Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 139. MARZO. Año 1976.
0. SUMARIO
NI HEMOS de esperar milagros que nos releven de nuestro cotidiano esfuerzo por el reino de Dios, ni encanto de sabidurías que extasíen la inteligencia y complazcan la fantasía. Milagros pide el fanático; ideas el descreído. Los cristianos, en cambio, sólo tenemos a Cristo crucificado: ese fracasado glorioso, que nos ofrece la sabiduría de la fe y la fuerza de la abnegación, sabiduría que parece exceso y locura al mundano, y abnegación que escandaliza al beato y al fariseo.
EL SENTIDO DE LA CUARESMA
CONVERSIÓN E IDENTIDAD
CATECISMO PARA ADULTOS
LAS SECTAS
LOS SACERDOTES QUE TENDREMOS
PRIMERAS COMUNIONES
PRÓLOGO AL "CATECISMO PARA ADULTOS"
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1. EL SENTIDO DE LA CUARESMA
SI REGRESAMOS a la antigüedad de la vida de la Iglesia, veríamos que era el tiempo dedicado a la preparación pascual:
la Pascua era la fiesta del triunfo del Señor y, su celebración, incluía la incorporación del cristiano a la "vida nueva" del divino Resucitado.
Esto se desglosaba en dos sentidos: la incorporación de nuevos cristianos a través del Bautismo, y el retorno, por medio de la Penitencia, de los que se hubieran alejado de la Iglesia. La liturgia cuaresmal, y la solicitud entera de la Iglesia, se dedicaba a preparar a los neófitos y a disponer para el perdón y la misericordia a los pecadores y descarriados.
En uno y otro caso se hablaba de "conversión", y lo era realmente.
Sin un cambio profundo del ser y de las actitudes en el neófito o en el penitente, era impensable una inauguración o una restauración de la vida de gracia, de la vida "en Dios".
La riqueza de la liturgia cuaresmal se comprende mejor teniendo presentes estas ideas. Pero estas ideas no sólo nos recuerdan lo que fue la Cuaresma antigua, sino que nos señalan la que debe ser para nosotros. Se trata, esencialmente, de prepararnos para una sincera reconcienciación y revalorización de nuestro Bautismo, al fin y al cabo el sacramento capital de la Iglesia. Dada la generalización de este sacramento administrado a los niños, carecería de sentido, ahora, nuestra Cuaresma, si no aplicáramos la atención a despertar la conciencia de nuestra incorporación cristiana anterior y, en su caso, de restaurarla. Por esta razón se habla, más que en otros tiempos litúrgicos, de "penitencia" y de conversión"; pero éstas han de entenderse, siempre, en función del Bautismo que, si no hay que preparar, sí por lo menos restaurar o reconcienciar.
No se trata, como dice un eminente liturgista, «de un mero perfeccionamiento moral, sino de una profundización en nuestra condición de bautizados, convertidos a Cristo e incorporados a su misterio pascual. La ascesis es a la vez fruto y medio de esa conversión. Es más conveniente profundizar en la fe e ir a la razón de la ascesis, que buscar por medio de ella una justificación de sí mismo».
No se trata de indicar demasiados medios o prácticas para que ello nos resulte más fácil, porque basta con acercarnos, si tenemos ocasión, a la cotidiana celebración de la santa Misa y atender a las lecturas y meditarlas, para inspirar una renovación cristiana.
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2. Conversión e identidad
LA PALABRA "conversión" es otra de estas palabras modernizadas y corre el riesgo de su deterioro, al igual que tantas otras puestas ―o repuestas― en circulación según la moda de adornarnos con novedades, o novelerías léxicas. Seria especialmente lamentable que con ella nos ocurriera lo que, de suceder con otras, podría no pasar de más o menos chocante. En este punto resultaría fatal que la llegáramos a entender como otra superposición sugerida por el oportunismo recién llegado, recién descubierto y recién adoptado.
Muchas cosas son "moda"; muchas palabras entran en la colección de las más usadas, en un momento dado, por pura inercia, cuando no por vanidad de estar al corriente de todo lo que parece nuevo, pero que no pasa de novedoso.
La conversión cristiana es la primera palabra de la fe y encierra la idea de "cambio" o "mutación". El peligro está, entonces, en que nos lanzáramos a la realización de este cambio desde lo exterior, para autocontemplarnos en el espejo de la propia satisfacción, quedando su eficacia en algo que permanece, en realidad, fuera de nosotros mismos, fuera de nuestro propio ser, aunque pegado a la apariencia que lo envuelve.
Es peligroso coger y "ponerse" palabras; es peligroso mirarse a si mismo, desde fuera. No sería conversión, sino composición y contemplación, auto-contemplación, error pseudo-estético, tontería, huera vanidad, melindrez beata o, simplemente, fariseísmo.
La conversión no necesita espejos, no va fuera de sí, sino que profundiza, ahonda en sí mismo. La conversión es buscar esa verdad muy cercana, asépticos a las distracciones y a cualquier falacia vanidosa o cansancio estéril. La conversión es descubrir ―la palabra también es nueva...― la propia identidad, lo que somos y debemos afirmar de nuestro ser para Dios.
Y también aquí conviene hilar fino para no llamar conversión a la razón ―la más fácil y cómoda― para justificarnos a nosotros mismos y no tener que mudar nada, ni renunciar a nada, ni superar nada. La conversión no es una construcción lógica, silogística, implantada desde la perspectiva más cómoda, para la quietud, para la pereza, para poder ofrecer y ofrecernos {3 (43)} ―¡oh, las auto-sugestiones!― un razonamiento tranquilizador, pero inhibitorio frente a aquello que podemos hacer, que debemos hacer, que Dios con de nosotros, porque nos ha dado las fuerzas y la gracia para llevarlo a cabo.
La conversión es "hacernos", completarnos, crearnos y "re-crearnos" según la imagen de ese llamamiento ―vocación cristiana― que nos ha hecho Dios, para que los talentos que nos ha dado no se malogren, y fructifiquen en el bien que le ha de dar gloria y que nos ha de hacer felices. Conversión, vocación, gloria de Dios, felicidad... se inter-relacionan y encuentran en todo camino que profundiza en la fidelidad que busca, siempre cerca, lo que Dios nos pide.
La conversión no es diversión con Dios, no es distracción, no es desviación, no pérdida ni de tiempo, ni de fuerzas, ni de ilusión. Pero la conversión pide, relama, necesita de la prestación atenta, diligente, pacifica, pero no retardada ni perezosa, Amorosa y esperanzada, sencilla, laboriosa; necesita una serena austeridad, un sentido de dedicación y justicia que se aproxima lo más posible y siempre a lo que debemos ser y, mientras esta aproximación orece y se desarrolla, prospera igualmente un olvido de sí mismo, absorbido en la diligencia por buscar y encontrar a Dios junto al propio ser.
La conversión es ser lo que debemos ser para Dios. No solamente ser lo que creemos nosotros mismos que somos o debem09 ser, ni lo que oreen los demás que somos ―¡cuántos errores pensando lo que son o cómo son los demás; y cuántos errores de los demás pensando cómo somos nosotros!―. La conversión es una realización, es esforzarse por ser como debemos. Nadie, nada puede cambiar o mudarse solo. Nosotros necesitamos la referencia de Dios, dentro. Y decimos "cambiar", "mudar", pero es realmente purificarnos y liberari109 de todo lo que nos cambiaría de cómo debemos ser, de cómo Dios nos ha hecho y de cómo hemos de desarrollarnos para él, hasta lograr, o hacia el logro de la propia Identidad. Y hacerlo, pretenderlo con lealtad, sin engañarnos ni engañar, con absoluta honradez.
San Ambrosio, obispo de Milán, en la Cuaresma del año 390, al Emperador Teodosio, al exigirle pública penitencia, por la dureza de la represión usada en Tesalónica, en un tumulto:
Es ciertamente el poder imperial lo que te impide conocer tu pecado, y tu poder soberano oscurece tu razón. Sin embargo, debes meditar cuán débil es la naturaleza humana, y recordar que todos debemos volver al polvo del que procedemos.
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3. REPLANTEAR LA FE EN LA PLENITUD DE LA VIDA: CATECISMO PARA ADULTOS
HUBO un tiempo en que, por lo menos en los domingos, los niños acudían a hora oportuna y cómoda para sus padres, a las iglesias o colegios católicos para que se les enseñara, de memoria, las primeras oraciones y también las respuestas elementales a las cuestiones esenciales de la doctrina cristiana. Esto ha pasado o ha quedado enormemente reducido; en buena parte porque lo memorístico de esta enseñanza se supone que se ha impartido en la escuela o bien ―¡ojalá así ocurriera siempre!― se ha aprendido en casa.
En especial, durante el tiempo cuaresmal, se veía aumentado el número de niños asistentes que lo hacían en vistas a prepararse para recibir la primera comunión.
Un librito pequeño
Todos los mayores de ahora hemos tenido esos libritos que no excedían el formato de octavo, con pocas páginas, y que llevaban las oraciones, mandamientos y preguntas" que debía de aprender todo "buen cristiano". Nos podemos dar cuenta de que, en la actualidad, ese esquema tan reducido, ya no nos puede servir demasiado; pero es preciso reconocer la relativa bondad de aquellos libritos preciosos, exactos e ingenuos al mismo tiempo.
El error de muchos de los que los utilizamos tal vez haya consistido en detenerse en ellos, como si el conocer a Dios equivaliera a saberse de memoria los brevísimos enunciados de un catecismo infantil, y la bondad cristiana en llevar fielmente el examen de conciencia y neutralizar, casi mecánicamente, con repetidas confesiones, la reiteración en los pecados".
Al llegar a la edad más consciente de la juventud o la madurez, la pereza o la vergüenza para reconciliarse con Dios y volver a comulgar, sería, tal vez, obviada mediante unos "ejercicios" o una "misión" que estimulara al pecador a reemprender la marcha con Dios. En no pocas ocasiones, la primera {5 (45)} comunión de un hijo sugería una vuelta a los sacramentos por parte de sus padres, que habían dejado de recibirlos desde años.
Pero ser sencillamente cristianos requiere algo más que vivir de la renta de unos conocimientos adquiridos en la infancia; algo más que haber heredado una costumbre, interrumpida y reparada varias veces. La fe necesita ser cultivada, sin que ello deba suponer la necesidad de estudiar teología, pero sí, por lo menos, el tener que ir adecuando progresivamente la propia reflexión, de acuerdo con todo el desarrollo de la conciencia y de la inteligencia, sin olvidar la relación de la vida de cada uno con el resto que nos en vuelve: la marcha del mundo, nuestra relación con todos los hombres.
Biblia y Catecismo
El cristiano cultiva su fe acudiendo a la Biblia y al Catecismo, ese resumen ordenado de la doctrina cristiana, que, por una parte, se desprende de la:
Sagradas Escrituras y, por otra, ayuda a entenderlas mejor, cuando la Palabra de Dios se medita sin aislarla de la cotidiana vivencia humana.
Apenas se introduce la costumbre de dar por supuesto que estamos ya completamente enterados, o "formados" (como algunos dicen) cristianamente, nos situamos en el riesgo de anclarnos en la paralización y achatamiento de la vida de fe. Deficiencia que será suplida por esporádicas emociones, que llevará con facilidad a la indiferencia, o que puede favorecer auténticas desviaciones y fanatismos religiosos, que nada o muy poco tendrían que ver con la fe verdadera.
La fe es para ser vivida; pero en nuestra vida la inteligencia, la comprensión, la propia conciencia, tienen un influjo decisivo. Sin este supuesto reducimos a sentimentalismo y emotividad, a capricho o sectarismo, cualquier arranque para pretender llegar a Dios. Importa la vida, pero la vida consciente.
La fe comienza siempre siendo una gracia; pero la dilatación, la proyección en la vida, la conciencia de esta vida de fe, necesita del cultivo reflexivo de las verdades que contiene. Y esto nos lo ha de dar un Catecismo.
Por un Catecismo permanente
Pensamos que el Catecismo es para los niños. Y no habría inconveniente en aceptarlo si no concluyéramos que solamente es para ellos. Todavía más que para ellos, el Catecismo cristiano es para los adultos, para los que tenemos alguna idea de lo que es y a lo que compromete, o puede comprometer, el afirmar que tenemos fe.
La idea de un Catecismo para adultos no es una consecuencia del último Concilio, el Vaticano II. Respondiendo a las condiciones culturales de su tiempo, el Concilio de Trento produjo la iniciativa del Catecismo Católico de san Pío V, que era para adultos.
Recientemente, todavía antes del Vaticano II, se ha manifestado la tendencia {6 (46)} a procurar una formación a los niños, pero a partir de los adultos que en ellos influyen mayormente, como son los padres y los maestros. Se hizo en Alemania posbélica con notable fruto, y en la empresa colaboraron, muy singularmente, los oratorianos de München, por encargo del episcopado alemán. Pero el esfuerzo más relevante, en este sentido se debe al episcopado holandés, como consecuencia del Concilio Vaticano II, o más exactamente, como un resultado paralelo: es el famoso CATECISMO PARA ADULTOS, vulgar y mundialmente conocido como el Catecismo Holandés.
El ejemplo de Holanda
El Catecismo Holandés no va dirigido a los niños directamente. Es decir, piensa también en ellos, pero de modo que sean los mayores que, auxiliados por la lectura y reflexión sobre su texto, luego puedan acomodar y transmitir, también a los niños, lo que es producto de su previa asimilación.
No dudamos en recomendar este Catecismo a las personas mayores, seguros de que en él encontrarán, con un estilo harto diferente de los catecismos de antaño, una exposición del mensaje cristiano ofrecido en una amplia perspectiva. No se trata de un manual de teología para seglares, ni de una lista metódica de preguntas y respuestas, sino que podría resumirse diciendo que parte del hombre que busca su felicidad; felicidad que se encuentra en Jesucristo y en su "buena nueva"; se trata de una alegría, de un gozo, cuyo camino es el del amor. Se ve en la "historia sagrada" que no se ciñe a la antigüedad precristiana, ni acaba con Cristo, sino que sigue con nosotros: es la peregrinación de la humanidad hacia Dios, En el centro la persona de Cristo y su mensaje.
Desarrollo, desde Cristo, en la Iglesia, hasta hacer que el Señor lo sea todo en todos.
El Catecismo fue compuesto por encargo del Episcopado de Holanda, a partir de 1960, por un equipo de teólogos, exegetas, y pedagogos; pero también se consultó a padres y madres, a sacerdotes expertos en pastoral y apostolado, a multitud de profesionales. La última redacción correspondió a un autor único, que, de todas formas, tuvo siempre a su lado, en estrecha colaboración, a una selección de expertos consejeros e inspiradores, y el texto fue revisado varias veces por grupos de estudio y diálogo.
El estilo, la forma, es nueva. La verdad es la de siempre. Pero es solamente la forma inusitada que despertó algunas sorpresas, especialmente en espíritus conservadores y, por lo común, alejados de las tareas apostólicas y de la inmediatez de la vida del hombre contemporáneo. En la actualidad todo recelo ha sido superado porque se ha visto ―por lo demás, como en toda obra― que no se debe juzgar ningún aspecto o matiz aislado de su contenido, sin abarcar el conjunto.
Como decía, con mucha razón, el comentarista de una revista católica alemana (W. Bless, en "Verbum" 33, 1966), «el Catecismo no ahoga nada ―en cuyo caso no desempeñaría función {7 (47)} gana en la actual evolución―, sino que trata de reflejar la apertura del moderno pensamiento cristiano con una gran confianza en el futuro.
La nueva imagen del hombre y del mundo ofrece oportunidades completamente nuevas para la predicación del mensaje de Jesucristo al mundo».
¿Crisis de qué?
Se habla mucho de crisis. Crisis quiere decir "cambio" y vemos que, en verdad, todo está sujeto a la ley de la evolución, y de ella no van a sustraerse las mismas modalidades de la Iglesia. Se asustan solamente los que tienen una concepción fosilizada o estática de la existencia o de alguno de sus aspectos. Pero si la palabra "crisis" puede tener algún sentido peligroso para los fieles cristianos, no es el que se refiere a su propia vida de fe personal el menos importante. Porque ha pasado el tiempo en que se pueda uno creer que es y seguir llamándose "cristiano" con el solo bagaje de unas elementales, mínimas y provisionales nociones infantiles (luego no completadas) sobre Dios, Iglesia y vida cristiana. La fe necesita un mínimo de ilustración, si hemos de vivirla en un mundo que también evoluciona y progresa. No se es cristiano sólo porque "se aguante una Misa cada domingo, o porque se hizo la primera comunión, o porque alguno que otro año se comulgue por Pascua... La fe no es una vaguedad sentimental que nos cura de males y nos protege de miedos. La fe es para la vida; ha de ser consciente y ha de desarrollarse y es preciso aplicar a ella, por lo menos, la misma diligencia que dedicaríamos a otra cosa que de veras nos interesara. Si no, no es fe, por más que siguiéramos llamándonos "cristianos".
«Actualmente se asiste un poco en todo el mundo a la pululación de sectas diversas y extrañas. Su capacidad de convocatoria es para nosotros un grave desafío, ya que nos invita a que seamos capaces de ofrecer a los hombres, en especial a los jóvenes, que tienen sed de idealismo, la imagen de un cristianismo vivido según toda su lógica y el calor de una fe auténtica.
Las advertencias son necesarias, pero sólo la puesta en práctica de nuestra fe será el signo válido de su trascendencia».
Card. Suenens, Primado de Bélgica.
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4. Las sectas
EN GENERAL, se puede decir de las sectas que una de sus características más chocantes es que interpretan muy literalmente la Biblia, y sólo prestan atención a uno u otro aspecto de su mensaje. Suelen reclutar sus adeptos principalmente entre las gentes sencillas.
Su existencia es un reto a la Iglesia, que ésta no puede despreciar a la ligera. La gente busca a menudo en las sectas lo que echa de menos en las comunidades eclesiales: una vida comunitaria a escala local, cooperación en la vida del culto, fuerte entusiasmo, espíritu de sacrificio. Alguna vez se ha dicho que las sectas son las cuentas sin pagar que se presentan a las comunidades eclesiales. Se trata de hombres a quienes irrita la rutina y estrechez de miras que aparecen en la Iglesia de todos los siglos. Los fundadores de las sectas buscan la solución en un profundo separacionismo. Pero, ¿es éste el camino fecundo y vivificador? Para responder eventualmente dirijamos nuestra atención sobre las comunidades religiosas y a otros grupos que profesan los consejos evangélicos. Allí se hace el ensayo de vivir en pie de igualdad delante de Dios. Como no se da el matrimonio, nadie es miembro de la comunidad por nacimiento ni por derecho consuetudinario, sino únicamente por conversión y vocación.
Las comunidades religiosas, cada una con su espiritualidad, son una respuesta para quienes desean vivir el mensaje del Señor con renovada frescura e intensidad en pequeños grupos. En ellas encontrará oportunidad y forma la entrega total a Dios y a los hombres.
¡Ojalá, inspiradas por el diario vivir de todos los creyentes, se renueven constantemente, para conservar su antigua juventud! Entonces serán levadura de Dios en la Iglesia, un llamamiento a todos a vivir, en forma moderna, el fervor y la alegría de la Iglesia madre de Jerusalén.
(Catecismo Holandés, ed. castellana, p. 313) 9 (49)
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5. Tendremos los sacerdotes que queramos
¿Sacerdotes que la Iglesia nos ha de dar, o que nosotros le hemos de ofrecer?
HEMOS tenido, y tenemos, los sacerdotes que hemos querido.
Tendremos, en adelante, los que queramos, los que merezcamos, los que nosotros TALOA 104 preparemos.
Pero no es fácil prepararse un sacerdote.
Disminuirá, cada vez más, lo que pudiera quedar de idea parecida a cierta "burocracia del espíritu" o del sacerdote considerado como "empleado del culto" o del sacerdote simple consolador de abandonados o desahuciados, o policía y juez de la moral.
No es que se trate de corregir posicione erróneas, sino, más bien, de desarrollar contenidos evangélicos y de la mejor tradición cristiana. No hemos podido deshacernos, todavía, del legado profano con el que el Cristianismo ha tropezado al introducirse en las culturas históricas. Damos por supuesto como definitivo lo que, en muchos casos, es solamente provisional; por realizado y logrado, lo que está todavía en proyecto o solamente iniciado. Por eso necesitaremos sacerdotes, no que sean más transigentes, ni más indulgentes, mi más modernos, ni más antiguos; sino más realistas precisamente a fuer de espirituales.
La estructura de la oficialidad eclesiástica, que no ha sido la Iglesia en imponer, sino las políticas en construir y dominar, será simplificada: habrá menos normas y más sólidos principios; más espíritu, más generosidad, y menos casuística; más conversión de corazón y menos convencionalismos exteriores.
{10 (50)} Pero todo esto es difícil. No puede quedarse en simples palabras. Exigirá en los ministros de la Iglesia más sencillez, pero más entrega y diligencia en la reflexión de la verdad cristiana, en el estudio de la palabra de Dios, en el conocimiento clarividente de la marcha del mundo, en el modo de ser y en lo que necesita para su vida de fe el hombre de hoy. No será posible entretener con beaterías a nadie, ni sugestionar con ritos, ni detener con excomuniones.
Si alguien dice que ahora faltan sacerdotes, se equivoca seguramente:
faltan, si acaso, ambientes cristianos, familias, grupos, que los susciten, que los produzcan, que los ofrezcan a la Iglesia. El Cristianismo no ofrece refugio para huir del mundo, para salvarse del mundo, o para consolarse de los desastres del mundo; sino, por el contrario, ha de incitar a la tarea de liberar a este mundo de todo lo que nos parece despreciable e injusto, y ha de santificar y reconducir a Dios todo lo positivo, todo progreso, todo descubrimiento de esta hora verdaderamente acelerada que nos toca vivir.
Todo esto no es fácil; pero es necesario, es hermoso y hay que hacerlo.
Hay que hacerlo desde la Iglesia, con la Iglesia, como Iglesia, y la Iglesia somos todos. Nos hacen falta hombres, buenos, inteligentes, trabajadores, perseverantes, alegres y austeros al mismo tiempo; hombres equilibrados en su inteligencia y en sus sentimientos, que no será indispensable que sean sabios, pero sí buenos estudiosos y conocedores de la historia del hombre que quieren ayudar a ser cristiano y de la historia de Dios en busca del hombre.
Una vocación al sacerdocio, para esta hora, ya no puede ser el simple niño piadoso a quien se ofrece el porvenir de una promoción que, con una profesión cualquiera, no podría alcanzar; no puede ser el "san Luis" mimado, místico pescador de alabanzas {11 (51)} y recogedor de regalos, con lo que no sabemos si se le hace más llevadera la abnegación de su "entrega a Dios" o si ésta le resulta un negocio o, por lo menos, una solución, en vez de "vocación". No puede ser sacerdote el que "no sirve para otra cosa", el que sería un fracasado en otro lugar; no puede ser sacerdote un hombre residual, sino un hombre cabal. Y este hombre lo hemos de hacer entre todos, y lo hemos de ofrecer los cristianos. El hombre sacerdote sale de las familias: ni en los seminarios, ni en los conventos pueden suplir lo que ellas deben darle, hacerle y enseñarle. Lo mejor lo ha de haber aprendido antes de estudiar teología, o de profesar cualquier modo especial de entrega a Dios.
De vez en cuando puede producirse el semi-milagro de la autoeducación, de reaccionar uno mismo y rehacerse como persona y como cristiano; pero esto exige un grado de personalidad que no es demasiado común, aunque por indulgencia se suponga más a menudo de lo que ocurra.
Cuando deseamos, cuando queremos y esperamos más sacerdotes y más personas (hombres y mujeres) entregadas verdaderamente a Dios en la Iglesia, para el servicio apostólico de la comunidad de los hijos de Dios, es a las familias, a los padres especialmente a los que hay que dirigir el reclamo. En los hogares donde exista verdadero amor, y verdadera ternura, pero sin mimos ni consentimientos que atonten a los hijos, donde se enseñe la abnegación y el gozo por hacer el bien a los demás; donde jamás se hable de porvenir medible en honores, comodidades o dinero, sino en la felicidad en el hacer el bien; donde la idea de Dios no sea refugio de penas ni instrumento de miedos, sino fe y amor universalizador y entusiasmo para la vida, no faltarán vocaciones, buenas vocaciones a la Iglesia. No hará falta hacer propaganda, ni pedir, ni insistir, ni probar aventuradamente, sobre dudosas aptitudes de supuestas vocaciones, sino que éstas se manifestarán suficientes y oportunas, para la constante renovación de la Iglesia, y para el bien del mundo de hoy.
Tendremos vocaciones evangélicas si las queremos, si las producimos, si las merecemos.
De acuerdo que hay que reformar aspectos accidentales, modos y maneras que les afectan. Pero esto es secundario: no es el continente, sino el contenido. Y el contenido es el hombre. «Dadme ―decía san Felipe Neri― diez hombres desprendidos y os prometo que cambio el mundo».
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6. Hora de preparar las PRIMERAS COMUNIONES
¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cómo?
QUIEREN ser éstas, unas reflexiones para familias cristianas, el caso de los niños cuyos padres carecen de fe, o viven en la práctica prescindiendo de ella, ofrece una problemática que no abordamos: más que en los restantes supuestos habría que referirse aquí, a la "personalidad cristiana" del niño que se va a acercar a comulgar. En ningún caso la Eucaristía es para seres incapaces de conocer y amar a Dios; pero en el caso del niño de padres indiferentes, agnósticos, amorales o simplemente incrédulos, esta capacidad ha de incluir la aptitud y la conciencia personal de tener que superar el contrasentido cristiano del ambiente en el que necesariamente se mueve el niño.
Lo que es esencial
Afectada la práctica de la celebración de la primera comunión de los niños, por el tinte sociológico profanizador de lo sacramental, en una gran cantidad de casos ha degenerado, aunque sin mala intención, en la trivialización de una simple "fiesta" familiar, o "costumbre" social, quedando muy relegado lo que en el acontecimiento debería ser tenido y tratado como esencial: el encuentro eucarístico del fiel, llegado ya al uso de razón, con Jesucristo.
La preparación, ¿a quién corresponde?
No solamente la iniciativa corresponde, en primer lugar, a los padres o a los responsables directos del niño, sino también a ellos incumbe el deber de prepararlo para comulgar. La realidad puede evidenciarnos que, en gran cantidad de casos ―¿...en la mayoría de ellos?― no haya sido la familia la que haya asumido esa noble y santa tarea, de modo directo. Alegando falta de tiempo o de conocimientos y aptitud ―lo cual ya delata la ambigüedad cristiana del ambiente donde esto es alegable― dejan a otros que les suplan en la instrucción catequética y en la preparación espiritual del niño. Los substitutos por no decir los "responsables", (nos dirían muchos padres que creen opinar muy cristianamente al afirmarlo) son el sacerdote y la escuela.
{13 (53)} {14 (54)} No negaremos que la preparación para introducir a los niños en la participación eucarística, es una tarea de colaboración eclesial, y así no podemos excluir el papel del sacerdote ni la aportación de la escuela católica; pero éstos resultan inútiles, o de eficacia fugaz y sólo aparente cuando los padres se desentienden de su principal y primaria responsabilidad. Cuando los padres o responsables de los niños no sean capaces de prepararles para comulgar, mejor que dedicar largas catequesis a la preparación inmediata de los niños, con vendría llamar a los padres y adoctrinarles para que ellos mismos transmitan la preparación a sus hijos. Es más: desde mucho antes de la preparación inmediata de los niños a la participación eucarística, deben los padres prepararles, con la transmisión adecuada del contenido de la fe y con el ejemplo de sus vidas que la confirman. Todo lo cual no pueden suplir ni el sacerdote más celoso en su apostolado, ni el maestro más diligente en la explicación del catecismo.
Imaginar que la Iglesia crece porque le añadimos nuevas generaciones de cristianos infantiles, cuyos padres "no han tenido tiempo" de hablarles apenas de Dios, o en cuyas vidas Dios queda como algo suplementario y relegado a "especialistas", es mucha fantasía. El, digamos, cristianismo de estos niños, su ir a misa y comulgar, acabará más tarde en aburrimiento de algo que no comprenden ni pueden comprender porque sus padres son los primeros que no lo viven ni realmente les interesa. El sentimentalismo facilón, la piedad de cuento de hadas con ángeles, muy pronto se desmoronará, o quedará en la vaguedad de una fe diluida, guardada para curar miedos en casos extremos, o ni siquiera eso.
Más y antes que catequesis para niños que han de hacer la primera comunión, lo que con vendría real y objetivamente, es una verdadera catequesis para padres que quieran ser cristianos y estar en condición de preparar a sus propios hijos cuando llegue la hora de acercarse, con ellos, así que sean capaces, a recibir al Señor. No hacen falta demasiados catecismos para niños; pero sí hacen falta catecismos de adultos. Un padre y una madre que saben bien una cosa ―del orden que sea― saben mejor que nadie, también, transmitirla a sus hijos.
La catequesis que un padre precisa para preparar a su hijo a comulgar, no la puede improvisar quince días antes de llevarlo al altar. Dios es importante; el que no lo entienda así es que tampoco sabe quién es Dios.
¿Cuándo debe iniciarse?
Dicen de una madre que esperaba dar a luz a su primer hijo, que fue a ver a un filósofo para que le dijera a qué edad del hijo que esperaba debería iniciar su educación, para cumplir correctamente con su deber de madre, y que el filósofo le respondió: «Ya ha hecho tarde».
Un hijo de padres cristianos es para los padres y es para Dios. Lo cual es algo que los padres no deben olvidar en ningún momento sin que, por ello, se quiera significar que han de atiborrar a sermones, ni cansar con pietismos al pobre niño que Dios les ha confiado para que le lleven a su amor, con delicadeza, pero sin melindres ni dulzonerías que nada tienen que ver con la auténtica piedad cristiana. Evidente que se han de respetar las leyes {15 (55)} naturales, del desarrollo corporal e intelectual, del aflorar sereno de la comprensión y el sentimiento, del reconocimiento del bien y de la necesidad de hacerlo y de dedicar a él toda nuestra actividad, según la variada riqueza de matices que la vida ofrece.
Con sencillez, con sinceridad, con alegría, con constancia.
La vida cristiana de la Gracia, a cuya responsabilidad accede la conciencia en desarrollo del niño, no suplanta ni prescinde de la ley de la naturaleza, que también es obra de Dios. Y los padres han de tener en cuenta ambas cosas a la vez.
La preocupación por disponer al comulgante de modo que hubiera recibido una catequesis más completa, sugería que se aplazara el momento de recibir la Eucaristía, hasta haber progresado la edad de la infancia consciente. Pero fue el papa san Pío X quien juzgó que esto era un retraso que perjudicaba al niño; lo cual tampoco quiere decir que hay que anticipar la comunión hasta antes de que quien recibe al Señor sea capaz de tener conciencia del acto que realiza.
Pero este momento ni ha de ser demorado, ni anticipado por razones que no sean las del beneficio espiritual del mismo sujeto, el niño. La edad de los siete años es solamente un dato de aproximación, que no hay que tomar como referencia exacta. Además, por lo que venimos diciendo, tal vez habría que añadir a él consideraciones relativas a la "edad cristiana" de los padres... tan importante como la natural y racional del niño, por lo menos.
Con frecuencia se dispone la celebración de las primeras comuniones atendiendo a razones económicas o cediendo a presiones sociales, dados {16 (56)} los condicionamientos que la falta de sinceridad o el boato que, en determinados ambientes, se añade a la "fiesta" de la primera comunión. A veces, lo menos importante para todos los responsables familiares del niño, es precisamente la comunión de éste: todo se esfuma, se pierde, se olvida o se relega, y prima el banquete, la fiesta con payasos, los regalos que distraen y mil otras excitaciones más, del todo impertinentes. La falta de autenticidad cristiana no se sorprende de tales contradicciones. No nos extrañe si luego, a falta de una verdadera conversión, el comulgante no tarde en olvidarse de Dios o incluso que proclame que "ha perdido la fe" (que, tal vez, nunca tuyo...).
¿Cómo hay que preparar a los niños?
Cometemos el frecuente error de suponer, alternativamente, menos y más capacidad de la real en aquellos que tenemos más cerca. Hemos de procurar una aproximación acertada, sin forzar por un lado la comprensión del niño, ni dejar de reconocerle, por otro, su real capacidad, a medida que se va manifestando. Un niño no es una muñeca que habla, sino una persona insinuándose.
El Cristianismo en el que le hemos bautizado y para el que, por consiguiente, los padres le preparan, no es un modo de vivir, ni una costumbre, ni un conjunto de prácticas que hay aprender previo entrenamiento, sino una verdadera vida. Hay que desterrar de la formación cristiana del niño lo que tiene aire de imposición, lo que él no puede comprender; no hemos de querer que soporte ritos que no entiende, ni adquiera "costumbres" por inercia inconsciente, ni adhesiones pasivas; sino que habrá que ir razonándole y conduciéndole, con la palabra y con el ejemplo, en el trato con Dios, especialmente en casa. Llevar los niños a Misa, cuando no han de participar a ella (cuando no han de comulgar), cuando han de soportar un rito incomprensible, es antipedagógico y un error como disposición para su primer abrazo con el Señor en la Eucaristía. {17 (57)} A lo más que puede llegar, asistiendo pasivamente a la celebración eucarística, y ver a otros del mismo modo, será que aquello es una Misa de cumplimiento" (es decir, de "cumplo" y "miento").
No tratamos de establecer fórmulas demasiado concretas de la manera cómo ha de celebrarse una primera comunión; pero, desde luego, hay que purificar este acontecimiento de la multitud, casi carnavalesca, en ocasiones, o por lo menos mundana y de fiesta social, en muchas otras, con que se celebra en repetidas circunstancias.
Tan críticos como a veces se muestran algunos respecto de los estilos eclesiásticos, es de lamentar que, en este sentido, los críticos no se muestren más exigentes en los desvíos que, ciertamente al margen de la mayoría de los sacerdotes, por lo menos, todavía prevalecen en tantas familias que se tienen por cristianas, siquiera en "ese gran día" de la primera comunión de sus hijos.
Justo que sea un acontecimiento, sin que pierda la debida sencillez. Pero es indispensable volver a una simplicidad más de acorde, no sólo con el verdadero sentido cristiano de lo que en ella se celebra, sino con la capacidad de comprensión del niño, ya que, si la tiene menos aguda que los mayores, precisamente por ello no debemos ponerle en trance de que, en tal circunstancia, lo verdaderamente importante quede relegado en segundo término, mientras que lo esencial, por vanidad, por distracciones, por aturdimiento, por mundanidad... quede total, o casi totalmente olvidado. Y acabe todo como riada torrencial, familiar, emotiva, festera, pero sin huella cristiana ni sacramental.
Ante las primeras comuniones, y desde mucho antes de ellas: ¡catecismo para adultos!
¡BURGUESES!
Mientras China explota, mientras Rusia busca desesperadamente el misterio del universo, mientras Vroman, como biólogo, lucha por el misterio de la vida con pasión y con belleza, mientras Teilhard tiene una visión del universo que hace pensar en la visión que tiene Dios de la creación, ¡nosotros velamos cuidadosamente nuestros bienes, con nuestro avaro espíritu de libretas de ahorro!
Y ser cristiano es la gran aventura.
Para la gran mayoría, el cristianismo significa seguridad, resguardo, evitar riesgos, y utilizar, con todo egoísmo, a Dios como una coartada, como una excusa de todo lo burgués, de la falta de amor, como un pretexto que encubra la mezquindad de espíritu.
P. Van Der Meer
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7. Sobre la utilización del "CATECISMO PARA ADULTOS"
Palabras introductorias a la edición original del llamado Catecismo holandés, que pueden darnos una idea de su método y estructura, del modo de manejarlo, del estilo empleado, de los destinatarios en quienes se piensa, y del propósito que lo anima.
EL SERVICIO que puede prestar este Catecismo consiste en exponer el mensaje cristiano en una perspectiva amplia. Pero también intenta dar respuesta a muchas cuestiones especiales.
Por esto se aspira a hacer de cada sección un todo completo en si misino. En este aspecto, el presente Catecismo, no es propiamente un único libro, sino una colección de opúsculos, de extensión entre tres y treinta páginas. Informa sobre cuestiones que exigen una respuesta. Se puede empezar la lectura, como más guste, por cualquier parte.
La línea estructural de la obra es histórica.
Para facilitar su consulta, hay tres instrumentos: primeramente el índice general al comienzo del libro: luego, un índice alfabético al final, y, finalmente, las cifras marginales que remiten a las páginas en que se trata también el tema correspondiente, a menudo con mayor extensión o desde otros presupuestos.
El que quiera encontrar el mensaje de la fe más resumido aún que en este Catecismo, debe acudir primero a los doce artículos del Símbolo Apostólico, y al Credo algo más extenso de la santa Misa, que son los símbolos primigenios de la fe de la Iglesia. También el índice de materias que sigue, da una breve síntesis, si se van siguiendo los títulos de los capítulos.
El lugar que este libro espera ocupar en la biblioteca es el lugar inmediato a la Biblia, pues el Catecismo se propone llevar una y otra vez al creyente a la fuente perenne de la palabra de Dios.
En la elección de los temas tratados, ha servido de norma lo que puede ser objeto de reflexión para un creyente culto. Por lo que hace a las expresiones, se ha renunciado lo más posible a toda erudición; el fiel que piensa seriamente no debe hallar obstáculos innecesarios.
Para terminar, un ruego a católicos y y no católicos. Cada palabra que profiere un hombre, puede dar lugar a falsas interpretaciones: un libro con tantas palabras se prestará a muchas de estas interpretaciones erróneas. Trátese, pues, de entender siempre lo escrito según el espíritu de toda la buena nueva. El que lea una página, atienda también a las páginas que anteceden y a las que siguen.
A veces se explica y explana allí lo que en una página se echó de menos. En un libro que no trata de ofrecer una exposición al dedillo, sino de aproximarse a lo inefable, no se debe desgajar una frase del conjunto.
El centro de esta predicación está en el mensaje de Pascua. Si de este libro se quitara la resurrección de Jesús, ninguna de sus páginas conservaría el menor valor.
OTRA COSA.
Nos parece que la presente crisis del mundo, caracterizada por un gran desconcierto de muchos jóvenes, denuncia, por una parte, un aspecto senil, definitivamente anacrónico, de una civilización mercantil, hedonista, materialista, que intenta todavía ofrecerse como portadora del futuro. Contra esta ilusión, la reacción instintiva de numerosos jóvenes reviste, dentro de sus mismos excesos, una significativa importancia. Esta generación está esperando otra cosa».
PABLO VI