Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 140. ABRIL. Año 1976.
0. SUMARIO
«NO ES otra cosa la Eucaristía que el amor revestido de discreción; Cristo está presente y oculto en ella. Da el vértice de la vida mientras asume todas las inmovilidades y silencios de la muerte. Es el lenguaje oculto de Dios, pero es, además, la sugerencia de un método: conversión del mundo no desde el exterior al interior, sino desde dentro afuera». — CARD.
GIULIO BEVILACQUA, C. O.
EL PRECEPTO DOMINICAL
PARTIR EL PAN
LOS NO COMULGANTES
LA EDAD DE COMULGAR
LA MISA DE AYER, DE HOY Y DE MAÑANA
LA ESPERANZA: TEOLOGÍA E HISTORIA
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1. EL PRECEPTO DOMINICAL
SI todavía hoy la Iglesia nos invita a celebrar juntos, cada domingo, el memorial del Señor, lo hace por fidelidad al Maestro y porque desea continuar una tradición de plegaria, vital para su propia existencia comunitaria y para su desarrollo en el mundo.
Esta invitación, a lo largo del tiempo, ha tomado la forma de un precepto porque la Iglesia sabe hasta qué punto este encuentro fraterno con el Señor es fuente de vida. Sería tanto como desconocer su intención profunda tomarlo como un simple precepto legalista, arbitrariamente impuesto desde fuera: este precepto se reduce a traducir y concretar la invitación del Señor a sus discípulos de comer la Pascua con ellos hasta su retorno glorioso.
En verdad, no se trata ante todo de "tener que" asistir a Misa, sino de "poder" participar en ella. No se trata, en primer lugar, de lo que nosotros podamos sentir o experimentar, sino de lo que el Señor realiza en esta acción. Solamente la fe puede abrirnos a éste que llamamos, precisamente, "misterio de la fe" y permitirnos medir o entrever su valor.
A cuantos se les ocurra pretextar que la celebración litúrgica, tal como se les ofrece a ellos, les resulta demasiado extraña a la vida y a los problemas de los hombres, o demasiado artificial y anónima para que sea una verdadera comunidad y una liturgia viva, les diremos:
«Solamente tenéis derecho a criticar la celebración de la asamblea en que estáis, después de haber agotado todos los medios de vuestra propia aportación auténticamente personal, como algo de vosotros mismos».
La Escritura compara a los cristianos con las "piedras vivas" que han de edificar conjuntamente el cuerpo de Cristo. La Iglesia es algo que no puede construirse con materiales "pre-fabricados", sino soldando con cemento cada piedra, porque es a la totalidad de cada uno de nosotros a quienes corresponde hacernos templo vivo en el que habita Dios.
L. J. card. Suenens, Primado de Bélgica 2 (62)
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2. Partir el pan
LOS PRIMEROS cristianos se reunían para «partir el pan». El gesto de Cristo en el Cenáculo fue recogido y repetido por los inmediatos seguidores suyos: ese pequeño grupo adicto que le encontró a la orilla del Jordán, o a la del lago de Galilea, o en los caminos y poblados, y que fue aumentando en número, por las predicaciones y signos que en él veían, hasta que la contradicción del Calvario y la confusión que de aquel fracaso les vino, fue compensada por el redescubrimiento de la Pascua.
Esos que habían conocido directamente al Señor, vivían en el corazón y en la fe lo que de su presencia misteriosa quedaba.
A nosotros, los fieles de veinte siglos más tarde, nos gustaría saber cómo fue la primera Eucaristía, la primera Misa de los apóstoles cuando, sin la aforada compañía del Señor, más vivo el recuerdo, después de Pentecostés, un día, Pedro, reunido con los demás, curado ya de todos los miedos, fortalecido en su fe y en su amor al Maestro, comenzó a hablar de su recuerdo y de aquel Jueves, preludio de la Pasión, que ahora llamamos «Santo», y cogió el pan y el cáliz con el vino, para repetir el gesto de Jesús, presentificando aquella «acción en memoria suya». Y «dio gracias», «partió el pan» y «lo distribuyó». Tres hitos de una acción misteriosa, de un sacramento.
El Señor Jesús había comenzado su obra con un grupo de amigos. Ésa había sido toda su previsión organizativa. Los amigos son fieles al recuerdo y viven en el amor. El recuerdo, ahora, no era una tristeza, no era el dolor de una ausencia, sino el gozo de haber vivido con el Maestro. Y sin exigir la mediación de milagros, sabían que, cuando estaban reunidos en su nombro, recordándolo, «el Señor estaba en medio de ellos».
No eran solamente los doce, porque el grupo iba creciendo. La Eucaristía era el centro de convergencia de amistad y de misterio. Sin ritual especial, con sencillez Absoluta, se celebraban las primeras Eucaristías. Eran expresión de la unión con Cristo y de la caridad entre los hermanos.
Era un banquete fraternal y sagrado. La idea de banquete de carácter sagrado no es exclusivamente cristiana: la encontramos en casi todos los {3 (63)} pueblos primitivos y también entre los judíos. Los primeros cristianos llamaban a estas reuniones «âgapes»; reproducían la práctica profana y judía con la fidelidad al ejemplo y ni recuerdo del Señor, que en el banquete pascual instituyó la Eucaristía, llamada así porque en el Cenáculo comenzó Jesús «dando gracias», y luego «partió el pan» y «lo repartió en comunión».
Luego, cuando la comunidad original creció, no siempre el aumento de la cantidad de fieles correspondió con la misma profundización de la fe.
San Pablo se verá precisado a reprender a los corintios que tales celebraciones hubieran degenerado, entre ellos, en abusos y comilonas por las que, los recién convertidos, una vez pasados los primeros fervores, volvían a las costumbres de los banquetes paganos, impropios de la reunión fraternal de la comunidad de fieles: el egoísmo, la exhibición de clase, no se habían erradicado con el simple pasajero entusiasmo inicial.
El rito eucarístico de la «fracción del pan» hubo de estilizarse en fuerza del mismo deseo de fidelidad y en evitación de desvíos. De todas formas, perduró, durante siglos, una cantidad de formas de ritos eucarísticos, equivalentes, en substancia, pero reveladores de la gran variedad de culturas en medio de las cuales iba penetrando el Cristianismo. Prevaleció finalmente el formulario eucarístico de la iglesia romana, tal vez porque fue precisamente el más sencillo, sobrio y coherente.
La Eucaristía es la Pascua renovada en la Iglesia, es el cielo en el alma para el fiel, y es el abrazo al Señor y a los hermanos junto al altar. Desearíamos para este sacramento la pervivencia de su espíritu originario, no Yo sólo el del Cenáculo, junto al Señor, sino el de los primeros cristianos, el de las reuniones que Pedro presidia, que los demás apóstolos imitaron y que, como signo de fe y de caridad, se fue celebrando en comunidades esparcidas por todos los camino6 que pisaban los primeros discípulos del Señor, en reuniones donde todos se conocían, todos se amaban, perseverando en la renovada memoria del Señor, para siempre.
«Ellos contaron cómo habían reconocido al Señor al partir el pan»- LUCAS, 24, 35
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3. Los no comulgantes
CUANDO los derrotistas se lanzan a denunciar la baja de la fe de los cristianos, podríamos objetarles, en nuestra situación, que precisamente es en estos tiempos cuando en mayor número, los que asisten a la celebración eucarística, participan en ella acercándose a comulgar. Poco a poco se comprende cada vez mejor, que la santa Misa no es un rito para presenciar, sino una acción que pide, esencialmente, ser realizada y participada comunitariamente, oyendo la misma Palabra y comiendo del mismo Pan, para glorificación de Dios Y crecimiento de la caridad entre los hermanos. El recuerdo del cenáculo y la fe en Cristo, que se entregó por los hombres, no tendría ningún sentido, aunque fuese proclamada por los asistentes, si la Misa se tomaba como mera ceremonia para espectadores o "cumplidores** de Misa de alcance...
Los cristianos conscientes no se han resignado nunca a ese mero cumplimiento, válido solamente para retardados, olvidadizos o semi-infieles que a duras penas arrastran, aunque bautizados, la autodenominación de "cristianos" o, reforzando el título, de "católicos".
Nos ha de confortar ver que cada día comulga mayor número del relativo a los asistentes a la Misa; cada vez está más lejos la asistencia pasiva de los sólo preocupados por absolver una "obligación" de precepto, en una ceremonia rutinaria Y, para ellos, siempre demasiado larga.
De todos modos, queda todavía un margen largo de fieles que asisten a la celebración de la santa Misa y no se acercan a comulgar. ¿Por qué esa abstención?
No podemos coger a cada una de estas personas y establecer, inconsideradamente, un juicio sobre ellas: pero el conjunto del fenómeno sí que debe ser, por lo menos, expuesto en líneas generales, para deshacer errores, para clarificar conceptos y, tal vez, también para ahuyentar escrúpulos.
Debe haber, entre los no comulgantes, personas de un gran respeto hacia lo divino, que, con toda honradez, no se creen dignos de acercarse al Señor, parecidos al publicano del Evangelio, a quien Cristo alabó; del mismo modo que puede haber fariseos, que presuman su piedad, como si Dios necesitara de ellos.
Pero entre esos humildes publicanos debiera suscitarse el estímulo de un acercamiento sacramental a Cristo: con ellos debe ocurrir, muchas veces, que toman por impedimento a la comunión, cosas que no lo son y que, una conversación o una confesión con el sacerdote, les aclararía dudas y les daría la paz de descubrir que no están tan lejos del reino de Dios, como ellos, por un exceso de temor o de miramiento, encerrados en sí mismos, suponen.
Es también posible que, en determinados casos, esa asistencia mezclada de inhibición, son debida a desconocimiento de lo que es la Mina, y que deban instruirse, {5 (65)} catequizarse, poner a la altura de los demás conocimientos que poseen, los demasiado pobres y elementales que tienen sobre Dios, el Cristianismo, la Eucaristía.
Es cierto que la Iglesia no ha urgido las conciencias a comulgar constantemente en cada Misa, a todos los que a ella puedan asistir. Pero ello no ha sido más que una transigencia comprensiva hacia posibles situaciones transitorias de conciencia, cuya normalización dependía de la libertad del cristiano. Por este respeto a la conciencia, y como un límite, en realidad mínimo, ha establecido, desde siglos, que, por lo menos, el fiel debe comulgar en Pascua, que es lo que entendemos por "cumplimiento pascual" de los fieles. Pero esto no puede tomarse como un límite jurídico, soportado o cumplido el cual, ya basta para ser cristiano. Ningún fiel de la primera veneración de seguidores del Evangelio lo habría admitido. Y ninguno de ellos asistía a una celebración eucarística sin que comulgara en ella. Una Misa con asistentes no comulgantes, habría sido un absurdo, no habría tenido sentido. Sólo la introducción de una mentalidad casuística, objetivalizadora, juridicista a ultranza, perteneciente a filosofías ajenas al Evangelio, ha podido convertir en espectáculo lo que debe ser participación.
Lo único que había en las Misas primitivas con la admitida presencia de no comulgantes, era la catequesis que precedía a la celebración eucarística propiamente dicha y que es, en nuestra estructura de celebración actual, la parte que denominamos "Liturgia de la Palabra, hace poco, "Misa de los Catecúmenos". A esta parte asistían los que se preparaban a recibir el Bautismo y, también, los penitentes que se disponían a reintegrarse a la comunidad cristiana que habían abandonado.
Hemos llegado, por inercia y absurdos convencionalismos, a admitir esas Misas de cumplido social, en bodas, funerales, primeras comuniones... en las que Dios y la Eucaristía ocupan sólo alguna o ninguna atención, sino simple pretexto de fondo para acompañar o quedar bien con la familia o amigos, cosa muy legitima. Pero en ella, poner una celebración sacramental a la que se asiste con espíritu ajeno, en la que Dios es postergado, resulta irrespetuoso. Dios no debe ser un pretexto para cumplidos de acontecimientos sociales.
¿Cuándo acabaremos con todo ello?
Un cristiano normal debe sentirse extraño en una Misa en la que no comulgue, o al imaginar una comunión sin asistir a la Misa. Ni Misa sin comunión, ni comunión, sin Misa.
Ni Misa sin comunión, ni comunión sin Misa.
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4. La edad de comulgar
LA INDICACIÓN de los siete años no constituye un precepto, sino un criterio para designar la aparición de la conciencia en el hombre, ese principio de responsabilidad, de capacidad de usar de la inteligencia y de moverse con la voluntad en la comprensión y elección del bien. Se puede discutir de si son o no los siete años o si es sólo alrededor de esta edad que se produce la aparición de la conciencia humana, o de qué grado de conciencia es capaz de alcanzar un niño y de cuál es la indispensable para acercarse a recibir al Señor.
Siete años. ¿Y por qué los siete años?
Hay una tendencia cultural a hacer intervenir el número siete en los cómputos de las etapas de la vida humana.
El número siete no sólo es importante y significativo bíblicamente. Siete y los múltiplos de siete han parecido marcar, más o menos, la escala de capacidades del ser humano en las instituciones jurídicas romanas: siete el límite de la infancia, catorce la pubertad y veintiuno (con oscilaciones) la mayoría de edad.
Infancia es la edad del que no puede o no sabe hablar. Hablar es expresar el pensamiento. Nada o poco tiene que decir el que no sabe o no puede pensar. Pero, todavía esto, admitiría muchos matices y prolijas discusiones.
Hasta épocas relativamente recientes se han cometido verdaderas atrocidades al suponer capacidad de responsabilidades en menores de edad, aunque supuestamente llegados a la discreción post-infantil.
Cuando se trata de comulgar por primera vez, ¿es suficiente una elemental y muy simple discreción, sin más? ¿Bastan los simples siete años?
¿O señala la conveniencia de acercar el niño a la Eucaristía, esa tan frecuentemente aducida razón de la "inocencia" infantil? ¿Tiene algún valor, o se puede llamar inocencia" la "ignorancia" o incapacidad tanto de bien como de mal?... Evidentemente, la inocencia no es algo negativo, que deba condicionar la Gracia, eminentemente positiva, de un sacramento.
En el momento en que despojemos de mundanidad la primera comunión de los niños y, sobre todo, en el momento en que los padres verdaderamente cristianos, tomen, precisamente ellos, la responsabilidad de lo que es la primera comunión de sus hijos, todas estas cuestiones quedan fácilmente resueltas. Lo que no puede ser es acercar a un niño a la Eucaristía si no le acompañan ―no sólo en este acto, sino en el ejemplo que debe precederle y en la perseverante práctica cristiana que lo ha de continuar― comulgando al lado de ellos. La primera {7 (67)} comunión no es "una puesta de largo** sacramental, no es un acontecimiento social ―que "todos los niños lo hacen… entre nosotros"―, no es una transigencia con la que han de pactar incluso los no creyentes ni practicantes, para que, en adelante, no les molesten con preguntas los vecinos o amigos católicos"... Sería tomar el nombre y las cosas de Dios en vano, a costa del bien de los propios hijos comulgantes quienes, tras las primeras juguetonas comuniones infantiles, no tardarían, por inercia doméstica y social, en abandonarlas: como un juego entraron en ellas y con igual ligereza las abandonarían.
Los padres cristianos que creen que sus hijos han llegado a la suficiente discreción para que participen y reciban la Eucaristía, deben tomar este acontecimiento como algo que les afecta totalmente: ellos mismos han de dar ejemplo de asistir y participar en la Eucaristía, y no solamente en la inmediata circunstancia de esta "primera comunión" sino que, previéndola ―en el caso de que se hubieran alejado de Dios o prescindido de los sacramentos― y deseándola sinceramente, con fe cristiana, como un bien para sus hijos, sean ellos, los primeros por ser mayores, quienes vuelven a Dios para que, los niños, vean como normalidad el acto que sólo consciente y sinceramente se les invita a realizar.
La Eucaristía es la "comunión", la unión con Dios y los hermanos: si esta unión con Dios y fraternal no se intenta realizar, ¡por lo menos!, a nivel familiar y de modo más que esporádico, aislado o circunstancial, no pasa de banalidad... por más relojes que le regalen al nene o medallas que le cuelguen a la nena y besos a manta de abuelos y tías, y desayunos extraordinarios, y fotografías, y regalos, y vestidos, y estampas... Riada mundana, festera e inútil; Dios trivializado, desconocido y ausente.
Si esto pudiera ocurrir, lo honesto es esperar, convertirse y preparar lo que debe ser una comunión" con el Señor, de todos los de la casa, si la casa es de cristianos. La primera comunión de un niño que se prepara (7) en soledad a ella, que luego, si continúa comulgando o yendo a Misa, seguirá yendo solo y aburrido, hasta que se olvide y lo deje del todo, según el ejemplo doméstico, no puede ser, salvo milagro, un bien para ese niño.
Es una mentira social, en esta sociedad donde hasta lo santo y religioso se somete a convencionalismo huero, costumbrista y sociológico.
Es verdad que, en muchas ocasiones, la conciencia de ese ejemplo que hay que dar al niño comulgante, supone un despertar en la conciencia de los padres, no irreligiosos, sino simplemente olvidadizos, aburguesados, perezosos para las cosas de Dios; pero aun en estos casos, el despertar de la conciencia paterna es necesario y su perseverancia indispensable para que el niño que es acompañado un día a recibir al Señor, tome este acto como una prueba de amor inolvidable de los que más quiere y más le quieren en esta vida.
La edad de comulgar de un niño es aquella en que sus padres (cristianos o vueltos a un sincero y práctico cristianismo) y él, son capaces de comprender este abrazo que juntos dan y juntos reciben a Cristo y de Cristo.
El número de los años no tiene importancia.
Oración de caminante.
SER en la vida romero,
romero solo que cruza
siempre por caminos nuevos.
Que no se acostumbre el pie
a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa,
ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos.
No sabiendo los oficios
los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquier sirve, cualquiera…
menos un sepulturero.
Un día todos sabemos
hacer justicia.
Tan bien como el Rey hebreo
In hizo Sancho el escudero
y el villano Pedro Crespo.
Que no hagan callo las cosas
ni en el alma ni en el cuerpo.
Pasar por todo una sola vez
una vez sólo y ligero.
ligero, siempre lіgего.
Sensibles a todo viento
y bajo todos los cielos,
poetas, nunca cantemos
In vida de un mismo pueblo
ni la flor de un solo huerto.
Que sean todos los pueblos
y todos los huertos nuestros.
LEÓN FELIPE
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5. La Misa de ayer, de hoy y de mañana:
¿comunidad, espectáculo, devoción, costumbre o precepto?
QUE TENGA que ser mandado a un cristiano el ir a Misa es, más bien, una vergüenza: porque descubre que no sabe lo que es la Misa, o bien ―vergüenza todavía mayor― porque, aún sabiéndolo, deja al Señor de lado, revelando que la importancia de un encuentro sacramental con Cristo tiene, para este perezoso o negligente, un valor simplemente residual, es decir, que relega la participación en la Eucaristía para cuando no tenga "cosas más importantes".
Otras veces, lo que queda de celo por asistir a las Misas dominicales o festivas, parte del miedo a cometer un pecado de omisión, sin que se le ocurra que, la renovada Cena del Señor, es el encuentro sacramental con él y el fraternal con los hermanos en la fe ―¿sospecha, acaso, que los tiene?― Preocupado por librarse de, al menos, ese pecado fácil de evitar, acude resignado a aguantar o estar simplemente en una Misa "válida para cumplir el precepto", respecto de la cual le preocupa, con mentalidad confusamente disciplinaria, la casuística de desde hasta dónde se puede recortar para que sea solamente pecado venial, y hasta dónde sería mortal: es el clásico "cumplidor" farisaico que invariablemente recorta la Misa al principio o al fin y que, del resto, está y soporta, distraída o supersticiosamente, un rito que jamás comprendió ni le importó comprender.
El Dios de estos cristianos es difícil de describir, pero no es el Dios de Jesucristo. Se trata de un dios ―¡hay que escribirlo en minúscula!― más bien producto imaginativo, acomodaticio al molde distante de lo descomprometido; un Dios neutro, del cual tal vez se diga ―en algún atropellado "Padrenuestro"― que es padre de "todos", pero no provoca ni exige hermandad ninguna entre los hombres; un dios para la frialdad de la mente; un dios que, si alguna exigencia llega a formular a quien cree en él, ha de ser escondida y jamás publicada, porque sólo pueden ser exigencias de lo que de antemano se le va a negar y {10 (70)} archivar a disposición de la oportuna misericordia de alguna o ninguna confesión; cómoda misericordia que perdona y tan misericordiosa (?) que dispensa de la corrección y enmienda...
Un dios tranquilizador, justificador, solucionador, gratificador y, sobre todo, aséptico, lejano o alejado con espeso diafragma de silencio para cualquier delación de hipocresías. Un dios que no contradice, ni objeta, ni reprende; un dios arreglador y pactista. Un dios autofabricado, hecho a medida, a imagen y según el interés del propio hombre que se lo crea, para excluir, de cuajo, el propósito y la alegría de descubrir, respetar y desarrollar, en sí mismo y en los demás, la imagen del Dios verdadero, indeleble aunque el orgullo la emborrone, aunque el egoísmo la contraiga.
Un dios pagano, porque en vez de creer en el Dios verdadero, creen en las fuerzas, las razones, las pasiones y los miedos, de los que no se han liberado. Porque no se han convertido del paganismo a la fe cristiana, sino que han convertido su "cristianismo" en otro, remodelado, paganismo. Su cristianismo es una simple colección de substituciones mitológicas, que cultivan porque complace sus miras y tranquiliza (?) su psicología.
Su ir a Misa, su "estar" en la Eucaristía, nunca les abrirá a un encuentro comunitario. Quieren Misas cortas, rápidas, neutras y válidas. Los sermones alargan inútilmente el mínimo suficiente a la validez del precepto.
Se encuentran en el templo extraños al sacerdote que celebra, a los demás fieles asistentes que concurren y sólo algo cerca de "su" dios... porque este dios son ellos mismos. Van allí a adorarse. «No son como los demás hombres...»
Para ellos, la Iglesia, como mucho, es una gran "administración" ―con paralelismo con lo civil de lo que ellos entienden por espiritual― de una especie de "servicios públicos" que se llaman "sacramentos" ―supermercado de gracias y perdones― por los que complace o satisface necesidades, {11 (71)} legítima situaciones y calma inquietudes propias del ser humano. Y basta.
En cuanto a la Palabra de Dios, se admiten referencias solamente a supuestos muy distantes o muy remotos o bien el anuncio con principios tan generales y ambiguos (salvo para los enemigos") que a nada comprometan y nada denuncien. Si Cristo no lo hizo así, es porque Cristo "era diferente" y porque "nosotros no somos Cristo".
TROS cristianos no se resignan con tanta fingida neutralidad, con tanta asepsia y prefieren elevar a signo colectivo, por lo menos, la convergencia numérica de tantos o, de otro modo, realzar algún aspecto sensible que transforme en espectáculo, tributario de una ideología o de un goce estético por lo menos, la plural coincidencia de fieles o, más bien, espectadores.
No cabe duda que, buena parte del ceremonismo exagerado que han padecido los ritos eclesiásticos, se ha debido a esta inflación venida del mundo profano, anticipador de triunfos que no son de este mundo, y tendente a transformar en ceremonias principescas o reales log actos litúrgicos más solemnes, en conciertos los cánticos para alabar a Dios, en declamación teatral o exhibición académica la predicación sagrada, y la concurrencia en vida de sociedad, exhibicionista, clasista y mundana.
Todo el oropel del que la Iglesia, recogiendo el polvo de los siglos, se quiere despojar, como decía Juan XXIII, se debe a la pompa palaciega, especialmente renacentista, que si no en todas partes, sí a veces en las más significativas, le daba apariencias de señorialismo feudal o de grandeza cortesana, aunque perdida en el aturdimiento del boato mundano, se seguía celebrando una Eucaristía sin participación, decorativa y elegante, para conmemorar {12 (72)} sucesos sociales o actos políticos, trivializada y sin que la mayoría de asistentes se acercaran a recibir la comunión. Profanación incomprensiblemente consentida del sacramento de la Eucaristía, en la que se confunde lo espectacular, que le es ajeno, con lo comunitario, que le es esencial y propio. Y esto lo hemos visto incluso en nuestros días.
A esa pompa lamentable se opone, en ocasiones ―a veces, curiosamente, coincide...― una reacción piadosa, devota, intimista. Se pasa de un extremo a otro, o se juntan los extremos.
A la soledad egoísta de un Dios "sólo para mi" se le añade un sentimiento devocionero, como el de esas Misas afortunadamente decrecientes, en las que, paralela a la sumisa voz del sacerdote celebrante se sobreponían, a las celebraciones eucarísticas, rezos y prácticas con el mismo pragmatismo incoherente y absurdo de los que, todavía, llegan tarde a Misa, aprovechan para confesar, alcanzan a comulgar y salen del templo antes de que se acabe la entera celebración... Superficialismo e ignorancia que no coinciden con las personas menos cultas únicamente, sino en el que inciden incluso las que se tienen por "formadas" (así lo creen ellas) cristianamente.
Hasta que ese Dios mío" no sea "nuestro", hasta que no se supere en muchas almas esa cerrazón centrípeta hacia dulzuras imaginarias de un Dios demasiado escondido, no llegaremos a la caridad cristiana, generosa y abierta. «¡Id a todo el mundo!»..., dice todavía el Señor a los que creen en él.
EN LOS primeros tiempos del Cristianismo no existía ningún mandamiento, ni necesidad de precepto para acudir y participar en la Eucaristía. El cristiano deseaba encontrarse con sus hermanos, y la comunidad de hermanos echaba de {13 (73)} menos el ausente, cuando no estaba a la hora de partir el pan". Lo peor que hubiese podido suceder a uno de ellos era verse excluido de la comunión, del encuentro sacramental y comunitario en la Eucaristía. Luego, a esto, lo hemos llamado "excomunión" y clasificado como "pena canónica" o legal de la Iglesia, raramente aplicable, porque no son detectables las ocasiones en que pudiera hacerse o, porque cuando aparecen, acompleja fulminarla contra quien la merece.
Se excomulga el que se encierra en su pecado, en su desamor, en su dejación de la amistad de Cristo y en el desprecio o descuido de los hermanos. El pecado es el desamor, o el amor agriado y vuelto egoísmo:
todo lo que podemos llamar pecado contiene este núcleo obtuso al bien, que va más allá y más a lo cierto de las simples listas que nos confeccionamos.
¡Claro que es un deber ir a Misa!
Pero, al mismo tiempo, ¡cuán desgraciado es el cristiano que va a Misa solamente por deber! ¿Podemos considerar cristiano al que no estima la Eucaristía?
BIEN están, o bien estarían las Misas numerosas, si a ellas se acude o concurre no simplemente a cumplir y despacharse un precepto, lo más deprisa, mecánico y expedito posible, sino con el corazón sosegado, que es capaz y está dispuesto para sacar de la misma magnitud en la que participa con visión de fe, la elevación comunitaria, el significado de fraternidad, que todos funden en la alabanza de Dios y en la participación de una misma verdad en la Palabra que se anuncia y del mismo Pan que se distribuye. Pero estamos tan poco lejos de este ideal.
Será preciso, no precisamente reformar la Misa, sino reformarnos a nosotros mismos, y recomenzar, para que, en la celebración eucarística, sin traicionar su sentido, seamos continuadores de los primeros que se reunieron en recuerdo de la Cena del Señor y se miraban como hermanos. Habrá que revisar actitudes para prepararlo y disponerlo.
Posiblemente los que más lo necesitarían serían los primeros en rechazar la empresa, pero alguna vez será preciso recomenzar de veras.
Falta gente en Misa, y sobra gente en Misa. Y hay una cantidad de cristianos hartos y satisfechos en su mediocridad, pero presumiendo a destiempo de cristianos, que, plantados, como diría el Señor, en la puerta, ni acaban de entrar, ni dejan hacerlo a los que quieren entrar. Y hay muchos que creen que no son tenidos por cristianos, que buscan a Dios, que no se atreven a comulgar, que tienen deseos sinceros del Señor, que están más cerca de él que los hartos y satisfechos de siempre, y no podemos, por amor de ellos, seguir cultivando el error por entretener la bobería y callar la verdad.
¿Demasiado respeto o frialdad de corazón?
¿A causa de qué frialdad de corazón, o de qué superstición puede suceder que, los que se llaman cristianos, se mantengan alejados de este sacramento? ¿No resulta verdaderamente lamentable encontrar que se abstienen, algunos, de participar en la mayor de las bendiciones al alcance de nuestra miseria y pobreza?
La verdadera razón por la que algunas gentes no se Acercan a comulgar es ésta: no desean llevar una vida verdaderamente de acuerdo con la religión: no quieren comprometerse a mantenerla y piensan que, al comulgar, este acto les obligaría a reformas de vida que no quieren admitir. En el fondo es también a causa de una profunda falta de confianza... Por esta razón estas gentes no se acercan a Cristo para vivir espiritualmente de él: saben, presienten que si ellos no se entregan de verdad, tampoco él se entregará a ellos.
Card. John H. Newman, C. O.
Las ideas no valen por lo útiles que resultan, sino por lo mucho que cuestan y exigen.
Card. Giulio Bevilacqua, C. O.
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6. LA ESPERANZA: teología e historia
PARTIMOS de los dos tipos de religiosidad: el ontológico-cultural y el ético-profético y tras analizarlos se aplicarán a la realidad de nuestro cristianismo.
La religión de los "misterios"
Este tipo de religión florece en el helenismo, con su concepción pesimista, circular, de la historia. En esta concepción del tiempo, como algo que se repite siempre, nacen las religiones mistéricas como un intento de liberación. Ya que el hombre en esta cultura también está, como el tiempo, cerrado y sin esperanzas. Esta religión, por medio del mito divino, ofrece una esperanza. Recordemos que los misterios más recurrentes atañían a la muerte y resurrección del dios. Mito que nace de la experiencia cosmológica de la muerte y resurrección de la naturaleza. De esta manera, se ofrecía una esperanza por medio de la identificación con el dios que rompía el círculo cerrado de la historia del hombre. Esta salvación era individual y fuera de la historia.
La religión bíblica
El Antiguo Testamento ofrece una concepción lineal del tiempo, tiene un principio y avanza hacia un fin y un final. Esta religión bíblica es una religión de esperanza dentro de la historia. El fin de la historia se concibe como solución, avance, plenitud. Esta es la postura de {15 (75)} los profetas del Antiguo Testamento (recordemos que la idea de la resurrección, de la «otra vida», es bastante tardía, aunque haya una cierta intuición de que el hombre no acaba tras la muerte); así la esperanza mesiánica se vivía en la historia y su horizonte era más bien terrestre, hasta los últimos siglos antes de Cristo.
El Cristianismo y sus desviaciones
El cristianismo neotestamentario parte de una actitud bíblica de concepción lineal del tiempo, esperanza mesiánica que incide en la historia, esperanza hacia la cual camina y avanza la historia.
Los primeros cristianos han creído en la resurrección de Cristo, esta fe es el núcleo del ser cristiano. La fe en la resurrección de Cristo incluye una fe en nuestra resurrección (por una cierta identificación con Cristo resucitado), es decir, una vida misteriosa más allá de la muerte. Con lo que el centro de gravedad de la existencia humana del individuo se transporta más allá de la historia.
Es una modificación que la fe cristiana hace de la concepción veterotestamentaria, lo que le da una mayor analogía con la concepción circular del tiempo de las religiones mistéricas. Ahora bien, esta analogía es bastante superficial. Lo confirma la idea de la parusía, la nueva venida de Cristo al final. El camino no se había acabado, pues faltaba esta nueva venida. La última palabra del Apocalipsis es: «Ven, Señor Jesús». Así pues, la actitud del cristiano primitivo es de esperanza, que se fija en la historia: «ven aquí».
Los cristianos, en el transcurso de la historia y, sobre todo, en los tiempos modernos han hecho una simplificación del enriquecimiento del Nuevo Testamento, fijándose en una concepción semejante a los misterios paganos del helenismo. La maldad del mundo, de la sociedad y del hombre; un cierto fatalismo y una salvación que es un asunto personal, mi identificación con Cristo, que viene del cielo y no tiene nada que ver con la tierra. Lo importante es, pues, que la gente, a través de una práctica litúrgica con los sacramentos, con la sumisión a la pastoral de los curas, obtenga esta identificación y vaya al cielo. Es una concepción pagana, mientras que los primeros cristianos, de una manera más compleja que en el Antiguo Testamento, decían {16 (76)} «Ven, Señor Jesús». El Mesías de los profetas, es el del amor, de la lucha en el mundo por la justicia, lucha de la verdad, del testimonio, de vida vivida.
Es éste un cambio radical que se ha hecho poco a poco. Como cristianos debemos reconocer que hemos interpretado mal el cristianismo con graves resultados.
Y con la responsabilidad también histórica debemos reconocer las consecuencias de esa mala interpretación del sentido del tiempo y de la historia propios del cristianismo.
Fuera del cristianismo, en el siglo XIX, nació un movimiento caracterizado por una fuerte esperanza histórica: El marxismo.
Marxismo y Liberalismo
Prescindiendo de otros intereses que la verdad y la justicia, hay una cierta analogía entre la actitud de los mejores marxistas y la actitud bíblica en lo que se refiere a la concepción lineal del tiempo y a la esperanza de que la historia puede ser encauzada hacia un fin, que es una solución de progreso. Por otra parte, veo una segunda analogía entre el conservadurismo capitalista (incluso el más iluminado) y el pensamiento griego, en cuanto que ambos presentan un pesimismo histórico. No hay, creo, ningún liberal honesto que no tenga hoy conciencia del hecho de que la sociedad liberal capitalista es inhumana; pero piensan que es imposible una mejor, y que cualquier intento radical de cambiarla está condenado a caer en mayores males. He aquí su mesianismo histórico y he aquí por qué el liberalismo intenta salvar algunas grandes individualidades. (EI ideal del liberalismo no es resolver el problema para todos, sino hacer que los más dotados vayan adelante.
Es una mentalidad de élite).
Así pues, éstos son los problemas en el mundo actual, frente al tercer mundo, a América latina, etc., la comunidad cristiana es profunda y fundamentalmente aliada del conservadurismo social liberal-capitalista; es, pues, antitética a la línea socialista. Mi reflexión quiere descubrir la raíz de este hecho; no es un mero análisis político.
Si el cristianismo no hubiera perdido su concepto lineal del tiempo y el sentido histórico de la esperanza, su reacción ante la revolución del 1848 habría sido diversa. Habría descubierto el valor profundo del marxismo, frente a la concepción circular del tiempo del inundo moderno, su pesimismo histórico y su individualismo {17 (77)} exacerbado. Habría podido reconquistar la visión lineal del tiempo y de la historia que ofrece la biblia. Pero, por el contrario, los cristianos aceptaron la concepción circular del tiempo, el pesimismo histórico y la concepción de una salvación litúrgica, mistérica, independiente de la marcha de la historia.
Esperanza histórica y esperanza profética
Antes de acabar quiero hacer una clarificación importante. La esperanza cristiana es propiamente una esperanza profética, no es pues, en este sentido, una esperanza histórica.
La esperanza profética no excluye la esperanza histórica, pero no se confunde con ésta. La esperanza histórica es una esperanza que debe ser construida por el hombre con instrumentos de análisis científico y de análisis racional, pero con una apertura. Erich From (en La Revolución de la Esperanza) dice que el fundamento de esta esperanza histórica es la certeza de la incertidumbre, es decir, que la historia puede reservar siempre novedades. Es cierto que tenemos una responsabilidad y una posibilidad. Hay en esta esperanza una postura existencial: la no aceptación del pesimismo definitivo. No es mítica, pues busca en el presente la posibilidad de abrirse hacia un futuro mejor. Evidentemente la esperanza escatológica, profética, religiosa, es una esperanza trascendente porque espera una vuelta del Cristo vencedor. Y esta esperanza es decididamente peligrosa, porque si se comprende mal puede convertirse en instrumento de evasión y de injusto conformismo histórico.
El creer o no creer no es asunto simplemente de la inteligencia o voluntad, es un misterio, pero para mí, creyente, la fe es verdaderamente un acceso a la verdad; aunque profundo y desconcertante. Por esto no es extraño que la fe sea peligrosa, que sea fácil malinterpretarla, que sea posible darle una explicación que no es otra cosa que una traición, y no esta esperanza trascendente, auténtica, que es compatible con la búsqueda de caminos para la esperanza histórica y que incita a esto.
La resurrección de Cristo y la historia del hombre
La esperanza mesiánica es peligrosa porque puede llevarnos a una especie de pasividad... Ven, Señor Jesús y mientras llegas yo canto tus alabanzas y basta.
Este peligro se supera si entendemos a Pablo (que por su dedicación al "misterio" de Cristo y su helenismo es de los que más se prestan a una mala interpretación según los misterios griegos).
{18 (78)} Pablo nos da el más antiguo testimonio de la fe de los cristianos en la resurrección de Jesús (1 Co 15). Nos dice que entre la resurrección de Cristo y la parusía está todo el tiempo de la historia, y durante este tiempo Cristo reina misteriosa y ocultamente. Es un dato de fe.
Reina para hacer avanzar el amor y la justicia contra las potencias del mal en el mundo (egoísmo, instrumentos de opresión y la opresión misma) y la muerte es la última de las potencias malignas que él vencerá. Esta es una concepción profética, indicación de marcha que nos dice al menos esto: la venida de Cristo no es independiente de lo que pasa en la historia. No hay historia circular que repite la opresión como si esto fuese el tejido fatal de la historia y después, de repente, viene el En esta concepción pagana no es el Señor el que viene, sino que somos nosotros los que andamos en las nubes hacia el misterio de aquel Dios. En Pablo, aparece que si no hay en la historia una maduración de esta lucha contra las potencias, no hay resurrección para nosotros y si no hay resurrección nuestra no hay resurrección de Cristo y toda nuestra religión sería un mito vacío.
Si el creyente no busca en la historia una esperanza histórica no es un obrero de aquella esperanza trascendente. Esta esperanza escatológica, sin confundirse con la esperanza histórica, es convergente con ella.
Si yo espero mi resurrección es porque espero la venida de Cristo, y si espero la venida de Cristo es porque creo en su resurrección; pero si creo en la resurrección de Cristo, yo creo que Cristo es el Señor de la historia y que la historia está misteriosamente redimida y que la salvación es también historia y que, por tanto, se debe ir realizando en la historia a manos de los hombres iluminados por el Espíritu. Incluso cuando no creen explícitamente. (Perdónenme los no creyentes, como creyente pienso que incluso los que no creen están bajo el influjo del misterioso Espíritu de Dios).
Debemos, pues, alcanzar el peso que tiene la esperanza en la fe cristiana. No estamos ya más en un círculo, estamos en camino hacia la justicia y juntos esperamos a Cristo que vendrá ―él― para concluir este camino de manera tan misteriosa como incomprensible.
«Cualquier palabra del Evangelio no tiene vida por sí misma, sino que está siempre en espera de una circunstancia, de un suceso, de un encuentro. Cuando éste llega te das cuenta que la palabra ha sido pronunciada para ti y que tú eres para ella. Y te coge, te oprime, te tortura, te sabe a nueva, y ya no pertenece más al mundo de las cosas escritas, sino que penetra en tu sangre y no puedes deshacerte de ella. No tienes otro remedio que rebelarte contra ella... o acogerla, vivirla, y transformarte para ser mejor».
Card. Giulio Bevilacqua, C. O.