las esclavitudes son el peso de las idolatrías.
Y por eso, los hombres, que no pueden, finalmente, renunciar a su sed de libertad, vuelven y buscan a Dios.
El rescoldo de la Iglesia, es fuego de libertad. Libertad de hijos de Dios.
Muchos de los que ―dándose o sin darse cuenta― no entienden a la Iglesia o han reducido a Dios a un espantajo, no es que tienen necesidad de convertirse: ante todo les conviene, más bien, desentumecer su mente, renunciar a la voluptuosidad aturdidora y ser, en principio, simplemente, hombres. Si es hombre y se siente tal, será capaz de ser libre. Y, libre, podrá ser hijo de Dios.
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8. DEL DICHO AL HECHO
LAS PALABRAS que pronuncian los hombres de la Iglesia, re les quiere dar, en ocasiones, mayor significado o distinto significado del que les es propio. Todavía, lo más lamentable es que, en otras ocasiones, ni siquiera se atiende a sus palabras, sino que se quiere ―o requiere―;{1} simplemente, la simbólica presencia de un personaje eclesiástico para que añada color o su peculiar prestigio sacral a lo que concurre.
Son modos equivocados de entender. La lealtad, la cortesía de los hombres verdaderamente espirituales, no se inhibirá de esta presencia si suponen [1] buena intención en quienes les invitan. Pero la Iglesia, donde quiera que sea invitada o pueda estar, tiene una única misión esencial: la de predicar.
Su predicación ni es un refrendo, como desearían los siempre dispuestos a utilizarla, ni es una condena, como algunos podrían reconducir determinados aspectos del anuncio de su mensaje fielmente cristiano.
La Iglesia ―la Iglesia de Cristo, la verdadera Iglesia de fariseada y evangélica― ni es "partidaria" de un sistema económico, ni de un régimen político, ni de una teoría científica; ni tampoco es oponente. Como mucho, es de modo irrenunciable partidaria del hombre y de sus derechos, porque el hombre es creación de Dios y su dignidad y sus derechos se los ha dado Dios mismo, reconózcanlo luego, o no, las sociedades y los regímenes del mundo.
Quien quiera que tenga una idea aproximada de la verdadera naturaleza y auténtica misión de la Iglesia, no entenderá de otro modo ni sus palabras ni sus gestos.
Es justo el que la deja hablar, y es noble quien la quiere oír. Pero ni es santo el oyente porque oye, ni concede nada que exceda lo simplemente natural quien la deje hablar. Dejar hablar es simplemente un deber; oír es un acto de atención y de libertad. Obrar, en cambio, es lo que santifica, lo que califica de cristianos. Por sus frutos les conoceréis.
Pero el obrar de los oyentes, ya no es imputable a la Iglesia. Ella sólo lo es, delante de Dios, de las palabras que les dice.
Católico será ―dejando muy de lado toda presunción y blasones― el que además de oír, hace.
Cada vez que veamos una cierta austeridad y sencillez en un oyente, podemos suponer, en principio, que quiere oír para poner en obra lo que se le dice. Contrariamente, cada vez que se exageren las calificaciones y se cargue la ostentación de adjetivos de catolicismo, podemos sospechar que el tal catolicismo se queda en pura decoración.
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9. UN MAPA PARA MEDITAR
LA SOCIOLOGÍA es una ciencia humana positiva que consiste en la observación de los hechos sociales considerados como interrelaciones humanas y como elementos colectivos que influyen y condicionan los comportamientos, las motivaciones, los valores y las creencias de las personas y de los grupos.
El hombre vive en comunidad y en ella organiza sus actividades. No nos puede sorprender que la Iglesia, a la hora de proponerse el mejor modo de hacer llegar a todos los hombres el mensaje cristiano, también observe los mismos hechos sociológicos del lugar donde evangeliza. Esta observación no alcanza hasta la profundidad del espíritu de cada hombre, ni mucho menos, e incluso se debe limitar a datos que siempre son relativos, pero que, por otra parte, por lo menos de modo provisional, tienen el valor del síntoma no desdeñable, sobre todo si se relaciona con otros aspectos que tiendan a completar la realidad.
{16} Esto explica por qué se vienen celebrando estudios, congresos y conferencias de "Sociología Religiosa" y que adquieran, cada vez, mayor relieve, tanto por la seriedad de las investigaciones, como por las aplicaciones que de ellas se hacen en el terreno pastoral.
En España ha sido notable el fruto de las actividades del INSTITUTO DE SOCIOLOGÍA Y PASTORAL APLICADAS, de Barcelona, al frente de su director el Dr. Rogelio Doucastella, cuya experiencia, no consta sólo por las numerosas publicaciones, estudios y aportaciones que tienen en su haber, sino, últimamente, por su colaboración en la XIII Conferencia Internacional de Sociología de la religión, celebrada el último verano en Lloret de Mar, cerca de la Ciudad Condal.
El mapa que ofrecemos a la meditación de nuestros lectores, y del que es autor el referido sacerdote barcelonés, se apoya en la observación de un hecho" para conjuntar una perspectiva de la práctica religiosa en España. El hecho elegido ha sido el de la asistencia dominical a la Celebración eucarística.
Sabemos de la relatividad de estos datos, explica el citado autor, pero creemos que aunque representen parcialmente la totalidad de la vida religiosa de los católicos españoles aún siguen siendo muy válidos por varias razones. Y una de ellas es el poder de convocatoria que tienen todavía nuestros templos todos los domingos, superior ciertamente al de los miles de espectadores de los campos de fútbol, a pesar de la desmesurada publicidad que les dedican los medios de comunicación, pues en España el periódico de mayor tirada es de tema deportivo, el aliciente quinielístico absorbe pensamientos y conversaciones de fin y principio de semana, etc.
Otra razón es el hecho de que, en la sociología de los comportamientos humanos, el factor religioso es altamente significativo por sus derivaciones socio-políticas, históricas, culturales y emotivas profundas.
El mapa plantea, junto al problema del vacío religioso en la gran ciudad, el angustioso retraimiento de las zonas industriales y la fidelidad del mundo rural. Si bien es de notar que, en cifras relativas, la zona de una mayor religiosidad en todo el mapa español la constituye el país Vasco, a pesar de ser preponderantemente industrializado, mientras que el nivel de más baja religiosidad corresponde a la provincia de Madrid, donde el predominio no es del sector industrial, sino el de los servicios. De las cuatro provincias que superan ligeramente el mínimo de Madrid, solamente la de Barcelona cuenta con la preponderancia del sector industrial, ya que Almería y Huelva son principalmente agrícolas, y Cádiz, como Madrid, en auge de los {17} servicios. Una cierta aproximación en renta per cápita, correspondería a Vasconia con Madrid y Barcelona: casi el doble y, a veces, más que la de las otras provincias citadas, del Sur español.
Pero si intentamos una síntesis por regiones, podríamos establecer los siguientes datos:
En Andalucía, de los 5.906.730 habitantes, van a misa el 22,4 por ciento de los preceptuados;
en Cataluña, con 5.457.441, van el 21,66;
en la zona de Madrid (Castilla la Nueva), de 5.492.165, van el 17,57;
en Vasconia y Navarra, de 2.455.653, asisten el 71,27;
y en Castilla la Vieja y León, con 1.885.283, asisten el 65,27.
El peso de Madrid, Barcelona y Andalucía son definitivos en este balance estadístico.
No se puede soslayar, al considerar la religiosidad preponderante del mundo rural, la cuestionable valoración cualitativa que debe asignársele ante el fenómeno migratorio, puesto que resulta evidente el abandono religioso producido en los desarraigados que llegan a la ciudad en busca de trabajo o empleo que les faltaba en el campo.
¿Qué valor tenía aquella religiosidad o aquella práctica tan pronto abandonada?
De todos modos, cabe concluir que algo más de diez millones de españoles van a misa cada domingo.
Y, de estos diez millones, ¿cuántos comulgan o cuántos, más allá de la mantenida persistencia de un comportamiento sociológico, se sienten cristianos convencidos y activos, y no meros cumplidores de un precepto?
Es un mapa para meditar. Un mapa de la "católica" España.
Ésos que desean ser tan fuertes como el universo, lo que de veras desean es, únicamente, que el universo sea tan débil como ellos mismos.
Gilbert K. Chesterton
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10. Dos poemas
Nada serenidad, paz recogida.
Eléctrica la luz, la voz, el viento, y eléctrica la vida.
Todo electricidad, todo presteza eléctrica: la flor y la sonrisa, el orden, la belleza, la canción y la prisa.
Nada es por voluntad de ser, por gana, por vocación de ser. ¿Qué hacéis las cosas de Dios aquí: la nube, la manzana, el borrico, las piedras y las rosas?...
¡Asfalto!: ¡qué impiedad para mi planta!
¡Ay, qué de menos echa el tacto de mi pie mundos de arcilla cuyo contacto imanta, paisajes de cosecha, caricias y tropiezos de semilla!
Tristes guerras si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes hombres si no mueren de amores. · Tristes, tristes.
¿QUÉ ES EVANGELIZAR?
EVANGELIZAR significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Apocalipsis, 21, 5). Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos, con la novedad del bautismo (Romanos, 6, 4) y de la vida según el Evangelio (Efesios, 4, 23-24).
La finalidad de la evangelización es, por consiguiente, este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama (Romanos, 1, 16), trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y su ambiente concretos.
EVANGELII NUNTIANDI 8. 12. 1975, Exhortación apostólica